jueves, 5 de enero de 2012

La divinidad de Jesús de Nazaret en Juan: I Tres Confesiones



LA DIVINIDAD DE JESÚS EN LOS SINOPTICOS

I - DOS DECLARACIONES SOLEMNES – Resumen

1.- Testimonio de Jesús ante el Sanedrín

La sesión del Sanedrín incluye, además del proceso relativo al título mesiánico de Cristo, un proceso por la afirmación de divinidad.

El desarrollo de la escena es prácticamente idéntico en Mateo y Marcos, y en Lucas, aunque éste omite las acusaciones y presencia de los testigos.

Los tres coinciden en la doble pregunta sobre la mesianidad (el Cristo), y la divinidad (el Hijo de Dios).

En los tres sinópticos, Jesús se declara auténticamente «Hijo de Dios», siendo Dios el mismo, y por esto es condenado a muerte en el tribunal religioso, aunque luego en el civil se presente la acusación mesiánica como principalmente válida

2. Jesús confirma la confesión de Pedro

Jesús preguntó a los apóstoles: «¿Quién dice la gente (los hombres, MT y Mc; las multitudes, Lc) que soy yo?» Ellos respondieron: «Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros uno de los profetas».

Jesús después pregunta de forma directa la opinión de los propios apóstoles. “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?


Respuesta de Pedro: “Tú eres el Cristo, el hijo de Dios, del que vive” (Mt 16, 16)

«Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.» «Dichoso eres, Simón, hijo de Jonás, pues te lo ha revelado mi Padre, que está en los cielos». (16, 17).

Pedro ha confesado la dignidad de Jesús, declarando que es «Hijo de Dios». Jesús le llama «hijo de Jonás», dando a entender que habla de filiación real. Y la afirmación de que es «el Hijo de Dios» la confirma: «te lo ha revelado mi Padre, que está en el cielo», es decir que confirma la profesión de Pedro, declarando él a su vez que su Padre es Dios. Jesús reconoce que es Hijo de Dios, y declara que la afirmación de Pedro ha venido de una revelación de Dios

El premio que Jesús da a esta confesión de fe es imponer a Simón el nuevo nombre de Pedro o Piedra (Petros, Petra), porque piensa «edificar su Iglesia» (Iglesia o Asamblea, en el AT). Ahora bien, es claro que la Iglesia, cuando se levanta sobre esta confesión de Pedro, lo hace creyendo y confesando que Jesús es Dios, e Hijo de Dios.

«Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta Piedra edificaré mi iglesia» (16, 18).

El evangelista pone en sus labios estas palabras: «Y las puertas (o poderes) del Hades (la muerte, el infierno) no dominarán sobre ella» (16, 18). Y se atribuye poder celeste a Pedro en la promesa:

«Te daré a ti las llaves del Reino de los cielos. y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos. y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos»


II - EL YO DE JESÚS

1. El Yo divino de Jesús

Las locuciones en «yo» en Jesús adquieren importancia especial por ser, además de la formulación con que se puede expresar la presencia de seres humanos, la fórmula que Dios empleó con Moisés en la zarza ardiente para expresar la suya trascendente.

La más alta formulación en los sinópticos de la personalidad divina de Jesús:

«Te alabo, Padre, Señor de cielo y tierra, Porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes,
y las has descubierto a los infantes.
Sí, Padre, porque así te ha agradado (hacerlo).
Todas las cosas me han sido dadas por mi Padre.
Y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo, y si el Hijo quiere revelárselo (a alguien)». (Mt 11, 25-27; Lc 10, 21-22).

2. Superioridad de la persona de Jesús

Se proclama superior al profeta Jonás
Se proclama superior a Salomón
Declara que «muchos profetas y reyes (justos, en Mateo) desearon ver lo que vosotros veis, y oir lo que oís, y no lo vieron ni oyeron» (Mt 13, 17; Lc 10, 24).
Jesús introduce correcciones a la ley de Moisés
Jesús declarará que los ángeles de Dios son sus servidores personales
Declara que él es superior a los signos de divinidad más sagrados existentes en la tierra
Jesús llega a constituirse en el punto clave y centro del ámbito religioso

3. Misión y origen de Jesús

El «ha venido a llamar a los pecadores», y por eso trata y come ellos (Mt 9, 13; Lc 5, 32), como lo expresa en la llamada al apóstol Mateo: «El Hijo del hombre ha venido a salvar lo que se había perdido»

Lo que mejor ilumina este «venir» es la manera de expresarse con respecto a la «segunda venida» del Hijo del hombre, que será para juzgar. Jesús dice: «Vendrá el Hijo del hombre», «cuando venga el Hijo del hombre»; y esta venida ciertamente es desde una preexistencia gloriosa con Dios tras su muerte (Mt 16, 27; 24, 27.30.37.44; 25, 31; 26, 64—Mc 13, 26; 14, 62— Lc 9, 26; 18, 8; 21, 27). No se puede dudar de que Jesús ha hablado de una última venida del Hijo del hombre para juzgar.

4. Los poderes personales de Jesús

a) —El de perdonar los pecados.
el caso del paralítico
el caso de la mujer pecadora convertida
Jesús dice a uno de los bandidos crucificados, que solicita su misericordia arrepentido: «Amén, te digo a ti, hoy estarás conmigo en el paraíso

b) El de la fuerza del milagro para dominar los elementos, para cambiar su sustancia, para curar enfermedades, para resucitar muertos. Estos casos forman la trama del evangelio, y aun críticamente no pueden ser negados en bloque. Se hacen ante muchas personas y hay testimonios no cristianos parecen confirmarlos.

5. Realidad histórica de los milagros

Los milagros son parte de la personalidad misma de Jesús en los evangelios, de su perfil humano. Muchas de sus enseñanzas se apoyan en los hechos milagrosos que él realiza. Es lo que provoca el pensamiento de que él debe ser el Mesías (Jn 7, 31), anunciado por Juan, quien no hacía milagros (Jn 10, 41). No podía entrar en las ciudades, y si se quedaba fuera ellos venían a buscarle en masa (Mc 1, 45- Mt 8, 19; 9, 33; Lc 4, 42). «No podía ni comer», por la muchedumbre que le seguía por esto (Mc 3, 20). Los adversarios los atribuyen a poder demoníaco, pero no negaban los sucesos. El primer evangelio, el de Marcos, narra hasta 20 milagros.


Capítulo II.- JESÚS AFIRMA SU DIVINIDAD EN LOS SINÓPTICOS

I - DOS DECLARACIONES SOLEMNES – Resumen
De los documentos recogidos de fuentes apostólicas vamos a examinar los testimonios que nos ofrecen las afirmaciones verbales o factuales del propio Jesús, acerca de su propia condición, que en algunos testimonios es procla­mada propiamente divina.

1. Testimonio de Jesús ante el Sanedrín

En el examen de las afirmaciones de mesianidad, hemos presentado el juicio ante el Sanedrín, presidido por Caifas, como un testimonio mesiánico trascendente (2a p, c. 4, 5). Es el prólogo del proceso político ante Pilato, alrededor del título mesiánico de Cristo, Rey de los Judíos.
La sesión del Sanedrín incluye, además del proceso relativo al título mesiánico de Cristo, un proceso por la afirmación de divinidad.
Esta sesión del Sanedrín recibe su importancia por ser decisiva para la vida de Jesús. El proceso político es una consecuencia de ella, y en el fondo del proceso ante Pilato se esconde el tema de la divinidad mesiánica, que es lo que agita los ánimos de los sacerdotes y escribas contra Jesús.
El desarrollo de la escena es prácticamente idéntico en Mateo y Marcos, y en Lucas, aunque éste omite las acusaciones y presencia de los testigos. Se reunieron sacerdotes, escribas y ancianos del Consejo, bajo la presidencia del Sumo Sacerdote. Según la norma del juicio, adujeron varios testigos, que llaman «falsos» tanto Mateo como Marcos, pero sus testimonios no eran suficientes para la condena. Finalmente se produjo el testimonio sobre la destrucción del templo y su reedificación en tres días. Este testimonio lo citan ambos evangelistas tanto en el juicio como bajo la cruz, en las imprecaciones de los sacerdotes contra Jesús (Mt26, 61; 27, 40; Mc 14, 58; 15, 29).
Sólo por Juan sabemos que, en una discusión con los judíos sobre su autoridad, Jesús recurrió al anuncio de su poder de levantar el Templo en tres días, aunque Juan advierte que hablaba de su cuerpo, y que era un anuncio de su resurrección (Jn 2, 19), y lo hace citando la cronología de la restauración del Templo, que hace ver su historicidad. Mateo y Marcos llaman a este testimonio «falso», porque han sido trastocados sus términos, pues hacen decir a Jesús: «Yo destruiré», cuando él había dicho «destruid», y esta forma verbal de desafío resulta evidente, pues hablaba de su muerte.
Juan, en efecto, dice que los judíos argüyeron contra Jesús: «Cuarenta y seis años hace que comenzó a construirse este templo, y ¿tú vas a levantarlo en tres días?» ( Jn 2, 20).
46 años desde que Heredes comenzó a restaurar el Templo (año 19 aC.) nos llevan al año 27 dC, que coincide con Lc 3, 1 «en el año 15 de Tiberio César» que como compañero o «colega de Imperio» de Augusto comenzó a serlo el año 12 (Augusto murió el 14).

