martes, 6 de marzo de 2012

Identidad-Conciencia y Conocimiento de Jesús de Nazaret

Quinta Parte - Identidad – Conciencia y conocimiento de Jesús de Nazaret - Resumen

La identidad de Jesús de Nazaret

Jesús realmente, por palabras y hechos de su vida, se declaró y se mostró como Mesías de Israel y Dios. Queda por examinar si el hombre que tal dice es creíble en lo que afirma, si ofrece garantías de decir la verdad sobre su persona.
Jesús es un judío nacido en la religión hebrea de Moisés El Dios de Israel, era el Dios creador del mundo, y trascendente por la misma creación del Universo a todo lo existente fuera de El (Gen 1,1). Es aquel cuyo Nombre sagrado es Yahvéh. Al proclamarse Dios a sí mismo, además de Mesías, Jesús de Nazaret, el hombre nacido de la virgen María en Belén, se ha proclamado posesor de todos estos divinos atributos por identidad divina. Es el Hijo del Padre, igual a él.
Jesús de Nazaret es el único hombre de la historia que, siendo de admirable bondad, y manteniendo en su espíritu un admirable equilibrio de sabiduría y elevación, haya dicho nunca esta sorprenden­te afirmación: Yo soy Dios, comprendiendo en esta palabra todo lo que hemos indicado antes del Dios de Israel.
Conclusión: Jesús de Nazaret es, en verdad, el Mesías de Israel, el hijo de Dios. Jesús de Nazaret es Dios-Yahvéh

La conciencia de Jesús de Nazaret

Þ Los críticos racionalistas negaron la conciencia mesiánica (y mucho más la de divinidad), que afirma Jesús.
Þ Sostienen algunos que no fue Mesías ni tuvo conciencia de ello, sino que sólo fue «un reformador religioso» (Wernle), o que la conciencia mesiánica le fue simplemente atribuida por la comunidad cristiana, lo cual resulta altamente extraño si él no lo había dicho (Wellhausen, Vernes, Steck, Wrede...).
Þ Otros, admiten que, en la evolución de su pensamiento, llegó a considerar que su vocación era mesiánica con horizonte universal. Fue una conciencia adquirida personal, y desde luego nunca conciencia de su identidad divina.

Ahora bien, Jesús afirmó de múltiples maneras tanto su mesianidad como su divinidad, por tanto tenía concien­cia de ambas cosas.
Se trata de la conciencia humana que tiene Jesús de la identidad divina, de su Yo. Jesús de Nazaret tenía conciencia humana de su Yo divino, de su Yo mesiánico y de su Yo de Hijo de Dios. Ambos eran un mismo Yo, porque el Hijo de Dios era juntamente el Mesías anunciado a Israel en el AT.
A través de las palabras de Jesús en los evangelios podemos llegar a penetrar en la conciencia de Jesús de Nazaret. A Juan Bautista le fue propuesta la pregunta de su identidad personal: «¿Tú quién eres? (Jn 1, 19). Y al responder negativamente, volvieron a preguntar: «¿Quién eres? (Jn 1, 22). Juan respondió que era «la voz que clama en el desierto», una voz profética de anuncio (Mt 3, 11-12; Mc1, 7-8; Lc 3, 16-17; Jn 1, 26-27).
Sobre Jesús de Nazaret, declaró que «era anterior a él», porque «existía antes que él» (Jn 1, 15.30). Y después del bautismo de Jesús, dio su testimonio definitivo: «Este es el Hijo de Dios» (Jn 1, 34). Juan, pues, dio testimonio sobre sí mismo y sobre Jesús, según el testimonio que le daba su conciencia. El era un hombre enviado de Dios, una voz profética, pero Jesús era el Hijo de Dios.

El «cómo» de tal conciencia

Sólo la persona divina puede decir «Yo-soy» ante el Sanedrín respondiendo a la pregunta del si es el Hijo de Dios; lo dice con voz humana. Cuando dice: «El que me ve a mí, ve al Padre», es visible a los hombres sólo en su naturaleza humana, pero a quien ven, como a sujeto, es a alguien que dice «Veis al Padre en Mí». No hay más solución que la de Efeso, afirmando que cuando su madre concibió y dio a luz en su naturaleza humana a Jesús, fue Madre de Dios, porque la persona era divina. El ángel le dijo: «Lo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios». Ella decía a Dios-Jesús: «Tú eres mi hijo».
En cuanto al modo en que funciona la conciencia humana de Jesús de Nazaret de saberse Dios verdadero, podemos hacer dos sugerencias, tomadas ambas de la historia de la fe.
Þ La primera es el modo con que Dios inspira a los escritores sagrados, de tal modo que, según la fe de la iglesia lo estima, el verdadero autor del escrito sagrado es el Espíritu Santo divino a través de la naturaleza (en este caso personada humanamente) del escritor
Þ Otro caso de ilustración puede ser el de los místicos católicos

El «cuándo» de tal conciencia

Þ Parece que debe ser como en los demás hombres, pues era hombre plenamente, excepto en la persona. Pero el la presencia de la persona divina, como sujeto de los actos, hace variar la situación.
Þ Los racionalistas y los que niegan su divinidad, sostienen que la conciencia de su divinidad en Jesús nunca existió, y también niegan algunos de ellos la de su mesianidad, y todos la atribuyen a una profunda convicción religiosa o mística de un Jesús hombre, no Dios.
Þ Los teólogos católicos han aceptado siempre la conciencia humana que Jesús tenía de su divinidad, aun en vida mortal, aunque tal vez alguno hable o haya hablado con ambigüedad o duda de la misma.
Þ Algunos otros teólogos, sin negar a Jesús esta conciencia de su divinidad, han pensado que no siempre la tuvo, o al menos no con claridad. Y al querer asignar un instante de su vida en el que antes de la muerte se haya clarificado en él tal conciencia:
o A unos, les parece el del bautismo: «Este es mi Hijo, en quien me he complacido».
o A otros, por el texto de Isaías en que declara proféticamente la bajada del Espíritu del Señor sobre su Siervo el Mesías, como en una «consagración mesiánica», asignan el de la sinagoga de Nazaret: dice Él que se ha cumplido en él la profecía de Isaías

Sin embargo, Jesús, a los doce años, dijo a María y José en el encuentro en el templo, cuando le buscaban desolados: «¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo tengo que estar en la casa de mi Padre?» (Lc 2, 49). Jesús sabe ya a los doce años que Dios es su Padre
¿En qué momento onoció Jesús su propia divinidad, o tuvo conciencia de ella? No hay otro más apto que la misma encarnación en el seno de su madre María, como enseñan los santos Padres, los doctores de la Iglesia y el propio Magisterio de la Iglesia.

La ciencia del alma humana de Jesús

Jesús tuvo una naturaleza humana plena. Aprendió a andar y comer como todos, aprendió particularmente a hablar como aprenden todos los hombres. También por el propio discurso y raciocinio adquirió nuevos conocimientos.
A esta experiencia humana, la llaman los teólogos clásicos «ciencia experi­mental», o mejor «adquirida»: la reconocen en Jesús como humana, dirigida por el sujeto divino.

