lunes, 21 de diciembre de 2009

EGUBERI ON - FELIZ NAVIDAD


LA VERDAD HISTÓRICA DE LOS EVANGELIOS

Instrucción «Sancta Mater Ecclesia» de la PCB

La santa madre Iglesia, «columna y fundamento de la verdad»[1], en su misión de proporcionar la salvación a las almas, se ha servido siempre de la Sagrada Escritura y siempre la ha defendido de toda falsa interpretación. Y puesto que no faltan nunca cuestiones com­plejas, el exegeta católico, en la exposición de la palabra divina y en la resolución de las dificultades que se le ofrecen, no debe nunca desfallecer; antes bien, trate con todo empeño de hacer cada vez más claro el sentido genuino de las Escrituras, confiando no tanto en sus fuerzas, sino más bien en la ayuda de Dios y en la luz de la Iglesia.

Es una gran satisfacción que hoy se encuentren no pocos hijos de la Iglesia que, expertos en las ciencias bíblicas, de acuerdo con las exigencias de nuestro tiempo, siguiendo las exhortaciones de los Sumos Pontífices, se dedican con incansable esfuerzo a esta ardua y grave tarea. «Recuerden todos los hijos de la Iglesia que están obligados a juzgar no sólo con justicia, sino también con suma ca­ridad, los esfuerzos y las fatigas de estos valerosos obreros de la viña del Señor»[2], pues incluso intérpretes de fama notoria, como el mis­mo San Jerónimo, solamente consiguieron un éxito relativo en sus tentativas de resolver las cuestiones de mayor dificultad[3]. Procú­rese que, «en el ardor de las disputas, no se sobrepasen los límites de la mutua caridad, ni se dé la impresión en la polémica de poner en duda las mismas verdades reveladoras y las divinas tradiciones. Pues sin la concordia de los ánimos y sin el respeto indiscutible de los principios, no hay que esperar grandes progresos en esta disci­plina, en los diversos estudios de muchos»[4].

El esfuerzo de los exegetas es hoy mucho más necesario, por cuanto que se van difundiendo muchos escritos en los que se pone en duda la verdad de los dichos y de los hechos contenidos en los evangelios. Movida por estos motivos, la Pontificia Comisión para Estudios Bíblicos, para cumplir la tarea que los Sumos Pontífices le han encomendado, ha creído oportuno exponer e inculcar cuanto sigue.

1. Que el exegeta católico, bajo la guía del magisterio eclesiás­tico, aproveche todos los resultados conseguidos por los exegetas que le han precedido, especialmente por los Santos Padres y los Doctores de la Iglesia, sobre la inteligencia del texto sagrado y se dedique a proseguir su obra. Con el fin de poner a plena luz la ver­dad y la autoridad de los evangelios, siguiendo fielmente las normas de la hermenéutica racional y católica, será diligente en servirse de los nuevos medios de exégesis, especialmente de los ofrecidos por el método histórico universalmente considerado. Este método estu­dia con atención las fuentes, define su naturaleza-y-valor- sirviéndose de la crítica del texto, de la crítica literaria y del conocimiento de las lenguas. El exegeta pondrá en práctica la recomendación de Pío XII, de v. m., que le obliga a «prudentemente... buscar cuanto la forma de la expresión o el género literario adoptado por el hagiógrafo pueda llevar a su recta y genuina interpretación; debe estar persuadido de que esta parte de su oficio no puede ser descuidada sin causar grave perjuicio a la exégesis católica»[5]. Con esta advertencia, Pío XII, de v. m., enuncia una regla general de hermenéu­tica, válida para la interpretación de los libros del Antiguo y Nuevo Testamento, pues para componerlos los hagiógrafos siguieron el modo de pensar y de escribir de sus contemporáneos. En suma, el exegeta utilizará todos los medios con que pueda penetrar más a fondo en la índole del testimonio de los evangelios, en la vida reli­giosa de las primitivas comunidades cristianas, en el sentido y en el valor de la tradición apostólica.


El «método de la historia de las formas»

Donde convenga le será lícito al exegeta examinar los eventua­les elementos positivos ofrecidos por el «método de la historia de las formas» si empleándolo debidamente para un más amplio entendimiento de los evangelios. Lo hará, sin embargo, con cautela, pues con frecuencia el mencionado método está implicado con principios filosóficos y teológicos no admisibles, que vician muchas veces tanto el método mismo como sus conclusiones en materia literaria. De hecho, algunos fautores de este método, movidos por prejuicios racionalistas, repulsan reconocer la existencia del orden sobrenatural y la intervención de un Dios personal en el mundo, realizada me­diante la revelación propiamente dicha, y asimismo la posibilidad de los milagros y profecías.

Otros parten de una falsa noción de la fe, como si ésta no cuidase de las verdades históricas o fuera con ellas incompatible. Otros niegan a priori el valor e índole histórica de los documentos de la Revelación. Otros, finalmente, no apreciando la autoridad de los apóstoles, en cuanto testigos de Cristo, ni su influjo y oficio en la comunidad primitiva, exageran el poder creador de dicha comunidad. Estas cosas no solo son contrarias a la doctrina católica, sino que también carecen de fundamento científico y se apartan de los rectos principios del método histórico.

Tres momentos básicos

2. El exegeta, para afirmar el fundamento de cuanto los evan­gelios nos refieren, atienda con diligencia a los tres momentos que atravesaron la vida y las doctrinas de Cristo antes de llegar hasta nosotros.

Cristo escogió a los discípulos[6], que lo siguieron desde el comienzo[7], vieron sus obras, oyeron sus palabras y pudieron así ser testigos de su vida y de su enseñanza[8]. El Señor, al exponer de viva voz su doctrina, siguió las normas del pensamiento y expresión entonces en uso, adaptándose a la mentalidad de sus oyentes, haciendo que cuanto les enseñaba se grabara firmemente en su mente, pudiera ser retenido con facilidad por los discípulos.

Los cuales comprendieron bien los milagros y los demás acon­tecimientos de la vida de Cristo como hechos realizados y dispues­tos con el fin de mover a la fe en Cristo y hacer abrazar con la fe el mensaje de salvación.

Los apóstoles anunciaron ante todo la muerte y la resurrección del Señor; dando testimonio de Cristo[9] y, exponían fielmente su vida, repetían sus palabras[10], teniendo presente en su predicación las exigencias de los diversos oyentes[11]. Después que Cristo resucitó de entre los muertos y su divinidad se manifestó de forma clara[12], la fe no sólo no les hizo olvidar el recuerdo de los acontecimientos; antes lo consolidó, pues esa fe se fundaba en lo que Cristo les había realizado y enseñado[13]. Por el culto con que luego los discípulos honraron a Cristo, como Señor e Hijo de Dios, no se verificó una transformación suya en persona «mítica», ni una deformación de su enseñanza: No se puede negar, sin embargo, que los apóstoles pre­sentaron a sus oyentes los auténticos dichos de Cristo y los acontecimientos de su vida con aquella más plena inteligencia que gozaron[14] a continuación de los acontecimientos gloriosos de Cristo y por la iluminación del Espíritu de verdad[15]. De aquí se deduce que, como el mismo Cristo después de su resurrección les interpre­taba[16] tanto las palabras del Antiguo Testamento como las suyas propias[17], de esta forma ellos explicaron sus hechos y palabras de acuerdo con las exigencias de sus oyentes. «Asiduos en el ministerio de la palabra»[18], predicaron con formas de expresión adaptadas a su fin específico y a la mentalidad de sus oyentes[19], pues eran «deu­dores de griegos y bárbaros, sabios e ignorantes»[20]. Se pueden, pues, distinguir en la predicación que tenía, por tema a Cristo: catequesis, narraciones, testimonios, himnos, doxologías, oraciones y otras formas literarias semejantes que aparecen en la Sagrada Escritura y que estaban en uso entre los hombres de aquel tiempo.

La transcripción a los evangelios

Esta instrucción primitiva, hecha primero oralmente y luego puesta por escrito—de hecho, muchos se dedicaron a «ordenar la narración de los hechos»[21] que se referían a Jesús—, los autores sagrados la consignaron en los cuatro evangelios para bien de la Iglesia, con un método correspondiente al fin que cada uno se pro­ponía. Escogieron algunas cosas; otras las sintetizaron; desarrollaron algunos elementos mirando la situación de cada una de las igle­sias, buscando por todos los medios que los lectores conocieran el fundamento de cuanto se les enseñaba[22]. Verdaderamente, de todo el material que disponían los hagiógrafos escogieron particularmente lo que era adaptado a las diversas condiciones de los fieles y al fin que se proponían, narrándolo para salir al paso de aquellas condicio­nes y de aquel fin. Pero, dependiendo el sentido de un enunciado del contexto, cuando los evangelistas al referir los dichos y hechos del Salvador presentan contextos diversos, hay que pensar que lo hicieron por utilidad de sus lectores. Por ello el exegeta debe inves­tigar cuál fue la intención del evangelista al exponer un dicho o un hecho en una forma determinada y en un determinado contexto. Verdaderamente no va contra la verdad de la narración el hecho de que los evangelistas refieran los dichos y hechos del Señor en orden diverso[23] y expresen sus dichos no a la letra, sino con una cierta diversidad, conservando su sentido[24]. Pues dice San Agustín: «Es bastante probable que los evangelistas se creyeran en el deber de contar, con el orden que Dios sugería a su memoria, las cosas que narraban, por lo menos en aquellas cosas en las que el orden, cual­quiera que sea, no quita en nada a la verdad y autoridad evangélica. Pues el Espíritu Santo, al distribuir sus dones a cada uno como le parece[25], y por ello también, dirigiendo y gobernando la mente de los santos con el fin de situar los libros en tan alta cumbre de auto­ridad, al recordar las cosas que habrían de escribir, permitiría que cada uno dispusiera la narración a su modo, y que cualquiera que con piadosa diligencia lo investigara lo pudiera descubrir con la ayuda divina»[26].

Si el exegeta no pone atención en todas estas cosas que se re­fieren al origen y composición de los evangelios y no aprovecha todo lo bueno que han aportado los recientes estudios, no cumplirá real­mente su oficio de investigador, cuál fue la intención de los autores sagrados y lo que realmente dijeron. De los nuevos estudios se deduce que la vida y la doctrina de Cristo no fueron simplemente re­feridas con el único fin de conservar su recuerdo, sino «predicadas» para ofrecer a la Iglesia la base de la fe y las costumbres; por ello el exegeta, escrutando diligentemente los testimonios de los evangelistas, podrá ilustrar con mayor penetración el perenne valor teológico de los evangelios y poner de manifiesto la necesidad y la importancia de la interpretación de la iglesia.

Quedan muchas cosas de gran importancia, en cuya discusión se puede y se debe ejercer libremente el ingenio y la agudeza del intérprete católico, para que cada uno, por su parte, aporte su con­tribución en beneficio de todos, para un creciente progreso de la doctrina sagrada, para preparar el juicio de la Iglesia y documentar­lo, en defensa y honor de la Iglesia[27]. Sin embargo, esté dispuesto a obedecer al magisterio de la Iglesia, y no olvide que los apóstoles predicaron la buena nueva llenos del Espíritu Santo y que los evangelios fueron escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, que preservaba a sus autores de todo error. «Verdaderamente, nosotros he­mos conocido la economía de la salvación no por medio de los de­más, sino por medio de aquellos por los que nos viene el Evangelio, que primero predicaron y luego, por voluntad de Dios, lo transmi­tieron en las Escrituras, destinado a ser columna y fundamento de nuestra fe. No se puede, pues, decir que hemos predicado antes de tener un conocimiento perfecto, como algunos osan decir, glorián­dose de ser los que corrigen a los apóstoles. Pero luego que el Señor resucitó de entre los muertos y ellos fueron investidos de lo alto por la virtud del Espíritu Santo descendiendo sobre ellos, fueron adoctrinados sobre todas las cosas y tuvieron un conocimiento per­fecto, y partieron luego para los confines de la tierra evangelizando los bienes que nos vienen de Dios y anunciando la paz celestial a los hombres, para que todos y cada uno poseyeran el Evangelio de Dios»[28].


La Sagrada Escritura en los seminarios

3. Aquellos, pues, que tienen encomendada la tarea de ense­ñar en los seminarios y en análogos institutos «procuren ante todo que... las divinas letras sean enseñadas en la forma que sugiere la gravedad misma de la disciplina y las necesidades de los tiempos»[29]. Los maestros expongan en primer término la doctrina teológica. Para que las «Sagradas Escrituras sean para los futuros sacerdotes de la Iglesia fuente pura y perenne de vida espiritual, para cada uno personalmente, y sustancia para el oficio de la predicación que les espera»[30]. Además, cuando recurran a la crítica, y ante todo a la crítica literaria, no lo hagan como si estuvieran interesados solamente en ésta, sino con el fin de mejor penetrar, con el auxilio, en el sentido pretendido por Dios por medio del hagiógrafo. No se deten­gan, por tanto, a medio camino, contentos de sus hallazgos litera­rios, sino traten de demostrar cómo estos hallazgos contribuyen en realidad a comprender cada vez más claramente la doctrina revela­da o, cuando sea posible, a rechazar los errores. Los profesores que actúen de esta forma harán que los alumnos encuentren en la Sa­grada Escritura lo «que eleva la mente a Dios, alimenta el alma y fomenta la vida interior»[31].

