martes, 6 de marzo de 2012

LA REALIDAD DE LAS AFIRMACIONES DE JESÚS

LA REALIDAD DE LAS AFIRMACIONES DE JESÚS Resumen

Los evangelios recogen testimonios acerca de que Jesús dijo que era el Mesías e Hijo de Dios, queda por ver si esas afirmaciones fueron realmente dichas por Jesús de Nazaret o las pusieron en su boca, sin haberlas dicho.

Un capítulo se dedica a establecer la garantía de las afirmaciones por cuestiones externas, el testimonio de los evangelistas es veraz; en otro capítulo se analiza la veracidad de dichas afirmaciones en base a criterios de historicidad o crítica interna, de manera que en los evangelios se puede oír la voz de Jesús; un tercer capítulo se dedica a los grandes misterios revelados en los evangelios y que sólo El pudo revelarlos; finalmente, en un cuarto capítulo se examina la cuestión de la fe pospascual en relación con lo acontecido antes de la pasión, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret.

La garantía de las afirmaciones de Jesús de Nazaret se funda en criterios de crítica externa que se apoya en la validez del testimonio de los autores de los evangelios.

A los evangelios se les debe conceder presunción de veracidad, ya que son documentos nacidos para dar a conocer una figura real, la de Jesús de Nazaret, a través de sus hechos y palabras. Son cuatro documentos que aunque no son del todo independientes, tienen cuatro autores distintos y confluyen en la figura de Jesús. Es muy difícil que se trate de una figura literaria y no de un personaje histórico del que se relatan hechos y dichos que son verdaderos. Además, se trata de múltiples testimonios, se puede decir que todo lo relatado en los evangelios tiene como trasfondo la mesianidad y la divinidad de Jesús de Nazaret.

Los testimonios de los evangelios son objetivos por la notoriedad de los hechos narrados, por el respaldo de la comunidad cristiana y por la declaración de los enemigos.

Los autores y el aval de los testimonios garantizan la historicidad de los hechos y dichos narrados en los evangelios. Los evangelistas son sinceros.
El evangelista Lucas afirma: a) que las cosas narradas que él recoge sucedieron realmente, y b) que han llegado hasta él, desde fuentes personales orales de hombres que las vieron, y fueron «testigos oculares» de ellas.
Marcos es estimado por la tradición como «intérprete de Pedro», según testimonio de Papías.
El evangelio de Juan va avalado por la autoridad de un apóstol de Jesús.
El evangelio de Mateo griego actual basta haber sido admitido con los otros tres como evangelio auténtico por la primera comunidad cristiana

La intención declarada de los evangelistas.
Lucas: «para que conozcas la solidez (ten asfáleian) de las enseñanzas recibidas.
Juan termina el evangelio en su capítulo veinte: «lo que ha escrito es para que sus lectores crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios»
Marcos escribe «el evangelio de Jesús, Cristo, Hijo de Dios»
Mateo presenta a Jesús, como «Emmanuel=Dios-con-nosotros»

Carácter sagrado del testimonio evangélico
Si Jesús no hizo y dijo todo esto, si no manifestó que es Dios, son falsos testigos ante Dios y los hombres. Además de caer en blasfemia contra el Dios único, caerían en falso testimonio en materia tan sagrada. Y además se convertirían también en falsos testigos contra el propio Jesús, a quien quieren ensalzar, al atribuirle tan graves afirmaciones mesiánicas y divinas si no las hubiera dicho él.

El monoteísmo hebreo de los autores. Los evangelistas admiten que Jesús es Dios. Resulta incomprensible cómo hubiesen podido admitir que un hombre es Dios, dentro de la religión monoteísta, si no fuese porque Jesús afirmó tan clara­mente que él era Dios, un Mesías Dios.

Palabras y hechos de Jesús

El género literario «evangelio» consiste en que es el mensaje sobre Jesús que recoge sus hechos y sus palabras. Lucas dice en el libro de los Hechos apostólicos: «Escribí primero sobre todo lo que Jesús hizo y enseñó».

Sobre la mesianidad: la confesión de Pedro, atestiguada por los cuatro evangelios, cuyo mínimo es la afirmación del Cristo o Mesías
Respecto la mesianidad y la divinidad: el testimonio del Bautista es de sumo valor especto a la mesianidad y a la divinidad, aparece en los cuatro evangelios, y recordado en otros textos también, como por Pedro, y por Pablo, y aun por el profano escritor Flavio Josefo respecto a la persona, de indudable carácter histórico.

En cuanto a la divinidad: En los sinópticos. Hay algunas parábolas en que Jesús se autocalifica indirectamente de «Señor», y de manera especial la descripción del juicio en Mateo. Sobre el título de Hijo de Dios. El uso de la palabra Padre en su forma Abba, que indica una filiación especial y muy directa. El modo de hablar de «su Padre» como propio, es propio de Jesús. La parábola de los viñadores es claramente de Jesús. Las escenas del Bautismo y de la Transfiguración, en las que consta el nombre de «mi Hijo amado» dado por Dios mismo a Jesús son ciertamente auténticas.

Testimonios del evangelio de Juan.

Respecto a la mesianidad, la respuesta a la Samaritana y al ciego de nacimiento deben ser de Jesús. También el testimonio de los primeros apóstoles Natanael o Bartolomé. En el proceso de Jesús ante Pilato, se declara oficialmente que Jesús fue muerto por proclamarse Mesías o Rey (Basileus ton Iudáion).
En relación al testimonio de divinidad, la declaración de Marta es un testimonio de la mesianidad y de la divinidad. La proclama­ción de Tomás lleva el sello de su autenticidad tanto en la negación primera del apóstol a creer, como en su rendida evidencia a lo cierto. La palabra Padre en Juan era un reconocimiento de su propia filiación. Los Yo-soy en boca de Jesús en forma absoluta alcanzan en Juan su plenitud de expresión.

Hay palabras y testimonios que son «ipsissima vox», por ejemplo: la respuesta ante Pilato sobre el título de Rey espiritualmente trascendente; la respuesta ante el Sanedrín sobre su divinidad mesiánica; una de las expresiones de la propia voz de Jesús: el Yo-soy equivalente al nombre de Yahvéh en los cuatro evangelios más de una vez; el misterio eucarístico en su fórmula institucional; el título de Padre-Abba dado a Dios, en forma estrechamente filial directa, como confirmaremos al ver el misterio trinitario en seguida; la confesión de Pedro, en la respuesta de Jesús: algunos egotismos de Juan, subrayados por las circunstancias como auténticos.

Otras expresiones deben ser afirmadas como «vox Iesu»: la respuesta sobre la preexistencia a Abraham, la afirmación del Bautista, las escenas de su bautismo y de su transfiguración, confirmadas por múltiple testimonio, diversos logia de Jesús que hemos citado, y otros casos semejantes. Todos estos casos son afirmaciones reales de Jesús, si no queremos suprimir toda fe histórica en los hechos evangélicos.


Un Mesías que es Dios

El juicio final. Uno de los misterios examinados es el del Juicio final, que Jesús reivindica como oficio propio personal. El capítulo 25 de Mateo es un argumento decisivo de la divinidad afirmada por Jesús. Es el Hijo del hombre, título propio de Jesús, quien juzga, y ese título se une allí al de rey ejerciendo su poder. Los que son juzgados le dan el título de Señor.
Esta verdad, que ha pasado a ser punto de la fe de la Iglesia, proclamada en el Credo, recogida en toda la tradición antigua y posterior, desde la apostólica, es un argumento de la real afirmación por Jesús de su divinidad
.

La revelación de la Trinidad

Juntamente con la unicidad de Dios, la fe cristiana admite como revelado por Jesús explícitamente el misterio de la Trinidad. Padre, Hijo y Espíritu Santo son tres personas distintas en un solo y mismo Dios. Este misterio trinitario existe propiamente sólo en el cristianismo y en los evangelios.
¿Quién pudo inventar y manifestar este misterio si no fue Jesús, el Hijo? Una breve mirada a este misterio nos confirma en la autenticidad histórica de esta vox Iesu, que es también ipsíssima. En rigor este misterio quedaba inicialmente revelado en la declaración de Jesús de ser Hijo de Dios.

La fórmula del bautismo cristiano

Una clarísima revelación de la Trinidad es la fórmula del bautismo cristiano, que Mateo propone como pronunciada por Jesús resucitado en el alto monte de la aparición de Galilea:

«Bautizad en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28, 19).

Esta fórmula ha llegado hasta nosotros intactal. Con ella son bautizados los cristianos de todas las confesiones. No se puede pensar sino que proviene del propio Jesús, la tradición así la ha recibido desde los apóstoles. En esta fórmula aparece la divinidad de Jesús de forma evidente. Pues son colocados en plena paridad el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de la revelación trinitaria.

La fe pospascual de los apóstoles
La única explicación válida es que Jesús mismo fue quien dijo que era Mesías, Juez del Mundo, Hijo de Dios, Dios verdadero. El fue quien reveló el misterio de la Trinidad. El consagró el misterio de la Eucaristía. El ordenó bautizar en el nombre de la Trinidad. El proclamó ante el Sanedrín su suprema verdad, de cara a la muerte y delante de Dios mismo. Las palabras de Jesús son, en verdad, palabras de Jesús

La fe pospascual de los discípulos

La crítica, al distinguir la comunidad prepascual y la pospascual, con la muerte y resurrección como un hiato entre ambas, dice una verdad. Lo que no resulta aceptable es el planteamiento de ruptura de la crítica radical y racionalista, o de la desmitologización no cristiana. «Los apóstoles ciertamente después de la ascensión del Señor predicaron a sus oyentes lo que El había dicho y obrado, con aquella más plena inteligencia de que ellos gozaban, instruidos por los acontecimientos gloriosos de Cristo, y enseñados por la luz del Espíritu de la Verdad» (Dei Verbum, 19).

