sábado, 18 de febrero de 2012

Erección canónica de Schola Cordis Jesu en Gipuzkoa





Con fecha 21 de diciembre de 2011, tras 46 años de espera, ha sido erigida Schola Cordis Iesu como sección del Apostolado de la Oración en la diócesis de San Sebastián.
Demos gracias al Sgdo. Corazón de Jesús.





martes, 7 de febrero de 2012

Realidad de las afirmaciones de Jesús



Tercera Parte: El Hijo de Dios - Jesús y los grandes Misterios

PARTE III: EL HIJO DE DIOS
Capítulo VI.- JESÚS Y LOS GRANDES MISTERIOS

Resumen
Quedan por examinar los textos que son un testimonio de divinidad manifestado en relación con los misterios divinos.

Ø El misterio del Juicio final de los hombres,
Ø El de la sagrada Eucaristía y el Bautismo,
Ø El de la resurrección del propio Jesús, y,
Ø El de la Santa Trinidad

1. El Juicio último sobre los hombres

En el AT consta claramente que Dios juzgará a todos los hombres, por los actos de su vida, después de la muerte. El NT nos habla de este juicio divino.

En los Sinópticos: Durante el juicio del Sanedrín: «veréis al Hijo del hombre, que se sienta a la derecha de Dios, venir sobre las nubes del cielo»; el discurso apocalíptico: «Hijo del hombre vendrá con poder y majestad, acompañado de ángeles»; La descripción de Mateo del juicio final.

En el Evangelio de Juan hay una advertencia a los enemigos de Jesús y una descripción abreviada del juicio a los hombres.

2. Las fórmulas del Bautismo y de la Eucaristía

Bautizad a todas las gentes en el Nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19). Jesús se otorga a sí mismo, siendo el Hijo, la plena y total paridad con el Padre y el Espíritu Santo en el sacramento del bautismo. Es pues la fórmula trinitaria una expresión clara de la divinidad igual de las tres personas en un solo Nombre, necesariamente tiene que ser el de Dios

En los cuatro evangelios, y en una epístola de Pablo, hay unas palabras de Jesús, que confirman este asombroso misterio de la Eucaristía. «Esto es mi cuerpo (o carne)», «Este es el cáliz de mi sangre - «La nueva alianza (o testamento, diazékes) de mi sangre» (Pablo y Lucas); «la sangre mía de la alianza» (Mc y Mt). Así como la alusión a la pasión: «que se derrama: por vosotros (Lc), por los muchos (Mc), , para remisión de los pecados» (Mt).

Jesús dijo sobre la copa de vino: «Este es el cáliz de mi sangre, de la nueva alianza» (Mt, Mc), o de forma semejante: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre» (Lc, Pablo). Se ha visto en estas palabras de Jesús una afirmación de divinidad

3. La Resurrección de Jesús

Sólo Dios puede realizar el milagro de la resurrección de un muerto. Ningún ángel tiene tal potencia, pues supone el poder sobre el alma para hacer que reanime su cuerpo. Si esto hay que decirlo de una resurrección ordinaria, como las realizadas por Jesús en vida, hay que decirlo con plenitud cuando se trata de una resurrección de tipo escatológico, como la suya.

4. El misterio de la Trinidad: la igualdad con el Padre

Al examinar la relación del Hijo al Padre y su igualdad o identificación como Dios, podemos considerar dos formas de expresar la igualdad sustancial del Padre y el Hijo.

Ø Las palabras afirmativas de Jesús sobre su igualdad con el Padre en cuanto al conocer y al obrar que aparecen en los evangelios. «Al Padre no le ha visto nadie. Sólo aquel que viene de Dios (él mismo, cf. v. 38-40) éste ha visto al Padre» (Jn 6, 46). «Mi Padre actúa hasta ahora, y yo también actúo» (5, 17)

Ø Las palabras sobre la misma unidad y mutua relación entre ambas personas. Se funden las diversas afirmaciones de la unidad divina que son afirmaciones de plena divinidad de Jesús. El Padre está en mí y yo en él. Por lo cual, el que me ve a mí ve al Padre. Y esto es verdad, porque el Padre y yo somos uno. Y yo soy imagen viva del Padre.


5. Relación con el Espíritu Santo

«Si yo no me voy no vendrá a vosotros el Paráclito. Pero cuando me vaya, Yo os lo enviaré» (16, 7). Lo que él anuncie «lo tomará de mí, y os lo anunciará» (16, 14), y esto es así precisamente por la identificación divina de Jesús con el Padre: «Todo lo que el Padre tiene es mío; por eso os he dicho que tornará lo mío y os anunciará>> (16, 15). Pues este Espíritu Santo «lo enviará mi Padre en nombre mío» (14, 26).

Se ve así claramente que este Espíritu Santo es una persona divina que procede del Padre, y que es enviado por el Hijo a sus apóstoles, para que les enseñe la verdad, les recuerde lo dicho por Jesús, les anuncie el futuro.


PARTE III: EL HIJO DE DIOS
Capítulo VI.- JESÚS Y LOS GRANDES MISTERIOS

Quedan por examinar los textos que son un testimonio de divinidad manifestado en relación con los misterios divinos.

Ø El misterio del Juicio final de los hombres,
Ø El de la sagrada Eucaristía y el Bautismo,
Ø El de la resurrección del propio Jesús, y,
Ø El de la Santa Trinidad. El dogma revelado por Jesús, al relacionarlo con las otras dos personas distintas de la Trinidad, que son el Padre y el Espíritu Santo, muestra que Jesús se considera a sí mismo Dios verdadero al igual que las otras dos personas de que habla.

En este capítulo utilizamos los cuatro evangelios.

1. El Juicio último sobre los hombres

En el AT consta claramente que Dios juzgará a todos los hombres, por los actos de su vida, después de la muerte. Los libros sagrados presentan a Dios como Juez universal en el célebre «Día de Yahvéh», día que hará resplandecer la justicia de Dios. Así en Dan 12, 1-3, Joel 3, 1-2, Amos 5,18-20, Mal 4, 1-6, Is 66, 24, Sal 7, 9; 74, 8-9; 93, 1-2; 95, 13; 97, 9. Esto supone que Dios conoce plenamente las conciencias de todos, y nada puede ocultársele. Expresamente lo recuerda el Salmo 138 dedicado a este tema: «Todos mis actos están escritos en tu libro» (138, 16; Ap 20, 12).

El NT nos habla de este juicio divino. En la carta a los Hebreos, san Pablo: «Sin fe es imposible agradar a Dios. Y es necesario creer que existe Dios, y que es remunerador de los que le buscan (o sea juez de los hombres)» (Hebr 11 6). De este juicio divino final hablan las cartas de Pablo: Rom 2, 5-8; 2, 16; 1 Cor 3, 12-15; Ef 6, 8; 1 Tes 5, 2-3; 2 Tim 4, 8.

Textos en que Jesús habla de este oficio suyo de Juez de los hombres por poder divino.

En primer lugar, en los sinópticos

Ø Jesús recuerda al Sanedrín que le está juzgando, y a Caifas su presidente, que «veréis al Hijo del hombre, que se sienta a la derecha de Dios, venir sobre las nubes del cielo» (Mt 26, 64; Mc 14, 62; Lc 22, 69).

Ø En el discurso apocalíptico aparece el anuncio de la venida del Hijo del hombre como juez supremo: el «Hijo del hombre vendrá con poder y majestad, acompañado de ángeles» (Mt 24, 30-31; cf. 13, 41-43; Mc 13, 26-27; Lc 21, 27; cf. 9, 26; 17, 24).

Ø La descripción de Mateo del juicio que hará el Hijo del hombre: «Vendrá el Hijo del nombre en su majestad, y todos los ángeles con él, y se reunirán ante él todas las gentes» (Mt 25, 31-46). Donde el rey (basileus), que es el Hijo del hombre como Mesías y rey, pronunciará las sentencias motivadas por las obras buenas o malas de los de la derecha y la izquierda, considerando hechos a sí mismo los bienes y males hechos a sus hermanos los hombres necesitados. «E irán los unos al suplicio eterno, y los justos a la vida eterna», constando así la ejecución final de sus sentencias.


En segundo lugar, en el evangelio de Juan

Ø Un testimonio dado a sus adversarios los judíos: «El Padre no juzga a nadie, sino que ha dado al Hijo todo el juicio» (Jn 5, 22).

Ø La descripción abreviada del juicio que ejercerá con la ejecución de las sentencias: «El Padre ha dado al Hijo la potestad de hacer el juicio, (precisamente) porque es el Hijo del hombre» - «Todos los que están en los sepulcros oirán su voz. E irán los que hicieron obras buenas a la resurrección de vida, y los que las hicieron malas a la resurrección de condenación» (5, 28-29).

La doctrina de que Jesús será el juez del mundo se halla en la tradición apostólica, como se puede ver en las palabras de catequesis de Pedro en la casa del centurión Cornelio: «Ha sido Jesús constituido por Dios juez de vivos y muertos» (Act 10, 42). Y Pablo en el discurso del Areópago de Atenas: «Dios ha establecido el día en el que juzgará al mundo en justicia, por el hombre (Jesús) al que ha destinado (para este juicio), dando la garantía en resucitarle de entre los muertos» (Act 17, 31).

Hay otros pasajes apostólicos del NT. Así, en la epístola 2 Tim 4, 1: «Doy testimonio ante Dios y Jesucristo, el cual ha de juzgar a los vivos y a los muertos» (cf. 2 Pe 3, 10; Apoc 22, 12). Esta doctrina apostólica proviene de Jesús en la atribución evangélica, como hemos visto. Y supone un Jesús con potestad divina de juzgar en el último día. Tal potestad, con el conocimiento total de la vida de los hombres que conlleva, puede ejercerla con segura justicia solamente Dios, y es asi un argumento de divinidad en las palabras de Jesús.

2 Las fórmulas del Bautismo y de la Eucaristía

Sacramento del Bautismo

La fórmula del sacramento del Bautismo, conforme al testimonio evangélico del mandato de Jesús resucitado, es:

Bautizad a todas las gentes en el Nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19)

Jesús se otorga a sí mismo, siendo el Hijo, la plena y total paridad con el Padre y el Espíritu Santo en el sacramento del bautismo. Es pues la fórmula trinitaria una expresión clara de la divinidad igual de las tres personas en un solo Nombre, necesariamente tiene que ser el de Dios.

En los Hechos de los Apóstoles, éstos bautizaban «en el nombre de Jesús». El bautismo en el nombre de Jesús es distinto del de Juan Bautista (Act 19, 3) y significa el mandado por Jesús, el que se hace con fe en Jesús como Hijo de Dios. Esto consta en el bautismo del eunuco de Candaces etíope por el diácono Felipe. «Si crees, te puedo bautizar», y el acto de fe: «Creo que Jesús es el Hijo de Dios» (Act 8, 37). El bautismo en nombre de Jesús significa en los apóstoles el bautismo con la fe en Jesús. Y el mandato de éste, conforme a la tradición apostólica mantenida en todas las iglesias cristianas, es el de bautizar con la fórmula trinitaria, que eleva a Jesús en el rango de Hijo a la paridad con el Padre y el Espíritu.

Sacramento de la Eucaristía

En los cuatro evangelios, y en una epístola de Pablo, hay unas palabras de Jesús, que confirman este asombroso misterio.

El relato de la cena, en los tres sinópticos, incluye como elemento ciertamente central de la cena pascual unas misteriosas palabras de Jesús (Mt 26, 26-29); Mc 14, 22-25; Lc 22, 19-20). Estas mismas palabras, se hallan también en una epístola de Pablo 1 Cor 11, 23-26, donde afirma que esta tradición la ha recibido del Señor mismo. Y esta enseñanza la ha transmitido a los fieles (1 Cor 11, 23).
En cuanto a Juan, en el capítulo sexto, reproduce un extenso discurso o diálogo de Jesús sobre la eucaristía en promesa anticipada (Jn 6, 51: «el pan que yo daré es mi carne»). Por todo ello bien se puede afirmar que estas palabras de Jesús son de la más firme seguridad, conservadas en todas las tradiciones.

Pablo escribe su epístola hacia el año 57, en el tercer viaje desde Efeso (1 Cor 16, 8), algunos han propuesto fecha anterior. Pablo dice que se refiere a una tradición recibida del Señor, bien directamente (año 36), bien de Pedro en la primera entrevista de quince días del año 39 (Gal 1, 18). Viene directamente de la 1ª tradición apostólica y del día de la Cena.

