domingo, 25 de abril de 2010

LA GARANTÍA HISTÓRICA DE LOS TESTIMONIOS DE LOS EVANGELISTAS

LOS EVANGELIOS ANTE LA HISTORIA P. Juan Manuel Igartua S.J.

CAPÍTULO II: LA GARANTÍA HISTÓRICA DE LOS TESTIMONIOS - Resumen

Establecido ya el hecho de la existencia plural de testimonios acerca de Jesús de Nazaret y los singulares sucesos de su vida procuramos ahora equilibra¬damente justipreciar o valorar, en el orden histórico, los testi¬monios aportados

Podemos, en conjunto, señalar estas razones del valor his¬tórico de los documentos:

1.- La naturaleza de los escritos como se presentan a un lector sin prejuicios.
a) Coordenadas históricas del relato
b) Declaración expresa de los documentos: Lucas y Juan

2.- La fuerza testifi¬cante de los autores de los escritos.
a) Presencia de los testigos en los hechos
b) La sinceridad heroica de los narradores
c) El carácter sagrado de su testimonio

3.- La garantía de la comunidad cristiana en la que se originan.
a) La comunidad que recibe el testimonio
b) La proximidad de la comunidad a los hechos

4.- Las comprobaciones actuales arqueológicas que puedan haberse encontrado y se ofrezcan a nuestros ojos del siglo xx.
a) Los lugares bíblicos
b) La Cruz y el Título
c) La Sábana Santa



CAPÍTULO II: LA GARANTÍA HISTÓRICA DE LOS TESTIMONIOS

1. La naturaleza de los escritos documentales


Los escritos históricos que nos ocupan, Evangelios y Hechos apostólicos, ofrecen al lector que los toma en la mano una neta impresión de libros de carácter histórico. Pues los múlti¬ples detalles de los libros, y aun el mismo testimonio de sus autores, o al menos incluido en tales libros, revelan un propó¬sito cierto de narrar acontecimientos sucedidos y recordados al lector para su enseñanza.

a) Coordenadas históricas del relato

Las coordenadas espaciales.Los relatos evangélicos están continuamente incrustados en una determinada geografía. Los hechos acontecieron en un determinado país, Palestina, que los autores conocían perfectamente, como se aprecia por la se¬guridad y naturalidad de las referencias. Nos hablan los evan¬gelios de la ciudad de Jerusalén y de su Templo, de las provin¬cias de Judea, Samaría y Galilea y la Transjordania, dando muestras de conocer perfectamente los caminos que llevan de las unas a las otras, las distancias entre pueblos concretos o ciudades, el exacto reparto en la geografía palestina de dichos pueblos o regiones: Decápolis, Belén, Nazaret, Cana, el Jordán, Betania, Cafarnaúm (…)

Las coordenadas del tiempo se hallan patentes en las páginas evangélicas, sin que sea necesario para ello que la acción sea descrita en riguroso orden cronológico. Pero la situación de la misma en el tiempo consta por la mención concreta de las personalidades político-religiosas en el drama, sin el menor error de desfasamiento: Herodes el grande, su hijo Antipas, Pilato, los sacerdotes Caifas y Anas. En todos los evangelios aparecen, pero particularmente Lucas tiene el especial cuidado de situar la coordenada cronológica al comenzar la vida públi¬ca de Jesús. (…)

Respecto de la cronología de la historia pública de Jesús (… es desarrollada suficien¬temente. Y el evangelista Juan particularmente lleva al extremo el cuidado, con detalles propios de un testigo personal de los hechos, señalando a veces el día exacto y aun la hora. (…) Nicodemo vino a Jesús en la noche, la samaritana halló a Jesús junto al pozo de Jacob en el mediodía caluroso (…).
Particularmente del tiempo supremo de la pasión se estable¬ce una cronología rigurosa que alcanza al horario, desde la cena, cuando era ya de noche (Jn. 12,30), pasando por el arres¬to en la noche de Getsemaní, hasta la mañana y los tiempos del proceso religioso y político, la hora de la crucifixión y la de la muerte y sepultura; el día de la resurrección, y la fecha de algunas apariciones. (…)

Las coordenadas sociales. (…) En derredor de la figura de Jesús aparecen los diversos estratos sociales de aquel tiempo y lugar, como las sec¬tas farisaica y saducea, junto con los escribas de la ley. Todos ellos aparecen con una perfecta concordancia con lo que de ellos sabemos por otros escritos contemporáneos, como los de Flavio Josefo . (…) Los autores evangélicos se mueven en un ambiente para ellos normal de vida, cuyos detalles conocen, sin esfuer¬zo. Lo mismo diremos de lo relativo a los oficios: pescadores y modos de pescar, sembradores y aradores, comerciantes, pas¬tores, mujeres de casa. (...)

Por todo ello, no le cabe duda a un lector de los evangelios (…) de que tiene delante un relato de carácter histórico o de suce¬sos reales, según la voluntad del autor. (…) El sentido directo del lector, aunque no tome el libro con ánimo cristiano, le enfren¬ta con hechos y palabras contados como sucedidos. Esto es evidente. Y si el lector cree además en la inspiración divina de los autores, entonces sí que encuentra un problema de excesiva gravedad en admitir que aquellos relatos son especies de midrásh de nuevo género, o edificantes invenciones compuestas para propagar la fe.

Es éste un buen comienzo para confirmar el valor histórico de los documentos de la resurrección y vida de Jesús. Impacto que no puede sino ser confirmado por el relato de los Hechos apostólicos, que por las mismas razones se presenta como ple¬namente histórico, cuanto a los espacios, los tiempos, las cos¬tumbres sociales, aquí no solo palestinas sino también del im¬perio romano entero (…) Respecto de las epístolas, por ser escritos personales y directos, aunque no contienen re¬latos históricos como base, pueden contenerlos (…) y desde luego contienen múltiples rasgos de carácter histórico, que en¬cuentran lugar en una carta mezclados a las advertencias o a los saludos.

No por esto, naturalmente, juzgamos que el género de los relatos haya de ser interpretado al pie de la letra como si fue¬ran de historia actual. (…) No pueden tales auto¬res y documentos contarnos falsa o míticamente lo que tenían que contarnos. (…)

Porque además un falsario, que nadie por otra parte se atreve a suponer aquí, hubiese caído inevitablemente en la trampa de los falsarios, o sea en numerosos anacronismos, relativos a la geografía, a la cronología o a las costumbres descritas. Y el hecho irrefutable es que no hay ni un solo anacronismo en toda la narración.
b) Declaración expresa de los documentos: Lucas y Juan

El punto de partida respecto al valor histórico de los relatos debemos tomarlo de los mismos documentos que lo contienen. (…) Este argumento vale directamente para el Evangelio de Lucas y para el de Juan, cada uno de los cuales nos cerciora de su veracidad histórica y voluntad en el mismo relato. Y vale como argumento extensivo para los otros dos evangelios, de Ma¬teo y de Marcos (…).

Los prólogos del Evangelio de Lucas y de los Hechos de los Apóstoles del mismo autor nos ofrecen su testimonio.

Hechos de los Apóstoles: «El primer libro (Evangelio) lo escribí, oh Teófilo sobre todo lo que Jesús hizo y enseñó hasta el día en que, después de haber dado instrucciones a los apóstoles que había elegido, fue llevado al cielo» (1,1-2).

Evangelio: «Puesto que muchos han intentado narrar or¬denadamente las cosas que se han verificado entre nosotros (ton pepleroforeménon en emín pragmáton) tal como nos las han transmitido los que desde el principio fueron testi¬gos oculares (kazos parédosin emín oi ap'arjés autóptai) y servidores de la Palabra,

«he decidido yo también, después de haber investigado diligentemente todo desde los orígenes, escribírtelo por su orden (akribós kazéxes soi grafái), óptimo Teófilo, para que conozcas la solidez (ten asfáleian) de las enseñanzas (peri on katejézes lógon) que has recibido» (Lc. 1,14).

Tales testimonios, que son del mismo autor del doble docu¬mento, muestran claramente, en testimonio directo, lo siguien¬te: el autor del Evangelio, que es Lucas, ha escrito su evangelio sobre todo lo que Jesús «hizo y enseñó», como afirma el pró¬logo de los Hechos, desde su comienzo en la vida pública (y aun en cosas de la infancia) hasta «el día en que fue llevado al cielo», o sea la Ascensión, que es donde tomará el comienzo de su relato, como una serie continua, el libro de los Hechos. Se ve pues, por este solo documento y argumento, que el autor de los Hechos tiene conciencia de continuar en el segundo li¬bro una historia comenzada en primera parte en su Evangelio. Por lo mismo, puesto que nadie puede dudar de que la inten¬ción del segundo libro, los Hechos, es contar la historia de he¬chos realmente sucedidos, y este segundo libro es continuación del primero, su Evangelio, donde dice él mismo que narró «todo lo que Jesús hizo y enseñó», se habrá de concluir sin la menor vacilación que si los Hechos son historia, también en la volun¬tad del autor es historia, y del mismo género que los Hechos, su Evangelio sobre Jesús. No hay, ni puede haber, en cuanto a la historicidad, una afirmación válida para la segunda parte del escrito (los Hechos) y no válida para la primera (el Evange¬lio). Las dos son historia igualmente, y siendo cierta historia la segunda también lo es la primera. Esta conclusión es evi¬dente.

(…) No resulta posible dar un testimonio so¬bre la voluntad del autor más expreso y más concisamente cla¬ro, que el que da san Lucas sobre su voluntad de escritor al escribir el Evangelio. Examinemos sus palabras.

Trata de hacer lo mismo que han hecho otros, que es «na¬rrar ordenadamente las cosas que se han verificado entre noso¬tros». Son pues cosas, las de Jesús, que se han verificado o sucedido realmente, son cosas históricas (pragmáton = hechos). Son cosas que han tenido «testigos oculares» (autóptai), y aquí la palabra «oculares» vale también en equivalencia por «auditi¬vos» en cuanto a las palabras de Jesús, pues se trata de «testi¬gos presenciales o directos». Estos testigos oculares o presencIales son además «servidores de la Palabra», o sea designados expresamente para dar testimonio de «la Palabra» por medio de su propia palabra, y han ejercido su doble oficio por me¬dio de la célebre «transmisión» (parádosin) o tradición de la palabra recibida como testigos.

Lucas, por otra parte, atestigua que ha escrito su evangelio después de tomar «una decisión», la cual ha sido seguida de una amplia «investigación», que es calificada de «diligente» (akribós) por el propio investigador. Después de la investiga¬ción que alcanza hasta «los orígenes» de la historia de Jesús, o quizás hasta los orígenes del testimonio directo, el evangelis¬ta llegó al tiempo de «escribirlo por su orden», narrando ya la historia en forma histórica. Pero todavía es necesario añadir algo final.

Porque atestigua el evangelista que todo esto lo ha hecho con la intención (para que = ina) conozca el lector «la solidez de las enseñanzas recibidas», por la catequesis oral, o sea su ver¬dad histórica, de hechos reales. Esta solidez (ten asfáleian), ma¬tizada con palabra tan exacta, es admirablemente precisada: «asfáleia» significa = firmeza, seguridad, estabilidad, certidum¬bre porque es solidez. El sustantivo da lugar al adjetivo «asfalés» = firme, sólido, seguro, cierto. En el orden del conocimien¬to, del que aquí se trata, se habla de «solidez de enseñanzas», que equivale a «certeza, verdad».

Tenemos así un testimonio admirable, puesto como prefacio a la obra por el autor, testificando la verdad plena de lo que escribe. En cualquier otro autor profano, serio y conocedor del terreno como éste, tal testimonio es siempre suficiente para asegurar de la verdad de los hechos, aunque sean, o precisa¬mente por serlo, no fácilmente creíbles, como los prodigios de Jesús. La sobriedad del testimonio por otra parte indica la se¬ria concisión del autor. No ha jurado para atestiguarlo, ha dicho sencillamente su propósito y sus fuentes escritas y orales. Es¬critas, porque ha hablado de que «muchos han intentado narrar ordenadamente»; orales, porque ha citado los «testigos ocula¬res». De los escritos ha deducido lo que ha comprobado como cierto, de los testimonios ha acudido a las fuentes mismas di¬rectas, antes de escribir su obra, para asegurarse.

¿Cómo puede pues ante este doble argumento, ya del testi¬monio de Lucas en su Evangelio, ya de la referencia del libro histórico de Hechos al evangelio como a primera parte de su obra, ponerse en duda la realidad de los sucesos narrados? ¿Cómo pueden atribuirse a legendaria desfiguración, con tal tes¬timonio? Habría que negar la honestidad de Lucas mismo. (…)
Ahora bien, si Lucas nos testimonia personalmente su fide¬lidad a la verdad histórica de Jesús, y su relato coincide sustancialmente con los de Marcos y Mateo, (…) ¿no justifica esta coincidencia la verdad de los otros dos? Y en lo que difieren, si se trata de relatos íntegros o de parábolas nue¬vas (como la del hijo pródigo en Lucas) ¿no muestra la nove¬dad de Lucas, nunca exhaustiva, que también los otros dos han podido tener fuentes, o diversas o de diverso modo utili¬zadas, que justifican la verdad de lo que ellos por su parte asu¬men? (…)

Veamos ahora lo que toca al cuarto evangelio de Juan. Este es muy distinto, como es conocido, de los otros tres. Sin em¬bargo no es tan diverso que el relato en su línea esquemática fundamental no siga el mismo recorrido: bautismo, vida públi¬ca con doctrinas y milagros (entre ellos también, como los si¬nópticos, uno de la multiplicación de los panes, valorado de modo nuevo), traición de Judas, Cena con despedida, prendi¬miento en Getsemaní, pasión y muerte con detalles análogos, re¬surrección y apariciones del resucitado. Tenemos pues un relato de coordenadas históricas semejantes, pero de nueva riqueza de datos múltiples introducidos respecto a los sinópticos. Esto podría bastar, si miramos a los argumentos que seguirán de la fidelidad religiosa de los autores y de la garantía de la comunidad receptora, para fundamentar su valor histórico. Pero aquí éste, como en el caso de Lucas, se halla por su parte tam¬bién expresamente atestiguado.

Porque cuando nos cuenta un episodio particular, para él de alta significación religiosa, la lanzada en el Calvario, es el propio autor el que testimonia su fidelidad de narración:

«Al instante salió sangre y agua. Lo atestigua el que lo vio, y su testimonio es válido, y él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis.» (Jn. 19,35).

Aunque el testimonio parece referirse solamente a este pasaje de la transfixión, sin embargo todo lector comprenderá obviamente, y es justa conclusión en crítica, que el autor que testifica en este pasaje su propia verdad la extiende a todo lo que ha escrito. (…) Lo que él quiere que crean es lo que realmente sucedió, aunque a través del suceso enseñe a pe¬netrar en la valoración profunda de los signos reales.

Y además, tenemos otro testimonio al fin de su evangelio acerca de esta extensión de su testimonio a todo el resto, como hemos argüido. Porque el epílogo primero, que es del propio autor, como cierre a su narración advierte que el fin de todo lo narrado es para que los lectores crean:

«Jesús realizó (epóiesen), en presencia de sus discípulos, también otras señales que no están escritas en este libro. Estas han sido escritas para que creáis que Jesús es el Cris¬to, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre» (Jn. 20,30).

Este testimonio de su voluntad de escribir cosas reales que Jesús hizo, de las que deja algunas sin contar en su libro, al¬canza y se extiende a todo lo que ha narrado. (…)

(…) tenemos, fuera del evangelio mismo, otro último testimonio del propio Juan sobre su valor histórico de testigo. Pues en la primera Epístola de Juan, (…) da expreso testimonio del valor de testimonio ocular de sus afirmaciones y relatos:

«Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras ma¬nos, acerca de la Palabra de la Vida... lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos» (1 Jn. 1,1-3).

El testimonio expresa la profunda convicción de la verdad de lo vivido en compañía del Verbo de Dios Jesucristo, a quien refiere desde el principio su propio Evangelio, diciendo: «En el principio existía el Verbo o Palabra... y el Verbo se hizo carne» (Jn. 1,1-14). La convicción se expresa multiplicando el testimonio de los propios sentidos: visto, oído, tocado. Y esto visto, oído, tocado, es decir cosas enteramente humanas y rea¬les, es lo que anuncia, en su epístola y en su evangelio.

Así pues, los cuatro evangelios son narraciones de hechos reales y narrados como reales, según declaración expresa de dos de sus principales autores (y por analogía en los otros dos, que cuentan cosas semejantes o iguales). No puede dudar el lector de la verdad histórica de lo narrado. Por ello, según tales testimonios expresos, no es legítimo comenzar a poner en duda la verdad de los hechos, suponer mitos o leyendas contados en forma histórica. Solamente cuando se hiciese evidente, frente a esta declaración expresa, que el pasaje sólo adquiere forma ejemplar histórica, sería lícito interpretarlo así. (…) Y si algún relato, por ejem¬plo el de Mateo sobre los magos y su llegada a Jerusalén, no nos consta de qué fuentes ha sido tomado, pero los múltiples detalles de la narración, su entretejido con datos cronológicos y sociales-personales verdaderos, denotan un relato histórico formal, si no quiere suponerse en el autor deliberada intención de engañar al lector. Y de hecho como historia verdadera fueron recibidos, y la tradición por tales los ha tenido.

No hace falta aquí extenderse respecto al testimonio de los Hechos de los Apóstoles, obra de Lucas, cuyo carácter histórico es claro. Ni respecto del valor de los testimonios históricos o afirmativos de las epístolas paulinas o de la primera Epístola de Pedro, obra del principal apóstol de Jesús. De Pedro, por lo demás, sabemos que fue testigo di¬recto de todos los hechos de Jesús, y su segunda epístola lo atestigua así, aunque no conste con tanta claridad si proviene directamente de su pluma. En cuanto al Apocalipsis y su valor de historia, no es historia, pero contiene claras referencias a la existencia de Jesús en gloria de resucitado. Servirá su testimo¬nio en ello con la misma fuerza que el evangelio de Juan. (…)

2. El carácter sagrado del testimonio

Pasamos ahora al valor del testimonio por parte del autor mismo, del que ya consta su voluntad de narrar hechos histó¬ricos y reales. Este otro valor proviene de su presencia en los hechos (…) (, de su probada sin¬ceridad y sobre todo del carácter sagrado de tal testimonio en hombres profundamente religiosos. (…). Solemos aceptar la histo¬ria cuando el testigo de los hechos, y el historiador que recoge su testimonio, ofrecen la garantía de una probada honestidad, y falta de prejuicios obnubilantes del criterio histórico. Pocas veces obtenemos un testimonio en la historia profana tan digno de crédito como el que aquí se produce.