La teología reconoce además revelaciones y gracias de conocimientos nuevos, que reciben algunos hombres de manera infusa, por don sobrenatural de Dios cuanto al modo.
Un declaración de la Congregación del Santo Oficio, aprobada por el Papa Benedicto XV en 1918, la que «establece no haber ignorado nada el alma de Cristo, sino que desde el principio (de su vida) lo conoció todo en el Verbo, lo pasado, lo presente y lo futuro, es decir todo lo que Dios sabe por ciencia de visión» (Denz 2184-5).
La declaración de Benedicto XV con el Santo Oficio parece refierirse en todas sus proposicio­nes a la llamada en Cristo «ciencia de visión beatífica».
Pío XII ha confirmado esta teología sobre la ciencia de visión beatífica en el alma de Jesús durante su vida, en dos encíclicas. En la Mystici Corporis (1942) Denz. 2289) y La encíclica Haurietis Aquas (Pío XII, 1956), sobre la devoción al Corazón de Jesús.

La conducta humana de Jesús

En esta ciencia adquirida Jesús era como nosotros. Acumuló experiencia, noticias, pensamientos, recuerdos.
La ciencia infusa es verdaderamente humana, concedida a muchos hombres por Dios, como profetas y santos, siempre en medida limitada. La de Jesús, lo fue de todos los futuros reales, y por la misma razón de todo lo existente, pasado o presente, aunque sea enorme en extensión es limitada como todo lo creado. Es sobrenatural su modo de donación, pero no su misma sustancia compuesta de elementos reales. La posesión de la ciencia infusa no la diferencia de la adquirida en su contenido, sino en su origen.
Habiendo sido esta ciencia infundida en Jesús hombre por la misma encarnación, como don divino a la misma humanidad derivado de la unión personal o hipostática, era humana por estar en su naturaleza humana (espiritual y orgánica), teniendo como sujeto de su actuación la persona divina.

La ciencia beatífica consiste estrictamente en la visión directa de la esencia y existencia divinas, formalmente idénticas: Yo-soy.. Veía a Dios.

La progresiva manifestación de Jesús

La identidad divina de Jesús de Nazaret, Mesías de Israel, es una realidad desde el mismo instante de la encarnación y concepción del Verbo divino en el seno de María virgen, por la unión hipostática o personal del Verbo Dios con la naturaleza humana tomada de ella.
Jesús comenzó lenta y progresivamente a descubrir a sus conciudadanos y al mundo entero quién era. Una ley pedagógica de prudencia le obligó a hacer tal manifestación, primero mesiánica y luego divina, ambas en identidad

Quinta Parte - Identidad y Conciencia de Jesús de Nazaret - Resumen

Capítulo I.- Identidad personal de Jesús

Hemos comprobado el valor histórico de los testimonios de los evangelios, sobre esta proclamación hecha por Jesús acerca de su mesianidad y divinidad.

Hemos visto los criterios externos para confirmar los testimonios de Jesús: el valor objetivo de los documentos, y el carácter de sus autores.

Hemos abordado el estudio del valor histórico de los testimonios según los criterios internos de la misma redacción, teniendo en cuenta el género literario y la redacción del texto por el autor, según sus fuentes y estilo.

Los capítulos citados nos han llevado a la conclusión: Jesús realmente, por palabras y hechos de su vida, se declaró y se mostró como Mesías de Israel y Dios.

Queda por examinar si el hombre que tal dice es creíble en lo que afirma, si ofrece garantías de decir la verdad sobre su persona.


1. Mesianismo divino de Jesús de Nazaret

Jesús de Nazaret, a la vez que Mesías, se proclamó Hijo de Dios, en igualdad con el Padre, verdadero Dios él mismo.

En el decreto antimodernista Lamentabili se contiene esta proposición condenada: «En todos los textos del Evangelio, el nombre de Hijo de Dios equivale solamente al nombre de Mesías; pero en modo alguno significa que Cristo sea verdadero y natural Hijo de Dios» (Prop. 30. Denz. n. 2.030).

Jesús se proclama Hijo de Dios en sentido plenario de divinidad, Dios verdadero, el cual se distingue del Padre por la sola persona en la Trinidad.

Jesús es un judío nacido en la religión hebrea de Moisés. «Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, hecho de mujer, nacido bajo la Ley» (Gal 4, 4). Desde su nacimiento se sometió a los ritos iniciales de la Ley mosaica. Fue circuncidado (Lc 2, 21); fue presentado en el Templo, conforme a la Ley, por sus padres, como primogénito natural de María, a la vez que primogénito de los hombres, mejor que Adán (Lc 2, 22-23; Col 1, 15; Rom 5, 12-21); cumplió desde los doce años con fidelidad la obligación de subir a Jerusalén en las fiestas señaladas por la Ley (Lc 2, 41-43; Jn 2, 13; 5, 1; 7, 10; 12, 20-22).

El Dios de Israel, era el Dios creador del mundo, y trascendente por la misma creación del Universo a todo lo existente fuera de El (Gen 1,1). Es aquel cuyo Nombre sagrado es Yahvéh, el Nombre revelado a Moisés, el Dios único del Shemá y de los profetas (Deut6, 4). Es el Dios único verdadero entre todos los dioses falsos de los demás pueblos idólatras, como aparece con profusión en las páginas sagradas (Is 44, 6; Deut 4, 35; Ex 9, 14).

Creador del mundo, es Eterno frente a toda mutación temporal de las criaturas, es Omnipotente para todo lo que pueda querer hacer, es de infinita Sabiduría a quien nada se puede ocultar ni en los cielos ni en la tierra, es Omnipresente, es Sustentador de todo lo existente, es Incomprensible, es Infinito. Es el Legislador de los hombres, tanto en su corazón como en el Decálogo escrito. Se anuncia como Juez universal de todos, y de sus acciones.

Al proclamarse Dios a sí mismo, además de Mesías, Jesús de Nazaret, el hombre nacido de la virgen María en Belén, se ha proclamado posesor de todos estos divinos atributos por identidad divina. Es el Hijo del Padre, igual a él, con quien tiene todas las cosas comunes, a quien conoce como de él es conocido, según hemos visto. Verle a él es ver al Padre, el Padre está en él y él en el Padre. Se ha proclamado superior a todos los hombres existentes y a los mismos ángeles. Se ha llamado a sí mismo, Verdad, Vida, Centro del mundo religioso, Modelo de todos.


2. El argumento sobre la identidad de Jesús

Es un hombre que dice: Yo-soy el que habló a Abraham, el que reveló su nombre a Moisés, y aun el que creó a Adán; y además: Yo soy el que ha dado las leyes del universo, físicas, éticas o morales, los mandamientos en el Sinaí; Yo les saqué de Egipto a través del mar Rojo, Yo conozco todos los corazones, y juzgaré todas las acciones...

