martes, 7 de febrero de 2012

Tercera Parte: El Hijo de Dios - Jesús y los grandes Misterios

PARTE III: EL HIJO DE DIOS
Capítulo VI.- JESÚS Y LOS GRANDES MISTERIOS

Resumen
Quedan por examinar los textos que son un testimonio de divinidad manifestado en relación con los misterios divinos.

Ø El misterio del Juicio final de los hombres,
Ø El de la sagrada Eucaristía y el Bautismo,
Ø El de la resurrección del propio Jesús, y,
Ø El de la Santa Trinidad

1. El Juicio último sobre los hombres

En el AT consta claramente que Dios juzgará a todos los hombres, por los actos de su vida, después de la muerte. El NT nos habla de este juicio divino.

En los Sinópticos: Durante el juicio del Sanedrín: «veréis al Hijo del hombre, que se sienta a la derecha de Dios, venir sobre las nubes del cielo»; el discurso apocalíptico: «Hijo del hombre vendrá con poder y majestad, acompañado de ángeles»; La descripción de Mateo del juicio final.

En el Evangelio de Juan hay una advertencia a los enemigos de Jesús y una descripción abreviada del juicio a los hombres.

2. Las fórmulas del Bautismo y de la Eucaristía

Bautizad a todas las gentes en el Nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19). Jesús se otorga a sí mismo, siendo el Hijo, la plena y total paridad con el Padre y el Espíritu Santo en el sacramento del bautismo. Es pues la fórmula trinitaria una expresión clara de la divinidad igual de las tres personas en un solo Nombre, necesariamente tiene que ser el de Dios

En los cuatro evangelios, y en una epístola de Pablo, hay unas palabras de Jesús, que confirman este asombroso misterio de la Eucaristía. «Esto es mi cuerpo (o carne)», «Este es el cáliz de mi sangre - «La nueva alianza (o testamento, diazékes) de mi sangre» (Pablo y Lucas); «la sangre mía de la alianza» (Mc y Mt). Así como la alusión a la pasión: «que se derrama: por vosotros (Lc), por los muchos (Mc), , para remisión de los pecados» (Mt).

Jesús dijo sobre la copa de vino: «Este es el cáliz de mi sangre, de la nueva alianza» (Mt, Mc), o de forma semejante: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre» (Lc, Pablo). Se ha visto en estas palabras de Jesús una afirmación de divinidad

3. La Resurrección de Jesús

Sólo Dios puede realizar el milagro de la resurrección de un muerto. Ningún ángel tiene tal potencia, pues supone el poder sobre el alma para hacer que reanime su cuerpo. Si esto hay que decirlo de una resurrección ordinaria, como las realizadas por Jesús en vida, hay que decirlo con plenitud cuando se trata de una resurrección de tipo escatológico, como la suya.

4. El misterio de la Trinidad: la igualdad con el Padre

Al examinar la relación del Hijo al Padre y su igualdad o identificación como Dios, podemos considerar dos formas de expresar la igualdad sustancial del Padre y el Hijo.

Ø Las palabras afirmativas de Jesús sobre su igualdad con el Padre en cuanto al conocer y al obrar que aparecen en los evangelios. «Al Padre no le ha visto nadie. Sólo aquel que viene de Dios (él mismo, cf. v. 38-40) éste ha visto al Padre» (Jn 6, 46). «Mi Padre actúa hasta ahora, y yo también actúo» (5, 17)

Ø Las palabras sobre la misma unidad y mutua relación entre ambas personas. Se funden las diversas afirmaciones de la unidad divina que son afirmaciones de plena divinidad de Jesús. El Padre está en mí y yo en él. Por lo cual, el que me ve a mí ve al Padre. Y esto es verdad, porque el Padre y yo somos uno. Y yo soy imagen viva del Padre.


5. Relación con el Espíritu Santo

«Si yo no me voy no vendrá a vosotros el Paráclito. Pero cuando me vaya, Yo os lo enviaré» (16, 7). Lo que él anuncie «lo tomará de mí, y os lo anunciará» (16, 14), y esto es así precisamente por la identificación divina de Jesús con el Padre: «Todo lo que el Padre tiene es mío; por eso os he dicho que tornará lo mío y os anunciará>> (16, 15). Pues este Espíritu Santo «lo enviará mi Padre en nombre mío» (14, 26).

Se ve así claramente que este Espíritu Santo es una persona divina que procede del Padre, y que es enviado por el Hijo a sus apóstoles, para que les enseñe la verdad, les recuerde lo dicho por Jesús, les anuncie el futuro.


PARTE III: EL HIJO DE DIOS
Capítulo VI.- JESÚS Y LOS GRANDES MISTERIOS

Quedan por examinar los textos que son un testimonio de divinidad manifestado en relación con los misterios divinos.

Ø El misterio del Juicio final de los hombres,
Ø El de la sagrada Eucaristía y el Bautismo,
Ø El de la resurrección del propio Jesús, y,
Ø El de la Santa Trinidad. El dogma revelado por Jesús, al relacionarlo con las otras dos personas distintas de la Trinidad, que son el Padre y el Espíritu Santo, muestra que Jesús se considera a sí mismo Dios verdadero al igual que las otras dos personas de que habla.

En este capítulo utilizamos los cuatro evangelios.