Este texto dice que la comunidad pospascual tenía un más pleno conocimiento, recibido por luz del Espíritu de que gozaban, y por los hechos de la resurrección. Eran iluminados por la luz del «Espiritu de la Verdad». El texto afirma que, con esa luz, predicaban «lo que Jesús había dicho y obrado», no cosas diferentes y añadidas.


LA REALIDAD DE LAS AFIRMACIONES DE JESÚS Resumen

Capítulo I.- LA GARANTÍA DE LAS AFIRMACIONES

1. Perfil de la figura mesiánico-divina de Jesús

En los evangelios Jesús afirma su carácter de Mesías de Israel, y de Hijo de Dios. Es el perfil de un hombre único en el mundo en sus declaraciones, palabras y acciones personales.

En este trabajo, se han ordenado los testimonios comenzando por el Bautista, después los testimonios sobre la mesianidad de Jesús de Nazaret y luego los testimonios sobre la divinidad de Jesús de Nazaret, tomado de los sinópticos, o de san Juan. Los testimonios desembocan en la persona de Jesús, como Hijo de Dios y Dios verdadero.

En el último capítulo se han presentado los testimonios de los grandes misterios evangélicos de la fe: la Eucaristía y la Trinidad. En ellos la luz plena cae sobre la persona divina de Jesús, el propio testimonio sobre el Hijo de Dios.

2. Tres indicaciones previas

El paso de lo humano a lo divino en una persona que ha actuado dentro de la historia de los hombres, se da en los evangelios mediante las afirmaciones de Jesús.

Falta dar el paso desde los evangelios a la realidad histórica, lo narrado en los evangelios concuerda con la historia real de Jesús de Nazaret. Lo que desautoriza la ruptura establecida por el racionalismo y alguna crítica exegética radical.

Ahora surge el problema de la interpretación crítica de los textos evangélicos, de la que trata el P. Igartua S.J. en su libro: «Los evangelios ante la historia», donde se examina el valor histórico admisible y admitido del AT en sus libros, y el muy superior del NT.

En este capítulo presentamos las razones de crítica externa, apoyada en la validez del testimonio de los autores. En el capítulo siguiente propondremos las razones de crítica interna de los documentos mismos.

Tres indicaciones previas.

La primera, se debe conceder a los evangelios presunción de verdad. Son documentos nacidos para dar a conocer una figura real, la de Jesús de Nazaret, a través de sus hechos y palabras. Este mensaje debe ser acogido como nacido de la sinceridad.

En principio, la postura crítica debe ser, no de oposición, sino de examen ponderado, con presunción de realidad afirmada, en tanto no se muestra lo contrario. Por tanto, no son admisibles postulados ideológicos en el examen, que declaren a priori imposible algo del mismo documento, como pasa en los milagros para los racionalistas.

El principio de «presunción de verdad», enunciado por Mc. Eleney: «Se acepta un enunciado bajo la palabra de quien los refiere, sin no se prueba lo contrario», es necesario en los textos históricos, cuando el autor merece crédito en general en lo que dice. La obligación de probar recae sobre quien lo niega.

La segunda, son cuatro los documentos a manejar. Aunque no son absolutamente independientes entre sí, esto no impide que el mensaje haya sido presentado por cuatro autores diferentes que han convenido en la figura de Jesús. Los sinópticos tienen pasajes indepen­dientes, Marcos (con 80 vers. Exclusivos suyos), en Mateo (con 330) y Lucas (con 600). Puede decirse, que la figura evangélica de Jesús es la de un hombre genial desde el punto de vista religioso y humano.

Es difícil que tal figura sea creación literaria de un autor, ya que éste debería ser un genio superior a los mayores de la humanidad para haberla fingido. Que muchos testigos coincidan en esa misma figura sería un prodigio inaudito, si tal figura no ha sido sacada de la realidad en que vivieron.

La tercera, se refiere a la multiplicidad de textos sometidos a examen, con resultado positivo. Tratándose de la declaración o proclamación de divinidad, y aun de mesianidad de un hombre, bastaría una sola afirmación semejante para crear el problema que examinamos.

3. La objetividad de los testimonios evangélicos

a) Notoriedad de los hechos relatados

Pablo prisionero del procurador romano Festo. Festo presenta la reclamación de ciudadano romano ante el rey Agripa para que le oiga, y juzgue si le ha de remitir al César como entendido en las cosas judías. Pablo hace un vibrante alegato defensivo ante Agripa, que lleva al rey a decir con frase entre irónica y conmovida: «Por poco me convences a hacerme cristiano» (Act 26, 28). Al llegar Pablo a hablar de la resurrección de Jesús, Festo interrumpe gritando <>, Pablo le contesta: No estoy loco, excelentísimo Festo, hablo de cosas verdaderas y en mi sentido. El rey está bien enterado de estas cosas, no creo que se le oculte nada de esto, pues no son cosas que han pasado en un rincón» (Act 26, 25-26).

Jesús señaló la notoriedad de sus Palabras y afirmaciones, al iniciarse su proceso ante Anas: «Yo siempre he enseñado en la sinagoga y en el Templo, a donde todos los judíos concurren, y no he hablado nada en oculto. ¿Por qué me preguntas sobre mi doctrina? Pregunta a los que me han oído qué les he hablado. Ellos saben las cosas que he dicho» (Jn 18, 20-21). Sus milagros y palabras han sido públicos.

Juan describe la indignación sacerdotal al oír sus palabras, cómo le quisieron apedrear más de una vez por blasfemar. Los sinópticos expresamente, y Juan en forma de referencia clara, proclaman que Jesús dijo esto ante el mismo Sanedrín.

También aparece tal notoriedad en el camino e Emaús, donde los caminantes dicen al ignorado compañero: «¿Tú solo no sabes estas cosas?» (Lc 24, 18).

El testimonio del Bautista, unánime en los cuatro evangelios, muestra que lo que se dice del propio Jesús era congruente con el testimonio dado antes por aquél (cf. Jn 10, 40). La figura del Bautista está atestiguada también por Flavio Josefo. Cabe preguntar: si el Bautista dio testimonio sobre Jesús, como bautizador en Espíritu. (Sinópticos, y Juan), y como Hijo de Dios (en Juan); si además los profetas habían anunciado la venida futura del Mesías, ¿debe extrañar que Jesús haya dicho palabras de testimonio sobre sí mismo?

b) El respaldo de la comunidad cristiana apostólica

Los documentos evangélicos se sitúan en los años 40-100. Al admitir los evangelios la comunidad cristiana, con un gran número de testigos garantiza y respalda el testimonio de los evangelistas. Podemos recordar el argumento de la alegación de Pablo sobre los testigos en la carta a los Corintios. Dice el apóstol, confirmando su mensaje kerigmático sobre los hechos fundamentales de Jesús, la muerte y resurrección con las apariciones en particular, que Jesús resucitado ha sido visto por «quinientos hermanos juntos, de los cuales la mayor parte viven todavía» (1 Cor 15, 6).

Las afirmaciones y hechos de Jesús en vida mortal habían sido hechas ante un pueblo que no pudo ignorarlas, como en la escena del Sanedrín, o ante muchedumbre de oyentes como en el sermón del monte, o cuando en el día de la entrada triunfal de los ramos fue aclamado como Hijo de David.

El libro de los Hechos nos hace saber que el día de Pentecostés se agregaron a los discípulos de Jesús, que eran ya algunos miles al parecer, otros tres mil, y poco más tarde cinco mil, entre ellos también muchos sacerdotes del templo (Act 2, 41; 4, 4; 6, 7).

«Un período de 20 a 50 años es demasiado breve para que se produzca una corrupción del sentido esencial, y aun de la literalidad de los dichos de Jesús«No nos parece ni siquiera posible que hubiera habido en los evangelios una modificación seria en la tradición histórica (sobre Jesús)».

c) La declaración de los enemigos

Los saduceos o fariseos y escribas se opusieron a Jesús, hasta intentar apedrearle, y llevarle ante Pilato para que fuese condenado a muerte de cruz porque Jesús se proclamaba Dios, lo cuál estimaban intolerable blasfemia (Mt 26, 65; 27, 40.43; Mc 14, 637 Lc 22, 71; Jn 5, 18; 8, 58; 10, 33; 19, 7).

Otros enemigos del cristianismo, como Celso en el siglo II, reconocen que Jesús se proclamó Dios a sí mismo. Entiende él que en los evangelios se dicen todas estas cosas como sucedidas, aunque él las rechaza en cuanto a la interpretación (i, 28; 1, 50.54.58; II, 55761.63.70).

4. Los autores, y el aval de sus testimonios

Pasamos ahora a los evangelistas, y buscamos su credibilidad como autores.

a) La sinceridad de los evangelistas.

El evangelista Lucas afirma: a) que las cosas narradas que él recoge sucedieron realmente, y b) que han llegado hasta él, desde fuentes personales orales de hombres que las vieron, y fueron «testigos oculares» de ellas.

El libro de los Hechos comienza: «El primer libro (el evangelio) lo escribí sobre todo lo que Jesús hizo y enseñó» (Act 1,1). Consta así que los testigos son de lo visto en obras y de lo oído en palabras de Jesús. De estos testigos dice que lo son «desde el principio», y que ellos «nos lo han transmitido».

Lucas escribe lo que ha sabido recogido de fuentes directas e indirectas: son los «testigos presentes» en los hechos de Jesús.

Las palabras de Jesús en Lucas, en el punto central de afirmaciones de divinidad o mesianidad, no han sido desfiguradas hasta el punto de hacerle decir lo que no dijo en lo esencial. Lucas tuvo de fuente a su compañero Pablo. Pablo atestigua que habló con Pedro y Santiago sobre Jesús para conocer bien lo sucedido (Gal 1, 18-19). En el año 49, se reunió de nuevo con Pedro, Juan y Santiago y pudo tener mayor plenitud de datos, sobre las enseñanzas de Jesús (Gal 2, 2.9).