Verdaderamente un hombre que dice todo esto, que lo cree y afirma, ¿qué clase de hombre es? Todo el que conoce algo de su figura descrita en los evangelios sabe que aparece como un hombre dotado de altísima sabiduría religiosa y conocedor perfecto del corazón humano.

El tiene un perfecto dominio de las situaciones, dialoga con admirable firmeza, muestra un total equilibrio de sus facultades. Se mide con los mejores conocedores de la Ley, escribas, fariseos o sacerdotes. Las multitudes le escuchan admiradas de su elocuencia, que detiene fascinados a sus mismos enemigos (Jn 7, 44-49). Enseñaba, hablando «como quien tiene potestad» (Mc 1, 22). La sublime elevación religiosa y moral de su enseñanza ha sido objeto de comentarios inagotables de los mayores ingenios a lo largo de los siglos. Verdaderamente no se puede pensar de un hombre así que era un alucinado o enajenado mental.

Una voluntad capaz de arrogarse una tal dignidad, si no fuese verdad sería una enorme blasfemia y audacia contra Dios, como estimaron sus adversarios al no creerle (Jn 5, 18; 8, 58; 10, 33; 19,7).

Jesús es una personalidad profundamente reli­giosa y humilde (Mt 11, 29). Es un incansable predicador de la verdad, es un hermano de todos los hombres, enseñando a llamar a Dios Padre de todos. Llama a Dios su Padre con palabra de profundo afecto filial: Abba. Atiende y cura a los enfermos, remedia las necesidades, aun las menores, como en Caná en las bodas, convirtiendo el agua en vino para aliviar a un apuro pasajero. Resiste las tentaciones del poder, y la gloria de los reinos, ofrecidas por Satán. Su santidad es perfecta y sublime. En la hora del juicio no encontraron sus adversarios testigos válidos de ninguna obra mala. El mismo desafiaba a que las presentasen, si las conocían (Jn 8, 46; 10, 32; 18, 23). No parece necesario insistir más en la santidad de Jesús de Nazaret.

Llegamos así al argumento final sobre su identidad divina. He ahí al hombre Jesús, cuya personalidad está ampliamente definida en cuatro libros distintos, como de hombre con sabiduría admirable y admirable santidad.

Jesús de Nazaret es el único hombre de la historia que, siendo de admirable bondad, y manteniendo en su espíritu un admirable equilibrio de sabiduría y elevación, haya dicho nunca esta sorprenden­te afirmación: Yo soy Dios, comprendiendo en esta palabra todo lo que hemos indicado antes del Dios de Israel.

Como resumen recordemos la palabra máxima de afirmación de Jesús en el momento cumbre de su vida: ante el Sanedrín que le juzga en Jerusalén.

Caifas: «¿Eres tú el Cristo, el Hijo de Dios, el Bendito?»
Jesús: «Yo soy-Yahvéh» (Mc 14, 61-62).

El hombre de carne y hueso que hace esta suprema afirmación ante Sanedrín, sabiendo que va a morir por ella, es Jesús de Nazaret.

Este hombre no está loco, para alucinarse hasta este punto.
Este hombre no es un malvado, sino profundamente religioso.
­
Siendo su afirmación tan deslumbradora como hemos expresado, se presenta el dilema:

La afirmación de ser él mismo Dios, que los evangelistas le atribuyen,
—o Jesús la hizo,
—o no la hizo.

Hemos mostrado que sí lo dijo y que tenía que saber lo que decía, hebreo entre los hebreos, monoteísta entre monoteístas. Por lo tanto.

Jesús afirmó que él es Dios. Si afirmó que es Dios verdadero, Yahvéh
—o su afirmación es falsa
—o su afirmación es verdadera.
Si su afirmación es falsa,
—o es un loco en máximo grado al creerlo,
—o es un seductor y malvado al quererlo hacer creer.

Pero no siendo ninguna de estas dos cosas, solo cabe afirmar la segunda parte del primer dilema: su afirmación es verdadera. Ello se resumirá pues así:

—Jesús dice que es Dios;
—Se hace necesario e ineludible creer que dice verdad, pues no
cabe otra explicación posible de sus múltiples afirmaciones y actitudes;
—luego Jesús es Dios verdadero, Hijo de Dios.

Es así como hemos culminado este trabajo con la más grande conclusión: la divinidad verdadera de Jesús de Nazaret, hombre verdadero, deducida de sus propias palabras en los evangelios.

Jesús de Nazaret es, en verdad, el Mesías de Israel, el hijo de Dios.

Jesús de Nazaret es Dios-Yahvéh


Capítulo II

LA CONCIENCIA DE SU IDENTIDAD EN JESÚS

1. La existencia de esta conciencia

El problema de la conciencia de su propia identidad mesiánica es central en el estudio de Jesús de Nazaret.

Los críticos racionalistas negaron la conciencia mesiánica (y mucho más la de divinidad), que hemos visto afirmada en Jesús.

Sostienen algunos que no fue Mesías ni tuvo por lo mismo conciencia de ello, sino que sólo fue «un reformador religioso, lo cual es mucho más que Mesías» (Wernle), o que tal conciencia mesiánica le fue simplemente atribuida por la comunidad cristiana, lo cual resulta altamente extraño si él no lo había dicho, según hemos comprobado (Wellhausen, Vernes, Steck, Wrede...).

Otros, admiten que, en la evolución de su pensamiento, llegó a considerar que su vocación era mesiánica con horizonte universal, pero ésta fue una conciencia adquirida personal, y desde luego nunca conciencia de su identidad divina.

Habiendo mostrado que Jesús afirmó en realidad de múltiples maneras tanto su mesianidad como su divinidad debemos admitir que tenía concien­cia de ambas cosas.

La forma de conocer la conciencia – conciencia humana de Jesús de Nazaret

La única manera que tenemos los hombres de alcanzar a conocer la conciencia de los demás es por sus propias palabras, en la comunicación. El lenguaje humano expresa en palabras humanas los pensamientos interiores de los hombres que las pronuncian. Dice con enérgica claridad san Agustín: «Nuestra propia conciencia la vemos en nosotros mismos. Podemos ver el rostro de las demás personas, pero no el nuestro directamente (sino en espejo). En cambio, vemos directamente nuestra conciencia pero no vemos la ajena» (Tr. in loan. 75).

Las palabras expresadas por Jesús son palabras huma­nas, y nos dicen lo que él es; nos muestran, en lenguaje humano, la conciencia humana de Jesús sobre su identidad. Según sus propias palabras, Jesús de Nazaret tenía conciencia de ser el Mesías, y el Hijo de Dios verdadero.

Hablamos de la conciencia humana que tiene Jesús de la identidad divina de su Yo. La conciencia de un hombre es su propia inteligencia en acto de autorreflexión sobre su persona misma, o también sobre su propia actividad personal considerada como tal. Si alguna cosa es objeto de la autorreflexión propia de la conciencia humana, es la persona que actúa en el hombre, el Yo de cada uno.