1. El Juicio último sobre los hombres

En el AT consta claramente que Dios juzgará a todos los hombres, por los actos de su vida, después de la muerte. Los libros sagrados presentan a Dios como Juez universal en el célebre «Día de Yahvéh», día que hará resplandecer la justicia de Dios. Así en Dan 12, 1-3, Joel 3, 1-2, Amos 5,18-20, Mal 4, 1-6, Is 66, 24, Sal 7, 9; 74, 8-9; 93, 1-2; 95, 13; 97, 9. Esto supone que Dios conoce plenamente las conciencias de todos, y nada puede ocultársele. Expresamente lo recuerda el Salmo 138 dedicado a este tema: «Todos mis actos están escritos en tu libro» (138, 16; Ap 20, 12).

El NT nos habla de este juicio divino. En la carta a los Hebreos, san Pablo: «Sin fe es imposible agradar a Dios. Y es necesario creer que existe Dios, y que es remunerador de los que le buscan (o sea juez de los hombres)» (Hebr 11 6). De este juicio divino final hablan las cartas de Pablo: Rom 2, 5-8; 2, 16; 1 Cor 3, 12-15; Ef 6, 8; 1 Tes 5, 2-3; 2 Tim 4, 8.

Textos en que Jesús habla de este oficio suyo de Juez de los hombres por poder divino.

En primer lugar, en los sinópticos

Ø Jesús recuerda al Sanedrín que le está juzgando, y a Caifas su presidente, que «veréis al Hijo del hombre, que se sienta a la derecha de Dios, venir sobre las nubes del cielo» (Mt 26, 64; Mc 14, 62; Lc 22, 69).

Ø En el discurso apocalíptico aparece el anuncio de la venida del Hijo del hombre como juez supremo: el «Hijo del hombre vendrá con poder y majestad, acompañado de ángeles» (Mt 24, 30-31; cf. 13, 41-43; Mc 13, 26-27; Lc 21, 27; cf. 9, 26; 17, 24).

Ø La descripción de Mateo del juicio que hará el Hijo del hombre: «Vendrá el Hijo del nombre en su majestad, y todos los ángeles con él, y se reunirán ante él todas las gentes» (Mt 25, 31-46). Donde el rey (basileus), que es el Hijo del hombre como Mesías y rey, pronunciará las sentencias motivadas por las obras buenas o malas de los de la derecha y la izquierda, considerando hechos a sí mismo los bienes y males hechos a sus hermanos los hombres necesitados. «E irán los unos al suplicio eterno, y los justos a la vida eterna», constando así la ejecución final de sus sentencias.


En segundo lugar, en el evangelio de Juan

Ø Un testimonio dado a sus adversarios los judíos: «El Padre no juzga a nadie, sino que ha dado al Hijo todo el juicio» (Jn 5, 22).

Ø La descripción abreviada del juicio que ejercerá con la ejecución de las sentencias: «El Padre ha dado al Hijo la potestad de hacer el juicio, (precisamente) porque es el Hijo del hombre» - «Todos los que están en los sepulcros oirán su voz. E irán los que hicieron obras buenas a la resurrección de vida, y los que las hicieron malas a la resurrección de condenación» (5, 28-29).

La doctrina de que Jesús será el juez del mundo se halla en la tradición apostólica, como se puede ver en las palabras de catequesis de Pedro en la casa del centurión Cornelio: «Ha sido Jesús constituido por Dios juez de vivos y muertos» (Act 10, 42). Y Pablo en el discurso del Areópago de Atenas: «Dios ha establecido el día en el que juzgará al mundo en justicia, por el hombre (Jesús) al que ha destinado (para este juicio), dando la garantía en resucitarle de entre los muertos» (Act 17, 31).

Hay otros pasajes apostólicos del NT. Así, en la epístola 2 Tim 4, 1: «Doy testimonio ante Dios y Jesucristo, el cual ha de juzgar a los vivos y a los muertos» (cf. 2 Pe 3, 10; Apoc 22, 12). Esta doctrina apostólica proviene de Jesús en la atribución evangélica, como hemos visto. Y supone un Jesús con potestad divina de juzgar en el último día. Tal potestad, con el conocimiento total de la vida de los hombres que conlleva, puede ejercerla con segura justicia solamente Dios, y es asi un argumento de divinidad en las palabras de Jesús.

2 Las fórmulas del Bautismo y de la Eucaristía

Sacramento del Bautismo

La fórmula del sacramento del Bautismo, conforme al testimonio evangélico del mandato de Jesús resucitado, es:

Bautizad a todas las gentes en el Nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19)

Jesús se otorga a sí mismo, siendo el Hijo, la plena y total paridad con el Padre y el Espíritu Santo en el sacramento del bautismo. Es pues la fórmula trinitaria una expresión clara de la divinidad igual de las tres personas en un solo Nombre, necesariamente tiene que ser el de Dios.

En los Hechos de los Apóstoles, éstos bautizaban «en el nombre de Jesús». El bautismo en el nombre de Jesús es distinto del de Juan Bautista (Act 19, 3) y significa el mandado por Jesús, el que se hace con fe en Jesús como Hijo de Dios. Esto consta en el bautismo del eunuco de Candaces etíope por el diácono Felipe. «Si crees, te puedo bautizar», y el acto de fe: «Creo que Jesús es el Hijo de Dios» (Act 8, 37). El bautismo en nombre de Jesús significa en los apóstoles el bautismo con la fe en Jesús. Y el mandato de éste, conforme a la tradición apostólica mantenida en todas las iglesias cristianas, es el de bautizar con la fórmula trinitaria, que eleva a Jesús en el rango de Hijo a la paridad con el Padre y el Espíritu.