Marcos es estimado por la tradición como «intérprete de Pedro», según testimonio de Papías recogido por Eusebio de Cesárea (Hist. Eccl. 3, 39). «Marcos poniendo por escrito aquellas cosas, como las recordaba, pero no como quien compone en orden las sentencias del Señor, puso cuidado en una cosa, no omitir nada de lo que había oído, no poner nada falso en ello». Marcos fue compañero de los apóstoles, Pablo le cita en su última carta 2 (Tim 4, 11) próximo a morir. Pedro le menciona como compañero en su primera epístola, de autenticidad segura, escrita desde Roma -Babilonia (1 Pe 5, 13). La sinceridad de Marcos parece quedar fuera de duda.

El evangelio de Juan va avalado por la autoridad de un apóstol de Jesús. Y respecto de su sinceridad, el propio autor asegura varias veces que relata cosas que ha visto (Jn 19, 35; 20, 3.0-31; 21, 24; 1 Jn 1, 1).

El evangelio de Mateo griego actual basta haber sido admitido con los otros tres como evangelio auténtico por la primera comunidad cristiana, la cuál eliminó los evangelios apócrifos, a pesar de llevar nombre de apóstoles: Evangelio de Pedro, de Felipe, de Santiago…

La frase de Pascal, «Yo creo las historias de testigos que se dejan degollar» (Pensées, sect. IX, 593; ms. 159; y cf. 844) retiene todo su valor en la palabra «testigos», que es la clave del texto. Decían Pedro y Juan ante el Sanedrín: «No podemos callar lo que hemos visto y oído» (Act 4, 19-20); «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Act 5, 29). Y todo ello porque «somos testigos de estas cosas». (Act 5, 32). Y eligen a Matías, en el lugar de Judas, la condición es «que haya sido testigo» (Act 1, 22).

No escriben solamente lo que pudiera ser más creíble, sino también relatos que parecían desdecir de la divinidad de Jesús que predicaban, como la oración de Getsemaní, (Mt 26, 37-39; Mc 14 33-36; Lc 22, 41-44; Jn 12, 27), o tentado por Satán de modo grosero. Pablo escribe a los Gálatas: «Delante de Dios digo que no miento» (Gal 1, 20).

b) La intención declarada de los evangelistas

La intención de Lucas: «para que conozcas la solidez (ten asfáleian) de las enseñanzas recibidas (peri ón katéjezes logon)» (1, 4). Lo que pretende con su escrito es confirmar la verdad real de los hechos y palabras de Jesús.

Juan declara que dice la verdad en su relato al narrar la lanzada en el costado del cadáver de Jesús en la cruz, y el hecho de haber manado de la herida sangre y agua: «El que lo vio lo atestiguó, y su testimonio es verdadero; él sabe que dice verdad (del hecho: lo verdadero), para que vosotros creáis» (Jn 19, 35).

Termina el evangelio en su capítulo veinte: «lo que ha escrito es para que sus lectores crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios» (Jn 20, 31).

De Marcos y Mateo no tenemos una declaración semejante personal, sino que escribe Marcos «el evangelio de Jesús, Cristo, Hijo de Dios» (Mc 1,1). Creemos que ya es bastante decir en realidad.

De Mateo podemos decir que la presentación de Jesús, desde el comienzo de su infancia, como «Emmanuel=Dios-con-nosotros» (Mt 1, 23) hasta su gloria final igualado «al Padre y al Espíritu Santo» (Mt 28, 19), garantiza que no es posible que narre de tal persona hechos y palabras imaginarios.

Hay un testimonio de la intención narrar hechos verdaderos en la segunda carta de Pedro: «No os hemos hecho conocer la fuerza y presencia de nuestro Señor siguiendo fábulas (o mitos) sofisticadas, sino habiendo visto su Grandeza» (2 Pe 1, 16).

c) Carácter sagrado del testimonio evangélico

Los evangelios son mensajes de carácter religioso, y por ende sagrado. Es sagrado el fin de los evangelistas, el de llevar a sus lectores a la fe en Jesús y en Dios. Es también sagrado por el contenido de su mensaje, cuyo centro nuclear es la divinidad de Jesús, como lo atestiguan Marcos y Juan (Mc 1, 1; Jn 20, 31), y consta en Mateo y Lucas.

Los evangelistas entran en el terreno de las afirmaciones divinas de Jesús, de su conducta extraordinaria, sus hechos y sus palabras. No pueden mentir, ni desfigurar sus palabras o hechos de modo que queden irreconocibles y convertidos en narraciones míticas, como han querido Strauss o Bultmann.

Pablo argumenta a los Corintios: «Si Cristo no resucitó vana es nuestra predicación y vana nuestra fe. Y somos convictos de ser falsos testigos de Dios, porque hemos atestiguado contra Dios que resucitó a Cristo, a quien no resucitó (no pudo resucitar) si los muertos no resucitan (porque decís que es imposible)» (1 Cor 15, 14-15).

Si Jesús no hizo y dijo todo esto, si no manifestó que es Dios, son falsos testigos ante Dios y los hombres. Además de caer en blasfemia contra el Dios único, caerían en falso testimonio en materia tan sagrada. Y además se convertirían también en falsos testigos contra el propio Jesús, a quien quieren ensalzar, al atribuirle tan graves afirmaciones mesiánicas y divinas si no las hubiera dicho él. El pecado sería contra Dios y contra el mismo Jesús, al cual convertirían falsamente en blasfemo.

Ellos eran testigos verdaderos. Pedro dice: «Somos testigos de la resurrección» (Act 2, 32; 5; 32; 10, 39-41); «somos testigos de su vida entera», (Act 1, 22). Dice Juan: «somos sus testigos, porque le hemos visto, oído y tocado» (1 Jn 1, 1-2). Proclama Pablo: «somos muchos sus testigos (1 Cor 15, 5-9). Este es para ellos el cumplimiento del «sed mis testigos» del mandato que les ha dado el propio Jesús (Act 1. 8). ¿Cómo se puede pensar que los escritores han desfigurado su testimonio, por no sé qué métodos literarios?.

d) El monoteísmo hebreo de los autores

Los autores de los evangelios son de religión judía. El núcleo central de la religión hebrea es indiscutiblemente el monoteísmo. El famoso Shemá del Deuteronomio: «Oye, Israel. Yahvéh es nuestro Dios, sólo Yahvéh. Amarás a Yahvéh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza» (Deut 6, 5). Y con plenitud de certeza, lo que más nos importa aquí ahora, es que en tiempo de Jesús el monoteísmo es un hecho absoluto en Israel, el centro de su religión.

Los evangelistas admiten que Jesús es Dios. Resulta en verdad incomprensible totalmente cómo hubiesen ellos podido admitir que un hombre es Dios, dentro de la religión monoteísta, si no fuese porque Jesús afirmó tan clara­mente que él era Dios, un Mesías Dios, que la luz fue más fuerte que lo pudieran ser todos sus reparos monoteístas. Mantuvieron su monoteísmo, admitiendo que en un solo Dios hay tres personas pero esto precisamente es lo incomprensible.

Hombres hebreos, monoteístas cuya fe se afirmaba diciendo en las páginas sagradas: «Yahvéh, ¿quién es semejante a ti?» (Ex 9, 14; 15, 11; 1 Re 8, 23; 2 Cron 6, 14; Sal 70, 19; 85, 8; 88, 7; Is 44, 7; 46, 9; Jer 10, 6; 49, 19), se convierten de pronto en hombres que dicen: «Jesús de Nazaret es como tú». La única explicación de este cambio, inverosímil en sí mismo, es lo que los evangelistas nos transmiten: que Jesús de Nazaret mostró con sus palabras y sus obras que él era Hijo de Dios, igual al Padre.

5. Conclusiones del capítulo

Jesús realmente afirmó su mesianidad y su divinidad personalmente, ante diversos auditorios. No puede dudarse de que, tales afirmaciones provienen de labios del mismo Jesús a quien son atribuidas, ni de que los hechos que muestran sus poderes son hechos realmente acontecidos. Se debe advertir que para aceptar esta conclu­sión no es necesario que todos los hechos y palabras presentados sean considerados auténticamente tales. Basta en realidad que afirmemos que no sería aceptable decir críticamente que los evangelistas han multiplicado tales testimonios, como los sometidos a examen, y que resultase que no perteneciese a Jesús ni siquiera su núcleo central y fundamental: se presentó él mismo como Mesías y Dios.

Si esto no fuese cierto en el conjunto, tendríamos que decir necesariamente que los evangelistas no habían dado una imagen real de Jesús, sino solamente mítica o deformada, lo cual es inaceptable, por las razones señaladas, en un punto tan central como éste, aun desde un punto de vista meramente crítico.


Capítulo II.- LA VOZ DE JESÚS EN LOS EVANGELIOS

Para examinar el valor de los testimonios evangélicos de Jesús sobre su mesianismo y divinidad, utilizaremos los criterios de crítica interna de la redacción y origen de los textos, que se suman a los criterios externos.

Jeremías J. ha hecho ya clásico el término de «ipsissima vox» para designar los testimonios evangélicos de palabras de Jesús. Ha señalado las palabras pronunciadas por Jesús en arameo, que vienen a sumar en total 17. Las mas importantes son abba=padre dirigida a Dios, y cephas=roca, relativa a Pedro.

Aparte de tales vocablos sueltos conservados en los evangelios, se pueden llamar «vox Iesu», palabras de Jesús, aquellas que conservan una estructura del sabor aramaico, como son las integradas con la fórmula Amén, amén propia de Jesús, o las de «Hijo de hombre» título exclusivamente puesto en labios de Jesús.