Los predicadores, suma prudencia

4. Finalmente, los que instruyen al pueblo cristiano con la pre­dicación sagrada tienen necesidad de suma prudencia. Ante todo, enseñen la doctrina, recordando la recomendación de San Pablo: «Atiende a tu tarea de enseñar, y en esto persevera; haciendo esto, te salvarás tú y tus oyentes»[32]. Absténganse de proponer novedades vanas o no suficientemente probadas. Nuevas opiniones ya sólida­mente demostradas expónganlas, si es preciso, con cautela y teniendo de los oyentes. Al narrar los hechos bíblicos, no mezclen circunstancias ficticias poco consonantes con la verdad.

Esta virtud de la prudencia debe ser ante todo característica de quienes difunden escritos de divulgación para los fieles. Sea su preocupación poner con claridad las riquezas de la palabra divina «para que los fieles se sientan movidos y enfervorizados para mejo­rar su propia vida»[33]. Sean escrupulosos en no apartarse jamás de la doctrina común o de la tradición de la Iglesia ni siquiera en cosas mínimas, aprovechando los progresos de la ciencia bíblica y los resultados de los estudiosos modernos, pero evitando del todo las te­merarias opiniones de los innovadores[34]. Les está severamente prohibido difundir, para secundar un pernicioso afán de novedades, algunas tentativas para la resolución de las dificultades, sin una selec­ción prudente y un serio examen, turbando así la fe de muchos.

Ya antes esta Comisión Pontificia de Estudios Bíblicos estimó oportuno recordar que también los libros y los artículos de revistas y periódicos que se refieren a la Biblia, en cuanto se refieren a temas de religión y a la instrucción cristiana de los fieles, están sometidos a la autoridad y jurisdicción de los ordinarios[35]. Los ordinarios están, por tanto, obligados a vigilar con máxima diligencia sobre estos escritos.

5. Los que están al frente de las Asociaciones Bíblicas observen fielmente las normas fijadas por la Comisión Pontificia para los Es­tudios Bíblicos[36].

Si se observan las normas expuestas, el estudio de las Sagradas Escrituras resultará ciertamente de utilidad para los fieles. Aun en nuestros días cualquiera podrá experimentar el dicho de San Pa­blo: Las Sagradas Letras «pueden instruir para la salvación median­te la fe en Cristo Jesús. Toda la Escritura divinamente inspirada es útil para enseñar, argüir, corregir, educar en la justicia, para que el hombre de Dios sea perfecto y capaz de toda obra buena»[37].

El 21 de abril de 1964, en la audiencia benignamente concedida al secretario abajo firmante, el Padre Santo Pablo VI ratificó y or­denó publicar esta instrucción.

Roma, 21 de abril de 1964.
Benjamín N. Wambacq, O. Praem.
Secretario de la Comisión Pontificia para Estudios Bíblicos
[1] 1 Tim 3,15.
[2] Divino Afflante Spiritu: Enchiridion Biblicum, EB 564; AAS 35(1963) 346.
[3] Cf. Spiritus Paraclitus: EB 451.
[4] Cart. apost. Vigilantiae: EB 143.
[5] Divino Afflante Spiritu: EB 560; AAS 35 (1943) 343.
[6] Cf. Mc 3,14; Le 6,13.
[7] Cf. Lc 1,2; Act 1,21-22.
[8] Cf. Lc 24,48; Act 1,8; 10,39; 13.31; Jn 15,27.
[9] Cf. Lc 24,48; Act 2,32; 3,15; 5, 30-32
[10] Cf. Act 10, 36-41
[11] Cf. Act 13,16-41, con Act 17,23-31.
[12] Act 2,36; Jn 20,28
[13] Act 2,22; 10,37-39.
[14] Jn 2,22; 12,16; 11,51-52; cf. 14,26; 16,12-13; 7,39.
[15] Cf.Jn 14,26; 16,13.
[16] Le 24,27.
[17] Cf. Lc 24,44-45; Act 1,3.
[18] Act 6,4.
[19] 1 Cor 9,19-23
[20] Rom 1,14.
[21] Cf. Lc 1,1.
[22] Cf. La 1,4
[23] Cf. S. J. Crisóstomo, In Mat. hom 1,3: PG 57,16-17.
[24] Cf. S. Agustín, De consensu Evang. 2,21,51: PL 34,1102.
[25] 1 Cor 12,11
[26] De consensu Evang. 2,21,sis: PL 34,1102
[27] Divino Afflante Spiritu: EB 565; AAS 35 (1943) 346
[28] S. Ireneo, Adv. haer. III 1,1: PG 7,844; Harvey, II 2
[29] Cart. apost. Quoniam in re bíblica: EB 162.
[30] Divino Afflante Spiritu: EB 567; AAS 35 (1963) 348.
[31] Divino Afflante Spiritu: EB 552; AAS 35 (1943) 339
[32] 1 Tim 4,16.
[33] Divino Afflante Spiritu: EB 566; AAS 35 (1948) 347
[34] Cf. Cart. apost. Quoniam in re bíblica: EB 175
[35] Instruc. ad Exanos, Locorum Ordinarios, 15 dic. 1955: EB 626.
[36] Ibid., EB 622-633
[37] 2 Tim 3,15-17

RESUMEN DE LA CARTA ENCÍCLICA DIVINO AFFLANTE SPIRITU – Pío XII - SOBRE LOS ESTUDIOS BÍBLICOS

Introducción
1. Por inspiración del divino Espíritu escribieron los sagrados escritores aquellos libros que Dios quiso liberalmente dar para enseñar, para convencer, para corregir, para dirigir en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté apercibido para toda obra buena (2Tim 3,16ss). No es, pues, de admirar que la santa Iglesia así lo haya custodiado con todo esmero, defendido de toda falsa y perversa interpretación y empleado solícitamente en el ministerio de comunicar a las almas la salud sobrenatural.
Por lo que hace a los tiempos modernos, la Iglesia tomó a su cuenta defenderlas y protegerlas todavía con mayor diligencia y empeño.
Ø El sacrosanto Sínodo Tridentino pronunció con decreto solemne que «deben ser tenidos por sagrados y canónicos los libros enteros con todas sus partes, tal como se han solido leer en la Iglesia católica y se hallan en la antigua edición Vulgata latina».
Ø El concilio Vaticano (I), a fin de reprobar las falsas doctrinas acerca de la inspiración, declaró que estos mismos libros han de ser tenidos por la Iglesia como sagrados y canónicos, «no ya porque, compuestos con la sola industria humana, hayan sido después aprobados con su autoridad, ni solamente porque contengan la revelación sin error, sino porque, escritos con la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor y como tales fueron entregados a la misma Iglesia».
Ø León XIII, en su carta encíclica Providentissimus Deus, dada el 18 de noviembre de 1893, contra algunos escritores católicos que osaron limitar la verdad de la Sagrada Escritura tan sólo a las cosas de fe y costumbres, y, en cambio, lo demás que perteneciera al orden físico o histórico reputarlo como «dicho de paso» y en ninguna manera enlazado con la fe, reprobó justísimamente aquellos errores y afianzó con preceptos y normas sapientísimas los estudios de los divinos libros.
2. A los 50 años de la publicación aquella encíclica, que se tienen como la ley principal de los estudios bíblicos, Nos juzgamos que había de ser oportunísimo confirmar e inculcar, por una parte, lo que nuestro antecesor sabiamente estableció y sus sucesores añadieron para afianzar y perfeccionar la obra, y decretar, por otra, lo que al presente parecen exigir las circunstancias, para más y más incitar a todos los hijos de la Iglesia que se dedican a estos estudios a una empresa tan necesaria y tan loable.

I Confirmación de lo propuesto por León XIII y sus sucesores

Resumen de la enseñanza de León XIII en la Providentissimus
3. El primero y sumo empeño de León XIII fue exponer la doctrina de la verdad contenida en los sagrados volúmenes y vindicarlos de las impugnaciones.
o Declaró que no hay absolutamente ningún error cuando el hagiógrafo, hablando de cosas físicas, «se atuvo (en el lenguaje) a las apariencias de los sentidos», como dice el Angélico, expresándose «o en sentido figurado o según la manera de hablar en aquellos tiempos, que aún hoy rige para muchas cosas en la vida cotidiana hasta entre los hombres más cultos».
o Añadió que «los escritores sagrados, o por mejor decir el Espíritu de Dios, que por ellos hablaba, no quiso enseñar a los hombres esas cosas —a saber, la íntima constitución de las cosas visibles— que de nada servían para su salvación», lo cual «útilmente ha de aplicarse a las disciplinas allegadas, principalmente a la historia», es a saber, refutando «de modo análogo las falacias de los adversarios» y defendiendo «de sus impugnaciones la fidelidad histórica de la Sagrada Escritura».
o Y que no se ha de imputar el error al escritor sagrado si «en la transcripción de los códices se les escapó algo menos exacto a los copistas» o si «queda oscilante el sentido genuino de algún pasaje».
o No es lícito en modo alguno, «o restringir la inspiración de la Sagrada Escritura a algunas partes tan sólo, o conceder que erró el mismo sagrado escritor», siendo así que la divina inspiración «por sí misma no sólo excluye todo error, sino que lo excluye y rechaza con la misma necesidad absoluta con la que es necesario que Dios, Verdad suma, no sea en modo alguno autor de ningún error. Esta es la antigua y constante fe de la Iglesia».
4. Ahora bien, esta doctrina que con tanta gravedad expuso nuestro predecesor León XIII, también Nos la proponemos con nuestra autoridad y la inculcamos a fin de que todos la retengan religiosamente. Y decretamos que con no menor solicitud se obedezca también el día de hoy a los consejos y estímulos que él sapientísimamente añadió conforme al tiempo.
Medidas para fomentar el estudio de las Escrituras
Como surgieran nuevas y no leves dificultades y cuestiones, ya por los prejuicios del racionalismo, que por doquiera perniciosamente cundía, ya sobre todo por las excavaciones y descubrimientos de monumentos antiquísimos llevados a cabo en las regiones orientales, el mismo predecesor nuestro, ardientemente deseó «que fuesen cada vez más los que sólidamente tomaran a su cargo y mantuviesen constantemente el patrocinio de las divinas Letras…».
5. León XIII con las letras apostólicas Vigilantiae, dadas el 30 del mes de octubre del año 1902, estableció un Consejo, o como se dice Comisión, de graves varones, «que tuvieran por encomendado a sí el cargo de procurar y lograr, por todos los medios, que los divinos oráculos hallen entre los nuestros en general aquella más exquisita exposición que los tiempos reclaman, y se conserven incólumes no sólo de todo hálito de errores, sino también de toda temeridad de opiniones», el cual Consejo también Nos, siguiendo el ejemplo de nuestros antecesores, lo confirmamos y aumentamos de hecho, valiéndonos, como muchas veces antes, de su ministerio para encaminar los intérpretes de los sagrados libros a aquellas sanas leyes de la exégesis católica que enseñaron los Santos Padres y los doctores de la Iglesia y los mismos Sumos Pontífices.

El impulso de los antecesores a los estudios bíblicos: medidas disciplinarias
6. Pío X instituyó «los grados académicos de licenciado y doctor en Sagrada Escritura..., que habrían de ser conferidos por la Comisión Bíblica»; luego dio una ley «sobre la norma de los estudios de Sagrada Escritura que se ha de guardar en los seminarios de clérigos», con el designio de que los alumnos seminaristas «no sólo penetrasen y conociesen la fuerza, modo y doctrina de la Biblia, sino que pudiesen además ejercitarse en el ministerio de la divina palabra con competencia y probidad, y defender... de las impugnaciones los libros escritos bajo la inspiración divina»; finalmente, fundó el Pontificio Instituto Bíblico, que encomendó a la ínclita Compañía de Jesús y prescribió sus leyes y disciplina.
7. Pío XI decretó, entre otras cosas, que ninguno fuese «profesor de la asignatura de Sagradas Letras en los seminarios sin haber legítimamente obtenido, después de terminado el curso peculiar de la misma disciplina, los grados académicos en la Comisión Bíblica o en el Instituto Bíblico». Y estos grados quiso que tuvieran los mismos efectos que los grados legítimamente otorgados en sagrada teología y en derecho canónico; y asimismo estableció que a nadie se concediese «beneficio en el que canónicamente se incluyera la carga de explicar al pueblo la Sagrada Escritura si, además de otras condiciones, el sujeto no hubiese obtenido o la licencia o el doctorado en Escritura».

8. Pío XI, después de que con el favor y aprobación de Pío X, de feliz memoria, el año 1907 «se encomendó a los monjes benedictinos el cargo de investigar y preparar los estudios en que haya de basarse la edición de la versión latina de las Escrituras que recibió el nombre de Vulgata» levantó desde sus cimientos el monasterio urbano de San Jerónimo, que exclusivamente se dedicase a esta obra, y lo enriqueció abundantísimamente con biblioteca y todos los demás recursos de investigación.

