jueves, 13 de enero de 2011

EXHORTACIÓN APOSTÓLICA VERBUM DOMINI - SEGUNDA PARTE: VERBUM IN ECCLESIA - La palabra de Dios y la Iglesia

Resumen.


En la primera parte la Exhortación Apostólica Verbum Domini, examina la Palabra de Dios desde el punto de vista de la Revelación. Lo hace en tres apartados: El Dios que habla; la respuesta del hombre al Dios que habla; y la hermenéutica de la Palabra de Dios en la Iglesia. En la segunda parte, pasa a considerar “La Palabra en la Iglesia” y lo hace en tres momentos: primero la palabra de Dios y la Iglesia; después la Liturgia como lugar privilegiado de la Palabra de Dios; finalmente la Palabra de Dios en la vida eclesial.

En relación al apartado, la palabra de Dios y la Iglesia, destaca dos aspectos:

La Iglesia como lugar de acogida de la Palabra. El Señor pronuncia su Palabra para que la reciban aquellos que han sido creados precisamente «por medio» del Verbo mismo. Así, el Verbo “vino a su casa”, “vino a los suyos”, pero parte de ellos “no le recibieron”. «A cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios» (Jn1,12). Recibir al Verbo quiere decir dejarse plasmar por Él hasta el punto de llegar a ser, por el poder del Espíritu Santo, configurados con Cristo.

La contemporaneidad de Cristo en la vida de la Iglesia. La Esposa de Cristo, maestra también hoy en la escucha, repite con fe: «Habla, Señor, que tu Iglesia te escucha». La Iglesia no vive de sí misma, sino del Evangelio.

En el apartado la Liturgia como lugar privilegiado de la Palabra de Dios, se hacen las siguientes consideraciones:

La Palabra de Dios en la sagrada liturgia. Nos dice Benedicto XVI que al considerar la Iglesia como «casa de la Palabra», se ha de prestar atención ante todo a la sagrada liturgia y como enseña el Vaticano II «la importancia de la Sagrada Escritura en la liturgia es máxima». «La liturgia de la Palabra es un elemento decisivo en la celebración de cada sacramento de la Iglesia». Cuando se educa al Pueblo de Dios a descubrir el carácter performativo de la Palabra de Dios en la liturgia, se le ayuda también a percibir el actuar de Dios en la historia de la salvación y en la vida personal de cada miembro.

Palabra de Dios y Eucaristía. La íntima unidad entre Palabra y Eucaristía está arraigada en el testimonio bíblico (cf. Jn 6; Lc24), confirmada por los Padres de la Iglesia y reafirmada por el Concilio Vaticano II. El Prólogo de Juan se profundiza en el discurso de Cafarnaúm: si en el primero el Logos de Dios se hace carne, en el segundo es «pan» para la vida del mundo. El relato de Lucas sobre los discípulos de Emaús nos permite una reflexión ulterior sobre la unión entre la escucha de la Palabra y el partir el pan. Palabra y Eucaristía se pertenecen tan íntimamente que no se puede comprender la una sin la otra.

La sacramentalidad de la Palabra. La realidad del misterio revelado se nos ofrece en la «carne» del Hijo. La Palabra de Dios se hace perceptible a la fe mediante el «signo», como palabra y gesto humano. La sacramentalidad de la Palabra se puede entender en analogía con la presencia real de Cristo bajo las especies del pan y del vino, consagrados.

La Sagrada Escritura y el Leccionario. La reforma promovida por el Concilio Vaticano II ha mostrado sus frutos enriqueciendo el acceso a la Sagrada Escritura.

Proclamación de la Palabra y ministerio del lectorado. Los Padres sinodales han subrayado La necesidad de cuidar, con una formación apropiada, el ejercicio del munus de lector en la celebración litúrgica. Es necesario que los lectores encargados de este servicio sean realmente idóneos y estén seriamente preparados.

Importancia de la homilía. En la Exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis, recordé que «la necesidad de mejorar la calidad de la homilía está en relación con la importancia de la Palabra de Dios. La homilía constituye una actualización del mensaje bíblico, de modo que se lleve a los fieles a descubrir la presencia y la eficacia de la Palabra de Dios en el hoy de la propia vida.