Jesús de Nazaret tenía conciencia humana de su Yo divino, de su Yo mesiánico y de su Yo de Hijo de Dios. Ambos eran un mismo Yo, porque el Hijo de Dios era juntamente el Mesías anunciado a Israel en el AT, que ahora se declaraba así. Pero conviene notar que este Yo divino era intuido por su propia conciencia, según sus propias palabras, como un Yo de Hijo del Padre. Era la Persona Segunda de la Trinidad la que estaba en la conciencia inmediata de Jesús hombre.

Negar esta conciencia humana que Jesús tenía del Yo divino, desde el punto de vista de la fe, es un contrasentido, pues equivale a hacer a Jesús inconsciente de su propio Yo, que en la dogmática cristiana es sólo el divino.

Negar a Jesús la conciencia de ser Dios en su Persona, puede convertir a Jesús mismo en nestoriano, dándole conciencia de un yo humano, que según el dogma no existe. Porque la conciencia humana de Jesús es, como en nosotros, humana; pero el objeto propio del acto reflexivo no son solamente los actos propios naturales y humanos; sino también, y sobre todo, el sujeto del que proceden tales actos, que es el yo, el cual en Jesús es, dogmáticamente, un Yo solo que es divino. No tener Jesús conciencia humana de lo más importante de ella, que es el propio sujeto que la posee, la convertiría en hombre imperfecto, no sabría quién era. Y si no tenía conciencia de persona-sujeto divina, tendría que tenerla de persona humana, con grave error.

Comparación entre la conciencia de Juan al Bautista y Jesús de Nazaret

A través de las palabras de Jesús en los evangelios podemos llegar a penetrar en la conciencia de Jesús de Nazaret. A Juan Bautista, según los evangelios, le fue propuesta la pregunta de su identidad personal, al formular los enviados de los fariseos y sacerdotes la pregunta: «¿Tú quién eres? (Jn 1, 19). Y al responder él negativamente a la triple pregunta de identidad mesiánica; si era el Mesías o Cristo, si Elías, si el Profeta anunciado (Jn 1, 20-21), volvieron a formular la pregunta de la identidad personal: «¿Quién eres? Para que demos la respuesta a los que nos han enviado. ¿Qué dices de ti mismo?» (Jn 1, 22). Declarando entonces Juan que él era «la voz que clama (o del que clama) en el desierto», es decir una voz profética de anuncio, señaló juntamente al que venía detrás de él, y a quien él preparaba los caminos, según los cuatro evangelistas (Mt 3, 11-12; Me 1, 7-8; Lc 3, 16-17; Jn 1, 26-27).

Sobre Jesús de Nazaret, que estaba ya en medio de ellos, declaró que «era anterior a él», porque «existía antes que él» (Jn 1, 15.30). Y después del bautismo de Jesús, dio su testimonio definitivo: «Este es el Hijo de Dios» (Jn 1, 34), y también: «Este es el Cordero de Dios» (Jn 1, 36). Juan, pues, dio testimonio sobre sí mismo y sobre Jesús, según el testimonio que le daba su conciencia. El era un hombre enviado de Dios, una voz profética, pero Jesús era el Hijo de Dios.

Jesús propuso a sus apóstoles escogidos, los Doce, la pregunta sobre la identidad de su Persona. Tras preguntarles sobre la opinión de los hombres: «¿Quién decís vosotros que soy Yo?» (Mt 16, 15; Mc 8, 29; Lc 9, 20). Y cuando Pedro, tomando decididamente la palabra, responde por todos con su célebre confesión: «Tú eres el Cristo o Mesías (Me), el de Dios (Lc), el Hijo del Dios del Viviente (Mt)», Jesús aprueba esta respuesta de identificación mesiánica, que en Mateo (y en Lucas) es de identificación divina. En el texto de Mateo, Jesús añade que ésta ha sido una revelación de su Padre a Simón, por lo que le declara dichoso (Mt 16, 17).

Jesús declara que Pedro ha tenido una «revelación de su Padre». Jesús mismo al confirmar la respuesta del apóstol, declara su propia identidad, y eso muestra que Jesús tiene esta conciencia de mesianidad divina y de filiación divina del Padre, Jesús tiene conciencia de su identidad mesiánica y de la divina.

En el evangelio de Juan hay otro testimonio. Narra el evangelista que los judíos, sus adversarios, plantearon a Jesús precisamente la misma pregunta que había sido hecha al Bautista sobre su propia identidad: «¿Tú quién eres?» (Jn 8, 25). Jesús se ha proclamado «Luz del mundo» (8, 12), y ellos inmediatamente le han objetado: «Tú das testimonio de ti mismo, tu testimonio no es verdadero (legalmente)» (8, 13). Sigue hablando en el diálogo Jesús de «su Padre», y al punto ellos responden: «¿Dónde está tu Padre?» (8, 19). Llegan así al punto en que Jesús reclama la fe en su propia persona, y la reclama, como notamos al tratar de ello (3.a p. c. 5. 2), con la forma absoluta del Yo-soy: «Si no creéis que Yo-soy, moriréis en vuestro pecado» (8, 24).

Entonces le plantean en toda su crudeza la pregunta decisiva e incisiva: «Tú ¿quién eres?». La respuesta de Jesús a esta pregunta es muy diversa de la del Bautista a la misma. El Bautista respondió «la voz del que clama en el desierto», como anuncio de otro que «viene detrás de él». Jesús, a la misma pregunta, responde, con palabras enigmáticas pero suficientes: «Lo que, os digo desde el principio, o absolutamente» (8, 25). Les acaba de decir: «si no creéis que Yo-soy», se ha apropiado el Ser pleno de Yahvéh, su mismo nombre sagrado. Esta afirmación es la que ha provocado la pregunta ¿quién eres?. El evangelista se encarga de explicar el sentido de la respuesta: «No entendieron que llamaba a su Padre a Dios» (Jn 8, 2). La respuesta de Jesús al: «¿quién eres tú?», es pues: «Yo soy». Así, a la pregunta directa por su identidad Jesús responde con la afirmación de su divinidad. ¿Cómo, pues, no va tener conciencia de ella, si es la respuesta de su propia identidad, la divinidad?

Tenemos todavía otro tercer texto del evangelio de Juan que nos franquea la conciencia de Jesús, esta vez indirectamente. Ya en la primera Pascua, a la que sube Jesús en su ministerio, cuando Jesús expulsa del templo a los mercaderes con el látigo en la mano (Jn 2, 15): «¿Qué señal nos das (de tu potestad) para hacer estas cosas?» (Jn 2, 18),. Jesús respondió: «Destruid este Templo, y Yo lo levantaré en tres días» (Jn 2, 19). Los "judíos" responden que lleva ya «cuarenta y seis años» en la reconstrucción herodiana. Pero el evangelista, subrayando así el testimonio directo de Jesús: «Hablaba del Templo de su cuerpo» (Jn 2, 21). Y luego añade Juan: «Estando en Jerusalén el día de la fiesta de la Pascua, muchos creyeron en él, al ver los prodigios o signos que hacía» (2, 23).

