lunes, 5 de diciembre de 2011

El Hijo de Dios: la divinidad en los Sinóticos - El Yo divino de Jesús

TERCERA PARTE - EL HIJO DE DIOS - CAPÍTULO I.- LOS TÍTULOS DE DIVINIDAD EN LOS EVANGELIOS

TERCERA PARTE - EL HIJO DE DIOS - CAPÍTULO I.- LOS TÍTULOS DE DIVINIDAD EN LOS EVANGELIOS
La Tercera Parte trata sobre la proclamación que Jesús de Nazaret hizo de su divinidad.

Consta de seis capítulos:
Capítulo I: Los títulos de divinidad en los Evangelios
Capítulo II: Jesús afirma su divinidad en los Sinópticos: Dos declaraciones solemnes
Capítulo III: Jesús afirma su divinidad en los Sinópticos: El Yo de Jesús
Capítulo IV: Jesús declara su divinidad en Juan: Tres Confesiones
Capítulo V: Jesús declara su divinidad en Juan: El Yo divino de Jesús
Capítulo VI: Jesús y los grandes misterios


CATECISMO IGLESIA CATÓLICA - Capítulo segundo: creo en Jesucristo, Hijo único de Dios
Resumen
452 El nombre de Jesús significa "Dios salva". El niño nacido de la Virgen María se llama "Jesús" "porque él salvará a su pueblo de sus pecados" (Mt 1, 21); "No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos" (Hch 4, 12).
453 El nombre de Cristo significa "Ungido", "Mesías". Jesús es el Cristo porque "Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder" (Hch 10, 38). Era "el que ha de venir" (Lc 7, 19), el objeto de "la esperanza de Israel"(Hch 28, 20).
454 El nombre de Hijo de Dios significa la relación única y eterna de Jesucristo con Dios su Padre: el es el Hijo único del Padre (cf. Jn 1, 14. 18; 3, 16. 18) y Él mismo es Dios (cf. Jn 1, 1). Para ser cristiano es necesario creer que Jesucristo es el Hijo de Dios (cf. Hch 8, 37; 1 Jn 2, 23).
455 El nombre de Señor significa la soberanía divina. Confesar o invocar a Jesús como Señor es creer en su divinidad "Nadie puede decir: "¡Jesús es Señor!" sino por influjo del Espíritu Santo"(1 Co 12, 3).

CAPÍTULO I.- LOS TÍTULOS DE DIVINIDAD EN LOS EVANGELIOS

El P: Igartua en este capítulo repasa los títulos de divinidad que aparecen aplicados a Jesús de Nazaret en los Evangelios. De forma paralela Ratzinger en su obra Jesús de Nazaret I también reflexiona sobre estos títulos. Hay diferencias pero coinciden en que realmente hay títulos divinos que indiscutiblemente se atribuyen a Jesús de Nazaret el ser Dios y Hombre verdadero.

Así, el P. Igartua comienza por el título Señor que si no en todos los casos hay algunos de ellos, sobre todos en los que se lo atribuye el mismo Jesús de Nazaret que expresan la divinidad.
También examina el título de Hijo del Hombre que si bien no en todos los casos expresa directamente la divinidad, hay casos en que lo es de forma patente como cuando muestra el poder por medio de milagros, cuando anuncia su segunda venida en majestad a juzgar a todos los hombres.
Finalmente, el título de Padre e Hijo que aparecen aplicados a Dios y a Jesús de Nazaret en relación estrecha y de la misma naturaleza.
Ratzinger examina en el capítulo 10 de su obra Jesús de Nazaret I, los títulos de Hijo de Hombre, Hijo e Hijo de Dios. Sobre este segundo título deja claro que el término homousios que figura en el Símbolo Niceno- Constantinopolitano, único término filosófico es para expresar la fe de la Iglesia primitiva en la igualdad de naturaleza de Jesús de Nazaret al Padre celestial de quien es Hijo engendrado, no creado desde toda la eternidad.


Capítulo I.- LOS TÍTULOS DE DIVINIDAD EN LOS EVANGELIOS
Las afirmaciones de Jesús sobre su mesianidad tienen carácter trascendente. No se proclama Mesías en sentido político y nacional. Toda su actitud rehúye el aspecto político.
En los siguientes capítulos aparecerá que la trascendencia mesiánica de Jesús entra en la región de la divinidad. Nos basta, por ahora, comprobar que tales afirmaciones le son atribuidas por los evangelis¬tas.
Se recogen en este capítulo los títulos que pueden expresar la divinidad. Al igual que sobre la mesianidad: Cristo, Hijo de David, Hijo del hombre, ahora los títulos que expresan la divinidad: Señor, Hijo de Dios y también Hijo del Hombre.
1. El título de Señor

Señor, en su uso social, es nombre de respeto y dignidad que se emplea para dirigirse a alguien de categoría superior digna de reverencia. Lo usan algunas personas que piden alguna curación y son gente no judía: el centurión (Mt 8, 6.8; Lc 7, 6; cf. Jn 4, 49), la samaritana (Jn 6, 23). Zaqueo, en el evangelio de Lucas (Lc 19, 8). La cananea lo utiliza de manera conmovedora (Mt 15, 22-27; Mc 7, 28). Un judío, el archisinagogo Jairo, da este título a Jesús, (Mt 9, 18; Mc 5, 22, no lo pone en labios de Jairo). También la mujer adúltera le da este título, sin duda abrumada por su situación (Jn 8, 11).
Para los apóstoles, Señor denota potestad religiosa, quizás equivalente al de Mesías o Cristo.
Los evangelistas lo ponen en boca de Pedro: cuando camina sobre las aguas (Mt 14, 28.30), cuando el milagro de la pesca prodigiosa (Lc 5, 8), con ocasión de la enseñanza de una parábola (Lc 12, 41), con ocasión de su confesión de fe (Jn 6, 69), en la sagrada cena (Jn 13, 6.9) y al declarar su voluntad de seguirle hasta la muerte (Jn 13, 36). En la transfiguración (Mt 17, 4), y en la pregunta sobre el perdón de las ofensas (Mt 18, 21). El apóstol Juan en la cena (Jn 13, 25), así como en momento intenso de sagrada cólera (Jn 9, 54), y Tomás en la cena, lo mismo que Felipe (Jn 14, 5.8). Parece que era costumbre en el grupo de los doce (Mt 26, 22; Lc 11, 1; 17, 36; Jn 11, 12).
Se puede pensar que es un título de cierta equivalencia al de Maestro, aunque acentuando más el mando y el poder. Es como un título mesiánico.
En los escritos apostólicos (cartas) se emplea el título de Señor para Jesús como título propio de divinidad, la que se reconoce en el Señorío y dominio sobre el mundo, propio de Dios, y que se atribuye así a Jesús glorificado. Este uso de la Comunidad cristiana, está relacionado, al ser el griego la lengua que manejan, con el uso adoptado por la célebre versión griega de los LXX. En ella se emplea el nombre de Señor (Kyrios) para designar a Yahvéh, cuantas veces aparece este nombre en el texto hebreo. Esta lectura pasa a la Vulgata latina, que escribirá siempre Dominus, Señor. Pero en los evangelios no es el mismo caso, pues refieren las palabras arameas de Jesús y los apóstoles, traducidas al griego.
Jesús se apropia el nombre de Señor

Encontramos el título de Señor, dicho por Jesús en los evangelios, en algunas de las parábolas con que describe el reino de los cielos. En la de las vírgenes de Mateo: «Señor, Señor, ábrenos» (Mt 25, 11), a quienes responde negativa¬mente el esposo, quien evidentemente es el Señor en el juicio, según el sentido de la parábola. También, en la parábola de los talentos, es designado el administrador con el nombre de Señor por ellos mismos, pero parece que en esta parábola pertenece más al contexto de la misma el nombre, aunque también se halla claramente referida al juicio último y última cuenta (Mt 25, 20.22.24).

El evangelista Lucas: «Señor, ábrenos» (Lc 13, 25), y responde de la misma manera que el esposo de Mateo: «No os conozco». Y en cuanto a la parábola de los talentos, en Lucas se halla sustituida por la de las Minas, que hacen la vez de los talentos, y también aquí todos sus servidores le dan el nombre de Señor al devolver las minas entregadas para su utilización a renta, y también en Lucas es claro que se alude al juicio final donde el Señor hará justicia. En ambos evangelios las dos parábolas connotan así el juicio último, donde el nombre de Señor es aplicado de forma divina en la alusión (Lc 19, 16.18.20).

Más claramente emplea Jesús el nombre de Señor para designar al que juzga a sus servidores en el juicio último.

A la designación de Señor en parábolas, hay que añadir dos pasajes que se hallan en los tres sinópticos. El primero, el del día de los ramos y del triunfo. Jesús envía a dos discípulos a que traigan el asno, mandándoles que digan al dueño del mismo al soltarlo: «El Señor lo necesita» (Mt 21, 3; Mc 11, 3; Lc 19, 31.34). En la palabra de Jesús se dibuja una profundidad mesiánica mayor que la de Maestro, pues se trata del triunfo mesiánico en Jerusalén, y se refiere a Zac 9, 9.

El segundo es del salmo 110 (109), salmo mesiánico y admitido por los judíos como tal.
«Dijo Yahvéh a mi Señor. Siéntate a mi derecha mientras pongo a tus enemigos por escabel de tus pies».

Y añade Jesús: «David, movido por el Espíritu, le llama su Señor. ¿Cómo entonces puede ser hijo y descendiente suyo?» (Mt 22, 43-44; Mc 12, 36-37; Lc 20, 42-44). «Si es hijo suyo ¿cómo puede ser su Señor?». Los tres notan que David lo dice de modo inspirado (Mt, en Espíritu; Mc, en Espíritu Santo; Lc, en el libro de los Salmos). Es bien claro que no quiere Jesús negar que el título de hijo de David sea realmente válido, lo que hace es notar que hay un profundo problema de realeza para que sea «Señor de David». Problema que sólo puede resolverse admitiendo que el Mesías prometido era un ser superior a lo humano, trascendente hacia lo divino. La actual «Institutio Generalis de Liturgia Horarum», que regula la oración eclesial del Oficio de las Horas (o Breviario), con la aprobación de Pablo VI en 1970, dice así (n. 109): «El más conocido ejemplo de sentido mesiánico en los Salmos es el diálogo sobre el Mesías, Hijo y Señor de David (Mt 22, 44)».

En el evangelio de Juan hallamos tres pasajes interesantes para comprender el uso de la palabra Señor, entre los apostóles. En primer lugar la confesión de Marta, Jesús promete resucitar a su hermano Lázaro. «¿Crees esto?», ella responde: «Sí, Señor. Yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, que has venido a este mundo» (Jn 11, 27). Difícilmente se pueden reunir todos los títulos de Jesús en una profesión de fe con mayor abundancia. Es el Cristo, es el Hijo de Dios vivo, y es Señor.
El segundo, en la Cena última, terminado el lavatorio de los pies, Jesús dice: «Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís verdad pues lo soy» (Jn 13, 14). Primero, reconoce el uso de estos dos nombres por parte de los apóstoles. Segundo, equipara en algún sentido ambos títulos. Tercero, explica el sentido de Señor, en un sentido plenario, pues añade: «No es el siervo mayor que su señor» (Jn 13, 16), rubricando con el solemne doble Amén (Amén, amén, os lo digo) la importancia de esta afirmación.

Tercero, el uso del término Señor en el sentido trascendente de la divinidad aparecerá patente tras la resurrección. Los apóstoles dicen a Tomás: «Hemos visto al Señor» (Jn 20, 25). Y ocho días después, Tomás cae a los pies de Jesús diciendo: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20, 28). Aparece con absoluta claridad que el nombre de Señor aceptado por Jesús contiene una confesión de divinidad, igualando los dos nombres que Tomás proclama, que han sido los de Señor y Dios.

Después de la resurrección los apóstoles y fieles comprendieron esta equivalencia y significado profundo de Señor, y notamos en Lucas que Pedro llama al que se la ha aparecido «el Señor»: «Ha resucitado de verdad el Señor, y se ha aparecido a Simón» (Lc 24, 34). Juan le llama Señor en las apariciones en el Cenáculo (Jn 20,25.28). En la tercera aparición, en el lago Tiberíades, dijo Juan a Pedro: «Es el Señor» (Jn 21,7). Y dice que los otros discípulos presentes en la escena no se atrevían a preguntar ¿quién eres?, porque sabían y comprendían «que era el Señor» (Jn 21, 12). Pedro en el diálogo de la triple pregunta de Jesús a él: «Señor, sí, tú sabes que te amo» (Jn 21, 15-17), y en la pregunta sobre Juan (Jn 21, 21). Queda así consagrado ya en el uso de los apóstoles este uso de la palabra y título, que es comprendido ya en su alcance divino como en la confesión de Tomás, tansformando el sentido simplemente mesiánico anterior, que era ya de carácter religioso.

También la Magdalena dice: «He visto al Señor, y me ha encargado esto para vosotros» (Jn 20, 17-18).

Pienso que tenemos en estos hechos la definitiva transformación de valor en la comunidad cristiana del nombre de Señor, que alcanza así todo su valor pleno. Con él será designado en adelante como título propio de divinidad, según ya hemos visto.

2. La trascendencia del título de Hijo del hombre
Anteriormente, se ha tratado del título de «Hijo del hombre» como título mesiánico cierto. Está tomado del profeta Daniel.
«Y he aquí que en las nubes del cielo venía como un Hijo-de-hombre. Se dirigió hacia el Anciano (Juez) y fue llevado a su presencia. A él se le dio el imperio, honor y reino, y todos los pueblos y naciones le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que no pasará, y su reino no será destruido jamás» (Dan 7, 13-14).
Este ser misterioso llamado «Hijo del hombre» es un hombre singular y personal, que recibe de Dios el imperio del mundo eternamente. Es el Mesías. El llamarle con este título de «Hijo-del-hombre» (más bien es «uno como Hijo-de-hombre»), porque aparece en figura de hombre ante el profeta en el gran juicio ante Dios y sus ángeles, quiere indicar que es hombre, pues tiene su figura y forma, pero es más que hombre por su gloriosa condición especial: «Venía en las nubes del cielo», que Jesús recordará ante el Sanedrín al mencionarlo apropiándose el título (Mt 26, 64; Mc 14, 62; cf. Lc 22, 69: que está «sentado a la derecha del Poder de Dios»). Es un hombre verdadero, pero es un Hombre-elegido, singular y de condición gloriosa en el juicio ante el mismo Dios.
Jesús se apropia el título de «Hijo-del-hombre»
Jesús de Nazaret se designa con ese título, a veces en acciones meramente humanas. También en acciones de trascendencia, en relación a su segunda venida para juzgar, y otras formas de apropiación que señalan una potestad divina en él. Jesús se identifica con este «Hijo-del-hombre» de Daniel, cuanto a su propia humanidad como a la trascendencia mesiánica del mismo, que parece sobrepasar lo estrictamente huma¬no.
Los textos relativos a la segunda venida como juez de los hombres, que Jesús ha utilizado repetidas veces, contienen los elementos de la profecía de Daniel.