Sacramento de la Eucaristía

En los cuatro evangelios, y en una epístola de Pablo, hay unas palabras de Jesús, que confirman este asombroso misterio.

El relato de la cena, en los tres sinópticos, incluye como elemento ciertamente central de la cena pascual unas misteriosas palabras de Jesús (Mt 26, 26-29); Mc 14, 22-25; Lc 22, 19-20). Estas mismas palabras, se hallan también en una epístola de Pablo 1 Cor 11, 23-26, donde afirma que esta tradición la ha recibido del Señor mismo. Y esta enseñanza la ha transmitido a los fieles (1 Cor 11, 23).
En cuanto a Juan, en el capítulo sexto, reproduce un extenso discurso o diálogo de Jesús sobre la eucaristía en promesa anticipada (Jn 6, 51: «el pan que yo daré es mi carne»). Por todo ello bien se puede afirmar que estas palabras de Jesús son de la más firme seguridad, conservadas en todas las tradiciones.

Pablo escribe su epístola hacia el año 57, en el tercer viaje desde Efeso (1 Cor 16, 8), algunos han propuesto fecha anterior. Pablo dice que se refiere a una tradición recibida del Señor, bien directamente (año 36), bien de Pedro en la primera entrevista de quince días del año 39 (Gal 1, 18). Viene directamente de la 1ª tradición apostólica y del día de la Cena.

Por Pablo y Juan consta que en las comunidades cristianas era recibido este testimonio como elemento fundamental del culto litúrgico, como «comida y bebida de la carne y sangre del Señor Jesús» (Jn 6, 52-56; 1 Cor 10, 16-17; 11, 26-29). Se trata de la «fracción del pan» de la que hablan los Hechos apostólicos en la primera actividad de los apóstoles en Jerusalén después de Pentecostés (Act 2, 42).

J. Jeremías ha escrito, con su extraordinaria erudición y conocimiento de los temas bíblicos y judíos, un libro notable sobre la Cena y las palabras de Jesús. Algunas conclusiones relacionadas. La primera es la autenticidad establecida de las palabras de Jesús en las formas fundamentales: «Esto es mi cuerpo (o carne)», «Este es el cáliz de mi sangre». Jeremías piensa que la fórmula más primitiva es la de Marcos, aunque no se puede negar el valor de las otras variantes. Estas palabras centrales son las que interesan a nuestro tema aquí, y también las que se refieren a la alianza: «La nueva alianza (o testamento, diazékes) de mi sangre» (Pablo y Lucas); «la sangre mía de la alianza» (Mc y Mt). Así como la alusión a la pasión: «que se derrama: por vosotros (Lc), por los muchos (Mc), por los muchos, para remisión de los pecados» (Mt).

El pensamiento de Jeremías, sin embargo, se aparta del pensamiento de la Iglesia católica cuanto al sentido y valor de las palabras de Jesús sobre el pan y el vino; para él las palabras de Jesús tienen el sentido de comunicar un significado al pan y al vino, sin cambiar su propia sustancia en carne y sangre de Jesús. Según la interpretación del autor, la última cena tuvo realmente carácter pascual. Es por otra parte la última cena de Jesús con ellos antes de morir. Todo esto da relieve especial a esta comida, en la que Jesús pronuncia sus importantes palabras sobre el pan y el vino. Cree que son palabras significativas de su pasión, por alusión al cordero pascual del sacrificio, que estaba sobre la mesa. Son, para él, palabras de simple sacrificio pascual, pero sólo en sentido significativo. Y por otra parte, las importantes palabras «haced esto en memoria mía», que se hallan en Pablo y en Lucas, tienen según el autor el significado de pedir a los discípulos que lo sigan haciendo, con este sentido singular: «Haced esto para que Dios se acuerde de mí», es decir: para que haga llegar el día del Mesías.

Pero frente a todas estas interpretaciones del crítico, hay que advertir, que para comprender el sentido de unas palabras del texto escrito hay dos caminos directos. Uno es el que tales palabras tienen gramaticalmente hablando. Y otro el que han aceptado aquellos que las recibieron, que fueron los apóstoles. Porque Jesús hablando de la Eucaristía, ha dicho: «Al que come mi carne y bebe mi sangre, yo le resucitaré el último día» (Jn 6, 54). Siendo la resurrección promesa a los hombres, todos tienen que poder comer su carne y beber su sangre. Esto exige que se repita el milagro hasta el fin del mundo. Y por eso añade: «Haced esto hasta el fin, como yo lo hago ahora, en conmemoración mía».