Por Pablo y Juan consta que en las comunidades cristianas era recibido este testimonio como elemento fundamental del culto litúrgico, como «comida y bebida de la carne y sangre del Señor Jesús» (Jn 6, 52-56; 1 Cor 10, 16-17; 11, 26-29). Se trata de la «fracción del pan» de la que hablan los Hechos apostólicos en la primera actividad de los apóstoles en Jerusalén después de Pentecostés (Act 2, 42).

J. Jeremías ha escrito, con su extraordinaria erudición y conocimiento de los temas bíblicos y judíos, un libro notable sobre la Cena y las palabras de Jesús. Algunas conclusiones relacionadas. La primera es la autenticidad establecida de las palabras de Jesús en las formas fundamentales: «Esto es mi cuerpo (o carne)», «Este es el cáliz de mi sangre». Jeremías piensa que la fórmula más primitiva es la de Marcos, aunque no se puede negar el valor de las otras variantes. Estas palabras centrales son las que interesan a nuestro tema aquí, y también las que se refieren a la alianza: «La nueva alianza (o testamento, diazékes) de mi sangre» (Pablo y Lucas); «la sangre mía de la alianza» (Mc y Mt). Así como la alusión a la pasión: «que se derrama: por vosotros (Lc), por los muchos (Mc), por los muchos, para remisión de los pecados» (Mt).

El pensamiento de Jeremías, sin embargo, se aparta del pensamiento de la Iglesia católica cuanto al sentido y valor de las palabras de Jesús sobre el pan y el vino; para él las palabras de Jesús tienen el sentido de comunicar un significado al pan y al vino, sin cambiar su propia sustancia en carne y sangre de Jesús. Según la interpretación del autor, la última cena tuvo realmente carácter pascual. Es por otra parte la última cena de Jesús con ellos antes de morir. Todo esto da relieve especial a esta comida, en la que Jesús pronuncia sus importantes palabras sobre el pan y el vino. Cree que son palabras significativas de su pasión, por alusión al cordero pascual del sacrificio, que estaba sobre la mesa. Son, para él, palabras de simple sacrificio pascual, pero sólo en sentido significativo. Y por otra parte, las importantes palabras «haced esto en memoria mía», que se hallan en Pablo y en Lucas, tienen según el autor el significado de pedir a los discípulos que lo sigan haciendo, con este sentido singular: «Haced esto para que Dios se acuerde de mí», es decir: para que haga llegar el día del Mesías.

Pero frente a todas estas interpretaciones del crítico, hay que advertir, que para comprender el sentido de unas palabras del texto escrito hay dos caminos directos. Uno es el que tales palabras tienen gramaticalmente hablando. Y otro el que han aceptado aquellos que las recibieron, que fueron los apóstoles. Porque Jesús hablando de la Eucaristía, ha dicho: «Al que come mi carne y bebe mi sangre, yo le resucitaré el último día» (Jn 6, 54). Siendo la resurrección promesa a los hombres, todos tienen que poder comer su carne y beber su sangre. Esto exige que se repita el milagro hasta el fin del mundo. Y por eso añade: «Haced esto hasta el fin, como yo lo hago ahora, en conmemoración mía».

Y, ¿qué dicen las palabras en su sentido literal, respecto del pan y del vino? «Esto es mi cuerpo-carne», «Este es el cáliz de mi sangre». Tal formulación es la de todos los cuatro textos de la institución (Mc, Mt, Lc, Cor). La tradición recogida por los mismos apóstoles sobre el sentido de las palabras no permite otro sentido sino el de la transformación del pan en carne y del vino en sangre, que la Iglesia católica llama en su definición, «con palabra apropiada, transustanciación». (Concilio de Trento, sesión XIII (Denz n. 873 a 877) sobre la Eucaristía como sacramento, y sesión XXII sobre la Misa (Denz, 938 s). En especial el n. 877 y la definición del n. 884 sobre la transustanciación. Y cfr. Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, n.26)

Pablo nos habla de «comunión de la sangre de Cristo y de participación del cuerpo del Señor» (1 Cor 10, 16). Y Juan ha subrayado en labios de Jesús que se trata realmente «de comer la carne y de beber la sangre» de Jesús, al notar la dificultad que para los judíos oyentes ofreció la palabra de Jesús: «El pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo», exhortando a «comer de este pan» (Jn 6, 51-56). «Y muchos de sus discípulos se le marcharon diciendo: «Dura es esta doctrina, ¿quién la puede soportar?» (Jn 6, 60). A pesar de ello Jesús no rectificó su anuncio, sino que simplemente preguntó a los apóstoles si estaban dispuestos a aceptarlo.

Tal es pues el verdadero sentido de las palabras de Jesús: «Esto es mi carne o mi cuerpo» significa que realmente aquello que estaba en sus manos, el pan de la distribución en comida, era su cuerpo desde que él lo dijo así. «Este es el cáliz de mi sangre» significa que en la copa que daba a beber se contenía, desde que dijo sus palabras, realmente la sangre del mismo Jesús. Y en cuanto al mandato, «Haced esto en memoria o conmemoración de mí» significa que les daba poder para repetir el prodigio en el tiempo siguiente, conforme a sus propias explicaciones, es decir el poder sacerdotal de consagrar, convirtiendo el pan en su cuerpo y el vino en su sangre.

Baste remitir al libro de J. SOLANO, Textos eucarísticos primitivos», en edición bilingüe, (BAC, nn. 88, 118), en dos volúmenes, Madrid 1952, que ha recogido la práctica totalidad de la tradición eucarística en la Iglesia abundantemente durante los ocho siglos primeros.

Su resultado en lo que toca a nuestro tema podemos resumirlo en dos datos.

Primer dato: «En esta materia de la Eucaristía no hubo verdadera controversia (o herejías) en los diez primeros siglos» (vol.1, prólogo, XIII). Esto quiere decir que la tradición de sentido que se conserva actualmente (no lo olvidemos), y que permanece en la Iglesia católica y en todas las ortodoxas, enlaza con los apóstoles y el sentido que ellos dieron a estas palabras de Jesús. Los nuevos sentidos posteriores, reformistas, luteranos o críticos, no responden al sentido apostólico de los oyentes directos de Jesús.

Segundo dato, el del primer testigo contemporáneo de Juan apóstol, el de san Ignacio de Antioquia: «Los herejes (docetas) no confiesan que la Eucaristía es la carne de nuestro Salvador Jesucristo, la que padeció por nuestros pecados, la que por bondad resucitó el Padre» (Ad Smyrn. 7, 1: ib. P. 51). Este testimonio, de tal antigüedad y proximidad a los apóstoles, muestra con claridad el realismo de la carne y sangre. El cual es el mismo, lo repetiremos, que el entendido por Pablo y Juan.

Puesto así el hecho de que en la cena Jesús dijo estas admirables palabras en un sentido realista de intención de mutación y cambio del pan en carne y del vino en sangre propia, y que además podemos decir son «ipsissima vox» de Jesús, se hace ya necesario llegar a una conclusión. Los judíos decían, con razón en su afirmación, cuando Jesús perdonaba los pecados directamente: «¿Quién puede perdonar los pecados sino Dios? ¿Quién es éste que así perdona los pecados? » (Mc 2, 7; Lc 5, 21). Pues con mayor razón aún habrá que decir aquí: ¿Quién es éste que se cree capaz que se cree capaz de realizar tan gran prodigio como mudar el pan que tiene en sus manos en su propia carne, y el vino de la copa en su sangre? ¿Quién puede hacer con palabras una cosa semejante sino sólo Dios? Así estas ciertas palabras de Jesús se convierten en un testimonio de afirmación de su divinidad.

Jesús dijo sobre la copa de vino: «Este es el cáliz de mi sangre, de la nueva alianza» (Mt, Mc), o de forma semejante: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre» (Lc, Pablo). Se ha visto en estas palabras de Jesús una afirmación de divinidad. Pues la alianza se verifica entre Dios y su pueblo, sellándola con sangre, como recuerda bien la carta a los Hebreos (Hb 9, 18-22). En realidad se puede decir que él solo, como persona, pone la sangre que rubrica el pacto, si tal se considera éste. Ello equivale a considerarse como Mediador, Dios y hombre a la vez (Hb 8, 6; 12, 24). Pues además afirma en sus palabras de consagración que derrama su sangre para el acuerdo o pacto de alianza, «por vosotros, por muchos» (Le, Me Mt), es decir por todos los hombres, cuya representación tenéis aquí vosotros, y esto «para remisión de los pecados» (Mt). Todo ello hace más claro el sentido de posición singular de Jesús ante todos los hombres, por quienes derrama su sangre en expiación de los pecados Y este valor de su sangre quiere decir que tiene valor más que humano.

3. La Resurrección de Jesús

La resurrección de un muerto pertenece a la más alta clase de milagros. Es un milagro de primer orden, y según la clasificación de santo Tomás es «sobre la naturaleza», no sólo contra o fuera de ella (De potentia, q. 6, a. 3; Com. in 2 Sent. disp. 18, q. 1, a. 3; Summa Th. Ia q. 105, a. 8; CGent. 3, 101). Sólo Dios puede realizar este milagro, ningún ángel tiene tal potencia, pues supone el poder sobre el alma para hacer que reanime su cuerpo. Si esto hay que decirlo de una resurrección ordinaria, como las realizadas por Jesús en vida, hay que decirlo con plenitud cuando se trata de una resurrección de tipo escatológico, como es la del propio Jesús. Esta pertenece absolutamente al poder de Dios, y sólo Dios puede hacerla.

En Juan está la afirmación de Jesús sobre su propia resurrección futura, declarando que él mismo será el autor de ella. Cuando los judíos le piden una señal para confirmar su autoridad arrogada sobre el Templo: «Destruid este Templo, y Yo lo levantaré en tres días» (Jn 2, 19). Añade Juan, como propio comentario declaratorio, que hablaba del «Templo de su cuerpo».

Este logion de Jesús, sobre el Templo de su cuerpo y su resurrección, quedó muy grabado en la mente de sus adversarios. Tanto Mateo como Marcos nos dicen que en el proceso religioso ante Caifas, los testigos acusatorios más importantes presentaron esta acusación: «Dijo que destruiría el Templo y lo levantaría en tres días» (Mt 26, 61; Mc 14,58). Más aún, en el calvario, estando Jesús puesto en la cruz, ellos se burlaban de su afirmación concreta, recordándola entre risas o desprecios: «Tú que dijiste que destruirías el templo y lo levantarías en tres días, baja de la cruz» (Mt 27, 40; Me 15, 29). Y tan grabado quedó el testimonio que después de sepultado acudieron a Pilato para que pusiese guardia al sepulcro, recordando que él había dicho (ante ellos mismos, en el Templo) que resucitaría a los tres días (Mt 27, 63-64). Tenemos un logion de Jesús difícilmente recusable,por un triple testimonio, y entendido en el mismo sentido declarado por Juan.

Ahora bien, en este logion la afirmación de Jesús es que: «Yo lo levantaré en tres días», es decir que él mismo será el autor de su propia resurrección. He aquí una patente afirmación de divinidad en su boca. Sólo Dios puede hacer tal resurrección, que es de orden escatológico. Jesús se declara autor de la misma, identificándose con el mismo Dios.


4. El misterio de la Trinidad: la igualdad con el Padre

Este es el momento de examinar la relación de Hijo a Padre en Juan desde el prisma de la igualdad que encierran las frases o textos en las que aparece que Jesús se considera no sólo Hijo, sino, por serlo, igual al Padre, o sea Dios en el más pleno sentido de la expresión.

Si Jesús ha podido declararse Hijo de Dios y Dios juntamente, es por estar en el fondo de su enseñanza que en Dios, aunque hay una sola identidad de sustancia divina, hay tres personas, que es el dogma de la Trinidad. Lo haremos ahora primero sobre la relación de identidad entre Hijo y Padre, y después en cuanto a la relación de Hijo con el Espíritu Santo, del cual también habla Jesús en los evangelios como de persona divina.

Al examinar la relación del Hijo al Padre y su igualdad o identificación como Dios, podemos hacer dos consideraciones distintas:

Ø Considerar las palabras afirmativas de Jesús sobre su igualdad con el Padre en cuanto al conocer y al obrar.

Ø Considerar las palabras sobre la misma unidad y mutua relación entre ambas personas.

El modo de conocer y obrar de Jesús en relación al Padre

Hallamos en Jesús la afirmación de una capacidad de conocer y obrar que le igualan en tales operaciones al Padre, siendo por otra parte evidente que tales operaciones en igualdad exigen una persona divina como sujeto, y aun una naturaleza común de operación para ser en igualdad directa. Jesús afirma que él ve y conoce al Padre directamente, y que hace las mismas obras de su Padre.