Profecía de Daniel (Dan 7, 13-14) Textos de Jesús de Nazaret sobre la Segunda Venida
El Anciano se sienta en su trono Jesús estará sentado a la derecha del Poder de Dios (en su declaración ante el Sanedrín)
El Anciano está rodeado de ángeles El Hijo-del-hombre vendrá acompañado de sus ángeles y a la vez de sus 12 apóstoles
El Anciano pronuncia sentencia El Hijo-del–hombre pronunciará sentencia definitiva
Jesús se apropia el título de Hijo-del-hombre en su pleno sentido trascendente de igualación con el poder divino. Dice Jesús que «el Hijo del Hombre vendrá con sus ángeles en la gloria de su Padre» (Mt 16, 27; Mc 8, 38; Lc 9, 26), donde presenta al Hijo del Hombre como Dios, que es su Padre.
Hay otros pasajes que muestran el carácter divino del título, por apropiación de poderes divinos en Jesús Hijo-del-hombre.
Primer caso, Jesús, como Hijo-del-hombre, declara que tiene el poder de perdonar los pecados (Mt 9, 2-6; Mc 2, 3-12; Lc 5, 18-24): «Para que sepáis que el Hijo-del-hombre tiene potestad en la tierra de perdonar los pecados», ya que vosotros decís que sólo Dios los puede perdonar. Da así una muestra de su divina potestad como Hijo-del-hombre. La triple transmisión sinóptica es idéntica.
Segundo caso, la declaración de que es «Señor del sábado»: «El Hijo-del-hombre es Señor del sábado» (Mt 12, 8; Mc 2, 28; Lc 6, 5). Ahora bien, el sábado es la fiesta sagrada suprema de la semana mandada por Dios en el AT, y el Señor del sábado sólo puede ser Dios. Jesús, Hijo-del-hombre, lo es también. (Ex 20, 10; Deut5, 14).
Un tercer caso es su misión de venir a salvar, pues la salvación es propia y exclusiva de Dios, que es el único Salvador (Is 45, 21). Pero Jesús afirma que él, como «Hijo-del-hombre», ha venido «a salvar lo que había perecido» (Mt 18, 11 de la oveja perdida; Lc 9, 56 al reprender el celo excesivo de Juan y Santiago en Samaría; Lc 19, 10 en casa de Zaqueo al conseguir su conversión. En el evangelio de Juan tenemos la mención del Hijo-del-hombre en el sermón sobre la eucaristía, donde llega a decir que es necesario «comer la carne del Hijo-del-hombre, y beber su sangre», para tener vida eterna (Jn 6, 53).
Creemos así que Jesús de tal manera se apropia el título de Hijo-del-hombre que con esta designación misteriosa, exclusivamente suya propia, no sólo declara su misterio mesiánico, como antes dijimos, sino también la plena trascendencia del Hijo-del-hombre mesiánico, que alcanza los mismos límites de la propia divinidad.
3. El título de Padre y el de Hijo

Los exegetas admiten que la palabra Padre en labios de Jesús adquiere un carácter de plena intimidad, expresada con la palabra Abba, que es palabra aramea que significa Padre. La cita de esta palabra en arameo, en los textos griegos del NT, prueba que fue pronunciada por el mismo Jesús. Marcos, en el momento de la oración de Getsemaní (Mc 14, 36), y la repite Pablo dos veces para expresar la oración cristiana en Espíritu de Jesús (Rom 8, 15; Gal 4, 6). Aparece con claridad que Abba = Padre es la palabra usada por Jesús, y que expresa su Espíritu, que es el de Dios. La oración del Padre nuestro ha sido puesto “que estás en los cielos” para expresar el modo como Jesús en otras ocasiones se expresaba: «vuestro Padre», al hablar a los discípulos (Mt 5, 16; 6,14.26; 7,11; 11, 25; Lc 10, 21) como «Padre celeste». También para distinguir la paternidad del Padre para con Jesús y para con los demás hombres, expresada por Jesús: «Mi Padre y vuestro Padre» (Jn 20, 17).

Jesús puede establecer su particular relación con Dios Padre bien llamándole «mi Padre» de manera especial y diversa de la general, bien llamándose a sí mismo «Hijo de Dios». Ambas fórmulas son dos expresiones de una misma verdad: la filiación divina de Jesús respecto a su Padre. Tanto en los sinópticos como en Juan, Jesús afirma que se ha llamado «Hijo de Dios». Pues dice él mismo, según Juan: «Decís que blasfemo, porque he dicho: Soy Hijo de Dios» (Jn 10, 36).

En el juicio ante Caifas, a la pregunta de si es verdaderamente «Hijo de Dios» Jesús responde afirmativamente. Sea por esto, sea por las otras afirmaciones anteriores suyas llamando a Dios su Padre, sea por aquellas en que se llama Hijo (que son varias), el hecho es que tanto Mateo como Juan convienen en que los sacerdotes le acusaban, en la cruz y ante Pilato, de haberse llamado y hecho «Hijo de Dios: «Ha dicho: Soy Hijo de Dios» (Mt 27, 43), «Se ha hecho Hijo de Dios» (Jn 19, 7). Se podrá decir que no ha presentado como título suyo popular el de «Hijo de Dios», pero no que no se ha llamado de este modo.

Hiio es aquel a quien da vida el padre, en el lenguaje humano, y le comunica una naturaleza igual a la suya. Conforme a esta definición general, en primer lugar puede llamarse Dios padre de todos los hombres, por haber dado la vida al hombre al crearlo, «a imagen y semejanza suya» (Gen 1, 26-27; 5, 1; Sab 2, 23: al describir la creación del primer hombre Adán). Esto sirve a Lucas en su evangelio para llegar en la genealogía de hijo a padre hasta Adán «el cual fue (hijo) de Dios» (Lc 3, 38), y de este modo habla Jesús al decir que Dios es «Padre celeste perfecto» de todos, porque hace salir su sol y derrama su lluvia sobre todos sus hijos, buenos y malos (Mt 5, 45.48). Así habló también Sab 14, 3 al hablar de la Providencia de Dios Padre para todos. Así Isaías 64, 8 del Creador.

De modo más pleno y especial es Dios padre por elección de alguno, a quien escoge como a hijo. Así ha escogido a Israel como a un hijo, y le llama su «hijo primogénito» (Is 63, 16; Deut 32, 6; ¿no es Yahvéh tu padre, el que te creó, te hizo y te fundó?; Sir 36, 11). De este modo especial ha sido escogido David rey como hijo de Dios, de quien ha de descender el Mesías (Sal 88, 27): «Yo seré para él Padre, y él será para mí hijo» (2 Sam 7, 14; 1 Cron 22, 10; 28, 6). De este modo especial son también escogidos los justos, los cuales «son contados entre los hijos de Dios», que pueden ser los ángeles (Sab 5, 5). Así también elige Dios y da su autoridad a los jueces, por lo que puede llamarles «hijos de Dios», como en el salmo invocado por Jesús ante los fariseos (Sal 81, 6).

De modo más directo entre todos los hombres, da el AT este nombre al Mesías, de quien dice: «Tú eres mi Hijo. Yo te he engendrado hoy» (Sal 2, 7), salmo que será invocado en la interpretación cristiana como anunciador de Jesús Mesías (Act 13, 33; Hebr 1, 5). También se debe citar el pasaje de la Sabiduría en el que se atribuye al justo, y viene a resultar proféticamente aplicable a la Pasión de Jesús, Justo por excelencia, el proclamarse a sí mismo con el nombre de «Hijo de Dios», y llamar a Dios «su Padre», por lo cual fue llevado a la muerte (Sab 2, 13.16.18).

Cuando Jesús llama a Dios «mi Padre», o cuando se da el título de «Hijo (de Dios)» en relación con el Padre, resulta indudable que el empleo especial del nombre de Padre por Jesús, o del de Hijo de Dios, no es simplemente por ser hombre, que debe a Dios en cuanto tal su creación. Ni siquiera por sólo la elección habida con Israel, de la que es muestra de elección especial el nombre de «Padre vuestro» que aplica a Dios repetidas veces en referencia a los apóstoles y discípulos. Únicamente podemos distinguir en la relación de Hijo a Padre en Jesús si lo hace en forma de título solamente mesiánico o también de divinidad. Ambas maneras nos ofrecen una especialísima relación de Jesús a su Padre Dios.

Examine¬mos pues los casos que se presentan en los sinópticos, (lo haremos luego en Juan), en que el nombre de Hijo adquiere claras referencias de divinidad, sobrepasando el solo mesianismo.

En los tres sinópticos tenemos relatadas las dos escenas, del bautismo y de la transfiguración, y en ambas refieren que fue oída la voz del cielo que declaraba: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco» (Me 1,11 par.; 9, 6 par.). Esta declaración divina sobre Jesús en ambas teofanías, que aparecen indudablemente como testimoniadas por la tradición evangélica, va acompañada por la manifestación del Espíritu Santo de Dios en forma de paloma en el bautismo (Lc 3, 22, par. y Jn 1, 32-33 Y en forma de nube misteriosa en la transfiguración Mc 9, 6; Mt 17, 5; Lc 9, 34), de la cual sale la voz..

También en los tres sinópticos tenemos el triple testimonio de la solemne pregunta hecha por Caifas a Jesús en el Sanedrín. La pregunta es en los tres evangelios: «¿Eres tú el Hijo de Dios? (Mt 26, 63; Lc 22, 70; Mc 14, 61 ». Los tres evangelistas están acordes en atestiguar que la respuesta de Jesús fue afirmativa: «Tú lo dices, lo soy». La referencia inmediata del anuncio que hace Jesús a continuación, de que «verán al Hijo del hombre sobre las nubes del cielo, sentado a la derecha del Poder de Dios» (Mt 26, 64; Mc 14, 62; Lc 22, 69) denota claramente el carácter divino de ese Hijo del hombre, que es el Mesías divino, o el Hijo de Dios enviado a la tierra como Mesías. Los tres evangelios plantean la pregunta de Caifas así: «El Hijo de Dios», con artículo, señalando un Hijo absolutamente especial y personal. Tam¬bién entra en la pregunta si es «el Cristo o Mesías», y a éste le califica la pregunta de tal modo que es «el Hijo de Dios». Claramente la pregunta mesiánica se transforma en pregunta de divinidad, pues es un Mesías o Cristo que se proclama «el Hijo de Dios», que «viene sobre las nubes del cielo», y que «está sentado a la derecha del poder o majestad de Dios». Resulta imposible eludir el carácter divino de este Mesías, y volveremos sobre esta escena en el capítulo siguiente.

El cuarto texto de los tres sinópticos es el de la oración de Jesús en Getsemaní. En los tres evangelios Jesús se dirige a Dios con el nombre de Padre. Marcos pone el nombre arameo utilizado por Jesús, Abba. «Abba, Padre, todo te es posible, traspasa de mí este cáliz. Pero no se haga lo que quiero yo, sino Tú» (Mc 14, 36; Mt 26, 39.42 «Padre mío»; Lc 22, 42 «Padre»). En la hora suprema del sacrificio y del dolor en agonía la palabra «Padre» adquiere en Jesús la intimidad de la súplica urgente de amor a «su Padre».

El quinto texto de los tres sinópticos es el de la confesión de los demonios. En el caso del endemoniado de Gerasa, los demonios clamaban a Jesús: «¿Qué tenemos que ver contigo, Jesús, Hijo del Dios altísimo!» (Mt 8, 29; Mc 5, 7; Lc 8, 28). Esta proclamación de los espíritus, que Jesús mandó acallar, había sido precedida en Mt y Lc de la triple tentación de Satán en el desierto, en la que trató de averiguar si era «Hijo de Dios», probándole para ello (Mt 4, 3.6; Lc 4, 3.9; Mc 1, 13 no expresa la forma de la tentación, aunque la menciona). Después de la curación de la suegra de Pedro en Cafarnaúm, dicen los tres evangelistas que curó a muchos enfermos, y que sanó endemoniados, de los cuales dice Lucas que «al salir gritaban: Tú eres el Hijo de Dios» (Lc 4, 41; Mt 8, 16; Mc 1, 34 aunque Marcos dice sólo implícitamente que gritaban en honor de Jesús).

Marcos, afirma que «sanaba a muchos enfermos, que le tocaban, y que los demonios (o endemoniados) al verle caían ante él gritando: Tú eres el Hijo de Dios» (Mc 3, 11). Y es notable que certifiquen, tanto Lucas como Marcos, que Jesús les hacía callar «porque sabían quién era», pues «sabían que era el Cristo» (Mc 1, 34; 3, 12; Lc 4, 41).

Para los demonios, según los evangelistas, Hijo de Dios y Cristo-Mesías se pueden tomar como equivalentes. De todos modos, tenemos en esta declaración, que es reprimida por Jesús por pruden¬cia, una confesión mesiánica de divina trascendencia.

Hay otra declaración de los demonios en que, al salir de los posesos, dicen que es «el Santo de Dios» (Mc 1, 24; Lc 4, 34). Este término «el Santo» acentúa la trascendencia divina del Hijo, pues la santidad en el AT se presenta siempre como exclusiva de Dios en su forma absoluta.

Es sabido que hoy son bastantes los intérpretes y exegetas que niegan los casos de posesos y demonios en los evangelios como reales, atribuyéndolos a mentalidad de la época. Tal parecer podrá ser de ellos, pero no es la intención de los evangelios ciertamente. Pues éstos presentan a Jesús increpando a los demonios para que salgan, y afirmando repetidas veces la existencia de Satán como un ser personal.

En los sinópticos los demonios, además de los textos citados arriba, aparecen con frecuencia: en Mc 13 veces, en Mt 11 veces, en Lc 14 veces. Jesús comunica a sus apóstoles el poder de expulsar demonios, que ellos ejercitan con éxito (Me 3, 15; 6, 7.13; Mt 10, 1; Le 6, 18; 9, 1). Y aun los setenta y dos discípulos lo reciben (Le 10, 17).

El sexto testimonio en los sinópticos es el de la parábola de los viñadores. En ella Jesús presenta a un señor que tiene una viña y la alquila para el trabajo a unos colonos, los cuales se niegan a pagar el censo convenido o los frutos debidos. El señor de la viña envía sucesivos mensajeros, que son maltratados, heridos y aun muertos. Son los profestas. Al fin el señor se dice: «Enviaré a mi hijo, le respetarán» (Mt 21, 37; Mc 12, 6; Lc 20, 12). Pero ellos lo apresan, y fuera de la viña lo matan. En esta parábola aparece con claridad la dignidad que Jesús se atribuye a sí mismo, de «Hijo de Dios», a diferencia de todos los profetas y enviados anteriores.

Y finalmente, el séptimo testimonio en los sinópticos, el más importante, es aquel en que de manera notable iguala al Padre con el Hijo, que es él ciertamente:
«Yo te alabo, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a los humildes. Así te ha agradado, Padre. Todas las cosas me han sido entregadas por mi Padre. Y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo, y a quien el Hijo se lo revele». (Mt 11, 25-27; Le 10, 21-22).

Jesús proclama al «Señor de cielo y tierra» «Padre suyo propio». Declara que tiene todas las cosas comunes con El, y especialmente proclama que él conoce al Padre en forma exclusiva, y que el mutuo conoci¬miento de ambos es paritario. Para llegar al Padre hay que ir por medio de él, pues él sólo puede revelar los misterios del Padre. Es lo que dirá en Juan, que él es «el camino», el único camino para llegar a Dios. Tenemos un texto de Marcos, con paralelo en Mateo, en que se dice que la hora y día de la segunda venida nadie los conoce, ni hombres ni ángeles, ni siquiera el Hijo, sino sólo el Padre.

Si examinamos ya los textos restantes de importancia en este aspecto de la relación de Hijo a Padre, tenemos dos palabras de Jesús en Lucas gran importancia. Pues si los tres sinópticos ponen a Jesús en Getsemaní orando angustiado con la palabra de intimidad Abba, Padre en los labios (Mc: Abba; Mt y Lc Padre), durante las horas dramáticas de la cruz Marcos y Mateo no ponen ya tal palabra en labios de Jesús, sino solamente la del abandono, en la que con palabras del Salmo 21 se dirige a Dios con este nombre: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46; Mc 15, 34). Ambos evangelistas han introducido las palabras de Jesús en su lengua, al recordar el Salmo en su oración de desamparo: «Eloí, Eloí (Eli) lama sabajzaní». Pero en Lucas tenemos dos palabras admirables de Jesús en la cruz, la petición de perdón para sus enemigos (Lc 23, 34) y la palabra de la entrega final: «Padre, en tus manos entrego mi espíritu» (Le 23, 46). En la hora suprema y decisiva ha vuelto a la palabra de máxima intimidad, pues es de creer que entonces dijo: Abba. Es la hora de la gran verdad del hombre, la muerte. En ella Jesús proclama de nuevo que es «Hijo de Dios» en plenitud de relación íntima. Por lo demás nos consta que para él Dios es tanto Dios como Padre, pues ha dicho en Juan: «Mi Dios y vuestro Dios, mi Padre y vuestro Padre» (Jn 20, 17).

Sólo quedan en los sinópticos los textos en que llama a su Padre, «Padre mío», y «celeste», que son repetidos en Mateo (Mt 7, 21; 15, 13; 18, 10; 19, 35; 20, 23; Lc 22, 29). Dejamos para el capítulo siguiente, en que incluiremos algunos textos de particular relieve expreso de los sinópticos, la confesión de Pedro en Mateo, así como la fórmula del bautismo en la aparición de Galilea, al fin de su evangelio. Aunque la hemos mencionado, volveremos a tratar de las palabras que pone en boca de los sacerdotes sobre el «Hijo de Dios».
En cuanto a Lucas también omitimos ahora la palabra de Jesús resucitado en relación a su Padre sobre el Espíritu Santo.
Respecto al evangelio de Juan, si quisiéramos proponer la abundancia de las expresiones que pone en boca de Jesús, manifestan¬do la relación Hijo a Padre y viceversa, necesitaríamos prácticamente incluir el evangelio casi entero. No lo haremos, dejando para su propio capítulo los textos que por su importancia capital deben ser señalados allí.