Y aunque hoy algunos críticos pongan de lado el argumento de la sinceridad del testigo, no pierde nada de su valor intrín¬seco, aunque deba ser matizado con la aceptación del género literario que utiliza.

a) Presencia de los testigos en los hechos

(…) El após¬tol Juan, el discípulo a quien Jesús amaba de manera espe¬cial, es el autor del cuarto evangelio, y fue con certeza testigo directo de los hechos y palabras de Jesús, ya que pertenece al grupo de los Doce, que le acompañaban continuamente (Mc 3,17).

En cuanto a los otros tres evangelios, Lucas se ha informa¬do de «testigos oculares y servidores de la Palabra», como he¬mos visto, es decir de apóstoles. Sin duda entre ellos ocupó un lugar destacado el propio Juan, de quien podrían proceder fá¬cilmente los relatos de la infancia lucanos, que tienen su origen en el testimonio de la Virgen María, que vivió con Juan familiar¬mente tras la Ascensión, cumpliendo el encargo del Señor en la Cruz. También podemos pensar que Lucas, en el tiempo de la prisión de Pablo en Jerusalén y Cesárea, pudo tener contac¬tos obvios y fáciles con actores directos del Colegio apostólico; quizás antes, en el tiempo ignorado de su acceso al discipulado de Cristo, pudo hablar con ellos, y con Pedro mismo. Al menos, con certeza, habló con Pablo desde el año 51, y con Marcos, los cuales habían oído directamente a Pedro. «Testigos oculares», por lo demás, fueron también otros que no eran apóstoles.

Marcos, por su parte, escribió el evangelio de Pedro, según el testimonio de Papías, quien oyó a uno de los ancianos que convivió con los apóstoles, el cual le dijo:

«Marcos, intérprete de Pedro, puso por escrito, según se acordaba, aunque no en el mismo orden, los dichos y hechos del Señor, pues él no le había oído ni seguido personalmen¬te... siguió a Pedro, quien daba sus instrucciones según las necesidades (de los oyentes), pero no como quien compone una ordenación de las sentencias del Señor. Marcos... po¬niendo por escrito aquellas cosas como las recordaba, puso su cuidado en una cosa: no omitir nada de lo que había oído, no poner nada falso en ello» (EUSEB., Hist. Eccl, 3,39). (...)

En cuanto al evangelio de Mateo, aunque no sea probable que su evangelio sea el aramaico del apóstol Mateo traducido simplemente, sí que debe pensarse que aquel es su base, con ampliaciones y refundición. (…)

Sin alargarnos más en esto, diremos que la unánime tradición eclesial refiere los cuatro evangelios a Mateo, Marcos, Lucas y Juan como a sus autores, según lo manifiesta ya la inscripción que encabeza todas las copias de los cuatro evangelios, como títulos de autor: «Evangelio según Mateo, Marcos, Lucas o Juan». Como resumen de la tradición general podemos citar el antiguo texto de san Ireneo en el siglo II:

«Mateo entre los hebreos, escribió el evangelio en la len¬gua de ellos, mientras Pedro y Pablo en Roma evangelizaban y fundaban la Iglesia. Después de la salida de éstos, Marcos, discípulo e intérprete de Pedro, nos comunicó por escrito las cosas que habían sido anunciadas por Pedro. Y Lucas, compañero de Pablo, puso por escrito el evangelio que éste predicaba. Después Juan, discípulo del Señor, el cual se ha¬bía recostado sobre su pecho, escribió el evangelio, residien¬do en Efeso de Asía.»

Así pues tomemos como dato cierto que los hechos evangé¬licos, y muy particularmente el de la resurrección de Jesús y sus apariciones, provienen en última instancia de testimonios directos de aquellos que vivieron los sucesos mismos. Esta se¬guridad básica, aunque no sea el principal fundamento de la credibilidad evangélica, que aun sin ello permanecería, ofrece una gran seguridad acerca de la verdad del testimonio dado(…)

b) La sinceridad heroica de los narradores

La sinceridad del relator histórico puede ser un banco de prueba de la propia verdad de su relato, cuando no puede su¬ponerse en él la voluntad de mentir deliberadamente, si lejos de sacar provecho terreno de sus afirmaciones consigue por el contrario profunda y grave contrariedad. Arrostrar las dificul¬tades de muy graves persecuciones, y la misma muerte, es marca cierta de sinceridad desde el punto de vista del sujeto. Puede oponerse a esto que hay idealistas equivocados que lo arros¬tran todo por su ideal creído, y ello es cierto algunas veces. (…)

Pero hay que distinguir entre la sinceridad de quienes afir¬man un ideal doctrinal o teórico, y la de aquellos que afirman simplemente hechos. Los primeros pueden morir por un ideal, y morir en su error, que afirman con convicción de verdad. Pero los que afirman simplemente hechos presenciados, y arrostran sin vacilar por afirmarlos la persecución y aun la muerte, no son idealistas, sino en tanto en cuanto consideran la verdad de las cosas como un valor supremo.

A un hombre que afirma que Jesús de Nazaret hizo tales y tales cosas, y especialmente que resucitó y fue visto resucitado, con conocimiento directo de los hechos, sabiendo que por afir¬marlo sólo va a encontrar graves dificultades y la muerte, a veces de manera horrible, hay que concederle necesariamente el beneficio a priori de la sinceridad de su testimonio sobre los hechos. (…)

De este modo afirmaban los apóstoles ante el Sanedrín que «se ha de obedecer a Dios antes que a los hombres», y la razón que daban, para no obedecer la orden de callar que les intima¬ban, era en suma la necesidad de testificar la verdad de los hechos: «No podemos nosotros —dijeron a los sacerdotes y jefes— dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hech. 4,19). No se trataba simplemente de doctrinas o enseñanzas teóricas, aunque también enseñaban esto. Pero lo que les for¬zaba a dar testimonio eran los hechos presenciados, «vistos», y las palabras «oídas».

Este fue el motor de la actividad apostólica, lo que les llevó a recorrer el mundo exponiendo su vida cada día al peligro más real e inminente. Puede haber otras gentes —aunque no en tanto número ni de tal heroísmo en todas las edades y se¬xos— que mueran por no negar un ideal suyo, quizás equivo¬cado. Pero ellos mueren por no negar la verdad de los que sus ojos han visto y sus oídos han oído. Sucede que esto «visto y oído» implica, en su certeza, por ejemplo la realidad de la Re¬surrección de Jesús, pero no considerada como una doctrina simplemente, sino como un hecho, el del Resucitado, del que deben dar testimonio. Es la ingenua simplicidad del testimonio: he visto, he oído, he tocado. (…)

¿Y no hace aún más patente su sinceridad el hecho relevante de no haber ocultado en su relato aquello que puede parecer contrario a lo que quieren enseñar? Pues, en efecto, narran con toda claridad hechos contrarios, en apariencia, a la procla¬mación de la divinidad de Jesús, el hombre cuyos hechos y dichos refieren. En el Huerto de Getsemaní lo presentan aterrado ante el próximo futuro, hasta el punto de orar a su Padre para que pase de él este cáliz. Pero ellos mismos han narrado repe¬tidas veces que Jesús predijo claramente el hecho futuro de su pasión, muerte y resurrección, como una verdad cierta. (…)

Recordemos finalmente, sólo como quien menciona, que los apóstoles, según la tradición, fueron mártires todos ellos en diversos puntos de la tierra. Y si Juan al fin murió de muerte natural en edad avanzada, a fines del siglo i, no fue sino des¬pués de haber sufrido persecución y destierro en Patmos, y ha¬ber estado al borde del martirio. Su hermano Santiago fue el primero en sufrir la muerte de mano de Herodes.(…).

c) El carácter sagrado de su testimonio

Si no se ve que tengan alicientes temporales para mentir testificando hechos falsos, opuestos a los intereses de los pode¬rosos de entonces, de Herodes y de Pilato, de Anas y de Caifas, y de toda la teoría del gran Imperio, mucho menos todavía se puede pensar de hombres tan profundamente religiosos, como sus escritos los revelan —y de esto no creemos que nadie pueda dudar—, que habían de mentir testificando hechos contrarios a sus más profundas convicciones religiosas.

Todos reconocen que la predicación cristiana, ya desde los evangelios, está fundada en la convicción de que Jesús es Dios verdadero. (…)

Pero es preciso tener en cuenta que todos estos primeros predicadores y proclamadores de la divinidad de Jesús eran de religión judía en origen. Ahora bien, el judaismo, como es sabido, es, si cabe decirlo sin desdoro, «rabiosamente» mono¬teísta, es decir, que un judío lo que menos puede admitir es la divinidad multiplicada o compartida. Es el dogma central de su fe. Esto precisamente fue lo que provocó el choque frontal de los fariseos y saduceos con Jesús —aparte de su hipocresía y adueñamiento de los resortes religiosos, que Jesús sacudía contra ellos—, ésta fue la causa prima: «Habéis oído su blasfe¬mia, ¿qué necesidad tenemos de testigos?» clamó Caifas airado rasgando sus vestidos. Jesús acababa de proclamar la verdad de su divinidad ante ellos: «Como tú dices, lo soy» (Me. 14,63-64 y Mt. 26,65). Juan testifica que esta fue la causa que llevaba a los judíos a pedir la muerte de Jesús a Pilato: «Nosotros tene¬mos Ley, y según nuestra ley debe morir, porque se tiene a sí mismo por Hijo de Dios» (Jn. 19,7).

Queda bien claro que para un judío, siendo Dios único y absoluto, nadie puede pretender compartir con El la gloria de la divinidad sin blasfemar. ¿Cómo podían inventar unos judíos la doctrina de la divinidad de un hombre con el cual habían vivido ellos mismos durante tanto tiempo, comiendo, durmien¬do, llorando, y al fin muriendo? (…) ¿Por qué lo proclamaban, y cómo se atrevían a esto?

Solamente una razón podrá jamás aducirse: el propio Jesús lo había afirmado, y ellos hubieron de convencerse por los he¬chos de la verdad de sus afirmaciones personales. Les convenció sobre todo su Resurrección. (…).

Pablo (…) dice con palabra digna de su gran espíritu, en esto¬cada directa al adversario de la resurrección como argumento personal:

«Si Cristo no resucitó vana es nuestra predicación, y vana es vuestra fe. Y somos convictos de -falsos testigos de Dios, porque hemos atestiguado contra Dios que resucitó a Cristo,a quien no resucitó si los muertos no resucitan» (1 Cor.15,14-15). (…)

Atestiguar la resurrección de Cristo, si ésta no fuera verdad, constituye un delito de lesa divinidad. Es mentir para deshacer el dogma fundamental del judaismo, un Dios solo, y hasta en¬tonces unipersonal al parecer. Es mentir en un punto religioso de tanta gravedad que lo hace inconcebible en hombres religio¬sos. Y los apóstoles lo eran, profunda y verdaderamente lo eran, y además judíos.

Este argumento, conociendo la santidad y religiosidad de aquellos hombres, invalida totalmente la hipótesis de que hu¬bieran inventado la resurrección de Cristo o sus hechos y pa¬labras para propagar una mentira religiosa de tan enorme gravedad. (…)

Y todavía es más sorprendente la segunda derivación del argumento, que puede y debe establecerse. Los apóstoles creían que el propio Jesús era Dios y se había proclamado tal, como lo predicaban, y especialmente puede verse en las cartas paulinas todas. Pues bien, los apóstoles resultarían «falsos testigos con¬tra Dios-Jesús» si pusieran en sus labios o en sus hechos lo no verdadero. Si le han atribuido palabras que nunca dijo, si le han hecho protagonista de hechos que nunca realizó, son fal¬sos testigos contra Dios-Jesús. Dicen cosas falsas de Dios. ¿Quién podrá pensar esto de ellos?

La consecuencia es, contra los mitificadores que son legión en nuestros días, y contra los constructores de teorías y andamiajes que destruyen la verdad histórica del evangelio, que los «hechos y palabras de Jesús», que son los evangelios (Hech. 1,1), son verdaderos y no inventados, ni tampoco atribuidos al más o menos. (…). Todos (…) admiten con certeza que en los evangelios aparece Jesús como Dios verdadero para los es¬critores y para los primeros cristianos, desde Pablo hasta Pe¬dro, desde Lucas hasta Marcos y hasta Juan. Pues bien, se sigue de aquí ineludiblemente que lo que ellos pongan en labios de Jesús son verdaderas palabras suyas, y que lo que pongan en su acción ha sido un hecho de su vida, aunque a nosotros nos resulte no fácil de comprender. El carácter sagrado que encierra el testimonio apostólico cubre la verdad entera de los evangelios por igual.

Recordamos aquí, por su fuerza también extraordinaria, que Pablo en su carta a los Gálatas, para atestiguar con mayor fuerza la verdad de lo que dice sobre el hecho de su ida a Jerusalén y su encuentro con Pedro y con Santiago, pone a Dios por testigo de su verdad: «Delante de Dios digo que no mien¬to en las cosas que escribo.» (Gal. 1,20). Tan solemne y sagrada afirmación puede y debe trasladarse a los evangelistas. (…)


3. La garantía de la comunidad cristiana

Estos documentos escritos se producen en un determinado ambiente, y son recibidos por un amplio grupo humano. Esto (…) conduce a una exigencia implacable de verdad de los hechos. No se habla aquí de cosas que son ignoradas por los que las reciben, sino de cosas que han sucedido en medio de ellos. Como el propio Jesús dice a Caifas que le in¬terroga en el Sanedrín: «¿Para qué me preguntas? Pregunta a los que oyeron lo que he hablado.» Y la razón es que: «Yo siempre he hablado en el templo y en la sinagoga, a donde acu¬den todos los judíos, y nada he hablado en oculto» (Jn. 18,19-21). Son cosas sucedidas a la luz del día, al menos muchas de ellas, y en conjunto la vida, los hechos, los milagros, las ense¬ñanzas, la muerte y los sucesos posteriores a ella. Todo ello ha sucedido en medio de un pueblo sacudido en sus raíces an¬cestrales por la novedad de los sucesos, por la ardiente pala¬bra de Jesús. La extraordinaria novedad de los hechos mila¬grosos, el éxito popular de la predicación de Jesús, las muche¬dumbres que le han oído: todo ello ha sucedido a la vista de los hombres, con enorme relieve. No puede ser ignorado si ha sucedido, ni puede ser afirmado si es falsa la afirmación.
a) La comunidad que recibe el testimonio

Aunque los evangelios como documentos hayan sido redac¬tados más tarde y en diversas circunstancias, es claro que es¬tos documentos atañen de modo especial a la comunidad que en Jerusalén se ha formado desde el principio. Esta comuni¬dad se extiende paulatinamente al exterior, crece y se dilata hacia otras naciones, pero permanece en una unidad suficiente para que todo deba repercutir en el centro. Además, el testi¬monio oral comienza inmediatamente después de la resurrec¬ción, a los cincuenta días en Pentecostés, como lo muestra el libro de los Hechos de los Apóstoles, cuando la comunidad está concentrada todavía en Jerusalén.

Pedro habla bajo la acción prodigiosa del Espíritu, y su pa¬labra ardiente de testimonio convence a unos tres mil que se bautizan. (Hech. 2,41). Y esta comunidad en crecimiento sigue su rápida expansión por el primer prodigio de la curación del mendigo paralítico y cojo de nacimiento, de modo que la mul¬titud de creyentes aumentó en cinco mil más, o al menos llegó a este número aproximado. (Hech. 4,4). Y no mucho después se vuelve a confirmar que la multitud de los fieles crecía imparablemente en Jerusalén, y aun muchos sacerdotes se habían ya unido a ellos. (Hech. 6,7). Se puede afirmar, según estos tes¬timonios, que la comunidad cristiana de Jerusalén, dentro del primer año de la resurrección, sumaba ya bastantes millares de personas, y en ningún caso bajaría de diez mil, cifra impresio¬nante para un grupo recién formado en los primeros meses de su formación. (…)

Pero esta comunidad, así formada tan rápidamen¬te, ha sido toda ella más o menos testigo de los sucesos acae¬cidos, y todos saben lo fundamental: no en vano los discípulos de Emaús preguntaban con asombro al extranjero misterioso que es les unió en el camino el domingo de Pascua: «¿Tú sólo eres extranjero en Jerusalén, y no sabes lo sucedido entre no¬sotros con Jesús de Nazaret?» (Lc. 24,18). Resultaba absurdo para ellos, por la notoriedad del suceso, que un hombre aquel día pudiese estar en Jerusalén ignorante de los hechos de Jesús y de su muerte.

Además, esta comunidad multitudinaria sólo lo es en apa¬riencia. Está dirigida, gobernada, estructurada con los apósto¬les al frente. Existe una autoridad, que decide nombrar un nuevo apóstol como testigo (esta fue la condición para Matías) de los hechos de Jesús desde el principio al fin. (Hech. 1,22). De modo particular estos testigos supremos lo son «de la resu¬rrección» de Jesús (ib.). Así hay una conciencia desde el primer día, entre todos los hechos de Jesús, de la importancia capital de la resurrección como suceso que debe ser testificado.

Todo esto tiene una enorme importancia para el valor ga¬rantizado de los documentos escritos, que la comunidad acepta. (…) Cuando el evangelio aramaico de Mateo, antes del 50, comience a circular entre aquellos fieles en copias que van difundiéndose como un tesoro, aquellas frases de Jesús (quizá los famosos «Logia»), y aquellos hechos, en particular la resurrección tras la afrentosa muerte, tiene muchos testigos todavía, y es increí¬ble que hubiese podido ni escribirse ni ser aceptado si contu¬viese o mezclase falsedades. Del mismo modo los evangelios de Marcos y de Lucas hallarán todavía una enorme cantidad de gente que ha vivido los sucesos. En aquella comunidad orgáni¬camente establecida, que va ya desde Jerusalén a Roma por todo el Mediterráneo, no es posible difundir tal mentira sobre estos hechos tan graves e importantes, sin que hubiese la se¬guridad de un desmentido inmediato por parte de los cristia¬nos. Estos aceptaron con plena certeza los evangelios, y dos grandes verdades, las principales, que cubrían todas las demás como un manto de luz: que Jesús era Dios y que había resu¬citado.

La gran iglesia formada por las iglesias locales, la Iglesia apostólica creciente y una, es la mejor garantía de la verdad de los evangelios que acepta, y de la verdad de las palabras y los hechos de Jesús.

