viernes, 9 de noviembre de 2007

¿Por qué descristianiza el liberalismo?

CRISTIANDAD marzo 2004 nº 872.- Francisco Canals Vidal

La palabra liberalismo tiene diversidad de acepciones, con frecuencia no precisadas en su posible conexión. El liberalismo económico ahora casi define la ideología de las actuales «derechas», que preferentemente gustan de llamarse «centro». Liberalismo, en el mundo protestante, especialmente anglosajón, es sinónimo, en lo religioso y teológico, del modernismo que condenó san Pío X o del actual progresismo. En el siglo XIX era una doctrina que se orientaba hacia la separación de la Iglesia y el Estado, y se realizaba en el reconocimiento obligatorio de la igualdad de derechos de todas las confesiones religiosas.

Aquí me ocuparé de esta tercera acepción, que fue cronológicamente la primera en difundirse y que fue objeto de condenaciones pontificias, sobre todo en los pontificados de Gregorio XVI, Pío IX, León XIII y san Pío X. Pío XI le dio el nombre de laicismo y lo condenó igualmente. Ahora, tanto la palabra liberalismo como la de laicismo, en este sentido de relación entre lo religioso y lo político, están prácticamente rehabilitadas y elaboradas positivamente, lo cual es un factor decisivo de la actual confusión de ideas. Porque el liberalismo, entendido tal como la Iglesia lo condena, es contradictorio con la que el Concilio Vaticano II, precisamente en su declaración sobre la libertad religiosa, nombra como «la tradicional doctrina católica, que se mantiene íntegra, sobre el deber moral de los hombres y de las sociedades hacia la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo» (Dignitatis humanae, núm. 1).

Buscando razones en defensa del juicio condenatorio de la Iglesia sobre el liberalismo así entendido, se podrían aducir muchos hechos que hacen patente el efecto profunda y extensamente descristianizador de la política y de la legislación liberales. (…)

Me voy a ocupar, en esta ocasión, de razonar el acierto del juicio de la Iglesia -recordemos que los juicios doctrinales no se derogan por el silencio ni por el lenguaje más o menos preciso con que se planteen cuestiones en el campo político o sociológico- atendiendo a una fuente filosófica fundamental, inspiradora del Contrato social de Rousseau, orientadora de la Ilustración del siglo XVIII y que está en el origen de la «desconfesionalización» de la sociedad política en los Estados Unidos: me refiero a la doctrina de Spinoza, el judío holandés enemistado con la sinagoga de su tiempo y más amigo de los cristianos liberales que eran los republicanos holandeses, enfrentados al calvinismo de Guillermo de Orange, el que «salvó» Inglaterra del catolicismo e instauró y reforzó la confesionalidad en el Reino de la Iglesia de Inglaterra ratificada en su protestantismo reformado, es decir, calvinista.

Bonifacio VIII promulgó una bula de las más denostadas y desprestigiadas, no sólo por los enemigos de fuera de la Iglesia, sino también desde dentro, por todos los regalistas, galicanos y febronianos y, desde luego, por los católicos liberales. Leamos el punto de partida y la definición a que llega la bula, de 18 de noviembre de 1302:

  • «La fe nos urge y obliga a creer y mantener y confesar que es una la Santa Iglesia Católica y Apostólica, fuera de la cual no se da salvación ni remisión de los pecados, que es único el Cuerpo místico, cuya Cabeza es Cristo, que es el Cristo de Dios, en la cual Iglesia hay un solo Señor, una sola fe y un solo bautismo» (DS núm. 870).


La conclusión que contiene la fórmula definitoria dice:

  • «Así pues, estar sometido al Romano Pontífce es absolutamente de necesidad para la salvación para toda humana criatura. Lo declaramos, lo afirmamos y lo decimos» (DS núm. 875).

En el texto de la bula se habla de las «dos espadas», la espiritual y la temporal. «La primera, ejercida por la Iglesia: la segunda, por los reyes y soldados. Pero, según el agrado y tolerancia del sacerdote. Pues es necesario que una espada esté bajo la otra espada, y que la autoridad temporal se someta a la autoridad espiritual» (DS núm. 873).

El tema de las dos espadas se toma a partir del pasaje evangélico en el cual los Apóstoles, durante la Pasión del Señor, aluden a que tenían «dos espadas». Según el magistral estudio del padre Francisco Segarra, esta argumentación y su contexto no son lo definido infaliblemente. Lo definido infaliblemente es el universal deber de obedecer a la Iglesia en todo lo humano, fundado en que la Iglesia es la única Iglesia de Cristo.