Jesús de Nazaret – Joseph Ratzinger

10.- Nombres con los que Jesús se nombra a sí mismo (p. 371)

2.- EL HIJO

Los dos títulos “Hijo de Dios” e “Hijo” son distintos entre sí; se diferencian en su origen y en su significado, si bien luego en la configuración de la fe cristiana ambos significados se sobreponen y se entremezclan. Dado que ya he tratado toda la cuestión con cierto detalle en mi obra Introducción al cristianismo, me ocuparé aquí sólo brevemente del análisis del título “Hijo de Dios”.

La expresión “Hijo de Dios” se deriva de la teología política del antiguo Oriente. Tanto en Egipto como en Babilonia, el rey recibía el título de “hijo de Dios”; el ritual de entronización era considerado como “ser engendrado” como hijo de Dios, que en Egipto se entendía tal vez en sentido real, como un origen divino misterioso, mientras que en Babilonia, de un modo más modesto, parecer ser, como una especie de acto jurídico, un adopción divina. Estos conceptos se adoptaron en Israel en un doble sentido, al mismo tiempo que fueron transformados por la fe de Israel. Dios mismo encarga a Moisés decirle al faraón: “Así dice el Señor: Israel es mi primogénito, y te ordeno que dejes salir a mi hijo, y yo te ordeno que dejes salir a mi hijo para que me sirva” (Ex 4, 22s). Los pueblos son la gran familia de Dios, Israel es el “hijo primogénito” y, como tal, pertenece de modo especial a Dios con todo lo que la “primogenitura” significaba en el antiguo Oriente. Durante la consolidación del reino davídico la ideología monárquica del antiguo Oriente se traslada al rey en el monte de Sión.

En las palabras de Dios con las que Natán anuncia a David la promesa de la permanencia eterna de su casa, se dice: “Estableceré después de ti a un descendiente tuyo, un hijo de tus entrañas y consolidaré su reino (…) Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo; si se tuerce, lo corregiré… Pero no le retiraré mi lealtad…” (2 S 7, 12 ss; cf Sal 89, 27 s y 37 s). Sobre esto se basa después el ritual de entronización de los reyes de Israel que encontramos en el Salmo 2, 7s: «Voy a proclamar el decreto del Señor; él me ha dicho: "tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. Pídemelo: te daré en herencia las naciones, en posesión los confines de la tierra...». Aquí hay tres cosas claras. El privilegio de Israel de ser el primogénito de Dios se concreta en el rey; él personifica la dignidad de Israel. Esto significa, en se¬gundo lugar, que la antigua ideología monárquica, el engendramiento mítico por obra de Dios, se deja de la¬do y se sustituye por la teología de la elección. El «ser engendrado» consiste en la elección; en el hoy del ac¬to de entronización toma cuerpo la acción electiva de Dios, que convierte a Israel y al rey que lo representa en su «hijo». En tercer lugar, también se ve claramen¬te que la promesa del dominio sobre los pueblos —to¬mada de los grandes reyes de Oriente— resulta muy desproporcionada comparada con la concreta realidad del rey del monte de Sión. Este es sólo un pequeño so¬berano con un poder frágil, que al final termina en el exilio y cuyo reino sólo se pudo restaurar por un bre¬ve periodo de tiempo y siempre en dependencia de las grandes potencias. Así, el oráculo sobre el rey de Sión fue desde el principio una palabra de esperanza en el rey que habría de venir, una expresión que apunta más allá del instante presente, del «hoy» del entronizado.

El cristianismo de los orígenes adoptó enseguida este término, reconociendo que se hizo realidad en la resu¬rrección de Jesús. Según Hechos 13, 32s, en su gran¬diosa exposición de la historia de la salvación que desemboca en Cristo, Pablo dice a los judíos reunidos en la sinagoga de Antioquía de Pisidia: «La promesa que Dios hizo a nuestros padres, nos la ha cumplido a los hijos resucitando a Jesús. Así está escrito en el salmo segundo: "Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy"». Podemos considerar seguramente estas palabras co¬mo una muestra de la incipiente predicación misione¬ra a los judíos, en la que encontramos la lectura cristológica del Antiguo Testamento por parte de la Iglesia primitiva. Por tanto, encontramos aquí una tercera fa¬se de la transformación de la teología política del anti¬guo Oriente: si en Israel y en el reinado de David ésta se había mezclado con la teología de la elección de la Antigua Alianza, y a medida que se desarrollaba el rei¬nado davídico se había convertido cada vez más en expresión de la esperanza en el rey futuro, ahora se cree que la resurrección de Jesús es ese mismo «hoy» que esperaba el Salmo. Ahora Dios ha constituido a su rey, al que de hecho le da en herencia los pueblos.

Pero esta «soberanía» sobre los pueblos de la tierra ya no tiene un carácter político. Este rey no subyuga¬rá a sus pueblos con su cetro de hierro (cf. Sal2,9); rei¬na desde la cruz, de un modo totalmente nuevo. La uni¬versalidad se realiza en la forma humilde de la comunión en la fe; este rey reina a través de la fe y el amor, no de otro modo. Esto nos permite entender de una manera nueva y definitiva las palabras de Dios: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy». La expresión «Hijo de Dios» se distancia de la esfera del poder político y se convierte en expresión de una unión especial con Dios que se manifiesta en la cruz y en la resurrección. Sin embargo, a partir de este contexto del Antiguo Testamento no se puede comprender la profundidad a la que llega esta unión, este ser Hijo de Dios. Para des¬cubrir el significado completo de esta expresión se ne¬cesita la confluencia de otras corrientes de la fe bíbli¬ca, así como del testimonio personal de Jesús.

Antes de pasar al simple título de «el Hijo» que Jesús se da a sí mismo, confiriendo un significado definitivo y «cristiano» al título de «Hijo de Dios», que proviene originalmente del ámbito político, hemos de concluir el desarrollo histórico de la expresión misma. En efec¬to, de ella forma parte el hecho de que el emperador Augusto, bajo cuyo reinado nació Jesús, aplicó en Ro¬ma la teología monárquica del antiguo Oriente pro¬clamándose a sí mismo «hijo del divino» (César), hijo de Dios (cf. P. Wülfing v. Martitz, ThWNT VIII, pp. 334-340. espec. 336). Si bien en Augusto sucedió toda¬vía con gran cautela, el culto al emperador romano que comenzó poco después significará la plena pretensión de la condición de hijo de Dios y, con ello, se introdu¬jo la adoración divina del emperador en Roma, convir¬tiéndose entonces en vinculante para todo el Imperio. Así pues, en este momento de la historia se encuen¬tran por un lado la pretensión de la realeza divina por parte del emperador romano y, por otro, la convicción cristiana de que Cristo resucitado es el verdadero Hi¬jo de Dios, al que pertenecen los pueblos de la tierra y el único al que, en la unidad de Padre, Hijo y Espíritu Santo, le corresponde la adoración debida a Dios. La fe de por sí apolítica de los cristianos, que no preten¬de poder político alguno, sino que reconoce a la autoridad legítima (cf. Rm 13, 1-7), en el título de «Hijo de Dios» choca inevitablemente con la exigencia tota¬litaria del poder político imperial, y chocará siempre con los poderes políticos totalitarios, viéndose forza¬da a ir al encuentro del martirio, en comunión con el Crucificado, que sólo reina «desde el madero».

Hay que hacer una neta distinción entre la expresión «Hijo de Dios», con toda su compleja historia, y la sim¬ple palabra «Hijo», que encontramos fundamentalmen¬te sólo en boca de Jesús. Fuera de los Evangelios apa¬rece cinco veces en la Carta a los Hebreos (cf. 1, 2.8; 3, 6; 5, 8; 7, 28), un texto muy cercano al Evangelio de Juan, y una vez en Pablo (cf. 1 Col5,28); como deno¬minación que Jesús se da a sí mismo en Juan, aparece cinco veces en la Primera Carta de Juan y una en la Segunda Carta. Resulta decisivo el testimonio del Evan¬gelio de Juan (allí encontramos la palabra dieciocho ve¬ces) y la exclamación de júbilo mesiánico recogida por Mateo (cf. 11, 25ss) y Lucas (cf. 10, 21s), que se consi¬dera frecuentemente —y con razón— como un texto de Juan puesto en el marco de la tradición sinóptica. Analicemos en primer lugar esta exclamación de júbi¬lo mesiánico: «En aquel tiempo, Jesús exclamó: "Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has es¬condido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha pa¬recido mejor. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre; y nadie cono¬ce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar"» (Mt 11, 25s; cf. Lc 10, 21s).

Comencemos por esta última frase, a partir de la cual se esclarece el conjunto. Sólo el Hijo «conoce» real¬mente al Padre: el conocer comporta siempre de algún modo la igualdad. «Si el ojo no fuera como el sol, no podría reconocer el sol», ha escrito Goethe comentan¬do unas palabras de Plotino. Todo proceso cognosci¬tivo encierra de algún modo un proceso de equipara¬ción, una especie de unificación interna de quien conoce con lo conocido, que varía según el nivel ontológico del sujeto que conoce y del objeto conocido. Conocer re¬almente a Dios exige como condición previa la comu¬nión con Dios, más aún, la unidad ontológica con Dios. Así, en su oración de alabanza, el Señor dice lo mismo que leemos en las palabras finales del Prólogo de Juan, ya comentadas otras veces: «A Dios nadie lo ha visto jamás. El Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer» (1,18). Estas palabras fun¬damentales —como se muestra ahora— son la explica¬ción de lo que se desprende de la oración de Jesús, de su diálogo filial. Al mismo tiempo, queda claro qué es «el Hijo», lo que significa esta expresión: significa per¬fecta comunión en el conocer, que es a la vez perfecta comunión en el ser. La unidad del conocer sólo es po¬sible porque hay unidad en el ser.

Sólo el “Hijo” conoce la Padre, y todo verdadero conocimiento del Padre es participación en el conocimiento del Hijo, una revelación que es un don (Él “lo ha dado a conocer”, dice Juan). Sólo conoce al Padre aquel a quien el Hijo “se lo quiera revelar”. Pero, ¿a quién se lo quiere revelar el Hijo? La voluntad del Hijo no es arbitraria. Las palabras que se refieren a la volun¬tad de revelación del Hijo en Mateo 11, 27, remiten al versículo inicial 25, donde el Señor dice al Padre: «Se las has revelado a la gente sencilla». Si ya antes hemos visto la unidad del conocimiento entre el Padre y el Hi¬jo, en la conexión entre los versículos 25 y 27 pode¬mos apreciar la unidad de ambos en la voluntad.

La voluntad del Hijo es una sola cosa con la volun¬tad del Padre. Este es un motivo recurrente en los Evan¬gelios. El Evangelio de Juan pone de relieve con espe¬cial énfasis que Jesús concuerda totalmente con la voluntad del Padre. Este proceso para llegar al consentimiento se presenta de modo dramático en el monte de los Olivos, cuando Jesús toma la voluntad humana y la introduce en su voluntad filial y, de esta manera, la in¬cluye dentro de la unidad de voluntad con el Padre. Aquí es donde habría que situar la tercera petición del Padre¬nuestro: en ella pedimos que se cumpla en nosotros el drama del monte de los Olivos, la lucha interna de to¬da la vida y la obra de Jesús; pedimos que, unidos a Él, el Hijo, con-sintamos con la voluntad del Padre y sea¬mos, así, hijos también nosotros: en la unidad de vo¬luntad, que se hace unidad de conocimiento.

Con esto se puede entender el comienzo de la exclama¬ción de júbilo, que en un primer momento puede pa¬recer desconcertante. El Hijo quiere implicar en su conocimiento de Hijo a todos los que el Padre quiere que participen de él: «Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado», dice Jesús en este sentido durante el sermón sobre el pan en Cafarnaún ese estar abiertos a la participación en el conocimien¬to del Hijo: «Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios», leemos en Mateo 5, 8. La pureza de corazón es lo que nos permite ver. Consiste en esa sencillez última que abre nuestra vida a la voluntad reveladora de Jesús. Se podría decir también: nuestra voluntad tiene que ser la voluntad del Hijo. Entonces conseguiremos ver. Pero ser hijo significa existir en una relación; es un concepto de relación. Comporta aban¬donar la autonomía que se encierra en sí misma e in¬cluye lo que Jesús quería decir con sus palabras sobre el hacerse niño. De este modo podemos comprender también la paradoja que se desarrolla ulteriormente en el Evangelio de Juan: que Jesús, estando sometido totalmente al Padre como Hijo, está precisamente por ello en total igualdad con el Padre, es verdaderamen¬te igual a El, es uno con El.

Volvamos a la exclamación de júbilo. Este ser uno con el Padre que, como hemos visto en los versículos 25 y 27, se puede entender como ser uno en la voluntad y el conocimiento, enlaza en la primera mitad del versí¬culo 27 con la misión universal de Jesús y, por tanto, en relación con la historia universal: «Todo me lo ha en¬tregado mi Padre». Si analizamos en toda su profun¬didad la exclamación de júbilo de los sinópticos, pode¬mos apreciar cómo en ella está contenida toda la teología del Hijo que encontramos en Juan. También allí el ser Hijo consiste en un conocimiento mutuo y una uni¬dad en la voluntad; también allí el Padre es el dador, pero que ha confiado «todo» al Hijo, convirtiéndole precisamente por ello en Hijo, en igual a Él: “Todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo es mío” (Jn 17, 10)

domingo, 13 de noviembre de 2011

HIJO DE DIOS - LA DIVINIDAD EN LOS SINOPTICOS







Afirmaciones sobre el carácter de Mesías de Jesús de Nazaret

AFIRMACIONES MESIANICAS DE JESÚS



RESUMEN


En este capítulo se recogen los testimonios puestos por los evangelios en boca del propio Jesús acerca de ser él aquel Mesías o Cristo que Israel esperaba.


El Mesías que Jesús afirma no es un Mesías político, lo cual expresamente rechazará, sino religioso y trascendente, sin que por ello todavía identifiquemos esta mesianidad con la misma divinidad afirmada, aunque evidentemente es una forma velada de ella, si la trascendencia lleva a esta identificación y en esta dirección.


EL MESIAS, JESÚS DE NAZARET P. Igartua S.J.


CAPITULO IV: AFIRMACIONES MESIANICAS DE JESÚS


1.- Manifestaciones a sus discípulos
2.- Manifestación a otras personas singulares
3.- Los títulos mesiánicos en Jesús
4.- Testimonios mesiánicos: milagros y posesos
5.- El proceso de Jesús: el Sanedrín
6.- El proceso político ante Pilato
7.- El cumplimiento de las Escrituras
8. Conclusión mesiánica sobre las declaraciones de Jesús


JESÚS DE NAZARET - Joseph Ratzinger – Benedicto xvi: Afirmaciones sobre el carácter de Mesías de Jesús de Nazaret


EL MESIAS JESUS DE NAZARET - P. IGARTUA S.J.


CAPITULO IV AFIRMACIONES MESIANICAS DE JESÚS


1. Manifestaciones a sus discípulos

Según el evangelio de Juan, Jesús debió manifestarse a sus principales y primeros discípulos, desde el principio como Mesías de Israel.

Primer testimonio. Los primeros discípulos fueron Andrés y su hermano Simón, que será Pedro (Jn 1, 40-41). El acompañante de Andrés fue el autor mismo del evangelio, Juan. Andrés y su compañero estuvieron con Jesús, siguiendo su invitación: «Venid a ver dónde vivo» (Jn 1, 39), y prolongaron la entrevista al menos hasta primeras horas de la noche (die illo). «Hemos encontrado al Mesías», dijo Andrés a su hermano Simón (Jn 1, 41). La declaración de Andrés supone que el propio Jesús les hizo ver su realidad mesiánica de algún modo convincente.

Segundo testimonio. Felipe, después de haber conocido a Jesús, fue a hacer participante de su gran descubrimiento a su amigo Natanael: «Hemos hallado (en plural, refiriéndose seguramente a Andrés, Juan y Pedro) a aquel de quien escribió Moisés en la Ley, y los Profetas, y es Jesús, el hijo de José de Nazaret» (Jn 1, 45).