Conocemos en efecto, con mayor o menor exactitud, y a ve¬ces en relatos largos generalmente de tipo fabuloso o pretencio¬so, una gran cantidad de libros posteriores que intentaron cu¬brirse con nombres apostólicos para mayor seguridad: Evan¬gelio de Pedro, de Tomás, de Felipe...; Hechos de Pedro o de Pablo o de otros apóstoles; epístolas que llevan nombres fin¬gidos, como de Pablo a Séneca, a Laodicea (cf. Col. 4,16), de Bernabé, de Tito... Todos estos escritos han recibido un claro e inflexible «no» de la comunidad cristiana en cuanto a su au¬tenticidad y origen, a pesar de que alguno, como la epístola de Bernabé, ha merecido por su doctrina una acogida benevolen¬te. (…)
Así esta garantía prestada por la entera comunidad cristiana desde el principio, comunidad numerosa y organizada jerárqui¬camente con los testigos privilegiados de Jesús al frente de ellos, nos da una seguridad de la verdad de los hechos conteni¬dos en los relatos, una de las mejores garantías. Los escritos, podemos decir, han salido del seno de la comunidad—testigo y han sido recibidos como auténticos por ella, sin poner en duda el origen individual y apostólico de los mismos: estos son los relatos provenientes de Pedro-Marcos, de Mateo como fuente, de Lucas-Pablo con investigación histórica previa, de Juan el venerable apóstol entregado a sus recuerdos. Son las epístolas de Pablo, a propósito de las cuales nos consta expre¬samente el testimonio de la comunidad recipiendaria, pues la segunda epístola de Pedro dice: «Nuestro carísimo hermano Pa¬blo os escribió, según la sabiduría que le fue concedida, como en todas sus epístolas...» (2 Pe. 3,15). Son las epístolas apos¬tólicas, o los Hechos o Actas verdaderas de la primitiva Igle¬sia.» (…)

b) La proximidad de la comunidad a los hechos

Hemos establecido en el capítulo primero que los documen¬tos fueron escritos a poca distancia temporal de los hechos acontecidos. Según nuestra propia cronología, comenzado a es¬cribir el primer evangelio (Mateo-aramaico) en la década de los 40, a poco más de diez años de la muerte de Jesús, sigue el evangelio de Marcos en la década de los 50, y al fin de la misma el de Lucas, quedando en la de los 60 tanto los Hechos de los apóstoles como el evangelio actual griego de Mateo. Sólo el de Juan se halla más adelante en la década 90.

Repetimos la advertencia de que para el argumento de la credibilidad no es imprescindible esta cronología, teniendo un valor semejante la más ordinaria, que retrasa en casi una dé¬cada (según el parecer expuesto, infundadamente) las fechas de la composición para varios de ellos. Porque ya hemos he¬cho notar antes que todavía en el año 70 quedaban muchos tes¬tigos directos de los sucesos en la comunidad de Jerusalén, no¬tablemente acrecida en número a través de los cuarenta años transcurridos desde la muerte de Jesús y su resurrección. Y mu¬chos testigos directos se habían también esparcido por el mun¬do, en calidad de apóstoles itinerantes. (…)

La proximidad a los sucesos relatados, tanto por parte de la comunidad creyente cuanto por parte de los documentos, es desde luego superada por la inmediatez de la percepción de los sucesos por los testigos directos. En este sentido, cuando Pablo en la Carta a los Corintios recuerda en el año 57 que también a él se apareció, último de todos, el Resucitado, no debe computarse su testimonio como del año 57, pues nos re¬fiere un suceso personal acontecido a él en el año 36, seis años después de la resurrección de Cristo. Y cuando Juan, aunque sea a fines del siglo i, en la década 90, nos relata a sesenta años de distancia los recuerdos de la mañana de resurrección y las apariciones por él vistas, no es un testimonio a sesenta años de distancia, sino el recuerdo dado a tal distancia de un hecho vivido en la inmediatez misma del suceso, en la primavera del año 30. El mismo peso argumental puede valer para los testi¬monios de Pedro aducidos por Lucas en los Hechos apostóli¬cos, cuyo sermón de Pentecostés refiere el relato de un testigo presencial sólo cincuenta días después del gran acontecimiento.

(…) será útil recordar, al menos de pasada, tales fundamentos de fidelidad en el relato de la tradición de aquellos pueblos, especialmente en el hebreo por el ritmo de las sentencias orales de Jesús.

Tal es el prodigioso e increíble caso de los Vedas, larguísi¬mos escritos consignados por primera vez solamente unos vein¬te siglos después de su existencia oral, o de las epopeyas míti¬cas de Ugarit con cerca de cinco siglos de incolumidad oral permanentemente conservada hasta su incierta primera escri¬tura. No es necesario, pero es útil recordarlo.

c) El gran río de la tradición

Todo esto nos lleva, dejando correr los años, a establecer ese gran río de amplia corriente que es la tradición de la Iglesia (…)que se mantiene intacta, pero recorre las riberas florecidas de un creciente conocimiento que la fe de los si¬glos aporta con la luz del Espíritu.

Es un hecho que no se puede negar que la Iglesia de nues¬tros días, como un formidable coro humano de dimensiones planetarias, atribuye los documentos que nos ocupan a fuentes apostólicas contemporáneas de Jesús, las epístolas a Pablo y a Pedro (al menos la primera, y aun la segunda), a Juan y otros apóstoles. Y de modo concreto los evangelios a Mateo, Marcos Lucas y Juan. (…). El hecho es que basta abrir cualquier biblia no sólo católica, sino simplemente cristiana, para hallar al frente de los cuatro evangelios estos cuatro nombres como un sello de certificación: Mateo, Marcos, Lucas, Juan. ¿De dónde viene tal convicción?, esto es lo que necesariamente hay que preguntarse. Porque tales documentos tienen un autor por necesidad. Pero nadie pretende o ha pretendido jamás que tales documentos tuviesen otros autores que Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Este hecho, impuesto por sí mismo en la tradición, necesita razón de ser.

¿Cuál puede ser ésta? Sólo puede hallarse una: los documen¬tos casi desde sus primeras copias (no se olvide que durante al menos catorce siglos fueron copias manuscritas solamente) llevaban tales nombres al frente, como sello de autoría. Y en¬tonces debe afirmarse que es imposible que tal referencia desde el comienzo, y como única señalada, sea falsa. (…)

Es imposible que se atribuya en la Iglesia tan universalmen¬te y sin vacilación los cuatro documentos a origen apostólico, y que éste no exista, o que sea falso tal testimonio.

En el tesoro de la Iglesia católica brilla así con propia luz, adornada con luminosos destellos de tradición, esa joya que lla¬mamos evangelio. (…)

La tradición de los cuatro autores es universal y patente en la Iglesia. (…). Pero no estará de más recordar que, en esta tradi¬ción, siempre se atribuye al apóstol Mateo un evangelio arameo, luego perdido, y conservado solamente con el mismo nombre uno griego, del que ya hemos hablado. De los otros tres, uno es de Juan, también apóstol, y puede decir con la tradición Tertuliano que hay dos autores apóstoles y dos apos¬tólicos, Marcos y Lucas (Tertuliano, n. 339). Pero es impor¬tante señalar que la tradición advierte también claramen¬te que Marcos escribe un evangelio de Pedro, y Lucas el de Pablo, con lo que les dan también un valor apostólico, con la diferencia de que no habiendo visto Pablo al Señor, Lucas hubo de informarse personalmente en sus fuentes propias para hacer el evangelio, paulino en su inspiración y en su propaga¬ción. (…).

Frente a estos refieren que hubo muchísimos apócrifos, re¬chazados por la Iglesia y su tradición. «La Iglesia tiene sólo cuatro evangelios (…)

El argumento de la sinceridad de los evangelistas, que he¬mos utilizado, y que siempre ha sido utilizado y sigue siendo verdaderamente válido, da ocasión a algunas interesantes pre¬cisiones. Resulta elocuente el pasaje de Arnobio en el siglo IV, poco antes de terminar las persecuciones de la Iglesia (año 305). Expone así la credibilidad de los apóstoles y evangelistas: «No creéis los milagros vosotros. Pero los que los transmiten los vieron y son ciertísimos testigos. ¿Acaso vamos a pensar que los hombres de entonces eran vanos, mentirosos, estúpidos, de modo que afirmasen haber visto lo que nunca vieron y que lo que no había sucedido fueran capaces de afirmarlo con infantil desenvoltura, y esto para recibir odio y condenación pudiendo vivir tranquilos y en paz?» (n. 619). De los mismos milagros evangélicos —que son el moderno escollo de los desmitologizadores— dice Ensebio de Cesárea en su Demostración evangéli¬ca: «Si eran mentira los milagros de Cristo, y los discípulos mintiendo se hubiesen puesto de acuerdo para narrarlos, resul¬ta admirable ver cuan gran número de ellos guardaron su pacto hasta la muerte en cosas que suponen fingidas, y ni uno solo de ellos por el temor de lo sucedido a los demás se decidió a revelar su conspiración de falsedad.» (n. 666).

Orígenes acomete el punto de la sinceridad de los testigos por el lado evangélico de la narración de cosas contrarias a ellos mismos. Dice: «Si no hubiesen sido sinceros, sino que hubiesen escrito inventos, nunca hubiesen relatado las nega¬ciones de Pedro y la cobardía de los discípulos (ellos mismos). Pues nadie hubiese podido contarlo si ellos no lo hubiesen con¬tado» (Orígenes n. 519). Y san Juan Crisóstomo saca su argu¬mentación precisamente de las mismas diferencias o disensio¬nes de sus narraciones: «Repetidas veces los evangelistas se hallan divergentes entre sí. Esto mismo es un gran argumento de su verdad. Porque si en todo hubiesen sido absolutamente iguales, con respecto a lugares, tiempo y las mismas palabras del Señor, ningún enemigo les hubiese creído, sino que hubie¬sen tomado tal uniformidad por signo de previo acuerdo, y señal de falta de sinceridad» (n. 1.170). Son argumentos capaces de hacer pensar a los negadores de todo. (…)

Tenemos, pues, así ante nosotros el enorme peso de una tradición secular de la Iglesia, que desde nuestros días nos lleva hasta los de los apóstoles en la conservación y transmi¬sión de los evangelios sobre los hechos y dichos de Jesús. (…) La Iglesia actual me lleva hasta la Iglesia primitiva, la Iglesia primitiva me lleva a la Iglesia apostólica, la Iglesia apostólica me sitúa con los testigos directos de los sucesos. (…)

«Marción —dice san Ireneo como reproche— cortando cosas del evangelio de Lucas, per¬suadió a sus secuaces de que él era más verdadero que los apóstoles, y transmitió sólo una parte del evangelio» (n. 195). y Agustín reprende así a Fausto maniqueo: «Decid claramen¬te que vosotros no creéis el evangelio de Cristo pues vosotros, los que creéis lo que queréis en el evangelio, y no creéis lo que no queréis, más bien os creéis a vosotros mismos que al evangelista» (n. 1.598). ¿No podría ser este grave reproche di¬rigido hoy a los múltiples desmitologizadores que se dicen creyentes? No aceptan que creamos a los evangelistas, pero quieren que les creamos a ellos.

La Iglesia en su transmisión, en cambio, no ha aceptado nunca el cambio de nada de lo que fue escrito y confiado a su fidelidad, ni del sentido de los textos. Por eso tenemos en la tradición una seguridad firme de lo que la misma iglesia apos¬tólica creía y entendía. Y ellos eran los testigos. Tenemos mu¬chos testimonios de esta fidelidad insobornable. Es el propio libro del Apocalipsis el que amenaza al que se atreva a querer cambiar los escritos, y se puede entender que lo extiende a todos los libros sagrados. Dice:

«Advierto a todo el que escuche las palabras proféticas de este libro. Si alguno añade algo sobre esto, Dios echará sobre él las plagas que se describen en este libro. Y si algu¬no quita algo a las palabras de este libro profético, Dios le quitará su parte en el Árbol de la Vida y en la Ciudad san¬ta, que se describen en este libro» (Apoc. 22,18-19).

Palabras severas, ni añadir ni quitar nada. Tal es la consigna de toda la tradición, ya desde el AT (cfr. Deut. 4,2). (…)

Casi por el mismo tiempo dice el escrito antiquísimo (c. año 100) de la Doctrina de los apóstoles o Didajé (enseñanza): «No abandones los mandatos del Señor, y guardarás lo que has reci¬bido, sin añadir ni quitar nada» (n. 2). El patriarca de los mon¬jes san Basilio en Oriente, dirá en el siglo iv, con este mismo espíritu «Manifiesta caída de la fe es y acusación de soberbia, o el quitar algo a lo escrito o añadirle algo» (n. 972). (…)

Y así llega a la célebre fórmula definitiva acerca del sentido de la explicación de la fe en la Iglesia:

«Enseña lo mismo que aprendiste, de modo que cuando digas de manera nueva no digas cosas nuevas... Crezca la ciencia, pero siempre manteniendo la misma verdad, el mis¬mo sentido, el mismo parecer (in eodem dogmate, eodem sensu, eadem sententia» (n. 2.173-74).

¿Cómo no recibir con confianza total las aguas de este río de la tradición que conservan esa limpieza inicial? Tal es la verdad del evangelio en la Iglesia.
4. La comprobación arqueológica actual

Tenemos finalmente un último capítulo de argumentación en favor de la fidelidad histórica de los relatos evangélicos. (…)
a) Los lugares bíblicos

En el terreno judío, el próximo a nuestros hechos, ¿no he¬mos hallado en este siglo los testimonios del «monasterio» ju¬dío de Qumrán? ¿No está perfectamente localizado el Templo de Jerusalén, cuyo muro de las Lamentaciones y el pináculo erguido sobre el Cedrón proclaman la gran verdad de su exis¬tencia? Las caballerizas de Salomón, la tumba de Absalón, las ruinas de Macheronte... o el antiguo ziggurat o torre religiosa de Babel, en Babilonia, así como las ruinas excavadas de Jericó. El conocido libro de Werner Keller, Y la Biblia tenía ra¬zón, Barcelona, 1977, 15 edic, pone al alcance del público nu¬merosos hallazgos arqueológicos del AT y del NT (…)

El dedo de la tradición ve¬nerable ha designado con seguridad total los lugares más im¬portantes para el cristianismo: el Calvario y el Sepulcro.

Sabemos además que la geografía preserva muchos sitios sin cambio alguno: el lago de Genesaret o las montañas de Galilea, el Tabor y Ain Karim. Pero la más cierta y segura tradición ha ido a reposar con su peso de segura e imborrable memoria sobre tres lugares: Belén, el Calvario, el Sepulcro. Y junto a ellos, el Templo, Getsemaní, la tumba de María, la gehena del valle, la torre de David.
b) La Cruz y el Título

Cuando santa Helena excavó en Jerusalén junto al Calvario, la providencia quiso que hallase las tres cruces. Sucedió un hecho extraordinario para designar con certeza la cruz del Se¬ñor, un milagro hecho en un enfermo por la cruz de Cristo y no por las de los ladrones. Pero este hallazgo de importancia in¬mensa para el sacudimiento de la veneración cristiana, cuya memoria conserva la fecha del 14 de setiembre en la liturgia romana (antes el 3 de mayo), fue acompañado por otro asom¬broso en sí mismo: el de un fragmento del título de la cruz de Cristo, el célebre INRI (Jesús Nazareno Rey de los judíos) que se puede admirar hoy en la Iglesia constantiniana de San¬ta Croce en Roma en la capilla de las reliquias de la Pasión. Este fragmento arqueológico es de particular importancia por¬que lleva en sí mismo y en su presencia propia, según lo mues¬tra su vista, la huella de su testimonio. El fragmento muestra el texto escrito en las tres lenguas evangélicas, hebreo, latín y griego (Jn. 19,20 y Le. 23,38 —prob— lo atestiguan); y, extraor¬dinaria confirmación, que, aunque el griego y el latín se escribían de izquerda a derecha, están las tres lenguas de derecha a iz¬quierda, porque así se escribía el hebreo a cuyo pueblo se pre¬sentaba la causa de la condenación. La secular vejez del trozo de madera, la tosca incisión de las letras en ella, la dirección de la escritura, todo hace ver la verdad del testimonio del his¬toriador Sócrates de Constantinopla, que atestigua en su «His¬toria eclesiástica» el hallazgo del título junto con las tres cru¬ces, por santa Helena; como testifica San Cirilo de Jerusalén, a sólo veinte años de distancia, el reparto de fragmentos de la verdadera cruz por el mundo, porque había sido hallada.

c) La Sábana Santa

Además de este testimonio venerable de la crucifixión del Señor, que Dios quiso conservar y mostrar a los hombres has¬ta nuestros días, existe otro singularmente misterioso y digno de la más alta estima, creciente cada día en los ambientes cien¬tíficos objetivamente observadores: el de la llamada Santa Síndone de Turín. El gran exegeta A. Feuillet, en La Sindone e la Scienza, 239-251 (cfr. nota 36) estima que filológicamente Jn. 20,6-7 concuerda con la Síndone. (…)

¿Cuáles son los testimonios internos que la reliquia lleva en sí misma? Estos son en alto grado sorprendentes. Bastará que los dejemos re¬ducidos a cuatro capítulos.

Primero, el del negativo fotográfico, el más decisivo de to¬dos. Solamente en nuestros días, muchos siglos por lo tanto después de existir históricamente la Síndone, ha podido des¬velarse este misterio. Resulta que las dos huellas del cuerpo impresas de rostro a pies, de nuca a talones, se hallan impre¬sas sobre el lienzo en forma negativa de fotografía, es decir el blanco en negro y el negro en blanco. Al pretender sacar una fotografía de la reliquia en 1898 por primera vez, sucedió lo asombroso: el negativo de aquella fotografía era un positivo. Apareció a los ojos del fotógrafo asombrado, y luego de ma¬nera pública, la verdad de la doble imagen: un cuerpo noble, de rostro cadavérico pero majestuoso, y en el cuerpo estaban impresas todas las señales de la pasión de Jesús según los evan¬gelios. Las heridas de los clavos crucificantes, la de la lanzada en el costado con abundancia de sangre, las de la corona de espinas en la cabeza, las huellas de los azotes en la espalda. Hasta el golpe dado a Cristo en casa de Anas por el criado adula¬dor sobre la mejilla.