A Nicodemo le declaraba Jesús que él hablaba «lo que hemos visto y lo que conocemos» (Jn 3, 11), hablando de los misterios celestes.

El mayor de todos esos misterios indudablemente es el conocimiento del mismo Dios, del Padre. «No vengo de mí mismo, y es verdadero el que me envió, a quien vosotros no conocéis. Yo sí le conozco, porque vengo de él y él me ha enviado» (Jn 7, 29). Los judíos entendieron bien el sentido de igualarse a Dios «buscaban cogerle preso, aunque ninguno puso en él su mano, porque no había llegado su hora» (7, 30). «Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido, y estos discípulos que me oyen han conocido que té me enviaste» (17, 25).

Dijo Jesús a sus oyentes en el sermón eucarístico, según Juan: «Al Padre no le ha visto nadie. Sólo aquel que viene de Dios (él mismo, cf. v. 38-40) éste ha visto al Padre» (Jn 6, 46). Ante esto murmuraban: «¿No es éste el hijo de José? ¿Cómo dice que ha bajado del cielo?» (6, 42), se lo repite también a sus propios adversarios en disputa pública «Sé que sois hijos de Abraham... Pero yo hablo de lo que he visto en mi Padre» (8, 38). Esta discusión se cerrará también, tras la declaración de eternidad y del Yo-soy de Jesús, con la decisión de los judíos de lapidarle allí mismo por blasfemo (8, 58). Pero es obvio que afirme que ha visto y conoce al Padre quien proclama a Tomás que «él es la Verdad» (14, 6), la cual por otra parte es propiedad de la Palabra del Padre: «Tu Palabra, oh Padre, es la Verdad» (17, 17).

Si pasamos a la operación del obrar con la voluntad, hallamos también la identificación en tal operación con el Padre afirmada por Jesús. Cuando los judíos se oponían a Jesús porque no guardaba exactamente el sábado, él se justificó tranquilamente diciendo: «Mi Padre actúa hasta ahora, y yo también actúo» (5, 17). Y en la discusión con los judíos Posteriormente dice: «Muchas buenas obras de mi Padre (con su potestad) os he mostrado, ¿por cuál de ellas me apedreáis?» (10, 32) En ambos casos le arguyeron de quererse hacer Dios, y buscaban matarle (5, 18; 10, 31). Ello muestra que habían entendido que Jesús afirmaba su igualdad con el Padre, lo que juzgaban audaz blasfemia Jesús les respondió: «Lo que hace mi Padre, eso hago Yo» (5, 19).


La íntima relación entre el Padre y el Hijo

En primer lugar encontramos una afirmación de mutua inherencia, que logra la extraña posibilidad de que cada uno de los dos esté dentro del otro o en él. Esta afirmación la hallamos cuatro veces en el evangelio de Juan en boca de Jesús. Primera, al hablar del pan eucarístico; donde nos dice que el que recibe tal pan «vive en mí y yo en él», y esto es a semejanza de lo que le sucede a él con el Padre, «el cual vive, y yo vivo por la fuerza del Padre» (6, 56-57). Segundo, cuando mantiene la gran discusión con los judíos sobre los respecti­vos padres. Llega ya a decir claramente: «Si no me creéis a mí, creed a mis obras, para que conozcáis y creáis que el Padre está en mí y yo en el Padre» (10, 38). Entonces, agrega otra vez más el evangelista, «quisieron apresarle, pero escapó de sus manos», lo que de nuevo muestra la inteligencia de esta frase tan formalmente expresiva de su divinidad.

La tercera y la cuarta, en la última cena: «¿No creéis que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?» (14. 10), y lo repite de nuevo con firmeza: «A lo menos creed por las obras, que yo estoy en el Padre y el Padre en mí» (14, 11). Y todavía poco después añadirá otra vez más: «En ese día (de la resurrección) conoceréis que yo estoy en mi Padre» (14, 20). Es una fórmula muy específica de la igualdad en labios de Jesús, la doble inhesión.

En segundo lugar, otra forma muy clara y audaz de afirmar esta igualdad es afirmar la idéntica posesión de todas las cosas en ambos. «Todas las cosas que tiene el Padre son mías» (16, 15). Y en la plegaria a su Padre: «Todas mis cosas son tuyas, y las tuyas mías» (17, 10), y añade que «soy glorificado en ellas». He aquí una segunda fórmula de igualdad plena, por la igualdad de todas las cosas, que implica la igualdad e identidad de sustancia y naturaleza, pues, las personas son dos, Padre e Hijo.

Llegamos así a la necesaria y directa afirmación de la plena unidad, expresada también a través de la misma fórmula anterior más explícitamente aún: «Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti» (17, 21)- Renueva la afirmación de esta plena unidad de la mutua inhesión: «Que sean uno, como nosotros (tú y yo) somos uno» (17, 22). Unidad que es la consumación que desea en semejanza: «Yo en ellos, y tú en mí» (17, 23). Pero esta afirmación plena de la unidad con Dios que él posee, y que es total en la naturaleza, no sólo la expresa ante el asombro de sus discípulos en la sublime plegaria de la cena, sino que ya antes había constituido el vértice final de la gran discusión con sus adversarios, cuando desean y piden saber con certeza si él es el Cristo (10, 24). Jesús alegó de nuevo sus obras para ser creído (10, 25), y terminó sus palabras con la rotunda afirmación de su unidad con el Padre:

«Yo y el Padre somos una sola cosa» (10, 30)

Esta afirmación total de la unidad provocó que los judíos, una vez más, tomasen piedras para matarle por la que estimaban blasfemia audaz, porque, dijeron «Te apedreamos (o queremos apedrear) por tu blasfemia, no por buenas obras. Porque siendo hombre como eres, te haces Dios» (Jn 10, 33). Y después en su proceso dirán del mismo modo a Pilato: «Debe morir porque se ha hecho Hijo de Dios» (Jn 19, 7; cf. Mt 27, 40.43).

Podemos terminar esta impresionante serie de afirmaciones de igualdad con el Padre con una que las resume. Al terminar sus manifestacio­nes en público, Jesús clamó con voz fuerte: «El que, cree en mí, no cree (sólo) en mí, sino en el que me envió (el Padre). Y el que me, ve a mí ve a aquel que me envió (al Padre)» (12, 44-45. No puede ser más directa la afirmación. Como los dos son uno, un solo Dios, el que ve al Hijo ve al Padre. Esta terminante y sorprendente afirmación la repetirá Jesús ante la ingenua petición de su apóstol Felipe en la cena. Dijo Felipe a Jesús: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta» (Jn 14, 8). Jesús le va a dar una respuesta admirable y también sorprendente.

Así se funden las diversas afirmaciones de la unidad divina que son afirmaciones de plena divinidad de Jesús. El Padre está en mí y yo en él. Por lo cual, el que me ve a mí ve al Padre. Y esto es verdad, porque el Padre y yo somos uno. Y yo soy imagen viva del Padre.

5. Relación con el Espíritu Santo

La revelación del misterio de la Trinidad nos proporciona todavía otra afirmación de divinidad en Jesús que nos lo revela. Hay una tercera persona en la Trinidad, que es el Espíritu Santo. El número de textos del NT que hablan del Espíritu Santo es muy elevado. En los evangelios tenemos: ocho en Mt, cinco en Mc, quince en Lucas, y dieciséis en Juan. En total, 44 contando paralelos. En el resto del NT tenemos, 26 en los Hechos, 50 en las epístolas paulinas, 4 en las de Pedro, y 13 en la primera de Juan y Ap.

En los sinópticos, primer lugar la revelación del Espíritu Santo se da en el bautismo de Jesús. Los tres nos presentan, en el momento en que Juan bautiza a Jesús, al Espíritu Santo descendiendo sobre la cabeza de Jesús en forma de paloma (Mt 3, 16; Mc 1, 10; Lc 3, 22). Y en los tres hallamos la afirmación de Juan de que si él bautiza en agua, detrás de él viene otro, Jesús, que «bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Mt 3,11; Mc 1, 8; Lc 3, 16). Este Espíritu es una persona divina. Es divina y por eso es llamado «Santo». Y es personal, pues los tres atribuirán a Jesús esta frase dirigida a sus apóstoles para el tiempo de las persecuciones: «Cuando os entreguen no penséis qué vais a hablar o de qué modo, porque se os dará en aquella hora lo que habléis. Pues no seréis vosotros los que habláis, sino el Espíritu Santo de vuestro Padre el que habla en vosotros» (Mt 10, 19-20; Mc 13, 11; Lc 12, 12). Lucas dice que el Espíritu Santo «os enseñará en aquella hora lo que tenéis que decir». Y Jesús les dice en Lucas: «Yo os daré una elocuencia y Sabiduría a la que no podrán resistir todos vuestros adversarios» (Lc 21, 15). Así pues, Jesús afirma de sí mismo que él distribuye el Espíritu a sus apóstoles, lo cual es claro signo de divinidad suya. Por lo demás es claro que la fórmula ya comentada del bautismo cristiano, ordenada por Jesús, según Mateo, pone en el mismo nivel de divinidad a las tres personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo. El Hijo y el Espíritu son también Dios (Mt 28,19).

Mateo y Lucas proponen al mismo Espíritu como actuante de la humanidad de Jesús en María Virgen, en el origen de esta humanidad (Mt 1, 18.20; Lc 1, 35). Lucas nos propone también, en la primera actuación de Jesús en la sinagoga de Nazaret, su propia tierra de convivencia anterior, la explicación que el propio Jesús da de Isaías: «Buscando en el libro sagrado halló el lugar donde está escrito: El Espíritu del Señor sobre mí. El me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar...». Y comentó así: «Hoy se ha cumplido esta escritura en vuestros oídos» (Lc 4, 18). Nos presenta también a Jesús, al proclamar su conocimiento de igualdad con el Padre, «lleno de gozo en el Espíritu Santo» (Lc 10, 21, cf. 4, 1). Pues bien, este mismo Jesús, así lleno del Espíritu Santo, es el que anuncia que lo enviará sobre sus apóstoles, con promesa de hacerlo: «Mirad que yo envío la promesa de mi Padre sobre vosotros. Permaneced en la ciudad (de Jerusalén), hasta que seáis revestidos de la virtud de lo alto» (Lc 24, 49). Esta promesa que Lucas conmemora en su evangelio antes de la los cielos, la recuerda de nuevo en el libro de los Hechos cuando expone más detalladamente la Ascensión desde el monte Olívete. Jesús les anuncia la próxima venida del Espíritu en un nuevo bautismo, que lo será en Espíritu Santo: «Juan os bautizó en agua. Pero seréis bautizados en Espíritu Santo dentro de pocos días». (Act I, 5). A este envío del Espíritu llama también aquí «la promesa del Padre, que yo os he dicho con mi boca» (Act 1, 4). Y como la venida fue en forma de lenguas de fuego, se ve bien cómo se cumplió el bautismo anunciado por Juan «en Espíritu Santo y en fuego» (Act 2,3)

Juan en su evangelio nos ha revelado tan profundo misterio, con palabras del mismo Jesús. En este cuarto evangelio también hallamos el testimonio del Bautista sobre el descenso del Espíritu Santo encima de Jesús al bautizarse, en forma de paloma. Y además habla del anuncio profético que había recibido de este descenso del Espíritu como señal del Hijo de Dios (Jn 1, 32-34). Y también dice que «éste es el que bautiza en Espíritu Santo», refrendando así el testimonio de los sinópticos totalmente. Luego nos presenta a Jesús, en el diálogo con Nicodemo, hablando de este bautismo, que hace renacer «de agua y de Espíritu Santo» (Jn 3, 5), confirmando así su potestad personal de bautizar en Espíritu Santo.

Si bien ante la Samaritana recordará con claridad que Dios, como Dios, es espíritu (4, 24), el evangelista nos recordará que el Espíritu no fue dado hasta la muerte de Jesús, como efusión de sus gracias mismas (Jn 7, 39), y como promesa de Jesús, el cual hablaba —dice— «del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él» (7, 39). Pero es en el encendido discurso de la cena ante los apóstoles donde descubre más profundamente este misterio tan grande de la tercera persona de la Trinidad.