El tercer testimonio. La entrevista de Natanael con Jesús. Al decirle Jesús a Natanael: «Te he visto cuando estabas bajo la higuera», le hizo exclamar: «Maestro, Tú eres el Rey de Israel» (Jn 1, 49), es decir el Cristo o Mesías esperado. Jesús no rechaza su confesión. Así el encuentro con los seis primeros discípulos que serán apóstoles está marcado por la revelación mesiáni­ca hecha por Jesús a ellos.

El cuarto testimonio. La célebre «confesión de Pedro». Los tres sinópticos nos han dado de ella tres versiones algo diferentes en su mismo núcleo central, aunque coincidentes en el suceso. Solamente examinamos el aspecto de confesión mesiánica del Cristo. Y se puede decir que éste es el núcleo común a los tres evangelistas. Al menos debemos convenir en que Pedro proclamó la mesianidad de Jesús, con estas palabras que son común denominador de los tres textos: «Tú eres el Cristo» (Mt 16, 16; Mc 8, 29; Lc 9, 20).

Lucas añade una palabra: «El Cristo de Dios». Mateo lleva la explicitación hasta la confesión de «Hijo de Dios».

Resultaría difícil negar que Jesús proclamó, según los evangelistas (que es lo que buscamos nosotros), al aceptar la declaración de Pedro, que él era el Cristo. En Marcos les prohíbe que lo vayan diciendo (Me 8, 30), Lucas hace lo mismo, y Mateo pone en boca de Jesús una expresa y grande alabanza para Pedro por la confesión.

Pedro proclama un Cristo que viene como enviado de Dios, de manera llena de misterio.

Quinto testimonio. Palabras expresas de Jesús en los evangelios se refieren a su mesianidad. El gran mensaje apocalíptico de Jesús tiene su inicio en una proclamación clara de ser el Cristo. Los apóstoles le preguntan: «¿Cuál es la señal de tu venida y del fin del siglo?» (Mt 24, 3), y la respuesta de Jesús es ésta: «Muchos vendrán en mi nombre diciendo: Yo soy el Cristo, y engañarán a muchos» (Mt 24, 5; Mc 13, 6; Lc 21, 8). Admitió pues Jesús, según los evangelistas, la pregunta en cuanto a la realidad de su segunda venida como Mesías glorioso. Es así una clara proclamación ante la pregunta apostólica de su mesianidad. El es el Cristo. Y aunque se halle en Mateo y Marcos la notable negación del conocimiento del día y tiempo de esta venida, (Mt 24, 36; Me 13, 32), afirma la realidad del hecho.

2. Manifestación a otras personas singulares


Jesús, según narran los Evangelios, hizo la clara y determi­nada manifestación de ser el Cristo o Mesías esperado por Israel a otras personas particulares fuera del círculo apostólico.
El primer caso notable es el de la mujer de Samaría en Juan. Es cierto que Juan con los otros apóstoles no oyó directamente la manifestación de Jesús, pues había ido al pueblo con sus compañeros para adquirir provisiones, dejando a Jesús solo junto al pozo de Jacob descansando. Pero la mujer después dio testimonio de esta revelación sorprendente recibida por ella, al convocar al pueblo para que acudiese a Jesús, quien permaneció así en contacto con el pueblo durante dos días (Jn 4, 40), y el resultado fue que le aceptaron como «Salvador del mundo» (Jn 4, 42). Necesariamente, pues, Juan el narrador y los otros apóstoles conocieron la respuesta de Jesús a la Samaritana, que fue conocida por todos los del pueblo, quienes además la aceptaron.
Ella dijo, al parecer para disimular su perplejidad de conciencia descubierta: «Sé que viene el Mesías (o sea, advierte el evangelista, el Cristo). Cuando él venga nos explicará estas cosas». Y Jesús le respondió: «Yo lo soy, el que hablo contigo» (Jn 4, 25-26). La mujer estupe­facta dejó el cántaro junto al pozo y corrió al pueblo: «Me ha dicho todo lo que he hecho en mi vida. ¿No será éste el Cristo?» (Jn 4, 29). La revelación de Jesús, en este punto de mesianidad, ha sido tan contundente que en realidad resulta una de las más expresas conoci­das, y hecha a una mujer además samaritana. Y por ella, y después de ella, Jesús se ha dado a conocer como Mesías al pueblo entero de Sicar.
El segundo caso que nos presenta Juan es el de Marta en la resurrección de su hermano Lázaro. Jesús viene a Betania, muerto ya Lázaro. Al saber que llega, Marta, sale a su encuentro fuera de la casa, y le dice dolorosamente: «Señor, si hubieses estado aquí mi hermano no habría muerto, aunque sé que aun ahora Dios te concede todo lo que le pidas» (Jn 11, 21-22). Jesús responde en directo: «Tu hermano resucitará». Marta quiere aclarar la promesa: «Sé que ha de resucitar en la resurrección final...». Jesús levanta el tono al de la declaración profunda: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí aunque hubiera muerto vivirá... ¿Crees esto?» (Jn 11, 25-26). Ella entonces, rendida ante la fe, proclama ésta con absoluta claridad: «Sí, Señor, yo he creído que tú eres el Cristo, Hijo de Dios vivo, que has venido a este mundo». Y marchó a llamar a su hermana María, llegándose así a la escena de la admirable resurrección de Lázaro. Es un Mesías que ha venido de Dios, es el Mesías o Cristo.


3. Los títulos mesiánicos en Jesús

Jesús confirmó en su propia persona los títulos mesiánicos, antes enumerados. El primer título es el de Rey de Israel, Rey divino o enviado por Dios a Israel. Uno de los temas predilectos de la predicación de Jesús fue el del Reino de Dios o Reino de los cielos, como lo llamó frecuentemente en sus parábolas.
De modo especial declara rey al Hijo del hombre en la descripción del Juicio final, y que es claro que es él mismo (Mt 31). Describe al Hijo de hombre al ejercer el juicio como «Rey», que pronuncia la sentencia definitiva (Mt 25, 34.40), de salvación o de condenación, que consisten en la participación y entrada en su reino o en la exclusión del mismo (Mt 34.41).
El segundo título mesiánico que hemos presentado es el de «Hijo de David». Jesús nunca se llamó a sí mismo el Hijo de David. Pero admitió que se le dirigiera este título por los que a él acudían.
Primer caso. El del ciego de Jericó. Marcos le ha dado el nombre propio de Bartimeo o hijo de Timeo. Tomemos el relato de Marcos. El ciego, que estaba mendigan­do al borde del camino que salía de Jericó, al oir que era Jesús el que pasaba comenzó a clamar: «Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí» (Mc 10, 47; Mt 20, 30; Lc 18, 38). Si el ciego clamaba a Jesús con el título de «Hijo de David», y fue atendido, se hace necesario pensar que Jesús aceptaba tal título mesiánico de labios del ciego.
Segundo caso. En Mateo también la mujer cananea invoca a Jesús con el nombre de Hijo de David, y obtiene la curación de su hija (Mt 15, 22).
El tercer caso, común a los tres sinópticos, y el más relevante, es el de la entrada gloriosa del día de los ramos en la ciudad de Jerusalén. Llegó hasta el mismo templo, entrando como un rey triunfador acompañado por aquella multitud. El clamor del pueblo era: «Bendito el que viene en nombre del Señor», (Mt 21, 9; Mc 11, 10; Lc 19, 38). Esta palabra pertenece al Salmo final del Hallel (117, 26), y es un Salmo que, según ha mostrado Jeremías, era el Salmo de la llegada del Mesías, cantado a coro por los de la ciudad y por los que llegaban, es un Salmo plenamente mesiánico de triunfo.
Mateo presenta el título mesiánico de «Hijo de David» (Mt 21, 9), título que parecen omitir Marcos y Lucas. Marcos dice: «Bendito el que viene en nombre del Señor, bendito el Reino que viene de nuestro padre David» (Mc 11, 10); y Lucas dice: «Bendito el Rey que viene, en nombre del Señor» (Lc 19, 38). Todos convienen en que era aclamado como el rey de Israel enviado por el Señor, que era el Hijo de David. Jesús aprueba la manifestación expresamente frente a los fariseos que quieren apagarla. Les responde: «De la boca de los niños sacó Dios la alabanza» (Mt 21, 16), y «Si éstos se callasen hablarían las piedras» (Le 19, 40). El es el Hijo de David, él es el Rey de Israel, que viene en nombre del Señor, como enviado suyo. Es plena y total la confirmación.
El tercer título mesiánico es el de «Hijo del hombre». Nunca ha sido utilizado tal título por los propios evangelistas, ni siquiera por los escritos apostólicos. Siempre aparece en boca del mismo Jesús, y pueden numerarse hasta 82 citas de este tipo si incluimos los lugares paralelos. Si solamente contamos los diversos quedan todavía 51 textos, de ellos 38 en los sinópticos y 13 en Juan. Se hace así necesario admitir que este título fue utilizado con mucha frecuencia por Jesús.

Utiliza el título para designarse a sí mismo en su vida cotidiana.

Del mismo modo en numerosos textos en que anuncia su resurrección tras la muerte ignominiosa de la cruz, en las varias profecías sobre ello que introducen los evangelistas (Mt 12, 40; 17, 22; 20, 18; 26, 2 y par). De su muerte en cruz habla enigmáticamente como de una «exaltación, ser levantado en alto», con el título de Hijo del hombre en Juan, expresión que provoca la respuesta del pueblo que le oía, el cual identifica el Hijo del hombre con el Cristo o Mesías, diciendo: «Sabemos por la Ley que el Cristo permanece eternamente. Pues ¿cómo dices tú: Es necesario que el Hijo del hombre sea alzado (en cruz)? ¿Quién es este Hijo del hombre?» (Jn 12, 34).

También designa con el título misterioso la segunda venida para juzgar en numerosos textos. El Hijo del hombre será el Juez de los hombres, precisamente por serlo (Jn 5, 27); vendrá a juzgar acompa­ñado de ángeles y de sus doce apóstoles en doce tronos (Mt 19, 28; 25, 31; Jn 1, 51). Habrá en el cielo en aquella hora una señal (Mt 24, 30; cf Le 21, 36). La hora de esta venida es repentina, como el rayo, y desconocida para todos excepto para Dios (Mt 24, 27; Lc 17, 24; Mt 24, 44; Mc 13, 32; Lc 12, 40).

Sus discípulos, instruidos por él necesariamente, le preguntan como pregunta personal: «¿Cuál será la señal de tu venida» (Mt 24, 3). Y en los tres sinópticos, advierte Jesús de sí mismo de manera clara: «Veréis al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo y sentado a la derecha de Dios» (Mt 26, 64; Mc 14, 62; Lc 22, 69-70). Es la respuesta precisamente personal a la cuestión de si es él mismo el Cristo, que obtiene respuesta afirmativa en los tres evangelios.

Otro texto muy importante del uso de la expresión «Hijo del hombre» por Jesús es el relativo a la eucaristía. Pues en el sermón eucarístico, recogido por Juan en su capítulo sexto, Jesús responde a los oyentes que se habían escandalizado ante su promesa y murmuraban: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» (Jn 6, 52). Jesús les dijo: «En verdad, en verdad (Amén, amén) os digo, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre no tendréis vida en vosotros». (6, 53).

Un tercer relato, en relación con el título Hijo del hombre, después del de la Samaritana y el de Marta en la resurrección de Lázaro, se es el del ciego de nacimiento. Una vez curado el ciego, y de que éste ha declarado ante los sacerdotes del templo, Jesús sale al encuentro del ciego curado, expulsado de la sinagoga por una excomunión (9, 22.3. Le dice Jesús: «¿Tú crees en el Hijo del hombre?» (9, 35). Hay que advertir que hay dos variantes de este texto en los códices. Una dice Hijo de Dios, otra Hijo del hombre.
El ciego responde: «¿Quién es, Señor, para que crea en él?». Jesús le dice: «Le has visto ya. El que habla contigo ése es» (9, 37). El ciego cae de rodillas adorando: «Creo, Señor». Tenemos así una solemne declaración del título personal por identificación de Jesús con el Hijo del hombre, en boca de Jesús, que además pide la fe en él. Pues, además, el relato hace saber que había sido promulgada la excomunión de la sinagoga contra el que proclamase Mesías o Cristo a Jesús, por lo cual los padres del ciego no quisieron hacer declaración sobre la curación de su hijo (Jn 9, 22-23). Lo cual da este valor mesiánico a la pregunta de Jesús al ciego curado y a su respuesta de fe.


4. Testimonios mesiánicos: milagros y posesos

El Bautista envió dos discípulos a Jesús para preguntarle si era él aquel que Israel esperaba que había de venir, es decir el Mesías, o si habían de esperar después de él a otro, del que era el mismo Jesús precursor. Jesús realizó diversos milagros. «Curó - dice el evangelista— delante de ellos a varios enfermos de llagas, de varias enfermedades, echó espíritus malos de otros, y devolvió a algunos ciegos la vista» (Lc 7, 21; Mt 11, 4). Después, su respuesta fue ésta: «Decid a Juan lo que habéis visto y oído. Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados» (Mt 11, 4-5; Lc 7, 22). Era una alusión al pasaje de Isaías 35, 5-6 en que el profeta describe el tiempo mesiánico, ofreciendo este catálogo de curación de males.

Respecto a los testimonios que dieron de él los espíritus malos cuando salían de los posesos, Lucas testimonia que la razón de que mandase callar a los demonios que proclamaban su gloria era «porque sabían que él era el Cristo» (Lc 4, 41). Jesús no les dejaba hablar porque lo sabían.

5. El proceso de Jesús: el Sanedrín

La culminación del testimonio mesiánico de Jesús se produce ante el tribunal supremo de Israel, el Sanedrín, presidido por el Sumo Sacerdote, que lo era este año Caifas, yerno del anterior Anas (Le 3, 2).

Hallamos la escena en los tres evangelios sinópticos, con algunas variantes. Juan no relata la escena, como tampoco la del bautismo de Jesús, la de la transfiguración, la de la confesión de Pedro (aunque hay alusión a ella en Jn 6, 69), la de la institución de la eucaristía.

Los tres evangelistas plantean la escena de manera semejante. Juan en su evangelio presenta ya a los judíos (en su lenguaje los fariseos o saduceos, enemigos de Jesús) acosando a Jesús en la fiesta de las Encenias (Jn 10, 22-23), con la pregunta clave: ¿Eres el Cristo? «Si eres el Cristo dínoslo (ei sú eí o Jristós). ¿Hasta cuando vas a tenernos en suspenso? Dínoslo claramente» (Jn 10, 24). La respuesta de Jesús: «Os lo he dicho y no me creéis» (Jn 10, 25). Jesús, pues, en su respuesta, según Juan, había ya confirmado en público su pretensión mesiánica.

Trajeron testigos para la acusación formal, y sin duda querían testimonios de esta pretensión mesiánica. Pero los testigos no fueron constantes o concordes.

Entonces entró directamente en acción el mismo Sumo Sacerdote. Caifas le conminó a declarar:

(Mt26. 63-64) -«Dinos si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios».
-«Tú lo has dicho».

(Mc 14, 61-62) - -«¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito (Dios)».
—«Yo soy».

(Lc 22, 66-67) —«Si tú eres el Cristo, dínoslo».
—«Si os lo digo no me creeréis».

Mateo y Marcos unen en la pregunta del Sumo Sacerdote la doble cuestión del Cristo y del Hijo de Dios. Lucas ha puesto separadas ambas cuestiones. Para él primero fueron los sacerdotes del Consejo quienes plantearon la pregunta del Cristo, y luego el Sumo Sacerdote la del Hijo de Dios, a la cual da Jesús respuesta positiva.

En resumen, Jesús, según los tres evangelistas, ha afirmado ser el Cristo en la pregunta oficial y jurídica que se le ha propuesto en nombre de la autoridad religiosa. Sabía que era causa de muerte segura en tal ambiente para él, principalmente porque iba doblada con la referente al origen divino. No ha vacilado ante la muerte, y ha dado testimonio a su propia verdad.

Los evangelistas nos presentan a los sacerdotes llevando la acusación de proclamación de «el Cristo», o sea «el rey» de Israel, ante el tribunal político y civil. (Mt 27, 11-12; Mc 15, 1-3; Lc 23, 1-2). En la custodia, en tanto amanecía para acudir a Pilato, los guardianes le vendaron los ojos, y jugando a un juego miserable le daban bofetones y golpes diciendo: «Profetiza, Cristo, ¿quién te ha herido?» (Mt26, 68; Lc 22, 63-65: omite la palabra Cristo, pero es evidente que está en el juego).