Oportunidad de un Directorio homilético. Pido a las autoridades competentes que, en relación al Compendio eucarístico, se piense también en instrumentos y subsidios adecuados para ayudar a los ministros a desempeñar del mejor modo su tarea

Palabra de Dios, Reconciliación y Unción de los enfermos. Se recomienda que cada penitente se prepare a la confesión meditando un pasaje adecuado de la Sagrada Escritura y comience la confesión mediante la lectura o la escucha de una monición bíblica, según lo previsto en el propio ritual.
Tampoco se ha de olvidar, por lo que se refiere al sacramento de la Unción de los enfermos, que «la fuerza sanadora de la Palabra de Dios es una llamada apremiante a una constante conversión personal del oyente mismo»

Palabra de Dios y Liturgia de las Horas. La Liturgia de las Horas constituye una «forma privilegiada de escucha de la Palabra de Dios, porque pone en contacto a los fieles con la Sagrada Escritura y con la Tradición viva de la Iglesia».

Palabra de Dios y Bendicional. La bendición, como auténtico signo sagrado, «toma su pleno sentido y eficacia de la proclamación de la Palabra de Dios».

Sugerencias y propuestas concretas para la animación litúrgica. Se trata de favorecer cada vez más en el Pueblo de Dios una mayor familiaridad con la Palabra de Dios en el ámbito de los actos litúrgicos.

a) Celebraciones de la Palabra de Dios. Se exhorta a todos los pastores a promover momentos de celebración de la Palabra en las comunidades a ellos confiadas. Adquieren una relevancia especial en la preparación de la Eucaristía dominical. Los creyentes tengan la posibilidad de adentrarse más en la riqueza del Leccionario.
b) La Palabra y el silencio. Se ha de educar al Pueblo de Dios en el valor del silencio. La gran tradición patrística nos enseña que los misterios de Cristo están unidos al silencio.
c) Proclamación solemne de la Palabra de Dios. Resaltar, sobre todo en las solemnidades litúrgicas relevantes, la proclamación de la Palabra, especialmente el Evangelio, utilizando el Evangeliario, llevado procesionalmente. conviene dar realce a la proclamación de la Palabra de Dios con el canto, especialmente el Evangelio.
d) La Palabra de Dios en el templo cristiano. Se tenga siempre en cuenta la acústica. Prestar una atención especial al ambón.
e) Exclusividad de los textos bíblicos en la liturgia. Que las lecturas tomadas de la Sagrada Escritura nunca sean sustituidas por otros textos. Recordemos que también el Salmo responsorial es Palabra de Dios
f) El canto litúrgico bíblicamente inspirado. Conviene valorar los cantos que nos ha legado la tradición de la Iglesia y que respetan este criterio. Pienso, en particular, en la importancia del canto gregoriano.
g) Especial atención a los discapacitados de la vista y el oído.



EXHORTACIÓN APOSTÓLICA VERBUM DOMINI - SEGUNDA PARTE: VERBUM IN ECCLESIA

«A cuantos la recibieron, les da poder
para ser hijos de Dios» (Jn 1,12)