El rey Jacobo I de Inglaterra escribió el tratado Contra la doctrina católica de la autoridad pontificia sobre los reyes. El último acto de juicio formal condenatorio de un rey, y declaratorio de que sus súbditos no le debían obediencia, por oponerse él a la Ley divina, es el de san Pío V contra la reina Isabel de Inglaterra, en una bula de 25 de febrero de 1570 (véase Historia de los papas, de Ludovico Pastor, versión castellana, vol. XVIII, Barcelona, 1931, p. 180 ss.). Notemos que es el último papa canonizado anterior a Pío X y recordemos que los ingleses católicos no lo recibieron con adhesión entusiasta. En réplica al rey Jacobo, escribió Suárez, en 1613, su Defensa de la fe católica contra los errores de lo secta anglicana con respuesta a lo apología a favor del juramento de fidelidad y el Prefacio monitorio del Serenísimo Rey de Inglaterra Jacobo.

En esta obra de Suárez, la cuestión decisiva es tratada en su parte tercera. El rey Jacobo defendía que, siendo el poder real de origen divino, era una usurpación de los papas romanos pretender que tenían juicio y autoridad sobre el poder real. Suárez argumenta contra el rey Jacobo partiendo del principio de que no podrían existir en el mundo dos autoridades soberanas entre las que no se diese ningún orden ni dependencia de una con otra: «O la Iglesia tiene autoridad sobre los reyes en lo que ha sido confiado a la autoridad de la Iglesia o, por el contrario, habrá que reconocer que la Iglesia ha de someterse al poder real». Si no se acepta la autoridad del Papa sobre los reyes, hay que aceptar la autoridad de los reyes sobre la Iglesia.
En realidad, en la hostilidad secular contra la doctrina de Bonifacio VIII estaba subyacente la voluntad de que el poder humano de las autoridades de los estados no tuviese que reconocer ninguna dependencia ni deber de obediencia respecto de los juicios morales que diese la Iglesia sobre las leyes y decisiones políticas. Esta emancipación del hombre frente a Dios, realizada a pretexto del principio de independencia de lo político respecto de la autoridad religiosa, que fue madurando desde el regalismo a través de la Ilustración de las monarquías del despotismo ilustrado, no tendría en el mundo su culminación definitiva más que en el Estado liberal. En la proposición veinte del Syllabus de Pío IX, de 8 de diciembre de 1864, leemos:
«El poder eclesiástico no debe ejercer su autoridad sin permiso ni asentimiento de la autoridad política» (DS núm. 2920).

Y en la proposición treinta y nueve, encontramos condenado el siguiente principio:
«El Estado de la República (es decir, el Estado de origen democrático), en cuanto que es el origen y la fuente de todos los derechos, goza de un derecho no circunscrito por límite alguno» (DS núm. 2939).

Recuerdo que, en los tiempos del ascenso del totalitarismo del Estado nazi, comentaban algunos que Pío IX se había anticipado a su condenación. Lo que en realidad hizo Pío IX es condenar muy explícitamente y con perfecto conocimiento de causa el liberalismo de su tiempo, que sentó el principio que desde entonces no ha hecho sino consolidarse y desarrollarse en sus consecuencias. La democracia absoluta que ahora se presenta a sí misma como la única forma de poder humano acorde con la naturaleza del hombre se fundamenta en principios filosóficos de los que se deduce lógicamente la absoluta independencia respecto de Dios de la voluntad política de los hombres.
Spinoza sostiene que «siempre que en un Estado se admita el ejercicio de una autoridad independientemente del poder político habrá, necesariamente, escisión y lucha, como ocurrió a los reyes de Israel, a los que pretendían juzgar los Profetas». Y, a partir de aquí, sostiene que «sólo el poder político puede ser fuente de la vida moral» y que «los que tienen el poder soberano son guardianes e intérpretes, no sólo del derecho civil, sino también del sagrado, y que únicamente ellos tienen derecho a decidir qué sea lo justo y qué lo injusto, lo que sea conforme o no a la piedad. Mi conclusión, finalmente, es que, en orden a mantener el derecho de la mejor manera posible y asegurar la estabilidad del Estado, conviene dejar a cada uno libre de pensar lo que quiera, y de decir lo que piense» (Tractatus theologico-politicus, prefacio).

El Tractatus theologico-politicus de Spinoza fue escrito en 1670. Fue más conocido como el punto de partida de los criterios metafísicos y epistemológicos que pusieron en marcha la lectura racionalista y modernista de la Sagrada Escritura, pero ejerció una inspiración profunda en lo más originario y auténtico del pensamiento liberal. Parece muy probable que el verdadero creador del edificio político americano, Thomas Jefferson, aparentemente «unitariano» era, en su pensamiento profundo, un discípulo de Spinoza, porque hacía ya tiempo que el unitarianismo, que se presentaba como «negador de la Trinidad», había evolucionado en la dirección del monismo panteísta y naturalista que se había expresado en forma tan explícita en la obra del judío no creyente, sino «filósofo», Baruch de Spinoza.

Los católicos liberales del siglo XIX ponían en duda el acierto y la justicia de las condenaciones pontificias sobre el liberalismo, e inspiraron prácticamente la aceptación de los principios liberales. Si hubiesen atendido a las fuentes filosóficas del liberalismo, hubieran comprendido el profundo acierto de las condenaciones de la Iglesia.