Segundo, además, los admirables detalles anatómicos de la imagen: la precisión de los lugares de las heridas no en las pal¬mas sino en las muñecas, contrastando con la creencia general cuanto a las manos; la admirable precisión de las corrientes de sangre conforme a lo que pedía un cuerpo colgante de la cruz en sus movimientos, con sagacidad anatómica increíble; la perfecta nobleza del aspecto y del tipo humano palestino del siglo i. Todo ello y mil detalles más de absoluta identidad, y todo ello en la asombrosa forma de negativo, cuando todavía faltaban siglos para que fuese inventada y descubierta la técni¬ca fotográfica, y por lo mismo la noción misma del negativo, realizado aquí con perfección total, son un testimonio irrefuta¬ble de ser la huella de un cuerpo ajusticiado en cruz, envuelto en una sábana y sepultado.(…)

En tercer lugar, debemos confirmar las aserciones anterio¬res, negando que la impresión sobre la sábana sea debida a pincel humano, aunque esta prueba no era ya necesaria pro¬puesta la primera seguridad del negativo fotográfico, que nin¬gún pintor pudo producir antes del invento de la fotografía, pero lo confirma desde un nuevo ángulo. Ya que este lienzo existe con seguridad histórica documental desde el siglo xiv, y desde el siglo XII consta su existencia históricamente. (…)

Respecto de la credibilidad que el lienzo merece, creemos útil reproducir las palabras de Pío XI, Pontífice de formación científica y crítica exigente, como antiguo Prefecto de la céle¬bre Biblioteca Ambrosiana de Milán:

«Este objeto, la Sábana Santa, misterioso aún, pero cier¬tamente no de mano de hombre. Decimos misterioso, por¬que mucho misterio rodea todavía a este objeto sagrado. Pero, ciertamente, es un objeto sagrado como tal vez no hay otro. Y con seguridad, (se puede dar esto por verificado del modo más positivo, aun prescindiendo de la fe y piedad cristianas), no es ciertamente obra humana.»

Llama la atención, en su testimonio, la firmeza con que ase¬gura por tres veces su certeza de la afirmación que hace, utili¬zando por tres veces el adverbio «ciertamente», en sólo cuatro frases del testimonio.

Finalmente, en cuarto y último lugar podemos proponer las recientísimas y sorprendentes comprobaciones realizadas por científicos norteamericanos sobre fotografías de la Sábana Santa, que han resultado tridimensionales, demostrando que la impresión de la doble imagen por una sola cara del largo lien¬zo de cuatro metros y medio no es debida al contacto (lo cual ya podía preverse dada la no-deformación de la imagen del rostro especialmente, que hubiera sido agrandada si fuese por contacto, deformando el rostro en sus proporciones reales), sino que ha sido producida por una misteriosa radiación semejante a la fotográfica, pero de carácter tridimensional, como las mo¬dernas fotografías captadas por instrumentos técnicos en Mar¬te por el Vikingo.

En tal fotografía tridimensional, que no es relieve propiamen¬te, pero que sí detecta y «muestra» el relieve de los objetos, a partir de la diversa luminosidad de los puntos impresos en la sábana por sus rayos, se ha hallado un dato tan sorprendente como dos objetos redondos sobre los párpados del cadáver, con¬forme a la costumbre judía del entierro. Tales objetos parecen ser por su forma y tamaño, iguales en ambos ojos, dos mone¬das leptones, que son las acuñadas por Poncio Pilato en los años 30-31, de las que existen muestras arqueológicas. (…)

Dejamos así, en este apartado, constancia de la comproba¬ción arqueológica que a la narración evangélica ofrecen la ac¬tual existencia de la roca del Calvario, donde estuvo clavada la cruz de Jesús de Nazaret, y la hendidura de la roca en la base de la misma, así como de la existencia actual de dos documentos impresionantes de la Pasión del Señor, que son, junto con el hallazgo, históricamente cierto, de la Cruz del Señor por santa Elena, el título de la misma Cruz con la inscripción de la causa de Jesús en tres lenguas, y muy particularmente la sor¬prendente existencia de la Sábana que envolvió el cuerpo del Crucificado en la sepultura. Las pruebas de la autenticidad de la Sábana Santa según la ciencia actual pueden considerarse definitivas.

NOTA ESPECIAL
La Sábana Santa de Turín (cf. notas 28-35)
a — La historia de la Sábana Santa comenzaría con el evangelio de Juan, que cuenta cómo fueron al sepulcro los apóstoles Pedro y Juan, y entrando en el monumento vieron un "sudario" o pañuelo plegado y los otros lienzos sobre la piedra. Resulta verosímil pensar que recogieron tales reli¬quias, ya que dice el mismo evangelista que al verlas "creyó" en la resu¬rrección (Jn. 20,8). En los comienzos del siglo xiii, en 1204, existe el testi¬monio del caballero cruzado Roberto de Clari, quien vio en Constantinopla según testimonia en su crónica "La Conquista de Constantinopla" (Edic. París 1924), que en el monasterio de Blanquerna estaba el lienzo de sepul¬tura de Jesús, en el que se veía su figura. En 1208 se halla en Besancon de Francia, traído por uno de los jefes de la Cruzada. Desde aquí se puede seguir su historia hasta la presencia actual en Turín, como posesión de la Casa de Saboya. Debe advertirse que ya san Braulio de Zaragoza, en el año 631, habla "del sudario que envolvió el cuerpo del Señor", y declara que aunque la Escritura no atestigüe su conservación "no se puede llamar supersticiosos a los que creen en la autenticidad de este Sudario" (Carta 42 a Tajón; PL, 80, 689). También Arculfo, peregrino en Jerusalén en el año 640, besó en Jerusalén el "sudario del Señor que fue puesto sobre su ca¬beza" (Jn. 20,7), del que dice que tenía "unos ocho pies de longitud", es decir la de nuestro Lienzo. (El pie era igual a 29,7 cm. lo que da, multipli¬cado por ocho 2,37 m. o sea aproximadamente la mitad de nuestro lienzo en longitud, pues éste tiene 4,36 x 1,10, cuya mitad en longitud es 2,18 m. La diferencia exacta: 2,37 — 2,18 = 0,19 cm. proviene de que en 1247 (Arculfo del 640) el rey del Oriente Balduino II cortó un trozo final sin imagen de la sábana (o mejor, los dos extremos del total extendido) y los envió a su primo S. Luis IX de Francia. Uno de los dos trozos lo hizo guar¬dar el santo rey en la Sainte Chapelle de París. El otro lo distribuyó divi¬dido a iglesias y monasterios. Un fragmento lo envió a la iglesia de Toledo (España), donde se conserva. Lo enviaba diciendo: "De Syndone qua Cor¬pus Ipsius sepultum fuit in Sepulchro, e thesauro imperii Constantinopolita-ni acceppi" (Ryant, Exuviae, II, 138; cf. Ricci, La Sindone Santa, Roma, 1976, p. 7-9).

b — Hoy día, después de los notables estudios fotográficos realizados so¬bre la Sábana Santa, principalmente por el fotógrafo oficial Enrié, no puede haber la menor duda sobre la existencia de un "negativo", donde los blan¬cos y negros están invertidos como en los clisés negativos fotográficos. Se pueden apreciar todas las heridas mencionadas. Como datos de interés particular citemos estos: las heridas o golpes de los azotes, se hallan repar¬tidos por todo el cuerpo (unas 120 debidas a látigos con plomo o hueso, taxillatio), de lo alto de la espalda a las piernas, y en tal dirección que las de la espalda se dirigen hacia arriba en diagonal, y las de la cintura en horizontal, mientras las de las piernas están en sentido descendente dia¬gonal. O sea como corresponde a los golpes dados con látigo por un hom¬bro a otro algo inclinado. La del costado se halla a la derecha con gran mancha de sangre, como lo exige la posición del corazón, pues si la herida estuviese a la izquierda hubiese perforado el ventrículo izquierdo del corazón, y la sangre se conserva a la muerte en la aurícula derecha, que se alcanza por la derecha precisamente, dada la inclinación en posición del corazón humano. Las heridas de las manos no están en la palma misma, sino en la muñeca, en el llamado anatómicamente "espacio de Destot", que penetra entre los huesos, permitiendo sin desgarramiento sujetar el peso del cuerpo colgado. Véase sobre todo este tema de la Sábana Santa, en la abundante bibliografía hoy de carácter también científico con una Asocia¬ción internacional para su estudio, el libro del doctor cirujano citado, Pierre Barbet, La Passion de N. S. J. Christ sélon le chirurgien, Issoudun 1950, de donde sacamos muchas notas. Una obra de experto, reciente, G. Ricci, La Sindone Santa, Roma 1976 de espléndida presentación, coincide en lo esencial.

c — El Lienzo, dice Barbet, tiene 4 metros 36 cm. de largo, y 1,10 de anchura. Han sido hallados lienzos de estructura igual en Palmira y Doura Europos en las excavaciones. Es del siglo i. En Antinoé se han encontrado piezas de la misma anchura, y de longitud mucho mayor. Respecto de los arroyos de sangre brotados de las heridas, se aprecia una admirable coin¬cidencia con la realidad de un crucificado: toda la anatomía señalada lo revela, pero especialmente la sangre caída de la herida de la mano en dos direcciones diversas, que forman el ángulo exacto que deben formar, según el cuerpo del crucificado caía o se enderezaba en sus angustias sobre la cruz. La herida de la espina de la frente en sorprendente forma de epsilon, ha marcado su desviación debida a una arruga de la frente originada por el dolor. La del costado cae en dirección vertical, y otro gran torrente en dirección horizontal, al depositar el cuerpo sobre la piedra, para embalsa¬marlo sin duda. Barbet testimonia como cirujano anatomista: "Este falsario (si lo hubiera sido), tan buen anatomista como fisiologista y artista ex¬cepcional, sería un genio manifiesto de tal envergadura, que es necesario que haya sido fabricado a posteriori" (p. 200). Se justifica el que sea pre¬cisamente el cadáver de Cristo, y no el de otro cualquier crucificado, porque sólo El tuvo corona de espinas y lanzada.

d — Barbet estudia detalladamente el problema de las huellas de sangre directamente empapada (piensa él) al reblandecerse la sangre pegada al cuer¬po con los aromas y ungüentos aplicados. Lo cual se ve claramente, y él estima la cosa de claridad deslumbradora, porque las manchas de sangre son de verdadera sangre según el color en la sábana, y no fotografías, y tienen un borde enteramente neto sin desvanecido de color, sin serum fisiológico por lo tanto, el cual desaparece cuando la sangre se ha secado sobre el cuerpo. Sólo existe este borde desvanecido en la herida abundante del costado horizontalmente caída, (emisión distinta de la producida direc¬tamente por la lanzada —In. 19.34-— que se coaguló pecho abajo): cayó verticalmente en una posición horizontal del cuerpo. ¿Por qué puede estar esta sangre sin serum? Por ser una emisión última salida del costado al cambiar el cuerpo de postura y depositarlo sobre la sábana, para embalsa¬marlo y haber así empapado la sábana estando todavía líquida, con el serum incluido. Lo que a Barbet como especialista le sorprendió fue el compro¬bar que había sangre verdadera sobre la sábana, en directo y no en im¬presión cuasi-fotográfica. Cuando la sangre sale de una herida corre pri¬mero líquida sobre el cuerpo, pero pronto se seca lo que queda pegado sobre la piel, y la nueva sangre que corre va deteniéndose y formando más grumos o coágulos de sangre secada. Tales coágulos se forman necesaria¬mente después de salir de las venas. Esto ningún pintor o artista lo prevé, pero en la sábana ha quedado impreso así, y es lo extraordinario del su¬ceso. Y así han quedado imágenes exactas de los arroyos de sangre ya secados en coágulos diversos sin serum y reblandecidos simplemente por los aromas hasta impregnar la tela. (Barbet, p. 30-33, 37-44). Recuerda Bar¬bet que, como es sabido por todo médico, contra la creencia frecuente la sangre permanece líquida dentro de las venas del cadáver durante varias horas tras la muerte, y aun es posible transfundirla a un ser vivo (p. 38). Además de en el costado, también en el pie hay una emisión post mortem líquida, que empapó la tela, y tiene serum, aparte de la coagulada de los pies en las heridas y sobre el empeine.

e — Tomamos este dato extraordinario de las "Actas" de la Conferencia de investigación sobre la Sábana Santa celebrada en Estados Unidos (Alburquerque, New México) en 23-24 marzo 1977, publicadas en el volumen "Proceedings of the 1977 United States Conference of Research on the Shrcund of Turin. (March 23-24, 1977. Alburquerque, New México, USA)", en edición de 1.000 ejemplares. En dicha investigación y conferencia partici¬paron físicos y técnicos del Laboratorio de Propulsión de Pasadena, Los Alamos, Sandia y Fuerza Aérea de Estados Unidos, a título privado. Uti¬lizaron técnicas recientes que requieren nuevos medidores de luz de las fotografías, que han servido para las obtenidas de Marte por el Vikingo, y otras técnicas. El dato de los leptones, sorpresa para todos los conoce¬dores de la Sábana Santa, que hasta ahora no los habían podido detectar, por asemejar en la fotografía ordinaria a ojos como abiertos, cosa extraña que llama la atención en ella, se halla estudiado en el artículo: "The Three Dimensionel Image on Jesús Burial Cloth", by John P. Jackson, Eric J. Jumper, Bill Mottern, Kenneth E. Stevenson, en su apartado "C — Im-plications to Archeology", p. 89-91. Se hace en dicho pasaje un fino aná¬lisis de las posibilidades existentes para la causa de la imagen percibida de los dos objetos redondos en relieve sobre ambos ojos, y se viene a la con¬clusión de ser la única causa aceptable la de dos monedas sobre los ojos, conforme a la costumbre judía ya mencionada por los especialistas en cos¬tumbres judías. Coincide con el tamaño y forma de dichos objetos el lep-tón de Pilato, pequeña moneda de la que habla el evangelio en el óbolo de la viuda (Le. 23,50), y que al ser aceptable como moneda para el tesoro del Templo pudo ser utilizado sin reparo por José de Arimatea en el en¬tierro del cadáver. En cambio el denario de Tiberio sería desproporcionado a dichos objetos. Asombra el minucioso cuidado técnico mostrado por los operadores en la aplicación de técnicas fotográficas, de mediciones de luz, de reposición sobre cuerpo vivo semejante de las marcas sangrientas de la sábana (en copia, naturalmente). Una nueva era para el estudio de la Sá¬bana ha comenzado, sin duda, toda favorable y sorprendente. Como im¬portantes vulgarizaciones de los temas de la Sábana Santa, con notable competencia, pueden verse: Carreño J. L., El último reportero (es el "re¬portaje gráfico" de la Sábana), Pamplona 1977; y M. Corsini, El Sudario de Cristo, Madrid 1976. En esta última obra hallamos citado (p. 52) un testimonio de S. Juan Damasceno (siglo vm), quien recuerda estos tres ob¬jetos de veneración: La Cruz, el Sepulcro, y la Sábana Santa (al parecer, entonces en Constantinopla): De imaginibus oratio, III, en PG, 146, 1.354.

f — Los físicos y técnicos de la Conferencia dicha han estudiado primordialmente la fotografía del cadáver, que ofrece la Sábana, y sus marcas sangrientas. Pero, entre las conclusiones que sacan se adivina ya que puede haber ocasión a la sugerencia de un fenómeno de radiación extraordinario. y no conocido naturalmente, en el cadáver, que sería la Resurrección. Se puede afirmar que la impresión de la doble figura (facial, dorsal, inte¬gras) opuesta por las cabezas, y grabando sólo la "cara interna" de la Sá¬bana sobre el cadáver, no es debida al contacto directo, ni siquiera, al pa¬recer, en las mismas manchas de sangre grabadas, por decirlo así, a fuego y en vivo. La impresión sugiere una radiación, al modo de la fotográfica, pero de otra naturaleza. Sobre esta afirmación de la Resurrección, modesta y científicamente, los físicos solamente dicen en toda la obra esta frase, que puede por lo demás ser suficiente: "Perhaps one day this can be done (a non-destructive testing of the Shroud by a special photograph), and we will be one step closer in understanding the origin of the fascinating image on the Shroud, an image which might, even be a key in understan-ting the phenomenal aspects of Resurrection" (Cf. "Computer related in-vestigations of the Holy Shroud, by E. Jumper, J. Jackson and Don Devan", p. 214). Sólo esta referencia, pero es suficiente, pues es de esperar que tal investigación sobre especial fotografía se haga pronto, quizá con ocasión del Congreso de 1978, en Turín, y pueda obtenerse "una clave para en¬tender los aspectos fenoménicos de la Resurrección".

g — Diré una palabra de un libro que acaba de aparecer, no de carácter científico, sobre el tema. J. J. Benítez, periodista, ha escrito El En¬viado, dic. 1979, Esplugas de Llobregat, Barcelona. Tiene el libro, en forma todo él de reportajes, dos partes claramente diversas. Una primera sobre la Sábana Santa, que, aunque sin ninguna nota de referencia, se puede decir que está informado correctamente (excepto en un detalle bastante resaltado, que no creo sea correcto y ha debido ser originado quizá por confusión). En cambio, la segunda parte sobre actuación de "extraterres-tres y Ovnis" en el evangelio entra claramente en un terreno fantástico. El propio autor distingue en sus conclusiones entre lo primero "de mano de la ciencia", y lo segundo, que es lo que "la voz de mi corazón y mis in¬vestigaciones (de Ovnis)" le dicen (p. 239-240). En cuanto a la fingida en¬trevista final con Jesús de Nazaret discurre por unas ideas originales y propias, que se acercan más a las de las reencarnaciones orientales que a las de la Iglesia católica respecto al fin del hombre. He dicho esto, porque soy citado en el libro como informador del autor, en la lista de agrade¬cimiento, al parecer en materia teológica; ello ha sido p. e. en cuanto a la fecha del nacimiento de Jesús y algún otro punto, pero no naturalmente en cuanto a estas otras ideas, que no conocía. El libro está escrito con el ágil estilo del autor, que atrae el interés del lector. Y noblemente confiesa cómo ha vuelto a acercarse a Jesús de Nazaret, a quien había olvidado (p. 15). Ojalá su escrito acerque a otros también a Jesús, y en El a su Iglesia. Esto último es también necesario para la verdadera fe

domingo, 18 de abril de 2010

LA CRONOLOGÍA DEL NUEVO TESTAMENTO

LOS EVANGELIOS ANTE LA HISTORIA - Juan Manuel Igartua S.J.

PROLOGO

La importancia de la cuestión sobre la verdad histórica de los evangelios proviene de ser el fundamento escrito de la religión cristiana.

Se trata de saber si tenemos o no en los Evangelios un recuerdo real de un Hombre excepcional. Pues habiendo El afirmado que es Dios, y habiendo instaurado una religión permanente para servir al Dios verdadero, el problema de Jesús se convierte en el problema del hombre.