En tal discurso, Jesús promete rogar al Padre para que les envíe «otro Paráclito perpetuo» (Paráclito = consejero, abogado) (14, 16). Este será personal, como lo indica ya el nombre que le ha dado, y lo muestran las actividades que le asigna, que son las de persona. Pues le llama «el Espíritu de la Verdad» (14, 17; 15, 26; 16, 13). Por serlo, actuará en los discípulos «enseñándoles toda la verdad» (14, 26; 16, 13); asimismo «sugerirá o recordará a los discípulos todo lo que Jesús les ha enseñado» (14, 26), pues «da testimonio de Jesús» (13, 26), y no hablará de su propia fuente sino que «hablará todo lo que oye» (16, 13). También dice de él que «cuando él venga, convencerá al mundo de pecado de justicia y de juicio» (16, 8), explicando qué se entiende por cada uno de estos convencimientos o argumentos (16, 9-11). Todas estas actividades son claramente propias de un ser inteligente y personal. Y lo es, y además de un ser divino, el anunciar el futuro: «Os anunciará las cosas del porvenir» (16, 13).

Y ¿cuál es la relación que tiene o se atribuye Jesús con respecto a esta persona divina de la Trinidad?. Se atribuye una potestad en relación a él que es de paridad en la Trinidad divina, y que aun aparentemente podría parecer de superioridad, aunque no lo sea, sino de eternidad de origen o procedencia en igualdad. Pues este Espíritu Santo o de la Verdad, «procede del Padre», y Jesús dice que «él mismo lo enviará desde el Padre» (15, 26). Y poco después añadirá: «Si yo no me voy no vendrá a vosotros el Paráclito. Pero cuando me vaya, Yo os lo enviaré» (16, 7). Lo que él anuncie «lo tomará de mí, y os lo anunciará» (16, 14), y esto es así precisamente por la identificación divina de Jesús con el Padre: «Todo lo que el Padre tiene es mío; por eso os he dicho que tornará lo mío y os anunciará>> (16, 15). Pues este Espíritu Santo «lo enviará mi Padre en nombre mío» (14, 26).

Se ve así claramente que este Espíritu Santo es una persona divina que procede del Padre, y que es enviado por el Hijo a sus apóstoles, para que les enseñe la verdad, les recuerde lo dicho por Jesús, les anuncie el futuro. Todo ello necesariamente es un argumento de divinidad de Jesús en sus propias palabras, conforme las pone el evangelista en sus labios. Pues sólo Dios puede enviar a Dios, sólo Dios puede saber todo lo que hace Dios. Esta es la doctrina de las tres personas divinas en la Trinidad, revelada por Jesús, de las cuales el Hijo es engendrado por el Padre como Hijo, igual a él en la divinidad, y menor en humanidad (14, 28), y el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, siendo un Dios con ellos en unidad de la naturaleza. El Espíritu Santo, según la teología católica dogmática, procede «del Padre y del Hijo (Filioque)», como de un solo principio, cuya fórmula llega a darse en el Concilio II de Lyon en 1274 (Denz n. 460) y de Florencia en 1439, Decr. para los griegos (Denz n. 691).

Confirmando todo esto, en la aparición a los apóstoles del resucitado, en el atardecer del domingo de Pascua, reunidos en el cenáculo, Jesús les dijo así:

«Recibid el Espíritu Santo.
A quienes perdonéis los pecados
les serán perdonados» (Jn 20, 23).

Palabras en las que aparece la divinidad de Jesús, tanto en el poder de dar la persona divina del Espíritu Santo como en sus efectos divinos, de dar, precisamente el que tiene poder divino, el perdón de los pecados, que como hemos dicho ya antes es un poder exclusivo de Dios. Así aparece el argumento de la divinidad que Jesús se atribuye, de modo múltiple. Esta donación del Espíritu concuerda con la que hemos visto que Lucas en su evangelio pone en forma de promesa antes de la Ascensión, y en los Hechos de los Apóstoles muestra el acto de la venida del Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego. Y todo ello es el cumplimiento del primitivo anuncio profético del Bautista: Jesús, que viene detrás del Bautista, bautizará en Espíritu Santo y en fuego (Mt 3, 11; Mc 1, 8; Lc 3, 16; Jn 1, 33).

Los teólogos han discutido si la persona del Espíritu Santo tiene una acción Personal en el alma en gracia, o es solamente una atribución a ella de la santificación, que hacen las tres personas con el poder divino común de la naturaleza divina, como en todas las obras ad extra de Dios. La doctrina católica es favorable a esta atribución, no a una acción personal diversa de la del Padre y del Hijo.
Hemos propuesto el conjunto de las palabras del propio Jesús, tal como las ponen en sus labios los cuatro evangelistas, sinópticos y Juan, y que arguyen divinidad de Jesús. Resta examinar la certeza de que tales palabras, al menos en su idea fundamental de atribuirse la mesianidad y la divinidad personal, fueron dichas realmente por Jesús.

Jesús y los grandes misterios



JESÚS DECLARA SU DIVINIDAD EN JUAN - EL YO DIVINO DE JESÚS

JESÚS DECLARA SU DIVINIDAD EN JUAN - EL YO DIVINO DE JESÚS – Resumen

Otras formas de declaración de divinidad en el evangelio de Juan.

1. El título de Padre con la correspondiente relación de Hijo;
2. La expresión del Yo de Jesús;
3. El origen de su persona en otra región superior a la humana;
4. La reivindicación de cualidades que sólo a Dios convengan como atributos divinos, y
5. los poderes de Dios considerados como propios.


1. El título de Padre con la correspondiente relación de Hijo

En el evangelio de Juan hay un centenar de versículos que contienen la relación y el nombre Padre o Hijo.

Al pueblo en general,

Ø A los mercaderes del Templo, les dice: «No hagáis de la casa de mi Padre casa de negocios» (2, 16).
Ø A la multitud se dirigen las palabras del sermón eucarístico. «Mi Padre es el que os da el pan verdadero» (6, 32) y «Esta es la voluntad de mi Padre...» (6, 40),.
Ø En la sinagoga de Cafarnaum, llama a Dios Padre (6, 44.57).

A sus adversarios.

Ø En el capítulo quinto: «Amén, Amén, os digo, el Hijo no puede hacer nada sino lo que ve al Padre hacer...» (v. 20);.
Ø «Yo he venido en nombre de mi Padre y no me recibís; si viene otro en su nombre a ése le recibiréis» (v. 43),
Ø En el capítulo diez: tenemos varios. «Muchas buenas (o admirables) obras os he mostrado del Padre, ¿por cuál de ellas me queréis apedrear?» (10, 32), a lo que los judío respondieron: «Por ninguna buena obra te apedreamos, sino porque tú, siendo como eres hombre, te haces igual a Dios» (10, 33).

A sus propios apósto­les,

Ø En la Última cena capítulos 14-16. Hay numerosos versículos en los que llama a Dios «mi Padre», (14, 2.21; 15, 1.8.23-24).
Ø A Magdalena: «Subo a mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20,17). El es «Dios de Dios», nosotros sólo criaturas de Dios.
Ø En la oración que dirige al Padre en la cena: «Padre, ha llegado la hora» (17,1).
Ø Jesús hacía oración al Padre con frecuencia,

El evangelista Juan indica varias veces que esta relación de Hijo a Padre significaba que Jesús era Dios.


2. La expresión del Yo de Jesús

La primera declaración del Yo-soy en Juan es en la escena de Jesús caminando sobre las aguas. Jesús dice: «Yo-soy, no temáis».

En el capítulo octavo, en disputa con los judíos, dice hasta cuatro veces Yo soy
18Yo soy el que doy testimonio de mí mismo, y conmigo da testimonio el Padre que me envió (…)
24 Por esto os dije que moriréis en vuestros pecados; porque si no creéis que yo soy, moriréis en vuestro pecado.
28 Entonces Jesús les dijo: Cuando hayáis levantado al Hijo del Hombre, entonces conoceréis que yo soy
«Amén, Amén, yo os digo» «Antes que Abraham existiese, Yo-soy» (8, 58).

3. Los egotismos divinos de Jesús

Significa las pronunciaciones sobre su propio Yo [Ego), que completan la frase con alguna cualidad que Jesús es, y que tienen forma de aseveración de divinidad.

1. «Yo soy el Pan de vida» (Pan vivo) (6, 48; 6, 51).
2. «Yo soy la Luz del mundo» (8, 12; cf. 12, 46; 1, 4.5.9).
3. «Yo soy la Puerta (del redil)» (10, 7.9).
4. «Yo soy el Buen Pastor» (10, 11.14; cf. Ez 34, 11-12; 23-24).
5. «Yo soy la Resurrección y la Vida» (11, 25).
6. «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (14, 6).
7. «Yo soy la Vid verdadera, y mi Padre el Labrador»
(15, 1.5).
8. «Yo soy Rey» (18, 37).
9. «(Yo soy la Fuente): si alguno tiene sed, venga a Mí y beba» (7, 37)


4. El origen divino de Jesús

En el evangelio de Juan encontramos, más abundantemente que en los sinópticos, referencias continuas a su «ser enviado» por el Padre. «El me ha enviado...», «El que me envía...» (apesteilen, pempsas...). Hay más de treinta textos

5. Atributos divinos en Jesús

1. Ciencia superior al conocimiento humano,
2. Omnipotencia con que Dios hace todo lo que es posible y quiere,
3. Eternidad de preexistencia,
4. Vida que puede comunicar especialmente a los hombres.
JESÚS DECLARA SU DIVINIDAD EN JUAN – Resumen


Capítulo V: II - EL YO DIVINO DE JESÚS

Otras formas de declaración de divinidad en el evangelio de Juan.

Ø El título de Padre con la correspondiente relación de Hijo;
Ø La expresión del Yo de Jesús;
Ø El origen de su persona en otra región superior a la humana;
Ø La reivindicación de cualidades que sólo a Dios convengan como atributos divinos, y
Ø los poderes de Dios considerados como propios.

No presentamos tales palabras como dichas realmente por Jesús, sino puestas por el evangelista en sus labios, dejando para otro capítulo el examen de su realidad.


1. El título y relación de Hijo a Padre

En el evangelio de Juan hay un centenar de versículos que contienen la relación y el nombre Padre o Hijo, que vienen a ser una novena parte de la totalidad de versículos del evangelio. Señalaremos algunos.


Al pueblo en general,

Ø A los mercaderes del Templo, les dice: «No hagáis de la casa de mi Padre casa de negocios» (2, 16). A sus doce años, llamó al Templo «la Casa de mi Padre» (Lc 2, 49), al parecer sólo ante sus padres,
Ø A la multitud se dirigen las palabras del sermón eucarístico. «Mi Padre es el que os da el pan verdadero» (6, 32) y «Esta es la voluntad de mi Padre...» (6, 40), aunque todos los demás también tienen referencia inmediata y específica a Jesús («Lo que me da el Padre...», v. 37; «El Padre que me envía...», v. 39).
Ø En la sinagoga de Cafarnaum, llama a Dios Padre (6, 44.57). También en el capítulo doce le oye la multitud admirada, cuando exclama en un momento de turbación repentina de angustia: «Padre, sálvame de esta hora...Glorifica tu nombre» (12, 22-25).

A sus adversarios.

Ø En el capítulo quinto hay un diálogo con los adversarios, con repetidas referencias al Padre y al Hijo (5, 19-28).

o Dos subrayadas con la locución propia: «Amén, Amén, os digo, el Hijo no puede hacer nada sino lo que ve al Padre hacer...» (v. 20); «Amén, Amén, os digo, ésta es la hora en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oigan» (v 25).
o Hay una significativa: «Yo he venido en nombre de mi Padre y no me recibís; si viene otro en su nombre a ése le recibiréis» (v. 43), donde establece su misión mesiánica, y la venida del Anticristo, el cual vendrá «en nombre de Cristo», fingiendo ser el Mesías (2 Tes 2, 3-4; cf. Suárez, In Summ. 3ª, q. 59; Disp. 54, 1,4).
Ø En el capítulo diez tenemos varios. Uno: «Muchas buenas (o admirables) obras os he mostrado del Padre, ¿por cuál de ellas me queréis apedrear?» (10, 32), a lo que los judío respondieron: «Por ninguna buena obra te apedreamos, sino porque tú, siendo como eres hombre, te haces igual a Dios» (10, 33), confesando así sus adversarios que la concepción que Jesús hacía de su persona era la de un Hijo de Dios igual al Padre en la divinidad.