La palabra de Dios y la Iglesia

La Iglesia acoge la Palabra
50. El Señor pronuncia su Palabra para que la reciban aquellos que han sido creados precisamente «por medio» del Verbo mismo. «Vino a su casa» (Jn1,11): la Palabra no nos es originariamente ajena, y la creación ha sido querida en una relación de familiaridad con la vida divina. El Prólogo del cuarto Evangelio nos sitúa también ante el rechazo de la Palabra divina por parte de los «suyos» que «no la recibieron» (Jn1,11). No recibirla quiere decir no escuchar su voz, no configurarse con el Logos. En cambio, cuando el hombre, aunque sea frágil y pecador, sale sinceramente al encuentro de Cristo, comienza una transformación radical: «A cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios» (Jn1,12). Recibir al Verbo quiere decir dejarse plasmar por Él hasta el punto de llegar a ser, por el poder del Espíritu Santo, configurados con Cristo, con el «Hijo único del Padre» (Jn1,14). Es el principio de una nueva creación, nace la criatura nueva, un pueblo nuevo. Los que creen, los que viven la obediencia de la fe, «han nacido de Dios» (cf. Jn 1,13), son partícipes de la vida divina: «hijos en el Hijo» (cf. Ga 4,5-6; Rm 8,14-17). San Agustín, comentando este pasaje del Evangelio de Juan, dice sugestivamente: «Por el Verbo existes tú. Pero necesitas igualmente ser restaurado por Él».[174] Vemos aquí perfilarse el rostro de la Iglesia, como realidad definida por la acogida del Verbo de Dios que, haciéndose carne, ha venido a poner su morada entre nosotros (cf. Jn 1,14). Esta morada de Dios entre los hombres, esta Šekina (cf. Ex 26,1), prefigurada en el Antiguo Testamento, se cumple ahora en la presencia definitiva de Dios entre los hombres en Cristo.
Contemporaneidad de Cristo en la vida de la Iglesia
51. La relación entre Cristo, Palabra del Padre, y la Iglesia no puede ser comprendida como si fuera solamente un acontecimiento pasado, sino que es una relación vital, en la cual cada fiel está llamado a entrar personalmente. En efecto, hablamos de la presencia de la Palabra de Dios entre nosotros hoy: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta al fin del mundo» (Mt 28,20). Como afirma el Papa Juan Pablo II: «La contemporaneidad de Cristo respecto al hombre de cada época se realiza en el cuerpo vivo de la Iglesia. Por esto Dios prometió a sus discípulos el Espíritu Santo, que les “recordaría” y les haría comprender sus mandamientos (cf. Jn 14,26) y, al mismo tiempo, sería el principio fontal de una vida nueva para el mundo (cf. Jn 3,5-8; Rm 8,1-13)».[175] La Constitución dogmática Dei Verbum expresa este misterio en los términos bíblicos de un diálogo nupcial: «Dios, que habló en otros tiempos, sigue conversando siempre con la esposa de su Hijo amado; y el Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo, va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos intensamente la palabra de Cristo (cf. Col 3,16)».[176]
La Esposa de Cristo, maestra también hoy en la escucha, repite con fe: «Habla, Señor, que tu Iglesia te escucha».[177] Por eso, la Constitución dogmática Dei Verbum comienza diciendo: «La Palabra de Dios la escucha con devoción y la proclama con valentía el santo Concilio».[178] En efecto, se trata de una definición dinámica de la vida de la Iglesia: «Son palabras con las que el Concilio indica un aspecto que distingue a la Iglesia. La Iglesia no vive de sí misma, sino del Evangelio, y en el Evangelio encuentra siempre de nuevo orientación para su camino. Es una consideración que todo cristiano debe hacer y aplicarse a sí mismo: sólo quien se pone primero a la escucha de la Palabra, puede convertirse después en su heraldo».[179] En la Palabra de Dios proclamada y escuchada, y en los sacramentos, Jesús dice hoy, aquí y ahora, a cada uno: «Yo soy tuyo, me entrego a ti», para que el hombre pueda recibir y responder, y decir a su vez: «Yo soy tuyo».[180] La Iglesia aparece así en ese ámbito en que, por gracia, podemos experimentar lo que dice el Prólogo de Juan: «Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios» (Jn 1,12).