Y, ¿qué dicen las palabras en su sentido literal, respecto del pan y del vino? «Esto es mi cuerpo-carne», «Este es el cáliz de mi sangre». Tal formulación es la de todos los cuatro textos de la institución (Mc, Mt, Lc, Cor). La tradición recogida por los mismos apóstoles sobre el sentido de las palabras no permite otro sentido sino el de la transformación del pan en carne y del vino en sangre, que la Iglesia católica llama en su definición, «con palabra apropiada, transustanciación». (Concilio de Trento, sesión XIII (Denz n. 873 a 877) sobre la Eucaristía como sacramento, y sesión XXII sobre la Misa (Denz, 938 s). En especial el n. 877 y la definición del n. 884 sobre la transustanciación. Y cfr. Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, n.26)

Pablo nos habla de «comunión de la sangre de Cristo y de participación del cuerpo del Señor» (1 Cor 10, 16). Y Juan ha subrayado en labios de Jesús que se trata realmente «de comer la carne y de beber la sangre» de Jesús, al notar la dificultad que para los judíos oyentes ofreció la palabra de Jesús: «El pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo», exhortando a «comer de este pan» (Jn 6, 51-56). «Y muchos de sus discípulos se le marcharon diciendo: «Dura es esta doctrina, ¿quién la puede soportar?» (Jn 6, 60). A pesar de ello Jesús no rectificó su anuncio, sino que simplemente preguntó a los apóstoles si estaban dispuestos a aceptarlo.

Tal es pues el verdadero sentido de las palabras de Jesús: «Esto es mi carne o mi cuerpo» significa que realmente aquello que estaba en sus manos, el pan de la distribución en comida, era su cuerpo desde que él lo dijo así. «Este es el cáliz de mi sangre» significa que en la copa que daba a beber se contenía, desde que dijo sus palabras, realmente la sangre del mismo Jesús. Y en cuanto al mandato, «Haced esto en memoria o conmemoración de mí» significa que les daba poder para repetir el prodigio en el tiempo siguiente, conforme a sus propias explicaciones, es decir el poder sacerdotal de consagrar, convirtiendo el pan en su cuerpo y el vino en su sangre.

Baste remitir al libro de J. SOLANO, Textos eucarísticos primitivos», en edición bilingüe, (BAC, nn. 88, 118), en dos volúmenes, Madrid 1952, que ha recogido la práctica totalidad de la tradición eucarística en la Iglesia abundantemente durante los ocho siglos primeros.

Su resultado en lo que toca a nuestro tema podemos resumirlo en dos datos.

Primer dato: «En esta materia de la Eucaristía no hubo verdadera controversia (o herejías) en los diez primeros siglos» (vol.1, prólogo, XIII). Esto quiere decir que la tradición de sentido que se conserva actualmente (no lo olvidemos), y que permanece en la Iglesia católica y en todas las ortodoxas, enlaza con los apóstoles y el sentido que ellos dieron a estas palabras de Jesús. Los nuevos sentidos posteriores, reformistas, luteranos o críticos, no responden al sentido apostólico de los oyentes directos de Jesús.

Segundo dato, el del primer testigo contemporáneo de Juan apóstol, el de san Ignacio de Antioquia: «Los herejes (docetas) no confiesan que la Eucaristía es la carne de nuestro Salvador Jesucristo, la que padeció por nuestros pecados, la que por bondad resucitó el Padre» (Ad Smyrn. 7, 1: ib. P. 51). Este testimonio, de tal antigüedad y proximidad a los apóstoles, muestra con claridad el realismo de la carne y sangre. El cual es el mismo, lo repetiremos, que el entendido por Pablo y Juan.

Puesto así el hecho de que en la cena Jesús dijo estas admirables palabras en un sentido realista de intención de mutación y cambio del pan en carne y del vino en sangre propia, y que además podemos decir son «ipsissima vox» de Jesús, se hace ya necesario llegar a una conclusión. Los judíos decían, con razón en su afirmación, cuando Jesús perdonaba los pecados directamente: «¿Quién puede perdonar los pecados sino Dios? ¿Quién es éste que así perdona los pecados? » (Mc 2, 7; Lc 5, 21). Pues con mayor razón aún habrá que decir aquí: ¿Quién es éste que se cree capaz que se cree capaz de realizar tan gran prodigio como mudar el pan que tiene en sus manos en su propia carne, y el vino de la copa en su sangre? ¿Quién puede hacer con palabras una cosa semejante sino sólo Dios? Así estas ciertas palabras de Jesús se convierten en un testimonio de afirmación de su divinidad.

Jesús dijo sobre la copa de vino: «Este es el cáliz de mi sangre, de la nueva alianza» (Mt, Mc), o de forma semejante: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre» (Lc, Pablo). Se ha visto en estas palabras de Jesús una afirmación de divinidad. Pues la alianza se verifica entre Dios y su pueblo, sellándola con sangre, como recuerda bien la carta a los Hebreos (Hb 9, 18-22). En realidad se puede decir que él solo, como persona, pone la sangre que rubrica el pacto, si tal se considera éste. Ello equivale a considerarse como Mediador, Dios y hombre a la vez (Hb 8, 6; 12, 24). Pues además afirma en sus palabras de consagración que derrama su sangre para el acuerdo o pacto de alianza, «por vosotros, por muchos» (Le, Me Mt), es decir por todos los hombres, cuya representación tenéis aquí vosotros, y esto «para remisión de los pecados» (Mt). Todo ello hace más claro el sentido de posición singular de Jesús ante todos los hombres, por quienes derrama su sangre en expiación de los pecados Y este valor de su sangre quiere decir que tiene valor más que humano.