1. Los géneros literarios y la redacción

En tiempos recientes goza de favor la teoría de los géneros literarios, en el sentido de «Historia de las formas», o Form-geschichte alemana de los críticos racionalistas o protestantes Bultmann y Dibelius, seguidos por la mayoría, con eco también católico. La Instrucción de la Comisión Bíblica en 1964 sobre la verdad histórica de los Evangelios (AAS, 1964), autoriza a utilizar moderadamente tal método, poniendo a la vez en guardia contra los varios y peligrosos presupuestos en que los racionalistas la apoyan.

Algunos seguidores del método son guiados por opiniones racionalistas que niegan la existencia de Dios y su intervención por tanto en el mundo, sea por revelación, por milagros o por profecías; otros creen que la fe puede modificar la historia porque no es compatible con ella; otros niegan a priori la verdad histórica de los documentos; otros ponderan la «capacidad creativa de la primitiva comunidad, sin tener en cuenta la autoridad de los apóstoles como testigos de Cristo. Todas esas cosas, además de oponerse a la doctrina católica, carecen de fundamento científico, y se oponen a los principios de la historia». Como puede verse, los peligros son muchos y muy graves, y no todos se han mantenido inmunes a ellos.

Los evangelistas han recogido textos anteriores o testimonios orales conservados con certeza, y los han puesto por escrito, no se ve fácilmente cómo podríamos tener seguridad de que la labor de reconstrucción de la crítica del siglo XX pueda encontrar nuevas señales de autenticad que hayan pasado inadvertidas a los evangelistas, que escribieron en el tiempo apostólico, cuando todavía vivían los mismos testigos de los hechos de Jesús. ¿Con qué razones podrán apoyar la pretensión de anular pasajes como inauténticos los críticos del siglo XX, que no se hallan en las ventajosas condiciones de los evangelistas?

Mejor es el método de la Historia de la Redacción (Redaktionsgeschichte). Se fija en la diversa redacción de los sinópticos en las variantes que ellos introducen en el mismo pasaje aceptado. Estas variantes dependen del fin o intención particular de cada evangelista en su composición o redacción de la obra y señalan matices muchas veces de gran interés para mejor entender el pasaje y que pueden ilustrarlo, también con aportaciones del AT, o de influjos posibles. Un ejemplo, es el caso del letrero de la cruz de Jesús. Otro, las palabras de la institución eucarística. Son estos problemas de la redacción escogida por cada evangelista.

Un ejemplo de este tipo de problemas nos lo ofrece Lucas en dos pasajes idénticos del mismo autor, y con diversa redacción, como es de la ascensión del Señor y los detalles recogidos, muy distintos aunque no contrarios, en Lc 24, 50-53 y Act 1, 4-11). También se puede citar la modificación que hace, al parecer, Lucas en el mensaje de los ángeles a las mujeres en el sepulcro sobre Galilea: mientras Mateo y Marcos anuncian la futura aparición en Galilea a los apóstoles (Mt 76 32- 28, 10; Mc 14, 28; 16, 7), Lucas solamente menciona Galilea para decir: «Recordad lo que os dijo cuando estaba todavía en Galilea» (Lc 24 6). Parece que Mateo y Marcos han sido en este caso más concretamente exactos.

2. Los criterios de historicidad

Por los criterios internos se busca más que las «ipsissima verba Iesu» de Jeremías, «ipsissimus Iesus», y su propio mensaje. Interesa la exactitud de las palabras, pero más aún la auténtica conservación de la persona que las dijo.

Después del criterio básico de presunción de la verdad, hay dos criterios internos que Latourelle califica de «fundamentales»: primero el del testimonio múltiple, cuando diversos textos confluyen en una misma afirmación, si tales textos no son interdependientes; tales son en la vida de Jesús la pasión, muerte y resurrección de Jesús, así como la Eucaristía y otros datos. Segundo el de explicación necesaria, o también de razón suficiente, cuando la única explicación razonable que puede darse de algunos textos existentes es la de que sean verdaderos. Lo formula el autor así: «Si existe una explicación suficiente (y razonable) para un conjunto de datos, que los armoniza, podremos concluir que estamos en presencia de un dato auténtico».

Propone el autor otros dos criterios, que llamaremos «primarios» con los dos citados: son el de discontinuidad y el de conformidad. El de discontinuidad se da cuando hay una clara ruptura del texto en cuestión con el ambiente judío anterior, el de conformidad, cuando hay tal ajuste con el ambiente, conocido por la arqueología, historia, literatura de la época, que la exacta situación del texto revela su procedencia de ese mismo ambiente. Como criterio secundario o derivado se propone el del estilo vital de Jesús, es decir que armoniza tan bien con su persona y doctrina extraordinaria, que no es fácil haya sido atribuido a él adventiciamente. Se pueden añadir la coherencia narrativa, que integra tal dato con naturalidad en toda la narración, y las diversas interpretaciones de un fondo común, que así resalta más como verdadero. También éste es de interés especial aquí. Queremos notar que, entre los puntos que se consideran así adquiridos como históricos en los evangelios por el solo examen interno del texto, expresa el autor los siguientes: Yo os digo (Amén)... Abba, «Hijo del hombre» y la declaración de su filiación divina ante el Sanedrín y Caifas. Creemos que hay más puntos que nos interesan de esta calidad, pero ya éstos serían suficientes para nosotros.

3. Palabras y hechos de Jesús

El género literario «evangelio» consiste en que es el mensaje sobre Jesús que recoge sus hechos y sus palabras. Evangelio significa el «buen anuncio», «buen mensaje» (eu-angelios). Lucas dice en el libro de los Hechos apostólicos: «Escribí primero sobre todo lo que Jesús hizo y enseñó» (Act 1,1). Esta esencia de los evangelios ha sido recordada en la Constitución Dei Verbum del Vaticano II sobre los escritos sagrados:

«La santa madre Iglesia firme y constantemente ha creído y cree que los cuatro evangelios, cuya historicidad afirma sin vacilar, transmiten fielmente lo que Jesús, Hijo de Dios, viviendo entre los hombres hizo y enseñó realmente para la salvación de ellos (Constit. Dei Verbum, n. 19).

«La iglesia siempre ha defendido y defiende que los cuatro evangelios tienen origen apostólico. Pues lo que los apóstoles predicaron por mandato de Cristo, luego, bajo la inspiración del Espíritu Santo, ellos y los varones apostólicos nos lo transmitieron por escrito, fundamento de la fe, es decir el Evangelio en cuatro redacciones, según Mateo, Marcos, Lucas y Juan (ib. n. 18).

«Los autores sagrados escribieron los cuatro evangelios esco­giendo algunas cosas de las muchas que ya se transmitían de palabra o por escrito,... reteniendo la forma de proclamación (o evangelio), de manera que siempre nos comunicaban la verdad sincera acerca de Jesús. Escribieron, pues, sacándolo ya de su memoria o recuerdos, ya del testimonio de quienes desde el principio fueron testigos oculares y ministros de la palabra, para que conozcamos la verdad de las palabras que nos enseñan (Lc 1, 2-4)» (ib. n. 19).

Estos textos del Vaticano II, que recogen prácticamente la enseñanza perenne de la Iglesia acerca de los evangelios, ya sobre su origen apostólico, ya sobre la inspiración de los escritos, ya de las fuentes del testimonio y de la intención de los autores, son de suma importancia aun críticamente, pues muestran la enseñanza de la tradición original sobre los evangelios, que tiene un alto valor histórico también.

Pío X en el decreto dado por la Sagrada Congregación del Santo Oficio «Lamentabili», rechaza como falsa la afirmación modernista de que «en muchas narraciones los evangelistas no refirieron lo que es verdad, sino lo que creyeron más provechoso para los lectores, aunque fuera falso» (Prop. 14, Denz. N. 2014), así como la de que «en los evangelios no ha quedado sino un tenue vestigio de la doctrina de Cristo» (Pr 15 Denz. N. 2.015). Y especialmente sobre Juan y su evangelio también condena estas afirmaciones: «Las narraciones de Juan no son propiamente historia, sino una contemplación mística del evangelio, y los discur­sos contenidos en su Evangelio son meditaciones teológicas, acerca del misterio de la salud, destituidas de verdad histórica» (Pr. 16, Denz. n. 2.016), lo mismo que las que hablan sobre los milagros como «exagerados por Juan» (Pr. 17), y de que Juan no es «testigo de Cristo», sino sólo de la vida de la Iglesia en el final del siglo I. (Pr. 17, 18).

La Declaración de la Congregación de la Fe en 1972 dice que «Cristo en su vida terrena declaró el misterio de su persona con obras y con palabras» (AAS, 1972, 237-39). Concuerda con el Concilio de Calcedonia, que dice que en Cristo hay una sola persona y dos naturalezas, y que es «uno sólo y el mismo Hijo Unigénito, Dios Verbo Señor Jesucristo, como de antiguo acerca de El nos lo enseñaron los profetas, y el mismo Jesucristo», (Denz. 148). En Calcedonia, como se ve, se vindican tanto las profecías mesiánicas del AT como en particular «la enseñanza del mismo Jesucristo» sobre su propia divinidad, que es lo que aquí concretamente nos interesa.

Con razón rechaza el Decreto Lamentabili esta proposición modernista: «La divinidad de Jesucristo no se prueba por los evangelios, sino que es un dogma que la conciencia cristiana dedujo de la noción de Mesías» (Pr. 27, Denz. n. 2.027)

Diremos más adelante, al tratar de la fe prepascual y pospascual de los apóstoles, la verdad de que fueron iluminados por el Espíritu en la fe para mejor comprender lo que Jesús hizo y dijo; pero nunca de manera que fueran cosas diversas de las que Jesús «en realidad hizo y dijo», como ha dicho el Vaticano II en su texto.