La liturgia, lugar privilegiado de la palabra de Dios
La Palabra de Dios en la sagrada liturgia
52. Al considerar la Iglesia como «casa de la Palabra»,[181] se ha de prestar atención ante todo a la sagrada liturgia. En efecto, este es el ámbito privilegiado en el que Dios nos habla en nuestra vida, habla hoy a su pueblo, que escucha y responde. Todo acto litúrgico está por su naturaleza empapado de la Sagrada Escritura. Como afirma la Constitución Sacrosanctum Concilium, «la importancia de la Sagrada Escritura en la liturgia es máxima. En efecto, de ella se toman las lecturas que se explican en la homilía, y los salmos que se cantan; las preces, oraciones y cantos litúrgicos están impregnados de su aliento y su inspiración; de ella reciben su significado las acciones y los signos».[182] Más aún, hay que decir que Cristo mismo «está presente en su palabra, pues es Él mismo el que habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura».[183] Por tanto, «la celebración litúrgica se convierte en una continua, plena y eficaz exposición de esta Palabra de Dios. Así, la Palabra de Dios, expuesta continuamente en la liturgia, es siempre viva y eficaz por el poder del Espíritu Santo, y manifiesta el amor operante del Padre, amor indeficiente en su eficacia para con los hombres».[184] En efecto, la Iglesia siempre ha sido consciente de que, en el acto litúrgico, la Palabra de Dios va acompañada por la íntima acción del Espíritu Santo, que la hace operante en el corazón de los fieles. En realidad, gracias precisamente al Paráclito, «la Palabra de Dios se convierte en fundamento de la acción litúrgica, norma y ayuda de toda la vida. Por consiguiente, la acción del Espíritu... va recordando, en el corazón de cada uno, aquellas cosas que, en la proclamación de la Palabra de Dios, son leídas para toda la asamblea de los fieles, y, consolidando la unidad de todos, fomenta asimismo la diversidad de carismas y proporciona la multiplicidad de actuaciones».[185]
Así pues, es necesario entender y vivir el valor esencial de la acción litúrgica para comprender la Palabra de Dios. En cierto sentido, la hermenéutica de la fe respecto a la Sagrada Escritura debe tener siempre como punto de referencia la liturgia, en la que se celebra la Palabra de Dios como palabra actual y viva: «En la liturgia, la Iglesia sigue fielmente el mismo sistema que usó Cristo con la lectura e interpretación de las Sagradas Escrituras, puesto que Él exhorta a profundizar el conjunto de las Escrituras partiendo del “hoy” de su acontecimiento personal».[186]
Aquí se muestra también la sabia pedagogía de la Iglesia, que proclama y escucha la Sagrada Escritura siguiendo el ritmo del año litúrgico. Este despliegue de la Palabra de Dios en el tiempo se produce particularmente en la celebración eucarística y en la Liturgia de las Horas. En el centro de todo resplandece el misterio pascual, al que se refieren todos los misterios de Cristo y de la historia de la salvación, que se actualizan sacramentalmente: «La santa Madre Iglesia..., al conmemorar así los misterios de la redención, abre la riqueza de las virtudes y de los méritos de su Señor, de modo que se los hace presentes en cierto modo a los fieles durante todo tiempo para que los alcancen y se llenen de la gracia de la salvación».[187] Exhorto, pues, a los Pastores de la Iglesia y a los agentes de pastoral a esforzarse en educar a todos los fieles a gustar el sentido profundo de la Palabra de Dios que se despliega en la liturgia a lo largo del año, mostrando los misterios fundamentales de nuestra fe. El acercamiento apropiado a la Sagrada Escritura depende también de esto.
Sagrada Escritura y sacramentos