Estudio, predicación y lectura de las Escrituras: medidas pastorales

9. los mismos predecesores nuestros, en diferentes ocasiones, recomendaron ora el estudio, ora la predicación, ora, en fin, la pía lectura y meditación de las Sagradas Escrituras.
Pío X, respecto de la Sociedad de San Jerónimo, que trata de persuadir a los fieles de Cristo la costumbre de leer y meditar los santos Evangelios y hacerlo más accesible según sus fuerzas, la aprobó de todo corazón y la exhortó a que animosamente insistiera en su propósito declarando «que esta obra es la más útil» y que contribuye no poco «a extirpar la idea de que la Iglesia se resiste a la lectura de las Sagradas Escrituras en lengua vulgar o pone para ello impedimento».
Benedicto XV, al cumplirse el ciclo del decimoquinto siglo desde que dejó la vida mortal el Doctor Máximo en exponer las Sagradas Letras, después de haber esmeradísimamente inculcado, ya los preceptos y ejemplos del mismo Doctor, ya los principios y normas dadas por León XIII y por sí mismo, y recomendado otras cosas oportunísimas en estas materias y que nunca se deben olvidar, exhortó «a todos los hijos de la Iglesia, principalmente a los clérigos, a juntar la reverencia de la Sagrada Biblia con la piadosa lectura y asidua meditación de la misma»; y advirtió que «en estas páginas se ha de buscar el alimento con que se sustente, hasta llegar a la perfección, la vida del espíritu» y que «la principal utilidad de la Escritura pertenece al ejercicio santo y fructuoso de la divina palabra»; y él mismo de muevo alabó la obra de la Sociedad llamada del nombre del mismo San Jerónimo, gracias a la cual se divulgan en grandísima extensión los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles.
10. Y es cosa justa y grata confesar que no sólo con esta instituciones, preceptos y estímulos de nuestros antecesores, sino también con las obras y trabajos arrostrados, por todos aquellos que diligentemente los secundaron, ya en estudiar, investigar y escribir; ya en enseñar y predicar, como también en traducir y propagar los sagrados libros, ha adelantado no poco entre los católicos la ciencia y uso de las Sagradas Escrituras.


II.- Los cambios en estos cincuenta años

11. Las condiciones de los estudios bíblicos y de los que para los mismos son útiles han cambiado mucho en estos cincuenta años.

Porque cuando nuestro predecesor publicó su encíclica Providentissimus Deus, apenas se había comenzado a explorar en Palestina uno u otro lugar de excavaciones relacionadas con estos asuntos. Ahora, en cambio, las investigaciones de este género no sólo se han aumentado muchísimo en cuanto al número sino que, además, cultivadas con más severo método y arte por el mismo ejercicio, nos enseñan muchas más cosas y con más certeza.

Crece todavía la importancia de estas exploraciones por los documentos escritos hallados de vez en cuando, que contribuyen mucho al conocimiento de las lenguas letras, sucesos, costumbres y cultos más antiguos.

Ni es de menor interés el hallazgo y la búsqueda, tan frecuente en esta edad nuestra, de papiros, que ha tenido tanto valor para el conocimiento de las letras e instituciones públicas y privadas, principalmente del tiempo de nuestro Salvador.

Se han hallado además y editado con sagacidad vetustos códices de los sagrados libros; se ha investigado con más extensión y plenitud la exégesis de los Padres de la Iglesia; finalmente, se ilustra con innumerables ejemplos el modo de hablar, narrar y escribir de los antiguos.

Todo esto invita en cierta manera y amonesta a los intérpretes de las Sagradas Letras a aprovecharse con denuedo de tanta abundancia de luz para examinar con más profundidad los divinos oráculos, ilustrarlos con más claridad y proponerlos con mayor lucidez.

León XIII, como presagiando en su ánimo esta nueva floración de los estudios bíblicos, por una parte invita al trabajo a los exegetas católicos, y por otra les señaló sabiamente cuál era el modo y método de trabajar.

También Nos con estas letras encíclicas queremos conseguir que esta labor no solamente persevere con constancia, sino que cada día se perfeccione y resulte más fecunda, puesta sobre todo nuestra mira en mostrar a todos lo que resta por hacer y con qué espíritu debe hoy el exegeta católico emprender tan grande y excelso cargo.

Estudio de las lenguas antiguas – el texto original – crítica textual

12. los Padres de la Iglesia, y en primer término San Agustín, al intérprete católico le recomendaban encarecidamente el estudio de las lenguas antiguas y el volver a los textos primitivos.

En la Edad Media, cuando la teología escolástica florecía más que nunca, aun el conocimiento de la lengua griega desde mucho tiempo antes se había disminuido de tal manera entre los occidentales, que hasta los mismos supremos doctores de aquellos tiempos, al explicar los divinos libros, solamente se apoyaban en la versión latina llamada Vulgata.

En nuestros tiempos no solamente la lengua griega, sino que aun el conocimiento de la lengua hebrea y de otras lenguas orientales se ha prolongado grandemente entre los hombres doctos. Es tanta, además, ahora la abundancia de medios para aprender estas lenguas, que el intérprete de la Biblia que, descuidándolas, se cierre la puerta para los textos originales, no puede en modo alguno evitar la nota de ligereza y desidia. Porque al exegeta pertenece andar como a caza, con sumo cuidado y veneración, aun de las cosas mínimas que, bajo la inspiración del divino Espíritu, brotaron de la pluma del hagiógrafo, a fin de penetrar su mente con más profundidad y plenitud. Procure, por lo tanto, con diligencia adquirir cada día mayor pericia en las lenguas bíblicas y aun en las demás orientales, y corrobore su interpretación con todos aquellos recursos que provienen de toda clase de filología.

De la misma manera conviene que se explique aquel mismo texto original que, escrito por el sagrado autor, tiene mayor autoridad y mayor peso que cualquiera versión, por buena que sea, ya antigua, ya moderna; lo cual puede, sin duda, hacerse con mayor facilidad y provecho si, respecto del mismo texto, se junta al mismo tiempo con el conocimiento de las lenguas una sólida pericia en el manejo de la crítica.

13. Cuánta importancia se haya de atribuir a esta crítica, atinadamente lo advirtió San Agustín cuando, entre los preceptos que deben inculcarse al que estudia los sagrados libros, puso por primero de todos, el cuidado de poseer un texto exacto.

Ahora bien, hoy este arte, que lleva el nombre de crítica textual y que se emplea con gran loa y fruto en la edición de los escritos profanos, con justísimo derecho se ejercita también, por la reverencia debida a la divina palabra, en los libros sagrados. Porque por su mismo fin logra que se restituya a su ser el sagrado texto lo más perfectamente posible, se purifique de las depravaciones introducidas en él por la deficiencia de los amanuenses y se libre, cuanto se pueda, de las inversiones de palabras, repeticiones y otras faltas de la misma especie que suelen furtivamente introducirse en los libros transmitidos de uno en otro por muchos siglos.

Y apenas es necesario advertir que esta crítica, que desde hace algunos decenios, unos pocos han empleado absolutamente a su capricho, y no pocas veces de tal manera que pudiera decirse haberla los mismos usado para introducir en el sagrado texto sus opiniones prejuzgadas, hoy ha llegado a adquirir tal estabilidad y seguridad de leyes, que se ha convertido en un insigne instrumento para editar con más pureza y esmero la divina palabra, y fácilmente puede descubrirse cualquier abuso.

Así es que hoy, después que la disciplina de este arte ha llegado a tanta perfección, es un oficio honrado, aunque no siempre fácil, procurar por todos los medios que cuanto antes, por parte de los católicos, se preparen oportunamente ediciones, tanto de los sagrados libros como de las versiones antiguas, hechas conforme a estas normas, que junten, con una reverencia suma del sagrado texto, la escrupulosa observancia de todas las leyes críticas.

Valoración de la Vulgata latina y lo prescrito en el Concilio de Trento

14. Este uso de los textos primitivos, conforme a la razón de la crítica, no es en modo alguno contrario a aquellas prescripciones que sabiamente estableció el concilio Tridentino acerca de la Vulgata latina.

La voluntad del sínodo Tridentino de que la Vulgata fuese la versión latina «que todos usasen como auténtica», solamente se refiere a la Iglesia latina y al uso público de la misma Escritura, y no disminuye la autoridad y valor de los textos originales. Porque no se trataba de los textos originales en aquella ocasión, sino de las versiones latinas que en aquella época corrían de una parte a otra, entre las cuales el mismo concilio decretó que debía ser preferida la que «había sido aprobada en la misma Iglesia con el largo uso de tantos siglos».

Esta privilegiada autoridad o autenticidad de la Vulgata no fue establecida por el concilio principalmente por razones críticas, sino más bien por su legítimo uso en las iglesias durante el decurso de tantos siglos; con el cual uso se demuestra que está en absoluto inmune de todo error en materia de fe y costumbres; de modo que, conforme al testimonio y confirmación de la misma Iglesia, se puede presentar con seguridad y sin peligro de errar en las disputas, lecciones y predicaciones; y, por tanto, este género de autenticidad no se llama con nombre primario crítica, sino más bien jurídica.


La autoridad de la Vulgata no prohíbe los textos primitivos

Esta autoridad de la Vulgata en cosas doctrinales de ninguna manera prohíbe —antes por el contrario, hoy más bien exige— que esta misma doctrina se compruebe y confirme por los textos primitivos y que también sean a cada momento, invocados como auxiliares estos mismos textos, por los cuales dondequiera, cada día más se patentice y exponga el recto sentido de las Sagradas Letras. Y ni aun siquiera prohíbe el decreto del concilio Tridentino que se hagan versiones en las lenguas vulgares, y eso aun tomándolas de los textos originales, como ya en muchas regiones vemos que loablemente se ha hecho, aprobándolo la autoridad de la Iglesia.

El sentido genuino de los libros sagrados

15. Con el conocimiento de las lenguas antiguas y con los recursos del arte crítica, emprenda el exegeta católico aquel oficio: el hallar y exponer el sentido genuino de los sagrados libros. Para el desempeño de esta obra han de procurar distinguir bien y determinar cuál es el sentido de las palabras bíblicas llamado literal. Sea este sentido literal de las palabras el que ellos averigüen con toda diligencia por medio del conocimiento de las lenguas, valiéndose del contexto y de la comparación con pasajes paralelos; como en la interpretación de los escritos profanos, para que aparezca en toda su luz la mente del autor.

16. Los exegetas de las Sagradas Letras, acordándose de que aquí se trata de la palabra divinamente inspirada, cuya custodia e interpretación fue por el mismo Dios encomendada a la Iglesia, no menos diligentemente tengan cuenta de las exposiciones y declaraciones del Magisterio de la Iglesia y asimismo de la explicación dada por los Santos Padres, como también de la «analogía de la fe», según sabiamente advirtió León XIII en las letras encíclicas Providentissimus Deus.

Traten también con singular empeño de no exponer únicamente las cosas que atañen a la historia, arqueología, filología y otras disciplinas por el estilo, sino que muestren principalmente cuál es la doctrina teológica de cada uno de los libros o textos respecto de la fe y costumbres, de suerte que esta exposición de los mismos no solamente ayude a los doctores teólogos para proponer y confirmar los dogmas de la fe, sino que sea también útil a los sacerdotes para explicar ante el pueblo la doctrina cristiana y, finalmente, sirva a todos los fieles para llevar una vida santa y digna de un hombre cristiano.

17. Una vez que hubieren dado tal interpretación, teológica ante todo, eficazmente obligarán a callar a los que, repiten que es preciso acudir a cierta interpretación espiritual, que ellos llaman mística.


El sentido espiritual de la Escritura

Y no es que se excluya de la Sagrada Escritura todo sentido espiritual. Porque las cosas dichas o hechas en el Viejo Testamento de tal manera fueron sapientísimamente ordenadas y dispuestas por Dios, que las pasadas significaran anticipadamente las que en el nuevo pacto de gracia habían de verificarse. Por lo cual, el intérprete, así como debe hallar y exponer el sentido literal de las palabras que el hagiógrafo pretendiera y expresara, así también el espiritual, mientras conste legítimamente que fue dado por Dios.

Ahora bien, este sentido en los santos Evangelios nos lo indica y enseña el mismo divino Salvador; lo profesan también los apóstoles, de palabra y por escrito, imitando el ejemplo del Maestro; lo declara, por último, el uso antiquísimo de la liturgia, dondequiera que pueda rectamente aplicarse aquel conocido adagio: «La ley de orar es la ley de creer».

18. Este sentido espiritual, intentado y ordenado por el mismo Dios, descúbranlo y propónganlo los exegetas católicos con aquella diligencia que la dignidad de la palabra divina reclama; mas tengan sumo cuidado en no proponer como sentido genuino de la Sagrada Escritura otros sentidos traslaticios.

Nunca, debe olvidarse que el uso traslaticio de las palabras de la Sagrada Escritura le es como externo y añadido, y que, sobre todo hoy, no carece de peligro cuando los fieles, aquellos especialmente que están instruidos en los conocimientos tanto sagrados como profanos, buscan preferentemente lo que Dios en las Sagradas Letras nos da a entender. Ni tampoco aquella palabra de Dios viva y eficaz y más penetrante que espada de dos filos, y que llega hasta la división del alma y del espíritu y de las coyunturas y médulas, discernidora de los pensamientos y conceptos del corazón (Heb 4,12), necesita de afeites o de acomodación humana para mover y sacudir los ánimos; porque las mismas sagradas páginas, redactadas bajo la inspiración divina, tienen por sí mismas abundante sentido genuino; enriquecidas por divina virtud, tienen fuerza propia; adornadas con soberana hermosura, brillan por sí mismas y resplandecen, con tal que sean por el intérprete tan íntegra y cuidadosamente explicadas, que se saquen a luz todos los tesoros de sabiduría y prudencia en ellas ocultos.