Los múltiples testimonios de las palabras de Jesús, los podemos compendiar en el supremo testimonio ante el Sanedrín, que se halla del mismo modo en los tres sinópticos, y en forma de referencia clara en Juan:

«¿Eres tú el Hijo de Dios?» (Mt 26, 63; Mc 14, 61; Lc 22, 70; Jn 19, 7).
«Yo-soy (Egó eimí)» (Mt 26, 64; Mc 14, 62; Lc 22, 70; Jn 19,7).

Ante esta respuesta, es imposible decir que Jesús no tuvo concien­cia de su filiación divina dentro del monoteísmo y en forma específica, pues por ella fue condenado como blasfemo por el tribunal religioso de Israel. En este interrogatorio también confiesa su conciencia mesiánica específica, en la pregunta anterior: «¿Eres tú el Cristo, el Mesías?», en todos los evangelistas. Debemos así dar por asentado con firmeza que Jesús tuvo conciencia cierta en vida tanto de su mesianidad como de su propia identidad divina con el Dios único de Israel, pero como Hijo ante el Padre, pues las palabras humanas de Jesús recogidas traducen externamente para nosotros su conciencia humana interna, que nos es en sí misma desconocida, por ser personal.

El habla, como persona, el lenguaje humano en que se expresa su naturaleza humana: «Las palabras que os hablo». Pero en El habla su Padre, porque El es palabra de Padre. Así, en sus palabras de lenguaje humano se expresa Dios, y alcanzamos a través de ellas la mente divina. El que dijo esto tenía, evidentemente, conciencia de su identidad divina.

El “cómo” y el “cuándo” de la conciencia de Jesús de Nazaret

Afirmada la conciencia divina, desde el punto de vista histórico, en las palabras reales de Jesús de Nazaret en su vida mortal, se ofrecen dos problemas a examen. Uno sobre el modo como pudo realizarse tal personificación divina en un hombre, y otro sobre el cuándo, el momento en que tal presencia apareció y en que tal conciencia se presentó en Jesús.

El “cómo” lo ha fijado el dogma en la formulación conciliar desde Efeso a Calcedonia principalmente, y el segundo está sujeto, dentro de la doctrina del magisterio eclesial, a deducción teológica histórica.


2. El «cómo» de tal conciencia

Empecemos por examinar el modo de tal personalidad, ¿había también en Jesús persona humana o solamente divina? Este ha sido históricamente el problema eclesial de Jesús Dios y hombre. Pero todo ello desde la base documental de los evangelios.

Jesús aparece diciendo palabras y ejecutando acciones. Algunas acciones son iguales a las nuestras como por ejemplo el comer, el dormir, el airarse, el andar, el hablar, el sufrir, el morir ¿Es otro Jesús el que hace esas acciones y el cura al enfermo o resucita al muerto, el que apacigua la tempestad, o el que camina sobre el agua? El Hijo de Dios dice al leproso: «Quiero» con palabra humana, y su mano de hombre pone barro en los ojos del ciego. Ante la tumba de Lázaro, y ante la cama de la niña de Jairo, el Hijo de Dios le devuelve la vida mandando con voz humana: Lázaro, sal afuera –Niña levántate. Frente al viento y el mar su voz humana da una orden y el viento se calma y las olas se desploman. El Hijo de Dios camina con sus pies humanos sobre el agua embravecida, y su mano de hombre sostiene a Pedro cuando se está hundiendo. No son dos, sino uno el que hace la doble faceta divina y humana de una misma y única acción.

Sólo la persona divina puede decir «Yo-soy» ante el Sanedrín respondiendo a la pregunta del si es el Hijo de Dios; lo dice con voz humana, la garganta y cuerdas vocales de Jesús, y sus labios, paladar y dientes emiten con el aliento la articulación de la palabra. Cuando dice: «El que me ve a mí, ve al Padre», como objeto deja atención de los discípulos presentes o de los demás, es visible a los hombres sólo en su naturaleza humana, pero a quien ven, como a sujeto, es a alguien que dice «Veis al Padre en Mí». No hay más solución que la de Efeso, afirmando que cuando su madre concibió y dio a luz en su naturaleza humana a Jesús, fue Madre de Dios, porque la persona era divina. El ángel le dijo: «Lo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios». Ella decía a Dios-Jesús: «Tú eres mi hijo».

Y cuanto al otro aspecto del misterio, de dos naturalezas distintas, es evidente que en todas estas acciones y palabras reseñadas por los evangelistas las acciones humanas eran las de una naturaleza humana respecto al cuerpo, y en cuanto al alma las ideas de su inteligencia eran de alma humana como la nuestra, pues sus palabras eran también humanas. Cuanto a la naturaleza divina nadie la ha visto directamente ni la ve en esta vida, pero es imposible que la Persona del Hijo no tenga naturaleza, pues no podría existir sin ella, y es la misma del Padre, por lo cual ha podido decir, «el que me ve a mí ve al Padre», y «el Padre y Yo somos uno» (Jn 14, 9; 10, 30).



Las operaciones “teándricas”

Hay un problema que surge de la unidad hipostática, el de las operaciones llamadas teándricas, es decir que son «divino-humanas»: divinas por la persona sujeto de ambas naturalezas, humanas por la naturaleza humana como fuerza energética física que las actúa, con el alma humana, como el comer o el dormir, el andar etc. Se pueden llamar teándricas, en cuanto su sujeto es la persona divina; pero más propiamente son llamadas teándricas aquellas en que la persona divina actúa además con la naturaleza divina, como por ejemplo en los milagros, en los que la naturaleza divina hace lo que no puede hacer la humana (resucitar el muerto...).

Al realizar así estos milagros Jesús tenía conciencia de lo que quería hacer con su voluntad humana, sujeta plenamente siempre a la divina, como era resucitar a Lázaro su amigo; pero necesariamente tenía conciencia humana de que esto superaba sus fuerzas humanas solas, y así tenía que tener conciencia humana de su persona divina y del poder, divino en naturaleza, que poseía ésta persona. Especial­mente difíciles en la explicación para nosotros son los momentos de tristeza de Jesús particularmente la agonía de Getsemaní, donde se hallan los problemas de la unión hipostática más al descubierto.

(Santo Tomás da una explicación teológica al considerar la voluntad como naturaleza, inclinada con necesidad de naturaleza a la felicidad y la voluntad como voluntad que elige el bien. Ver hojas aparte STh I q.82 a.2: III q.18, a.3)

En cuanto al modo en que funciona la conciencia humana de Jesús de Nazaret de saberse Dios verdadero, podemos hacer dos sugerencias, tomadas ambas de la historia de la fe.

La primera es el modo con que Dios inspira a los escritores sagrados, de tal modo que, según la fe de la iglesia lo estima, el verdadero autor del escrito sagrado es el Espíritu Santo divino a través de la naturaleza (en este caso personada humanamente) del escritor. Isaías, Lucas o Pablo escriben no al dictado del Espíritu, pero sí de modo que dicen aquello que El quiere y sólo aquello mismo, pero con palabras humanas propias del estilo y lenguaje humano de tal escritor. Si cambiamos la naturaleza personada del escritor por la naturaleza no personada humanamente de Jesús de Nazaret tenemos alguna idea, aunque remota, del modo como actuaba la Persona divina con la naturaleza humana. Aunque en los escritores sagrados quizás no había necesariamente conciencia de la inspiración.