A sus propios apósto­les,

Ø En la Última cena capítulos 14-16. Hay numerosos versículos en los que llama a Dios «mi Padre», (14, 2.21; 15, 1.8.23-24), o dice que el Padre «está con él» (8, 29; 16, 32).
Ø A Magdalena, le da este mensaje: «Subo a mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20,17). El es «Dios de Dios», nosotros sólo criaturas de Dios.
Ø En la oración que dirige al Padre en la cena: «Padre, ha llegado la hora» (17,1). La afectuosa palabra resuena en toda la oración. Es una oración de Jesús al Padre.
Ø Jesús hacía oración al Padre con frecuencia,
o En momentos de soledad (Mc 1, 35; 6, 46; Lc 5, 16; 6, 12; 9, 18; 9, 28; Mt 14, 23).
o En momentos solemnes, como al multiplicar los panes (Mc 6. 41), o al proclamar una doctrina sublime (Mt ll 25-26), o al resucitar a Lázaro (Jn 11,41).
o En el huerto de Getsemaní tenemos una muestra de la oración de Jesús en angustia, como en las palabras de la cruz dirigidas al Padre.

El evangelista Juan indica varias veces que esta relación de Hijo a Padre significaba que Jesús era Dios. La expresión de Unigénito del Padre, la utiliza el evangelista en el prólogo por dos veces: «Hemos visto su gloria como de Unigénito del Padre» (Jn 1, 14), «Nadie ha visto a Dios, pero el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, nos lo ha narrado, o revelado» (Jn 1, 18).

Los enemigos le acusaron de hacerse Dios por llamar así a Dios su Padre. (Jn 5, 18; 10, 33; 19). Se expresa con claridad que es Hijo de Dios en verdad.

2. El Yo divino de Jesús

Primero las expresiones en la forma del «Yo-soy». Segundo las expresiones llamadas «egotismos», o declaraciones especiales de su Yo (= Egó).

La primera declaración del Yo-soy en Juan es en la escena de Jesús caminando sobre las aguas. Ante el grito de temor de los apóstoles, Jesús dice: «Yo-soy, no temáis». Este Yo-soy (6, 20), es para dar seguridad, como el Nombre Yahvéh.

En el capítulo octavo, en disputa con los judíos, dice hasta cuatro veces Yo soy:

12 Jesús les habló otra vez a los fariseos diciendo: Yo soy la luz del mundo. (…).
13 Entonces los fariseos le dijeron: -Tú das testimonio de ti mismo; tu testimonio no es verdadero.
14 Jesús respondió y les dijo: Aun si yo doy testimonio de mí mismo, mi testimonio es verdadero, porque sé de dónde vine y a dónde voy. (…) 16 Y aun si yo juzgo, mi juicio es verdadero; porque no estoy solo, sino que estoy con el Padre que me envió. 17 En vuestra ley está escrito que el testimonio de dos es válido o aceptado como verdadero. 18 Yo soy el que doy testimonio de mí mismo, y conmigo da testimonio el Padre que me envió.

19 Entonces le decían: ¿Dónde está tu Padre? queriendo llegar a oir de sus labios que tenía por Padre a Dios, para acusarle mejor.
Respondió Jesús: Ni a mí me conocéis, ni a mi Padre. Si a mí me hubierais conocido, a mi Padre también habríais conocido. (…)

21 Luego Jesús les dijo otra vez: Yo me voy, y me buscaréis; pero en vuestro pecado moriréis. A donde yo voy, vosotros no podéis ir.

Desconcertados, se preguntan a dónde puede ir, e ironizan sobre la muerte de Jesús como un posible suicidio.

22 Entonces los judíos decían: -¿Será posible que se habrá de matar a sí mismo? Pues dice: "A donde yo voy, vosotros no podéis ir."
23 El les decía: Vosotros sois de abajo; yo soy de arriba. Vosotros sois de este mundo; yo no soy de este mundo.

Y entonces llega la afirmación de la fe en él mismo como Dios – Yo soy

24 Por esto os dije que moriréis en vuestros pecados; porque si no creéis que yo soy, moriréis en vuestro pecado.

25 Así que le decían: -Tú, ¿quién eres?
Entonces Jesús les dijo: Lo mismo que os vengo diciendo desde el principio

No hay duda alguna sobre el sentido de la frase. Hay que tener fe en Jesús para salvarse de la muerte en pecado, y ésta fe en Jesús consiste en «creer que Yo-soy».

El sentido de este Yo-soy es decir que soy Dios, cuyo nombre, es Yo-soy». No puede significar creer que yo estoy aquí ahora, o que yo existo como hombre, lo cual seria totalmente ridículo e inútil, por ser evidente y no objeto de fe alguna.

Como ellos entendieron bien a dónde iba Jesús, propusieron entonces la pregunta que resuena en el mundo desde entonces sobre Jesús: «¿Tu quien eres?» (8, 25), Y ahora Jesús se enfrenta a la misma pregunta que Juan en el Jordán, y da una respuesta misteriosa:

«¿Tú quién eres?—
Lo primero (que respondo), precisamente lo que os hablo o digo» (8, 24-25).

La respuesta de Jesús en el original griego es: «Ten arjén, ó tí kaí laló umín». Esta frase ha sido interpretada, por la dificultad de su construcción, de varias maneras, de las cuales las principales son dos: una de afirmación, otra de interrogación. Una sería «Lo primero, (soy) lo que os digo o hablo» y la segunda: «Lo primero, ¿para qué hablo con vosotros?». Parece que la más exacta traducción literal es la primera. En cualquiera de los casos e interpretaciones, a la afirmación anterior del «Yo-soy». Viene a decir: Lo primero, soy precisamente lo que os digo». ¿Y qué les ha dicho? «Debéis creer que Yo-soy». Y así viene a confirmar y reforzar la afirmación de divinidad.

Jesús prosigue el diálogo afirmando que cuando él habla, habla lo que ha oído al Padre que le ha enviado. Dice

26 Muchas cosas tengo que decir y juzgar de vosotros. Pero el que me envió es veraz; y yo hablo al mundo lo que he oído a El.

27 Pero no entendieron que les hablaba del Padre.

Y a continuación volvió a confirmar por tercera vez la palabra del Yo-soy.

28 Entonces Jesús les dijo: Cuando hayáis levantado al Hijo del Hombre, entonces conoceréis que yo soy, y que nada hago de mí mismo; sino que estas cosas hablo, así como el Padre me enseñó.

Se inicia una dura discusión sobre la paterni­dad. Los oyentes reclaman que es la de Abraham, padre de la fe religiosa y del pueblo de Dios como raza: «Somos descendientes de Abraham» (8, 33.39). Pero Jesús interpela muy duramente, como a hijos del diablo. Este diálogo finaliza con la máxima afirmación de Jesús en cuarta formulación del Yo-soy:

«Amén, Amén, yo os digo» «Antes que Abraham existiese, Yo-soy» (8, 58).

Aquí triunfa con plenaria claridad el Yo-soy de la afirmación divina, hasta cuatro veces.

Quedan dos casos del Yo-soy absoluto en labios de Jesús en el evangelio de Juan.

Uno, en la Cena con los apóstoles, cuando les anuncia la traición de uno de ellos, Judas Iscariote. Y después de haberlo dicho, a las expansiones sobre su próxima pasión y vuelta al Padre, exclama: «te lo digo antes de que suceda, para que cuando suceda creáis que Yo-soy» (13, 19).

Otro, en el huerto de Getsemaní, cuando vienen a prenderle con Judas el traidor. Jesús, sabiendo todo lo que venía sobre él, se adelantó y dice: ¿A quién buscáis? Ellos respondieron: A Jesús Nazareno. Les dice Jesús: Yo-soy» (18, 4-5).

Esta invocación de su nombre con el nombre de Yahvéh produce tal impresión de majestad en sus enemigos armados que «retrocedieron y cayeron postrados a tierra». Cayeron de bruces, después de retroceder. Cayeron por el poder majestuoso de Jesús. Pero también cayeron ante el nombre, invocado como propio, que les produjo el temor de lo divino: Yo-soy, Yahvéh.


3. Los egotismos divinos de Jesús

Significa las pronunciaciones sobre su propio Yo [Ego), que completan la frase con alguna cualidad que Jesús es, y que tienen forma de aseveración de divinidad.

7. «Yo soy el Pan de vida» (Pan vivo) (6, 48; 6, 51).
8. «Yo soy la Luz del mundo» (8, 12; cf. 12, 46; 1, 4.5.9).
9. «Yo soy la Puerta (del redil)» (10, 7.9).
10. «Yo soy el Buen Pastor» (10, 11.14; cf. Ez 34, 11-12; 23-24).
11. «Yo soy la Resurrección y la Vida» (11, 25).
12. «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (14, 6).
7. «Yo soy la Vid verdadera, y mi Padre el Labrador»
(15, 1.5).
8. «Yo soy Rey» (18, 37).
9. «(Yo soy la Fuente): si alguno tiene sed, venga a Mí y beba» (7, 37)

Son expresiones que sólo se pueden aceptar si quiere proclamar su divinidad. Yo soy la Luz del mundo, Yo soy la Verdad, Yo soy la Vida.

Yo soy la Luz del mundo. Solamente el Creador de todo podría hacer semejante afirmación. Ningún hombre, sino por absurdo engreimiento, podría calificarse a sí mismo de «Luz del mundo». Ni tampoco la luz espiritual o intelectual del mundo, que es Dios (Jn 1, 4-5.9).

Yo soy la Vida. He aquí otra característica que es imposible atribuir a hombre alguno. Todos tenemos vida, pero ninguno puede atreverse a identificarse con la misma vida. Y para mayor dificultad afirma que es «la Resurrección» de la vida muerta (Jn 1, 3-4).

Yo soy la Verdad. Cualquier hombre podrá afirmar que él dice la verdad, o que esto o aquello es verdad. Pero la misma «Verdad», es decir lo que hace que los conocimientos sean verdaderos, y lo que es la base de todo lo inteligible, ¿quién soñará nunca con reivindicarla para sí? Jesús llama al diablo, Satanás, «padre de la mentira», porque nace de sus sugestiones, que llevan esta marca. Pero él no es «el padre de la verdad» metafóricamente, sino que es la Verdad» (Jn 1, 17).

Yo sov el Buen Pastor. En el AT, el Profeta Ezequiel nos dice: «Esto dice Yahvéh Dios: Yo mismo buscaré mis ovejas y las visitaré. Como visita el pastor a su rebaño... así Yo visitaré a mis ovejas (Ezx 34, 11-12). Y algo después, anunciando el pastor mesiánico, afirma que suscitará un pastor de la descendencia de David, el Mesías (pues Ezequiel es posterior en varios siglos a David, el cual será pastor de su pueblo en su nombre (Ez 34, 23-24). Así pues, cuando Jesús declara que él es el Buen Pastor, el Pastor modelo, ideal (ó poimén ó kalós) se declara el pastor mesiánico, y se llega a identificar con el mismo Dios, que ha prometido ser él mismo el mejor pastor de sus ovejas y pueblo (Ez 34, 11-12).

Yo soy Rey. La afirmación ante Pilato en el proceso tiene pleno carácter mesiánico, conforme a la pregunta del presidente.

De modo semejante se puede decir que sólo alguien que es más que hombre puede calificarse a sí mismo de «Pan de vida» y de Manantial para la sed, o de ser «el Camino» por el cual los hombres deben andar para ir al Padre, y el tronco de «La Vid», cuyas ramas o sarmientos con fruto son los demás hombres.


4. El origen divino de Jesús

En el evangelio de Juan encontramos, más abundantemente que en los sinópticos, referencias continuas a su «ser enviado» por el Padre. «El me ha enviado...», «El que me envía...» (apesteilen, pempsas...). Hay más de treinta textos.

Cuando Jesús subió a Jerusalén a la fiesta de las Tiendas o Scenopegia, hubo una conmoción general. La gente se decía: «¿No es éste aquel a quien quieren matar? Pues aquí está y nadie se mete con él. ¿Habrán averiguado ellos que es el Cristo?» (7, 25-26). Pero añadían entonces, o quizás les respondían otros: «Este sabemos de dónde es (de Nazaret, el Nazareno el hijo de José: 6, 42, cfr. 1, 45), el Mesías nadie sabrá de dónde viene» (7, 27).

Jesús al oírlo respondió en el Templo: «Decís que sabéis quién soy y de dónde vengo. Y, sin embargo, no vengo de mí mismo, y el que me envía es veraz, a quien vosotros no conocéis» (7, 28). La cuestión de saber de dónde viene Jesús, o sea su origen, fue planteada también por Pilato a Jesús, aunque no obtuvo respuesta.