53. El Sínodo de los Obispos, afrontando el tema del valor de la liturgia para la comprensión de la Palabra de Dios, ha querido también subrayar la relación entre la Sagrada Escritura y la acción sacramental. Es más conveniente que nunca profundizar en la relación entre Palabra y Sacramento, tanto en la acción pastoral de la Iglesia como en la investigación teológica.[188] Ciertamente «la liturgia de la Palabra es un elemento decisivo en la celebración de cada sacramento de la Iglesia»;[189] sin embargo, en la práctica pastoral, los fieles no siempre son conscientes de esta unión, ni captan la unidad entre el gesto y la palabra. «Corresponde a los sacerdotes y a los diáconos, sobre todo cuando administran los sacramentos, poner de relieve la unidad que forman Palabra y sacramento en el ministerio de la Iglesia».[190] En la relación entre Palabra y gesto sacramental se muestra en forma litúrgica el actuar propio de Dios en la historia a través del carácter performativo de la Palabra misma. En efecto, en la historia de la salvación no hay separación entre lo que Dios dice y lo que hace; su Palabra misma se manifiesta como viva y eficaz (cf. Hb 4,12), como indica, por lo demás, el sentido mismo de la expresión hebrea dabar. Igualmente, en la acción litúrgica estamos ante su Palabra que realiza lo que dice. Cuando se educa al Pueblo de Dios a descubrir el carácter performativo de la Palabra de Dios en la liturgia, se le ayuda también a percibir el actuar de Dios en la historia de la salvación y en la vida personal de cada miembro.
Palabra de Dios y Eucaristía
54. Lo que se afirma genéricamente de la relación entre Palabra y sacramentos, se ahonda cuando nos referimos a la celebración eucarística. Además, la íntima unidad entre Palabra y Eucaristía está arraigada en el testimonio bíblico (cf. Jn 6; Lc24), confirmada por los Padres de la Iglesia y reafirmada por el Concilio Vaticano II.[191] A este respecto, podemos pensar en el gran discurso de Jesús sobre el pan de vida en la sinagoga de Cafarnaúm (cf. Jn 6,22-69), en cuyo trasfondo se percibe la comparación entre Moisés y Jesús, entre quien habló cara a cara con Dios (cf. Ex 33,11) y quien revela a Dios (cf. Jn 1,18). En efecto, el discurso sobre el pan se refiere al don de Dios que Moisés obtuvo para su pueblo con el maná en el desierto y que, en realidad, es la Torá, la Palabra de Dios que da vida (cf. Sal 119; Pr 9,5). Jesús lleva a cumplimiento en sí mismo la antigua figura: «El pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo... Yo soy el pan de vida» (Jn 6,33-35). Aquí, «la Ley se ha hecho Persona. En el encuentro con Jesús nos alimentamos, por así decirlo, del Dios vivo, comemos realmente el “pan del cielo”».[192] El Prólogo de Juan se profundiza en el discurso de Cafarnaúm: si en el primero el Logos de Dios se hace carne, en el segundo es «pan» para la vida del mundo (cf. Jn 6,51), haciendo alusión de este modo a la entrega que Jesús hará de sí mismo en el misterio de la cruz, confirmada por la afirmación sobre su sangre que se da a «beber» (cf. Jn 6,53). De este modo, en el misterio de la Eucaristía se muestra cuál es el verdadero maná, el auténtico pan del cielo: es el Logos de Dios que se ha hecho carne, que se ha entregado a sí mismo por nosotros en el misterio pascual.
El relato de Lucas sobre los discípulos de Emaús nos permite una reflexión ulterior sobre la unión entre la escucha de la Palabra y el partir el pan (cf. Lc24,13-35). Jesús salió a su encuentro el día siguiente al sábado, escuchó las manifestaciones de su esperanza decepcionada y, haciéndose su compañero de camino, «les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura» (24,27). Junto con este caminante que se muestra tan inesperadamente familiar a sus vidas, los dos discípulos comienzan a mirar de un modo nuevo las Escrituras. Lo que había ocurrido en aquellos días ya no aparece como un fracaso, sino como cumplimiento y nuevo comienzo. Sin embargo, tampoco estas palabras les parecen aún suficientes a los dos discípulos. El Evangelio de Lucas nos dice que sólo cuando Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, «se les abrieron los ojos y lo reconocieron» (24,31), mientras que antes «sus ojos no eran capaces de reconocerlo» (24,16). La presencia de Jesús, primero con las palabras y después con el gesto de partir el pan, hizo posible que los discípulos lo reconocieran, y que pudieran revivir de un modo nuevo lo que antes habían experimentado con él: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» (24,32).