He aquí la pregunta, y la respuestas de Jesús:

Caifás. Te conjuro por Dios que vive (el Dios vivo) que nos digas (si tú) : ¿eres tú el Cristo, el hijo de Dios?
Tú lo has dicho

Los tres coinciden en la doble pregunta sobre la mesianidad (el Cristo), y la divinidad (el Hijo de Dios).

Jesús ha respondido un claro Sí a las dos preguntas. Y a la segunda sobre la divinidad, no sólo da un rotundo Sí, sino que afirma su identificación divina. Es la respuesta ante el conjuro sagrado «en nombre del Dios que vive», hecho por el Sumo Sacerdote con autoridad, (y con certeza en su presencia y bajo su presidencia), Jesús responde: «Yo-soy, Dios-Yahvéh», como si, además, rubricara la respuesta al conjuro sagrado con una invocación sagrada.

Caifas y los sacerdotes, ante la respuesta, reaccionaron como a blasfemia oída. Rasgaron sus vesti­dos. ¿Cuál era la blasfemia pretendida? El haberse atribuido Jesús la divinidad, siendo, a su juicio, un hombre solamente (cf. Jn 10, 33). Y también podría ser la de haber utilizado Jesús el Nombre divino con Yo-soy. A juicio de ellos, se ha atribuido la divinidad: «¿Qué necesidad tenemos de testigos? Vosotros lo habéis oído. ¿Qué os parece? Y ellos respondieron: Reo es de muerte» (Mt 26, 65-66; Mc 14, 63-64; Lc 22, 71). Era reo de muerte por la blasfemia de haberse igualado a Dios. Jesús había también proclamado: «Y os digo que veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, que viene en las nubes del cielo» (Mt 26, 64; Mc 14, 62; Lc 22, 69).

Así, en los tres sinópticos, Jesús se declara auténticamente «Hijo de Dios», siendo Dios el mismo, y por esto es condenado a muerte en el tribunal religioso, aunque luego en el civil se presente la acusación mesiánica como principalmente válida. También para los sacerdotes las dos estaban íntimamente enlazadas, y se convertían en una, dada la firmeza de Jesús en proclamarlo.

2. Jesús confirma la confesión de Pedro

Caifás y los sacerdotes exigen una respuesta pública y oficial de Jesús a la cuestión de su identidad personal, se debe suponer que lo hacen porque en sus manifestaciones públicas él ha dado motivo para ello. Juan hace saber, como veremos, que ante los sacerdotes o fariseos y escribas, más de una vez las afirmaciones de Jesús sobre sí mismo habían provocado la indignación de sus adversarios, que veían en ellas blasfemias.
En los sinópticos, se entrevé la manifestación de su identidad divina por medio de sus palabras y obras. En el evangelio de Juan, Jesús había declarado su mesianidad a los discípulos que primero le conocieron (Jn 1, 41.45, 49).

De manera especial es la declaración llamada la «confesión de Pedro», en los tres sinópticos, especialmente en Mateo (Mt 16, 13-20).
Jesús preguntó a los apóstoles: «¿Quién dice la gente (los hombres, MT y Mc; las multitudes, Lc) que soy yo?» Ellos respondieron: «Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros uno de los profetas».

Pregunta de Jesús: ¿Quién dice la gente que soy yo?
«Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros uno de los profetas»
En la respuesta figuran los nombres de Juan Bautista y de Elías, entre los que hay una afinidad de precursores. Parece, pues, que la gente dudaba si Jesús era sólo un precursor más del Mesías, superior al Bautista, o tal vez él mismo resucitado, a quien Herodes había decapitado. Herodes participaba de esta idea, en forma de temor alucinado (Mt 14, 2; Mc 6, 14: Marcos señala los rumores entre las turbas sobre Jesús, con los mismos candidatos a su identidad que en la confesión de Pedro).

Jesús después pregunta de forma directa la opinión de los propios apóstoles.

Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”
“Tú eres el Cristo” (Mc 8, 29)

“Tú eres el Cristo de Dios” (Lc 9, 21)

“Tú eres el Cristo, el hijo de Dios, del que vive” (Mt 16, 16)

Algunas cuestiones relativas al texto de Mateo

En primer lugar, el texto se halla en todos los códices sin excepción.

En segundo lugar, este texto resulta en todo caso una clara ilustración de la fe del apóstol Pedro en su vida, aunque dejásemos de lado la realidad histórica del diálogo testificado por Mateo. En efecto, el evangelio de Mateo se puede datar entre uno y diez o doce años de la muerte de Pedro bajo Nerón (año 64; y evang. Mateo año 65, 70-80 en la hipótesis más tardía). En ese corto espacio de tiempo, no era posible que la comunidad aceptase como confesión de fe de Pedro ésta, si es que no contenía su fe real en Jesús Hijo de Dios.

En tercer lugar, debemos averiguar si se puede creer que tal confesión existió históricamente, como pronunciada en Cesarea de Filipo, como la ofrece el evangelio (a par de Marcos en esto), y si tuvo en efecto tal forma completa. Si el diálogo con Jesús, la respuesta de Pedro y la promesa a Pedro es histórico.

El texto es auténtico

En primer lugar, la respuesta de Jesús y su promesa subsiguiente no pueden entenderse si en la confesión de Pedro se suprime la formulación de Mateo: “Tú eres el Cristo, el hijo de Dios, del que vive” (Mt 16, 16)

En segundo lugar, si el diálogo no fuera histórico, habría sido el evangelista quien hubiera atribuido a Jesús la promesa hecha a Pedro. Ahora bien, la promesa otorga a Pedro la preeminencia en la comunidad, que hubiese sido lógicamente rechazada y no aceptada por la comunidad si no hubiera existido.

En tercer lugar, sabemos con certeza histórica que el nombre de Pedro (Cefas = Roca) fue el nombre del apóstol en vida de Jesús, y hasta su muerte. Antes se llamaba Simón, hijo de Jonás. Esto consta por los cuatro evangelistas, por los Hechos de los apóstoles, y por la epístola segunda de Pedro, y por dos epístolas de Pablo. Los tres sinópticos, al nombrar a los doce apóstoles, comienzan por Simón, y advierten que “le puso el nombre de Pedro” (Mc 2, 16), o que “es llamado Pedro” (Mt 10, 2; Lc 6, 14). Pero no refieren el momento en que le cambió el nombre, y el sentido del cambio.
Juan dice que Jesús anunció a Simón hijo de Jonás que sería llamado Cefas (Piedra) (Jn 1, 42). Pero no señala cuándo tuvo lugar el cambio del nombre. Le llama Pedro en su evangelio, excepto cuando Jesús confía «a Simón, hijo de Jonás», el cuidado del rebaño.
Sólo Mateo en el pasaje de la confesión relata el momento en que Jesús le impuso el nombre, como premio a su confesión. Es un dato a favor de la existencia real del diálogo entre Jesús y Pedro. Y sólo Mateo da la explicación del nombre en boca de Jesús: «Sobre esta Roca edificaré mi iglesia», dato aún más a su favor.