4. La voz propia de Jesús

Jesús no dejó nada escrito, a diferencia de los grandes fundadores de religiones. ¿Cuál es en realidad su «ipsissima vox?. ¿Podemos encontrar palabras escritas por los evangelistas que concuerden con lo que Jesús dijo con su voz natural? Las palabras aramaicas, y en griego cuando Pilato le pregunta si es rey: Tú dices, que Yo soy Rey» (Jn 18, 37). Esta palabra ratifica la causa mesiánica del proceso, cuyo testimonio directo ha sido además conservado en el griego original por el propio evangelista, al describir el título de la cruz: «Jesús el Nazareno, Rey de los Judíos» (Jn 19, 19-20) advirtiendo de que estaba escrito en hebreo, griego y latín.

Debemos distinguir en primer lugar el carácter de Mesías, y luego el de Hijo de Dios, Dios mismo.

En la mesianidad: la confesión de Pedro, atestiguada por los cuatro evangelios, cuyo mínimo es la afirmación del Cristo o Mesías; el escueto «Yo-soy, el que habla contigo» de Jesús a la Samaritana; lo mismo que al ciego de nacimiento, «Has visto al Hijo del hombre, el que habla contigo es» las aclamaciones públicas y multitudinarias al Hijo de David o Mesías el día de los ramos; diversas formas de hablar él mismo del «Hijo del hombre» con carácter mesiánico evidente, siendo además tal título forma típica del propio Jesús en su lenguaje; especialmente la afirmación pública ante el Sanedrín de ser el Cristo, con fórmula breve y valiosa: «Yo-soy» en los tres sinópticos (Mt Tú lo has dicho = Sí yo soy); todo el proceso religioso y en especial el político, traducido, como hemos dicho, en el propio título de justicia de la cruz, muestra indeclinablemente que Jesús reconocía que era el Cristo, Rey o Mesías, aunque no de carácter político sino religioso trascendente.

Respecto la mesianidad y la divinidad: el testimonio del Bautista es de sumo valor especto a la mesianidad y a la divinidad, aparece en los cuatro evangelios, y recordado en otros textos también, como en Act 10, 37-38 por Pedro, y en Act 13, 25 por Pablo, y aun por el profano escritor Flavio Josefo respecto a la persona, de indudable carácter histórico. «Viene él detrás de mí, mayor que yo, anterior a mí». Y testifica también sobre la divinidad de Jesús, por la relación con el Espíritu de Dios en el bautismo, y su bautizo en Espíritu y fuego, y en Juan además por este testimonio final resumen de todo: «Es el Hijo de Dios», que alcanza valor divino en la trascendencia del Mesías anunciado.

En cuanto a la divinidad: En los sinópticos. Hay algunas parábolas en que Jesús se autocalifica indirectamente de «Señor», y de manera especial la descripción del juicio en Mateo, así como en el Salmo 109, donde Jesús indica que el Mesías es Señor también, con este título divino aplicado a él. El título de Hijo del hombre, además de la escena solemne del Sanedrín, a todas luces verídica objetivamente, ofrece tal denominación, propia del modo de hablar específico de Jesús, al declarar que puede perdonar los pecados, rubricándolo con un milagro Patente, y que es Señor del sábado. Y especialmente que será el Juez del mundo, que es título y oficio necesariamente divino. Todos estos textos recogen con seguridad enseñanzas verbales del propio Jesús.

Cuanto al título de Hijo de Dios.
En los sinópticos una serie de testimonios, que llevan claramente el sello propio de Jesús. El uso de la palabra Padre en su forma Abba, que indica una filiación especial y muy directa. El modo de hablar de «su Padre» como propio, es típico y propio de Jesús. La parábola de los viñadores es claramente de Jesús. Las escenas del Bautismo y de la Transfiguración, en las que consta el nombre de «mi Hijo amado» dado por Dios mismo a Jesús son ciertamente auténticas. La escena del Sanedrín, donde al responder a la pregunta planteada se atestigua no sólo la mesianidad, antes citada, sino también la divinidad expresamente. Jesús responde, no sólo a la pregunta de si es el Cristo, sino también si es el Hijo de Dios. Este Yo-soy es momento cumbre de las declaraciones de Jesús recogidas a la letra.

También la confesión de Pedro en Mt, lleva el sello de la autenticidad de Jesús, que se declara Hijo de Dios y Señor del cielo y de sus llaves. Recogimos también otro Yo-soy notable en los sinópticos, el de Jesús caminando sobre el agua en la tempestad, que es testimoniado también por Juan. Hemos visto declaraciones de superioridad: a la Ley, en el sermón del monte; al Templo, confirmada por Juan en forma de comparación superior: «Hablaba del Templo de su cuerpo» (Jn 2, 20-21); al sábado, confirmada por Juan en milagros realizados precisamente en sábado, mostrándose «Señor del sábado». Todos estos logia o afirmaciones de Jesús llevan su propio y peculiar sello aramaico y de ambiente propio del tiempo judío, lo mismo que el señorío sobre los ángeles.

La fórmula del Amén, en sus numerosas formas de empleo muestra frases de Jesús, varias de las cuales son afirmaciones de divinidad además de mesiánicas, y muy especialmente las que afirman que vendrá como Juez de los hombres, oficio necesariamente divino. Diversos milagros, que son con seguridad comprobada históricos, muestran en su modo de actuar los poderes divinos que posee, y que actúa a voluntad propia.

De modo muy particular debemos subrayar el misterio eucarístico en su fórmula de institución. El cambio de pan en carne y del vino en sangre, nos muestra con claridad que Jesús se sabe o cree Dios, y que tiene poder tan grande como éste, que solo Dios puede poseer y ejercitar, de forma tan absoluta y sagrada, como fórmula cultual.

Testimonios del evangelio de Juan, en quien es clara su segura voluntad de resaltar la divinidad de Jesús (Jn 20, 31). Respecto a la mesianidad, la respuesta a la Samaritana y al ciego de nacimiento, que deben ser de Jesús. También el testimonio de los primeros apóstoles Natanael o Bartolomé. Desde el principio los tres proclaman, como hemos visto (Jn 1, 41.45.49) que Jesús es el Mesías anunciado por el AT.

En el proceso de Jesús ante Pilato de manera clarísima se declara oficialmente que Jesús fue muerto por proclamarse Mesías o Rey (Basileus ton Iudáion), aunque él lo hiciera en sentido espiritual y trascendente. Hemos visto que el testimonio ante Pilato es una de las palabras de Jesús conservada con certeza más a la letra en lengua griega, en que seguramente fueron pronunciadas. Es ipsissima vox le su. Y atestiguada también por el historiador romano Tácito (cfr. 1.a parte, c. 2).

En relación al testimonio de divinidad, la declaración de Marta es un testimonio no solo de mesianidad, sino también de divinidad. Y si ella proclama que es «Hijo de Dios» además de Mesías, Jesús proclama que es la Vida. Parece ésta una palabra cierta de Jesús. La proclama­ción de Tomás, declaración rendida de divinidad, lleva el sello de su autenticidad tanto en la negación primera del apóstol a creer, como en su rendida evidencia a lo cierto. Por ser posterior a la resurrección hablaremos de ella, al tratar de la comunidad pospascual. Pero es necesario señalar que el propio Juan subraya varias declaraciones de Jesús como auténticas al describir su diálogo con los judíos.

¿Qué decir de la palabra Padre en Juan? se debe concluir que era un reconocimiento de su propia filiación. Aparte de que en varias ocasiones la relación con el Padre se concreta de tal modo que lleva el sello de la voz de Jesús. De esto tratamos en seguida más concretamente al tratar de la revelación de la Trinidad. Los Yo-soy en boca de Jesús en forma absoluta alcanzan en Juan su plenitud de expresión. No se puede pensar que haya puesto Juan en boca de Jesús expresiones tan plenas si no las ha pronunciado.

También los Yo-soy de los egotismos, como el que pronuncia a la pregunta de Tomás en la cena: «Yo-soy la Vida y la Verdad». El atributo de la preexistencia, en la famosa respuesta «Antes que Abraham existiese existo Yo», lleva su sello de historicidad en la advertencia de que«cogieron piedras para matarle». Del mismo modo llévala tal sello la suprema palabra: «El Padre y yo somos uno». También quisieron lapidarle.

Respecto al Yo-soy (Egó-eimí), debemos notar que la célebre versión del AT al griego, de los LXX, que utilizan los evangelistas, traduce por el Nombre Sagrado de Yahvéh en Ex 3, 14. Esto da un mayor relieve a las respuestas de Jesús con esta fórmula griega en los evangelios. Su correspondencia en el hebreo, en boca de Jesús, sería: Yahvéh = Yo-soy (Egó-eimí). Ya el uso de la palabra sagrada se estimaba blasfemo. Mucho más si Jesús la acompañó con un gesto de señalarse a sí mismo.

En resumen:

Hay palabras y testimonios que son «ipsissima vox», por ejemplo: la respuesta griega ante Pilato sobre el título de Rey espiritualmente trascendente; la respuesta ante el Sanedrín sobre su divinidad mesiánica, una de las cumbres más altas de la propia voz de Jesús: el Yo-soy equivalente al nombre de Yahvéh en los cuatro evangelios más de una vez; el misterio eucarístico en su fórmula institucional; el título de Padre-Abba dado a Dios, en forma estrechamente filial directa, como confirmaremos al ver el misterio trinitario en seguida; la confesión de Pedro, en la respuesta de Jesús: algunos egotismos de Juan, subrayados por las circunstancias como auténticos. La brevedad de estas expresiones en su entorno, la solemnidad de las circunstan­cias, avalan con seguridad la exactitud de la palabra recogida de Jesús como testimonio.

Otras expresiones deben ser afirmadas al menos como «vox Iesu» que no ha podido sufrir modificación en la sustancia de las afirmaciones: tal es por ejemplo la respuesta sobre la preexistencia a Abraham, la afirmación del Bautista, las escenas de su bautismo y de su transfiguración, confirmadas por múltiple testimonió, diversos logia de Jesús o sobre Jesús conservados fielmente, que hemos citado, y otros casos semejantes. Todos estos casos son afirmaciones reales de Jesús, si no queremos suprimir toda fe histórica en los hechos evangélicos.