(Ver Verbum Domini Benedicto XVI)

Otro caso de ilustración puede ser el de los místicos católicos. La historia de la más alta mística puede iluminarnos algo el caso de Jesús de Nazaret. Santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz pueden ofrecernos en sus escritos, como doctrina, el rasgo característico de la unión mística que es la «presencia de Dios» sentida en la conciencia. En la conciencia ordinaria del cristiano, aunque esté en gracia, no se da el sentimiento o conciencia de tal presencia divina en unión de gracia, y expresamente lo dice el concilio de Trento: «Nadie puede saber con certeza de fe, en la que no puede caber error, que ha conseguido la gracia de Dios» (Decr. de iustif. c. 9; Denz. n. 802), lo cual se afirma frente a la pretensión luterana de que sólo obtiene la justificación el que cree firmemente haberla obtenido por la divina misericordia, que se ha de esperar. Pero, además, la conciencia nada nos dice ni puede decir naturalmente sobre la posesión de la gracia y presencia de Dios en el alma por unión, al no ser este estado naturalmente perceptible, por ser sobrenatural.

Los místicos alcanzan la percepción de la presencia divina en sí por gracia especial. San Juan de la Cruz llega a declarar ésta como una de las tres señales, y la más importante, de la elevación del alma a la vida mística y los dones extraordinarios.



3. El «cuándo» de tal conciencia

El segundo problema es cuándo comenzó la conciencia humana de Jesús. En los hombres normalmente se va desarrollando la facultad de la inteligencia, fuente también de la autoconciencia, según la edad va perfeccio­nando en la infancia el desarrollo del órgano del pensamiento, que es el cerebro. En Jesús de Nazaret, ¿cuándo comenzó a existir en funcionamiento la concien­cia humana de su divinidad y mesianidad?

La respuesta podría parecer quizás sencilla: debe ser como en los demás hombres, pues era hombre plenamente, excepto en la persona. Pero el la presencia de la persona divina, como sujeto de los actos, hace variar la situación.

Los racionalistas y los que niegan su divinidad, sostienen que la conciencia de su divinidad en Jesús nunca existió, y también niegan algunos de ellos la de su mesianidad, y todos la atribuyen a una profunda convicción religiosa o mística de Jesús.

Los teólogos católicos han aceptado siempre la conciencia humana que Jesús tenía de su divinidad, aun en vida mortal, aunque tal vez alguno hable o haya hablado con ambigüedad o duda de la misma.


Algunos otros teólogos, aunque contrariamente al sentir prácticamente unánime de los Padres de la Iglesia y del magisterio, sin negar a Jesús esta conciencia de su divinidad, han pensado que no siempre la tuvo, o al menos no con claridad. Y al querer asignar un instante de su vida en el que antes de la muerte se haya clarificado en él tal conciencia podría parecerles tal el del bautismo principalmente, donde por vez primera se produce sobre Jesús, según los evangelios, la revelación de Dios sobre su filiación divina: «Este es mi Hijo, en quien me he complacido». En ese instante tal revelación pudo ser hecha al propio Jesús, al modo como en Mateo Jesús dice a Pedro que ha recibido una revelación del Padre sobre su filiación divina, por lo cual es dichoso.

Recuerdan el texto de Isaías en que declara proféticamente la bajada del Espíritu del Señor sobre su Siervo el Mesías, como en una «consagración mesiánica», con la efusión sobre él de los dones del Espíritu. El propio Jesús en la sinagoga de Nazaret, según este pensamiento, dice que se ha cumplido en él la profecía de Isaías (Is 61, 1-2; cf. 11, 1-3; 41, 1 ss; Lc 4, 17-21). Con razón dice Galot que no parece admisible tal interpretación del instante de tomar conciencia Jesús de su personalidad divina.

Jesús, a los doce años, dijo a María y José en el encuentro en el templo, cuando le buscaban desolados: «¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo tengo que estar en la casa de mi Padre?» (Lc 2, 49). Jesús sabe ya a los doce años que Dios es su Padre. Tiene ya conciencia, como más tarde, de que es Hijo de Dios. María ha dicho a Jesús niño: «Tu padre (José) y yo te buscábamos doloridos» (Lc 2, 48). Jesús entonces le responde «mi Padre» por Dios. No puede estar más clara la conciencia que tiene de quién es su verdadero Padre de que él es Hijo de Dios.

Dice Lucas en su evangelio: «El Niño crecía y se fortalecía (o robustecía) lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba en él» (Lc 2, 40). Cuando volvieron a Nazaret antes del suceso del encuentro en el templo. Y después del encuentro vuelve a repetir: «Aumentaba en sabiduría y edad y agrado (o complacencia) ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52). Esta última afirmación cierra las narraciones de la infancia y de Nazaret, siguiendo ya desde el c. 3 la vida pública, a partir del anuncio del Bautista.

José y María conocían desde la concepción virginal de Jesús el secreto mesiánico y aun el divino de Jesús, revelado por el ángel a María al pedirle de parte de Dios su consenti­miento a tal suerte de concepción, como un esposo a su esposa.

Lo que el ángel revela a María es ciertamente que la concepción será obra virginal de Dios mismo con su poder y Espíritu. En sus palabras se contiene la condición divina del Hijo. Tiene por Padre a Dios, y por eso termina su revelación diciendo: «Por eso, además, (dio, kaí) lo concebido (o nacido; gennomenon) (será) Santo, será llamado Hijo de Dios» (Le 1, 35).Esta resulta ya ahora una afirmación de la divinidad.

Lo supo también José, tanto por el ángel en sueños como sin duda al hablar con ella misma (Mt 1, 20). El ángel reveló a José tanto la condición mesiánica del Niño: «José, hijo de Dayid», como la condición de Hijo de Dios: «Es del Espíritu Santo». Como en María, en José están las dos condiciones. Y es indudable que los dos esposos, revelado ya el misterio, hablaron entre sí del prodigioso hecho que iluminaba sus vidas en adelante. No pudieron ignorar la altísima condición divina del que ambos llamaba familiarmente «hijo», sabiendo que lo era sólo de María físicamente, aunque por el matrimonio también pasaba a serlo de José.

Tenemos dos datos sobre la conciencia humana de Jesús, antes de los doce años. Por un lado él «crecía lleno de sabiduría», que era ciertamente de origen sobrenatural e infuso en su alma: era la sabiduría de que hablan los libros sagrados tan ampliamente (Prov 8, 22.30.34; Sab 7, 7). ¿Cómo pensar que Jesús, poseyendo esta sabiduría celeste en su alma, no tuviese conciencia de que él mismo era el origen de tal sabiduría en cuanto Dios?