3. La Resurrección de Jesús

La resurrección de un muerto pertenece a la más alta clase de milagros. Es un milagro de primer orden, y según la clasificación de santo Tomás es «sobre la naturaleza», no sólo contra o fuera de ella (De potentia, q. 6, a. 3; Com. in 2 Sent. disp. 18, q. 1, a. 3; Summa Th. Ia q. 105, a. 8; CGent. 3, 101). Sólo Dios puede realizar este milagro, ningún ángel tiene tal potencia, pues supone el poder sobre el alma para hacer que reanime su cuerpo. Si esto hay que decirlo de una resurrección ordinaria, como las realizadas por Jesús en vida, hay que decirlo con plenitud cuando se trata de una resurrección de tipo escatológico, como es la del propio Jesús. Esta pertenece absolutamente al poder de Dios, y sólo Dios puede hacerla.

En Juan está la afirmación de Jesús sobre su propia resurrección futura, declarando que él mismo será el autor de ella. Cuando los judíos le piden una señal para confirmar su autoridad arrogada sobre el Templo: «Destruid este Templo, y Yo lo levantaré en tres días» (Jn 2, 19). Añade Juan, como propio comentario declaratorio, que hablaba del «Templo de su cuerpo».

Este logion de Jesús, sobre el Templo de su cuerpo y su resurrección, quedó muy grabado en la mente de sus adversarios. Tanto Mateo como Marcos nos dicen que en el proceso religioso ante Caifas, los testigos acusatorios más importantes presentaron esta acusación: «Dijo que destruiría el Templo y lo levantaría en tres días» (Mt 26, 61; Mc 14,58). Más aún, en el calvario, estando Jesús puesto en la cruz, ellos se burlaban de su afirmación concreta, recordándola entre risas o desprecios: «Tú que dijiste que destruirías el templo y lo levantarías en tres días, baja de la cruz» (Mt 27, 40; Me 15, 29). Y tan grabado quedó el testimonio que después de sepultado acudieron a Pilato para que pusiese guardia al sepulcro, recordando que él había dicho (ante ellos mismos, en el Templo) que resucitaría a los tres días (Mt 27, 63-64). Tenemos un logion de Jesús difícilmente recusable,por un triple testimonio, y entendido en el mismo sentido declarado por Juan.

Ahora bien, en este logion la afirmación de Jesús es que: «Yo lo levantaré en tres días», es decir que él mismo será el autor de su propia resurrección. He aquí una patente afirmación de divinidad en su boca. Sólo Dios puede hacer tal resurrección, que es de orden escatológico. Jesús se declara autor de la misma, identificándose con el mismo Dios.


4. El misterio de la Trinidad: la igualdad con el Padre

Este es el momento de examinar la relación de Hijo a Padre en Juan desde el prisma de la igualdad que encierran las frases o textos en las que aparece que Jesús se considera no sólo Hijo, sino, por serlo, igual al Padre, o sea Dios en el más pleno sentido de la expresión.

Si Jesús ha podido declararse Hijo de Dios y Dios juntamente, es por estar en el fondo de su enseñanza que en Dios, aunque hay una sola identidad de sustancia divina, hay tres personas, que es el dogma de la Trinidad. Lo haremos ahora primero sobre la relación de identidad entre Hijo y Padre, y después en cuanto a la relación de Hijo con el Espíritu Santo, del cual también habla Jesús en los evangelios como de persona divina.

Al examinar la relación del Hijo al Padre y su igualdad o identificación como Dios, podemos hacer dos consideraciones distintas:

Ø Considerar las palabras afirmativas de Jesús sobre su igualdad con el Padre en cuanto al conocer y al obrar.

Ø Considerar las palabras sobre la misma unidad y mutua relación entre ambas personas.

El modo de conocer y obrar de Jesús en relación al Padre

Hallamos en Jesús la afirmación de una capacidad de conocer y obrar que le igualan en tales operaciones al Padre, siendo por otra parte evidente que tales operaciones en igualdad exigen una persona divina como sujeto, y aun una naturaleza común de operación para ser en igualdad directa. Jesús afirma que él ve y conoce al Padre directamente, y que hace las mismas obras de su Padre.

A Nicodemo le declaraba Jesús que él hablaba «lo que hemos visto y lo que conocemos» (Jn 3, 11), hablando de los misterios celestes.

El mayor de todos esos misterios indudablemente es el conocimiento del mismo Dios, del Padre. «No vengo de mí mismo, y es verdadero el que me envió, a quien vosotros no conocéis. Yo sí le conozco, porque vengo de él y él me ha enviado» (Jn 7, 29). Los judíos entendieron bien el sentido de igualarse a Dios «buscaban cogerle preso, aunque ninguno puso en él su mano, porque no había llegado su hora» (7, 30). «Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido, y estos discípulos que me oyen han conocido que té me enviaste» (17, 25).

Dijo Jesús a sus oyentes en el sermón eucarístico, según Juan: «Al Padre no le ha visto nadie. Sólo aquel que viene de Dios (él mismo, cf. v. 38-40) éste ha visto al Padre» (Jn 6, 46). Ante esto murmuraban: «¿No es éste el hijo de José? ¿Cómo dice que ha bajado del cielo?» (6, 42), se lo repite también a sus propios adversarios en disputa pública «Sé que sois hijos de Abraham... Pero yo hablo de lo que he visto en mi Padre» (8, 38). Esta discusión se cerrará también, tras la declaración de eternidad y del Yo-soy de Jesús, con la decisión de los judíos de lapidarle allí mismo por blasfemo (8, 58). Pero es obvio que afirme que ha visto y conoce al Padre quien proclama a Tomás que «él es la Verdad» (14, 6), la cual por otra parte es propiedad de la Palabra del Padre: «Tu Palabra, oh Padre, es la Verdad» (17, 17).