55. Estos relatos muestran cómo la Escritura misma ayuda a percibir su unión indisoluble con la Eucaristía. «Conviene, por tanto, tener siempre en cuenta que la Palabra de Dios leída y anunciada por la Iglesia en la liturgia conduce, por decirlo así, al sacrificio de la alianza y al banquete de la gracia, es decir, a la Eucaristía, como a su fin propio».[193] Palabra y Eucaristía se pertenecen tan íntimamente que no se puede comprender la una sin la otra: la Palabra de Dios se hace sacramentalmente carne en el acontecimiento eucarístico. La Eucaristía nos ayuda a entender la Sagrada Escritura, así como la Sagrada Escritura, a su vez, ilumina y explica el misterio eucarístico. En efecto, sin el reconocimiento de la presencia real del Señor en la Eucaristía, la comprensión de la Escritura queda incompleta. Por eso, «la Iglesia honra con una misma veneración, aunque no con el mismo culto, la Palabra de Dios y el misterio eucarístico y quiere y sanciona que siempre y en todas partes se imite este proceder, ya que, movida por el ejemplo de su Fundador, nunca ha dejado de celebrar el misterio pascual de Cristo, reuniéndose para leer “lo que se refiere a él en toda la Escritura” (Lc24,27) y ejerciendo la obra de salvación por medio del memorial del Señor y de los sacramentos».[194]
Sacramentalidad de la Palabra
56. Con la referencia al carácter performativo de la Palabra de Dios en la acción sacramental y la profundización de la relación entre Palabra y Eucaristía, nos hemos adentrado en un tema significativo, que ha surgido durante la Asamblea del Sínodo, acerca de la sacramentalidad de la Palabra.[195] A este respecto, es útil recordar que el Papa Juan Pablo II ha hablado del «horizonte sacramental de la Revelación y, en particular..., el signo eucarístico donde la unidad inseparable entre la realidad y su significado permite captar la profundidad del misterio».[196] De aquí comprendemos que, en el origen de la sacramentalidad de la Palabra de Dios, está precisamente el misterio de la encarnación: «Y la Palabra se hizo carne» (Jn1, 14), la realidad del misterio revelado se nos ofrece en la «carne» del Hijo. La Palabra de Dios se hace perceptible a la fe mediante el «signo», como palabra y gesto humano. La fe, pues, reconoce el Verbo de Dios acogiendo los gestos y las palabras con las que Él mismo se nos presenta. El horizonte sacramental de la revelación indica, por tanto, la modalidad histórico salvífica con la cual el Verbo de Dios entra en el tiempo y en el espacio, convirtiéndose en interlocutor del hombre, que está llamado a acoger su don en la fe.
De este modo, la sacramentalidad de la Palabra se puede entender en analogía con la presencia real de Cristo bajo las especies del pan y del vino consagrados.[197] Al acercarnos al altar y participar en el banquete eucarístico, realmente comulgamos el cuerpo y la sangre de Cristo. La proclamación de la Palabra de Dios en la celebración comporta reconocer que es Cristo mismo quien está presente y se dirige a nosotros[198] para ser recibido. Sobre la actitud que se ha de tener con respecto a la Eucaristía y la Palabra de Dios, dice san Jerónimo: «Nosotros leemos las Sagradas Escrituras. Yo pienso que el Evangelio es el Cuerpo de Cristo; yo pienso que las Sagradas Escrituras son su enseñanza. Y cuando él dice: “Quién no come mi carne y bebe mi sangre” (Jn6,53), aunque estas palabras puedan entenderse como referidas también al Misterio [eucarístico], sin embargo, el cuerpo de Cristo y su sangre es realmente la palabra de la Escritura, es la enseñanza de Dios. Cuando acudimos al Misterio [eucarístico], si cae una partícula, nos sentimos perdidos. Y cuando estamos escuchando la Palabra de Dios, y se nos vierte en el oído la Palabra de Dios y la carne y la sangre de Cristo, mientras que nosotros estamos pensando en otra cosa, ¿cuántos graves peligros corremos?».[199] Cristo, realmente presente en las especies del pan y del vino, está presente de modo análogo también en la Palabra proclamada en la liturgia. Por tanto, profundizar en el sentido de la sacramentalidad de la Palabra de Dios, puede favorecer una comprensión más unitaria del misterio de la revelación en «obras y palabras íntimamente ligadas»,[200] favoreciendo la vida espiritual de los fieles y la acción pastoral de la Iglesia.