Capítulo III.- UN MESÍAS QUE ES DIOS

1. Un nuevo mesianismo en Israel

Afirman los evangelistas que Jesús proclamó desde el principio de su predicación y vida pública, que El era el Mesías esperado en Israel. Ahora bien, el mesianismo religioso proclamado por Jesús, con carácter trascendente hasta alcanzar la divinidad, no tiene paralelo en la historia de Israel.

En la historia de Israel, a los grandes caudillos Moisés y Josué, siguen los Jueces o héroes nacionales (Gedeón, Sansón, Jefté, Débora, Samuel), y a éstos los grandes reyes (David, Salomón, Ezequías, Josías...), luego los profetas (Isaías, Jeremías, Ezequiel...), y en fin los ilustres Macabeos, como guerreros y héroes de la sagrada Ley y de la patria. Pero no se llega nunca a una proclamación de Mesías religioso, fuera del caso de Jesús de Nazaret. En la historia de Israel aparecieron mesías políticos y guerreros poseídos de la esperanza mesiánica nacional. Tales son Teodas y Judas Galileo Act 5, 36-37). Tal será el caso de Simón Bar-Kochebá, el «Hijo de la Estrella» (cf. Núm. 24, 17), que levantará la última rebelión contra los romanos, y será aplastado por el emperador Adriano en el año 135, completando la destrucción de Tito en el 70 (EUS. CES., Hist. ecl., I, 5, 3-6; II, 11; IV, 6 y 8, 4).

El mesianismo israelita se había transformado realmente en la esperanza de un rey político y guerrero victorioso en Israel y el mundo. Pero el Mesías que Jesús proclama en su persona no es guerrero, no quiere armas. No admite ser proclamado rey por la multitud (Jn 6. 15). Corrige esta mentalidad que se halla en sus mismos apóstoles, como en el resto del pueblo (Mt 20, 25-28; Mc 10, 42-45; Lc 22, 25-27). Prohíbe el uso de las armas para defenderle, porque si quisiera podría llamar ángeles, pero han de cumplirse las escrituras (Mt 26, 52-53; Jn 18, 11).

Esta concepción mesiánica lleva el sello de Jesús de Nazaret, cuya admirable pasión y muerte, dando ejemplo de todo lo que había predicado, narran acordes los cuatro evangelistas. La proclamación de Mesías en Jesús de Nazaret lleva el sello de su rica y admirable personalidad.


2. El Mesías, Juez del mundo

Uno de los misterios examinados es el del Juicio final, que Jesús reivindica como oficio propio personal. Tal oficio exige necesariamente condición divina.

Este oficio está conectado con la de que ha de venir por segunda vez, con este fin precisamente. Hemos visto que recuerda tal segunda venida ante el propio Sanedrín que le está juzgando, y que su respuesta ha sido conservada por los tres sinópticos. La Segunda Venida es una de las afirmaciones de Jesús que cuentan con mayor seguridad de ser suyas.

El capítulo 25 de Mateo es un argumento decisivo de la divinidad afirmada por Jesús. Es el Hijo del hombre, título propio de Jesús, quien juzga, y ese título se une allí al de rey ejerciendo su poder. Los que son juzgados le dan el título de Señor, que es título de divinidad. Pero sobre todo el oficio que ejerce es oficio de divinidad, y lo ejerce personalmente (Mt 19, 28).

Esta verdad, que ha pasado a ser punto de la fe de la Iglesia, proclamada en el Credo, recogida en toda la tradición antigua y posterior, desde la apostólica, es un argumento de la real afirmación por Jesús de su divinidad. La afirmación de esta segunda venida y juicio, que da origen a la frase litúrgica: «Ven, Señor Jesús-Marán Athá» (Ápoc 22, 17.20; 1 Cor 16, 22) con que los discípulos pedirán a Dios esta llegada, es confirmada expresamente como esperanza de la comunidad cristiana en la misma Ascensión. Los ángeles dicen así a los discípulos, como colofón de la vida en la tierra del Hijo de Dios:

«Este Jesús, que ha subido desde vosotros al cielo, vendrá como le habéis visto marchar al cielo» (Act 1, 11)

El Mesías-Juez de los hombres es argumento de divinidad. Pues el Mesías hombre, Rey de Israel sería premiado y glorificado en el juicio. Pero el oficio de Juez es propio sólo y siempre de Dios.


3.- La revelación de la Trinidad

Juntamente con la unicidad de Dios, la fe cristiana admite como revelado por Jesús explícitamente el misterio de la Trinidad. Padre, Hijo y Espíritu Santo son tres personas distintas en un solo y mismo Dios. Este misterio trinitario existe propiamente sólo en el cristianismo y en los evangelios.

¿Quién pudo inventar y manifestar este misterio si no fue Jesús, el Hijo? ¿Se puede pensar que el monoteísmo hebreo, los apóstoles, lo inventasen por su cuenta? La respuesta es negativa. Fue, sin duda, Jesús quien manifestó tal revelación.

Hay que hacer otra segunda pregunta: ¿podían atreverse los apóstoles de Jesús a poner en su boca tal revelación si él no la había hecho? ¿Podían ser ellos «inventores» de este misterio y luego atribuirlo a Jesús? Esto no era posible para aquellos hombres.

Una breve mirada a este misterio nos confirma en la autenticidad histórica de esta vox Iesu, que es también ipsíssima. En rigor este misterio quedaba inicialmente revelado en la declaración de Jesús de ser Hijo de Dios. Luego en Dios hay Padre e Hijo. Esta afirmación de Jesús se halla ya en el propio nombre de Padre suyo que él da a Dios.

Pero principalmente en los capítulos 14-16 de Juan sobre la cena, que contienen el discurso o conversación mantenido por Jesús con sus discípulos ante la mesa pascual, y seguidamente en la sublime oración dirigida al Padre por Jesús antes de salir para Getsemaní, hallamos las principales expresiones que nos revelan más claramente qué condición tiene su afirmación de ser Hijo de Dios.

¿Y cómo pueden el Padre y el Hijo ser uno solo, si a la vez son dos personas distintas, como Padre, como Hijo, que pueden hablar entre sí, como nos muestra Jesús en su propia actitud y actividad de la oración? Sólo de una manera: «el Padre está en mí y Yo en él». Esta fórmula, que los teólogos llamarán la «circuminsesión», que nosotros podemos decir la «mutua inhesión» para hacerla más inteligible, aunque menos perfecta, es una conse­cuencia de la unidad. Si pues Jesús ha afirmado la unidad, ¿qué tiene de extraño que afirme esta doble y mutua inhesión en consecuencia? ¿Por qué tiene que ser teología de Juan? ¿No puede ser «teología de Jesús»?.

Especialmente tres frases de Jesús nos muestran de forma clara que se trata de afirmaciones y recuerdos históricos de Juan sobre la cena. No son solamente afirmaciones engarzadas en el discurso general, sino respuesta a objeciones o cuasi-dudas de algunos discípulos, Felipe, Tomás y Judas Tadeo.

Felipe pide que les muestre al Padre. El responde: «El que me ve a mí ve al Padre» (14, 9). A Tomás que pide ver el camino le responde que «Yo soy el Camino», pero añade más: «Yo Soy la Verdad y la Vida» (14, 6). A Judas Tadeo, que pregunta por qué se manifiesta o manifestará sólo a sus discípulos y no a los demás hombres del mundo, Jesús le responde: «Al que me ama mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos nuestra morada en él» (I4, 22-23), mostrando su identificación con el Padre.

Estos detalles del relato, con nombres subrayados tan personal­mente por el evangelista, muestran claramente que no se trata de sentencias teológicas suyas, que pone en boca de Jesús, sino que su recuerdo de ellas es histórico y concreto.

En relación con la tercera persona de la Trinidad, el Espíritu Santo. No parece haber duda posible sobre la manifestación del Espíritu bajando sobre Jesús en el bautismo. Hemos señalado la mención del Espíritu Santo en los sinópticos en algunos logia de Jesús, que no ofrecen ninguna dificultad en la atribución: «el Espíritu Santo de vuestro Padre, hablará en vosotros en las horas difíciles de la persecución» (Mt 10, 19-20; Mc 13, 11; Lc 12, 12; 21, 15). En una escena, que es difícil poner en duda, afirmando que el texto de Isaías en que el Espíritu Santo desciende sobre el Mesías se ha cumplido ante ellos (Lc 4, 18). Lucas especialmente se refiere diversas veces al Espíritu Santo en boca de Jesús en su evangelio, y en los Hechos describe la venida del Espíritu Santo en circunstancias tan claramente históricas que no se puede dudar de su intención de relatar un hecho acontecido (Act 2, 1-41).

En el discurso de la cena Jesús promete que ha de enviar el Espíritu Santo como alguien que es Dios, y a la vez que es distinto a él, es decir que lo distingue como Persona de la misma Trinidad que el Padre y el Hijo, del cual además dice que es enviado por el Padre y por el Hijo mismo. Del Espíritu en especial vale el argumento propuesto: si Jesús no fue quien reveló un Espíritu personal, tercera persona en la Trinidad ¿quién lo pudo revelar a los apóstoles? El evangelista Juan, y Lucas, y los otros también, atribuyen esta revelación a manifestaciones del propio Jesús: ¿por qué son puestas en duda, pues sin esas manifestaciones el Espíritu sería desconocido en su ser personal para los hombres? La revelación de la Trinidad fue hecha por Jesús, el cual fue enviado por el Padre «para revelar a los hombres los secretos íntimos de Dios.»

4. La fórmula del bautismo cristiano

Una clarísima revelación de la Trinidad es la fórmula del bautismo cristiano, que Mateo propone como pronunciada por Jesús resucitado en el alto monte de la aparición de Galilea:

«Bautizad en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28, 19).