Si los evangelios han de ser mirados a través del prisma de la verdad histórica, ¿el hombre que los evangelios retratan fue como ellos lo describen?

Afirmamos que los evangelios nos ofrecen un fiel recuerdo de Jesús.

Hoy, cuando voces vacilantes, alzan críticas que todo lo ensombrecen a los ojos de muchos, se plantea con fuerza renovada el problema de los evangelios y su verdad histórica.

Escribimos en la fe, aunque no sólo desde la fe. Cree¬mos que no es posible conocer a Jesús plenamente si no se presta crédito a los evangelios, que nos ofrece la Iglesia como tradición acreditada y aceptada de los hechos y dichos de Jesús.

Cuando Jesús se apareció al apóstol Tomás, y le hizo poner la mano en su costado abierto como comprobación, dijo al an¬tes incrédulo discípulo: «Porque me has visto, Tomás, has creído. ¡Dichosos los que crean sin haber visto!»


Capítulo primero: LA CRONOLOGÍA DEL NUEVO TESTAMENTO

1. Importancia de las fechas

El Nuevo Testamento entero, con sus 27 libros, gira en torno a la persona de Jesús de Nazaret, llamado ahora «el Señor Jesús», «Jesucristo», o simplemen¬te «el Señor». Poseemos hoy testimonios escritos en el siglo I en que vivió Jesús, que narran la vida y muerte de Jesús.

Tales testimonios se contienen en los Evangelios, en los Hechos apostólicos y en las Epístolas. El libro profético del Apocalipsis, en el que se refleja de manera sublime la gloria del Señor resucitado, Rey del uni¬verso.

El Nuevo Testamento está escrito en lengua griega. El único evangelio en lengua aramaica es el de San Mateo, la lengua que habló propiamente Jesús, y en donde hubiéramos podido conocer nu¬merosas palabras de Jesús como enteramente suyas, ipsissima verba como las ha llamado el profesor protestante J. Jeremías, se ha perdido en la noche de los tiempos.

Nos queda un evan¬gelio griego de Mateo, refundición modificada seguramente del primero, y en lengua de cultura universal, como es la griega, aun en su tipo dialectal de la koiné o lengua vulgarizada y po¬pular (común) en el siglo I.

Disponemos hoy de una documentación del siglo I que, todavía a poca distancia de los sucesos testi¬moniados, nos ofrece su palabra escrita. No es excesivamente importante una diferencia de décadas. Pero es de gran impor¬tancia la conexión directa con los hechos, que conforma su garantía de histórica verdad.

La razón es la siguiente. Debemos admitir que la excesiva se¬paración de años puede desfigurar sensiblemente las tradiciones, si no tenemos en cuenta los motivos ahistóricos —aunque para nuestra Tradición católica decisivos— de la asistencia del Espíritu para su conservación fiel y permanente. Pero, si el testimonio se produce dentro de generaciones contemporáneas de los hechos y éstos son públicos y notorios entre ellas, la presencia de tales generaciones «presenciales» es una garantía de la verdad, si los hechos son aceptados por las mismas.

Edades de los testigos de la resurrección cuando escribe san Pablo

Utiliza este argumento san Pablo en la I Carta a los Corintios: «Se apa¬reció a más de quinientos hermanos reunidos, muchos de los cuales viven todavía» (15,6).

La carta a los Corintios puede datarse en el año 57-58 d. Cr. La muerte y resurrección de Cristo acontecen el a. 30, han pasado 28 años. Si los testigos en el año 30 tenían entre 15 y 70 años. En el año 58, tendrían entre los 43 y los 98 años de edad. «La mayor parte de los quinientos», tendrían entre los 40 y los 70 años.

La fecha del año 70 y edad de los testigos de la resurrección

El año 70 contempla la destrucción del Templo de Jerusalén y de la ciudad, abatida por el ataque romano y el cerco de Tito. En el año 70 la edad de los testigos de la Resurrección de Cristo y de sus apariciones como de su vida y muerte en la Cruz suma cuarenta años a los que tuvieran en el año 30. Las generaciones de los 15 a los 35 años tienen ahora de 55 años a 75. «Mu¬chos de ellos viven todavía, otra parte murieron», podríamos parafrasear a san Pablo, también con respecto al año 70.


2. Cronología básica

¿Cuándo se escribie¬ron los documentos que poseemos? Se puede decir que la gran mayoría de ellos (excep¬tuando el Evangelio de Juan, su Apocalipsis y sus tres cartas, y quizás algún otro documento de valor canónico), son anterio¬res al 70.

No sólo han sido escritos antes del 70, sino que han sido recibidos antes de esa fecha como libros dignos de crédito por las comunidades cristianas ya existentes a todo lo largo del Mediterráneo, desde Jerusalén hasta Roma, y aun se puede creer que hasta la misma España.

La crítica racionalista pro¬testante, y un grupo, que se podría decir creciente, de críticos católicos ha ten¬dido a retrasar las fechas del NT, traspasando en varios casos la barrera del año 70. Hay un sorprendente y decidido libro del erudito obispo anglicano JOHN A. T. ROBINSON, Redating the New Testament. (Volviendo a fechar el Nuevo Testamento), SCM Press London, 1976 que defiende al tesis del año 70 como límite.

Hasta 1.800 se estimó la fecha del 70 como fecha tope del NT, a excepción de los escritos joánicos, que se retrasaban hasta fines del siglo I. La escuela racionalista de Tubinga, a par¬tir de Baur, intentó retrasar todas las fechas. Comenzando en los años 60 llegaban algunas obras del NT hasta la mitad del siglo II en su cronología.

La tradición católica siempre ha defendido la anterioridad al año 70, excepto para Juan. Hoy varios aceptan o aceptaban el traspaso de la barrera para algunas obras, no muchas: evangelio de Mateo griego, segunda de Pedro, la de Judas; y alguno, aun Lucas, (Hechos y Evange¬lio).


La destrucción e incendio del Templo de Jerusalén

El argumento de Robinson basa su tesis de anterioridad general al 70, porque en esa fecha tuvo lugar la destrucción de Jerusalén y consiguiente desa¬parición del culto, los sacrificios, la secta saducea, el pueblo judío organizado.

La razón fundamental de toda la crítica contraria ha sido siempre que la profecía ex eventu (o sea, después de los sucesos) era la expli¬cación de las páginas evangélicas relativas a la destrucción de Jerusalén en boca de Jesús. Si para explicar tales palabras no se podía suponer una profecía de antemano, entonces cierta¬mente resultaba que habían de haber sido escritas después de verificarse el suceso, que anunciaban en profecía solamente li¬teraria.

Robinson arguye sobre este punto central, porque el anuncio de que «no quedará piedra sobre piedra» se halla en Mc. 13, y, aunque los discípulos le preguntan por la fecha no la da. ¿Habrá que suponer, diremos, voluntad de engañar en el evangelista? Jesús aconseja huir a los montes, pero en el cerco de Jerusalén no se podía huir, y los cristianos huyeron antes a Pella, no a los montes, según Eusebio en el 62. Ni Jesús ni los evangelistas dicen nada expreso sobre la misma destrucción del propio Tem¬plo fuera de aquella frase general. El incendio del Templo, acaecido según Josefo, tan impactante para las mentes judías, no aparece mencionado, lo que es difícil si fuese escrito tras su realización.

C. Torrey recuerda que no es un evangelista sino tres los que silencian la guerra, simplemente de seguro porque no la han llegado a conocer cuando escriben (cf. en cambio Jn. 11,48).

El proceso de justificación de las fe¬chas de los documentos debe proceder, como toda investigación sensata, de lo más cierto a lo más incierto.

Comienzo de la vida pública de Juan el Bautista y Jesús

En materia de fechas tenemos un punto de partida que debiera ser firme y fijo. Lucas precisa la fecha cronológica de la aparición pública de Juan Bautista, y de Jesús por lo mismo, con datos de seguridad de referencia:

«En el año quince del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea y Herodes tetrarca de Galilea, Filipo su hermano tetrarca de Iturea y de Traconítida, y Lisanias tetrarca de Abilene, en el pontificado de Anas y Caifas, fue dirigida la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto...» (Lc. 3,1-2)

La fecha del año 15 de Tiberio, sucesor de Au¬gusto en el imperio, nos sitúa en el año 29 de nuestra era. En efecto, la muerte de Augusto sucedió el 19 de agosto del año 767 ab Urbe Condita, que es el 14 de nuestra era, que comienza en el año 754 a. U. C. Si nos atenemos al cómputo propio de Siria, que calcu¬la el comienzo de Tiberio dos años antes, o sea el año 12 d. Cr., año en que Augusto le concedió el honor de ser considerado como «collega Imperii», y así se llega al año 27 de nuestra era como año del bautismo de Jesús y comienzo de su vida públi¬ca.

De este modo además coincide con exactitud la fecha con la que da el evangelio de Juan: «Cuarenta y seis años hace que este Templo comenzó a edificarse (o se ha edificado), ¿y tú lo vas a levantar en tres días?» (Jn. 2,20). Como el Templo herodiano comenzó a edificarse el año 19 a. Cr. (que era el 735 de Roma) sumando 46 al año 19 a. Cr. obtenemos también el año 27 d. Cr. Así pues, Jesús comenzó su vida pública el año 27 (teniendo «unos treinta» años).

La predicación de Jesús hasta su muerte duró alrededor de tres años, y así resulta, como dato de certidumbre para la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús, el año 30 de nuestra era. Este año 30 coincide precisamente con el dato señalado por Jn. 19,31 de que aquel año era un sábado solemne o grande. Coincidían el día pascual del 15 Nisán, por la luna, y el sábado semanal. Esto sucedió, efectivamente, el año 30. Lo confirma Mc. 15,42, que coloca la muerte de Cristo en la Parasceve, «víspera del sábado» (prosabbaton).

El año 30 es el del comienzo de la predicación apostólica posterior a la Resurrección de Jesús.


La conversión de Saulo en Damasco

Otra fecha importante es la de la conversión de Saulo en Da¬masco. Lucas no da la fecha exacta en los Hechos de los Apóstoles, pero se puede deducir con gran probabilidad. Al cabo de algún tiempo de paz que gozaba la comunidad cristiana se produce el tumulto mo¬vido por agentes sacerdotales contra Esteban (6,12), y es ape¬dreado, mientras Saulo participa en el martirio como custodio de los mantos.

¿Qué año conviene a tal suceso? Parece el más apropiado el del relevo del gobernador Pilato por Albino. El cambio de gobernador, con el tiempo vacuo intermedio, tiene lugar en el año 36, seis años después de la muerte de Cristo.

Primera estancia de San Pablo en Jerusalén

Pablo, al recordar en la carta a los Gálatas su conversión (Gal. 1,13 ss), afirma que sólo después de tres años subió a Jerusalén (Gal. 1,18) por primera vez para hablar con Pedro y con Santiago. Contando ahora el tercer año desde el 36 estamos en el año 38.

El concilio de Jerusalén.

Pa¬blo, en la misma carta a los Gálatas: «Des¬pués de catorce años subí otra vez a Jerusalén (palin anébe) con Bernabé y Tito» (2,1). Si se toma el texto como el anterior, los catorce años se cuentan también a partir de la conversión. Así alcanzamos al año 49 como fecha de la reunión apos¬tólica en Jerusalén. San Pablo cita de nuevo como participantes en la reunión, llamándolos con el nombre de especial significación de «columnas de la Iglesia», a Pedro, Santiago y Juan.

La muerte de Pedro y Pablo

Otra fecha clave es la de la muerte de Pedro y Pablo. Para ellas tenemos unas fechas ciertísimas: la del incendio de Roma con la atroz persecución de los cristianos por Nerón, año 64; y la de la muerte del emperador Nerón, ante el avance de las legiones enemigas y la proxi¬midad del decreto de su muerte por el Senado, el año 68. Pe¬dro murió en la persecución del incendio, luego el año 64 es el de la muerte de Pedro. Pablo murió también por orden de Nerón, luego lo más tarde el año 67.

El error del monje Dionisio el Exiguo en la cronología cristiana

Debemos tener en cuenta, para toda cronología poscristiana, que el monje Dionisio el Exiguo, al calcular e introducir el ca¬lendario de la Era cristiana en el siglo VI (m. en 556), erró al asignar el año 754 de Roma al nacimiento de Cristo, a partir del cual contaba ahora, (cfr. LTHK, v. ara). Pues nos consta por Mateo y Lucas (Mt. 2,1; Lc. 1,5), que entonces reinaba Herodes, del cual sabemos que murió el 750 de Roma (F. JOSEFO, Ant. Jud., 17,8,1) es decir cuatro años antes de la Era cristiana calcula¬da. Hay pues que colocar el nacimiento de Cristo antes del año —4, en tiempo de Herodes, y si damos además los dos años apro¬ximados del cálculo evangélico para la matanza de los Ino¬centes (Mt. 2,16), lo podemos fijar en el año aproximado de —6 (o quizás en —7). (Cfr. la nota 26).

Cronología romana Cronología cristiana Sucesos
(ab Urbe Condita UC) (ante, post Christum)
año 747-48 -7, -6 Nacimiento de Jesús
año 750 -4 Muerte de Herodes
año 754 1 (no hay 0) Primer año era cristia¬na. (777 de las Olim¬piadas griegas según Varrón cfr. Espasa, Cronología, 16,478)
año 767 14 Muerte de Augusto. Vf. (Tiberio emperador desde el 12, collega Imperii).
año 780 27 Bautismo de Jesús.
año 783 30 Muerte y Resurrección de Jesús
año 789 36 Conversión de Saulo.
año 791 38 Saulo en Jerusalén con Pedro y Santiago.
año 802 49 Concilio apostólico: Saulo con Pedro, San¬tiago y Juan.
año 817 64 Muerte de Pedro en Roma. (Incendio: 18 julio 64).
año 820 67 Muerte de Pablo.
año 821 68 Suicidio de Nerón.
año 823 70 Destrucción de Jerusa¬lén.

3. Un punto seguro de partida: los Hechos de los Apóstoles

La fijación de las fechas de composición de los escritos del Nuevo Testamento, princi¬palmente los Evangelios y Epístolas paulinas.

La regla más prudente es partir de lo más cierto para llegar a lo incierto. ¿Cuál es el punto de arranque de nuestra fijación de fechas? El libro de los Hechos de los Apóstoles por el inesperado abrupto con el que termi¬na.

Este libro, obra de arte del historiador Lucas, compañe¬ro de Pablo (Col. 4,14; 2 Tim. 4,11), después de narrar los comienzos de la Iglesia tras la Ascen¬sión de Jesús en Jerusalén, la conversión de Saulo tras la muer¬te de Esteban, y los comienzos de la difusión apostólica del evangelio.

Sigue a Pablo a partir del capítulo 13 en sus viajes de apostolado hasta su prisión en Jerusalén y Cesárea bajo el tribuno Claudio Lysias y los procuradores Félix y Festo. En esta situación de prisionero, se dilató su prisión has¬ta la llegada de Festo durante unos dos años más o menos (58-60); y habiendo apelado a Roma y al Emperador, fue enviado a la Ciudad.

El naufragio de Malta retrasó su llegada en unos meses, y en la primavera del 61 hacía su entrada en Roma. Al llegar aquí Lucas, que ha contado todos los detalles de la prisión de Cesárea, y su juicio ante Félix primero y luego ante Festo y el rey Agripa, en cinco largos capítulos, y casi dos más para la navegación y nau¬fragio y estancia en Malta, ahora sólo dedica a su prisión romana, que duró dos años en¬teros, exactamente 13 versículos (28,17-29).

Quedan sólo dos versículos para terminar la narración de la prisión romana y el libro entero «Permaneció dos años en la casa alquilada, recibía a todos los que venían a él, y enseñaba lo que se refiere a nuestro Señor Je¬sucristo, con seguridad y sin impedimento alguno.» (28,30-31). Aquí termina el libro entero de largas peripecias dramáticas.

¿Cuál puede ser la explicación de este final, y en qué fecha nos sitúa?

Eusebio de Cesárea, y tras él san Jerónimo, dieron por cierto que la única explicación de tan extraño hecho es la de que el libro fue terminado precisamente cuando finaliza en Roma la prisión bienal de Pablo.

«Lucas ha escrito otro libro magnífico (egregium) que, lleva el título de Actos (Actas) de los Apóstoles. Su relato llega hasta los dos años de la estancia de Pablo en Roma, es decir hasta el cuarto año de Nerón (a. 63). De esto podemos entender que el libro fue escrito en dicha ciudad.» (De viris illustribus, VII, PL, 23, 619).

Esta observación de Jerónimo, recogida de Eusebio, es tan obvia en sí misma que se ha impuesto hasta hoy, en que todo se vuelve a querer remodelar.

San Jerónimo entiende que la finalización súbita del relato de los Hechos con la mención de los dos años o bienio de cautividad de Pablo en el proceso de su ape¬lación al César, significa que Lucas terminó su libro cuando Pablo terminó su cautividad. Y por eso Jerónimo afirma que escribió el libro en Roma, pensando que lo escribió durante los dos años de la cautividad de Pablo, tiempo en que Lucas acom¬pañó al Apóstol en la ciudad de Roma. Esto que dice Jerónimo, y que primero sugirió Eusebio, ha sido después, hasta nuestro tiempo, estimado entre los católicos como incontrovertido al parecer.

La PCB

La Comisión Bíblica Pontificia en tiempo de san Pío X (año 1912-13) consideró que «hay que sostener con derecho y ra¬zón que Lucas terminó su libro de los Hechos hacia el fin de la cautividad romana del apóstol Pablo» (Denz. 2.169), apoyan¬do esta afirmación en el motivo de que «apenas hecha mención del bienio de la primera cautividad romana de Pablo, se cierra bruscamente» (ib.)

Razones de crítica interna

a) Lucas está con Pablo y no narra su muerte como testigo de Cristo

En el libro de los Hechos, el autor nos narra detalla¬damente la muerte de Esteban, y asimismo la de Santiago. Considera la muerte por el testimonio de Cristo como un hecho el más glorioso para el testigo. Narra con el má¬ximo detalle la pasión y muerte de Jesús, y en su evangelio el Resucitado increpa a los dos discípulos en el camino de Emaús por no entender esta gloria de la muerte (24,26). ¿Cómo iba, pues, a omitir la muerte de Pablo, y aun la de Pedro, corona de sus vidas de testigos de Jesús, si las hubiese ya conocido por haber escrito su libro después de ellas, que ocurrieron en los años 64 y 67?.