Referencias en la exégesis e interpretación

19. Podrá el exegeta católico egregiamente ayudarse del industrioso estudio de aquellas obras con las que los Santos Padres, los doctores de la Iglesia e ilustres intérpretes de los pasados tiempos, expusieron las Sagradas Letras.

Es ciertamente lamentable que tan preciosos tesoros de la antigüedad cristiana sean demasiado poco conocidos a muchos escritores de nuestros tiempos, y que tampoco los cultivadores de la historia de la exégesis hayan todavía llevado a término.

20. Es, además, muy justo esperar que también nuestros tiempos puedan contribuir en algo a la interpretación más profunda y exacta de las Sagradas Letras. Cuán difíciles fuesen y casi inaccesibles algunas cuestiones para los mismos Padres, bien se echa de ver, en aquellos esfuerzos que muchos de ellos repitieron para interpretar los primeros capítulos del Génesis y, asimismo, por los repetidos tanteos de San Jerónimo para traducir los Salmos de tal manera que se descubriese con claridad su sentido literal o expresado en las palabras mismas. Hay, por fin, otros libros o sagradas textos cuyas dificultades ha descubierto precisamente la época moderna desde que por el conocimiento más profundo de la antigüedad han nacido nuevos problemas, que hacen penetrar con más exactitud en el asunto.

La naturaleza de la inspiración

21. Nuestra edad, por el favor de Dios, suministra nuevos recursos y subsidios de exégesis. Entre éstos parece digno de peculiar mención que los teólogos católicos, siguiendo la doctrina de los Santos Padres, y principalmente del Angélico y Común Doctor, han explorado y propuesto la naturaleza y los efectos de la inspiración bíblica mejor y más perfectamente que como solía hacerse en los siglos pretéritos.

Porque, partiendo del principio de que el escritor sagrado al componer el libro es órgano o instrumento del Espíritu Santo, con la circunstancia de ser vivo y dotado de razón, rectamente observan que él, bajo el influjo de la divina moción, de tal manera usa de sus facultades y fuerza, que fácilmente puedan todos colegir del libro nacido de su acción «la índole propia de cada uno y, por decirlo así, sus singulares caracteres y trazos».

El intérprete con todo esmero esfuércese por averiguar cuál fue la propia índole y condición de vida del escritor sagrado, en qué edad floreció, qué fuentes utilizó, ya escritas, ya orales, y qué formas de decir empleó.

La interpretación: las formas y géneros literarios

22. La norma principal de interpretación es aquella en virtud de la cual se averigua con precisión y se define qué es lo que el escritor pretendió decir.

23. Por otra parte, cuál sea el sentido literal, no es muchas veces tan claro en las palabras y escritos de los antiguos orientales como en los escritores de nuestra edad. Porque no es con solas las leyes de la gramática o filología ni con sólo el contexto del discurso con lo que se determina qué es lo que ellos quisieron significar con las palabras; es absolutamente necesario que el intérprete se traslade mentalmente a aquellos remotos siglos del Oriente, para que, ayudado convenientemente con los recursos de la historia, arqueología, etnología y de otras disciplinas, discierna y vea con distinción qué géneros literarios, como dicen, quisieron emplear y de hecho emplearon los escritores de aquella edad vetusta. Porque los antiguos orientales no empleaban siempre las mismas formas y las mismas maneras de decir que nosotros hoy, sino más bien aquellas que estaban recibidas en el uso corriente de los hombres de sus tiempos y países. Cuáles fueron éstas, no lo puede el exegeta como establecer de antemano, sino con la escrupulosa indagación de la antigua literatura del Oriente.

24. Esta investigación ha manifestado con más claridad qué formas de decir se usaron en aquellos antiguos tiempos en la descripción poética de las cosas, en el establecimiento de las normas y leyes de la vida, y en la narración de los hechos y acontecimientos.

Junto a la fidelidad histórica del pueblo de Israel, otras formas de narrar

Esta investigación ha probado que el pueblo israelítico se aventajó singularmente entre las demás antiguas naciones orientales en escribir bien la historia, lo cual se concluye también por el carisma de la divina inspiración y por el peculiar fin de la historia bíblica, que pertenece a la religión.

No por eso se debe admirar nadie que tenga recta inteligencia de la inspiración, de que también entre los sagrados escritores se hallen ciertas artes de exponer y narrar, ciertos idiotismos, sobre todo propios de las lenguas semíticas; las que se llaman aproximaciones y ciertos modos de hablar hiperbólicos; más aún, a veces hasta paradojas para imprimir las cosas en la mente con más firmeza.

Ninguna de aquellas maneras de hablar de que entre los antiguos, particularmente entre los orientales, solía servirse el humano lenguaje para expresar sus ideas, es ajena a los libros sagrados, con esta condición, empero, de que el género de decir empleado en ninguna manera repugne a la santidad y verdad de Dios, según que, conforme a su sagacidad, lo advirtió ya el mismo Doctor Angélico por estas palabras: «En la Escritura, las cosas divinas se nos dan al modo que suelen usar los hombres». Porque así como el Verbo sustancial de Dios se hizo semejante a los hombres en todas las cosas, excepto el pecado (Heb 4,15), así también las palabras de Dios, expresadas en lenguas humanas, se hicieron semejantes en todo al humano lenguaje, excepto el error.

El exegeta católico tenga en cuenta los géneros literarios

25. El exegeta católico, al exponer la Sagrada Escritura y mostrarla y probarla inmune de todo error, válgase también prudentemente de este medio, indagando qué es lo que la forma de decir o el género literario empleado por el hagiógrafo contribuye para la verdadera y genuina interpretación, y se persuada que esta parte de su oficio no puede descuidarse sin gran detrimento de la exégesis católica.

No raras veces, cuando algunos, reprochándolo, cacarean que los sagrados autores se descarriaron de la fidelidad histórica o contaron las cosas con menos exactitud, se averigua que no se trata de otra cosa sino de aquellas maneras corrientes y originales de decir y narrar propias de los antiguos.

Exige, pues, una justa equidad del ánimo que, cuando se encuentran estas cosas en el divino oráculo, el cual, como destinado a hombres, se expresa con palabras humanas, no se les arguya de error, no de otra manera que cuando se emplean en el uso cotidiano de la vida. Así es que, podrán resolverse muchas dificultades que se objetan contra la verdad y fidelidad histórica de las divinas Letras; ni será menos a propósito este estudio para conocer más plenamente y con mayor luz la mente del sagrado autor.

26. Así pues, nuestros cultivadores de estudios bíblicos pongan también su atención en esto con la debida diligencia, y no omitan nada de nuevo que hubieren aportado, sea la arqueología, sea la historia antigua o el conocimiento de las antiguas letras, y cuanto sea apto para mejor conocer la mente de los escritores vetustos y su manera, forma y arte de razonar, narrar y escribir.

Y en esta cuestión aun los varones católicos del estado seglar tengan en cuenta que no sólo contribuyen a la utilidad de la doctrina profana, sino que son también beneméritos de la causa cristiana si se entregan, como es razón, con toda constancia y empeño a la exploración e investigación de la antigüedad y ayudan, conforme a sus fuerzas, a resolver las cuestiones de este género hasta ahora menos claras y transparentes.


Dificultades de la época de León XIII hoy resueltas

27. Por la exploración tan adelantada de las antigüedades orientales, por la investigación más esmerada del mismo texto primitivo y, asimismo, por el más amplio y diligente conocimiento, ya de las lenguas bíblicas, ya de todas las que pertenecen al Oriente, con el auxilio de Dios, felizmente ha acontecido que no pocas de aquellas cuestiones que en la época de nuestro predecesor León XIII suscitaron contra la autenticidad, antigüedad, integridad y fidelidad histórica de los libros sagrados los críticos ajenos a la Iglesia o también hostiles a ella, hoy se hayan eliminado y resuelto.

De aquí ha resultado que la confianza en la autoridad y verdad histórica de la Biblia, debilitada en algunos un tanto por tantas impugnaciones, hoy entre los católicos se haya restituido a su entereza.

Persisten dificultades hoy día

28. Nadie se admire de que no se hayan todavía resuelto y vencido todas las dificultades, sino que aún hoy haya graves problemas que preocupan no poco los ánimos de los exegetas católicos.

Así ha sucedido que algunas disputas que en los tiempos anteriores se tenían sin solución y en suspenso, por fin en nuestra edad, con el progreso de los estudios, se han resuelto felizmente. Por lo cual tenemos esperanza de que aun aquellas que ahora parezcan sumamente enmarañadas y arduas lleguen por fin, con el constante esfuerzo, a quedar patentes en plena luz.

Dios con todo intento sembró de dificultades los sagrados libros, que El mismo inspiró, para que no sólo nos excitáramos con más intensidad a resolverlos y escudriñarlos, sino también, experimentando saludablemente los límites de nuestro ingenio, nos ejercitáramos en la debida humildad. No es, pues, nada de admirar si de una u otra cuestión no se haya de tener jamás respuesta completamente satisfactoria, siendo así que a veces se trata de cosas oscuras y demasiado lejanamente remotas de nuestro tiempo y de nuestra experiencia.

29. El intérprete católico, movido por un amor eficaz y esforzado de su ciencia y sinceramente devoto a la santa Madre Iglesia, por nada debe cejar en su empeño de emprender una y otra vez las cuestiones difíciles no desenmarañadas todavía, no solamente para refutar lo que opongan los adversarios, sino para esforzarse en hallar una explicación sólida que, de una parte, concuerde fielmente con la doctrina de la Iglesia y expresamente con lo por ella enseñado acerca de la inmunidad de todo error en la Sagrada Escritura, y de otra satisfaga también debidamente a las conclusiones ciertas de las disciplinas profanas.

30. Porque tengan, en primer término, ante los ojos que en las normas y leyes dadas por la Iglesia se trata de la doctrina de fe y costumbres, y que entre las muchas cosas que en los sagrados libros, legales, históricos, sapienciales y proféticos, se proponen, son solamente pocas aquellas cuyo sentido haya sido declarado por la autoridad de la Iglesia, ni son muchas aquellas sobre las que haya unánime consentimiento de los Padres. Quedan, pues, muchas, y ellas muy graves, en cuyo examen y exposición se puede y debe libremente ejercitar la agudeza y el ingenio de los intérpretes católicos.

Veneración de la Sagrada Escritura

31. Porque los sagrados libros no se los dio Dios a los hombres para satisfacer su curiosidad o para suministrarles materia de estudio e investigación, sino, como lo advierte el Apóstol, para que estos divinos oráculos nos pudieran instruir para la salud por la fe que es en Cristo Jesús y a fin de que el hombre de Dios fuese perfecto y estuviese apercibido para toda obra buena (cf. 2Tim 3, 15,17). Los sacerdotes, pues, a quienes está encomendado el cuidado de la eterna salvación de los fieles, después de haber indagado ellos con diligente estudio las sagradas páginas y habérselas hecho suyas con la oración y meditación, expongan cuidadosamente estas soberanas riquezas de la divina palabra en sermones, homilías y exhortaciones; confirmen asimismo la doctrina cristiana con sentencias tomadas de los sagrados libros, ilústrenla con preclaros ejemplos de la historia sagrada, y expresamente del Evangelio de Cristo Nuestro Señor, y todo esto evitando con cuidado y diligencia aquellas acomodaciones propias del capricho individual y sacadas de cosas muy ajenas al caso, lo cual no es uso, sino abuso de la divina palabra —expónganlo con tanta elocuencia, con tanta distinción y claridad, que los fieles no sólo se muevan y se inflamen a poner en buen orden su vida, sino que conciban también en sus ánimos suma veneración a la Sagrada Escritura.

32. Pero a nadie se le esconde que todo esto no pueden los sacerdotes llevarlo a cabo debidamente si primero ellos mismos, mientras permanecieron en los seminarios, no bebieron este activo y perenne amor de la Sagrada Escritura. Por lo cual, los sagrados prelados, sobre quienes pesa el paternal cuidado de sus seminarios, vigilen con diligencia para que también en este punto nada se omita que pueda ayudar a la consecución de este fin.

Y los maestros de Sagrada Escritura de tal manera lleven a cabo en los seminarios la enseñanza bíblica, que armen a los jóvenes que han de formarse para el sacerdocio y para el ministerio de la divina palabra con aquel conocimiento de las divinas Letras y los imbuyan en aquel amor hacia ellas sin los cuales no se pueden obtener abundantes frutos de apostolado. Por lo cual la exposición exegética atienda principalmente a la parte teológica, evitando las disputas inútiles y omitiendo aquellas cosas que nutren más la curiosidad que la verdadera doctrina y piedad sólida; propongan el sentido llamado literal y, sobre todo, el teológico con tanta solidez, explíquenlo con tal competencia e incúlquenlo con tal ardor, que en cierto modo sus alumnos experimenten lo que los discípulos de Jesucristo que iban a Emaús, los cuales, después de oídas las palabras del Maestro, exclamaron: ¿No es cierto que nuestro corazón se abrasaba dentro de nosotros mientras nos descubría las Escrituras? (Lc 24, 32). De este modo, las divinas Letras sean para los futuros sacerdotes de la Iglesia, por un lado fuente pura y perenne de la vida espiritual de cada uno, y por otro, alimento y fuerza del sagrado cargo de predicar que han de tomar a su cuenta.