La Sagrada Escritura y el Leccionario
57. Al subrayar el nexo entre Palabra y Eucaristía, el Sínodo ha querido también volver a llamar justamente la atención sobre algunos aspectos de la celebración inherentes al servicio de la Palabra. Quisiera hacer referencia ante todo a la importancia del Leccionario. La reforma promovida por el Concilio Vaticano II[201]ha mostrado sus frutos enriqueciendo el acceso a la Sagrada Escritura, que se ofrece abundantemente, sobre todo en la liturgia de los domingos. La estructura actual, además de presentar frecuentemente los textos más importantes de la Escritura, favorece la comprensión de la unidad del plan divino, mediante la correlación entre las lecturas del Antiguo y del Nuevo Testamento, «centrada en Cristo y en su misterio pascual».[202] Algunas dificultades que sigue habiendo para captar la relación entre las lecturas de los dos Testamentos, han de ser consideradas a la luz de la lectura canónica, es decir, de la unidad intrínseca de toda la Biblia. Donde sea necesario, los organismos competentes pueden disponer que se publiquen subsidios que ayuden a comprender el nexo entre las lecturas propuestas por el Leccionario, las cuales han de proclamarse en la asamblea litúrgica en su totalidad, como está previsto en la liturgia del día. Otros eventuales problemas y dificultades deberán comunicarse a la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.
Además, no hemos de olvidar que el actual Leccionario del rito latino tiene también un significado ecuménico, en cuanto es utilizado y apreciado también por confesiones que aún no están en plena comunión con la Iglesia Católica. De manera diferente se plantea la cuestión del Leccionario en la liturgia de las Iglesias Católicas Orientales, que el Sínodo pide que «se examine autorizadamente»,[203] según la tradición propia y las competencias de las Iglesias sui iuris y teniendo en cuenta también en este caso el contexto ecuménico.
Proclamación de la Palabra y ministerio del lectorado
58. Ya en la Asamblea sinodal sobre la Eucaristía se pidió un mayor cuidado en la proclamación de la Palabra de Dios.[204] Como es sabido, mientras que en la tradición latina el Evangelio lo proclama el sacerdote o el diácono, la primera y la segunda lectura las proclama el lector encargado, hombre o mujer. Quisiera hacerme eco de los Padres sinodales, que también en esta circunstancia han subrayado la necesidad de cuidar, con una formación apropiada,[205] el ejercicio del munus de lector en la celebración litúrgica,[206] y particularmente el ministerio del lectorado que, en cuanto tal, es un ministerio laical en el rito latino. Es necesario que los lectores encargados de este servicio, aunque no hayan sido instituidos, sean realmente idóneos y estén seriamente preparados. Dicha preparación ha de ser tanto bíblica y litúrgica, como técnica: «La instrucción bíblica debe apuntar a que los lectores estén capacitados para percibir el sentido de las lecturas en su propio contexto y para entender a la luz de la fe el núcleo central del mensaje revelado. La instrucción litúrgica debe facilitar a los lectores una cierta percepción del sentido y de la estructura de la liturgia de la Palabra y las razones de la conexión entre la liturgia de la Palabra y la liturgia eucarística. La preparación técnica debe hacer que los lectores sean cada día más aptos para el arte de leer ante el pueblo, ya sea de viva voz, ya sea con ayuda de los instrumentos modernos de amplificación de la voz».[207]