Jesús dijo a sus adversarios que «él sabía de dónde venía (pózen élzon) y a dónde iba (poú upágo)» (8, 14), y que ellos, en cambio, no lo sabían. En varios de los textos que siguen dirá que «no viene de sí mismo» (7, 28; 8, 42), indicando que tiene otro origen que el humano.

Unas veces dice que viene del cielo». Se lo dice a Nicodemo, que «desciende del cielo, y que «el está en el cielo» (3, 13), indicando su misterio de venir de allí y a la vez permanecer, como Dios por tanto. Lo dirá Jesús en el discurso eucarístico, provocan­do la objeción de los que le conocen en su vida humana: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo» (6, 41; cf. 6, 33.38.50.51.58). Pero todavía más expresamente hace referencia a su origen en Dios. Y así lo dice: «Yo he salido y vengo de Dios» (ek tou Zeou; 8, 42). Y del mismo modo y más explícitamente a sus apóstoles en la cena: «Habéis creído que yo salí de Dios. Yo salí del Padre, y he venido al mundo» (16, 27-28). Y la confirma ante sus apóstoles en la oración dirigida a su Padre: «Ellos (mis apóstoles que te encomiendo) han conocido que yo salí de ti, y han creído que Tú me enviaste» (17, 8). Salir y ser enviado son lo mismo.

Este origen celeste, se completa con un retorno al Padre de donde salió. «Salí del Padre y vine al mundo, (ahora) de nuevo dejo el mundo y voy al Padre» (16, 28). «Voy al que me envió, y ninguno de vosotros me pregunta: ¿A dónde vas?» (16, 5.10.16). Esta vuelta al Padre, subiendo al cielo, la realizará a través de la muerte y resurrección, y explícitamente hablará de subida anunciando la ascensión y la gloria de su triunfal subida. Así lo anuncia por medio del mensaje encargado a María Magdalena: «Vete a mis hermanos y diles: «Subo a mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20, 17).

El evangelista resumió toda esta doctrina de la venida y de la vuelta diciendo en el exordio del relato de la cena sagrada: «Realizada cena, sabiendo que el Padre lo entregó todo en sus manos, y que de Dios había salido y a Dios volvía...» (13, 3).

5. Atributos divinos en Jesús

Ciencia superior al conocimiento humano,
Omnipotencia con que Dios hace todo lo que es posible y quiere,
Eternidad de preexistencia,
Vida que puede comunicar especialmente a los hombres.

Ciencia divina.— Jesús declara que posee una ciencia superior a la humana. Le asegura a Nicodemo que todo lo que habla lo sabe directamente: «Amén, Amén, te digo. Hablamos lo que sabemos, y damos testimonio de lo que hemos visto» (Jn 3, 11). Luego, el propio evangelista lo confirmará diciendo: «Lo que vio y oyó, esto es lo que testifica» (3, 32). A esta ciencia plena de Jesús vuelve a aludir el evangelista en el exordio de la cena, (13, 1.3), y también declara que sabía todo lo que le iba a suceder en su pasión (18, 4).

He aquí proclamado por Jesús el conocimiento pleno que tiene de la misma divinidad del Padre, que por lo tanto le iguala con El:

«Ninguno ha visto al Padre, sino el que está junto al Padre, éste ha visto al Padre» (6, 46).
«Yo conozco al que me ha enviado, porque estoy junto a él» (7, 29).
«Mi Padre, de quien vosotros decís que es vuestro Dios, es quien me glorifica. Y no le habéis conocido, pero yo le conozco» (8, 55).
«Como el Padre me conoce a mí, también yo conozco al Padre» (10, 15).
«Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido» (17, 25).

Esta plenitud de conocimiento del Padre es propia de sólo Dios, ya que es igual a la que Dios tiene de él (10. 15), como en Mt 11. 27 v Le 10, 22 tuvimos ocasión de notarlo, en el c. 3,1.

Omnipotencia divina.— El atributo del poder del Padre lo llamamos Omnipotencia divina. Este queda también atribuido a Jesús en sus propias palabras, según Juan, cuando dice: «Amén Amén, os digo. El Hijo no puede hacer nada por sí propio (como distinto del Padre), sino lo que ve al Padre hacer. Lo que él hace, esto mismo también el Hijo lo hace igualmente» (Jn 5, 19). Esta igualdad en la acción del Hijo con el Padre muestra la igualdad de poder claramente.

En el coloquio con sus apóstoles en la cena, Jesús les dice: «Todo lo que el Padre tiene es mío» (16, 15), es decir la plenitud de su poder. Y en la elevación de su oración al Padre, le dice así, de manera todavía más clara y plena: «Todas las cosas mías son tuyas, y las tuyas mías» (17, 10), declarando así en su conmovedora oración la igualdad de su poder por identificación de poderes con el Padre.. Este poder se atribuye, obviamente, a la persona, no a su naturaleza humana. Jesús es omnipotente como el Padre, porque es Dios.

La eternidad de preexistencia.— El pasaje clásico en Juan sobre la eterna preexistencia de Jesús, está en el diálogo con los judíos adversarios sobre la paternidad de Abraham: «Amén, Amen os digo. Si alguno guarda mi palabra no verá la muerte jamás» (8, 51). La respuesta indignada de los judíos ante tal pretensión sobre su palabra y sus efectos es bastante obvia: «Ahora vemos que estás endemoniado. Abraham y los profetas murieron, ¿y tú dices que si alguno guarda tu palabra no morirá jamás? ¿Acaso eres mayor que nuestro padre Abraham, que murió? Y también los profetas murieron. ¿Quién te haces a ti mismo?» (8, 52-53). «Abraham vuestro padre vio mi día. Lo vio y se gozó» (8, 56). Es la visión profética y mesiánica de Abraham, la gloria de su «descendiente» el Mesías (Gen 13, 15; 15, 5;17, 7-8; 22, 17; cf. Gal 3, 16). Estalló la indignación de los judíos contra Jesús. «No tienes ni cincuenta años, ¿y has visto a Abraham?» (8, 57)- Y respondió majestuosamente Jesús, con sencilla palabra llena de misterio divino:

«Amén, Amén, os digo. Antes que Abraham existiese Yo soy (egó-eimí)» (8, 58).

Afirmación de claridad deslumbrante en cuanto a la preexistencia de Jesús. Abraham vivió hacia 1850 aC., y hace dieciocho siglos que murió. Y firma que ya existía él antes Aunque Jesús no dice que es eterno, está implícita la eternidad en su afirmación.

Si dice que es anterior a Abraham porque existe, porque “ES”, es obvio que también proclame que es anterior al universo de la creación existente, por ser Dios anterior a todo. Y lo dirá a los discípulos en la cena.

«Glorifícame, Padre, junto a ti con la gloria que tuve a tu lado antes de que el universo (ton kósmon) existiese» (17, 5).
«Padre, quiero que los que me diste estén conmigo donde Yo-soy (ópou eimí-egó), para que vean mi gloria, la que me diste, porque me amaste, antes de la creación del mundo» (17, 24).

La afirmación de eternidad es contundente, y el evangelista la glosará en su célebre prólogo: «En el principio el Verbo estaba en Dios». ¿Qué puede afirmar a continuación sino que «el Verbo era Dios»?).


La Vida.—La vida es un prodigio, y viene de Dios, quien es la Vida infinita. Ningún hombre puede proclamar que es la vida, ni que la tiene por sí, pues solamente la recibe, y la tiene mientras dura, pero muere. Jesús afirmará que él posee la vida por sí mismo, y que la posee de la misma manera que el Padre, y que la puede comunicar.

«Como el Padre tiene la Vida en sí mismo, así ha dado al Hijo tener la Vida en sí mismo» (5, 26). La igualdad con el Padre la tiene en poseer el mismo atributo de la Vida, y como El la tiene también «en sí mismo», es decir por su propio ser. Esto se dice, obviamente, de la Vida divina que él posee del mismo modo que el Padre, según su afirmación. Tiene también una vida humana, en su organismo viviente con alma, como los demás hombres, vida que llegará a su término en la cruz. Tiene pleno dominio sobre ella, y es dueño de su propia vida.

No solamente esto, respecto de la vida humana. Es dueño también de la vida de todos los demás. Esta potestad la utilizará en la resurrección final, y lo afirma varias veces: «Llega la hora en que los que están en los sepulcros oirán la voz del Hijo de Dios, y resucitarán los que hicieron el bien para resurrección de vida, y los que hicieron el mal para resurrección de juicio (8, 28-29). Lo mismo afirma en el sermón eucarístico: «Yo les resucitaré en el último día» (6, 44.55).

Por todo ello ha podido decir solemnemente ante Marta, cuando va a resucitar a su hermano Lázaro, y exige de ella la confesión de la
fe:
«Yo soy la resurrección v la Vida» (11, 25).


6. Los poderes divinos de Jesús

Estos poderos divinos son de orden moral y físico. En el orden moral el de perdonar los pecados, y el dominio sobre las cosas más sagradas del culto judío, como el sábado y el Templo. En el orden físico, el poder de realizar milagros.

El poder de perdonar pecados, en Juan el caso de la adúltera. Cuando traen la mujer ante él como acusada, él parece desentenderse del problema jurídico. Quieren cogerle en oposición a la Ley o renunciando a su predicada mansedumbre. El, como absorto, escribe con su dedo en tierra, y de pronto se yergue y se convierte en acusador de los acusadores Y finalmente, cuando ellos han ido desfilando avergonzados ante su desafío de inocencia, dirigiéndose a la mujer le dice: «Tampoco yo te condeno. Vete y no vuelvas a pecar» (8, 11).
Con estas pocas palabras Jesús declaraba perdonada por él a la mujer. Jesús se muestra así superior a la misma Ley con una actitud nueva, que le es peculiar. Y tras la resurrección otorga a sus apóstoles el poder de perdonar pecados (Jn 20, 23), en lo que muestra su total dominio sobre este poder. Juan Bautista lo ha presentado llamando a Jesús «el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo» (Jn 1, 29).

Juan ofrece la superioridad de Jesús ante el sábado, proponiendo dos milagros que realiza en sábado, lo que provoca la oposición legal y cultual de los adversarios. Responde a los judíos que le persiguen, por hacer el milagro del hombre paralítico de la piscina en sábado (5, 9-10; 5, 16): «Amen, Amén os digo. El Hijo no puede hacer nada por sí, sino lo que ve al Padre que hace» (5, 19), Y habiendo dado como razón de lo que hace ésta «Mi Padre actúa hasta ahora, (sin interrupción), y yo también actúo» (5, 17), los judíos «le perseguían ya hasta quererle matar, porque no sólo pasaba por alto el sábado, sino que llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios» (5, 18). He aquí hasta dónde llegaba la claridad de Jesús al obrar sus milagros deliberada­mente en sábado.

El segundo milagro verificado en sábado es el del ciego de nacimiento. «Era sábado cuando Jesús hizo y abrió los ojos del ciego» (9, 14). Y los fariseos decían: Este hombre (Jesús) no es de Dios, pues no guarda el sábado» (97 16), pues era uno de sus pequeños preceptos precisamente el no trabajar en modo alguno el barro con las manos. Y otro respondía: «¿Y cómo puede un hombre pecador (o apartado de Dios) hacer estos prodigios?» El ciego insistirá en este mismo razonamiento hasta agotarlo y obligar a los fariseos y sacerdotes a desembocar en la ira para callar su palabra victoriosa (9, 24; 9, 29-34).

Tenemos también el testimonio en Juan de Jesús sobre el Templo. En Juan la palabra de Jesús sobre el Templo es un gran signo que da sobre sí mismo. Si en los sinópticos el signo divino sobre sí es el profeta Jonás, por la resurrección (Mt 12, 39-40; Lc 11, 29), en Juan el signo es el Templo, por la identificación con él mismo. Pues Jesús les da como señal la destrucción del Templo y su reedificación en tres días, la cual se halla también en los sinópticos en el juicio ante Caifas como testimonio contra Jesús (Mt 26, 61; Me 14, 58). Pero en Juan se ha convertido en una proclamación de identidad en su resurrección corporal: «El hablaba del Templo de su cuerpo» (Jn 2, 1). El cuerpo vivo de Jesús, su naturaleza humana de cuerpo y alma, es el Templo de Dios. El Hijo de Dios está personalmente en el Hombre: «En él habita la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2,9).

Hallamos en Juan el poder de Jesús manifestado en los milagros. Son distintos de los de los sinópticos, salvo el de la multiplicación de los panes, de Mt. Mc y Lc, y el de la tempestad siguiente, que se halla también en Mt y Mc. . Los evangelistas escogen entre los hechos y palabras de Jesús las que tienen especial interés en relatar.