Al pie de la cruz, los sacerdotes ironizando entre sí con el título de Cristo o Rey decían: «El Cristo, el Rey de Israel, que baje de la cruz para que veamos y creamos» (Mc 15, 32; Mt 27, 42). Lucas: «Sálvese a sí mismo, si es el Cristo, el elegido de Dios» (Lc 23, 35). Aparece pues con gran claridad la postura sacerdotal tanto en el juicio como después de él, haciendo cuestión central de la afirmación de ser el Cristo o Mesías, que Jesús había formulado.

En realidad, a los sacerdotes no les bastaba para condenar a Jesús acusarle de proclamarse Cristo o Mesías, era el celeste trasfondo de su mesianismo lo que rechazaban. Era, en rigor, la proclamación de divinidad lo que condenaban.


6. El proceso político ante Pilato


La acusación de ser el Cristo, o de proclamarse tal sin serlo, es la que llevan ante el gobernador romano para el juicio. La estrategia sacerdotal ante Pilato, según Juan: «Todo el que se hace a sí mismo rey se opone al emperador» (Jn 19, 12). La acusación religiosa de divinidad estuvo a punto de hacer derivar el proceso a favor de Jesús.
Lucas es el que mejor ha planteado la plenitud de la fórmula acusatoria: «Provoca la rebelión de nuestro pueblo, prohíbe dar tributo al César, y dice que él es el Cristo (o Rey)» (Lc 23, 2; cf. Mt 27, 11-14; Mc 15, 2-4). La triple acusación contenida en la fórmula es eficaz ante los romanos. Todos saben que primero Teudas, y luego Judas el Galileo, promovieron una rebelión contra los romanos. Es pues una acusación certeramente formula­da para destruir a Jesús ante Pilato.
Pilato hace la primera pregunta: «¿Eres tú el Rey de los judíos?» (Mt 27, 11; Mc 15, 2; Lc 23, 3). La respuesta de Jesús fue: «Tú lo dices», que equivale a la plena afirmación. Juan introduce la misma pregunta de Pilato (Jn 18, 38). Declara al presidente, que su reino es de carácter no político, como lo muestra el hecho de que no ha formado ejército ni tropa, pues su reino es diferente (Jn 18, 34-37). En Juan, Pilato hace la misma pregunta que en los sinópticos: «¿Luego eres rey?». «Tú lo dices, yo soy Rey» (Jn 18, 37). La referencia de Jesús en las palabras subsiguientes a la verdad, como territorio de su reino, no hacen demasiada mella en el escepticismo de Pilato, aunque le hacen comprender que se trata de un problema religioso, no político. Por lo cual declara que no hay causa de condena en el reo. (Lc 23, 14; Jn 19, 6).
Aquí introduce Lucas el episodio de Herodes. Es un intento de Pilato de zafarse del problema. Herodes, que era rey de Galilea bajo los romanos, se hallaba precisamente en Jerusalén aquellos días, seguramente por ser la Pascua (Lc 23, 6-7). Pero Herodes, ante el absoluto silencio de Jesús, cuyos labios no se despegaron una sola vez en el palacio del asesino del Bautista, tomó el asunto como cosa de ridículo, al verse envuelto en ello. Devolvió el preso a Pilato, con su opinión de que se trataba de un alucinado, mostrándolo en la vestidura blanca que le puso (Lc 23, 8-12). Pilato recobró el preso y el problema.
Desde el comienzo de su predicación la centró en la llegada del «Reino de Dios» o del «Reino de los cielos». Resultaba bien claro que no se trataba de un movimiento nacionalista ni de rebeldía, como el de los pretendidos mesías. Hablaba de un reino espiritual, de obediencia a los mandamientos de Dios, de conversión del corazón, aunque se trataba de un verdadero Reino de Dios en los hombres. Reino que tenía su «Rey», el Cristo o Mesías, que se declaraba él mismo. Pero el ambiente popular no comprendía un Cristo paciente, ni tampoco los fariseos, y no aceptaban su mesianismo religioso, aunque los sacerdotes y saduceos no lo aceptaban porque se oponía a su dominio personal. Ni siquiera sus discípulos comprendieron este carácter nuevo de su reino, por lo que Juan y Santiago habían pretendido obtener los dos primeros puestos de aquel reino mesiánico. (Mt 20, 21; Me 10, 37).
«Sabéis que los príncipes de las naciones las dominan, y los mayores son los más poderosos. Entre vosotros no es así... El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir, y entregar su vida» (Mt 20, 25-28; Mc 10, 42-45). Jesús rechazó el título de rey que le ofrecían. Pues la multitud, tras el admirable prodigio de la multiplicación de los panes, clamaba que era «el profeta esperado en Israel, que había de venir al mundo» (Jn 6, 14), y en su entusiasmo por el Cristo o Mesías le querían proclamar ya rey. Jesús declinó el peligro huyendo al monte (Jn 6, 15).
Pilato comenzó los intentos de librar a Jesús de la acusación y condena, convencido de su inocencia. Piensa Pilato en Barrabás. Era costumbre de concesión romana a la fiesta judía dejar libre el preso que le pidieran por la Pascua. Presenta al pueblo el dilema de Jesús o Barrabás, el malhechor o bandido que aguardaba la condena. Piensa al recurrir al pueblo que éste, en su instinto religioso, preferirá siempre a Jesús. No ha contado con la persuasión sacerdotal. Los cuatro evangelistas están acordes en el episodio.
Conoce el presidente la tumultuosa manifestación de los ramos, y los hosannas al «Hijo de David», y el enfrentamiento de Jesús con los sacerdotes en el templo, arrojando a los vendedores fuera. Intenta una especie de referendum popular. Propone su pregunta: «¿Quién queréis que os suelte, Barrabás o Jesús, llamado el Cristo?» (Mt 27, 17). Marcos y Juan sustituyen la palabra Cristo por la de «rey de los judíos», equivalente. Al responder la turba con su grito unánime «persuadida por los sacerdotes», principales responsa­bles así del grito (Mt 27, 20; Mc 15, 11), que preferían a Barrabás, Pilato, queriendo salvar su propio gesto, insistió con las mismas palabras ofreciendo la oportunidad de librar a los dos: «¿Y qué haré de Jesús, que es llamado el Cristo?» (Mt 27, 22). Marcos repite la fórmula de «el rey de los judíos» (Mc 15, 12). Ante el nuevo grito unánime, que desconcierta al triste presidente: «Crucifícale, crucifícale», sólo sabe balbucir, como una reflexión interior de su conciencia judicial: «¿Qué mal ha hecho?».
Entretanto, y para dar contento al pueblo, al que, piensa se podrá llegar a satisfacer sin la muerte, ordena azotar a Jesús. La dura flagelación romana cae sobre las espaldas y cuerpo del reo declarado públicamente inocente.
Después de cumplir su cruel oficio, los verdugos inventan un castigo superior, que se halla en Mateo, Marcos y Juan. Los soldados trenzaron una corona de agudas espinas, a modo de casquete al parecer, y la impusieron sobre su cabeza. El doloroso episodio muestra de nuevo que el título en juego en el proceso era el de «rey de los judíos» o Mesías-Cristo. Pues impuesta la corona comenzaron con los golpes salvajes los burlescos saludos: «Salve, Rey de los judíos» (Mt 27, 29; Mc 15, 16; Jn 19, 3). El reo había además sido adornado con una clámide de púrpura regia y con un cetro de caña entre las manos atadas, como complementos de su pretendida realeza.
Al llegar el Presidente en busca del pobre reo, el espectáculo le conmovió profundamente al parecer. Lo sacó en estas mismas condiciones ante el pueblo, diciendo: «Mirad el hombre» (Jn 19, 5). Las palabras de Pilato muestran su conmoción humana. Por eso dice: «el hombre». El nuevo grito, esta vez parece que de solos los sacerdotes y sus afines ante el silencio de sorpresa del pueblo (Jn 19, 6), se alzó como un muro ante Pilato: «Crucifícale». El presidente vaciló: «Crucificadle vosotros, que yo no encuentro causa», y entonces adujeron los sacerdotes la acusación religiosa, sobre la pretensión divina de Jesús. El desconcierto de Pilato fue total. Entrando dentro con el reo comenzó un nuevo interrogatorio, respondido por Jesús con el silencio: «¿De dónde vienes tú?», y amenazó con su autoridad para matar. Jesús responde. «Esa autoridad te ha sido dada de arriba. Por eso, mayor culpa tienen los que me han entregado a ti» (Jn 19, 8-11). La sublime excusa de Jesús en la cruz sobre la ignorancia de sus enemigos (Lc 23, 34), aquí cubre misericordiosamente a Pilato, pero no a ellos.
Los últimos intentos de Pilato por salvar a Jesús se producen ante la nueva dimensión divina que entrevé en el proceso. Al notarlo los sacerdotes vuelven a la acusación política, y esta vez la personalizan en una velada amenaza, que desarmará al gobernante: «Si sueltas a éste no eres amigo del Emperador, pues todo el que se hace rey a sí mismo se opone al César» (Jn 19, 12). Oída esta directa interpelación Pilato ha tomado su decisión en favor de su condición de funcionario, frente a su conciencia. Decís que se hace rey, pues bien: «Ahí tenéis a vuestro rey» (Jn 19, 14). El humano y conmovido «el hombre» se ha convertido en el irónico y dramático «el rey vuestro». Y ellos respondieron, con un compromiso cobarde de abdicación de su mismo ideal judío, con fórmula de sumisa adulación, cuando Pilato aguza su palabra ante la obstinación de ellos que claman todavía «Crucifícale»: «¿A vuestro rey he de crucificar? —No tenemos más rey que el César» (Jn 19, 15). El drama se ha consumado en las conciencias de ellos como en la de Pilato. Este cede por temor político, ellos renuncian y se someten por afán de venganza. Queda así planteada la causa de Jesús en el dramático desarrollo del proceso como una causa mesiánica. Jesús será condenado como rey de los judíos, como Mesías y Cristo.
Declarada la sentencia, el título de la causa fue escrito, según costumbre, para llevarlo al lugar del suplicio y ponerlo sobre el reo ajusticiado para conocimiento popular. En una tabla de madera es grabado el título de la causa en tres lenguas: en la línea superior en arameo o hebreo, en la siguiente en griego, en la inferior en latín. Las tres lenguas usadas en el país, la del pueblo palestino, la de la cultura general, la de la justicia romana, son empleadas para público testimonio: «Jesús Nazareno Rey de los judíos». El testimonio atravesará los siglos, y hará saber a todas las gentes que Jesús es, y se ha proclamado, «Rey de los judíos», que significa Cristo-Mesías (Mt 27, 36; Me 15, 26; Le 23, 38; Jn 19, 19).
Hay un último intento desesperado de los sacerdotes, que al fin comprenden la trampa nacional en que han caído. Jesús no es el rey de los judíos, ni el Mesías, sino un alucinado que lo ha pretendido. Y acuden a Pilato: «No escribas Rey de los judíos, sino que él ha dicho: Soy el Rey de los judíos»; pero el presidente, guiado por un certero instinto de la providencia divina, contestó secamente: «Lo escrito, escrito queda» (Jn 19, 21-22). Así ha llegado hasta nosotros, como un resto de sublime naufragio y tesoro de suprema arqueología, lo que quedó inscrito por la mano grosera de algún soldado o carpintero.

7. El cumplimiento de las Escrituras


Jesús se declara Mesías de Israel, el Cristo esperado. La esperanza del Mesías es el fondo mismo de la historia del pueblo judío. No se trata de examinar y hacer exégesis de los anuncios y profecías mesiánicas del Antiguo Testamento. Aquí estamos tratando de las declaraciones mesiá­nicas del propio Jesús. Pero, entre éstas, deben ser contadas aquellas en las que Jesús, según los evangelios, menciona el AT como referidos a Él.
En su apostolado llegó a la sinagoga de su pueblo de larga residencia y trabajo, Nazaret. Le fue entregado el libro del profeta Isaías, abriéndolo en el pasaje mesiánico en que se recuerda que sobre el Mesías está el Espíritu del Señor (Is 61, 1-2). Jesús comenzó tranquilamente su exégesis: «Hoy se ha cumplido esta escritura en vuestros oídos» (Lc 4, 21). Acababa de proclamar: Yo soy el Mesías.
En Mateo Jesús se niega a defenderse en el huerto de los Olivos, cuando llegan a prenderle y Pedro saca la espada para la defensa: «¿Cómo se cumplirían las Escrituras de que es necesario que esto suceda!» (Mt 26, 54). Ha dado la razón de que, si quisiera, podría rogar al Padre que le enviase doce legiones angélicas para su defensa (26, 53). En la cena había hablado diciendo: «Es necesario que se cumpla lo que está escrito de mí: Ha sido contado entre los malhechores» (Lc 22, 37).
Es Juan quien ha dado más vigorosos testimonios de la apelación mesiánica de Jesús a las Escrituras. La objeción puesta a Jesús para aceptar su título de Cristo era la creencia de que era Nazaret su lugar de origen, debiendo ser Belén conforme a la Escritura, pues el Mesías debía venir nacido de allí, y de Sion, no de Galilea (Jn 7, 41-42.52; cf. Mt 2, 5-6; Jn 4, 22). Jesús arguye a los judíos que son precisamente las Escrituras las que dan testimonio de el: «Estudiad las Escrituras, ya que pensáis tener en ellas la vida eterna. Son precisamente ellas las que dan testimonio de mí» (Jn 5, 39). Y en especial apela al testimonio de Moisés: «Si leyeseis a Moisés, seguramente me creeríais a mí. Pues él escribió de mí» (Jn 5, 4). Y termina: «Pero si no creéis a sus escritos ¿cómo vais a creer en mí?» (5, 47).
Al llegar la pasión hará ver en los sucesos de ella el cumplimiento de la Escritura. «Yo sé a quiénes he elegido. Pero se cumple la Escritura: El que come conmigo levanta su pie contra mí» (Jn 13, 18) dice de Judas el traidor presente en la mesa de la última cena. «Ninguno de los que me entregaste se ha perdido, sino el hijo de perdición. Se cumple la Escritura» (Jn 17, 12) dice asimismo en el sublime momento de la oración al Padre tras la salida de Judas. Y en Mateo y Marcos se refiere de nuevo a su prisión, recordando que está anunciada en la Escritura: «Como está escrito: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas» (Mt 26, 31; Me 14, 27). Y antes ha dicho en la cena: «El Hijo del hombre va (a la muerte), como está escrito de él» (Mt 26, 24; Me 14, 21).
Después de la resurrección, el propio resucitado hará exégesis de lo dicho por Moisés (la Ley) y los profetas, o sea la Escritura, sobre él y los sucesos de su pasión y muerte. Lo hará ante los de Emaús en el camino, y sus corazones arderán con un fuego nuevo al oir su interpretación mesiánica de la Ley y los profetas (Le 24, 27). Del mismo modo en su aparición ante los apóstoles en el relato lucano donde dice: «Tenían que cumplirse las cosas anunciadas sobre mí... así debía el Cristo padecer y resucitar al tercer día» (Le 24, 44).
Luego, el resucitado les concedió el don de comprender las Escrituras y les añadió: «Así está escrito, que el Cristo debía padecer y resucitar al tercer día» (Lc 24, 45-46). Juan al relatar su ida al sepulcro con Pedro, y su examen del sepulcro vacío y su estado: «Vio y creyó. Porque todavía no conocían la Escritura sobre su resurrección» (Jn 20, 9). Y recordemos que Jesús, según Juan, se dispuso a morir y dijo: «Todo está consumado» sólo después de cumplir el último detalle anunciado por la Escritura: «Tengo sed», y le dieron a beber vinagre (Jn 19, 28; cfr. Sal 68, 22).