En los textos evangélicos no existe casi nunca el nombre de Pedro en boca de Jesús, salvo en este pasaje de Mateo, y en el de Juan. En Lucas se halla una vez, quizás para hacer notar que la negación de Pedro en la Pasión no va a afectar a su prerrogativa (Lc 22, 34). En los demás casos, aparece el nombre familiar de Simón, y el de Pedro es utilizado por los evangelistas en su redacción para designar al apóstol, cuyo nombre conocido era el de Pedro cuando se escribían los evangelios.

Llaman a Pedro Simón: Mc 1, 16.29.30. 36; 3, 16; 14, 37 (en boca de Jesús) —Mt 4, 18; 10, 2; 16, 16; 16, 17 (en boca de Jesús); 17, 24 (en boca de Jesús)— Lc 4, 38; 5, 3.4.5.8.10; 6, 14; 9, 20; 22, 31 (en boca de Jesús); 24, 34-Jn 1, 40.41.42 (en boca de Jesús); 6, 8; 13, 6.9. 24.36; 18, 10; 18, 15.25; 20, 2.6; 21, 2.3.7.11.15-16, 17 (en boca de Jesús). Todas las demás veces le llaman Pedro: Mc 15 veces; Mt 15; Lc 15; Jn 13. Sólo Juan utiliza más veces el nombre de Simón que el de Pedro.

La proclamación de fe de Simón-Pedro (llamado aquí por el propio evangelista con este nombre doble):

«Tú eres el Cristo (ó Jristós), El Hijo de Dios, (ó Uiós tou Zeoú), del que Vive (tou Dsóntos)».

Concuerda el texto de Mateo con el de Marcos en la primera parte de la profesión: «Tú eres el Cristo» (Mc 8, 29). También el de Lucas contiene esta proclamación base: «el Cristo» (Lc 9, 20). La triple coincidencia da a esta base común la seguridad de que la declaración se halla contenida en la formulación de Pedro. ¿Dijo algo más? He aquí que Lucas añade el genitivo: «de Dios», indicando la trascendencia de origen del Mesías Jesús.

En el pasaje de Mateo se explicita la proclamación divina: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, del que Vive». Ya la relación no es solamente que el Cristo es «de Dios», sino que es «el Hijo de Dios». ¿Fue dicho así por Pedro realmente? La respuesta de Jesús confiere una gran verosimilitud a esta proclamación expresa. Pues en boca de Jesús se pone esta respuesta a Pedro:

«Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.»
«Dichoso eres, Simón, hijo de Jonás,
pues te lo ha revelado
mi Padre, que está en los cielos». (16, 17).

Pedro ha confesado la dignidad de Jesús, declarando que es «Hijo de Dios». Jesús le llama «hijo de Jonás», dando a entender que habla de filiación real. Y la afirmación de que es «el Hijo de Dios» la confirma: «te lo ha revelado mi Padre, que está en el cielo», es decir que confirma la profesión de Pedro, declarando él a su vez que su Padre es Dios. Jesús reconoce que es Hijo de Dios, y declara que la afirmación de Pedro ha venido de una revelación de Dios.

La necesidad de una revelación para conocer a Jesús, como Hijo de Dios, la afirma en Lc y en Mt: «Nadie conoce al Hijo sino el Padre» (Mt 11, 27), después de dar gracias a Dios, porque había «revelado sus secretos a los humildes y pequeños» (Mt 11, 25; Lc 10, 21-22). Tal revelación hace falta para conocerle «como Hijo del Padre».

Simón le ha proclamado «el Hijo de Dios, el que Vive». La Vida es atributo singular de Dios en cuanto absoluto, y en cuanto origen de toda vida. Pero, ¿por qué decir al hablar de un Hijo, que el Padre es Viviente? Se ofrece como solución que en la mente del que proclama, o al menos en la objetividad de sus palabras, si lo propio de toda vida en la tierra es engendrar otra vida y transmitirla, siendo Dios la Vida suprema no puede carecer de esta facultad de la vida, y así ¿debe? tener un Hijo. Esto supera la capacidad natural del entendimiento, por parecer que siendo Dios único no puede ser sino una persona, pero esto lo afirma Pedro, según Jesús, siéndole revelado por el Padre. Quizás esta revelación divina de la relación Hijo a Padre se trasluce para Pedro en «el que Vive».

El premio que Jesús da a esta confesión de fe es imponer a Simón el nuevo nombre de Pedro o Piedra (Petros, Petra), porque piensa «edificar su Iglesia» (Iglesia o Asamblea, en el AT). Ahora bien, es claro que la Iglesia, cuando se levanta sobre esta confesión de Pedro, lo hace creyendo y confesando que Jesús es Dios, e Hijo de Dios.

«Yo te digo que tú eres Pedro,
y sobre esta Piedra edificaré mi iglesia» (16, 18).

Jesús dice: «Tú me has llamado con verdad Cristo, Hijo de Dios vivo, siendo yo Jesús. Yo te llamo a ti Pedro, como señal de dignidad nueva». Esta palabra de Jesús es precisamente la que confiere máxima verosimilitud a la respuesta de Jesús. La palabra Cefas, Roca, Piedra, consta con certeza histórica que fue el nuevo nombre de Simón en la comunidad cristiana como signo de su dignidad. Y propuesto el nombre, arrastra consigo una explicación del significado. «Sobre esta Piedra edificaré mi iglesia, mi comunidad nueva». Los que niegan a Jesús la divinidad, se niegan a admitir que él haya intentado fundar una nueva comunidad.

El evangelista pone en sus labios estas palabras: «Y las puertas (o poderes) del Hades (la muerte, el infierno) no dominarán sobre ella» (16, 18). Y se atribuye poder celeste a Pedro en la promesa:

«Te daré a ti las llaves del Reino de los cielos.
y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos.
y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos»

El evangelista atribuye a Jesús una promesa de poder otorgado a Pedro en su comunidad, porque las llaves eran el símbolo del poder sobre la ciudad (cf. Lc 11, 52; Is 22, 22; Apoc 1, 18; 3, 7). Y el atar y desatar es esta plenitud de poder. Poder que le concede sobre «el Reino de los cielos», es decir por la divinidad.

3. Comparación de ambas declaraciones en Mateo

He aquí las dos formulaciones en Mateo:

Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que Vive» (16, 16).
Caifás: «Por el Dios, el que vive, te conjuro que nos digas: ¿eres tú el Cristo, el Hijo de Dios?» (26, 63-64).

Ambas proponen la igualdad de Jesús (la de Caifás en forma de pregunta, la de Pedro en forma de confesión) con «el Cristo, el Hijo de Dios (ó Jristós, ó Uiós tou Zeoú)». Ambas expresan la mesianidad, el Cristo; en ambas se expresa la divinidad, el Hijo de Dios. Ambas utilizan el artículo determinante «el», tanto para Cristo, «El Cristo», El Mesías, como para Hijo de Dios. «El Hijo de Dios».

Pedro añade: «de Dios, del que Vive (del Viviente)» (tou Dsóntos). Señala a Dios como un Ser que Vive, como atributo especial divino. En Caifás no hallamos en la pregunta el término de la Vida. Pero, por modo notable, lo hallamos en el conjuro que precede a la pregunta: «Por el Dios, el que Vive, te conjuro» (kata tou Zeou tou Dsóntos). Esta invocación del Dios que Vive, al hacer la pregunta sobre su Hijo, equivale a la fórmula de la confesión de Pedro, pues declara que el Dios de quien se pregunta por el Hijo es un Dios que Vive.

En ambos casos Jesús dio respuesta afirmativa: a Caifás, con un «Tú lo has dicho», es así; y a Pedro: «Te lo ha revelado mi Padre que está en los cielos». Tal paralelismo da mayor seguridad, si cabe, del sentido de la confesión de Pedro en Mateo, que hemos querido autenticar. Aunque, según lo dicho, nos bastaba confirmar que en ambos casos el evangelista pone en labios de Jesús una profesión de divinidad.

Nos queda un tercer caso paralelo en Mateo. El episodio de Jesús andando sobre las aguas alborotadas del lago de Genesaret tras la multiplicación de los panes, narrado por Marcos, y por Juan. Sólo Mateo propone una confesión de los apóstoles en la barca al ver el poder de Jesús, que camina sobre las aguas, y calma de pronto la tormenta y el viento. Sólo Mateo pone en el episodio la audacia de Pedro, quien al ver a Jesús en la noche sobre las aguas, dice: «Si eres tú, mándame venir a ti». Al responder Jesús simplemen­te: «Ven», Pedro comienza a caminar sobre el mar alborotado, lo mismo que Jesús: pero temiendo ante la fuerza del oleaje, y faltándole la confianza, se empieza a hundir en el agua, y espantado clama: «Señor, sálvame». Jesús le toma de la mano, y le reprende suavemente: «Poca fe, ¿por qué has dudado?» (Mt 14, 28-30; cf. Mc 6, 45 s; Jn 6, 16s.).