Si pasamos a la operación del obrar con la voluntad, hallamos también la identificación en tal operación con el Padre afirmada por Jesús. Cuando los judíos se oponían a Jesús porque no guardaba exactamente el sábado, él se justificó tranquilamente diciendo: «Mi Padre actúa hasta ahora, y yo también actúo» (5, 17). Y en la discusión con los judíos Posteriormente dice: «Muchas buenas obras de mi Padre (con su potestad) os he mostrado, ¿por cuál de ellas me apedreáis?» (10, 32) En ambos casos le arguyeron de quererse hacer Dios, y buscaban matarle (5, 18; 10, 31). Ello muestra que habían entendido que Jesús afirmaba su igualdad con el Padre, lo que juzgaban audaz blasfemia Jesús les respondió: «Lo que hace mi Padre, eso hago Yo» (5, 19).


La íntima relación entre el Padre y el Hijo

En primer lugar encontramos una afirmación de mutua inherencia, que logra la extraña posibilidad de que cada uno de los dos esté dentro del otro o en él. Esta afirmación la hallamos cuatro veces en el evangelio de Juan en boca de Jesús. Primera, al hablar del pan eucarístico; donde nos dice que el que recibe tal pan «vive en mí y yo en él», y esto es a semejanza de lo que le sucede a él con el Padre, «el cual vive, y yo vivo por la fuerza del Padre» (6, 56-57). Segundo, cuando mantiene la gran discusión con los judíos sobre los respecti­vos padres. Llega ya a decir claramente: «Si no me creéis a mí, creed a mis obras, para que conozcáis y creáis que el Padre está en mí y yo en el Padre» (10, 38). Entonces, agrega otra vez más el evangelista, «quisieron apresarle, pero escapó de sus manos», lo que de nuevo muestra la inteligencia de esta frase tan formalmente expresiva de su divinidad.

La tercera y la cuarta, en la última cena: «¿No creéis que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?» (14. 10), y lo repite de nuevo con firmeza: «A lo menos creed por las obras, que yo estoy en el Padre y el Padre en mí» (14, 11). Y todavía poco después añadirá otra vez más: «En ese día (de la resurrección) conoceréis que yo estoy en mi Padre» (14, 20). Es una fórmula muy específica de la igualdad en labios de Jesús, la doble inhesión.

En segundo lugar, otra forma muy clara y audaz de afirmar esta igualdad es afirmar la idéntica posesión de todas las cosas en ambos. «Todas las cosas que tiene el Padre son mías» (16, 15). Y en la plegaria a su Padre: «Todas mis cosas son tuyas, y las tuyas mías» (17, 10), y añade que «soy glorificado en ellas». He aquí una segunda fórmula de igualdad plena, por la igualdad de todas las cosas, que implica la igualdad e identidad de sustancia y naturaleza, pues, las personas son dos, Padre e Hijo.

Llegamos así a la necesaria y directa afirmación de la plena unidad, expresada también a través de la misma fórmula anterior más explícitamente aún: «Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti» (17, 21)- Renueva la afirmación de esta plena unidad de la mutua inhesión: «Que sean uno, como nosotros (tú y yo) somos uno» (17, 22). Unidad que es la consumación que desea en semejanza: «Yo en ellos, y tú en mí» (17, 23). Pero esta afirmación plena de la unidad con Dios que él posee, y que es total en la naturaleza, no sólo la expresa ante el asombro de sus discípulos en la sublime plegaria de la cena, sino que ya antes había constituido el vértice final de la gran discusión con sus adversarios, cuando desean y piden saber con certeza si él es el Cristo (10, 24). Jesús alegó de nuevo sus obras para ser creído (10, 25), y terminó sus palabras con la rotunda afirmación de su unidad con el Padre:

«Yo y el Padre somos una sola cosa» (10, 30)

Esta afirmación total de la unidad provocó que los judíos, una vez más, tomasen piedras para matarle por la que estimaban blasfemia audaz, porque, dijeron «Te apedreamos (o queremos apedrear) por tu blasfemia, no por buenas obras. Porque siendo hombre como eres, te haces Dios» (Jn 10, 33). Y después en su proceso dirán del mismo modo a Pilato: «Debe morir porque se ha hecho Hijo de Dios» (Jn 19, 7; cf. Mt 27, 40.43).

Podemos terminar esta impresionante serie de afirmaciones de igualdad con el Padre con una que las resume. Al terminar sus manifestacio­nes en público, Jesús clamó con voz fuerte: «El que, cree en mí, no cree (sólo) en mí, sino en el que me envió (el Padre). Y el que me, ve a mí ve a aquel que me envió (al Padre)» (12, 44-45. No puede ser más directa la afirmación. Como los dos son uno, un solo Dios, el que ve al Hijo ve al Padre. Esta terminante y sorprendente afirmación la repetirá Jesús ante la ingenua petición de su apóstol Felipe en la cena. Dijo Felipe a Jesús: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta» (Jn 14, 8). Jesús le va a dar una respuesta admirable y también sorprendente.