Necesidad apremiante en estos luctuosos tiempos

33. Mientras la gigantesca guerra acumula ruinas sobre ruinas y muertes sobre muertes, y mientras, excitados mutuamente los odios acerbísimos de los pueblos, vemos con sumo dolor que en no pocos se extingue no sólo el sentido de la cristiana benignidad y caridad, sino aun el de la misma humanidad.

Ahora bien a estas mortífera heridas de las relaciones humanas, ¿quién otro puede poner remedio sino Aquel a quien el Príncipe de los Apóstoles, lleno de amor y de confianza, invoca con estas frases: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna (Jn 6,69). Es, pues, necesario reducir a todos y con todas las fuerzas a este misericordiosísimo Redentor nuestro; porque El es el divino consolador de todos los afligidos; El es quien a todos —sea que presidan con pública autoridad, sea que estén sujetos con el deber de obediencia y sumisión— enseña la probidad digna de este nombre, la justicia integral y la caridad generosa; El es, finalmente, y sólo El, quien puede ser firme fundamento y sostén de la paz y de la tranquilidad. Porque nadie puede poner otro fundamento fuera del puesto, que es Cristo Jesús (1Cor 3,11). Y a este Cristo, autor de la salud, tanto más plenamente le conocerán los hombres, tanto más intensamente le amarán, tanto más fielmente le imitarán cuanto con más afición se sientan movidos al conocimiento y meditación de las Sagradas Letras, especialmente del Nuevo Testamento. Porque, como dijo el Estridonés, «ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo»; y al género humano, desgarrado y trepidante, le están abiertas las fuentes de aquella divina gracia; postergada la cual y dejada a un lado, no podrán los pueblos ni los directores de los pueblos iniciar ni establecer ninguna tranquilidad de situación ni concordia de los ánimos; allí, finalmente, aprenderán todos a Cristo, que es la cabeza de todo principado y potestad (Col 2,10) y que fue hecho para nosotros por Dios sabiduría y justicia y santificación y redención (1Cor 1,30).

* * *
Exhortación final

34, resta ya, venerables hermanos y amados hijos, que a todos y cada uno de aquellos cultivadores de la Biblia que son devotos hijos de la Iglesia y obedecen fielmente a su doctrina y normas, no sólo les felicitemos con ánimo paternal por haber sido elegidos y llamados a cargo tan excelso, sino que también les demos nuevo aliento para que continúen en cumplir con fuerzas cada día renovadas, con todo empeño y con todo cuidado la obra felizmente comenzada. Excelso cargo, decimos. ¿Qué hay, en efecto, más sublime que escudriñar, explicar, proponer a los fieles, defender contra los infieles la misma palabra de Dios, dada a los hombres por inspiración del Espíritu Santo?

Entréguense, pues, de todo corazón a este negocio los expositores de la divina palabra. «Oren para entender»trabajen para penetrar cada día con más profundidad en los secretos de las sagradas páginas; enseñen y prediquen, para abrir también a otros los tesoros de la palabra de Dios. Lo que en los siglos pretéritos llevaron a cabo con gran fruto aquellos preclaros intérpretes de la Sagrada Escritura, emúlenlo también, según sus fuerzas, los intérpretes del día, de tal manera que, como en los pasados tiempos, así también al presente tenga la Iglesia eximios doctores en exponer las divinas Letras; y los fieles de Cristo, gracias al trabajo y esfuerzo de ellos, perciban toda la luz, fuerza persuasiva y alegría de las Sagradas Escrituras. Y en este empleo, arduo en verdad y grave, tengan también ellos por consuelo los santos libros (1 Mac 12,9) y acuérdense de la retribución que les espera: toda vez que aquellos que hubieren sido sabios brillarán como la luz del firmamento, y los que enseñan a muchos la justicia, como estrellas por toda la eternidad (Dan 12,3).

35. Entretanto, mientras a todos los hijos de la Iglesia, y expresamente a los profesores de la ciencia bíblica, al clero joven y a los sagrados oradores ardientemente les deseamos que, meditando continuamente los oráculos de Dios, gusten cuán bueno y suave es el espíritu del Señor (cf. Sab 12,1) a vosotros todos y a cada uno en particular, venerables hermanos y amados hijos, como prenda de los dones celestes y testimonio de nuestra paterna benevolencia, os impartimos de todo corazón en el Señor la bendición apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 30 del mes de septiembre, en la Festividad de San Jerónimo, Doctor Máximo en exponer las Sagradas Escrituras, el año 1943, quinto de nuestro pontificado.
PÍO PP. XII

domingo, 13 de diciembre de 2009

Benedicto XV: "Spiritus Paraclitus"

Esquema
Benedicto XV, el 15 de septiembre de 1920, con ocasión de decimoquinto centenario de la muerte de San Jerónimo, escribe esta Encíclica para hablar de la ciencia de las Escrituras de este santo, para proponer a la imitación su ejemplo, y a confirmar y adaptar a los tiempos actuales de la Iglesia las utilísimas advertencias y prescripciones que en esta materia dieron León XIII y Pío X.

Vida y estudios de San Jerónimo

Los libros Sagrados escritos por inspiración del Espíritu Santo
La autoridad de la Sagrada Escritura
La inerrancia de la Sagrada Escritura
La inerrancia de la Escritura se basa en la inspiración


Opiniones erróneas sobre la inspiración

Elemento primario o religioso y secundario o profano
Las partes históricas no se fundan en la verdad de los hechos
Citas implícitas y narraciones en apariencia históricas


La Autoridad de las Escrituras la recibieron del mismo Cristo

San Jerónimo Doctor Máximo
El camino seguido por san Jerónimo
El respeto religioso a las Sagradas Escrituras
El Magisterio de la Iglesia intérprete seguro
Necesidad del ejemplo de san Jerónimo en nuestros días
Las virtudes del que se dedica a la lectura y estudio de la Biblia


Reglas en el uso de la Biblia

El sentido literal
El sentido espiritual
Forma de exponer la Escritura


Los frutos de las Sagradas Escrituras
Cristo es la referencia del Antiguo y del Nuevo Testamento
Los restos de San Jerónimo en Santa María la Mayor


RESUMEN DE LA ENCÍCLICA SPIRITUS PARACLITUS DE BENEDICTO XV SOBRE LA INTERPRETACIÓN DE LA SAGRADA ESCRITURA

1. El Espíritu Consolador suscitó en el transcurso de los siglos numerosos expositores santísimos y doctísimos, los cuales habían de procurar a los fieles cristianos la abundantísima consolación de las Escrituras. El primer lugar entre ellos corresponde a San Jerónimo, a quien la Iglesia católica reconoce y venera como el Doctor Máximo concedido por Dios en la interpretación de las Sagradas Escrituras.


2. Próximos a celebrar el decimoquinto centenario de su muerte, querernos, hablaros detenidamente de la gloria y de los méritos de San Jerónimo en la ciencia de las Escrituras. (…) proponer a la imitación el insigne ejemplo de varón tan eximio, y a confirmar y adaptar a los tiempos actuales de la Iglesia las utilísimas advertencias y prescripciones que en esta materia dieron León XIII y Pío X.

3. San Jerónimo nos suministra muchas e importantes enseñanzas que emplear para inducir a todos los hijos de la Iglesia, y especialmente a los clérigos, el respeto a la Escritura divina, unido a su piadosa lectura y meditación asidua.

Vida y estudios de San Jerónimo

4. Nació en Estridón, «aldea en otro tiempo fronteriza entre Dalmacia y Pannonia», y se crió desde la cuna en el catolicismo, empleó a lo largo de su vida todas sus fuerzas en investigar, exponer y defender los libros sagrados. De tal manera creció en él el amor de las Escrituras, que, como si hubiera encontrado el tesoro de que habla la parábola evangélica, abandonó su casa, sus padres, su hermana y sus allegados; renunció a su abastecida mesa y marchó a los Sagrados Lugares de Oriente, para adquirir en mayor abundancia las riquezas de Cristo y la ciencia del Salvador en la lectura y estudio de la Biblia.

5. No fui yo, como algunos presuntuosos, mi propio maestro. Oí frecuentemente y traté en Antioquía a Apolinar de Laodicea, y cuando me instruía en las Sagradas Escrituras, nunca le escuché su reprobable opinión sobre los sentidos de la misma». De allí marchó a la región desierta de Cálcide, en la Siria oriental; allí se hizo discípulo de un cristiano convertido del judaísmo, para aprender hebreo y caldeo.

6. Marchó a Constantinopla, donde casi por tres años tuvo como guía y maestro para la interpretación de las Sagradas Letras a San Gregorio el Teólogo, obispo de aquella sede y famosísimo por su ciencia; en esta época tradujo al latín las Homilías de Orígenes sobre los Profetas y la Crónica de Eusebio, y comentó la visión de los serafines de Isaías. Vuelto a Roma por las dificultades de la cristiandad, fue familiarmente acogido y empleado en los asuntos de la Iglesia por el papa San Dámaso. Aunque muy ocupado en esto, no dejó por ello de revolver los libros divinos, de transcribir códices y de informar en el conocimiento de la Biblia a discípulos de uno y otro sexo, y realizó el laboriosísimo encargo que el Pontífice le hizo de enmendar la versión latina del Nuevo Testamento.

7. Su atracción máxima eran los Santos Lugares de Palestina, muerto San Dámaso, Jerónimo se retiró a Belén, donde, habiendo construido un cenobio junto a la cuna de Cristo, se consagró todo a Dios, y el tiempo que le restaba después de la oración lo consumía totalmente en el estudio y enseñanza de la Biblia.

8. Empleó todo género de ayudas útiles para su adelantamiento; aparte de que, ya desde el principio, se había adquirido los mejores códices y comentarios de la Biblia, manejó también los libros de las sinagogas y los volúmenes de la biblioteca de Cesarea, reunidos por Orígenes y Eusebio, para sacar de la comparación de dichos códices con los suyos la forma original del texto bíblico y su verdadero sentido. Para mejor conseguir esto último, recorrió Palestina en toda su extensión.

9. Jerónimo, pues, alimentó continuamente su ánimo con aquel manjar suavísimo, explicó las epístolas de San Pablo, enmendó según el texto griego los códices latinos del Antiguo Testamento, tradujo nuevamente casi todos los libros del hebreo al latín, expuso diariamente las Sagradas Letras a los hermanos que junto a él se reunían, contestó las cartas que de todas partes le llegaban proponiéndole cuestiones de la Escritura, refutó duramente a los impugnadores de la unidad y de la doctrina católica; y pudo tanto el amor de la Biblia en él, que no cesó de escribir o dictar hasta que la muerte inmovilizó sus manos y acalló su voz. Así, perseveró hasta la extrema vejez meditando día y noche la ley del Señor junto al pesebre de Belén, aprovechando más al nombre católico desde aquella soledad, con el ejemplo de su vida y con sus escritos, que si hubiera consumido su carrera mortal en la capital del mundo, Roma.


Los libros Sagrados escritos por inspiración del Espíritu Santo

10. Vengamos ya a la consideración de su doctrina sobre la dignidad divina y la verdad absoluta de las Escrituras. En lo cual, sostuvo firme y constantemente con la Iglesia católica universal: que los Libros Sagrados, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor y como tales han sido entregados a la Iglesia. Afirma, en efecto, que los libros de la Sagrada Biblia fueron compuestos bajo la inspiración, o sugerencia, o insinuación, o incluso dictado del Espíritu Santo; más aún, que fueron escritos y editados por El mismo; sin poner en duda, por otra parte, que cada uno de sus autores, según la naturaleza e ingenio de cada cual, hayan colaborado con la inspiración de Dios. Pues no sólo afirma, en general, lo que a todos los hagiógrafos es común: el haber seguido al Espíritu de Dios al escribir, de tal manera que Dios deba ser considerado como causa principal de todo sentido y de todas las sentencias de la Escritura; sino que, además, considera cuidadosamente lo que es propio de cada uno de ellos. Y así particularmente muestra cómo cada uno de ellos ha usado de sus facultades y fuerzas en la ordenación de las cosas, en la lengua y en el mismo género y forma de decir, de tal manera que de ahí deduce y describe su propia índole y sus singulares notas y características, principalmente de los profetas y del apóstol San Pablo.

11. Esta comunidad de trabajo entre Dios y el hombre para realizar la misma obra, la ilustra Jerónimo con la comparación del artífice que para hacer algo emplea algún órgano o instrumento; pues lo que los escritores sagrados dicen «son palabras de Dios y no suyas, y lo que por boca de ellos dice lo habla Dios como por un instrumento».

Y si preguntamos que de qué manera ha de entenderse este influjo y acción de Dios como causa principal en el hagiógrafo, se ve que no hay diferencia entre las palabras de Jerónimo y la común doctrina católica sobre la inspiración, ya que él sostiene que Dios, con su gracia, aporta a la mente del escritor luz para proponer a los hombres la verdad en nombre de Dios; mueve, además, su voluntad y le impele a escribir; finalmente, le asiste de manera especial y continua hasta que acaba el libro. De aquí principalmente deduce el Santo la suma importancia y dignidad de las Escrituras, cuyo conocimiento compara a un tesoro precioso y a una rica margarita, y afirma encontrarse en ellas las riquezas de Cristo y «la plata que adorna la casa de Dios».