Con todo, el hecho más importante de este episodio en Mateo es que al reconocer ya a Jesús en el que andaba sobre las aguas, y entrar en la barca con ellos, haciendo cesar el viento, los discípulos le adoraron (prosekúneson) diciendo: «Verdaderamente, eres Hijo de Dios», (alezos, Zeoú Uiós éi) (Mt 14, 33). La tradición parece haberla considerado como confesión de divinidad, quizás no plenaria en su sentido. Pienso que, conforme a la expresión de Mateo, se podría pensar en una confesión de mesianidad trascendente, sin que aún les sea cierta la divinidad. La palabra de su fe fue ésta: «Eres Hijo de Dios». Pero en la confesión de Pedro, se dirá poco después: «Eres el Hijo de Dios, el que Vive».

4. ¿Por qué sólo en Mateo?

Cómo es posible que refiriendo Marcos este episodio, la proclamación sea una simple confesión de mesianidad: «Tú eres el Cristo» (Mc 8, 29). La razón podría ser por fidelidad y modestia. Se supone que Marcos ha escrito o redactado su evangelio en vida de Pedro, como «intérprete de Pedro», según Papías. Marcos tuvo como norma «poner por escrito las cosas como las recordaba, con cuidado de una cosa: no omitir nada de lo que había oído, y no falsear nada en ello», aunque no en el mismo orden de las palabras o hechos del Señor. Pues él no había oído nunca al Señor, ni había sido seguidor suyo. Pero fue compañero de Pedro, el cual predicaba el evangelio no para hacer una historia de las palabras del Señor, sino conforme a la utilidad de los oyentes. Por eso en nada faltó Marcos, pues tuvo cuidado de: no omitir nada de lo que había oído, y no añadir nada falso» (Fragm. en Eusebio Ces. H. Ecl. 3, 39: RJ n. 95).

Si Marcos puso lo que había oído a Pedro, sin quitar ni añadir nada, se sigue que Pedro no mencionó la promesa hecha por Jesús, ni palabra alguna de Jesús en respuesta, para evitar aquella promesa. No es creíble que Jesús dejara de responder algo a la confesión de Pedro para confirmarla. En Marcos, prohíbe que lo dijeran a nadie (Mc 8, 30). Jesús, a continuación, comenzó a enseñar que iba a sufrir la pasión y muerte y resucitar al tercer día. Entonces Pedro le reprendió, y Jesús se enfrentó a Pedro, llamándole Satanás y porque esta vez «no entendía las cosas de Dios, sino sólo las humanas» (Mc 8, 31-33). Mateo ha copiado estas palabras de Marcos al pie de la letra.

Marcos omite toda alabanza de Pedro y propone la reprensión. Parece que fue Pedro quien omitió la alabanza propia y la sublime promesa, por modestia y humildad. Así se explica que haya limitado el testimonio a estas palabras: «Tú eres el Cristo». Y en cambio Mateo haya intercalado el episodio de la alabanza y promesa a Pedro en labios del propio Jesús, porque lo conoció por otro testimonio y lo incorporo apenas muerto Pedro bajo Nerón.

Lucas escribió su evangelio probablemente en vida de Pedro, según la cronología más tradicional, y propone el testimonio de Pedro insinuando la totalidad: «Tú eres el Cristo de Dios» (Lc 9, 20), que significa: Tú eres el Cristo, pero un Cristo divino, es decir, Hijo de Dios. Esto se afirma en el episodio de la Transfiguración, donde Marcos mismo declara que Pedro supo que Jesús era llamado por Dios Padre «Mi Hijo amado».

Si se pregunta de dónde pudo sacar Mateo este testimonio, y cuál fue su fuente, deberíamos decir que las catequesis apostólicas fueron repetidas y muchas y que fue sacado a luz cuando él hubo desaparecido el obstáculo.

Por otra parte, ¿cómo podía ser recibido en la iglesia el evangelio de Mateo, si en cosa tan grave establecía una promesa que no existió, Y si Mateo relataba una promesa sin base real, ¿cómo no fue, al menos, eliminada del texto? Todos los códices la contienen.

Un caso llamativo es que no se narre en los sinópticos la resurrección de Lázaro que está en Juan. Juan ha querido completar lo que faltaba a los otros tres evangelios recibidos en la Iglesia antes de que él escribiese el suyo, lo que explica tanto el silencio de Juan sobre la institución eucarística y el hecho de la Transfiguración, del que Juan no dice una palabra. Son silencios significativos, que muestran que hay que respetar el silencio del escritor, cuando no niega los hechos.

El suceso de la resurrección de Lázaro lo narra con lujo de detalles que no permiten en modo alguno que sea tomada su narración como relato ficticio teologal.

¿Cómo es que los tres sinópticos han guardado un silencio absoluto sobre tan significativo y espectacular suceso, de tal importancia histórica cuando faltan sólo seis días para le muerte de Jesús? (Jn 12, 1). Llega a decir Juan que muchos judíos venían a Betania para ver a Lázaro resucitado, por lo cual los sacerdote determinaron matar también a Lázaro, testigo del poder de Jesús (Jn 12, 9-10). Todo esto sucedía la víspera del día triunfal de la entrada en Jerusalén, y en el triunfo la multitud testimoniaba el hecho de la resurrección de Lázaro, y éste era el motivo principal, parece, de triunfo, haber hecho este milagro (Jn 12, 17-18). Pues los tres sinópticos narran el triunfo de los ramos, ¿cómo no dicen nada absolutamente de la resurrección de Lázaro íntimamente conexa en Juan con el triunfo?. He aquí un caso de silencio desconcertante, que nos conduce a un dilema claro.

O Juan finge el hecho con tanto detalle, y resulta entonces un escritor indigno de crédito, y es contra su propio testimonio (Jn 19, 35), o los sinópticos al callar la resurrección de Lázaro nos dejan la certeza de que no se puede muchas veces aplicar la razón del silencio y la omisión, cuyo secreto sólo conoce el escritor que lo calla. A la vista de esto, en relación con la confesión de Pedro, el hecho de que Mateo haya ofrecido un complemento del relato de Marcos y aun de Lucas, en el que han omitido totalidad de la confesión de Pedro y la respuesta de Jesús, resulta mucho más comprensible y explicable. Lo que hay que explicar en realidad no es la verdad de Mateo, sino la omisión de Marcos y aun de Lucas, al narrar el episodio. Mucho mas extraño resulta que Lucas haya callado la resurrección de Lázaro, conociendo por otro lado a la familia de Betania (Lc 10, 38-42), que haber callado la plenitud de la confesión de Pedro, cuando la ha insinuado de algún modo.


Capítulo III .- JESÚS AFIRMA SU DIVINIDAD EN LOS SINÓPTICOS

II - EL YO DE JESÚS

Veamos las afirmaciones de divinidad a través de manifestaciones de su yo personal con resonancias divinas, o de manifestaciones de sus poderes personales que alcancen límites trascendentes y divinos, o acerca de su origen.

1. El Yo divino de Jesús

La persona se traduce por el pronombre personal «Yo». Cuando decimos «yo», queremos expresar nuestra intimidad, la conciencia de nuestra persona­lidad, diferente de los demás.

Si Jesús tiene conciencia de un «Yo» divino, habrá de aparecer algunas veces en las formulaciones del mismo en su lenguaje cuando emplee la primera persona. Lo vamos a examinar ahora en los sinópticos, después en Juan.

La más importante forma de las locuciones en «yo» es la frase «Yo soy» o «Soy Yo». En él adquiere importancia especial por ser, además de la formulación con que podemos expresar nuestra presencia de seres humanos, la fórmula sagrada que Dios empleó con Moisés en la zarza ardiente para expresar la suya trascendente. Designa el nombre de Yahyéh, palabra que significa en lengua hebrea «El-es», o «Soy-El-que-soy (o es)». Al emplear Jesús esta frase, estiman algunos expertos que formulaba el nombre de Yahvéh como propio: “Yo-soy me envía a vosotros” dice Dios a Moisés al revelar su nombre (Ex 3, 14). Piensan que era una «forma de majestad» de hacer sentir la presencia de Yahvéh en su persona.