El segundo dato es el del conocimiento de los que le rodeaban, y de los hechos acontecidos. Ciertamente sabían quién era, como hemos dicho, su madre María y José. Hablaron con él y le contaron, sin duda, en sus íntimas conversaciones de Nazaret, lo que sabían de él, y le preguntaron algo sobre ello. Es imposible que vivieran en silencio entre sí tantos años conocedores ellos del misterio. El o ellos debieron introducir algún día el tema.

Aquí quiero hacer una breve pero muy importante digresión, acerca de la fuente de las narraciones evangélicas de la infancia de Jesús. Nunca he leído que entre las fuentes posibles se mencione al propio Jesús. Ahora bien, si José y María, como es enteramente lógico, hablaron con él íntimamente, debieron contarle lo sucedido en la visitación a Isabel y el júbilo de Juan en el seno de su madre, que llena de Espíritu Santo profetizó. Lo mismo de la venida de los pastores a adorarle, con los cantos angélicos mesiánicos. Lo mismo de la venida de los magos desde el oriente. Y también de la admirable profecía de Simeón y del encuentro con Ana en el templo. Dice Lucas que su madre María «conservaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2, 19.51). ¿No es enteramente legítimo pensar que Jesús supo por María y José todo lo sucedido en su infancia? ¿No es, entonces, legítimo e inevitable pensar que seguramente él mismo puede haber una fuente de la narración de tales hechos más tarde en la intimidad de sus apóstoles?

El primer encuentro de los discípulos con Jesús narrado por Juan

Quizás encontremos un rayo de luz sobre este importantísimo punto en Juan. Pues dice que, cuando Andrés visitó por vez primera a Jesús, siguiendo la indicación del Bautista, salió convencido de que era el Mesías, lo mismo Felipe (Jn 1,41.45). ¿No es muy posible que tengamos aquí una indicación de que Jesús les contó algo, que les movió a la seguridad con que salieron de que era el Mesías de Israel? ¿Qué fue esto narrado por Jesús a Andrés y quizás a Juan, y luego a Felipe? ¿No es muy probable que fuesen acontecimientos de su propia infancia y nacimiento, que él conocía por la narración de sus padres? Al menos merece la pena de considerar esta importante hipótesis de fuente, la más segura y cercana, la más fácil y la más evangélica. Ello resolvería un importante problema. Sin quitar la fuente de la Madre.

En el primer instante de la Encarnación del Verbo

¿En qué momento, entonces, conoció Jesús su propia divinidad, o tuvo conciencia de ella? No parece que haya otro más apto que la misma encarnación en el seno de su madre María. Ella lo sabía en aquel instante, y él era superior a ella. Lo sabía ciertamente el ángel Gabriel, y él era superior a todos los ángeles, que le adoraron en su concepción y entrada en el mundo y el tiempo: «Cuando introduce a su primogénito en el orbe de la Tierra dice: Adórenle todos los ángeles de Dios» (Hebr 1,6). Lo sabían los ángeles, María, José, y poco después lo supieron por revelación Isabel, Zacarías, Simeón (Lc 1, 43; 1, 69; 2, 26-30). ¿Podía ignorarlo Jesús, rey de ángeles y hombres, aunque fuese niño infante?

La exegesis clásica ha visto siempre, con la misma Iglesia, en el júbilo de Juan al ser santificado en el seno de Isabel (Lc 1, 41) una señal de su repentina y carismática iluminación santificadora. Jesús pudo mejor que Juan tener conocimiento desde el primer instante en su alma humana de que era el Hijo de Dios, y, como tal recibir la adoración de los ángeles de Dios. El alma es capaz de este conocimiento en su naturaleza espiritual, en esta vida por milagro. La poderosa unión de la Persona del Hijo, en el primer instante de su concepción debió producir estos dones en su alma, aunque su cuerpo fuese todavía unicelular pero programado genéticamente. Ya era Jesús de Nazaret para el futuro. Y lo era, pues este hecho aconteció en Nazaret, aunque luego nació en Belén.

Tal es por los demás la opinión clásica de los Padres de la Iglesia, de la que no vemos motivo para apartarnos.

Queremos señalar que de ninguna manera se ha de pensar que en tales condiciones Jesús no tuviese una verdadera y plena humanidad, semejante a la nuestra en todo excepto en el pecado y la persona. Su cuerpo y alma eran humanos verdaderamente, y estaban sujetos a las leyes humanas del desarrollo. Pero es cierto que Dios puede iluminar un alma en el orden espiritual propio de ella, que es en sí misma superior a la unión corporal, pues puede vivir fuera de carne (aunque no sea en esta vida).

Si El poseyó la visión beatífica desde el principio, como afirman diversos documentos del magisterio eclesial que luego citaremos, sin duda que con ella hubo de tener desde el primer instante la conciencia de su persona divina en el alma humana, iluminada por la visión beatífica de Dios y sus tres Personas.

Suma teológica - Parte Ia - Cuestión 82 - Sobre la voluntad

Artículo 2: Lo que la voluntad quiere, sea lo que sea, ¿lo quiere o no lo quiere por necesidad?

Objeciones por las que parece que la voluntad lo que quiere, sea lo que sea, lo quiere por necesidad: (…)

Contra esto: está lo que dice Agustín: Por la voluntad se peca y se vive rectamente. Así, puede optar entre cosas opuestas. Por lo tanto, no todo lo que quiere lo quiere necesariamente.

Respondo: La voluntad no quiere necesariamente todo lo que quiere. Para demostrarlo, hay que tener presente que, así como el entendimiento asiente de manera natural y necesaria a los primeros principios, así también la voluntad asiente al último fin, cómo ya dijimos (
a.1). Pero hay realidades inteligibles que no están conectadas necesariamente con los primeros principios, como lo pueden ser las proposiciones contingentes, de cuya negación no se deriva la negación de los primeros principios. A tales proposiciones el entendimiento no asiente necesariamente. Por su parte, hay otras conectadas necesariamente con los primeros principios. Son las conclusiones demostrables, de cuya negación se deriva la negación de los primeros principios. A éstas, el entendimiento asiente necesariamente cuando deductivamente se reconoce su inclusión en los principios. Pero no asiente a ellas necesariamente antes de conocer por demostración dicha inclusión.
Lo mismo ocurre por parte de la voluntad. Pues hay bienes particulares no relacionados necesariamente con la felicidad, puesto que, sin ellos, uno puede ser feliz. A dichos bienes, la voluntad no se adhiere necesariamente. En cambio, hay otros bienes relacionados necesariamente con la felicidad, por los que el hombre se une a Dios, el único en el que se encuentra la verdadera felicidad. Sin embargo, hasta que sea demostrada la necesidad de dicha conexión por la certeza de la visión divina, la voluntad no se adhiere necesariamente a Dios ni a lo que es de Dios. En cambio, la voluntad del que contempla a Dios esencialmente, por necesidad se une a Dios del mismo modo que ahora deseamos necesariamente la felicidad. Por lo tanto, resulta evidente que la voluntad no quiere necesariamente todo lo que quiere.
A las objeciones: (…)


Parte IIIa - Cuestión 18 - Sobre la unidad de Cristo en cuanto a la voluntad

Artículo 3: ¿Tuvo Cristo dos voluntades racionales?