Además consta, por texto epistolar del propio Pablo, que en el segundo proceso romano o cautividad, que termina con la muerte del Apóstol, está Lucas a su lado como único compañero de fidelidad: «Lucas está conmigo, él solo.» (2 Tim 4,11). ¿Quién podría ni siquiera estimar pensable que la fidelidad de Lucas hacia Pablo le haya abandonado en la hora suprema? Pero si está junto a Pablo hasta el último instante, ¿cómo podría, si hubiera escrito su libro después del martirio, no haber hecho alusión alguna final a él, y haber de¬jado el libro terminado, incompleto diríamos, e inacabado como la famosa sinfonía, con la mención final del bienio de la pri¬mera cautividad? No parece posible tal pensamiento.

b) La estructura de la obra: Jerusalén, Samaría y el extremo de la tierra

Los He¬chos apostólicos de Lucas han terminado en la prisión romana de Pablo, años 61-63, porque si fuera posterior habría contado el viaje de Pablo a España. El autor del libro establece con palabras de Jesús lo que ha de ser el bosque¬jo de su obra entera. Cuando Jesús responde a la pre¬gunta de ellos sobre la restauración del Reino de Israel:

«A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su potestad, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros, y se¬réis mis testigos en Jerusalén y Samaría y hasta el extremo
de la tierra.» (eos esjátou tés ges) (Act. 1,8).

Estas palabras contienen el esquema de la narración de los Hechos. Después de la Ascensión del Señor a los cie¬los, que es como un enlace con el libro de su evangelio, y tras describir la oración de espera del Espíritu Santo que ha dicho Jesús que ha de venir sobre ellos, y la elección de Matías que completará el número de los Doce antes de tal venida, entra en el capítulo segundo con la venida del Espíritu en Pentecostés como comienzo de la nueva actividad apostólica signada por Jesús que tenía un triple escenario sucesivo: Je¬rusalén primero, luego Samaría, finalmente la expansión hasta el extremo de la tierra.

Este es el orden que sigue el libro de los Hechos. La ac¬ción comienza en Jerusalén. Sigue el episodio de la muerte de Esteban, que abre paso a la dispersión por Judea y Samaría (Act. 8,1) que es el segundo estadio de la expansión: Samaría. A partir de aquí, se abre la etapa de la tercera expansión, la universal irradiación del evangelio. Je¬sús no salió de Palestina, pero sus apóstoles deben ir «hasta el extremo de la tierra».

La conversión de Saulo en el camino de Damasco, y el bautismo del centurión Cornelio en Cesárea por Pedro, son el prólogo de la nueva actividad de expansión, en su tercera fase. (cc. 9-12). Esta etapa debe llegar «hasta el extremo de la tierra». Pero, ¿cuál es el«extremo de la tierra» entonces para aquéllos hombres? El fi¬nal del mar Mediterráneo por Occidente, es decir España. Por lo cual Pablo, en la carta a los Romanos habla de su proyectado viaje a España, que es su meta, y para el cual la visita a Roma será solamente una etapa intermedia. Si Lucas hubiese escrito su libro después del viaje a España de Pablo, conforme a su propio programa, debía haber llevado el relato al menos hasta allí. ¿Por qué lo deja colgado en Roma con la prisión? Porque cerró entonces el escrito en Roma.

c) Otro argumento: el estilo sumamente cuidadoso del autor

Lucas es autor de dos libros, el Evangelio y los Hechos. El Evangelio nos muestra a un autor sumamente cuidadoso. Se abre el relato evangélico con la anuncia¬ción a Zacarías del nacimiento del Precursor de Jesús. Termina su Evangelio con la Ascensión a los cielos (24,50-53), que era su término literario espléndido.

¿Cómo sería posible que un autor tan armónico y cui¬dadoso en su trabajo literario, y que lo muestra de nuevo en la programación y desarrollo del libro de los Hechos, sin embargo, en vez de dar a este libro su término natural, que sería la muerte de Pedro y Pablo, sobre todo la última, como sello triunfal del martirio sobre sus vidas, lo rompa de manera tan brusca como aparece en su final? «Permaneció dos años en cautividad, enseñando las cosas de Jesucristo» (Act. 28,30-31). Sólo tiene una explicación: que la realidad de los hechos no había pasado de aquí cuando puso el cierre de su libro, quizá de forma precipitada, al salir de Roma Pablo libre para España.

Con seguridad queda bien afirmada la redacción básica del libro de los Hechos en Roma en los años 61-63.


La objeción sacada de un texto de Ireneo

El texto, alrededor del 200 más o menos, o sea un siglo y me¬dio más tarde, dice que si Mateo escribió su evangelio hebreo o aramaico, «mientras Pedro y Pa¬blo evangelizaban en Roma y fundaban la Iglesia», en cambio Marcos «puso por escrito» las cosas predicadas o anunciadas por Pedro, como «intérprete de Pedro», y afirma respecto al tiempo que esto lo hizo «después de su salida-».

Ireneo dice que Marcos escribió su evangelio después de la muerte (éxodon = salida) de Pedro y Pablo, es decir después del año 67. Si se quiere que haya escrito todavía antes del 70, sería necesario que lo hubiera hecho precisamente en¬tre el 67 y el 70. Y en consecuencia, siendo Lucas posterior a Marcos en su evangelio, Lucas hubo de escribirlo, lo más pronto hacia el 70 o después del mismo y como los Hechos son posteriores al Evangelio, estos hubieron de ser escritos hacia el año 80 o poco antes.

He aquí lo que es partir de lo oscuro para oscurecer lo claro. Sólo porque Ireneo dice esto oscura¬mente a fines del siglo II se viene a negar lo claro, que es toda la argumentación sacada intrínsecamente del mismo texto, que aca¬ba en la primera cautividad de Pablo en los años 61-63.

Lo que parece confirmar además el fragmento Muratoriano, que está escrito también, como lo de Ireneo, antes del año 200.

«Los Hechos de todos los Apóstoles están escritos en un solo libro. Lucas, óptimo Teófilo, los describe (comprindit), porque las cosas todas en su presencia se hacían, como lo declara evidentemente (evidenter) no mencionando (semota) el martirio de Pedro, ni la marcha de Pablo a España desde Roma.» (Rouet Journel, n. 268).

El autor de este testimonio del fragmento hace, respecto del libro de los Hechos, crítica interna del texto, de modo semejante a lo que decimos para su fecha. Porque al afir¬mar que en los Hechos, a partir especialmente de los viajes de Pablo, cuenta cosas que él vio (a diferencia del Evangelio, donde cuenta solamente lo que oyó a otros), deduce que es «evidente» que no asistió al martirio de Pedro, y que no acompañó a Pa¬blo a España, pues no lo narra en su libro. Pero del mismo modo decimos, y con mayor motivo, si no cuenta el martirio de Pablo no es porque él no estuviese allí, ya que lo atestigua prácticamente la 2 Tim, que presenta a Lucas acompañando a Pablo en este tiempo de prisión que precede al martirio. Luego la causa de no narrarlo debe ser porque el libro estaba ya terminado antes.

Nos parece que queda señalada con firmeza una fecha-base para la cronología de los documentos, que es la del libro de los Hechos de los Apóstoles, obra de Lucas el evangelista. El libro se escribe, o mejor, llega a término en el año 63, y comienza a circular quizás antes del incendio romano del 18 de julio 64, cuando Pedro sale de Roma (y de la vida) a la vez que Pablo sale de Roma libre para España. Entonces, después de la doble (pero diferente) salida, se da a conocer el libro de los Hechos.

4. La cronología y el evangelio de Lucas

Partiendo de aquella fecha-clave como firme punto de partida, con un sen¬cillo raciocinio se sitúa en posiciones cronológicas, los restantes libros del Nuevo Testamento. Los evangelios sinópticos primero; las epís¬tolas paulinas están fechadas con mucho mayor seguridad, precisamente por datos que ellas mismas aportan en concordancia con el libro de los Hechos, que es la platafor¬ma general de referencias cronológicas prudentes.

El libro de los Hechos comienza con estas palabras:

«El primer libro lo escribí, Teófilo, sobre todo lo que Je¬sús hizo y enseñó desde un principio hasta el día en que, después de haber dado instrucciones por medio del Espíri¬tu Santo a los Apóstoles que había elegido, fue llevado al cielo» (Hech. 1,1).

«el primer libro» a que se alude aquí (ton protón lógon) es el Evangelio de Lucas, sintetizado por su autor como «todo lo que Jesús hizo y enseñó». El evangelio de Lucas reco¬rre tales dichos y hechos de Jesús desde «un principio» (el na¬cimiento anunciado del Precursor de Jesús, Lc. 1,5 ss) hasta la Ascensión después de haberles instruido sobre su misión con inteligencia de las Escrituras y promesa del Espíritu Santo (Lc. 24,50). Así pues, con absoluta certeza el evangelio de Lucas es anterior al libro de los Hechos, por testimonio del propio Lu¬cas.

Fecha para la redacción del Evangelio de Lucas

Partimos de la base de que al término de la cautividad paulina, en el año 63, ha ter¬minado Lucas los Hechos. No parece excesivo señalar para la composición del libro los dos años de cautividad de Pablo.

Cuando comienza su prólogo de los Hechos, o su primer trabajo de redacción del libro al menos, puede ser el año 61. Por lo mismo, siendo anterior a los Hechos, el Evangelio de Lucas debe ser anterior al año 61.

El tiempo que Lucas tuvo antes del bie¬nio 61-63 transcurre, como hemos indicado, durante sus dos últimos años 58-60 en la región de Judea, pues Pablo se halla preso en Cesárea bajo Felix-Festo. Estos dos años, que siguen al regreso de Lucas con Pablo y su llegada a Jerusalén, el año 58 del tercer viaje apostólico (Hech. 21,15), fueron sin duda preciosos para el evangelista. Pudo recoger datos de testigos oculares de los hechos pasados. Si lo pudo hacer entonces res¬pecto a los sucesos que narra en el libro de los Hechos, en que Pablo no intervino (c. 1-12), sin duda también pudo hacerlo res¬pecto a los hechos evangélicos de Jesús. Pero no parece posi¬ble que entonces comenzase a escribir su evangelio, que re¬quiere un tiempo más completo y más independiente. Pudo quizá terminarlo entonces: mientras recogía datos para su se¬gundo libro, acababa de redactar el primero evangélico.

¿Cuándo comenzó el evangelio?

Hay una hipótesis sumamente verosímil sobre ello. San Jeró¬nimo sirve de guía en este punto. Dice que «en las regiones de Acaya y Beocia escribió su volumen». Ya que esa indicación suya de que Lucas escribió su evangelio en Acaya y Beocia sigue en su texto a la clara indicación, con la cita misma, de que en 2 Cor. 8,18 Pablo menciona, según todo da a entender, al propio Lucas: «Hemos enviado con Tito al hermano, cuya ala¬banza está en el evangelio (épainos en to euangelio), por todas las iglesias.» Agrega Jerónimo: «Tertius Lucas medicus, natione Syrus Antiochenus, cuius laus in evangelio, qui et ipse discipulus Apostoli Pauli, in Achaiae Beotiaeque partibus volumen condidit.»

Este sentido de su testimonio, y el valor de certidumbre para él de que el verso de 2 Cor. se refiere a Lucas (cosa, por lo demás, obvia) aparece también más tarde en el «De viris illustribus», (c. VII) que se refiere al Evangelio y los Hechos: «Scripsit (Lucas) Evangelium, de quo idem Paulus: Missimus, inquit, cum illo fratrem cuis laus est in evangelio per omnes ecclesias (2 Cor. 8,18)» (PL. 23,619).

Si, como parece cierto, esta referencia de Corintios 2 fuese a Lucas mismo, «su alabanza en el evangelio por todas las igle¬sias», parece que significa que ya lo había escrito Lucas. En efecto, no se ve apenas cómo puede la alabanza de un hermano estar «por todas las iglesias», aun las que no ha recorrido personal¬mente (y Lucas ha recorrido pocas) si no es por un escrito suyo, que sería su evangelio.

La Carta 2ª a los Corintios se escribe el año 57 desde Efeso, por tanto el Evangelio de Lucas debería estar escrito antes del año 57, y aun algo antes para que pueda ya circular por las iglesias.

¿Cuándo pudo haberlo escrito? Lucas aparece en los Hechos como compañero de viaje de Pablo, al aparecer por primera vez en el libro de los pasajes «nosotros» en redacción plural de compañía, en el segundo viaje de Pablo.

Avanzado ya el año 53 comienza el tercer viaje de Pablo. Por las iglesias de Asia, llega a Efeso, donde se detiene largamente, dos años y tres meses (Hech. 19,8-10). Desde Efeso escribe las dos cartas a los Corintios, y al parecer entre ambas cartas hace un viaje relámpago de ida y vuelta (2 Cor. 12,14: tritón —ter¬cera vez— toúto etoímos éjo elzeín pros umás) a Corintio desde Éfeso.

A fines del año 57 parte de Efeso para Macedonia, de donde descenderá por Grecia a Corinto, y pasando en esta querida ciudad el invierno del 57, en la primavera del 58 vuelve a Macedonia y Filipos, por temor a las asechanzas judías a su viaje por mar desde Corinto.

Desde Corinto regresa a Filipos, llevando una nutrida compañía que se va añadiendo de amigos y colaboradores, hasta siete de las diversas iglesias de Grecia y Macedonia. Aunque Lucas no se nombra a sí inmediatamente de numerar personalmente estos siete compañeros de Pablo, que vuelven por mar a Tróade con él, añade de nuevo en plural de primera persona: «Habiéndonos precedido, nos esperaron en Tróade, y nosotros navegamos hasta ellos a Tróade» (Hech. 20,5). Pablo y Lucas, de nuevo unidos en este verano del año 58, emprenden la vuelta a Jerusalén desde Europa. En Jerusalén, conforme al vaticinio de Agabo, Pablo será apresado y comienza su largo calvario de dos años pr¡sión en Cesárea y otros dos luego en Roma.

Lucas permanece 7 años (del 50 al 58) en Grecia

Lucas desde el año 50, en el que acompañó por vez primera a Pablo en su segundo viaje desde Tróade a Macedonia, hasta el año 58 en que regresa con él a Jerusalén desde Macedonia, ha tenido siete años largos de permanencia en Grecia. ¿Qué ha hecho durante estos siete años, 51-58? Indudablemente ha recorrido las cristiandades fundadas por Pablo en el segundo viaje: quizá por eso le ha dejado Pablo sin llevarle a su vuelta del segundo viaje por compañero. Ha estado seguramente en Corinto, no sabemos cuánto tiempo. Siete años son un tiempo largo, en el cual «en la región de Acaya y Beocia» (s. Jerónimo), o sea en Corinto y Atenas etc., hasta Macedonia en repetidos viajes, o estancias, ha podido hacer una primera redacción básica de su evangelio. Este pues pudo escribirse, según la deducción de los textos mismos, hacia los años 53-57.

Tenemos así ya un segundo hito cronológico lucano fijado suficientemente: el evangelio, comenzado en el 53 quizás, per¬feccionado para el 56, ultimado quizás en 59-60; los Hechos de los Apóstoles en 61-63, antes del 18 de julio del 64, fecha del incendio de Roma.

5. Cronología de los evangelios de Mateo y Marcos

Esto nos lleva a otra tercera deducción, so¬bre el evangelio de Marcos. Hoy es universalmente admitido que Lucas tiene ante los ojos el texto de Marcos cuando escribe su evangelio, y copia bastantes pasajes. Hay 350 versículos comunes a Lucas con Marcos y Mateo (tradición tri¬ple), y unos 50 en común con solo Marcos (tradición doble). Es innegable la dependencia escrita, aunque teóricamente podrían ambos depender de una fuente común, pero la tradición está en favor de la originalidad de Marcos.

Si pues Marcos es anterior a Lucas quiere decir, según lo deducido para Lucas, que su evangelio es anterior a la segunda mitad de la década cincuenta, o sea que está escrito a más tardar entre 50-55.

¿Sería esto posible si la tradición nos enseña que recogió las catequesis romanas de Pedro? Sí, porque parece bastante claro que Pedro hubo de estar en Roma antes del año 50, o en los primeros años de la década cincuenta. Marcos entonces pudo escribir «después de la salida de Pedro» de Roma (éxodon), del testimonio ya citado de Ireneo..

Sólo nos queda ahora en los evangelios sinópticos la datación de Mateo. Recordemos que de éste hay un evangelio primero en lengua aramaica, que es el más antiguo de todos. Sería, pues, de la década de los cuarenta. Este dato coincide exactamente con el dato de que en el Concilio de Jerusalén, en el año 49-50, no aparece Mateo entre los apóstoles columnas de la Iglesia.

Datación del evangelio de Mateo

Mateo no estaba ya al parecer en Jerusalén en el año 49. Y como escribió su evangelio en arameo, lengua del país, es de creer absolutamente que lo escribió antes de mar¬char a otras regiones en su apostolado, es decir antes del 49. Si quisiésemos admitir que, en la primera subida a Jerusalén de Pablo, el año 38, como dijimos al principio de este capítulo, tampoco halló Pablo a Mateo, podríase pensar si ya había mar¬chado definitivamente, en cuyo caso su evangelio aramáico se retrotraería antes del 38.

A partir de este Mateo arameo, viene el problema del Mateo griego. Los estudiosos han forjado una hipótesis, que parece necesaria, la de la existencia de una fuente llamada Q (de la palabra alemana Quelle = fuente) an¬terior a los tres Sinópticos. Lo más obvio sería tal vez identi¬ficarla con el Mateo arameo, aunque pueda presentar algunas dificultades no insalvables tal identificación. De todos modos es cierto que hubo más de un escrito previo que corría entre los cristianos, y de ello da testimonio Lucas al decir que ha consultado tales escritos o los conoce (Lc. 1,1). ¿Cuáles son?

Se puede pensar en Mateo arameo, quizá, y desde luego en Marcos, al leer a Lucas. Es muy probable que el Mateo arameo fuese traducido al griego prontamente, y se haya convertido así en la fuente Q, de la que han bebido Lucas y Mateo griego con mayor dependencia del mismo.

Podríamos decir que es aceptable sostener que el Mateo griego es una traducción refundida del Mateo arameo, ampliada y perfilada, pero basada sustancialmente en aquella. Tal es la opinión emitida por la Comisión Bíblica en 1912: «Guardado lo que ha de guardarse, conforme a lo pre¬cedentemente estatuido... sobre la identidad sustancial (quoad substantiam) del Evangelio griego de Mateo con su original pri¬mitivo (el arameo traducido de Mateo).» (Denz 2.164).