La autoridad de la Sagrada Escritura

12. En cualquier controversia que surgiera recurría a la Biblia como a la más surtida armería, y empleaba para refutar los errores de los adversarios los testimonios de ellas deducidos como los argumentos más sólidos e irrefragables. Así, a Helvidio, que negaba la virginidad perpetua de la Madre de Dios, decía lisa y llanamente: «Así como no negamos esto que está escrito, de igual manera rechazamos lo que no está escrito. Creemos que Dios nació de la Virgen, porque lo leemos; no creemos que María tuviera otros hijos después del parto, porque no lo leemos».

13. Sobre la Escritura en general, leemos, en su comentario a Jeremías: «Ni se ha de seguir el error de los padres o de los antepasados, sino la autoridad de las Escrituras y la voluntad de Dios, que nos enseña».

La inerrancia de la Sagrada Escritura

14. San Jerónimo enseña que con la divina inspiración de los libros sagrados y con la suma autoridad de los mismos va necesariamente unida la inmunidad y ausencia de todo error y engaño; lo cual había aprendido en las más célebres escuelas de Occidente y de Oriente, como recibido de los Padres y comúnmente aceptado. advierte: «Admitirá que todo el cuerpo y el dorso están llenos de ojos quien haya visto que no hay nada en los Evangelios que no luzca e ilumine con su resplandor el mundo, de tal manera que hasta las cosas consideradas pequeñas y despreciables brillen con la majestad del Espíritu Santo».

15. Y lo que allí afirma de los Evangelios confiesa de las demás «palabras de Dios» en cada uno de sus comentarios, como norma y fundamento de la exégesis católica; «las palabras del Señor son verdaderas, y su decir es hacer». Y así, «la Escritura no puede mentir» y no se puede decir que la Escritura engañe ni admitir siquiera en sus palabras el solo error de nombre.

16. Añade el santo Doctor que «considera distintos a los apóstoles de los demás escritores» profanos; «que aquéllos siempre dicen la verdad, y éstos en algunas cosas, como hombres, suelen errar», y aunque en las Escrituras se digan muchas cosas que parecen increíbles, con todo, son verdaderas; en esta «palabra de verdad» no se pueden encontrar ni cosas ni sentencias contradictorias entre sí, «nada discrepante, nada diverso», por lo cual, «cuando las Escrituras parezcan entre sí contrarias, lo uno y lo otro es verdadero aunque sea diverso». Estando como estaba firmemente adherido a este principio, si aparecían en los libros sagrados discrepancias, Jerónimo aplicaba todo su cuidado y su inteligencia a resolver la cuestión; y si no consideraba todavía plenamente resuelta la dificultad, volvía de nuevo y con agrado sobre ella cuando se le presentaba ocasión, aunque no siempre con mucha fortuna. Pero nunca acusaba a los hagiógrafos de error ni siquiera levísimo. En lo cual coincide plenamente con San Agustín, quien, escribiendo al mismo Jerónimo, dice que sólo a los libros sagrados suele conceder la reverencia y el honor de creer firmemente que ninguno de sus autores haya cometido ningún error al escribir, y que, por lo tanto, si encuentra en las Escrituras algo que parezca contrario a la verdad, no piensa eso, sino que o bien el códice está equivocado, o que está mal traducido, o que él no lo ha entendido; y añade: «¡Y no creo que tú, hermano mío, pienses de otro modo; no puedo en manera alguna pensar que tú quieras que se lean tus libros, como los de los profetas y apóstoles, de cuyos escritos sería un crimen dudar que estén exentos de todo error».


La inerrancia de la Escritura se basa en la inspiración

17. Con esta doctrina de San Jerónimo se confirma e ilustra maravillosamente lo que nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII dijo declarando solemnemente la antigua y constante fe de la Iglesia sobre la absoluta inmunidad de cualquier error por parte de las Escrituras: «Está tan lejos de la divina inspiración el admitir error, que ella por sí misma no solamente lo excluye en absoluto, sino que lo excluye y rechaza con la misma necesidad con que es necesario que Dios, Verdad suma, no sea autor de ningún error». Y después de aducir las definiciones de los concilios Florentino y Tridentino, confirmadas por el Vaticano I, añade: «Por lo cual nada importa que el Espíritu Santo se haya servido de hombres como de instrumentos para escribir, como si a estos escritores inspirados, ya que no al autor principal, se les pudiera haber deslizado algún error. Porque El de tal manera los excitó y movió con su influjo sobrenatural para que escribieran, de tal manera los asistió mientras escribían, que ellos concibieran rectamente todo y sólo lo que El quería, y lo quisieran fielmente escribir, y lo expresaran aptamente con verdad infalible; de otra manera, El no sería el autor de toda la Sagrada Escritura».

18. Es de lamentar, sin embargo, venerables hermanos, que haya habido, no solamente entre los de fuera, sino incluso entre los hijos de la Iglesia católica, más aún, entre los mismos clérigos y maestros de las sagradas disciplinas, quienes, aferrándose soberbiamente a su propio juicio, hayan abiertamente rechazado u ocultamente impugnado el magisterio de la Iglesia en este punto. Ciertamente aprobamos la intención de aquellos que para librarse y librar a los demás de las dificultades de la Sagrada Biblia buscan, valiéndose de todos los recursos de las ciencias y del arte crítica, nuevos caminos y procedimientos para resolverlas, pero fracasarán lamentablemente en esta empresa si desatienden las directrices de nuestro predecesor y traspasan las barreras y los límites establecidos por los Padres.

Opiniones erróneas sobre la inspiración

Elemento primario o religioso y secundario o profano

19. En estas prescripciones y límites de ninguna manera se mantiene la opinión de aquellos que, distinguiendo entre el elemento primario o religioso de la Escritura y el secundario o profano, admiten de buen grado que la inspiración afecta a todas las sentencias, más aún, a cada una de las palabras de la Biblia, pero reducen y restringen sus efectos, y sobre todo la inmunidad de error y la absoluta verdad, a sólo el elemento primario o religioso. Según ellos, sólo es intentado y enseñado por Dios lo que se refiere a la religión; y las demás cosas que pertenecen a las disciplinas profanas, y que sólo como vestidura externa de la verdad divina sirven a la doctrina revelada, son simplemente permitidas por Dios y dejadas a la debilidad del escritor. Nada tiene, pues, de particular que en las materias físicas, históricas y otras semejantes se encuentren en la Biblia muchas cosas que no es posible conciliar en modo alguno con los progresos actuales de las ciencias. Hay quienes sostienen que estas opiniones erróneas no contradicen en nada a las prescripciones de nuestro predecesor, el cual declaró que el hagiógrafo, en las cosas naturales, habló según la apariencia externa, sujeta a engaño.

20. Cuán ligera y falsamente se afirme esto, aparece claramente por las palabras del Pontífice. Pues ninguna mancha de error cae sobre las divinas Letras por la apariencia externa de las cosas —a la cual muy sabiamente dijo León XIII, siguiendo a San Agustín y a Santo Tomás de Aquino, que había que atender—, toda vez que es un axioma de sana filosofía que los sentidos no se engañan en la percepción de esas cosas que constituyen el objeto propio de su conocimiento. Aparte de esto, nuestro predecesor, sin distinguir para nada entre lo que llaman elemento primario y secundario y sin dejar lugar a ambigüedades de ningún género, claramente enseña que está muy lejos de la verdad la opinión de los que piensan «que, cuando se trata de la verdad de las sentencias, no es preciso buscar principalmente lo que ha dicho Dios, sino examinar más bien el fin para el cual lo ha dicho»; e igualmente enseña que la divina inspiración se extiende a todas las partes de la Biblia sin distinción y que no puede darse ningún error en el texto inspirado: «Pero lo que de ninguna manera puede hacerse es limitar la inspiración a solas algunas partes de las Escrituras o conceder que el autor sagrado haya cometido error».

Las partes históricas no se fundan en la verdad de los hechos

21. Y no discrepan menos de la doctrina de la Iglesia los que piensan que las partes históricas de la Escritura no se fundan en la verdad absoluta de los hechos, sino en la que llaman verdad relativa o conforme a la opinión vulgar; y hasta se atreven a deducirlo de las palabras mismas de León XIII, cuando dijo que se podían aplicar a las disciplinas históricas los principios establecidos a propósito de las cosas naturales. Así defienden que los hagiógrafos, como en las cosas físicas hablaron según lo que aparece, de igual manera, desconociendo la realidad de los sucesos, los relataron según constaban por la común opinión del vulgo o por los testimonios falsos de otros y ni indicaron sus fuentes de información ni hicieron suyas las referencias ajenas.

22. Una vez aceptada la opinión de éstos, ¿cómo podría quedar a salvo aquella verdad inerrante de la narración sagrada que nuestro predecesor a lo largo de toda su encíclica declara deber mantenerse?

23. Y si afirma que se debe aplicar a las demás disciplinas, y especialmente a la historia, lo que tiene lugar en la descripción de fenómenos físicos, no lo dice en general, sino solamente intenta que empleemos los mismos procedimientos para refutar las falacias de los adversarios y para defender contra sus ataques la veracidad histórica de la Sagrada Escritura.

24. Y ojalá se pararan aquí los introductores de estas nuevas teorías; porque llegan hasta invocar al Doctor Estridonense en defensa de su opinión, por haber enseñado que la veracidad y el orden de la historia en la Biblia se observa, «no según lo que era, sino según lo que en aquel tiempo se creía», y que tal es precisamente la regla propia de la historia. Y la verdadera ley de la historia para San Jerónimo es que, en estas designaciones, el escritor, salvo cualquier peligro de error, mantenga la manera de hablar usual, ya que el uso tiene fuerza de ley en el lenguaje.

26. San Jerónimo profesa exactamente lo mismo que escribía San Agustín, resumiendo el común sentir de toda la antigüedad cristiana: «... Lo creemos, pues, nacido de la Virgen María, no porque no pudiera de otra manera existir en carne verdadera y aparecer ante los hombres (como quiso Fausto), sino porque así está escrito en la Escritura, a la cual, si no creyéramos, ni podríamos ser cristianos ni salvarnos».

Citas implícitas y narraciones en apariencia históricas

27. Y no faltan a la Escritura Santa detractores de otro género; hablamos de aquellos que abusan de algunos principios hasta el extremo de socavar los fundamentos de la verdad de la Biblia y destruir la doctrina católica comúnmente enseñada por los Padres. Los que recurren a las llamadas citas implícitas o a las narraciones sólo en apariencia históricas; o bien pretenden que en las Sagradas Letras se encuentren determinados géneros literarios, con los cuales no puede compaginarse la íntegra y perfecta verdad de la palabra divina, o sostienen tales opiniones sobre el origen de los Libros Sagrados, que comprometen y en absoluto destruyen su autoridad.

28. ¿Y qué decir de aquellos que, al explicar los Evangelios, disminuyen la fe humana que se les debe y destruyen la divina? Lo que Nuestro Señor Jesucristo dijo e hizo piensan que no ha llegado hasta nosotros íntegro y sin cambios, como escrito religiosamente para testigos de vista y oído, sino que —especialmente por lo que al cuarto Evangelio se refiere— en parte proviene de los evangelistas, que inventaron y añadieron muchas cosas por su cuenta, y en parte son referencias de los fieles de la generación posterior; y que, por lo tanto, se contienen en un mismo cauce aguas procedentes de dos fuentes distintas que por ningún indicio cierto se pueden distinguir entre sí. No entendieron así Jerónimo, Agustín y los demás doctores de la Iglesia la autoridad histórica de los Evangelios, de la cual el que vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis. Y así, San Jerónimo, de las Escrituras canónicas escribe: «A nadie le quepa duda de que han sucedido realmente las cosas que han sido escritas», coincidiendo una vez más con San Agustín, que, hablando de los Evangelios, dice: «Estas cosas son verdaderas y han sido escritas de El fiel y verazmente, para que los que crean en su Evangelio sean instruidos en la verdad y no engañados con mentiras».

La Autoridad de las Escrituras la recibieron del mismo Cristo

29. Jerónimo y los demás Padres de la Iglesia aprendieron esta doctrina sobre los Libros Sagrados en la escuela del mismo divino Maestro, Cristo Jesús.

30. ¿Quién desconoce o ha olvidado que el Señor Jesús, en los sermones que tuvo al pueblo, sea en el monte junto al lago de Genesaret, sea en la sinagoga de Nazaret y en su ciudad de Cafarnaum, sacaba de la Sagrada Escritura la materia de su enseñanza y los argumentos para probarla? ¿Acaso no tomó de allí las armas invencibles para la lucha con los fariseos y saduceos? Ya enseñe, ya dispute, de cualquier parte de la Escritura aduce sentencias y ejemplos, y los aduce de manera que se deba necesariamente creer en ellos; en este sentido recurre sin distinción a Jonás y a los ninivitas, a la reina de Saba y a Salomón, a Elías y a Eliseo, a David, a Noé, a Lot y a los sodomitas y hasta a la mujer de Lot .

31. Y testifica la verdad de los Libros Sagrados, hasta el punto de afirmar solemnemente: Ni una iota ni un ápice pasará de la ley hasta que todo se cumpla y No puede quedar sin cumplimiento la Escritura, por lo cual, el que incumpliere uno de estos mandamientos, ¡por pequeño que sea, y lo enseñare así a los hombres, será tenido por el menor en el reino de los cielos. Y para que los apóstoles, a los que pronto había de dejar en la tierra, se empaparan de esta doctrina, antes de subir a su Padre, al cielo, les abrió la inteligencia, para que comprendieran las Escrituras, y les dijo: Porque así está escrito y así convenía que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día. La doctrina, pues, de San Jerónimo acerca de la importancia y de la verdad de la Escritura es, para decirlo en una sola palabra, la doctrina de Cristo.