Objeciones por las que parece que Cristo tuvo dos voluntades racionales. (…)

Contra esto: está que, en cualquier orden, hay un solo principio motor. Pero la voluntad es el primer motor en el campo de los actos humanos. Luego en un hombre sólo existe una voluntad propiamente dicha, que es la voluntad racional. Y Cristo es un hombre. Por consiguiente, en él solamente existe una voluntad humana.

Respondo: Como hemos expuesto (
a.1 ad 3), la voluntad se toma unas veces como potencia y otras como acto. Por consiguiente, si la voluntad se entiende en cuanto acto, es necesario poner en Cristo dos voluntades racionales, esto es, dos especies de actos voluntarios. La voluntad, como se dijo en la Segunda Parte (1-2 q.8 a.2 y 3), versa acerca del fin y acerca de los medios para alcanzarlo; y tiende a ambas cosas de modo diferente. Efectivamente, al fin se encamina de manera tersa y absoluta, como a algo bueno por naturaleza; en cambio, a los medios se dirige por una cierta relación, en cuanto que resultan buenos en orden al fin. Y por eso el acto de la voluntad orientado a un objeto querido por sí mismo, v.gr. la salud, llamado por el Damasceno thelesis, esto es, simple voluntad, y denominado por los Maestros voluntad como naturaleza, es de distinta naturaleza que el acto de la voluntad que se dirige a un objeto querido en orden a otro, como es tomar una medicina, denominado por el Damasceno bulesis, es decir, voluntad consultiva, y llamado por los Maestros voluntad como razón. Pero esta diversidad de actos no diversifica las potencias, porque ambos actos se fijan en una sola razón común del objeto, que es la bondad. Y, por eso, hay que decir: si se habla de la voluntad como potencia, en Cristo hay una voluntad esencialmente humana, y no llamada tal por participación. En cambio, si hablamos de la voluntad como acto, entonces hay que distinguir en Cristo la voluntad como naturaleza, llamada thelesis, y la voluntad como razón, denominada bulesis.

A las objeciones: (…)

Artículo 5: ¿La voluntad humana de Cristo quiso algo distinto de lo que quiere Dios? l

Objeciones por las que parece que la voluntad humana de Cristo quiso algo distinto de lo que quiere Dios. (…)

Contra esto: está lo que dice Agustín en su obra Contra Maximin. Haeret.: Cuando Cristo dice: «No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú» (Mt 26,39), da a entender que quiso algo distinto de lo que quería el Padre. Esto no pudo quererlo más que con su voluntad humana, puesto que mudó nuestra debilidad hacia su amor humano, no hacia su amor divino.

Respondo: Como ya se ha expuesto (
a.2 y 3), en Cristo, en cuanto hombre, existieron varias voluntades, a saber: la voluntad sensible, llamada voluntad por participación; y la voluntad racional, considerada bien como naturaleza, bien como razón. Y antes hemos dicho (q.13 a.3 ad 1; q.14 a.1 ad 2) que, por una dispensación divina, el Hijo de Dios, antes de su pasión, permitía a su carne obrar y padecer lo que es propio de ésta. Y lo mismo permitía a todas las facultades de su alma hacer lo que es propio de las mismas. Ahora bien, es evidente que la voluntad sensible rehuye, por naturaleza, los dolores sensibles y la lesión corporal. Igualmente, la voluntad como naturaleza rechaza también las cosas contrarias a la naturaleza y lo que es esencialmente malo, por ejemplo la muerte y otras cosas por el estilo. Pero la voluntad como razón puede, a veces, elegir tales cosas en orden a un fin; así, la voluntad sensible de un hombre normal, e incluso su voluntad absolutamente considerada, rehuyen el cauterio, que la voluntad como razón elige en orden a la salud. Pero era voluntad de Dios que Cristo padeciese los dolores, la pasión y la muerte; Dios quería tales cosas no por sí mismas, sino en orden al fin de la salvación de los hombres. Con esto resulta evidente que Cristo, con su voluntad sensible y con su voluntad racional considerada como naturaleza, podía querer algo distinto de lo que Dios quería. Sin embargo, con su voluntad como razón quería siempre lo mismo que quería Dios. Esto es manifiesto por sus propias palabras: No como yo quiero, sino como quieres tú (Mt 26,39). Con su voluntad como razón quería, efectivamente, que se cumpliese la voluntad divina, aunque diga querer otra cosa con su otra voluntad .
A las objeciones: (…)


Suma teológica - Parte IIIa - Cuestión 7 - Sobre la gracia de Cristo en cuanto hombre particular

Artículo 3: ¿Tuvo Cristo fe?

Objeciones por las que parece que en Cristo se dio la fe. (…)

Contra esto: está lo que se dice en Heb 11,1: La fe es prueba de lo que no se ve. Pero para Cristo no hubo nada oculto, de acuerdo con lo que le dijo Pedro, en Jn 21,17: Tú sabes todas las cosas. Luego en Cristo no existió la fe.

Respondo: Como se expuso en la Segunda Parte (
2-2 q.4 a.1), el objeto de la fe es la realidad divina no vista. Pero el hábito de la virtud, como cualquier otro, se especifica por el objeto. Y por lo mismo, si la realidad divina deja de ser algo no visto, desaparece el motivo de la fe. Ahora bien, Cristo, desde el primer instante de su concepción, vio plenamente la esencia divina, como luego se demostrará (q.34 a.4). Luego en él no pudo existir la fe.

A las objeciones: (…)

Suma teológica - Parte IIIa - Cuestión 34 - Sobre la perfección de la prole

Artículo 4: ¿Fue Cristo comprehensor perfecto en el primer instante de su concepción?

Objeciones por las que parece que Cristo no fue comprehensor perfecto en el primer instante de su concepción. (…)

Contra esto: está lo que se lee en el Sal 64,5: Bienaventurado aquel a quien elegiste y tomaste; lo que, según la Glosa, se refiere a la naturaleza humana de Cristo, que fue asumida por el Verbo de Dios en unidad de persona. Pero la naturaleza humana fue asumida por el Verbo de Dios en el primer instante de su concepción. Luego Cristo, en cuanto hombre, fue bienaventurado en el primer instante de su concepción, lo cual es ser comprehensor.

Respondo: Como es claro por lo expuesto (
a.3), no fue conveniente que Cristo, en su concepción, recibiese sólo la gracia habitual sin su acto, pues recibió la gracia sin medida, como antes se ha demostrado (q.7 a.11). Pero la gracia del viador, por estar desprovista de la gracia del comprehensor, es menor que la de este último. De donde resulta evidente que Cristo recibió, en el primer instante de su concepción, no sólo una gracia tan grande como la que tienen los comprehensores, sino también mayor que todos los comprehensores. Y como tal gracia no careció de su acto, síguese que fue comprehensor en acto, viendo a Dios por esencia con mayor claridad que todas las criaturas.
A las objeciones: (…)