En cuanto al Mateo griego, en su forma redaccional actual íntegra, parece que lo debemos situar en todo caso antes del año 70. Pues toda la construcción y redacción del evangelio su¬pone que todavía no ha sido destruido el Templo ni el culto. Recuerda Robinson que Mateo cita hasta siete veces a los saduceos, que desaparecieron como tal clase con el Templo. Asi¬mismo, que Mateo habla de pagar la tasa del templo, que tras el 70 se pagaba ya al templo de Júpiter Capitolino. Todo ello revela no sólo un conocedor perfecto del ambiente del tiempo de Jesús, inmerso en él, sino también que el texto ha sido es¬crito cuando todavía no había sido destruida la ciudad ni el Templo, hasta no quedar «piedra sobre piedra». Se puede pen¬sar que ni siquiera había comenzado la guerra judía que cul¬minaría en aquella destrucción.

La guerra judía comenzó en el año 66 con la insurrección de judíos en Alejandría y en Jerusalén, y el frustrado ataque de Cestio Galo a Jerusalén en setiembre de este año, debiendo retirarse con graves pérdidas ante los insurrectos que dominan la ciudad. En el 67 Vespasiano, nombrado por Nerón, con su hijo Tito, para la guerra de Judea, reconquista Galilea. La gue¬rra proseguirá hasta el 70 en que, nombrado Vespasiano empe¬rador, Tito destruye Jerusalén y acaba la guerra. En tal estado de cosas no tendría ya sentido redactar el evangelio de Mateo actual. Por lo tanto éste debe retrotraerse no sólo a antes del año 70 en su forma griega actual, sino aun a antes del 66, con dependencia principal del Mateo arameo de antes del 50.

Y no es posible admitir que, por un simple dogmatismo como el de la imposibilidad de la profecía y la consiguiente afirmación de que es profecía «ex eventu» la de la destrucción de Jerusalén, se quiera colocar este evangelio (y aun el de Lucas) después del 70. Adviértase que nuestra argumentación procede por escalones:

a) Los Hechos son del 61-63.
b) Lucas es anterior a los Hechos (antes del 60).
c) Marcos en anterior a Lucas (antes del 55).
d) Mateo arameo es anterior a Marcos (40-50).
e) Mateo griego es anterior al 66-70.
6. Cronología de Juan

El evangelista Juan nos ha dejado un Evangelio, llamado el cuarto, y además de tres epístolas, un libro de carácter profético apocalíptico, el Apocalipsis. Se puede pensar que el vehemente Apocalip¬sis sea de época de madurez, aún vigorosa, de Juan, y su evan¬gelio de época tardía.

Datación del Apocalipsis

El Apocalipsis sitúa claramente al Juan autor de la profe¬cía en la isla de Patmos sufriendo destierro por el nombre del Señor (Apoc. 1,9). Esto hubo de suceder en una persecución, y hay dos opciones posibles: una la de Nerón, en los años 64-68, (fe¬cha de la muerte de Nerón, y el 64 la del incendio de Roma y comienzo de la gran persecución), y la de Domiciano, años 95-96. Nos parece más probable, por la ra¬zón indicada de la edad del autor, que en el año 95 había de tener ya más de ochenta años necesariamente, que el destierro haya sucedido bajo Nerón. El Apocalipsis estaría así escrito en los años próximos y anteriores al 70. Juan llama a Roma Babilo¬nia, y tal vez describe su incendio (Apoc. 18,9 ss). Esta razón puede ser fuerte. Los «ángeles de las Igle¬sias», u obispos (Apoc. 2-3) existen ya (1 Tim. 3,1).

Datación del evangelio de Juan

En cuanto al Evangelio de Juan, se puede creer que Juan escribe después de la destrucción de Jerusalén por los romanos. La profecía que Juan atribuye a Caifas: «Vosotros no entendéis nada, y no pensáis que os con¬viene que un hombre muera por todo el pueblo y no que pe¬rezca toda la nación (judía)» (Jn. 11,50), además de su carácter profético adquiere así un carácter dramático para un testigo que ha conocido la destrucción de Jerusalén, a la cual se alude en la escena de manera terminante: «Este hombre hace muchos milagros (el de Lázaro, reciente). Si le dejamos así, vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar (el Templo) y nuestra nación» (Jn. 11,47-48).

Es bien claro que él ha escrito después de los sinópticos, y para com¬pletar (al menos ha buscado también esto) lo que en ellos no se halla (como se indica quizás en Jn. 20,30). De otro modo se¬ría incomprensible la omisión por Juan de un hecho tan fun¬damental como la institución de la Eucaristía en la Cena, cuan¬do precisamente dedica a ésta un tan largo espacio en su evan¬gelio con el lavatorio de los pies, la traición y los discursos y oración litúrgica de Jesús. Dejemos pues su evangelio, aunque no podemos determinar mucho más, según la tradición, en los años noventa, en Efeso (con Ireneo), o en Antioquía (con Efrén en su comentario al Diatessaron de Taciano).

Epístolas canónicas

Respecto de las epístolas canónicas de Juan sólo podemos decir que no existe ninguna indicación interna acerca del tiem¬po de su composición, ya que trata la primera de temas pura¬mente doctrinales y la segunda y tercera son ocasionales, sin indicación alguna cronológica para nosotros. Únicamente, pa¬rece lógico pensar, dada la identidad de lenguaje e ideas de la primera con su evangelio, que ésta ha sido elaborada por el mismo tiempo aproximado que el evangelio, sin que haya cer¬teza apodíctica de ello. De las otras dos se podría pensar que sean anteriores, con la sombra de la incertidumbre, que no tie¬ne excesivo alcance. Lo que consta más claramente es que per¬fenecen a la misma mano del autor del cuarto evangelio.
7. Cronología epistolar paulina

La cronología paulina de las epístolas debe situarse, como punto de partida, totalmente antes del año 67, año de la muerte de Pablo bajo la espada neroniana.

Prestan singular ayuda para situarlas dentro de los años 50-67 (desde el Concilio de Jerusalén, con el segundo viaje, pasará Pablo a Europa), tanto los datos que ellas mismas contienen como algún dato profano de identificación segura.

Un dato clave es el del procónsul Galión en Corinto (Acaya). Pues este dato ha podido ser fechado con el hallazgo de una inscripción en Delfos, en que Galión (hermano de Séneca) aparece como pro¬cónsul de Acaya en el año 52, y el proconsulado solamente du¬raba como máximo dos años, ordinariamente uno. Se puede pues fijar la estancia de Galión como procónsul alrededor del año 52, lo que da por lo mismo tal fecha para Pablo en Corinto, según Act. 18,12.

Otro jalón cronológico es el encuentro de Pablo al llegar a Corinto en este viaje con el matrimonio judío de Aquila y Priscila, que se hallaban desterrados de Roma por el decreto que había dado el em¬perador Claudio contra los judíos de la ciudad, lo que ocurrió en el año 49-50. (Act. 18,1-3). Así con ambos datos podemos fijar la fecha de la estancia de Pablo en Corinto en el segundo viaje en los años 50-52.

Los viajes de Pablo pueden pues situarse así.

El primer viaje desde Antioquía, anterior al Concilio de Jerusalén, que hemos fijado en el 49, puede ser asignado a los años 45-49.

Antioquia – Chipre – Salamina – Pafos – Perge de Panfila – Antioquía de Pisidia – Iconio - Licaonia – Listra - Derbe – Listra – Iconio y Antioquía – Pisidia – Panfilaa – Perge – Atalia – Antioquia.


El segundo viaje, tras el Concilio del año 49, se sitúa por lo dicho en los años 50-52. Durante este viaje entra por vez primera en Europa en Grecia, funda la comunidad de Tesalónica, pasa por Corinto, y escribe desde allí las dos cartas a los Tesalonicenses (52), al per¬manecer en Corinto como año y medio (Act. 18,11).

Antioquia – Siria – Cilicia – Derbe – Listra – Frigia – Galacia – Misia – Triade – Macedonia – Tróade – Samotracia – Neápolis – Filipos – Anfípolis – Apolonia – Tesalónica – Berea – Atenas – Corinto – Siria – Cencres – Efeso – Cesárea – Jerusalén.

Vuelve a Jerusalén, y desde Antioquía nuevamente inicia un tercer viaje, que podemos situar en la primavera del 53. Tras año y medio de viaje más o menos, en que recorre las comuni¬dades y tierras de Galacia y Frigia, llega a Efeso hacia el otoño del 54, y se detiene en la ciudad primero tres meses disputando en la Sinagoga (Act. 19,8), y luego dos años enseñando a sus discípulos cristianos en la escuela (en sentido clásico de maestro que enseña a sus oyentes) de un particular llamado Tirano. (Act. 19,9-10). Estamos ya a principios del 57.

Galacia – Frigia – Acaya – Efeso – Macedonia – Acaya – Efeso - Macedonia – Siria – mqcedonia – Tróade – Asón – Mitilene – Quío – Samos – Mileto – Efeso – Cos – Rodas – Pátara – Fenicia – Chipre – Siria – Tiro – Tolemaida – Jerusalén

Durante su estancia en Efeso (54) escribe sus cartas a los Gálatas, comunidad que acaba de visitar en marcha hacia Efeso, y la primera a los Corintios escri¬ta hacia el fin de su estancia (54), que había de acabar según pro¬yecta en Pentecostés (1 Cor. 16,8). Al parecer el tumulto famo¬so de los plateros en Efeso debió adelantar algo, no mucho, su partida, y salió en la primavera del 57 para Macedonia, a donde había propuesto ir (Act. 19,21); consta su propósito en la carta a los Corintios (1 Cor. 16,5), donde también menciona que irá pasando hacia Acaya, o sea a Corinto mismo, como lo hizo (Act. 20,2). Allí permaneció tres meses más (Act. 20,3). Desde Mace¬donia, en el año 57 ya avanzado, escribe su segunda Carta a los Corintios, en que les anuncia su «tercera venida» a la ciu¬dad (la segunda debió ser, no consta, pasando previamente en su viaje por Corinto para llegar a Macedonia) (2 Cor. 12,14 y 13,1).

Durante esta última estancia en Corinto, en el año 58 al comienzo, escribe su gran Carta a los Romanos, y ello aparece en los mismos nombres de los que con Pablo saludan a la co¬munidad romana, que Pablo aún no conoce, y son nombres de los compañeros de Pablo en este segundo viaje como Timoteo y Erasto, que es designado como «cuestor (oikónomos) de la ciudad» (Rom. 16,23 y Act. 19,22), así como Sosipatro (Rom. 16,21 y Act. 20,4).

Ya en el año 58 emprende desde Filipos el regreso a Jerusalén.

La cautividad de Pablo en Jerusalén y luego en Cesárea, a donde fue enviado para su seguridad al día o noche siguiente (Act. 23,11,12,18,31), duró hasta dos años (Act. 24,27), que era el máximo tiempo de detención sin juicio. Estamos así en el año 60. En este viaje naufraga y no llegará a Roma hasta la primavera del 61, desde Malta donde han pasado aquel invierno (Act. 28,2,11).

Viaje a Roma – Malta

En Roma permanece en cautividad de «custodia libre», y dura esta cautividad en espera del proceso dos años (Act. 28,30), es decir los años 61-63. Durante esta cautividad escribe las llamadas «Cartas de la cautividad», que son, como en las mismas epísto¬las se indica: a los Efesios (Ef. 3,1), a los Colosenses (Col. 4,3), a Filemón (Flm. 1,1). También la carta a los Filipenses está es¬crita en cautividad (Flp. 1,12-17), y se ha estimado ordinaria¬mente que durante la cautividad romana.

Tenemos asignada así la cronología de las cartas de Pablo, salvo las llamadas «pastorales» (a Timoteo y a Tito) y la de los Hebreos. Las pastorales son posteriores al año 63.

Se ha de suponer lo más probable que Pablo, libre de la cautividad romana, el año 63, pone en práctica su propósito de visitar España, enun¬ciado en la carta a los Romanos años antes, (Rom. 15.24,28), y de lo cual hay testimonios de muy antigua tradición (Cf. ad Cor 5,7, de Clemente Romano), y después visitó Asia y Grecia, Creta, Efeso y Macedonia (1 Tim. 1,3; Tit. 1,5). Estas dos car¬tas pues, 1 Timoteo y Tito, deben estar escritas hacia el año 65. Y finalmente la segunda a Timoteo está escrita en la cárcel, con la proximidad de la muerte encima (2 Tim. 4,6), y en Roma (2 Tim. 1,16-17), es decir el año 66-67, que será el de su muerte por la espada como jefe cristiano por orden de Nerón, un año antes de la muerte de este tirano el 68.

Respecto de la Epístola a los Hebreos, que pertenece al «corpus paulinum», es general la opinión de que, con ideas maestras paulinas, ha sido escrita por un discípulo de Pablo, y la trataremos junto con las epístolas «católicas» en el aparta¬do siguiente.

8. Cronología de las epístolas católicas y a los Hebreos

Comencemos por proponer el problema de la llamada «seudonimia», porque afecta esen¬cialmente a la fecha posible de cada carta.

Se da el nombre de seudonimia a la costumbre antigua de publicar una obra determinada con el nombre de un autor no verdadero de la misma. En la literatura cristiana de los apócrifos (y judía del AT) tenemos numerosos ejemplos de ello: Actas o Evangelio de Pedro, de Tomás, de Pablo... El problema que aquí plantea es que la mayoría de los críticos no católicos, y parte notable de éstos ahora, admiten como segura la seudonimia para tres escritos al menos del NT: la segunda epístola de Pedro, la de Judas, y quizá la de Santiago.

Preguntamos, en primer lugar, si debe admitirse en libros inspirados la «seudonimia». Parece que, si sólo se redujese, como en el caso de Hebreos, a una atribución a autor anónimo, pero inspirado, de una epístola en la que no figura el nombre mismo del apóstol, contra la costumbre general de éste en sus cartas, ni al comienzo ni al fin del escrito, no sería tan grande la di¬ficultad por parte de la inspiración. Aunque quedarían unos versículos finales (13,22-25) que parecen ser una declaración de autoría paulina bastante clara implícitamente.

Pero el problema se agudiza en los otros tres casos. Porque los tres llevan al comienzo de la epístola el nombre de su autor: Pedro, Santiago, Judas apóstoles del Señor, o «siervos» suyos llamados así modestamente. Especialmente agudo se hace el caso en la de Pedro, cuyo comienzo lo atribuye a «Simón Pedro Apóstol de Jesucristo» (2 Pe. 1,1).

Las epístolas de Pedro

La primera de Pedro no ofrece duda a los críticos, aun no católicos, de ser auténtica de Pedro. Encabezada por su nombre propio y su título de Após¬tol de Jesucristo (1 Pe. 1,1), es una carta del más genuino estilo apostólico doctrinal. Conviene únicamente advertir que en su epílogo se declara como escribano o amanuense de la misma «Silvano, hermano fiel» (5,12). Se halla escrita «desde Babilonia» (5,13), que se considera que sin duda es nombre metafó¬rico de Roma, y aparece citado «Marcos, hijo» (espiritual) de Pedro según la tradición lo confirma (5,13). Estando escrita por Silvano en nombre de Pedro desde Roma no parece haber duda en que hay que asignarle un tiempo al menos anterior al año 64, año de la muerte romana de Pedro.

La segunda de Pedro plantea un caso de seudonimia. Si la carta fuese auténtica, como la anterior, habría que asignarle una fecha semejante, anterior al 64. Si no es auténtica, aunque sea inspirada y canónica, podría retrasarse la fecha según los datos. Ahora bien, ¿es posible que un autor inspirado por el Espíritu atribuya un escrito al apóstol Pedro, no habiéndolo éste escrito, aun contando con dicha costumbre antigua?

¿es compatible la inspiración del Espíritu con la falsa atribución de autor a Pedro, confirmando que es la segunda epístola que escribe, y con afir¬maciones como éstas, de que escribe la carta poco antes de su muerte, de la que ha tenido aviso del Señor, y de que ha visto y oído personalmente la Transfiguración de Jesús en el Tabor, y de que trata a Pablo como a hermano querido que ha escrito las epístolas doctrinales, difíciles de entender a veces? Nos parece, en verdad, demasiado audaz pensar que el Espíritu mueve a escribir estas cosas tan concretas en primera persona, si es otra la que escribe. No entendemos bien cómo se salvaría entonces la inspiración auténtica, aun supues¬ta la costumbre vigente de la seudonimia.

Si un no creyente, racionalista o no, hace esta hipótesis, también en realidad irá contra el texto escrito que interpreta, y nos parece el método poco crítico; pero, si es un católico el que da tal interpretación, nos parece que violenta en exceso la inspiración del Espíritu.

Si admitimos, entonces, que la carta es de Pedro, se ofrecen ciertamente algunas dificultades importantes, pero no insalva¬bles. Las principales serían éstas: que en la epístola se comba¬ten errores semejantes a los de la gnosis de mitad del siglo II o de fines del I, pero ello es muy improbable; la epístola com¬bate errores que surgen fácilmente por doquier al paso de la verdad. Ni tampoco es válida la de que hable de las epístolas paulinas, y aun no esté compuesto el «corpus paulinum», ya que no dice allí que habla de todas las que ha escrito Pablo has¬ta su muerte, que es posterior a la de Pedro, sino de todas las escritas hasta entonces, que son las principales, menos las pas¬torales y Hebreos, que es discutible. Más importancia se atri¬buye a la mención del retraso de la parusía en 2 Pe. 3,4: porque en ese pasaje habla de la enseñanza de «los padres», que ya han muerto.

Por lo tanto, si la carta fuese de Pedro, sería anterior al 64, fecha de su muerte.

Epístolas de Santiago y Judas

En ambas aparece la inscripción inicial con los nombres de ambos, y la denominación de «siervo» (de Dios para Santiago, de Jesucristo para Judas); y en Judas además el calificativo de «hermano de Santiago». Para rechazar la seudonimia vale en este punto el mismo argumento general del comienzo de la carta segunda de Pedro, pues estas dos tam¬bién son canónicas e inspiradas. Pero con todo hay diferencia entre ambas. Con práctica unanimidad se admite que la de San¬tiago es del mismo «hermano del Señor», o sea pariente suyo, de los cuales habla el Evangelio (Mt. 12,48; Mc. 3,31; Lc. 8,19). Según Marcos 6,3 estos «hermanos» eran cuatro, llamados «San¬tiago, José, Judas y Simón». También Mateo 27,56 nos habla de «María, la madre de Santiago y de José».