San Jerónimo Doctor Máximo

32. Tener por guía y maestro al Doctor Máximo tiene ventajas. De entrada se ofrece en primer lugar a los ojos de nuestra mente aquel su amor ardentísimo a la Sagrada Biblia que con todo el ejemplo de su vida y con palabras llenas del Espíritu de Dios manifestó Jerónimo y procuró siempre más y más excitar en los ánimos de los fieles: «Ama las Escrituras Santas —exhorta a todos en la persona de la virgen Demetríades—, y te amará la sabiduría; ámala, y te guardará; hónrala, y te abrazará. Sean éstos tus collares y pendientes».

33. La continua lección de la Escritura y la cuidadosa investigación de cada libro, más aún, de cada frase y de cada palabra, le hizo tener tal familiaridad con el sagrado texto como ningún otro escritor de la antigüedad eclesiástica. A este conocimiento de la Biblia, unido a la agudeza de su ingenio, se debe atribuir que la versión Vulgata, obra de nuestro Doctor, supere en mucho a las demás versiones antiguas.


El camino seguido por san Jerónimo

36. En primer lugar advierte que llevemos a estos estudios una preparación diligente y una voluntad bien dispuesta. El, pues, una vez bautizado, para remover todos los obstáculos externos que podían retardarle en su santo propósito, imitando a aquel hombre que habiendo hallado un tesoro, por la alegría del hallazgo va y vende todo lo que tiene y compra el campo, dejó a un lado las delicias pasajeras y vanas de este mundo, deseó vivamente la soledad y abrazó una forma severa de vida con tanto mayor afán cuanto más claramente había experimentado antes que estaba en peligro su salvación entre los incentivos de los vicios. Con todo, quitados estos impedimentos, todavía le faltaba aplicar su ánimo a la ciencia de Jesucristo y revestirse de aquel que es manso y humilde de corazón, puesto que había experimentado en sí lo que Agustín asegura que le pasó cuando empezó los estudios de las Sagradas Letras. El cual, habiéndose sumergido de joven en los escritos de Cicerón y otros, cuando aplicó su ánimo a la Escritura Santa, «me pareció indigna de ser comparada con la dignidad de Tulio. Mi soberbia rehusaba su sencillez, y mi agudeza no penetraba sus interioridades. Y es que ella crece con los pequeños, y yo desdeñaba ser pequeño y, engreído con el fausto, me creía grande».

El respeto religioso a las Sagradas Escrituras

37. Y así, persuadido de que «siempre en la exposición de las Sagradas Escrituras necesitamos de la venida del Espíritu Santo» y de que la Escritura no se puede leer ni entender de otra manera de como «lo exige el sentido del Espíritu Santo con que fue escrita», el santo varón de Dios implora suplicante, valiéndose también de las oraciones de sus amigos, las luces del Paráclito; y leemos que encomendaba las explicaciones de los libros sagrados que empezaba, y atribuía las que acababa felizmente, al auxilio de Dios y a las oraciones de los hermanos.

38. Además, confiesa que «en los libros divinos no se ha fiado nunca de sus propias fuerzas» y a Teófilo, obispo de Alejandría, expone así la norma a la cual había ajustado su vida y sus estudios: «Ten para ti que nada debe haber para nosotros tan sagrado como salvaguardar los derechos del cristiano, no cambiar el sentido de los Padres y tener siempre presente la fe romana, cuyo elogio hizo el Apóstol».


El Magisterio de la Iglesia intérprete seguro

39. Con toda el alma se entrega y somete a la Iglesia, maestra suprema, en la persona de los romanos pontífices; y así, deseando someter a la Sede Apostólica la controversia de los orientales sobre el misterio de la Santísima Trinidad, escribía al papa Dámaso: «Me ha parecido conveniente consultar a la cátedra de Pedro y a la fe elogiada por el Apóstol, buscando hoy el alimento de mi alma allí donde en otro tiempo recibí la librea de Cristo... Porque no quiero tener otro guía que a Cristo, me mantengo en estrecha comunión con Vuestra Santidad, es decir, con la cátedra de Pedro. Sé muy bien que sobre esta piedra está fundada la Iglesia... Declarad vuestro pensamiento: si os agrada, no temeré admitir las tres hipóstasis; si lo ordenáis, aceptaré que una fe nueva reemplace a la de Nicea y que seamos ortodoxos con las mismas fórmulas de los arrianos». Por último, en la carta siguiente renueva esta maravillosa confesión de fe: «Entretanto, protesto en alta voz: El que está unido a la cátedra de Pedro, está conmigo».

40. Siempre fiel a esta regla de fe en el estudio de las Escrituras, rechaza con este único argumento cualquier falsa interpretación del sagrado texto: «Esto no lo admite la Iglesia de Dios», y con estas breves palabras rechaza el libro apócrifo que contra él había aducido el hereje Vigilancio: «Ese libro no lo he leído jamás. ¿Para qué, si la Iglesia no lo admite?».

Necesidad del ejemplo de san Jerónimo en nuestros días

42. Si alguna vez fue necesario, venerables hermanos, que todos los clérigos y el pueblo fiel se ajusten al espíritu del Doctor Máximo, nunca más necesario que en nuestra época, en que tantos se levantan con orgullosa terquedad contra la soberana autoridad de la revelación divina y del magisterio de la Iglesia. Ojalá todos los católicos se atengan a la regla de oro del santo Doctor y, obedientes al mandato de su Madre, se mantengan humildemente dentro de los límites señalados por los Padres y aprobados por la Iglesia.

43. Jerónimo los invita al estudio de la Biblia. Y antes que nada recomienda incansablemente a todos la lectura cotidiana de la palabra divina: Y en su comentario a la carta a los Efesios: «Debemos, pues, con el mayor ardor, leer las Escrituras y meditar de día y de noche en la ley del Señor, para que, como expertos cambistas, sepamos distinguir cuál es el buen metal y cuál el falso». Ni exime de esta común obligación a las mujeres casadas o solteras. A la matrona romana Leta propone sobre la educación de su hija, entre otros consejos, los siguientes: «Tómale de memoria cada día el trozo señalado de las Escrituras...; que prefiera los libros divinos a las alhajas y sedas... Aprenda lo primero el Salterio, gócese con estos cánticos e instrúyase para la vida en los Proverbios de Salomón. Acostúmbrese con la lectura del Eclesiástico a pisotear las vanidades mundanas. Imite los ejemplos de paciencia y de virtud de Job. Pase después a los Evangelios, para nunca dejarlos de la mano. Embébase con todo afán en los Hechos y en las Epístolas de los Apóstoles. Y cuando haya enriquecido la celda de su pecho con todos estos tesoros, aprenda de memoria los Profetas, y el Heptateuco, y los libros de los Reyes, y los Paralipómenos, y los volúmenes de Esdras y de Ester, para que, finalmente, pueda leer sin peligro el Cantar de los Cantares». Y de la misma manera exhorta a la virgen Eustoquio: «Sé muy asidua en la lectura y aprende lo más posible. Que te coja el sueño con el libro en la mano y que tu rostro, al rendirse, caiga sobre la página santa». Y, al enviarle el epitafio de su madre Paula, elogiaba a esta santa mujer por haberse consagrado con su hija al estudio de las Escrituras, de tal manera que las conocía profundamente y las sabía de memoria. Y añade: «Diré otra cosa que acaso a los envidiosos parecerá increíble: se propuso aprender la lengua hebrea, que sólo parcialmente y con muchos trabajos y sudores aprendí yo de joven y no me canso de repasar ahora para no olvidarla, y de tal manera lo consiguió, que llegó a cantar los Salmos en hebreo sin acento latino alguno. Esto mismo puede verse hoy en su santa hija Eustoquio». Ni olvida a Santa Marcela, que también dominaba perfectamente las Escrituras.

44. Todo el que a la Biblia se acercare con espíritu piadoso, fe firme, ánimo humilde y sincero deseo de aprovechar, encontrará en ella y podrá gustar el pan que bajó de los cielos y experimentará en sí lo que dijo David: Me has manifestado los secretos y misterios de tu sabiduría, dado que esta mesa de la divina palabra «contiene la doctrina santa, enseña la fe verdadera e introduce con seguridad hasta el interior del velo, donde está el Santo de los Santos».

48. Con estas palabras se dirige a todos los clérigos en la persona del monje Rústico: «Mientras estés en tu patria, haz de tu celda un paraíso; coge los frutos variados de las Escrituras, saborea sus delicias y goza de su abrazo... Nunca caiga de tus manos ni se aparte de tus ojos el libro sagrado; apréndete el Salterio palabra por palabra, ora sin descanso, vigila tus sentidos y ciérralos a los vanos pensamientos». Y al presbítero Nepociano advierte: «Lee a menudo las divinas Escrituras; más aún, que la santa lectura no se aparte jamás de tus manos. Aprende allí lo que has de enseñar. Procura conseguir la palabra fiel que se ajusta a la doctrina, para que puedas exhortar con doctrina sana y argüir a los contradictores». Y después de haber recordado a San Paulino las normas que San Pablo diera a sus discípulos Timoteo y Tito sobre el estudio de las Escrituras, añade: «Porque la santa rusticidad sólo aprovecha al que la posee, y tanto como edifica a la Iglesia de Cristo con el mérito de su vida, otro tanto la perjudica si no resiste a los contradictores. Dice el profeta Malaquías, o mejor, el Señor por Malaquías: Pregunta a los sacerdotes la ley. Forma parte del excelente oficio del sacerdote responder sobre la ley cuando se le pregunte. Leemos en el Deuteronomio: Pregunta a tu padre, y te indicará; a tus presbíteros, y te dirán. Y Daniel, al final de su santísima visión, dice que los justos brillarán como las estrellas, y los inteligentes, es decir, los doctos, como el firmamento. ¿Ves cuánto distan entre sí la santa rusticidad y la docta santidad? Aquéllos son comparados con las estrellas, y éstos, con el cielo». En carta a Marcela vuelve a atacar irónicamente esta santa rusticidad de algunos clérigos: «La consideran como la única santidad, declarándose discípulos de pescadores, como si pudieran ser santos por el solo hecho de no saber nada». Pero advierte que no sólo estos rústicos, sino incluso los clérigos literatos pecaban de la misma ignorancia de las Escrituras, y en términos severísimos inculca a los sacerdotes el asiduo contacto con los libros santos.

Las virtudes del que se dedica a la lectura y estudio de la Biblia

50. Ante todo se debe buscar en estas páginas el alimento que sustente la vida del espíritu hasta la perfección; por ello, San Jerónimo acostumbraba meditar en la ley del Señor de día y de noche y gustar en las Santas Escrituras el pan del cielo y el maná celestial que tiene en sí todo deleite.

51. De la Escritura han de salir, en segundo lugar, cuando sea necesario, los argumentos para ilustrar, confirmar y defender los dogmas de nuestra fe. Que fue lo que él hizo admirablemente en su lucha contra los herejes de su tiempo; todas sus obras manifiestan claramente cuán afiladas y sólidas armas sacaba de los distintos pasajes de la Escritura para refutarlos. Si nuestros expositores de las Escrituras le imitan en esto, se conseguirá, sin duda, lo que nuestro predecesor en sus letras encíclicas Providentissimus Deus declaraba «deseable y necesario en extremo»: que «el uso de la Sagrada Escritura influya en toda la ciencia teológica y sea como su alma».

52. Por último, el uso más importante de la Escritura es el que dice relación con el santo y fructuoso ejercicio del ministerio de la divina palabra. Porque «todo lo que se dice en las Escrituras es como una trompeta que amenaza y penetra con voz potente en los oídos de los fieles». «Nada conmueve tanto como un ejemplo sacado de las Escrituras Santas».

Reglas en el uso de la Biblia

El sentido literal

53. Advierte en primer lugar que consideremos diligentemente las mismas palabras de la Escritura, para que conste con certeza qué dijo el autor sagrado. A continuación se debe buscar la significación y el contenido que encierran las palabras, porque «al que estudia las Escrituras Santas no le son tan necesarias las palabras como el sentido». En la búsqueda de este sentido no podemos negar que San Jerónimo, imitando a los doctores latinos y a algunos de entre los griegos de los tiempos antiguos, concedió más de lo justo en un principio a las interpretaciones alegóricas. Pero el amor que profesaba a los Libros Sagrados, y su continuo esfuerzo por repasarlos y comprenderlos mejor, hizo que cada día creciera en él la recta estimación del sentido literal.

54. Debemos, ante todo, fijar nuestra atención en la interpretación literal o histórica: Añade que toda otra forma de interpretación se apoya, como en su fundamento, en el sentido literal, que ni siquiera debe creerse que no existe cuando algo se afirma metafóricamente; porque «frecuentemente la historia se teje con metáforas y se afirma bajo imágenes». Y a los que opinan que nuestro Doctor negaba en algunos lugares de la Escritura el sentido histórico, los refuta él mismo con estas palabras: «No negamos la historia, sino que preferimos la inteligencia espiritual».