Ocho milagros escoge Juan en su evangelio. Son: el del vino en Cana (2, 11), el del hombre de la corte real también en Cana (4, 48-50), el del paralítico de la piscina (5, 8), el de la primera multiplicación de los panes (6 11), el de andar sobre las aguas de la tempestad (6, 19), el del ciego de nacimiento (9, 15), el de la resurrección de Lázaro (11, 43-44), y en su vida gloriosa el de la nueva pesca milagrosa en el lago de Tiberíades (21, 6; cf. Lc 5, 4-11).

En todos los milagros muestra su poder y beneficencia. En Cana su sola voluntad muda las tinajas llenas de agua en vino exquisito. En el caso del cortesano su palabra desde lejos cura. En el de los panes y la tempestad del lago con su sola bendición y poder. En el paralítico de la piscina su sola palabra levanta al paralizado desde hacia ya treinta y ocho años. En el caso del ciego de nacimiento la orden de ir a la piscina y lavarse el barro mezclado con saliva, que le ha puesto sobre los ojos, cura al ciego. En el de Lázaro su voz imperiosa hace salir vivo al sepultado de cuatro días. En la pesca milagrosa en Tiberíades, su sola indicación y orden hace obtener una inmensa captura de peces.

En Juan, Jesús repetidamente señala sus milagros y obras prodigiosas como señales de su persona divina: «Las obras que yo hago dan testimonio de mi, de que el Padre me ha enviado» (5, 36; 10, 25). «Si no hago las obras de mi Padre no me creáis. Pero si las hago, creed a mis obras, si no queréis creerme a mí» (10, 37). Y en la cena a sus discípulos: «Creed al menos por mis obras», que el Padre está en mi y yo en el Padre (14, 22). «Si yo no hubiese hecho entre ellos (los fariseos y sacerdotes y escribas) obras que ningún otro ha hecho, no tendrían pecado, pero han visto y me han aborrecido a mi y a mi Padre» (15, 24). Por todo ello dirá con razón el evangelista: «Habiendo hecho ante ellos tan grandes prodigios (signa) no creían en él» (12, 37; cf. 4, 48; 7, 21). Y aquí también, como en el poder de perdonar pecados, traspasa este poder a sus discípulos que creen en él. Los que creen en él «harán lo que yo hago y aun cosas mayores» (Jn 14, 12). Y esto se hará porque él mismo escuchará ésta invocación de fe (Jn 14, 14).

Hemos recorrido así la gama de poderes extraordinarios y divinos de Jesús, que se muestra en el perdón de los pecados, en el seguro dominio sobre el sábado, en la identificación como signo con el Templo, de modo particular en los milagros realizados, que son signo de Dios sobre él, signo reivindicado por el propio Jesús como suficiente para haber producido en ellos el convencimiento de que estaban ante un hombre singular, un Hombre de Dios. Quedan aún, para el capítulo siguiente, testimonios de suma impor­tancia, como son en Juan los relativos a la revelación de igualdad de las personas en el misterio de la Trinidad.

LA DIVINIDAD EN JUAN: EL YO DIVINO DE JESÚS



JESÚS DECLARA SU DIVINIDAD EN JUAN: TRES CONFESIONES

JESÚS DECLARA SU DIVINIDAD EN JUAN - Resúmen

Capítulo IV: I TRES CONFESIONES

1. La confesión de Pedro
2. La confesión de Marta
3. La confesión de Tomás
4. El eco de la declaración ante el Sanedrín

1. La confesión de Pedro. Juan no incluye en su evangelio la confesión de Pedro ante los demás apóstoles en Cesárea de Filipos, según los relatos de Mateo y Marcos.
Incluye una confesión que no está en los sinópticos y que por el orden de secuencias de los relatos se puede decir que es otra confesión distinta, porque se diferencian no sólo por la redacción, sino por el contenido y el lugar. Se puede decir que son complementarias:

Después del discurso del Pan de Vida, los discípulos le abandonan y pregunta a los doce: «También vosotros queréis marchar?» (Jn 6, 67).

Simón Pedro proclama:

«Señor, ¿a quién iremos?
Tú tienes palabras de vida eterna.
Y nosotros hemos creído y conocido
que Tú eres el Santo de Dios (ó Agios toú Zeoú)». (Jn 6, 69)

2. La confesión de Marta

Cuando llega Jesús a Betania al saber que Lázaro había muerto, tiene un diálogo con Marta, la hermana de Lázaro.
A la pregunta de Jesús: «Yo soy la resurrección y la Vida. Todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre» (11, 25-26). «¿Crees esto» (que Yo-soy la Vida, y su Autor).
Marta responde: «Sí, Señor.
Yo he creído que Tú eres el Cristo,
el Hijo de Dios,
él que viene al mundo». (11, 27).

La confesión de Marta proclama tres cosas equivalentes: que Jesús es el Cristo, el Mesías (confesión mesiánica), que es el Hijo de Dios, que es el que viene al mundo. Es decir, la mesianidad, la divinidad, el origen preexistente

3. La confesión de Tomás

Jesús después de su resurrección se aparece a los apóstoles estando ausente Tomás. Cuando se lo dicen el no les cree a no ser que introduzca el dedo en los agujeros de los clavos en las manos y el puño en la herida del costado.

Vino Jesús, se puso en medio, y dijo: Paz a vosotros» (Jn 20, 26). Y frente a Tomás ofrece manos y costado:

«Trae tu dedo aquí, y toca mis manos.
Trae tu mano y métela en mi costado.
Y no seas incrédulo sino fiel (o creyente)».
«Respondió Tomás, y le dijo:Señor mío, y Dios mío». (Jn 20, 27-28).

La confesión de Tomás es absolutamente directa y expresa. Y Jesús la recibe, invitándole a la fe antes de la experiencia divina: «No seas incrédulo, como hasta ahora, sino fiel o creyente»; y después: «Porque me has visto, has creído. Dichosos los que no ven y creen» (20, 29), proclamando verdadera la fe expresada por Tomás.

4. El eco de la declaración ante el Sanedrín

En el evangelio de Juan no tenemos la escena solemne del juicio del Sanedrín, donde a la pregunta de si era el Hijo de Dios, contestó de forma afirmativa, pero sí un eco y alusión clara a la misma.

Que Jesús de declaró Hijo de Dios y, por tanto, Dios se pone de manifiesto en el evangelio de Juan por las afirmaciones sacerdotales, tanto antes del juicio del Sanedrín, como después del mismo, cuando comparece ante Pilato.

Antes del juicio del Sanedrín, se pone de manifiesto que Jesús se había proclamado Hijo de Dios por la reacción de los sacerdotes los milagros realizados en sábado de la curación del paralítico de la piscina y la curación del ciego de nacimiento.

Después de la curación del paralítico y del interrogatorio al mismo, los sacerdotes buscaron a Jesús y él les respondió: «Mi Padre continúa obrando hasta ahora, y por eso yo también actúo» (Jn 5, 17). Prosigue el evangelista «Por eso buscaban más todavía los judíos matar a Jesús, porque decía que Dios era su Padre, haciéndose a sí mismo igual a Dios» (Jn 5,18).

Después de la curación del ciego de nacimiento, quieren apedrear al Jesús, y Él les pregunta: «Muchas buenas obras os he mostrado de mi Padre, ¿por cuál de ellas me apedreáis?», ellos respondieron: «No te apedreamos por ninguna buena obra, sino porque, siendo como eres hombre, te haces a ti mismo Dios» (10, 32-33).

Aparece en Juan con claridad que antes del proceso se había proclamado en público «Hijo de Dios, y Dios».

Después del juicio ante el Sanedrín, hay en Juan una confirmación de dicha escena. La acusación de los sacerdotes y escribas ante Pilato para que se inicie el proceso de muerte es: se proclama rey de los judíos, pero Pilato pensaba que era inocente de lo que le acusaban y después de compararle a Barrabás y de la flagelación, trataba de librarle. Ante la obstinación del Procurador romano en no aceptar la condena de Jesús, los judíos recurren al último argumento, para ellos supremo:

«Nosotros tenemos Ley, y según la Ley debe morir, porque se ha hecho Hijo de Dios» (Jn 19, 7).

Pilato le condena jurídicamente como a Mesías o Rey. Los sacerdotes le llevan a la cruz por proclamarse Hijo de Dios, igual a Dios: «Siendo hombre, te haces a ti mismo Dios» (Jn 5, 18; 10, 33; 10, 36).

JESÚS DECLARA SU DIVINIDAD EN JUAN


1. La confesión de Pedro

Juan no ha incluido en su evangelio la escena de la confesión de Pedro ante los demás apóstoles, a requerimiento de Jesús sobre su propia persona. Sin embargo, hay una confesión de Pedro, que puede decirse equivalente a aquélla.

En el capítulo sexto de Juan, después del milagro de la multiplicación de los panes, la multitud llega en barcas hasta Cafarnaum. Jesús propone su doctrina sobre el pan divino, declarándose «pan de vida» (Jn 6, 35). A continuación expone la doctrina de la eucaristía futura, manifestando que dará a comer su carne y a beber su sangre, como «pan de vida que ha bajado del cielo» (Jn 6, 50-58). Muchos se apartan de él, «esta doctrina y enseñanza es dura, ¿quién la puede soportar?» (Jn 6, 60). Y entonces «muchos de sus discípulos se volvieron atrás, y ya no iban con él» (Jn 6, 66).

Al ver Jesús la deserción de sus discípulos se dirige directamente a los doce, les pregunta: «También vosotros queréis marchar?» (Jn 6, 67). Simón Pedro proclama:

«Señor, ¿a quién iremos?
Tú tienes palabras de vida eterna.
Y nosotros hemos creído y conocido
que Tú eres el Santo de Dios (ó Agios toú Zeoú)». (Jn 6, 69).

Esta confesión de Simón Pedro no es refrendada en el corazón de Judas Iscariote, ya que Jesús dice: «¡No os he elegido Yo Doce! Y uno de vosotros es diablo» (Jn 6, 70). Y advierte el evangelista que lo dijo por Judas, que le había de entregar y era uno de los Doce.

La confesión de Pedro proclama ciertamente la santidad de Jesús: «Santo de Dios». La santidad es uno de los atributos de Dios.

Parece que esta confesión y la de Pedro en Cesárea, Mateo (16, 16) son semejantes, no idénticas. Las circunstancias son distintas, el orden de secuencias es el mismo.

En Mateo, relatos: el martirio del Bautista, la multiplicación de los cinco panes, la marcha de Jesús sobre las aguas, las tradiciones de los fariseos y lo que mancha al hombre, la cananea, la segunda multiplicación de los siete panes, la señal del cielo, el fermento de los fariseos, y la confesión de Pedro en Cesárea (Mt 14-16; Mc 6-8). Esta en Mt y Mc sigue a la segunda multiplicación de los panes, y no a la primera, y tiene lugar en Cesárea de Filipos.

En Juan, relatos: la multiplicación de los cinco panes, la marcha de Jesús sobre las aguas, como en Mt y Mc, el sermón eucarístico en Cafarnaum (Jn 6, 24), la marcha de discípulos y la confesión joánica de Pedro.

Aparece como una escena diferente de la de los sinópticos, porque sigue en Jn a la primera multiplicación de los panes en Cafarnaum, y en Mt y Mc a la segunda en Cesárea. Se trata de un hecho diverso, y no parece que sea redaccional la diferencia, como sucede en Lucas.

Lucas, relatos: la primera multiplicación de los panes (9, 10-17: cinco panes, cinco mil hombres, doce cestos). No propone la marcha de Jesús sobre el agua. No sitúa la confesión de Pedro en Cesárea, y la pone en lugar innominado.

La confesión de Pedro en Juan es anterior a la confesión de Pedro en Mateo. En esta segunda, Jesús dice a Pedro que el Padre le ha revelado quién es él. Por ello no parece que la confesión de Pedro en Juan: «Tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 69) tenga el carácter de una confesión explícita de la divinidad de Jesús, la contiene implícitamente. Parece más bien una confesión de mesianidad, de una mesianidad religiosa y no política, de carácter trascendente. Pedro pasará del «Santo de Dios» al «Hijo de Dios Viviente», desde la primera multiplicación de los panes a la segunda, desde Cafarnaum a Cesárea de Filipos.