En la de Santiago, las dificultades contra la autoría de San¬tiago son que San¬tiago, el hermano del Señor, según la tradición estaba muy afe¬rrado al legalismo judío y en la epístola esto no aparece; pero en el Concilio de Jerusalén aparece por el contrario Santiago como hombre suficientemente abierto, que confirma con su autoridad la opinión de aperturismo de Pedro y Pablo (Act. 15,1.5.13-23). Puede verse en Pablo (Gal. 2,9), quien le conmemo¬ra expresamente como conforme con su apertura a los gentiles. Se aduce que siendo «hermano de Jesús», en toda la carta no habla de El. Pero esto prueba solamente, y precisamente, su discreción. Porque un cristiano cualquiera, que hubiese escrito en seudonimia la epístola, debía haber hablado de Jesús, en quien creía como Dios; si no habla puede ser precisamente por razón de su parentesco con él, por modestia diríamos. En cuan¬to al lenguaje, más refinado y perfecto del que cabría esperar en Santiago por su condición, puede depender, aparte de su cambio, del escribiente que utilizase para la redacción de su carta. Y en cuanto a su dependencia de documentos que pa¬recen tardíos (como Clemente Romano y el Pastor de Hermas, a fin del siglo I), se puede pensar al revés, que ellos dependan de este escrito canónico. Por todo ello, y asignada la carta a Santiago, habiendo este sido martirizado el año 62, como consta por Josefo, la carta ha de ser anterior, y puede situarse en la década de los 50. Quedaría por examinar la identificación o no de Santiago el hermano del Señor con el Apóstol Santiago el menor: muchos la niegan, y ponen dos Santiagos (además de Santiago el mayor, hermano de Juan, el Zebedeo). La Iglesia, aun en su liturgia actual, atribuye la epístola al apóstol San¬tiago, identificando así a los dos (Offic. Liturgicum Horar, 3 de mayo, Himno).

La de Judas, identificado en la apertura de su epístola como «hermano de Santiago», ¿de qué fecha es? No hay, al parecer, indicios claros de datación cronológica en la misma. Solamen¬te se puede aducir que el autor habla de los apóstoles como desaparecidos; pero no de todos los apóstoles, sino de los que decían a los fieles que vendrán engañadores en el último tiem¬po, que caminarán en impiedades. Como esta enseñanza se pue¬de hallar en Pablo y Pedro (1 Tim. 4,1; 2 Pe. 3,3), es razonable pensar que Pedro y Pablo han muerto cuando se escribe la carta, que es así posterior al año 67.

Se podría colocar alrededor del 70 en más o en menos. ¿Es el Judas autor de la epístola el apóstol Judas Tadeo? La tradición fue ésta. La Iglesia la mantiene, como puede verse en el nuevo Oficio de las Horas (28 oct.). (Véase Robert-Feuillet, oc, II, 547-49).

De la epístola a los Hebreos, atribuida por la tradición, aun¬que no siempre, a Pablo, diremos esto. En ella no figura el nombre del apóstol, y así no hay aquí caso de seudonimia. Pero en su final hay algunos datos tales que pertenecen indudable¬mente a una atribución al apóstol. Tal es en el capítulo 13 la mención de Timoteo, y la locución en primera persona del autor.

No solamente esto, sino que en ese epílogo (13,18-25) todo el vocabulario es enteramente paulino, lo que hace creer que él mismo haya redactado tal epílogo como conclusión de una carta doctrinal, cuyas ideas todas de la carta son apro¬piadas a san Pablo, pero el estilo ciertamente no concuerda con el suyo. Parece pues muy lógico suponer que un discípulo suyo la ha redactado libremente y con estilo magnifícente, lleno de sabor hebreo en la concepción del sacerdocio de Cristo, aun¬que diverso y superior, y que Pablo simplemente le ha puesto su propio epílogo, como si fuese una confirmación de ese do¬cumento. Todo ello, y el que la carta hable más bien del sacer¬docio de Aaron y su culto como todavía no abolido, hace que se haya de colocar la fecha antes del 70, y siendo Pablo su rubricador, como decimos, sería antes de su muerte, el 67.

9. Cuadro de síntesis cronológica total

año suceso
19 a. Cr. Comienzo de la reconstrucción del Templo por Herodes.
6-7 a. Cr. (aprox.) Nacimiento de Jesús en Belén
1 d. Cr. Año 754 de la fundación de Roma. (No existe el año 0).
6-7 Subida de Jesús niño al Templo con sus padres.
27 Bautismo de Jesús. Comienzo de su misión pública.
30 Muerte y Resurrección de Jesús. Ascensión. Pentecostés.
36 Muerte de Esteban protomártir. Conversión de Saulo.
38 1.a subida de Saulo a Jerusalén, entrevista con Pedro: el Kerigma de 1 Cor. 15,3-8 (cfr. ap. 11).
30-40 (aprox.) ¿Logia? (¿Redacciones primeras particulares de sentencias de Jesús en arameo?)
40-50 Evangelio de Mateo en arameo. — Versión griega directa.
43 Saulo en Antioquía con Bernabé. ¿Encuentro con Lucas? (Act. 11,27).
44 Muerte de Santiago, hijo de Zebedeo y hermano de Juan (Sant. el Mayor.)
45-49 (año aprox.) 1.° viaje de Saulo-Pablo. Marcos con Pa¬blo y Bernabé, hasta la separación de¬jando la empresa (Act. 12,12. 25; 13,13
49 Concilio de Jerusalén.
50-55 Evangelio de Marcos (¿antes del 50?:O' Callaghan)
50-52 2° viaje de Pablo. Europa. Lucas compa¬ñero temporal (Act. 16,10,40).
50-60 Epístola de Santiago.
51 Epístolas a los Tesalonicenses, 1 y 2.
53-58 Evangelio de Lucas (primera redacción). 3° viaje de Pablo.
55 Gálatas.
¿56? ¿Filipenses? (ver años 61-63).
57-58 1 y 2 Corintios. Lucas se reúne de nuevo con Pablo (2 Cor. 8,18-19).
58 Romanos. — Lucas compañero definiti¬vo de Pablo (Act. 20,5).
58 Tumulto en el Templo y prisión de Pablo.
58-60 Cautividad de Pablo en Cesárea.
60 Viaje a Roma como prisionero. Naufragio en Malta. Lucas con Pablo.
61-63 Cautividad romana primera de Pablo, bie¬nio (Act. 28,30). Lucas compañero ro¬mano del prisionero. Libro de los He¬chos.
Epístolas de la cautividad: Efesios. ¿Filipenses? Colosenses. Filemón.
60-64 Epístolas de Pedro, 1 y 2.
60-70 (antes del 66) Evangelio griego de Mateo (actual).
62 Muerte de Santiago (el hermano del Se¬ñor). Simeón, ob. de Jerusalén (62-107).
64 18 de julio: Incendio de Roma (Tácito).
64 Difusión de los Hechos de los Apóstoles, terminados el 63-64.
64 13 octubre: Muerte de Pedro. (Dies imperii Neronis: Guarducci)
65 1Timoteo, tras el viaje de Pablo a España, ahora en Asia (1 Tim. 1,3) y Grecia.
Tito.
66-67 2 Timoteo. Lucas persevera con Pablo (2 Tim. 4,11). ¿Marcos con Pablo? (ib.).
Hebreos.
67 Muerte de Pablo
68 Muerte de Nerón (54-68), por suicidio forzado.
69-70 ¿Apocalipsis?
70 Destrucción de Jerusalén. Incendio del Templo. (29 agosto).
70-80 Epístola de Judas.
90-100 Evangelio de Juan (última redacción y difusión).
Epístolas de Juan.
Clemente Romano ad Corintios Didaché


10. Variantes en la cronología de los evangelios

Queremos notar, ante este cuadro cronológico, que las fe¬chas del mismo son las generalmente admitidas en todo, excepto en lo que se refiere a los evangelios sinópticos y los Hechos de los Apóstoles. Ello es de interés, porque los documentos que más de cerca tocan al testimonio, fundamental para la fe, de los hechos de Jesús son de modo especial los tres evangelios sinópticos y los hechos apostólicos, en cuanto a la descripción de los sucesos de Jesús, y de su Resurrección en el año 30. Tam¬bién el Evangelio de Juan, aunque en éste no se puede dudar acerca de la fecha tardía de su composición.

Notamos, sin embargo, dos cosas: una, que las epístolas pau¬linas, en las que no varía nuestra cronología de la generalmen¬te admitida, y que se debe dar por cierta, son un testimonio de primera mano acerca del mismo suceso de la Resurrección y las apariciones. La otra, que la variación o desfase entre nues¬tra cronología y la otra no afecta sustancialmente al testimonio, ya que en todo caso los documentos tienen fuentes más antiguas, que alcanzan a los propios hechos, en cualquiera de las cronologías que se acepten. Pero, indudablemente, aunque es así en lo fundamental, también es verdad que cobra siem¬pre interés el acercamiento a los mismos sucesos de la directa transcripción del documento, por la razón indicada de las «generaciones presenciales».

Se puede tener en cuenta, en todo caso, que respecto a estos documentos la variación cronológica es sólo ésta:


Nuestra cronología
40-50 = Mateo aramáico
50-55 = Marcos
53-58 = Lucas
63-64 = Hechos apostólicos
60-70 = Mateo griego

Cronología retrasada
50-60 = Mateo aramáico
c. 64 = Marcos
65-70 = Lucas
70-75 = Hechos apostólicos
70-80 = Mateo griego

Como puede verse por la comparación, nuestra cronología se adelanta a la otra en sólo una década, casi exactamente. Para el argumento presencial una década no es decisiva, por quedar todavía, en general los documentos antes del 70, o cerca de esta fecha. Sin embargo, una década es de interés en el espacio de cuatro décadas que separa el 70 de la muerte y Resurrec¬ción de Cristo. En nuestra cronología median unas dos décadas, y aun menos, entre los sucesos y su consignación escrita por primera vez, como los poseemos hoy día en su primera base: Mt. arameo y Mc.

Pero, de cualquier manera, y además de que el suceso (sin¬gular) de la Resurrección está testificado en las epístolas paulinas, que comienzan su testimonio escrito el año 51, a las dos décadas del hecho mismo, pero también los otros documentos, y aun el mismo de Juan del año 90, hunden sus raíces testimo¬niales en los recuerdos vivientes de las generaciones que asis¬tieron a los sucesos (en plural). Y así los testimonios se allegan hasta las proximidades del año 30, y en el recuerdo hasta el mismo día en que sucedieron tales cosas.

11. La fecha del kerigma paulino en 1 Cor. 15

Es aceptado por todos que el llamado «kerigma» paulino en 1 Cor. 15,3-8, de tanta importancia para el testimonio de la Re¬surrección de Jesús, ofrece en la epístola (fechada en el año 56 ó 58) el primitivo núcleo de la predicación apostólica. Debe¬mos pues pensar que Pablo nos conserva de lo que confrontó con Pedro, para «no correr en vano» (Gal. 1,18 y 2,2), este testi¬monio esencial de su primera ida a Jerusalén tras su conver¬sión; así confrontaría toda su predicación en la segunda subida del año 49. Ahora bien, la 1.a subida tuvo lugar «a los tres años» de su conversión, el año 38. Tenemos pues ahí un testimonio apostólico que enlaza directamente con Pedro en el año 38, y éste con el año 30. (Act. 2,22-36). El Kerigma proviene del año 30.

Puede verse el texto del Kerigma paulino en c. IV, 6, p. 253.

NOTAS ESPECIALES

a) La llegada de Pedro a Roma (cf. nota 17)

Eusebio de Cesárea (t 340) coloca la ida de Pedro a Roma "en tiempo de Claudio (emperador)", que reinó durante los años 41-54, antecesor de Nerón. (Historia Eclesiástica, II, 14). Pudo Pedro ir a Roma antes de la reunión del Concilio de los apóstoles del año 49, y volver más tarde a Jerusalén, y otra vez de nuevo a Roma. Esto estaría más de acuerdo con un dato cierto: san Pablo escribe su epístola a los Romanos en el año 58, en sus comienzos, hallándose Pablo a punto de vuelta a Jerusalén de su tercer viaje (Rom. 15,25-28). En la mención de saludados apa¬recen en primer lugar Aquila y Priscila el matrimonio judío a quien pablo encontró en Corinto en su segundo viaje hacia el año 51 (Rom. 16,3). Si Pedro había visitado Roma esto su¬cedió antes de la carta a los Romanos del 58 bien en los años 50-55 posteriores al concilio jerosolimitano en que Pedro estuvo en Jerusalén, o bien en los anteriores a tal reunión del año 49: pues Aquila y Priscila habían salido de Roma ya cristianos, por ocasión del decreto de Claudio contra los judíos. (Hech. 18,2), que tuvo lugar, según Orosio, en el año 49. Por todo ello se puede colocar con seguridad el viaje inicial de Pedro a Roma, y sus prime¬ras catequesis allí, recogidas luego por Marcos, entre los años 40-55. Fecha que valdría para el Evangelio de Marcos, intérprete de Pedro.

Dos datos más de interés nos suministra la tradición romana de Pedro, tal como la recoge Eusebio de Cesárea, quien dice en el citado pasaje de su Historia Eclesiástica que, habiendo predicado Pedro en Roma, sus oyentes instaron a Marcos para que dejase por escrito las enseñanzas del apóstol, y obtuvieron como resultado el Evangelio de Marcos. Y añade Eusebio: "Pe¬dro al saberlo, por revelación del Espíritu Santo, complacido por el inte¬rés ardiente de aquellos hombres (los romanos) aprobó el escrito para las reuniones en las iglesias. (Hist. EccL, II, 15). Y recuerda que Pedro menciona a Marcos con él en Roma: "Os saluda la Iglesia de Babilonia (Roma)... y Marcos, hijo mío" (1 Pe. 5,13). San Jerónimo afirmó la misma tradición: "Quod (evang Marci scriptum) et probavit et Ecclesiae legendum sua auctoritate dedit" (De Viris Illustr. 8; PL, 23,653).

También conviene recordar que según una tradición, que san Jerónimo recoge como de Eusebio, Pedro predicó el Evangelio en Roma, es decir fue jefe de la comunidad romana, durante 25 años, hasta su muerte siendo obis¬po de Roma. Esta célebre tradición romana de los veinticinco años petrinos de pontificado romano nos retraería al año 40 para la primera llegada
de Pedro a Roma: 40-64. El dato nada tiene de inverosímil, y tanto éste como el anterior hacen muy posible la fecha 50 para el Evangelio de Marcos, (cf. PL. 27,577: versio Hyeronimi ex Eusebio, aunque el dato falta en el texto griego conservado de Eusebio). La misma tradición de los 25 años es recogida por el Líber Pontificalis. en el s. vi, a. 530 (PL, 127,100). Sin embargo. Jerónimo pone las fechas del 42-67 para Pedro en Roma: "Se¬cundo anno Claudii... ad decimum quartum Neionis" (De Viris illustr., 1;PL, 23,607).

b) La fecha del nacimiento de Jesús (cf. nota 26)

Daremos aquí las razones que han llevado a la corrección moderna de la fecha del nacimiento del Señor, moviéndola desde el año 1 del monje Dionisio hasta el 6-7 antes de Cristo. Resumiéndolas, son éstas:

a) Jesús nació en tiempos de Herodes el Grande, según los mismos evangelios (Mt. 2,1; Lc. 1,5). Pero Herodes murió antes del año 1, luego es necesario anteponer la fecha del nacimiento de Cristo.

b) ¿Qué año murió Herodes? Se ha conseguido la precisión por el his¬toriador judío Flavio Josefo. He aquí sus datos. El año en que Herodes comenzó a reinar está fijado por él, conforme al cómputo existente griego, en la Olimpíada ciento ochenta y cuatro, constando cada tiempo de olim¬píada de cuatro años, lo que da un total de 736 años. Determina el año por el consulado romano contemporáneo de Calvino y Asinio Polión (Ar.t. Jud. 7CIV, 14,5). Pero todavía no se puede establecer la era cris¬tiana pues no tenemos aún dato de correlación entre ambos cálculos cronológicos.

c) La duración del reino de Herodes la fija el historiador Josefo en treinta y cuatro años después de que mató a su contrincante Antigono, y desde que recibió el reino de los Romanos treinta y siete años" (Ant. Jud. XVII, 8.1; Bell. Jud. I, 33,8). La muerte ocurrió en el quinto día desde que ordenó dar muerte a su propio hijo Antípatro (iTÍ). Pero continuamos en la
misma incertidumbre acerca de la correlación con la era cristiana de Dionisio el Exiguo (la actual). Los 736 años griegos de las Olimpíadas ("en la Olimpiada 1 84", según Josefo) se correlacionan con los años romanos res¬tando 23, pues según Varrón la fundación de Roma aconteció en el año 23 de las Olimpiadas, y equivalen así a 736-23 = 713 ab U. C. Como Josefo añade que Herodes reinó 37 años, sumando estos a los 713 tenemos 750 ab U. C- para año romano de su muerte. ¿Cómo emparejar ahora con la era cristiana este año 750 U. C. de la muerte de Herodes?

d) Providencialmente un dato casi perdido en el conjunto ha permitido establecer tal correlación. Pues Josefo (Ant. Jtid. XVII) narra el suceso de un asalto de los extremistas religiosos al templo contra las insignias romanas, dirigido por dos doctores de la ley -y ejecutado por arriesgados jóvenes, no más de un mes antes de la muerte de Herodes. Este, que aún¬eme enfermo tenía aún arrestos crueles, mandc5 quemar vivos a los dos doctores y £» algunos jóvenes asaltantes, y en ese mismo día de su ejecución —dice Josefo— hubo un eclipse de luna, que fue interpretado como signo celeste contra Herodes, acompañado de que su propia muerte ocurrió casi en la Pascua. Ahora bien, los astrónomos modernos han identificado tal eclipse de luna, visible en Judea, en el año 4 antes de Cristo, el 13 de marzo. Tenemos así un dato ya cierto de correlación: el año de la muerte de Herodes el Grande fue el año —4, a. Cr., y el nacimiento de Jesús hubo de ser, conforme a lo recordado de los evangelios, en vida suya, luego antes del —4. Si añadimos el cálculo de dos años que hizo el propio Herodes en Mateo, cuando mandó matar a los niños menores de dos años, estamos en el año —6. Y así, se calcula, con bastante precisión, como año del Nacimiento de Jesús, el año —6 o —7 de la era cristiana. Estos datos pueden hallarse en G. RICCIOTI, en su edición del libro de Josefo "Guerra Judaica" (Torino, 49) Barcelona, 1960, p. 331, nota al texto B.]ud. I, 33, 4, que narra el suceso de los dos doctores y el eclipse, al que califica con ra¬zón de "precioso dato cronológico". (4 a. Cr. = 750 U. C).