8. Conclusión mesiánica sobre las declaraciones de Jesús


De este capítulo se desprende que Jesús de Nazaret, según lo que los evangelios le atribuyen, se declaró el Mesías de Israel, el esperado. Juan Bautista lo había anunciado, Jesús lo confirmó. Ante sus apóstoles en privado, ante personas particulares como la Samaritana, el ciego de nacimiento o Marta de Betania, también en público de diversas formas ante los judíos. Se puede decir que su predicación y sus parábolas del reino de Dios, así como los milagros realizados, son testimonios públicos de su mesianismo. También su apelación mesiánica a la Escritura.
Lo mismo muestra su aceptación solemne del título de Hijo de David, en el día de triunfo de los ramos. Y el título de Hijo del hombre, usado habitualmente por Jesús, pone de relieve su profundo conocimiento de la situación y del valor de tal título, por las connotaciones que en sus palabras le añade. Pero su afirmación mesiánica de ser el Cristo de Israel resplandece en el juicio ante el Sanedrín, al responder a la pregunta solemne del Sumo Sacerdote.
Luego, el proceso ante Pilato y el título de su condena, puesto en la cruz sobre su cabeza, dejan indubitable tal punto. Pues no hubiera sido tal el título si no fuese ésta la causa de la acusación vertida contra él por los sacerdotes. Y este título nos es confirmado por el testimonio de Tácito, el cual reconoce que fue ésta la causa de la acusación, dando así valor histórico reconocido extraevangélico al hecho: «Su fundador, llamado Cristo, fue condenado a muerte por el procurador Poncio Pilato, imperando Tiberio» (Annales, 15, 44; cfr. c- 2, 1). Este testimonio da la causa de la condena junto con el hecho de la misma. Fue condenado por ser el Cristo, o llamarse de ese modo. Tácito no podía ignorar que la palabra y nombre griego Cristo tiene la significación regia de «Ungido» o «Rey» en el Oriente. Confirma pues que Jesús fue condenado porque se atribuyó el título de «Rey de los judíos», que en la cruz se mostraba, y hubo de pasar a las Actas que Pilato remitió al emperador a Roma sobre el caso.
Y además de esto, poseemos un fragmento, que puede legítima­mente ser tenido por auténtico, del título mismo de la Cruz de Jesús. En él, en el relicario de la Basílica de Santa Croce de Gerusalemme, construido por Constantino, se puede ver todavía hoy (y el que escribe lo ha visto) la parte del letrero en dos lenguas completas (griego y latín), con las señales indudables de la hebrea, que providencialmente incluyen precisamente la causa del proceso:

«REY DE LOS JUDÍOS»

JESÚS DE NAZARET - Joseph Ratzinger – Benedicto xvi

Afirmaciones sobre el carácter de Mesías de Jesús de Nazaret

1er Tomo pág. 374 ss

La cristología de los autores del Nuevo Testamento, también la de los evangelistas, no se basa en el título Hijo del hombre, sino en los títulos Mesías (Cristo), Kyrios (Señor) e Hijo de Dios, que comenzaron a ser usados inicialmente ya durante la vida de Jesús. La expresión “Hijo del hombre” es característica de las palabras de Jesús mismo. (…)

Se distinguen en general tres grupos de palabras referentes al Hijo del hombre.
El primero estaría compuesto por las que aluden al Hijo del hombre que ha de venir (…)
El segundo grupo estaría formado por palabras que se refieren a la actuación terrena del Hijo del hombre.
El tercero, hablaría de su pasión y resurrección.

La mayoría de los exegetas tienden a considerar sólo los términos del primer grupo como verdaderas palabras de Jesús; esto responde a la explicación tan extendida del mensaje de Jesús en el sentido de la escatología inminente. El segundo grupo, al que pertenecen las palabras referentes al poder del Hijo del hombre de perdonar los pecados, a su autoridad sobre el sábado, (…) se habría formado – según una de las principales corrientes de estas teorías- en la tradición palestina y, en este sentido, tendría un origen muy antiguo, aunque no podría atribuirse directamente a Jesús. Las más recientes serían las afirmaciones sobre la pasión y la resurrección del Hijo del hombre. (…)

Lo grande lo novedoso lo impresionante, procede precisamente de Jesús; en la fe y la vida de la comunidad se desarrolla, pero no se crea (…)

No era un título habitual de la esperanza mesiánica, pero responde perfectamente al modo de predicación de Jesús (…) “Hijo del hombre” significa en principio, tanto en hebreo como en arameo, simplemente “hombre” (…)

“El Hijo del hombre es el señor del sábado” se aprecia aquí toda la grandeza de la reivindicación de Jesús, que interpreta la Ley con plena autoridad por que Él mismo es la Palabra originaria de Dios. (…)

Sueño de Daniel (…) la imagen del Hijo del hombre sigue representando aquí el futuro reino de la salvación, una visión en la que Jesús pudo haberse inspirado, pero a la que dio nueva forma, poniendo esta expectativa en relación consigo mismo y con su actividad. (…)

Un primer grupo de afirmaciones sobre el Hijo del hombre se refieren a su llegada futura. La mayor parte de éstas se encuentran en las palabras de Jesús sobre el fin del mundo (Mc 13, 24-27) y en su proceso del Sanedrín (Mc 14, 62). Las trataremos en el segundo volumen de esta obra (…) se trata de palabras que se refieren a la gloria futura de Jesús, a su venida para juzgar y para reunir a los justos, los “elegidos” (…)

La exégesis más antigua ha considerado que lo realmente novedoso y especial de la idea que Jesús tenía del Hijo del hombre… es la fusión de la visión de Daniel sobre el “hijo del hombre” que ha de venir con las imágenes del “siervo de Dios” que sufre transmitidas por Isaías.


1er Tomo: pag 344 ss –

9.- Dos hitos importantes en el camino de Jesús: la confesión de Pedro y la Transfiguración.

A la opinión de la gente se contrapone el conocimiento de los discípulos, manifestado en la confesión de fe. ¿Cómo se expresa? En cada uno de los tres sinópticos está formulado de manera distinta, y de manera aún más diversa en Juan. Según Marcos, Pedro le dice simplemente a Jesús: “Tú eres [el Cristo] el Mesías” (Mc 8, 29). Según Lucas, Pedro lo llama “el Cristo [el Ungido] de Dios” (Lc 9,20) y, según Mateo, dice: “Tú eres Cristo [el Mesías], el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16). Finalmente, en Juan la confesión de Pedro reza así: “Tú eres el Santo de Dios” (Jn 6,69)

1er Tomo: Pag. 355

¿Qué vemos si juntamos todo este mosaico de textos? Pues bien, los discípulos reconocen que Jesús no tiene cabida en ninguna de las categorías habituales, que Él era mucho más que “uno de los profetas”, alguien diferente. (…)

En él se cumplían las grandes palabras mesiánicas de un modo sorprendente en inesperado: “Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy” (Sal 2, 7). En los momentos significativos, los discípulos percibían atónitos: “Éste es Dios mismo”. Pero no conseguían articular todos los aspectos en una respuesta perfecta. Utilizaron – justamente- las palabras de promesa de la Antigua Alianza: Cristo, Ungido, Hijo de Dios, Señor. Son las palabras clave en las que se concentró su confesión que, sin embargo, estaba todavía en fase de búsqueda, como a tientas. Sólo adquirió su forma completa en el momento en que Tomás tocó las heridas del Resucitado y exclamó conmovido: “¡Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28)


2º Tomo página 13 y ss

Los preparativos que Jesús dispone con sus discípulos (para la entrada en Jerusalén el domingo de Ramos, hacen crecer la expectativa de la esperanza mesiánica)

Jesús llega al Monte de los Olivos desde Betbagé y Betania, por donde se esperaba la entrada del Mesías.

Manda por delante a dos discípulos, diciéndoles que encontrarían un borrico atado, un pollino, que nadie había montado. Tienen que desatarlo y llevárselo… En cada uno de los detalles está presente el tema de la realeza y sus promesas. Jesús reivindica el derecho del rey a requisar medios de transporte…

Antiguo Testamento: Gn 49, 10ss se asigna a Judá el cetro, el bastón de mando, que no le será quitado de sus rodillas “hasta que llegue aquel a quien le pertenece y a quien los pueblos deben obediencia” (…)

Zacarías 9,9”Decid a la hija de Sión: mira a tu rey, que viene humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de acémila” (…)

Jesús reivindica, de hecho, un derecho regio. Quiere que se entienda su camino y su actuación sobre la base de las promesas del Antiguo Testamento, que se hacen realidad en Él. (…)

Los discípulos echan sus mantos encima del borrico… Lucas escribe: “Y le ayudaron a montar”.

Echar los mantos tiene su sentido en la realeza de Isarel. Lo que hacen los discípulos es un gesto de entronización en la tradición de la realeza davídica y, así, también en la esperanza mesiánica que se ha desarrollado a partir de ella.

2º Tomo pag. 65 ss

Vengamos ahora a la parte propiamente apocalíptica del discurso escatológico de Jesús: al anuncio del fin del mundo, del retorno del Hijo del hombre y del Juicio universal (Mc 13, 14-27)

Llama la atención que este texto esté en gran parte entretejido con palabras del Antiguo Testamento, en particular del Libro de Daniel, pero también de Ezequiel, de Isaías y de otros pasajes de la Escritura

2º Tomo pag. 210 y ss

Según Marcos, la pregunta del sumo sacerdote reza así: “¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito?”. Jesús responde: “Sí, lo soy. Y veréis que el Hijo del hombre está sentado a la derecha del Todopoderoso y que viene entre las nubes del cielo” (Mc 14,62) (…)

El sumo sacerdote interroga a Jesús sobre si es el Mesías, y lo define según el Salmo 2,7 con el término “Hijo del Bendito”, Hijo de Dios. En la perspectiva de la pregunta, esta denominación pertenece a la tradición mesiánica, pero deja abierto el tipo de filiación. (…)

Matero pone acento particular en la formulación de la pregunta. Según él, Caifás dice: “¿Eres tú el Mesías, el Hijo de Dios? (Mt 26,63). (…)

De todo esto se desprende lo siguiente: Jesús asume el título de Mesías, que para la tradición tenía significados diferentes, pero al mismo tiempo lo precisa de tal manera que provoca una condena, que podría haber evitado con un rechazo o una interpretación atenuada del mesianismo. No deja margen alguno para ideas que pudieran dar lugar a una comprensión política o beligerante de la actividad del Mesías. No, el Mesías – Él mismo- vendrá como el Hijo del hombre sobre las nubes del cielo. Esto significa objetivamente más o menos lo mismo que la afirmación que encontramos en Juan: “Mi reino no es de este mundo” (18, 36). Él reivindica el derecho a sentarse a la diestra del Poder, es decir, de venir del mismo modo que el Hijo del hombre del que habla el Libro de Daniel, de venir de Dios para instaurar a partir de él el Reino definitivo.
Esto debió parecer a los miembros del Sanedrín políticamente carente de sentido y teológicamente inaceptable, porque, de hecho, ya había expresado ahora una cercanía al “Poder”, una participación en la naturaleza misma de Dios, lo que se consideraba una blasfemia. (…)
Para el sumo sacerdote y los demás allí reunidos la respuesta de Jesús cumplía en cualquier caso los requisitos para la blasfemia, y Caifás “rasgó sus vestiduras, diciendo: “Ha blasfemado” (Mt 26, 65)

sábado, 5 de noviembre de 2011

Resumen 1ª y 2ª parte de “El Mesías, Jesús de Nazaret”

Resumen


El curso pasado comenzamos a reflexionar sobre la Persona de Jesús de Nazaret, según ha sido presentada en los Evangelios, siguiendo el libro “El Mesías, Jesús de Nazaret” del P. Igartua S.J.. No sólo dijeron de El que era el Mesías y el Hijo de Dios, sino que lo dijo de sí mismo. Es un caso único en la historia.

El P. Igartua S.J. aborda el tema de la divinidad de Jesucristo como problema central de la historia humana.

La primera parte del libro trata sobre Jesús de Nazaret, Hombre en la historia. Consta de tres capítulos: el primero, un tiempo de expectación; el segundo, un hombre llamado Jesús; y el tercero, un caso singular en la historia.

La segunda parte trata sobre el Mesías de Israel y consta de cuatro capítulos: el primero, los documentos evangélicos (fechas y autores); el segundo, el testimonio del Bautista sobre Jesús; el tercero la expectación del Mesías en los evangelios; el cuarto, las afirmaciones mesiánicas de Jesús: los títulos mesiánicos.

La tercera parte trata sobre el Hijo de Dios y consta de seis capítulos: el primero, trata sobre los títulos de la divinidad en los evangelios; en los capítulos segundo y tercero se expone que Jesús afirma la divinidad en los sinópticos y se hace en dos partes: I, dos declaraciones solemnes, y II el Yo divino de Jesús; capítulos cuarto y quinto se expone que Jesús declara la divinidad en Juan y lo hace en dos partes: I, tres confesiones, y II, el Yo divino de Jesús; y el capítulo sexto, trata sobre Jesús y los grandes misterios.

La cuarta parte trata sobre la realidad de las afirmaciones de Jesús y consta de cuatro capítulos: el primero, sobre la garantía de las afirmaciones; el segundo, la voz de Jesús en los evangelios; el tercero sobre un Mesías que es Dios; y el cuarto, la fe postpascual de los discípulos.

La quinta parte trata sobre la identidad y conciencia de Jesús de Nazaret y consta de tres capítulos: el primero sobre la identidad personal de Jesús; el segundo, sobre la conciencia de su identidad en Jesús; el tercero sobre el conocimiento y acción de Jesús.


En la primera parte el P. Igartua S.J. trata de mostrar la figura histórica de Jesús de Nazaret con una doble finalidad, la de que realmente existió que no es una ficción y que realmente fue un hombre caso único en la historia que dijo de si mismo que era Dios.

Que realmente existió lo sabemos por múltiples testimonios: a) En los escritos del Nuevo Testamento; b) Los escritos cristianos no canónicos del fin del siglo I, II, III, IV, V y ss; c) Los escritos llamados «apócrifos cristianos»; d) Los documentos apócrifos hetero­doxos, y los gnósticos; e) Importantes documentos de origen judío; f) Dos obras ya extrabíblicas de la historia judía, «De la guerra judía» y las «Antgüedades judías»; g) Testimonios de historiadores romanos.

Los hechos y palabras de Jesús de Nazaret, en relación con sus propias afirmaciones de ser el Mesías esperado por Israel, y verdadero Hijo de Dios y Dios él mismo, se hallan recogidos en los cuatro evangelios desde la antigüedad.

La segunda parte trata sobre el Mesías de Israel. Inicia es estudio partiendo de fechas y autores de los evangelios que garantizan la historicidad de lo en ellos escrito.

Después plantea la cuestión crítica sobre la diferencia entre la comunidad pospascual y la prepascual. Recuerda el P. Igartua que la crítica racionalista solamente acepta esta fe de la comunidad pospascual como fe subjetiva, fundada en la convicción, sin realidad histórica correspondiente, de las apariciones de Jesús resucitado. Los evangelios son redacciones hechas de las palabras de Jesús a la luz de los acontecimientos pospascuales.

Dice que el objeto del trabajo de resolver el problema de si lo contenido en los evangelios ¿han sido recogidos a la luz de la nueva fe que los transforma en su propia estructura, o son realmente, en la medida de lo posible, del propio Jesús?

El objeto del libro es resolver ese problema para ello Se propone primero las afirmaciones de Jesús que los evangelios le atribuyen, y se examinan en sí mismas, y después se analizan las razones que muevan a pensar que le deben ser reconocidas como propias.

En esta segunda parte examina con detenimiento el testimonio del Bautista en relación con la cuestión mesiánica de Jesús de Nazaret. Para ello, analiza de forma pormenorizada los textos relativos ese testimonio tal y como se encuentran en los evangelios sinópticos y el de Juan.

Examina con detalle la expectación del Mesías en la época del la predicación del Bautista hacia los años 30 del siglo I, cuando dio comienzo la vida pública de Jesús de Nazaret. Todo ello motivado por cumplirse la profecía de Jacob, Génesis 49; se estaba edificando el templo, profetizado en Esdras; y se cumplían las 70 semanas de la profecía de Daniel.

Simeón y Ana en el templo dieron testimonio sobre haber visto al Mesías profetizado. En los evangelios de la infancia de Lucas y Mateo aparecen testimonios claros sobre el Nacimiento del Mesías.

Hace una recopilación de los títulos propios del Mesías que aparecen en los evangelios: primero, Rey que es lo mismo que Cristo y Mesías; segundo, Hijo de David; tercero, Hijo del hombre; y cuarto el Santo de Dios.



Resumen 1ª y 2ª parte de “El Mesías, Jesús de Nazaret”

Primera parte: Jesús de Nazaret, hombre en la historia

Capítulo I.- Un tiempo de expectación

1.- Un hombre que vendrá de Judea

1.- Había una expectación en todo el mundo sobre un hombre que vendrá de Judea. Dos años ó tres más tarde de la proclamación de la gran paz romana nace en Belén Jesús de Nazaret, de María virgen, la esposa de José. Nace el gran Pacificador, en el momento de gloria de la paz humana.