Esta fórmula ha llegado hasta nosotros intacta, sin duda por su importancia sacramental. Con ella son hasta hoy bautizados los cristianos de todas las confesiones, y está declarada en la Iglesia Católica, por definición del Concilio de Trento, como la fórmula válida en todas las iglesias (can. 4 sobre el bautismo; Denz.n. 860), y que el bautismo es un sacramento instituido, como los otros seis, por el propio Jesús (can. 1 sobre los sacramentos; Denz.n. 844). La tradición universal cristiana de esta fórmula avala su entera legitimi­dad en la paridad divina de las tres Personas mencionadas.

No se puede pensar sino que proviene del propio Jesús, por lo cual la tradición así la ha recibido desde los apóstoles. Ellos bautizaron el día de Pentecostés a varios miles, y seguramente antes o con ellos a los propios discípulos de Jesús. Es el bautismo que Pedro llamará dado «en nombre de Jesucristo» (Act 2, 38-41). Pero este bautismo apostólico exigía la fe en la divinidad de Jesús, como aparece en el bautismo del eunuco de Candaces por el diácono Felipe (Act 8, 35-38), y no se puede dudar de que los apóstoles utilizaban la fórmula enseñada por Jesús, y llamaban a este bautismo el que se daba «en nombre de Jesús» (Act 2, 38; 8, 35; 9, 17-18; 10, 48; 19, 5; 1 Cor 1, 13)

En esta fórmula aparece la divinidad de Jesús de forma evidente. Pues son colocados en plena paridad el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de la revelación trinitaria. Es una formulación sagrada de la revelación trinitaria, conservada por ello al pie de la letra. Podemos pues, y debemos, estar ciertos de que esta fórmula fue pronunciada por Jesús mismo, y que nos transmite, como enseña el evangelista, una palabra del propio Jesús. Es así «Ipsissima vox lesu», una palabra literal de Jesús, quien afirma su propia divinidad.


Capítulo IV.- LA FE POSPASCUAL DE LOS DISCÍPULOS

1. La única explicación válida

Jesús manifestó en diversas formas que él era el Mesías esperado en Israel, Mesías, no de carácter político y guerrero, sino religioso y trascendente; trascenden­cia que llevaba la manifestación de que es Hijo de Dios, y verdadero Dios igual al Padre. Podemos añadir a esta semblanza de Jesús su afirmación de que él ha de ser Juez del mundo, que es imagen mesiánica de divinidad.

¿Cuál pudo ser la explicación válida de que pongan en labios de Jesús tales afirmaciones extremas para un hombre?, que Jesús las dijo, y afirmó que era Mesías de Israel, Juez del mundo y Dios verdadero, como Hijo de Dios

A las afirmaciones aportadas de Jesús, la de que es el Mesías, Juez del mundo y de los hombres todos, Hijo de Dios y Dios verdadero igual al Padre, podemos aplicar los diversos criterios de historicidad.

Si atendemos al criterio del testimonio múltiple, tal afirmación en diversas formas se encuentra en los cuatro evangelios, y a veces una misma afirmación en la misma forma en dos, tres o cuatro de ellos; el criterio de discontinuidad ve en tales afirmaciones algo que no puede provenir del ambiente judío, sino que rompe absolutamente con su monoteísmo integral. Las expulsiones de demonios no tienen explicación en el AT del pueblo judío.

El criterio de conformidad, puede hallar la concordancia de muchas de las sentencias de Jesús con los datos del ambiente, como la Ley, el sábado, el Templo, el Sanedrín, las costumbres romanas de la crucifixión, el «Hijo del hombre» como título propio mesiánico, y otros datos; el estilo vital de Jesús se muestra en las parábolas aportadas, así como en los milagros y su forma de realizarlos, o su voluntad de perdonar los pecados; la coherencia narrativa, porque muchas de tales afirmaciones se hallan incorporadas a fragmentos de los evangelios en los que existe tal coherencia.

Pero principalmente al aplicar el criterio de razón suficiente, la única razón explicativa de este cúmulo de afirmaciones en boca de Jesús, es que él mismo dijo que era Mesías, que sería Juez de los hombres y que era Hijo de Dios y Dios. Si esta afirmación triple proviene de su propia boca en vida mortal, como aparece en los evangelios, éstos quedan explicados y no hace falta ninguna explicación adicional, sino que basta ésta. Si él no lo dijo nunca, entonces no se puede encontrar ninguna otra explicación convincente de tan numerosos testimonios.

La única alternativa aportada por la crítica modernista es que tales afirmaciones son testimonios de la comunidad cristiana recogida por los evangelistas. Pero como los evangelistas las presentan como de Jesús, no de la comunidad cristiana, tropieza tal solución con las sostenerse en pie. Los evangelistas perderían todo crédito, no serían honestos ni sinceros, no habría vestigio alguno de tal mitificación en los evangelios.

Y, ¿quién sería responsable de tal mitificación? Eran doce hombres, de campo casi todos, pescadores y más bien elementales, los que habían vivido con él. ¿Por qué creyeron todos? Había miles de testigos de las obras de Jesús y de sus palabras. ¿Cómo no se alzaron voces de protesta en la comunidad cristiana y se bautizaron tantos, si todo era una especie de mistificación o alucinación de galileos? Fueron hombres importantes, como Arimatea y Nicodemo, muchos sacerdotes, los que se bautizaron. La misma madre de Jesús ¿habría dejado fingir tal cosa de su hijo?

La razón suficiente es ésta: fue Jesús quien lo dijo, como los evangelistas lo afirman. Los géneros literarios no caben en un tema tan grave como éste. Puede caber el problema de la redacción, que es válido, pero no de manera que modifique la sustancia de lo afirmado, en cosa tan grave.

La verdad es sólo ésta: Jesús mismo fue quien dijo que era Mesías, Juez del Mundo, Hijo de Dios, Dios verdadero. El fue quien reveló el misterio, ignorado por los hombres, de la Trinidad. El fue quien consagró el misterio, humanamente increíble, de la Eucaristía. El fue quien ordenó bautizar en el nombre de la Trinidad. El fue quien ante el Sanedrín proclamó su suprema verdad, de cara a la muerte y delante de Dios mismo.

Las palabras de Jesús son, en verdad, palabras de Jesús


2. La fe pospascual de los discípulos

La crítica, al distinguir la comunidad prepascual y la pospascual, con la muerte y resurrección como un hiato de gran significación entre ambas, dice una verdad. Tal salto existió. La resurrección, anunciada por el mismo Jesús a ellos antes de su muerte, fue el sello de Dios sobre su vida. Pero el misterio ya existía, y en él habían vivido. Ahora podían comprenderlo mejor.

Lo que no resulta aceptable es el planteamiento de ruptura de la crítica radical y racionalista, o de la desmitologización no cristiana. Dice la constitución dogmática del Vaticano Dei Verbum:

«Los apóstoles ciertamente después de la ascensión del Señor predicaron a sus oyentes lo que El había dicho y obrado, con aquella más plena inteligencia de que ellos gozaban, instruidos por los acontecimientos gloriosos de Cristo, y enseñados por la luz del Espíritu de la Verdad» (Dei Verbum, n. 19).

Este texto nos dice que la comunidad pospascual tenía un más pleno conocimiento, recibido por luz del Espíritu de que gozaban, y por los hechos de la resurrección. Eran iluminados por la luz del «Espiritu de la Verdad». El texto afirma que, con esa luz, predicaban «lo que Jesús había dicho y obrado», no cosas diferentes y añadidas. Y el mismo texto, poco antes: «los Evangelios comunican fielmente lo que Jesús, Hijo de Dios, realmente (reapse) hizo y enseño viviendo entre los hombres» (ib). Los evangelios nos narran así palabras y milagros reales de Jesús; los apóstoles predica­ban estas mismas «obras y enseñanzas» con mayor luz que antes, pero luz de Verdad.

Tomás después de la resurrección cuando «mete su mano y sus dedos» en las heridas gloriosas, proclama su fe: «Señor mío y Dios mío» Jn 20, 28).¿Por qué al ver al resucitado proclama que es Dios? La única razón por la que Tomás pudo, en esa su primera visión del resucitado, proclamar la divinidad de Jesús ante sus propios compañeros es porque Jesús la había manifestado antes de morir.

Los apóstoles bautizan en Pentecostés a miles de nuevos fieles con el bautismo ordenado por Jesús. Con la fórmula: «En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» (Act 2, 38; Mt 28, 19). Entendían el título que Jesús daba a Dios en vida, como a Padre. Significaba que él era el mismo Dios que el Padre, por ser Hijo. No hay ruptura sino plenitud de inteligencia. A la nueva luz pospascual eran más iluminados sobre la realidad anterior. Entendían lo que Jesús había dicho, y querido decir, en vida.

Todo el evangelio, y en especial el de Juan, quiere decir lo que Jesús dijo y enseñó, y lo que hizo en vida mortal, y luego su muerte y resurrección con las apariciones. Marcos titula su evangelio: «Evangelio de Jesucristo Hijo de Dios» (Mc 1,1). Juan declara al fin de su evangelio que su intención: «Estas cosas han sido escritas para que creáis que Jesús es el Cristo (o Mesías), Hijo de Dios» (Jn 20, 31). Marcos el primero, Juan el último, coinciden con Lucas. Quieren anunciar lo que Jesús «hizo y dijo» Act 1, 1-2), antes precisamente de la Ascensión, «desde su principio» (Lc 1, 2). Nos ofrecen «palabras de Jesús, hechos de Jesús», no géneros literarios narrativos solamente.