2. La confesión de Marta

La confesión de la divinidad de Jesús por Marta, hermana de Lázaro de Betania. Avisan a Jesús: («El que tú amas está enfermo», Jn 11, 3), Llega Jesús cuando lloran el duelo de la muerte en el cuarto día con este retraso (Jn 11, 19.39), y estando aún a la entrada de Betania, sale Marta a su encuentro.

Juan (11, 20-27). Marta, arrojándose a sus pies le dice: «Señor, si tú hubieses estado aquí mi hermano no hubiera muerto» (11, 21), lo mismo le dice María a Jesús (11, 32). Marta añade: «Pero aun ahora sé que Dios te dará cuanto le pidas» (11. 22). Insinúa que Jesús resucite a Lázaro, como en Naim o a la hija de Jairo, y quizás a otros más (Mt 11, 5; Lc 7, 22; Jn 20, 30). Jesús responde: «Tu hermano resucitará» (11, 23). Marta le dice: «Sé que resucitará en el último día en la resurrección final» (11, 24).

Jesús le responde: «Yo soy la resurrección y la Vida. Todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre» (11, 25-26).

Jesús: «¿Crees esto» (que Yo-soy la Vida, y su Autor).
Marta: «Sí, Señor.
Yo he creído que Tú eres el Cristo,
el Hijo de Dios,
él que viene al mundo». (11, 27).

La confesión de Marta proclama tres cosas equivalentes: que Jesús es el Cristo, el Mesías (confesión mesiánica), que es el Hijo de Dios, que es el que viene al mundo. Es decir, la mesianidad, la divinidad, el origen preexistente. El milagro de la resurrección de Lázaro que resulta ciertamente el más esplendente de los de Jesús, y en el cual, el propio Jesús dice que lo hace «para que crean que Tú me has enviado», confirma la fe de Marta. Es una clara confesión de la divinidad del Hijo de Dios: El-es-la-Vida.

3. La confesión de Tomás

En Jn 20, 19-23, el relato de la aparición del Resucitado a los apóstoles estando ausente Tomás. Ellos dijeron a Tomás. «Hemos visto al Señor». Pero Tomás estaba abrumado por la muerte de Jesús en la cruz, como los otros y lo muestran los dos de Emaús (Lc 24, 19-21).

Tomás responde: «Si no veo en sus manos la herida de los clavos, y meto mi dedo en el agujero de los clavos, y mi mano en su costado (abierto), no creeré» (Jn 20, 25). Para Tomás el resucitado debía ser el mismo hombre del sepulcro, y que conocía que el costado estaba abierto por la lanza. Jesús «había mostrado a los apóstoles las manos y el costado» (20, 20).

Y prosigue el relato, «a los ocho días, estaban de nuevo los discípulos dentro, y Tomás con ellos. Vino Jesús, se puso en medio, y dijo: Paz a vosotros» (Jn 20, 26). Y frente a Tomás ofrece manos y costado:

«Trae tu dedo aquí, y toca mis manos.
Trae tu mano y métela en mi costado.
Y no seas incrédulo sino fiel (o creyente)».
«Respondió Tomás, y le dijo:
Señor mío, y Dios mío». (Jn 20, 27-28).

Tomás ha caído vencido por la evidencia. La invitación de Jesús al hasta entonces incrédulo ha respondido a cada una de sus exigencias. El dedo en el agujero de los clavos, la mano en la abertura del costado. Y el discípulo «incrédulo» hasta entonces ha caído ante Jesús proclamando: «El Señor mío y el Dios mío (O Kyrios moú, kaí o Zeós moú)». No proclama su fe en Dios solamente, sino en Jesús presente a quien llama «Señor y Dios mío».

La confesión de Tomás es absolutamente directa y expresa. Y Jesús la recibe, invitándole a la fe antes de la experiencia divina: «No seas incrédulo, como hasta ahora, sino fiel o creyente»; y después: «Porque me has visto, has creído. Dichosos los que no ven y creen» (20, 29), proclamando verdadera la fe expresada por Tomás

Se notará que esta confesión de Tomás, tan explícita, es posterior a la resurrección. A nosotros nos interesan las afirmaciones de la divinidad de Jesús puestas en su boca por el evangelista, que después veremos si han de ser consideradas como reales y en qué grado.


4. El eco de la declaración ante el Sanedrín

Los tres sinópticos confirman que la respuesta de Jesús a la pregunta concreta: ¿Eres tú el Hijo de Dios?, fue: «Sí, lo soy», con un añadido mesiánico relativo al Hijo del hombre como juez.

En el evangelio de Juan no tenemos la escena solemne del juicio del Sanedrín, pero sí un eco y alusión clara a la misma.

Vamos a examinar las afirmaciones sacerdo­tales, anteriores a tal juicio, y posteriores a él en el proceso de Jesús ante Pilato. Confirman que Jesús se proclamó a sí mismo Dios en público antes de su muerte.

Uno de los pecados mayores contra la Ley era romper el monoteísmo de Israel, expresado en el Shemá con rotunda claridad por la Thorá, conforme a la Revelación divina: «Oye, Israel. Yahvéh es nuestro Dios, sólo Yahvéh. Amarás a Yahvéh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas» (Deut 6, 4-5). Yahvéh, pues, es único, y hay que amarle de forma tan exclusiva y absoluta, sin que este amor pueda dividirse con ningún otro dios. Al entender «los judíos», es decir según Juan los escribas y fariseos y sacerdotes, que Jesús se proclamaba Dios, pensaron y juzgaron con indignación religiosa que era digno de muerte ya que la Ley mandaba dar muerte al que blasfemase de Yahvéh (Lev 24, 16), y era blasfemia romper el monoteísmo, y equipararse a Dios mayor aún.

Dos casos de afirmaciones anteriores al juicio del Sanedrín que muestran qué pensaban los adversarios de lo que Jesús decía.

La curación del paralítico de la piscina. Fue en sábado. Jesús dijo al curado: «Levántate toma la camilla, y anda» (Jn 5,8). Los judíos le dijeron al curado: «Es sábado y no es lícito coger la camilla». El curado respondió: «El que me ha curado me ha dicho: Toma tu camilla, y anda». Preguntaron ellos: «¿Quién es ese hombre que te lo ha dicho?». El sanado no conocía a Jesús. Jesús fue a su encuentro: «Ya estás curado. No quieras volver a pecar, no te ocurra algo peor», (Jn 5, 14; cf. 9, 3). El curado dijo que le había sanado Jesús. Y los judíos perseguían a Jesús por actuar en sábado (Jn 5, 16; cf. Jn 9, 16; 7, 23; Mt 12, 1-13, par.).

Buscaron a Jesús y él les respondió: «Mi Padre continúa obrando hasta ahora, y por eso yo también actúo» (Jn 5, 17). Y prosigue el evangelista «Por eso buscaban más todavía los judíos matar a Jesús, porque decía que Dios era su Padre, haciéndose a sí mismo igual a Dios» (Jn 5,18). Entendieron los adversarios que Jesús, al llamar a Dios su Padre, «se hacía a sí mismo igual a Dios» (íson to Zeó).

La curación del ciego de nacimiento. La realizó en sábado (9, 16). Después del discurso del Buen Pastor, los judíos le preguntan si declara o no ser el Cristo, esto es el Mesías de Israel: «¿Hasta cuándo nos tienes en suspenso? Si eres el Cristo, dínoslo». Jesús responde: «Os lo digo y no creéis. Las obras que hago en nombre de mi Padre dan testimonió de mí» (10, 24-25). Llega a afirmar que es igual al Padre y una cosa con El. (10, 30), lo que provoca la ira indignada de sus enemigos. Llegaron a tomar piedras para darle muerte, conforme a la Ley (10, 31). Y a la pregunta de Jesús: «Muchas buenas obras os he mostrado de mi Padre, ¿por cuál de ellas me apedreáis?», ellos respondieron: «No te apedreamos por ninguna buena obra, sino porque, siendo como eres hombre, te haces a ti mismo Dios» (10, 32-33).

Aparece en Juan con claridad que antes del proceso se había proclamado en público «Hijo de Dios, y Dios». El acepta la formulación de sus adversarios: «Siendo hombre, te haces Dios», porque les argu­menta de nuevo: «¿No está escrito en vuestra Ley: Yo he dicho, sois dioses (Sal 81, 6)? Pues si llama dioses a aquellos a quienes habla Dios, y la Escritura no puede equivocarse, ¿a mí, a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo, me decís que blasfemo, porque he dicho: Soy Hijo de Dios?» (10, 34-36). Y luego arguye de nuevo con sus obras milagrosas como señal de su verdad. «Y ellos querían cogerle, (para matarle), pero él escapó de sus manos» (Jn 10, 39; cf. Lc 4, 28-30).

Ante el tribunal religioso de Israel, el Sanedrín, reunido en sesión especial y presidido por el Sumo Sacerdote Caifas, Jesús responde a la pregunta de éste: «¿Eres tú el Hijo de Dios?» (Mt 26, 63; Mc 14, 61; Lc 22, 70). En los tres sinópticos Jesús responde: «Lo-soy».

Hay en Juan una confirmación de la escena del Sanedrín. La acusación de los sacerdotes y escribas ante Pilato para que se inicie el proceso de muerte es: se proclama rey de los judíos. En Lucas: «Hemos hallado a éste provocando la rebelión de la gente, prohibiendo pagar los tributos al Cesar, y diciendo que es el Mesías (o Cristo)» (Lc 23,2). Mateo, Marcos y Juan dicen que «le acusaban de muchas cosas» (Mt 27, 12-13; Mc 15, 3), o «es un malhechor» (Jn 18, 30). Pero en los cuatro evangelistas aparece que la cuestión fundamental, que Pilato interroga y que al fin aparecerá judicialmente como motivo de su condena sobre la cruz es: «¿Eres tú el Rey de los Judíos?».

Pilato, convencido de la inocencia jurídica y real de Jesús ante la ley romana, quiere librar a Jesús de sus enemigos. Le manda azotar, le intenta liberar comparándolo con Barrabás, y después se niega a condenarle diciendo: «Crucificadle vosotros, que yo no encuentro motivo» (Jn 19,6). Ante la obstinación del Procurador romano en no aceptar la condena de Jesús, los judíos recurren al último argumento, para ellos supremo:

«Nosotros tenemos Ley, y según la Ley debe morir, porque se ha hecho Hijo de Dios» (Jn 19, 7).

Jesús se ha proclamado Hijo de Dios, y le han condenado por blasfemia. Presentan ante Pilato la sentencia religiosa como argumento que le cierre el paso. Pero, para Pilato se convierte en argumento en favor del reo. «Y Pilato buscaba por esto librarle» (Jn 19, 12). Entonces los sacerdotes, vuelven a la política, de manera personal contra Pilato: «Si le sueltas no eres amigo del César. Todo el que se hace rey, se opone al César» (19, 12). Vuelta la causa a su primer cauce político se produce la sentencia de Pilato, y el letrero de la condena será: «Jesús Nazareno, el Rey de los Judíos».

Mateo, a diferencia de Lucas y de Marcos, como Juan subraya que la acusación contra Jesús era la que Juan presenta como dicho ante Pilato: «Se ha hecho Hijo de Dios».

Dice el evangelista que los sacerdotes y escribas decían ante la cruz: «Ha salvado a otros y no puede salvarse a sí mismo. Si es Rey de Israel baje de la cruz, y creeremos en él. Ha confiado en Dios, pues que le libre ahora si le quiere. Puesto que ha dicho: Soy Hijo de Dios» (Mt 27, 42-43). Otros, decían: «Tú que destruyes el Templo de Dios, y lo levantas en tres días, sálvate a ti mismo. Si eres Hijo de Dios baja de la cruz» (Mt 27, 40). De este modo coincide Mateo con Juan en aducir en el curso del proceso la idea subyacente a la acusación de mesianismo: la de pretensión divina, que era blasfema para ellos, y por la cual le habían condenado.

La sangrienta ironía sacerdotal ante la cruz refleja la doble pregunta de Caifas y el Sanedrín, y la doble respuesta de Jesús. Lo decían hablando entre sí de modo que él les oyese desde la altura de su cruz: «Si es el Rey de Israel...», y «Ha dicho: Soy Hijo de Dios». La acusación, según Juan, había sido: «Se ha hecho Hijo de Dios».
Pilato le condena jurídicamente como a Mesías o Rey. Los sacerdotes le llevan a la cruz por proclamarse Hijo de Dios, igual a Dios: «Siendo hombre, te haces a ti mismo Dios» (Jn 5, 18; 10, 33; 10, 36).