“Yo soy” de identidad

En Marcos, hallamos dos veces el Yo-soy. Cuando Jesús camina en la noche sobre las aguas embravecidas, tranquiliza a sus discípulos asustados con esta palabra: «No temáis, soy Yo» (6. 50); la segunda, en la respuesta a Caifás ante el Sanedrín sobre su propia identidad. Esta última adquiere la plena resonancia de declaración de su propia identidad: «¿Eres tú el Hijo del Bendito (Dios)?-Yo soy» (Mc 14, 62). La pregunta ha sido sobre su identidad en relación con Dios, con el «Yo-soy» absoluto, y a esta pregunta Jesús responde «Yo-soy», que es afirmación de su identidad divina, y expresa juntamente el nombre de Yahvéh.

En Lucas, encontramos el de la respuesta a Caifás. Y en ella ofrece la misma forma de Marcos, aunque la pregunta es más directamente formulada por todos los presentes. «¿Eres tú el Hijo de Dios? » —«Lo decís vosotros, Yo-soy» (Lc 22, 70). Hay que advertir, que Mateo, en vez de utilizar la fórmula «Yo-soy», ha utilizado «Tú lo has dicho» (Mt 26, 64), en Lucas hallamos las dos formulaciones reunidas, el «vosotros lo decís», de Mateo, y el «Yo-soy» de Marcos.

En Mateo hallamos la misma fórmula de Marcos en la escena de la tempestad con Jesús sobre las aguas, con el «Yo-soy» que pronuncia como en Marcos para tranquilizar a los discípulos. En Mateo, Pedro, al oirlo dijo: «Si eres tú, mándame ir a ti sobre las aguas», y él respondió simplemente: «Ven», comenzando el prodigio de Pedro sobre el agua (Mt 14. 27); a lo cual se añade, que, los apóstoles al ver la misteriosa fuerza de Jesús, cayeron adorándole y dijeron expresando su fe: «Verdaderamente, tú eres Hijo de Dios» (14; 33). Lo que da más fuerza a la formulación de identidad divina del «Yo-soy».


“Yo soy” de identidad y de presencia

En Mateo hallamos la afirmación de su presencia con esta fórmula, en dos ocasiones: una, cuando declara cuál es la mínima cantidad de «ecclesia» necesaria para su presencia, «dos o tres reunidos en mi nombre», «Allí soy o estoy en medio de ellos» (Mt 18, 20; ecclesia en v. 17). Y después de la resurrección, al enviarlos en misión eclesial por el mundo, donde harán reuniones de discípulos nuevos «en su nombre». Dice: «Yo soy o estoy (egó eimí) con vosotros hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).

En Lucas, además de la respuesta a Caifás, tenemos la declaración a los discípulos reunidos, después de la resurrección. «No temáis, Yo-soy» (Lc 24,36); «Sov-Yo, tocad y ved» (Lc 24, 39). En todos estos casos la fórmula «Yo-sov». «Soy-Yo» (en su forma griega siempre: egó eimí) sirve a Jesús para declarar su presencia y su identidad, en especial ante Caifas, donde es fórmula de identidad" precisamente.

“Yo soy” sujeto de acciones no humanas

En Mateo expresa su fuerza universal de restaurador y consolador diciendo a todo los hombres: «Venid a mí, todos los que sufrís (trabajáis) y estáis cargados, que Yo os aliviaré (reconfortaré)» (Mt 11, 28).

Cuando envía a sus apóstoles en misión les dice: «Yo os envío como ovejas en medio de lobos» (Mt 10, 16). Palabras que no sólo dicen que les envía como misioneros suyos, sino que considera a sus futuros oyentes peligrosos para ellos, con todo los envía como ovejas, dando consejos de prudencia.

En Lucas tenemos dos ejemplos de esta personalidad, que se transparenta en la expresión de su Yo. Pues se considera capaz de disponer las cosas del cielo: «Yo os preparo, como mi Padre a mí, un reino en el que comáis y bebáis en mi reino sobre mi mesa, y os sentéis en tronos para juzgar a las tribus de Israel» (Lc 22, 29-30). Y en la cruz, al buen ladrón: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43).

El Yo en expresiones de carácter divino

Jesús dice que sus palabras tendrán valor de eternidad, porque son infalibles. En efecto, Mateo y Lucas ponen en su boca estas palabras: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mt 24, 35; Lc 21, 33). Es decir, mis palabras son duraderas perpetuamente en su valor, y más que todo lo creado por Dios, como el cielo y la tierra, en el orden material. Son palabras divinas.

Dos fórmulas de expresión en Jesús, que indican la seguridad de sus palabras. La primera fórmula es: «Yo os digo», en las matizaciones o aun modificaciones puestas a los preceptos divinos por Jesús en el sermón del monte, corrigiendo a Moisés o. «Habéis oído que se dijo, pero Yo os digo…» (Mt 5, 18.20.22.26.28.32.34.39.44; 19, 9). Esta fórmula de autoridad surge a cada momento en su modo de hablar autoritativamente. Así, por ejemplo el de las amenazas a Corozáin: «Os digo que Tiro y Sidón (ciudades paganas) serán tratadas con un juicio más benigno que vosotros... Y Sodoma más benignamente que tú, Cafarnaúm» (Mt 11, 22-24; Lc 10, 12-16).

Más llamativa que Yo os digo es la forma especial de aseveración firme, el Amén. Se ha notado que es una de las formas propias de hablar de Jesús, que parecen pertenecer a sus «ipsissima verba». Se estima que es de tal novedad en Jesús que no tiene analogía en el AT ni en el NT. J. JEREMÍAS, llega a decir: «El amén es un signo característico de la ipsissima vox»

Esta fórmula «Amén, yo os digo» se halla puesta en labios del propio Jesús por los cuatro evangelistas: en Mateo aparece hasta 23 veces, en Marcos diez veces, en Lucas seis veces, y en Juan hasta diecinueve veces, en forma aún más significativa, ya que siempre aparece con el Amén repetido; «Amén Amén, yo os digo. Podemos decir que de tal manera parece haber sido expresión de Jesús, que el Apocalipsis le define a él mismo como «el Amén», o mejor pone en sus propios labios tal nombre: «Esto dice el Amén, el Testigo fiel y Verdadero» (Ap 3, 14). Así, tal modo de hablar es propio de quien posee un Yo diverso un Yo trascendente, un Yo que se identifica con la Verdad.

La más alta formulación en los sinópticos de la personalidad divina de Jesús:

«Te alabo, Padre, Señor de cielo y tierra,
Porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes,
y las has descubierto a los infantes.
Sí, Padre, porque así te ha agradado (hacerlo).
Todas las cosas me han sido dadas por mi Padre.
Y nadie conoce al Hijo sino el Padre,
ni nadie conoce al Padre sino el Hijo,
y si el Hijo quiere revelárselo (a alguien)». (Mt 11, 25-27; Lc 10, 21-22).

En primer lugar, Jesús afirma que posee todas las cosas en su poder, dadas por el Padre. Lo repetirá cuando dé la orden de misión a su iglesia tras la resurrección: «Todo poder me ha sido dado en el cielo y sobre la tierra Jd...» (Mt 28, 18-19). Y en segundo lugar Jesús ha afirmado que a él no puede conocerle nadie sino Dios Padre, y en modo paralelo que él es el único que conoce al Padre. Este mutuo y doble conocimiento, que en su realidad encierra el misterio de la filiación divina en la Trinidad, es una clara profesión de divinidad de Jesús en los sinópticos, igualándose al Padre.

De todos estos modos aparece la expresión del Yo de Jesús, en sus palabras, en las que se muestra una personalidad propia del Hijo de Dios, igual al Padre.