3. El evangelio de Juan y la realidad histórica

El evangelio de Juan suele ser calificado como «evangelio teológico», o también como «teología de Juan». Esto es admisible si se entiende bien. En el decreto Lamentabili de san Pío X se rechaza, como contraria a la doctrina eclesial, la afirmación: «Las narraciones de Juan no son propiamente historia, sino una contemplación mística del evangelio. Los discursos contenidos en su evangelio son meditaciones teológicas acerca del misterio de la salvación, destituidas de verdad histórica» (Lamentabili, prop. 16; Denz. n. 2.016). La verdad, por el contrario, es que en el evangelio de Juan es en el que rasgos históricos comprobados por la arqueología, o señalados por el evangelista con indicaciones peculia­res de tiempo o de lugar, o de personas no citadas en otros evangelios. Da múltiples datos que quiere señalar como históricos.

Contra aquellos que dicen que su evangelio es sólo reflexión teológica y no contiene realidades históricas, se alza la declaración del propio evangelista: «Estas cosas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, Hijo de Dios» (Jn 20, 31). Si no narra realidades, sino que sólo propone reflexiones teológicas propias, habría que responderle: ¿Cómo nos invitas a creer en el Hijo de Dios, si lo que narras de él nunca aconteció? ¿Qué fe merece tu palabra, si la apoyas en hechos irreales, nunca sucedidos, que provienen sólo de tu piedad? Ni podemos creer por lo narrado, que no es real, ni por tu palabra pues inventas hechos no reales.

Sin embargo, se puede decir en sentido verdadero que hay reflexión teológica en Juan.

Juan, en primer lugar, señala el fin teológico de su narración evangélica en su primer epílogo, que es el de «dar fe» (para que creáis) acerca de la divinidad de Jesús, Hijo de Dios. Si quiere hacer creer no puede narrar cosas inauténticas. Debe narrar cosas verdaderas. Pero se puede decir que tal intención, de finalidad teológica, da necesariamente un sesgo a la narración. Después de haber escogido los hechos y palabras más oportunos para su fin, los ha de redactar. Esta redacción no tiene el problema de los sinópticos, los cuales utilizan fuentes, orales o escritas, que tal vez modifican con retoques. La de Juan es sobre la base de sus recuerdos personales.

Su evangelio está compuesto de secciones en las que a un hecho notable -un milagro en general: las bodas de Caná, el paralítico en la piscina, la multiplicación de panes, el ciego de nacimiento, Lázaro resucitado; o el encuentro con la Samaritana, o con Nicodemo- sigue un diálogo, discusión o discurso de Jesús sobre un tema especial. Tales temas seleccionados son elección teológica. Son pues recuerdos de Juan, que vienen a su memoria, conservados con amor, en los que habla Jesús, según recuerda, o según compone por aproximación. Pero tiene que haber cosas que son de Jesús por su plasticidad, por su fuerza, por su carácter de admirable elevación, propia de Jesús en su estilo de imágenes.

Podemos recordar que el propio Juan distingue algunas veces su reflexión de lo que atribuye concretamente a Jesús. Así en el anuncio de la resurrección advierte que Jesús «hablaba de su cuerpo» (Jn 2, 21), y cuando Jesús invita a apagar la sed advierte que «lo dijo hablando del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en El» (Jn 7, 39). El diálogo con Nicodemo fue cuando él vino de noche, por temor a los judíos. El diálogo con la Samaritana tuvo lugar al mediodía junto al pozo de Jacob, y después habló con todo el pueblo de Sicar. El diálogo que sigue al milagro del paralítico, curado en la célebre y hallada «piscina de los cinco pórticos», que se han mostrado verdaderos, tuvo lugar con los judíos por ser el milagro «hecho en sábado». El discurso sobre la eucaristía tuvo lugar, tras la multiplica­ción de los panes, en la sinagoga de Cafarnaum (6, 59). Otras palabras de Jesús son en el Templo, a donde ha subido para la fiesta obligada (7, 14). Otro diálogo tuvo lugar en el gazofilazio del Templo (8, 20). Después que una vez habló, «muchos creyeron en él» (8, 30).

En el Templo tuvo lugar la proclamación de su eternidad, anterior a Abraham cuando los judíos ya cogieron piedras contra él (8, 30). En el caso del ciego de nacimiento le manda en concreto ir a la piscina de Siloé, tan conocida, y después se produce una inquisición oficial sobre el hecho, a la cual sigue otro diálogo en Juan, sobre el pastor (ce. 9-10). La máxima declaración de su unidad con el Padre tiene lugar en el Templo, en concreto en el pórtico de Salomón, y en la fiesta de las Encenias, o nuevas cosechas (10, 22-23). De nuevo se termina el diálogo con piedras en las manos judías. El relato de Lázaro está lleno de viveza histórica y detalles reales, que no es necesario enumerar. Su verdad queda afirmada al decir que fue causa de la decisión final de darle muerte, vista su inmensa popularidad. Todos estos datos muestran el interés de Juan en subrayar la realidad histórica de los hechos y palabras de Jesús, narrados del modo dicho.

La cena narra el lavatorio de los pies, que ciertamente ha de ser real, con su diálogo vivísimo con Pedro, el anuncio de la traición, y el comienzo de la expansión con los restantes discípulos, cara ya a la muerte. Juan, que comprendió que era una hora grave para Jesús (Jn 13, 1.30), tuvo el privilegio, que para siempre recordó, de reclinar la cabeza allí sobre su pecho. ¿Qué tiene de extraordinario entonces que el apóstol, que se siente con un lugar de predilección en el amor de Jesús, recuerde con viveza las palabras de Jesús? Menciona interven­ciones de sus compañeros Tomás, Felipe, Judas Tadeo y las respuestas de Jesús. Recuerda una admirable oración al Padre. Cuando escribe y «redacta» estos memorables recuerdos, ¿quién podría pensar que por sola reflexión teológica atribuye a Jesús cosas que nunca dijo?

Y debemos no olvidar que Juan hace decir a Jesús que su doctrina y enseñanza proviene toda del Padre (Jn 7, 16; 8, 26, 38). De modo particular es válida para el valor histórico de Juan la palabra de Jesús en la Cena, que recuerda su evangelio: «El Espíritu Santo, que enviará en mi nombre, os enseñará todas las cosas, y os hará recordar (úpomnései) todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 26). ¿Cómo con esta promesa de Jesús, pueden dudar algunos teólogos de la verdad de los recuerdos de Juan? Sin que ello impida un examen crítico de la aproximación que pueda contener su texto, y la matización de su testimonio. Pero el Espíritu que recibió en Pentecos­tés, y que inspira su trabajo de redactor del evangelio, garantiza su verdad, según la promesa de Jesús.

Se comprende que el decreto Lamentabili haya rechazado, como doctrina que debe ser reprobada, la de los modernistas que dicen: «La doctrina sobre Cristo, que enseñan Pablo, Juan y los Concilios de Nicea, Efeso y Calcedonia, no es la que Jesús enseñó, sino la que sobre Jesús concibió la conciencia cristiana» (Prop. 31; Denz. n. 2.031). Juan testifica sobre Jesús, del mismo modo que Pablo enseña doctrina verdadera del misterio de Jesús, todo lo cual ha sido recogido y proclamado en el desarrollo de los siglos por la Iglesia, frente a las herejías cristológicas.

4. La alternativa crítica

Los críticos que no quieren aceptar los evangelios, y en particular el de Juan, como relato de palabras y hechos reales de Jesús se enfrentan a una alternativa insoluble. Pues las palabras atribuidas por los evangelistas a Jesús —y en especial por Juan, que trabaja con recuerdos personales— o son realmente de él, o son obra de los autores evangélicos, que se las atribuyen a Jesús al proclamar su propia fe y la de la comunidad cristiana. En este segundo caso, o las inventan ellos y las ofrecen así a su propia comunidad, lo que es increíble, pues la comunidad no las recibiría, o las reciben de la propia comunidad apostólica y cristiana primitiva, llamada pospascual.

Pero esta segunda hipótesis se enfrenta a inverosimilitudes que la llevan al absurdo. Pues en tal comunidad, ¿fue uno solo el que dio comienzo a la nueva fe, o fue la masa comunitaria de hombres y mujeres, que debía ser bastante extensa por necesidad? Pues Pablo habla de quinientos que vieron al Señor resucitado (1 Cor 15,6). Uno solo (o dos, de común acuerdo) ¿cómo podrían haber sido creídos por todos, en virtud de su sola palabra, al proclamar que Jesús era Dios? Todos, ¿cómo pudieron repentinamente convenir en una fe tan contraria a su fe anterior sin discusiones sobre ella? ¿Cómo pudieron rápidamente convencer a otros muchos miles más, que antes de dos meses se les agregaron bautizándose en la nueva fe? (Act 2, 41; 2, 47; 4, 4; 5, 14; 6, 7). Con razón la primitiva comunidad es calificada en los Hechos de «multitud» (Act 4, 32; 5, 14).

Si ellos creían que Jesús de Nazaret era Hijo de Dios, y verdadero Dios, ¿cómo se atreverían los evangelistas, que tenían esta misma fe, a atribuir al Hijo de Dios cosas que El nunca hubiese dicho? Su misma fe se lo impedía, por respeto a la verdad de Dios, que era para ellos el mismo Jesús. ¿O cómo se atrevería la comunidad cristiana a permitir y aceptar que se atribuyan a Jesús cosas que nunca hubiese él dicho, conforme a su propia fe? La única alternativa que les quedaría a tales críticos es afirmar que se inventaba porque convenía, o que se recibía por alucinación colectiva. Pero esto es tan grave e irracional para afirmarlo de una multitud, en materia tan grave como esta afirmación de divinidad para un hombre, que no es de recibo en crítica alguna.

Por lo cual, la alternativa planteada no tiene más salida que la de reconocer que las afirmaciones a él atribuidas son del propio Jesús, aun cuando pueda aceptarse que algunas de ellas se hallan un tanto modificadas, no en lo esencial. Pero también hay que aceptar que otras, por su forma breve y gráfica, por su fuerza concisa y concentrada, por su imposibilidad de ser olvidadas en su misma literalidad si fueron dichas nos transmiten la misma voz de Jesús Ipsissima, o al menos ipsa en otros casos, vox lesu.