2.- El oráculo de la Sibila en Roma

Hay tres testimonios romanos sobre el oráculo de la Sibila: Cicerón, Suetonio y Virgilio, independientes entre sí, y se refieren a distinto año y persona. Cicerón se refiere a la pretensión de Lucio Cotta en el Senado en favor de Julio César; Suetonio se refiere a Augusto en su nacimiento, y Virgilio probablemente a Polión y su hijo.

Existía pues durante la mitad final del siglo I aC. en Roma la persuasión de que se avecinaba una nueva edad para Roma y el mundo, y de que iba a comenzar un tiempo nuevo, como un renacer del mundo, con presencia divina entre los hombres.

3.- La expectación en Israel

Los magos buscan al anunciado rey de los judíos, y preguntan por él en Jerusalén (Mt 2,2). La Samaritana dice que va a venir pronto el Mesías (Jn 4.25). Los discípulos Andrés y Felipe, galileos, reconocen en Jesús al Mesías del que hablaron los profetas (Jn 1, 41.45). El Bautista predica en el Jordán y las multitudes piensan que puede ser el Mesías (Jn 1, 19-25). Los discípulos de Juan preguntan sobre la identidad mesiánica de Jesús (Mt 11,3; Lc 7, 19). Las multitudes se conmueven ante Jesús, le siguen multitudinariamente, y piensan que es el rey de Israel, o sea su Mesías, (Mc 3, 7-8; Mt 4, 23-25; Lc 6, 17) y se preguntan concretamente si no es el Mesías esperado, y muchos lo dan por seguro (Jn 7, 26-27. 31. 41-43), y lo proclaman como el esperado rey de Israel (Jn 6, 14-15; Mt 21, 9-11; Mc 11, 10; Lc 19, 38). Se puede decir que en el Oriente, y concretamente en Israel, estaba difundida la esperanza de una próxima llegada del Mesías.

La profecía de Daniel se fija el tiempo de la llegada de las promesas divinas en setenta semanas de años a partir del decreto persa de restauración de la ciudad de Jerusalén y de su templo, dado por Ciro y renovado por Darío y Artajerjes. Coincide con comienzo del siglo I, y los escribas conocían la profecía.


4.- La expectación mesiánica en otras religiones

Hay referencias de una esperanza mesiánica en Confucio o Kun'g-Fu-Tsé. También en el Talmud Babilónico (Santsed, c. II). También se halla en otras creencias en formas diversas. P.e. el mito de Prometeo en el primer gran trágico griego Esquilo.

Este anhelo general podría tener su origen en la esperanza comunicada al primer hombre en el Paraíso, según el relato bíblico de que un día vendría en la historia un hombre extraordinario, hijo de la mujer, que vencería al enemigo del mundo, la esperanza de un Salvador hombre (Hijo de Mujer) enviado por el mismo Dios.

Capítulo II: Un hombre llamado Jesús de Nazaret

Dos cuestiones: 1.- Jesús de Nazaret, hombre histórico y 2.- Descendiente de Adán.

1.- Jesús de Nazaret, hombre histórico

a) En los escritos del Nuevo Testamento: se hacen numerosas referencias a Jesús de Nazaret, sin que se pueda poner en duda la existencia histórica de dicha persona.

b) Los escritos cristianos no canónicos del fin del siglo I, II, III, IV, V y ss, como los de los PP. Apostólicos siglo II; o los de los Apologetas cristianos del siglo III; o los de los Santos Padres y Doctores de los siglos III, IV y V y siguientes, no tendrían explicación posible si Jesús de Nazaret no hubiera existido realmente, si no hubiera nacido y muerto.

c) Los escritos llamados «apócrifos cristianos» son un testimonio indirecto de la existencia de Jesús.

d) Los documentos apócrifos hetero­doxos, y los gnósticos. Son narraciones críticamente inaceptables, pero todos ellos muestran la convicción de la existencia de un hombre llamado Jesús de Nazaret que padeció bajo Poncio Pilato.

e) Importantes documentos de origen judío. Tanto en el Talmud como en el llamado Toledoth Ieschua (generaciones de Jesús), aunque hay muchos comentarios injuriosos para Jesús de Nazaret, a ninguno se le ha podido ocurrir que Jesús no existiese.

f) Las dos obras ya extrabíblicas de la historia judía, escritas por Flavio Josefo (37-102). «De la guerra judía» y las «Antgüedades judías».

g) Testimonios de historiadores romanos. Cornelio Tácito, el historiador romano, en sus Anuales, escritos al fin del siglo I, nos deja una consignación casi notarial sobre la muerte de Cristo, al hablar del incendio de Roma en tiempo de Nerón, y de su persecución contra los cristianos.

h) El testimonio de un filósofo sirio llamado Mará (S. I o II). Habla de 3 grandes figuras de sabios Sócrates, Pitágoras y un «Rey Sabio de los Judíos», que es Jesús de Nazaret.

En este capítulo se muestra la realidad histórica de la existencia humana de Jesús de Nazaret: nacido de mujer (Gal 4, 4) en Belén de Judá, muerto en el suplicio de la cruz en la ciudad de Jerusalén, bajo Poncio Pilato.

2.- Jesús, hijo de Adán

La unicidad de este padre común de toda la especie humana, parece pertenecer al dogma católico por razón del único pecado original de un hombre, el cual ciertamente pertenece al dogma básico de la redención.

El evangelio de Mateo comienza la genealogía desde Abraham, y prosigue en la línea descendente hasta Jesús. El evangelio de Lucas comienza por el mismo Jesús y va ascendiendo hasta llegar también a Abraham y prosigue hasta llegar a Adán. Ello significa que posee una naturaleza verdaderamente humana en su especie, con cuerpo humano y alma espiritual, y con todo lo que estos dos simples datos encierran en su riqueza natural. Es “hombre perfecto”.

Capítulo III: Un caso singular en la historia

Jesús de Nazaret, que es hombre entre los hombres, ofrece la singularidad de reivindicar para sí el carácter divino en plenitud.

Objeto del capítulo

Mostrar que se le atribuye esta proclamación de su propia identidad. Después se mostrará la verdad de tal atribución de afirmaciones, así como el resultado de la verdad de las mismas, que conduciría a su identificación como Dios.

En el politeísmo, no se proclamaron dioses los hombres

En las religiones de politeísmo mitológico existen narraciones de “apariciones” de un dios en forma humana: tales son por ejemplo las historias mitológicas de Zeus, pero no que fuera hombre verdadero.

Entre los romanos fueron elevados a la categoría de los dioses Julio César y especialmente Augusto, creador del imperio.

En las religiones del politeísmo mitológico griego y romano, como en los relatos de Zeus, o el endiosamiento de emperadores romanos, no fueron los hombres quienes se proclamaron dioses, sino que al cabo del tiempo sus descendientes o conciudadanos, los divinizaron por la grandeza de sus hazañas.

En la historia de las religiones, ningún fundador se ha proclamado dios

Ni Moisés; ni Lao-Tsé y Kung-Fu-Tsé (Confucio); ni Budha; ni Zoroastro (o Zarathustra), anteriores a Jesús de Nazaret; ni Mani; ni Muhammad-ibn-Abdallah o Mahoma, posteriores a Jesús de Nazaret en el tiempo, se proclamaron ni pretendieron ser considerado como un dios.

Jesús de Nazaret es el único hombre que se califica de Dios

Tenemos que proclamar que Jesús de Nazaret, cuya persona es enteramente histórica en cuanto a su existencia y al origen de la religión cristiana en el siglo I en la Judea, es el único hombre conocido en la historia a quien se atribuyen palabras propias que reclaman para sí el título divino.


Segunda parte: El Mesías de Israel

Capítulo I: Los documentos evangélicos

Los hechos y palabras de Jesús de Nazaret, en relación con sus propias afirmaciones de ser el Mesías esperado por Israel, y verdadero Hijo de Dios y Dios él mismo, se hallan recogidos en los cuatro evangelios desde la antigüedad.

El término “evangelio” señala un género literario muy especial. Hechos y palabras de Jesús de Nazaret recogidos con fidelidad de testigos, que primero los proclamaron en forma oral, y luego fueron escritos en la forma actual.

1. Fechas y autores de los evangelios

Fechas. La muerte de Jesús se puede fijar en el año 30 de la era cristiana. ¿Cuánto tiempo después de su muerte fueron escritos estos documentos?

a) Hechos apostólicos de Lucas, años 61-63
b) Evangelio de lucas, anterior, años 55-60
c) Evangelio de Marcos, anterior a Lucas, años 50-55
d) Evangelio aramaico Mateo, anterior, años 40-50

1.- Evangelio arameo de Mateo apóstol a. 40-50 (40-50)
2.- Evangelio de Marcos, intérprete de Pedro apóstol a. 50-55 (60-65)
3.- Evangelio de Lucas a. 55-60 (65-75)
4.- Hechos apostólicos de Lucas a. 61-63 (c. 75)
5.- Evangelio griego de Mateo, anónimo a. 65-70 (70-80)
6.- Evangelio de Juan apóstol a. 95-100 (cfr. Jn 21, 23)

El Evangelio griego actual de Mateo, parece tener como fecha límite el año 70.

Autores. Los tres sinópticos son atribuidos a Mateo, Marcos y Lucas (desde el siglo II), a quien también corresponde el libro de los Hechos.

El evangelio de Juan. Si se consulta la tradición eclesial unánime de la antigüedad, el autor del cuarto evangelio es Juan el apóstol, uno de los Doce.

Se objeta que una reflexión teológica tan profunda como este evangelio revela no conviene a un pescador de Galilea, como fuera Juan. Pero este pensamiento no tiene en cuenta el valor carismático y sobrenatural de Pentecostés.


2. El Discípulo Amado

La tradición católica, desde la antigüedad de los primeros testimonios, ha señalado a Juan, hijo de Zebedeo y uno de los Doce apóstoles de Jesús, como autor del cuarto evangelio. La Teología protestante crítica a partir del siglo XIX con Harnack rechaza tal autoría.

Papías distingue entre el Evangelista y Apóstol Juan hijo del Zebedeo; y un presbítero Juan que aparece en las Cartas.

Según Ratzinger, el presbítero Juan habría recibido la herencia del Apóstol y discípulo amado Juan.


3. Los evangelios documentos pospacuales

Los evangelios reflejan ciertamente la fe respirada en el ambiente de la comunidad primitiva de la Iglesia, cuyos jefes venerados eran los apóstoles, a los que luego se añadió con la misma categoría Pablo (Act 1, 13.26; Gal 2, 9; 1 Cor 9, 1.

Podemos con certeza asegurar que en la comunidad apostólica pospascual Jesús de Nazaret es proclamado y creído Hijo de Dios y verdadero Dios.

La crítica ha fijado la atención en la diferencia de la comunidad pospascual y la prepascual.

La crítica racionalista solamente acepta esta fe de la comunidad pospascual como fe subjetiva, fundada en la convicción, sin realidad histórica correspondiente, de las apariciones de Jesús resucitado. Los evangelios son redacciones hechas de las palabras de Jesús a la luz de los acontecimientos pospascuales.

Diferencias entre la época prepascual y la pospascual

El problema crítico es examinar si se da ruptura entre las dos épocas, prepascual y pospascual. No eran las mismas la claridad y firmeza de la fe apostólica, antes y después de la resurrección de Jesús.

El problema para los textos evangélicos es: los textos y palabras de Jesús en su vida mortal, la casi totalidad del evangelio, ¿han sido recogidos a la luz de la nueva fe que los transforma en su propia estructura, o son realmente, en la medida de lo posible, del propio Jesús? Nos referimos a sus afirmaciones, directas o indirectas, de divinidad. ¿Son de él o han sido puestas en su boca por una fe que las transforma? ¿Dijo que era Dios o se lo han hecho decir, con toda la buena voluntad que se quiera, pero no objetivamente?

Resolver este problema es el intento de nuestro trabajo. Se propone primero las afirmaciones de Jesús que los evangelios le atribuyen, y se examinan en sí mismas, y después se analizan las razones que muevan a pensar que le deben ser reconocidas como propias.

Interesa la doble calidad de las afirmaciones de Jesús: la de su mesiandad y su divinidad.

La segunda parte: ¿Se proclamó Jesús Mesías de Israel?

La tercera parte: ¿Se proclamó Jesús a sí mismo Dios, de un modo o de otro?

Nos interesa saber si los evangelios le atribuyen manifestaciones realmente mesiánicas y realmente divinas.

En la cuarta parte propondremos las razones críticas, ya externas, ya internas, que sustentan la realidad objetiva de tales palabras afirmadas.

En la quinta, se concluye, a vista del resultado crítico, analizando la identidad mesiánica y divina de Jesús.


Capítulo II - El testimonio del Bautista sobre Jesús

La figura de Juan el Bautista aparece en los evangelios como precursor de Jesús. Los tres sinópticos y Juan dan cuenta de la aparición del Bautista en la ribera del Jordán, bautizando y predicando la llegada del reino de Dios (Mt 3, 1-6; Mc 1, 4-5; Lc 3, 3-6). Era el año 15 del imperio de Tiberio, año 27 de la era cristiana.

La predicación del Bautista levantó una gran expectación en el pueblo, según los evangelistas. Acudían a oírle y a bautizarse desde toda Judea, y especialmente de Jerusalén (Mt 3, 5; Mc 1, 5) (…) y Lucas nos ha dejado un resumen de la misma, exhortando al pueblo a vivir una vida purificada (Lc 3, 7-14; cf. Mt 3, 7-10). ¿Sería Juan el Mesías? (Lc 3, 15).

La declaración de mesiandad de Jesús de Nazaret

El evangelista Juan da cuenta de una legación especial enviada desde el Templo de Jerusalén por los responsables, para interrogar a Juan acerca de su identidad (Jn 1, 19-25)

El declaró que no era el Cristo. Tras su negación, plantearon dos preguntas: ¿Eres Elías? ¿Eres el Profeta? En el pensamiento judío, la venida del Mesías era precedida de la venida de Elías (ver Malaquías 4, 5). Juan dio respuesta negativa a las dos preguntas. Ni era Elías, ni el Profeta anunciado por Moisés (Deut 18, 15).

La última pregunta fue directa: ¿quién eres, pues? ¿qué dices de ti mismo? (Jn 1, 22). Entonces se produjo la declaración de Juan sobre su propia misión e identidad, anunciada ya en el profeta Isaías 40, 3 (…): “Soy la voz que clama en el desierto: preparad los caminos del Señor” (Mt 3, 3; Mc 1, 4; Lc 3, 4; Jn 1, 23). Y entonces desveló la misteriosa figura de uno que “venía detrás de él, del cual él no era digno ni de soltar las correas de sus sandalias”.

La declaración de divinidad de Jesús en el episodio del Bautista

Los tres sinópticos ofrecen el relato similar del bautismo de Jesús por Juan, y del extraordinario hecho registrado en él. Una paloma bajó del cielo sobre su cabeza, al recibir el agua sobre su persona de mano del Bautista. Era el Espíritu Santo. Y se oyó una voz solemne del cielo: “Este es mi Hijo, al amado, en el que me he complacido” (Mt 3, 16-17; Mc 1, 10-11; Lc 3, 22). (…).

El evangelio posterior de Juan no narra el suceso del bautismo directamente, sino solamente la relación hecha a sus discípulos por el Bautista.

El testimonio del Bautista es de fuerza singular. Pues testimonia primero que él no es el Cristo, con lo cual, al decir que detrás de él viene otro más importante, testifica en favor de la misma mesianidad de Jesús: «El es el Cristo». Pero este Mesías o Cristo para Juan, y tal como recogen todos los evangelistas el suceso y sus referencias, es un Mesías no político, como lo esperaban los judíos, sino religioso y espiritual. Y además testifica de él que es «el Hijo de Dios», el mismo que «bautiza en Espíritu Santo», sobre el cual el Espíritu mismo ha descendido, como él lo ha visto. "Y además ha oído, y por él es conocido el hecho, la voz celeste del Padre que decía: Tú eres mi Hijo, el Amado. Es, pues, un claro testimonio de Juan Bautista sobre la mesianidad y la divinidad de Jesús, conforme a los cuatro evangelios.


Capítulo III.- La expectación del Mesías en los Evangelios

Se recogen los textos evangélicos, lo que dicen que Jesús hizo o dijo. Luego se examinan para comprobar la verdad de tal atribución de estas palabras a Jesús en su vida mortal.

1. La expectación del Mesías en tiempo de Jesús

La esperanza de la llegada a su pueblo de un gran rey enviado por Dios, arranca propiamente de la misma existencia primera de la humanidad, según la tradición judía expresada por Moisés en el libro del Génesis.