2. Superioridad de la persona de Jesús

Hay en los sinópticos una serie de proclamaciones de Jesús que ningún hombre se atrevería a formular sin ser tachado de alta soberbia, que no se puede decir de Jesús.
Se proclama superior al profeta Jonás: «Los Ninivitas se levanta­rán en el Juicio contra esta raza y la condenarán, porque ellos hicieron penitencia por la predicación de Jonás. Y aquí hay uno que es más que Jonás» (Mt 12, 41; Lc 11, 32). Podía haber dicho lo mismo de cualquier otro profeta. Jesús, superior a los profetas, alcanzaba una dignidad de comunicación divina superior a la profética.

Se proclama superior a Salomón: «La Reina del Austro (Sabá) se levantará en el Juicio contra esta raza y la condenará, porque ella vino desde las lejanas tierras para ver a Salomón, y aquí hay uno que es mayor que Salomón» (Mt 12, 42; Lc 11, 31). Salomón fue el gran rey que alcanzó de Yahvéh la Sabiduría. Mayor que Salomón ha de ser en sabiduría el que tiene la Sabiduría divina de modo más alto y trascendente, o sea divino.

Declara que «muchos profetas y reyes (justos, en Mateo) desearon ver lo que vosotros veis, y oir lo que oís, y no lo vieron ni oyeron» (Mt 13, 17; Lc 10, 24). En cuanto a reyes, el prototipo de ellos, por ser además profeta, es David, el gran rey de Israel. Es Jesús el objeto de los deseos de David y los profetas.

Jesús introduce correcciones a la ley de Moisés (máxima figura del judaísmo). Expresamente, declara que lo que Moisés permitió no puede permitirse, porque equivale en el primitivo plan divino a adulterio, y por lo mismo «yo os digo que el que deja a su mujer y se casa con otra es adúltero». (Mt 19, 7-9; Mc 10, 5).

Jesús ha declarado «el mayor de los nacidos de mujer» a Juan Bautista (Mt 11, 11; Lc 7, 28). Pero también ante él Jesús proclama que «el menor en el Reino de los cielos, es mayor que el Bautista» (ib.). ¿Qué decir entonces de Jesús que es el primero del Reino de los cielos? Equivale a proclamarse mayor que el mayor de los hijos de mujer.

Jesús declarará que los ángeles de Dios son sus servidores personales, y afirmará que vendrán acompañándole cuando venga a ejercer el juicio, y los llama «mis ángeles» (Mt 13, 41; 16, 27; 24, 31; 25, 31; Mc 13, 27; Lc 9, 26). Los ángeles están a su servicio, como dicen los evangelistas, en las tentaciones del desierto o en el huerto de Getsemaní (Mt4, 11; 26, 53; Mc 1, 13; Lc 22, 43).

Declara que él es superior a los signos de divinidad más sagrados existentes en la tierra. Son dos, el Templo, la casa del Señor, y el sábado, el día del Señor. Pues bien, Jesús declara que él es «mayor que el Templo» (Mt 12, 6; cf. Jn 2, 19). Y también que es «dueño o señor del sábado» (Mt 12, 8; Mc 2, 28; cf. Mt 12, 12; Mc 3, 4; Lc 6, 9).

Jesús llega a constituirse en el punto clave y centro del ámbito religioso, que es lugar que corresponde a Dios. Pues exige la fe en él para la salvación (Mt 7,21-23; 10, 32-33; Lc 9, 26); exige el amor total a él, que ha de ser reservado a sólo Dios, conforme al primer mandamiento (Mc 12, 29), pidiendo que se abandonen todos los amores por la entrega a él (Mt 10, 37; Mc 10, 29; Lc 14, 26); el mundo de los hombres se divide en los que están por él y los que están contra él (Mt 12, 30; Mc 9, 40; Lc 9, 50). Finalmente, porque exige que se haya de dar hasta la propia vida por él, y esto es lo que luego han hecho millares de mártires por su nombre (Mt 10, 39; Lc 9, 24-25). Todo ello refuerza la convicción de que él pensaba que era superior a todo lo existente, menos a Dios, de quien sin duda era igual. Y así no vacila en proponerse como modelo para todos los hombres.

3. Misión y origen de Jesús

Cuando Jesús quiere expresar su propia misión, repetidas veces lo hace con el verbo «venir» «haber venido» para un fin determinado. Estiman algunos teólogos que esta forma de hablar indica un origen de preexistencia. Lo que hace característico el modo de expresarse de Jesús es la conciencia de tener una misión que implica un envío por parte de Dios de alcance salvador y redentor.

El «ha venido a llamar a los pecadores», y por eso trata y come ellos (Mt 9, 13; Lc 5, 32), como lo expresa en la llamada al apóstol Mateo: «El Hijo del hombre ha venido a salvar lo que se había perdido» (Mt 18, 11; Lc 19, 10), dice en casa de Zaqueo al regocijarse de su conversión. Y en el evangelio de Lucas, al reprender a Juan y Santiago por su celo excesivo contra Samaría, por no recibir al Señor, les declara así su misión: «El Hijo del hombre no ha venido a perder sino a salvar» (Lc 9, 56), aunque esta formulación falta en bastantes códices. Más aún, «ha venido para dar su vida por muchos», para salvarlos (Mt 20, 28).

Lo que mejor ilumina este «venir» es la manera de expresarse con respecto a la «segunda venida» del Hijo del hombre, que será para juzgar. Jesús dice: «Vendrá el Hijo del hombre», «cuando venga el Hijo del hombre»; y esta venida ciertamente es desde una preexistencia gloriosa con Dios tras su muerte (Mt 16, 27; 24, 27.30.37.44; 25, 31; 26, 64—Mc 13, 26; 14, 62— Lc 9, 26; 18, 8; 21, 27). No se puede dudar de que Jesús ha hablado de una última venida del Hijo del hombre para juzgar.

Si la segunda venida gloriosa del Hijo del hombre es desde una situación de preexistencia, desde la cual viene, del mismo modo se pueden entenderlas formulacio­nes sobre la primera venida para salvar. Hay una fórmula que se halla en los cuatro evangelios sobre la primera venida del Hijo del hombre como Mesías de Israel, que es la de la aclamación mesiánica del día de ramos:

«Bendito el que viene en nombre del Señor»
(Mt 21, 9; Mc 11, 10; Lc 19, 38; Jn 12, 13).

Esta aclamación indica muy claramente que aquel que viene, del que Juan Bautista dijo que es «el que ha de venir» (Mt 3, 11; 11, 3; M 1, 7; Lc 3, 16; 7, 19), es alguien que viene de un modo distinto al de todos los demás enviados anteriores. Es «el que ha de venir», y es El «el que viene en nombre del Señor». Es el Enviado del Padre, y todo esto lleva a pensar que viene de un origen misterioso.

4. Los poderes personales de Jesús

Los poderes de un hombre forman el perfil de su personali­dad. Jesús presente unos poderes que no poseen los demás hombres y dan una visión de su persona.

a) —El de perdonar los pecados.

En primer lugar el caso del paralítico, curado de su enfermedad en señal de su poder de perdonar los pecados. «Confía, tus pecados te son perdonados». Entonces los asistentes, expertos en la Ley, empiezan a pensar: «Este blasfema ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?». «¿Qué es más fácil, decir tus pecados son perdonados o levántate y anda?». Y a renglón seguido; «Pues para que conozcáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra de perdonar los pecados: ¡Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa!», cosa que el paralítico realizó al punto con admiración de todos. (Mt 9, 1-8; Mc 2, 1-12; Lc 5, 17-26).

En segundo lugar, Lucas, el caso de la mujer pecadora convertida. Esta mujer acude a Jesús, presente en una comida en casa farisea, y arrepentida de sus pecados derrama ungüento sobre él, lava sus pies con lágrimas abundantes y se los besa. Jesús a la vista de tan extraordinaria acción, dice a la mujer: «Te son perdonados tus pecados». Los asistentes se maravillan: «¿Quién es éste que hasta perdona pecados?». El, dice a la mujer: «Tu fe te ha salvado, vete en paz» (Lc 7, 47-49).

En tercer lugar, Lucas. Jesús dice a uno de los bandidos crucificados, que solicita su misericordia arrepentido: «Amén, te digo a ti, hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 42:43). Perdona y aun promete el paraíso, como quien es dueño de la situación.


b) — El de la fuerza del milagro para dominar los elementos, para cambiar su sustancia, para curar enfermedades, para resucitar muertos. Estos casos forman la trama del evangelio, y aun críticamente no pueden ser negados en bloque. Se hacen ante muchas personas y hay testimonios no cristianos parecen confirmarlos.