El sentido espiritual

55. Puesta a salvo la significación literal o histórica, busca sentidos más internos y profundos, para alimentar su espíritu con manjar más escogido; enseña a propósito del libro de los Proverbios, y lo mismo advierte frecuentemente de las otras partes de la Escritura, que no debemos pararnos en el solo sentido literal, «sino buscar en lo más hondo el sentido divino, como se busca en la tierra el oro, en la nuez el núcleo y en los punzantes erizos el fruto escondido de las castañas». Advierte, sin embargo, cuando se trata de buscar este sentido interior, que se haga con moderación, «no sea que, mientras buscamos las riquezas espirituales, parezca que despreciamos la pobreza de la historia». Y así desaprueba no pocas interpretaciones místicas de los escritores antiguos precisamente porque no se apoyan en el sentido literal. Si los intérpretes de las Sagradas Letras y los predicadores de la palabra divina, siguiendo el ejemplo de Cristo y de los apóstoles y obedeciendo a los consejos de León XIII, no despreciaren «las interpretaciones alegóricas o análogas que dieron los Padres, sobre todo cuando fluyen de la letra y se apoyan en la autoridad de muchos», sino que modestamente se levantaren de la interpretación literal a otras más altas, experimentarán con San Jerónimo la verdad del dicho de Pablo: «Toda la Sagrada Escritura, divinamente inspirada, es útil para enseñar, para argüir, para corregir y para instruir en la santidad», y obtendrán del infinito tesoro de las Escrituras abundancia de ejemplos y palabras con que orientar eficaz y suavemente la vida y las costumbres de los fieles hacia la santidad.

Forma de exponer la Escritura

56. Se debe mantener antes que nada «la verdad de la interpretación», y que «el deber del comentarista es exponer no lo que él quisiera, sino lo que pensaba aquel a quien interpreta» y añade que «hablar en la Iglesia tiene el grave peligro de convertir, por una mala interpretación, el Evangelio de Cristo en evangelio de un hombre». En segundo lugar, «en la exposición de las Santas Escrituras no interesan las palabras rebuscadas ni las flores de la retórica, sino la instrucción y sencillez de la verdad». En la exposición de la palabra divina se requiere un estilo que «sin amaneramientos... exponga el asunto, explique el sentido y aclare las oscuridades sin follaje de palabras rebuscadas».

57. «No me gusta que seas —dice al presbítero Nepociano— un declamador y charlatán, sino hombre enterado del misterio y muy versado en los secretos de tu Dios. Atropellar las palabras y suscitar la admiración del vulgo ignorante con la rapidez en el hablar es de tontos». «Los que hoy se ordenan de entre los literatos se preocupan no de asimilarse la médula de las Escrituras, sino de halagar los oídos de la multitud con flores de retórica».

Los frutos de las Sagradas Escrituras

58. Réstanos por recordar, venerables hermanos, los «dulces frutos» que «de la amarga semilla de las letras» obtuvo Jerónimo. Preferimos que conozcáis las abundantes y exquisitas delicias que llenaban el alma del piadoso anacoreta, más que por nuestras palabras, por las suyas propias. Escuchad cómo habla de esta sagrada ciencia a Paulino, su «colega, compañero y amigo»: «Dime, hermano queridísimo, ¿no te parece que vivir entre estos misterios, meditar en ellos, no querer saber ni buscar otra cosa, es ya el paraíso en la tierra?» Y a su discípula Paula pregunta: «Dime, ¿hay algo más santo que este misterio? ¿Hay algo más agradable que este deleite? ¿Qué manjares o qué mieles más dulces que conocer los designios de Dios, entrar en su santuario, penetrar el pensamiento del Creador y enseñar las palabras de tu Señor, de las cuales se ríen los sabios de este mundo, pero que están llenas de sabiduría espiritual? Guarden otros para sí sus riquezas, beban en vasos preciosos, engalánense con sedas, deléitense en los aplausos de la multitud, sin que la variedad de placeres logre agotar sus tesoros; nuestras delicias serán meditar de día y de noche en la ley del Señor, llamar a la puerta cerrada, gustar los panes de la Trinidad y andar detrás del Señor sobre las olas del mundo». Y nuevamente a Paula y a su hija Eustoquio en el comentario a la epístola a los Efesios: «Si hay algo, Paula y Eustoquio, que mantenga al sabio en esta vida y le anime a conservar el equilibrio entre las tribulaciones y torbellinos del mundo, yo creo que es ante todo la meditación y la ciencia de las Escrituras»..

59. En las Sagradas Letras de uno y otro Testamento leía frecuentemente predicadas las alabanzas de la Iglesia de Dios. ¿Acaso no representaban la figura de esta Esposa de Cristo y todas y cada una de las ilustres y santas mujeres que ocupan lugar preferente en el Antiguo Testamento?

¿Qué cosa podía, pues, excitar diariamente en el ánimo de Jerónimo mayor amor a la Esposa de Cristo que el conocimiento de las Escrituras?.

60. Y si jamás permitió que el error se extendiera impunemente, no puso menor celo en condenar, con su enérgico modo de hablar, la corrupción de costumbres, deseando, en la medida de sus fuerzas, presentar a Cristo una Esposa gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada). ¡Cuán duramente reprende a los que profanaban con una vida culpable la dignidad sacerdotal! ¡Con qué elocuencia condena las costumbres paganas que en gran parte inficionaban a la misma ciudad de Roma! Para contener por todos los medios aquel desbordamiento de todos los vicios y crímenes, les opone la excelencia y hermosura de las virtudes cristianas, convencido de que nada puede tanto para apartar del mal como el amor de las cosas más puras; reclama insistentemente para la juventud una educación piadosa y honesta; exhorta con graves consejos a los esposos a llevar una vida pura y santa; insinúa en las almas más delicadas el amor a la virginidad; tributa todo género de elogios a la difícil, pero suave austeridad de la vida interior; urge con todas sus fuerzas aquel primer precepto de la religión cristiana —el precepto de la caridad unida al trabajo—, con cuya observancia la soledad humana pasaría felizmente de las actuales perturbaciones a la tranquilidad del orden. Hablando de la caridad, dice hermosamente a San Paulino: «El verdadero templo de Cristo es el alma del creyente: adórnala, vístela, ofrécele tus dones, recibe a Cristo en ella. ¿De qué sirve que resplandezcan sus muros con piedras preciosas, si Cristo en el pobre se muere de hambre?».

61. Como en los últimos pasajes que hemos citado, así otras muchas veces nuestro Doctor exalta la íntima unión de Jesús con la Iglesia. Como no puede estar la cabeza separada del cuerpo místico, así con el amor a la Iglesia ha de ir necesariamente unido el amor a Cristo, que debe ser considerado como el principal y más sabroso fruto de la ciencia de las Escrituras.

Cristo es la referencia del Antiguo y del Nuevo Testamento

62. Hacia Cristo, como a su centro, convergen todas las páginas de uno y otro Testamento; por ello Jerónimo, explicando las palabras del Apocalipsis que hablan del río y del árbol de la vida, dice entre otras cosas: «Un solo río sale del trono de Dios, a saber, la gracia del Espíritu Santo; y esta gracia del Espíritu Santo está en las Santas Escrituras, es decir, en el río de las Escrituras. Pero este río tiene dos riberas, que son el Antiguo y el Nuevo Testamento, y en ambas riberas está plantado el árbol, que es Cristo». No es de extrañar, por lo tanto, que en sus piadosas meditaciones acostumbrase referir a Cristo cuanto se lee en el sagrado texto: «Yo, cuando leo el Evangelio y veo allí los testimonios sacados de la ley y de los profetas, considero sólo a Cristo; si he visto a Moisés y a los profetas, ha sido para entender lo que me decían de Cristo. Cuando, por fin, he llegado a los esplendores de Cristo y he contemplado la luz resplandeciente del claro sol, no puedo ver la luz de la linterna. ¿Puede iluminar una linterna si la enciendes de día? Si luce el sol, la luz de la linterna se desvanece; de igual manera la ley y los profetas se desvanecen ante la presencia de Cristo. Nada quito a la ley ni a los profetas; antes bien, los alabo porque anuncian a Cristo. Pero de tal manera leo la ley y los profetas, que no me quedo en ellos, sino que a través de la ley y de los profetas trato de llegar a Cristo». Y así, buscando piadosamente a Cristo en todo, lo vemos elevarse maravillosamente, por el comentario de las Escrituras, al amor y conocimiento del Señor Jesús, en el cual encontró la preciosa margarita del Evangelio: «No hay más que una preciosa margarita: el conocimiento del Salvador, el misterio de la pasión y el secreto de su resurrección».

64. Sacaba, pues, San Jerónimo abundantes frutos de la lectura de los Sagrados Libros: de aquí aquellas luces interiores con que era atraído cada día más al conocimiento y amor de Cristo; de aquí aquel espíritu de oración, del cual escribió cosas tan bellas; de aquí aquella admirable familiaridad con Cristo, cuyas dulzuras lo animaron a correr sin descanso por el arduo camino de la cruz hasta alcanzar la palma de la victoria. Asimismo, se sentía continuamente atraído con fervor hacia la santísima Eucaristía: «Nada más rico que aquel que lleva el cuerpo del Señor en una cesta de mimbres y su sangre en una ampolla»; ni era menor su veneración y piedad para con la Madre de Dios, cuya virginidad perpetua defendió con todas su fuerzas y cuyo ejemplo acabadísimo en todas las virtudes solía proponer como modelo a las esposas de Cristo. A nadie extrañará, por lo tanto, que San Jerónimo se sintiera tan fuertemente atraído por los lugares de Palestina que el Redentor y su Madre santísima hicieron sagrados con su presencia.

¿Cuándo llegará el día en que nos sea dado penetrar en la gruta del Salvador, llorar en el sepulcro del Señor con la hermana y con la madre, besar el madero de la cruz, y en el monte de los Olivos seguir en deseo y en espíritu a Cristo en su ascensión?...». Repasando estos recuerdos, Jerónimo, lejos de Roma, llevaba una vida demasiado dura para su cuerpo, pero tan suave para el alma, que exclamaba: «Ya quisiera tener Roma lo que Belén, más humilde que aquélla, tiene la dicha de poseer».

Los restos de San Jerónimo en Santa María la Mayor

65. El voto del santo varón se realizó de distinta manera de como él pensaba, y de ello Nos y los romanos con Nos debemos alegrarnos; porque los restos del Doctor Máximo, depositados en aquella gruta que él por tanto tiempo había habitado, y que la noble ciudad de David se gloriaba de poseer en otro tiempo, tiene hoy la dicha de poseerlos Roma en la Basílica de Santa María la Mayor, junto al pesebre del Señor. San Jerónimo habla todavía. Proclama la excelencia, la integridad y la veracidad histórica de las Escrituras, así como los dulces frutos que su lectura y meditación producen. Proclama para todos los hijos de la Iglesia la necesidad de volver a una vida digna del nombre de cristianos y de conservarse inmunes de las costumbres paganas, que en nuestros días parecen haber resucitado. Proclama que la cátedra de Pedro, gracias sobre todo a la piedad y celo de los italianos, dentro de cuyas fronteras lo estableció el Señor, debe gozar de aquel prestigio y libertad que la dignidad y el ejercicio mismo del oficio apostólico exigen. Proclama a las naciones cristianas que tuvieron la desgracia de separarse de la Iglesia Madre el deber de refugiarse nuevamente en ella, en quien radica toda esperanza de eterna salvación. Ojalá presten oídos a esta invitación, sobre todo, las Iglesias orientales, que hace ya demasiado tiempo alimentan sentimientos hostiles hacia la cátedra de Pedro.

Cuando vivía en aquellas regiones y tenía por maestros a Gregorio Nacianceno y a Dídimo Alejandrino, Jerónimo sintetizaba en esta fórmula, que se ha hecho clásica, la doctrina de los pueblos orientales de su tiempo: «El que no se refugie en el arca de Noé perecerá anegado en el diluvio». El oleaje de este diluvio, ¿acaso no amenaza hoy, si Dios no lo remedia, con destruir todas las instituciones humanas? ¿Y qué no se hundirá, después de haber suprimido a Dios, autor y conservador de todas las cosas? ¿Qué podrá quedar en pie después de haberse apartado de Cristo, que es la vida? Pero el que de otro tiempo, rogado por sus discípulos, calmó el mar embravecido, puede todavía devolver a la angustiada humanidad el precioso beneficio de la paz. Interceda en esto San Jerónimo en favor de la Iglesia de Dios, a la que tanto amó y con tanto denuedo defendió contra todos los asaltos de sus enemigos; y alcance con su valioso patrocinio que, apaciguadas todas las discordias conforme al deseo de Jesucristo, se haga un solo rebaño y un solo Pastor.

66. Llevad sin tardanza, venerables hermanos, al conocimiento de vuestro clero y de vuestros fieles las instrucciones que con ocasión del decimoquinto centenario de la muerte del Doctor Máximo acabamos de daros, para que todos, bajo la guía y patrocinio de San Jerónimo, no solamente mantengan y defiendan la doctrina católica acerca de la inspiración divina de las Escrituras, sino que se atengan escrupulosamente a las prescripciones de la encíclica Providentissimus Deus y de la presente carta. Entretanto, deseamos a todos los hijos de la Iglesia que, penetrados y fortalecidos por la suavidad de las Sagradas Letras, lleguen al conocimiento perfecto de Jesucristo; y, en prenda de este deseo y como testimonio de nuestra paterna benevolencia, os concedemos afectuosamente en el Señor, a vosotros, venerables hermanos, y a todo el clero y pueblo que os está confiado, la bendición apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, a 15 de septiembre de 1920, año séptimo de nuestro pontificado.