Así se funden las diversas afirmaciones de la unidad divina que son afirmaciones de plena divinidad de Jesús. El Padre está en mí y yo en él. Por lo cual, el que me ve a mí ve al Padre. Y esto es verdad, porque el Padre y yo somos uno. Y yo soy imagen viva del Padre.

5. Relación con el Espíritu Santo

La revelación del misterio de la Trinidad nos proporciona todavía otra afirmación de divinidad en Jesús que nos lo revela. Hay una tercera persona en la Trinidad, que es el Espíritu Santo. El número de textos del NT que hablan del Espíritu Santo es muy elevado. En los evangelios tenemos: ocho en Mt, cinco en Mc, quince en Lucas, y dieciséis en Juan. En total, 44 contando paralelos. En el resto del NT tenemos, 26 en los Hechos, 50 en las epístolas paulinas, 4 en las de Pedro, y 13 en la primera de Juan y Ap.

En los sinópticos, primer lugar la revelación del Espíritu Santo se da en el bautismo de Jesús. Los tres nos presentan, en el momento en que Juan bautiza a Jesús, al Espíritu Santo descendiendo sobre la cabeza de Jesús en forma de paloma (Mt 3, 16; Mc 1, 10; Lc 3, 22). Y en los tres hallamos la afirmación de Juan de que si él bautiza en agua, detrás de él viene otro, Jesús, que «bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Mt 3,11; Mc 1, 8; Lc 3, 16). Este Espíritu es una persona divina. Es divina y por eso es llamado «Santo». Y es personal, pues los tres atribuirán a Jesús esta frase dirigida a sus apóstoles para el tiempo de las persecuciones: «Cuando os entreguen no penséis qué vais a hablar o de qué modo, porque se os dará en aquella hora lo que habléis. Pues no seréis vosotros los que habláis, sino el Espíritu Santo de vuestro Padre el que habla en vosotros» (Mt 10, 19-20; Mc 13, 11; Lc 12, 12). Lucas dice que el Espíritu Santo «os enseñará en aquella hora lo que tenéis que decir». Y Jesús les dice en Lucas: «Yo os daré una elocuencia y Sabiduría a la que no podrán resistir todos vuestros adversarios» (Lc 21, 15). Así pues, Jesús afirma de sí mismo que él distribuye el Espíritu a sus apóstoles, lo cual es claro signo de divinidad suya. Por lo demás es claro que la fórmula ya comentada del bautismo cristiano, ordenada por Jesús, según Mateo, pone en el mismo nivel de divinidad a las tres personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo. El Hijo y el Espíritu son también Dios (Mt 28,19).

Mateo y Lucas proponen al mismo Espíritu como actuante de la humanidad de Jesús en María Virgen, en el origen de esta humanidad (Mt 1, 18.20; Lc 1, 35). Lucas nos propone también, en la primera actuación de Jesús en la sinagoga de Nazaret, su propia tierra de convivencia anterior, la explicación que el propio Jesús da de Isaías: «Buscando en el libro sagrado halló el lugar donde está escrito: El Espíritu del Señor sobre mí. El me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar...». Y comentó así: «Hoy se ha cumplido esta escritura en vuestros oídos» (Lc 4, 18). Nos presenta también a Jesús, al proclamar su conocimiento de igualdad con el Padre, «lleno de gozo en el Espíritu Santo» (Lc 10, 21, cf. 4, 1). Pues bien, este mismo Jesús, así lleno del Espíritu Santo, es el que anuncia que lo enviará sobre sus apóstoles, con promesa de hacerlo: «Mirad que yo envío la promesa de mi Padre sobre vosotros. Permaneced en la ciudad (de Jerusalén), hasta que seáis revestidos de la virtud de lo alto» (Lc 24, 49). Esta promesa que Lucas conmemora en su evangelio antes de la los cielos, la recuerda de nuevo en el libro de los Hechos cuando expone más detalladamente la Ascensión desde el monte Olívete. Jesús les anuncia la próxima venida del Espíritu en un nuevo bautismo, que lo será en Espíritu Santo: «Juan os bautizó en agua. Pero seréis bautizados en Espíritu Santo dentro de pocos días». (Act I, 5). A este envío del Espíritu llama también aquí «la promesa del Padre, que yo os he dicho con mi boca» (Act 1, 4). Y como la venida fue en forma de lenguas de fuego, se ve bien cómo se cumplió el bautismo anunciado por Juan «en Espíritu Santo y en fuego» (Act 2,3)

Juan en su evangelio nos ha revelado tan profundo misterio, con palabras del mismo Jesús. En este cuarto evangelio también hallamos el testimonio del Bautista sobre el descenso del Espíritu Santo encima de Jesús al bautizarse, en forma de paloma. Y además habla del anuncio profético que había recibido de este descenso del Espíritu como señal del Hijo de Dios (Jn 1, 32-34). Y también dice que «éste es el que bautiza en Espíritu Santo», refrendando así el testimonio de los sinópticos totalmente. Luego nos presenta a Jesús, en el diálogo con Nicodemo, hablando de este bautismo, que hace renacer «de agua y de Espíritu Santo» (Jn 3, 5), confirmando así su potestad personal de bautizar en Espíritu Santo.