Jesús manifiesta un poder asombroso, no solamente en hacerlos, sino precisamente en el modo como los hace. Tenemos varios casos notables en los evangelios sinópticos.

El leproso: «Si quieres, puedes curarme. —Quiero, Queda limpio.» (Mt 8, 3; Mc 1, 41; Lc 5, 13). Los tres evangelistas, además de convenir en la fórmula de curación, que es simplemente «Quiero», tocando su cuerpo con la mano, dicen que «al instante quedó limpio de la lepra». La hemorroísa. Advierte Jesús que una fuerza o energía curación ha salido de su naturaleza para curar a la mujer. El de la mano retorcida o deformada y «seca», le ha bastado a Jesús con decir: «Extiende tu mano» Mt 12, 13; Mc 3,5; Lc 6,10). En los casos de los ciegos le ha sido suficiente tocar con su mano a los privados de vista (Mt 9, 29; Mc 8, 24), o simplemente conceder de palabra la visión (Mc 10, 52; Lc 18, 42). Según Lucas, hace desaparecer la enfermedad totalmente con solo dar la orden, o imponer las manos, a una mujer encorvada, a un hidrópico, y hasta a diez leprosos juntos (Lc 13, 13; 14,4; 17, 14).

Seis casos de curación de enfermedades son atestiguados por los sinópticos, únicamente. Además hay casos de endemoniados que son curados de enfermedad, uno de ceguera y mudez (Mt 12, 22), otro de mudez (Mt y Lc). En Juan hallaremos tres casos más diversos. Hay una docena de pasajes en los sinópticos, de curaciones masivas de todos los enfermos presentes.

De las resurrecciones, tenemos dos en los sinópticos uno atestiguado por los tres evangelistas, el caso de la niña de Jairo, a la que simplemente dice: «Niña, levántate». Marcos ha conservado la locución de Jesús en Aremeo: «Talita, cumi» (Mt 9, 25; Mc 5, 41; Lc 8, 55). La resurrección verificada en Naim, devolviendo el hijo a su madre, cuando van en el mismo entierro, aunque tiene a solo Lucas por testigo, no merece menor fe. Solamente dice: «Joven, a ti te digo, levántate» (Lc 7, 14). En los dos casos aparece la misma fórmula de autoridad hablando al muerto: «A ti te lo digo». Juan propondrá el dramático caso de Lázaro, con tal lujo de detalles que hacen de él un caso de relieve mucho más importante en el curso de los acontecimientos, hasta llevar a la muerte a Jesús, como hemos ya indicado.

Dejamos aparte aquí los casos de los endemoniados liberados, entre los cuales destaca el de Gerasa, devolviendo un loco a su sana mente (Lc 8, 35; Mc 5,15; cf. Mt 8, 28 s.

Recordaremos los milagros obrados sobre los elementos naturales, donde nadie puede pensar que hubiese influjo sicológico alguno, por ser tales elementos inmunes a la sicología. En los sinópticos hallamos dos multiplicaciones de panes con la sola acción de distribuirlos entre la multitud, habiendo más al final de restos, que al principio de enteros (Mt 14, 13; 15,32; Mc 6, 34; 8, 1; Lc 9, 12 sólo la primera multiplica­ción). Pueden señalarse también de manera especial los dos milagros relativos a la tempestad en el lago, con el poder de Jesús para mandar directamente a las aguas y al viento que cesasen en su agitación violenta. Jesús ordena: «Calla, enmudece», a cuya voz obedecen tanto el agua como el viento que cesan al punto, convertidos en tranquilidad total (Mc 4, 39; Mt 8, 26; Lc 8, 24). Y los tres evangelistas manifiestan el asombro de los de la barca, que decían: «¿Quién es éste á quien obedecen el viento y el mar?».

Juan incluye en su evangelio tanto el milagro de los panes (Jn 6, 11), como el milagro segundo del mar.

Lucas nos ha proporcionado la descripción de una pesca milagrosa, que asombra a los que eran pescadores de oficio (Lc 5, 6-7).

Jesús, conforme al relato evangélico, se sabe en posesión de poderes absolutos sobre todo.

Nos basta que los evangelistas ciertamente los atribuyen a Jesús como hechos, y ponen en sus labios palabras que muestran claramente que él se consideraba posesor de tales poderes ante los casos que se le presentaban, ante el mar embravecido, ante la carencia de alimentos ante la enfermedad o la muerte.

5. Realidad histórica de los milagros

La crítica más exigente debe respetar hechos atestiguados por documentos serios, y producidos no con demasiada lejanía de los hechos. Son lógicos los críticos racionalistas no-creyentes, es decir ateos, (o hasta deístas solamente, si los hubiere hoy), al negar la posibilidad misma del milagro. Si no hay Dios, ser superior a la naturaleza y autor de ella, no puede haber fuerza alguna superior a las fuerzas naturales y a las leyes de la naturaleza. En cambio, si se acepta la existencia de un Dios creador de la naturaleza no se ve como puede ponerse en duda que el que la hizo la pueda modificar a voluntad, sin perturbar por ello las mismas leyes generales establecidas, sino haciendo singulares excepciones a ellas con el mismo poder que las imprimió en la naturaleza de las cosas. Por todo ello el crítico creyente necesaria y lógicamente ha de aceptar la posibilidad del milagro, y rechazar el postulado previo de su imposibilidad real. Y, dando la vuelta a la negación del increyente, y con su misma lógica, si hay realmente milagros ello significa que hay Dios.

No tiene sentido real decir que no se conocen el alcance y posibilidades de la ciencia, como objeción nueva, y que tal vez un día se alcance la posibilidad de hacer lo que hoy parece imposible. Pero hay determinadas cosas que el sentido común clama que nunca serán posibles para ninguna ciencia: tales son el resucitar los muertos, el curar instantáneamente una grave destrucción orgánica (lepra, tumor canceroso, ojo deshecho, grave fractura ósea y destrucción del tejido...), ni tampoco multiplicar la materia copiosamente o calmar instantáneamente la terrible energía de una tempestad furiosa y embravecida. El verdadero milagro seguirá siempre siendo milagro.

Algunos que creen en el poder divino prefieren elevarse a una región más tranquila y segura, libre de la ciencia y dicen que el milagro es un signo más que una excepción de las leyes naturales. Ahora bien, ¿cómo puede ser signo de intervención divina, si ésta no consta, precisamente por haber sido superadas las leves naturales? ¿Por qué el creyente mismo se va a admirar de intervenciones divinas, si éstas pueden explicarse por las leyes naturales? De este modo no se ve por qué hay signo, a no ser para una fe muy robusta que vea un signo divino todo lo que sucede, lo cual es verdad, pero no en especial para el milagro. ¿Y de qué es signo el milagro, sino precisamente del poder divino del autor de la naturaleza?. Debemos convenir los creyentes que toda la naturaleza y su prodigio es señal divina para el que lo considera (y este es el camino natural para llegar a la convicción de la existencia de Dios), pero el milagro recuerda a los mismos creyentes y a los no creyentes (1 Cor 14, 22) el poder de Dios, porque no puede venir de otro poder, y es como un relámpago del poder creador.

Si consideramos los milagros del evangelio hechos por Jesús, según las narraciones, bastaría en realidad que se pruebe críticamente la existencia de algún milagro innegable. Si Jesús ha hecho un auténtico milagro cae por tierra el postulado de que los milagros no son posibles. Pero se trata de un examen crítico, y tal vez todos los milagros, aun evangélicos, no puedan por sí mismos ser afirmados del mismo modo. Examinemos los hechos narrados. Dejando los milagros hechos ante sólo los apóstoles, como el de la transfiguración, o el de la barca en la tormenta, hallamos algunos hechos que los evangelistas sitúan ante miles de testigos. Tal es la multiplicación de los panes que además se halla en los cuatro evangelios. La cual, provoca el entusiasmo enorme en la gran multitud, que quería hacer a Jesús rey, según dice Juan, por ser «el profeta que ha de venir al mundo», o sea el Mesías enviado de Dios (Jn 6, 14-15). Del mismo modo, los milagros generales o masivos, de todos los enfermos traídos en multitud, a todos los cuales curaba Jesús, tenían por testigo a centenares de personas, que multiplicaban su testimonio.