“Pondré enemistades entre ti, oh Serpiente, y la Mujer, y entre tu descendencia y la suya. Este (Descendiente de la mujer) aplastará la cabeza, mientras tú pones asechanzas a su talón” (Gen 3, 14-15)

Yahvéh anuncia que un descendiente de Abraham dominará el mundo como rey. (…) (Gn 12, 2-3; 13, 14-17; 18, 18; 22, 16-18 en el sacrificio de Isaac)

Y sigue anunciando a este glorioso Descendiente como Rey de Israel, especialmente en Jacob (Gen 49, 10). Después del éxodo de Moisés los profetas continúan el anuncio.

El profeta Natán anuncia al rey que el Mesías surgirá de la familia del Rey David, y que su trono será permanente y aun eterno (2 Sam 7, 11-17; cf Lc 1, 32). Finalmente, los profetas de Israel y de Judá, después de Salomón, pronunciarán numerosos oráculos sobre el futuro Mesías, Rey de Israel.

Mesías (palabra hebrea) significa, lo mismo que Cristo (palabra griega), el Ungido, que es el nombre dado a los reyes (Jn 1, 41). Pero además de Rey, este Mesías era concebido por los profetas como profeta y sacerdote. Era un Mesías religioso, además de político.

El Mesías será, además, constituido por Yahvéh Juez de los hombres (Sal 2; Sal 71, 2) Y por él Dios hará una nueva Alianza santa con su pueblo: Tales son los magníficos privilegios sagrados prometidos al Mesías de Israel.

La expectación mesiánica existía dentro de Palestina, entre los mismos judíos, según aparece por los mismos datos evangélicos en torno a Jesús.

En primer lugar, la profecía de Jacob al morir bendiciendo a sus hijos:
«No será apartado el cetro de Judá, ni el Jefe de sus descendientes, (el cetro de entre sus piernas) hasta que venga el que ha de ser enviado, que será la esperanza de las naciones (a quien rendirán las naciones homenaje)». (Gen 49, 10).

Al reinar Herodes el Grande, que obtuvo el reino de los romanos el año 39 a.C. y murió el 4 a.C, por primera vez en la historia de Israel el mando regio había pasado a un intruso, Herodes era de Idumea y no de Israel. Podían pensar había llegado el tiempo del Mesías.

El segundo apoyo para creer llegada la época mesiánica era el del nuevo templo de Jerusalén, edificado por Zorobabel después de la vuelta de Babilonia, tras el decreto de Ciro (Esdr 3, 6-13; 5, 1-5; 6, 13-16). El propio Herodes, para congraciarse con los judíos, decidió levantar la nueva maravilla del Templo de Jerusalén, con el esplendor antiguo, comenzando su obra el año 19aC. (…) La obra de restauración y engrandecimiento del Templo (…) no había de terminarse hasta el año 64, siendo el nuevo destruido por los romanos hasta los cimientos el año 70.

El tercer fundamento, el más directo de la expectación de Israel, debía ser la célebre profecía de las setenta semanas de años del profeta Daniel, que tenían bien presente. El tiempo estaba entonces cumpliéndose al menos aproximadamente. Y así resultaba obvio que Israel esperase, según la gran profecía concreta, la próxima llegada del Mesías.

En realidad tenemos el hecho de tal expectación reflejada en los evangelios. El anciano Simeón. Y la profetisa Ana, en la misma escena, “hablaba del Niño a todos los que esperaban la redención de Israel”, que debían ser personas del pueblo fiel allí presentes por la coincidencia.

Los dos evangelistas de la infancia nos han dado otros datos de esta expectación. En Lucas el ángel anuncia a los pastores: “un gozo grande para todo el pueblo: os ha nacido hoy en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor” (Lc 2, 11). La misma difusión de expectación muestra la escena de Mateo de la llegada de los magos del Oriente. Venían en busca del Mesías o rey de los judíos.

Cuando ya Jesús comienza su predicación, la expectación se hace de nuevo más viva. Hay que tener en cuenta un hecho singular histórico. No hay profetas en Israel desde hace ya cuatro siglos, cuando aparecen Juan Bautista y Jesús de Nazaret.

Los libros sagrados han cesado de producirse desde hace como un siglo, con los libros deuterocanónicos (segundo canon) escritos en griego durante la época helenísti­ca, que ni siquiera son admitidos en el canon judío riguroso.

Hasta la aparición del Bautista y de Jesús pasará un siglo sin ningún autor inspirado, y en realidad el prodigio de la Biblia judía ha terminado definitivamente. Ya no volverá a escribirse ningún libro más. El año 70, con la dispersión judía, acabará con toda esperanza, y el canon judío (y también el cristiano) del AT queda fijo e inmutable.

Es Juan quien nos ha dejado la más concreta referencia a estas graves preguntas del pueblo que rodeaban a Jesús. En la fiesta de las Tiendas del segundo año de su predicación los rumores crecieron sobre él. Las gentes se preguntaban admiradas: «¿Cuando venga el Cristo hará más milagros que los que éste hace?» (Jn 7, 31), tanto que ya los fariseos y príncipes tomaron la decisión de prenderle (7, 32), porque había quienes al ver que no se le enfrentaban así decían: «¿Será que nuestros príncipes han reconocido que es el Cristo?» a lo cual otros respondían: «Del Cristo sabemos de dónde tiene que venir (de Belén, según Miqueas), y éste no sabemos de dónde es», de manera desdeñosa (Jn 7, 25-27)..

A esta conmoción popular podríamos referir más directamente el caso de la Samaritana, que narra Juan. Ella muestra claramente que existía la convicción de que el Mesías estaba próximo a aparecer, según el parecer del pueblo judío, sin duda por los motivos que antes hemos alegado.

Habría que añadir que, según los evangelistas, desde el mismo comienzo del ministerio de Jesús, los demonios que él expulsaba de los posesos daban testimonio de su dignidad mesiánica (y aún más, de la divina) diciendo: «Sé quién eres, Jesús de Nazaret, el Santo de Dios (Cristo)» (Mc 1, 24; Lc 4, 34), como en el caso de Cafarnaúm, primero de todos. O como en el de los Gerasenos que le proclaman «Hijo del Altísimo» (Lc 8, 28; Mc 5, 7; Mt 8, 29).

Recordemos finalmente que los últimos descubrimientos arqueoló­gicos de Qumrán han demostrado que en aquella comunidad se vivía en la expectación del Mesías, diferente del Sacerdote supremo según la «Regla de la Comunidad», cuyo puesto estaba reservado para cuando apareciese.

2. Los títulos mesiánicos

Son varios los títulos propios del Mesías, y debemos tenerlos en cuenta al estudiar la mesianidad proclamada de Jesús. Directamente el título de Mesías significa en hebreo «Ungido», lo mismo que en griego Cristo, que viene de «crisma» (jrisma) o unción. Los reyes de Israel eran ungidos por el sacerdote supremo, o por el profeta de Yahvéh, como aparece en el primer rey de Israel, Saúl, que fue ungido con aceite sagrado por el profeta Samuel, que era también el último de los Jueces de Israel, por orden de Yahvéh (1 Sam 10, 1). Después de él, tras su reprobación por su falta en Gálgala, fue ungido el joven David, siguiendo Samuel las divinas instrucciones (1 Sam 15, 22-28; 16, 1-13). Antes de morir David proclamó rey a su hijo Salomón, por la unción sagrada hecha por el sacerdote Sadoc.

El primer título mesiánico es el de Rey. «Cristo» y «Mesías», es lo mismo que «Rey» proclamado por Dios en Israel. Es el Rey del Reino de Dios, que era Israel, donde el rey ocupaba el lugar divino para el gobierno, siendo así Israel una teocracia. Este título de «Rey-Mesías, Cristo» se concreta ya en el «Reino de Dios», ya también en el «Reino de los cielos», que será frase usual en labios de Jesús.

El segundo título mesiánico claro es el de «Hijo de David», por haber sido prometido a David que en su descendencia estaría el Mesías, cuyo reino será eterno (2 Sam 7, 12, 16; Sal 88, 4-5. 27-28. 36-37). Constaba entre los judíos con claridad esta promesa divina hecha a David para su descendencia, y así el Mesías recibía el nombre de «Hijo de David» (Mt 22, 42; Mc 12, 35; Le 20, 41), y por esto mismo había anunciado Miqueas en su profecía que el Mesías debía nacer en Belén, que era la ciudad de David (Miq 5, 2).

El tercer título del Mesías es el de «Hijo del Hombre». En la célebre profecía de Daniel, el profeta ve venir sobre las nubes del cielo a un ser en figura humana, por lo cual es «Hijo del hombre», el cual recibe de Dios el reino perpetuo, sustituyendo a los demás imperios anteriores de la historia. La figura representa, dice el profeta Daniel, al «pueblo de los Santos», y evidentemente lo representa a la manera antigua en que el rey de un pueblo era la figura de su propio pueblo y reino (Dan 7, 13-14; 7, 27).

Ratzinger en “Jesús de Nazaret”. En Marcos aparece 14 veces Hijo del hombre. La emplea únicamente Jesús salvo Esteban durante el martirio. La cristología de los autores del NT se basa en los títulos Mesías (Cristo), Kyrios (Señor) e Hijo de Dios.

En cuanto a un cuarto título, el de «Santo de Dios», que es también título mesiánico, apunta más directamente a la trascendencia divina del Mesías. La santidad es claramente un atributo divino característico. Dios es el Santo por excelencia, y el Santo de Dios será un hombre que participe de este divino atributo de modo particular. También los otros títulos anteriores, en especial el de «Hijo del hombre» muestran su carácter trascendente, pues sobrepasan la figura de un hombre ordinario. Pero de modo más especial queda esto claro en la «Santidad», como consta en el AT de manera múltiple.

Propuestos así estos títulos, en el capítulo siguien­te veremos cómo Jesús hizo aplicación de ellos a sí mismo, bien sea directamente, bien sea aceptando sin protesta que le fuesen aplicados por los que acudían a él o le veneraban con tales títulos.
Jesús de Nazaret – Joseph Ratzinger

10.- NOMBRES CON LOS QUE JESÚS SE NOMBRA A SÍ MISMO (p. 371)

Durante la vida de Jesús, los hombres procuraron interpretar su misteriosa figura según las categorías que les eran familiares y que deberían servir para descifrara su misterio: se le consideró un profeta, como Elías o Jeremías que había vuelto, o como Juan el Bautista (cf. Mc 8, 28).

Pedro utilizó – como hemos visto- títulos diferentes, superiores: Mesías, Hijo de Dios vivo. El intento de condensar el misterio de Jesús en títulos que interpretaran su misión, más aún, su propio ser, prosiguió después de la Pascua.

Cada vez fueron cristalizando tres títulos fundamentales: Cristo (Mesías); Kyrios (Señor) e Hijo de Dios.

El primero apenas era comprensible fuera del ámbito semita: desapareció muy pronto como título único y su fundió con el nombre de Jesús: Jesucristo. La palabra que debía servir de explicación se convirtió en nombre. Por tanto, con razón su misión se convirtió en parte de su nombre.

En cuanto a los títulos Kyrios y de Hijo, ambos apuntaban en la misma dirección. La palabra “Señor” había pasado a ser, en el curso de la evolución del A.T. y del judaísmo temprano, un sinónimo del nombre de Dios y, por tanto, incorporaba ahora a Jesús en su comunión ontológica con Dios, lo declaraba como el Dios vivo que se nos hace presente. También la expresión Hijo de Dios lo unía al ser mismo de Dios.

No obstante, para determinar el tipo de vinculación ontológica de que se trataba fueron necesarias discusiones extenuantes desde el momento en que la fe quiso demostrar también su propia racionalidad y reconocerla claramente. ¿Se trataba del Hijo en un sentido traslaticio –en el sentido de una especial cercanía a Dios-, o la palabra indicaba que en Dios se daban realmente Padre e Hijo? ¿Supone que Él era realmente “igual a Dios”, Dios verdadero de Dios verdadero? El primer concilio de Nicea (325) solventó esta discusión con el término homousios (“consustancial, de la misma sustancia), el único término filosófico que ha entrado en el Credo. Pero es un término que sirve para preservar la fidelidad de la palabra bíblica. Nos quiere decir que cuando los testigos de Jesús nos dicen que Jesús es “el Hijo”, no lo hacen en un sentido mitológico ni político, que eran los dos significados más familiares en el contexto de la época. Es una afirmación que ha de entenderse literalmente: sí, en Dios mismo hay desde la eternidad un diálogo entre Padre e Hijo que, en el Espíritu Santo, son verdaderamente el mismo y único Dios.

Debemos prestar una atención más detallada a las denominaciones con las que Jesús se designa a sí mismo en los Evangelios. Son dos. Por un lado, se llama preferentemente “Hijo del hombre”; por otro, hay textos – sobre todo en el evangelio de Juan- en los que se refiere a sí mismo simplemente como el “Hijo”.

Jesús nunca utiliza el título Mesías para referirse a sí mismo; el de Hijo de Dios lo encontramos en su boca en algunos pasajes del Evangelio de Juan. Cuando se le ha llamado Mesías o con designaciones similares – como en el caso de los demonios expulsados y en el de la confesión de Pedro-, Él ordena guardar silencio. Sobre la cruz queda plasmado, esta vez de manera pública, el título de Mesías, Rey de los judíos. Y aquí puede tranquilamente aparecer escrito en las tres lenguas del mundo de entonces (Jn 19, 19s), pues por fin se le ha quitado toda ambigüedad. El tener la cruz por trono le da al título su interpretación correcta. Dios reina desde el madero; así es como la Iglesia antigua ha celebrado este nuevo reinado.

1. HIJO DEL HOMBRE

Hijo del hombre: esta misteriosa expresión es el título que Jesús emplea con mayor frecuencia cuando habla de sí mismo. Sólo en el evangelio de Marcos aparece catorce veces en boca de Jesús. Más aún, en todo el N.T. la expresión Hijo del hombre la encontramos sólo en boca de Jesús, con la única excepción de la visión de Esteban: “Veo el cielo abierto y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios” (Hcnh 7, 56).

Esteban ve en el momento de su muerte lo que Jesús había anunciado durante el proceso del Sanedrín: “Veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha del Todopoderoso y venir entre las nubes del cielo Mc 14, 62)

La cristología de los autores del N.T., también la de los evangelistas, no se basa en el título Hijo del hombre, sino en los títulos de Mesías (Cristo), Kyrios (Señor) e Hijo de Dios, que comenzaron a ser usados ya durante la vida de Jesús. La expresión Hijo del hombre es característica de las palabras de Jesús mismo.

Se distinguen en general tres grupos de palabras referentes al Hijo del hombre:

El primero estaría compuesto por las que aluden al Hijo del hombre que ha de venir.

El segundo grupo estaría formado por palabras que se refieren a la actuación terrena del Hijo del hombre

El tercero, hablaría de su pasión y resurrección.

La mayoría de los exegetas tienden a considerar sólo los términos del primer grupo como verdaderas palabras de Jesús.

El segundo grupo, al que pertenecen las palabras referentes al poder de perdonar los pecados, a su autoridad sobre el sábado … se habría formado según una de las principales corrientes de estas teorías en la tradición palestina, tendrían un origen muy antiguo, pero no se podría atribuir directamente a Jesús.

Las más recientes serían las afirmaciones sobre la pasión y resurrección del Hijo del hombre.

De esta manera a la comunidad anónima se le atribuye una sorprendente genialidad teológica. Pero no es así, lo grande, lo novedoso, lo impresionante, procede precisamente de Jesús; en la fe y en la comunidad se desarrolla, pero no se crea.

La expresión Hijo del hombre, con la cual Jesús ocultó su misterio y al mismo tiempo fue haciéndolo accesible poco a poco, era nueva y sorprendente. No era un título habitual de la esperanza mesiánica, pero responde perfectamente al modo de la predicación de Jesús, que se expresa mediante palabras enigmáticas y parábolas, intentando conducir paulatinamente hacia el misterio, que solamente pude descubrirse verdaderamente siguiéndole a Él.

“Hijo del hombre” significa en principio, tanto en hebreo como en arameo, simplemente “hombre”. El paso de una a otra, de la simple palabra “hombre” a la expresión “Hijo del hombre” y viceversa puede verse en unas palabras sobre el sábado que encontramos en los sinópticos. En Marcos se lee: “El sábado se hizo para el hombre, y no el hombre para el sábado” (Mt 12, 8; Lc 6, 5).