Si bien ante la Samaritana recordará con claridad que Dios, como Dios, es espíritu (4, 24), el evangelista nos recordará que el Espíritu no fue dado hasta la muerte de Jesús, como efusión de sus gracias mismas (Jn 7, 39), y como promesa de Jesús, el cual hablaba —dice— «del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él» (7, 39). Pero es en el encendido discurso de la cena ante los apóstoles donde descubre más profundamente este misterio tan grande de la tercera persona de la Trinidad.

En tal discurso, Jesús promete rogar al Padre para que les envíe «otro Paráclito perpetuo» (Paráclito = consejero, abogado) (14, 16). Este será personal, como lo indica ya el nombre que le ha dado, y lo muestran las actividades que le asigna, que son las de persona. Pues le llama «el Espíritu de la Verdad» (14, 17; 15, 26; 16, 13). Por serlo, actuará en los discípulos «enseñándoles toda la verdad» (14, 26; 16, 13); asimismo «sugerirá o recordará a los discípulos todo lo que Jesús les ha enseñado» (14, 26), pues «da testimonio de Jesús» (13, 26), y no hablará de su propia fuente sino que «hablará todo lo que oye» (16, 13). También dice de él que «cuando él venga, convencerá al mundo de pecado de justicia y de juicio» (16, 8), explicando qué se entiende por cada uno de estos convencimientos o argumentos (16, 9-11). Todas estas actividades son claramente propias de un ser inteligente y personal. Y lo es, y además de un ser divino, el anunciar el futuro: «Os anunciará las cosas del porvenir» (16, 13).

Y ¿cuál es la relación que tiene o se atribuye Jesús con respecto a esta persona divina de la Trinidad?. Se atribuye una potestad en relación a él que es de paridad en la Trinidad divina, y que aun aparentemente podría parecer de superioridad, aunque no lo sea, sino de eternidad de origen o procedencia en igualdad. Pues este Espíritu Santo o de la Verdad, «procede del Padre», y Jesús dice que «él mismo lo enviará desde el Padre» (15, 26). Y poco después añadirá: «Si yo no me voy no vendrá a vosotros el Paráclito. Pero cuando me vaya, Yo os lo enviaré» (16, 7). Lo que él anuncie «lo tomará de mí, y os lo anunciará» (16, 14), y esto es así precisamente por la identificación divina de Jesús con el Padre: «Todo lo que el Padre tiene es mío; por eso os he dicho que tornará lo mío y os anunciará>> (16, 15). Pues este Espíritu Santo «lo enviará mi Padre en nombre mío» (14, 26).

Se ve así claramente que este Espíritu Santo es una persona divina que procede del Padre, y que es enviado por el Hijo a sus apóstoles, para que les enseñe la verdad, les recuerde lo dicho por Jesús, les anuncie el futuro. Todo ello necesariamente es un argumento de divinidad de Jesús en sus propias palabras, conforme las pone el evangelista en sus labios. Pues sólo Dios puede enviar a Dios, sólo Dios puede saber todo lo que hace Dios. Esta es la doctrina de las tres personas divinas en la Trinidad, revelada por Jesús, de las cuales el Hijo es engendrado por el Padre como Hijo, igual a él en la divinidad, y menor en humanidad (14, 28), y el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, siendo un Dios con ellos en unidad de la naturaleza. El Espíritu Santo, según la teología católica dogmática, procede «del Padre y del Hijo (Filioque)», como de un solo principio, cuya fórmula llega a darse en el Concilio II de Lyon en 1274 (Denz n. 460) y de Florencia en 1439, Decr. para los griegos (Denz n. 691).

Confirmando todo esto, en la aparición a los apóstoles del resucitado, en el atardecer del domingo de Pascua, reunidos en el cenáculo, Jesús les dijo así:

«Recibid el Espíritu Santo.
A quienes perdonéis los pecados
les serán perdonados» (Jn 20, 23).

Palabras en las que aparece la divinidad de Jesús, tanto en el poder de dar la persona divina del Espíritu Santo como en sus efectos divinos, de dar, precisamente el que tiene poder divino, el perdón de los pecados, que como hemos dicho ya antes es un poder exclusivo de Dios. Así aparece el argumento de la divinidad que Jesús se atribuye, de modo múltiple. Esta donación del Espíritu concuerda con la que hemos visto que Lucas en su evangelio pone en forma de promesa antes de la Ascensión, y en los Hechos de los Apóstoles muestra el acto de la venida del Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego. Y todo ello es el cumplimiento del primitivo anuncio profético del Bautista: Jesús, que viene detrás del Bautista, bautizará en Espíritu Santo y en fuego (Mt 3, 11; Mc 1, 8; Lc 3, 16; Jn 1, 33).

Los teólogos han discutido si la persona del Espíritu Santo tiene una acción Personal en el alma en gracia, o es solamente una atribución a ella de la santificación, que hacen las tres personas con el poder divino común de la naturaleza divina, como en todas las obras ad extra de Dios. La doctrina católica es favorable a esta atribución, no a una acción personal diversa de la del Padre y del Hijo.
Hemos propuesto el conjunto de las palabras del propio Jesús, tal como las ponen en sus labios los cuatro evangelistas, sinópticos y Juan, y que arguyen divinidad de Jesús. Resta examinar la certeza de que tales palabras, al menos en su idea fundamental de atribuirse la mesianidad y la divinidad personal, fueron dichas realmente por Jesús.