El del ciego de nacimiento que relata Juan, provoca una inquisición oficial del tribunal de la Sinagoga. Pero además la gente conocía al ciego mendigo, y al verle con vista el rumor de su curación se difundió por toda la ciudad rápidamente (Jn 9, 8-12.13.18.24). El milagro de la resurrección de Lázaro fue conocido por los habitantes de Jerusalén en general, con gran impacto público (Jn 11, 45; 12, 9.17). Y hay que reflexionar. Si estos hechos múltiples fueron tan generalmente conocidos, ¿cómo hubieran podido los evangelistas atreverse a inventarlos treinta o cuarenta años más tarde? ¿Cómo hubiesen dado tanto detalle sobre ellos?

Si Jesús hizo algunos de estos formidables milagros (de tales deben ser calificados, aunque los evangelios los narren con sencilla naturalidad), ¿por qué razón crítica podríamos poner en duda los demás milagros narrados? La única conclusión del hecho es que los evangelistas tienen credibilidad. Podrán discutirse detalles de las narraciones, podrá estudiarse la mutua dependencia de ellas o su novedad, pero no negarlas pura y simplemente o quitarles la fuerza del auténtico milagro.

Los milagros son parte de la personalidad misma de Jesús en los evangelios, de su perfil humano. Muchas de sus enseñanzas se apoyan en los hechos milagrosos que él realiza. Es lo que provoca el pensamiento de que él debe ser el Mesías (Jn 7, 31), anunciado por Juan, quien no hacía milagros (Jn 10, 41). No podía entrar en las ciudades, y si se quedaba fuera ellos venían a buscarle en masa (Mc 1, 45- Mt 8, 19; 9, 33; Lc 4, 42). «No podía ni comer», por la muchedumbre que le seguía por esto (Mc 3, 20). Los adversarios los atribuyen a poder demoníaco, pero no negaban los sucesos. El primer evangelio, el de Marcos, narra hasta 20 milagros.

Si los milagros no son hechos históricos se puede negar todo valor histórico al resto de los Evangelios. Aunque no negamos la posibilidad crítica de estudiar la comparación de los textos, y ver si hay alguna razón que inclina en favor de un rasgo o de otro, pero no la posición negativa del que niega el valor histórico de los milagros evangélicos precisamente por serlo, y aceptando que lo serían si sucedieron.

Los discípulos comenzaron a creer en Jesús más plenamente con ocasión del milagro más sencillo de Cana, nos dice el evangelio de Juan (Jn 2, 11). Nicodemo, el sabio de la Ley, vino a él atraído por el esplendor de los milagros (Jn 3, 2). Muchos creyeron en él precisamente al ver los milagros que hacía (Jn 2, 23). «Si se quitan los milagros de los evangelios, quedan destruidos hasta los cimientos», dice con razón Harnack.

Y es el propio Jesús quien alega sus milagros como indicio claro de su personalidad sobrehumana, diciendo: «Las obras que yo realizo por el poder de mi Padre dan testimonio de Mí» (Jn 10, 25.37). «Si no me queréis creer a mí, creed a las obras, los milagros» (Jn 10, 38). «Creedme, a lo menos por las obras» (Jn 14, 11). Por eso no tienen excusa los que no creen en él por las obras y milagros que ha hecho, pues son obras que ningún otro ha hecho ni puede hacer (Jn 15, 24). Y en los sinópticos, además de los milagros que Mateo y Lucas indican que fueron hechos para responder con obras a la embajada de Juan sobre su persona (Mt 11, 1-6; Lc 7, 18-23), tenemos la severa reprensión y amenaza contra las ciudades de Betsaida y Corozaín y Cafarnaum por no haberle aceptado después de ver grandes milagros hechos en ellas (Mt 11, 20-24; Lc 10, 12-15). Sería contradecir a estas palabras de Jesús el no reconocer la importancia y fuerza de los milagros en la misión de Jesús. Se puede aquí recordar que los milagros que él dice realizados en tales ciudades reprobadas, no son narrados en ningún evangelio, que sin embargo insertan sus palabras contra ellas. También se confirma que Juan haya podido narrar milagros no contados por los sinópticos. Porque él mismo dirá al fin de su libro, que «Jesús hizo muchos otros milagros o signos, que no están escritos en este libro» (Jn 20, 20), y lo confirma mas tarde el autor o una mano inspirada que rubrica con una hipérbole el final del capítulo 21: «Hay muchas otras cosas que hizo Jesús. Si se escribiesen todas, pienso que ni en el mundo cabrían los libros que habría que escribir» (Jn 21, 25).

Para confirmar brevemente la realidad histórica de los milagros de Jesús, diremos que sus apóstoles, según los libros sagrados, tanto Hechos de los Apóstoles como epístolas paulinas, hicieron los milagros que Jesús ya anunció que harían (Mc 16, 17-18; 16, 20). Jesús dice en Juan: «El que cree en Mí, hará las obras que yo hago, y aun mayores que éstas hará», y esto lo dice con la fórmula de la solemnidad: «Amén, amén, yo os digo» (Jn 14, 12). Bastaba que los discípulos y apóstoles hiciesen milagros como él. Pero mayores pueden decirse, por ejemplo, los milagros que hizo Pedro curando a los enfermos con el sólo contacto de su sombra (Act 5,15), pues este prodigio no se lee de Jesús mismo nunca. Del mismo modo Pablo hacía milagros con el sólo contacto de lienzos que le pertenecían (Act 19, 11-12).

Los apóstoles en su testimonio se declaraban «testigos de los prodigios, signos y fuerzas o milagros que Jesús Nazareno realizó entre vosotros, como lo sabéis» (Act 2, 22; 10, 38-39). Pero estos milagros de Jesús los repetían ellos: «Por mano de los apóstoles se realizaban muchos prodigios y signos en el pueblo, el cual los glorificaba (Act 5, 12-13); y lo mismo asegura de sí el apóstol Pablo en su segunda carta a los Corintios: «Las señales de mi apostolado han sido hechas entre vosotros en la plena paciencia, en signos, prodigios y fuerzas. ¿Qué habéis tenido menos que las otras iglesias y comunidades?» (2 Cor 12, 12-13). Así los propios apóstoles testimo­nian tanto los milagros de Jesús como los propios, ante los mismos que los han contemplado. ¿Cómo se puede rechazar este testimonio personal? ¿cómo negar a Jesús mismo el poder de hacerlos?

Queda confirmado este testimonio por los de otros discípulos posteriores. Papías escribía en el año 130 que los resucita­dos por Jesús «habían vivido hasta el tiempo de Adriano» (n. 76-m. 138). Cuadrato, apologista cristiano, hacia el año 124 afirma que los sanados con milagros por Jesús, «vivieron sobre la tierra aun después de la muerte de Jesús, y largo tiempo, algunos hasta nuestros días». San Ireneo dice de san Policarpo (m. 155) obispo de Esmirna y mártir a los ochenta años, que había oído a los propios apóstoles (seguramente a Juan) narrar los milagros del Señor. Los escritores del siglo II, Justino, Ireneo, Tertuliano, testimonian como hechos seguros los milagros evangélicos, y los adversarios del cristianismo. Flavio Josefo llama a Jesús autor de «obras maravillosas», y no se ve motivo grave para rechazar este testimonio de los manuscritos. Los mismos filósofos paganos, adversarios encarnizados del cristianismo, como Celso, Porfirio o Hierocles, aceptaban los hechos, aunque los atribuían a magia egipcia absurdamente.
Pero además podemos recordar los verdaderos e indudables milagros que ocurren hasta nuestros días en la iglesia católica. De ello son testimonio tanto las numerosas beatificaciones y canonizaciones, selladas siempre por diversos admirables milagros, como los que han sucedido en diversas partes de la tierra, pero sobre todo en lugares marianos. Tal es el asombroso caso de Lourdes, entre otros. Y hay milagros de tal calidad y tan numerosos, que es inútil pretender argüir contra ellos. La pierna de Ruder con los centímetros de hueso que faltaban y la llaga de la gran herida sanados instantáneamente es un testimonio. La pierna recobra­da del cojo de Calanda en Zaragoza es otro asombroso testimonio, imposible de negar, por los documentos conservados del examen jurídico de los hechos. Negar estos cientos de hechos prodigiosos modernos sería arbitrariedad y fanatismo.