En realidad, el Estado moderno de inspiración filosófica deriva prácticamente del panteísmo que con formulaciones de un monismo estático spinoziano o de un monismo dialéctico hegeliano, vino a reinar en el Occidente apóstata del cristianismo a partir de la Revolución francesa. La primera proposición del Syllabus de Pío IX contiene una admirable síntesis de todos los errores contemporáneos en esta su doble raíz spinoziana y hegeliana. La proposición condenada dice así:
«No existe ningún poder divino supremo sapientísimo y providentísimo, distinto de la universalidad de las cosas, y Dios es idéntico con la naturaleza y, por lo mismo, sometido a cambio, y en realidad Dios se realiza en el hombre v en el mundo, y todas las cosas son Dios, y tienen la mismísima substancia de Dios, y una y la misma cosa es Dios y el mundo y, por consiguiente, el espíritu y la materia, la necesidad y la libertad, lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto» (DS núm. 2901).


Si los católicos liberales hubiesen atendido a las fuentes filosóficas del liberalismo, hubieran podido advertir la razón profunda de su devastadora influencía descristianizadora. El venerable obispo Torras y Bages veía la revolución liberal como la puesta en práctica del Contrato social de Rousseau. Acertaba plenamente, pero podemos añadir que el propio Rousseau, en su Contrato social, viene a ser un epígono de Spinoza, en todo el sistema de su pensamiento (expuesto en la Ethica, el Tractatus theologico-politicus y el Tractatus politici).
Desde el naturalismo integral de Spinoza carece de sentido el libre albedrío, la conciencia del deber, del mérito y del demérito, o del bien y del mal, pensados como distintos de la utilidad o del deseo al que el hombre es impulsado necesariamente por la naturaleza. Si proclamamos la necesidad natural de todas las operaciones del hombre, nos libramos del sentimiento de culpa por el remordimiento. El mismo Freud es spinoziano. Un misterio presente en el mundo contemporáneo descristianizado es la frecuencia del lenguaje moralizador, condenatorio precisamente de lo tradicional cristiano y del orden natural de las cosas -del matrimonio monógamo e ¡ndisoluble entre varón y mujer, de la fecundidad contraria al aborto, de la conservación de la vida contraria a la eutanasia, de toda autoridad en la familia y en la escuela- para cumplir literalmente la profecía bíblica: «¡Ay de los que a lo bueno llaman malo y a lo malo, bueno!».

Nuestro mundo está atravesado por la desconcertante paradoja de que la filosofía que inspira el liberalismo es determinista, negadora del libre albedrío y desconocedora del carácter personal del individuo humano. Por esto, no es de extrañar que la mayoría de los que combaten la pena de muerte defiendan la licitud del aborto y de la eutanasia. El juicio condenatorio de Pío IX en la Quanta cura y el Syllabus fue reiterado y sistematizado con precisión admirable en el plano doctrinal por León XIII, sobre todo en sus encíclicas Immortale Dei y Libertas, que presentan el liberalismo como la puesta en práctica del inmanentismo naturalista y, a la vez, advierten que el liberalismo conduce al ateísmo.
León XIII insistió en que viene del ateísmo el que el Estado conceda a todas las religiones iguales derechos. Su juicio se corresponde plenamente con la intención profunda de la concesión, por el Estado liberal, del derecho que propugnaba Spinoza de dejar a cada uno pensar lo que quiera y decir lo que piensa como camino para que el poder político se constituya en única fuente de ideas morales. En realidad, estamos viendo esto en la vida política interna de los estados y en la vida internacional: desde la ONU y desde la UNESCO, los criterios y las normas con que se pretende evitar el contagio del SIDA o regular la explosión demográfica en el mundo dan por presupuesto como algo obvio que desde los poderes estatales o internacionales no se ha de esperar ni se puede aceptar ninguna normatividad moral de origen religioso, procedente de cualquier iglesia o confesión.

Hay que reconocer que desde la ONU, como desde los poderes políticos estatales, ni se espera ni se aceptaría un juicio moral venido del mundo religioso. Sociológica y culturalmente, nos encontramos con la trágica exclusividad del islamismo en aparecer como una resistencia explícita a la secularización del laicismo en nuestra vida colectiva. Si se hubiese atendido a los procesos reales que hemos presenciado y que han llevado a la descristianización de la cristiandad occidental, tendríamos que reconocer dos hechos importantísimos y de significado decisivo:

  • En primer lugar, la injusticia sectaria que ha hecho evolucionar el Estado separado de la Iglesia hacia el Estado laicista opresor del derecho a la presencia de la fe en la educación y en la vida social, que no es algo contradictorio con los principios de liberalismo que la Iglesia condenó, ni accidental su dinamismo profundo.
  • En segundo lugar, la hegemónica influencia del sectarismo anticristiano en los medios de comunicación social y en todos los ámbitos culturales que han conformado la mentalidad contemporánea antiteística es algo no sólo coherente con los principios del liberalismo, sino algo intentado por «principios» explícitamente afirmados como la finalidad del propio liberalismo desde sus fuentes filosóficas originarias y capitales. (...)

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