Importancia de la homilía
59. Hay también diferentes oficios y funciones «que corresponden a cada uno, en lo que atañe a la Palabra de Dios; según esto, los fieles escuchan y meditan la palabra, y la explican únicamente aquellos a quienes se encomienda este ministerio»,[208] es decir, obispos, presbíteros y diáconos. Por ello, se entiende la atención que se ha dado en el Sínodo al tema de la homilía. Ya en la Exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis, recordé que «la necesidad de mejorar la calidad de la homilía está en relación con la importancia de la Palabra de Dios. En efecto, ésta “es parte de la acción litúrgica”; tiene el cometido de favorecer una mejor comprensión y eficacia de la Palabra de Dios en la vida de los fieles».[209] La homilía constituye una actualización del mensaje bíblico, de modo que se lleve a los fieles a descubrir la presencia y la eficacia de la Palabra de Dios en el hoy de la propia vida. Debe apuntar a la comprensión del misterio que se celebra, invitar a la misión, disponiendo la asamblea a la profesión de fe, a la oración universal y a la liturgia eucarística. Por consiguiente, quienes por ministerio específico están encargados de la predicación han de tomarse muy en serio esta tarea. Se han de evitar homilías genéricas y abstractas, que oculten la sencillez de la Palabra de Dios, así como inútiles divagaciones que corren el riesgo de atraer la atención más sobre el predicador que sobre el corazón del mensaje evangélico. Debe quedar claro a los fieles que lo que interesa al predicador es mostrar a Cristo, que tiene que ser el centro de toda homilía. Por eso se requiere que los predicadores tengan familiaridad y trato asiduo con el texto sagrado;[210] que se preparen para la homilía con la meditación y la oración, para que prediquen con convicción y pasión. La Asamblea sinodal ha exhortado a que se tengan presentes las siguientes preguntas: «¿Qué dicen las lecturas proclamadas? ¿Qué me dicen a mí personalmente? ¿Qué debo decir a la comunidad, teniendo en cuenta su situación concreta?».[211] El predicador tiene que «ser el primero en dejarse interpelar por la Palabra de Dios que anuncia»,[212] porque, como dice san Agustín: «Pierde tiempo predicando exteriormente la Palabra de Dios quien no es oyente de ella en su interior».[213] Cuídese con especial atención la homilía dominical y en la de las solemnidades; pero no se deje de ofrecer también, cuando sea posible, breves reflexiones apropiadas a la situación durante la semana en las misas cum populo, para ayudar a los fieles a acoger y hacer fructífera la Palabra escuchada.
Oportunidad de un Directorio homilético
60. Predicar de modo apropiado ateniéndose al Leccionario es realmente un arte en el que hay que ejercitarse. Por tanto, en continuidad con lo requerido en el Sínodo anterior,[214] pido a las autoridades competentes que, en relación al Compendio eucarístico,[215] se piense también en instrumentos y subsidios adecuados para ayudar a los ministros a desempeñar del mejor modo su tarea, como, por ejemplo, con un Directorio sobre la homilía, de manera que los predicadores puedan encontrar en él una ayuda útil para prepararse en el ejercicio del ministerio. Como nos recuerda san Jerónimo, la predicación se ha de acompañar con el testimonio de la propia vida: «Que tus actos no desmientan tus palabras, para que no suceda que, cuando tú predicas en la iglesia, alguien comente en sus adentros: “¿Por qué, entonces, precisamente tú no te comportas así?”... En el sacerdote de Cristo la mente y la palabra han de ser concordes».[216]
Palabra de Dios, Reconciliación y Unción de los enfermos
61. Si bien la Eucaristía está sin duda en el centro de la relación entre Palabra de Dios y sacramentos, conviene subrayar, sin embargo, la importancia de la Sagrada Escritura también en los demás sacramentos, especialmente en los de curación, esto es, el sacramento de la Reconciliación o de la Penitencia, y el sacramento de la Unción de los enfermos. Con frecuencia, se descuida la referencia a la Sagrada Escritura en estos sacramentos. Por el contrario, es necesario que se le dé el espacio que le corresponde. En efecto, nunca se ha de olvidar que «la Palabra de Dios es palabra de reconciliación porque en ella Dios reconcilia consigo todas las cosas (cf. 2 Co 5,18-20; Ef 1,10). El perdón misericordioso de Dios, encarnado en Jesús, levanta al pecador».[217] «Por la Palabra de Dios el cristiano es iluminado en el conocimiento de sus pecados y es llamado a la conversión y a la confianza en la misericordia de Dios».[218] Para que se ahonde en la fuerza reconciliadora de la Palabra de Dios, se recomienda que cada penitente se prepare a la confesión meditando un pasaje adecuado de la Sagrada Escritura y comience la confesión mediante la lectura o la escucha de una monición bíblica, según lo previsto en el propio ritual. Además, al manifestar después su contrición, conviene que el penitente use una expresión prevista en el ritual, «compuesta con palabras de la Sagrada Escritura».[219] Cuando sea posible, es conveniente también que, en momentos particulares del año, o cuando se presente la oportunidad, la confesión de varios penitentes tenga lugar dentro de celebraciones penitenciales, como prevé el ritual, respetando las diversas tradiciones litúrgicas y dando una mayor amplitud a la celebración de la Palabra con lecturas apropiadas.
Tampoco se ha de olvidar, por lo que se refiere al sacramento de la Unción de los enfermos, que «la fuerza sanadora de la Palabra de Dios es una llamada apremiante a una constante conversión personal del oyente mismo».[220] La Sagrada Escritura contiene numerosos textos de consuelo, ayuda y curaciones debidas a la intervención de Dios. Se recuerde especialmente la cercanía de Jesús a los que sufren, y que Él mismo, el Verbo de Dios encarnado, ha cargado con nuestros dolores y ha padecido por amor al hombre, dando así sentido a la enfermedad y a la muerte. Es bueno que en las parroquias y sobre todo en los hospitales se celebre, según las circunstancias, el sacramento de la Unción de enfermos de forma comunitaria. Que en estas ocasiones se dé amplio espacio a la celebración de la Palabra y se ayude a los fieles enfermos a vivir con fe su propio estado de padecimiento unidos al sacrificio redentor de Cristo que nos libra del mal.
Palabra de Dios y Liturgia de las Horas
62. Entre las formas de oración que exaltan la Sagrada Escritura se encuentra sin duda la Liturgia de las Horas. Los Padres sinodales han afirmado que constituye una «forma privilegiada de escucha de la Palabra de Dios, porque pone en contacto a los fieles con la Sagrada Escritura y con la Tradición viva de la Iglesia».[221] Se ha de recordar ante todo la profunda dignidad teológica y eclesial de esta oración. En efecto, «en la Liturgia de las Horas, la Iglesia, desempeñando la función sacerdotal de Cristo, su cabeza, ofrece a Dios sin interrupción (cf. 1 Ts 5,17) el sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de unos labios que profesan su nombre (cf. Hb 13,15). Esta oración es “la voz de la misma Esposa que habla al Esposo; más aún: es la oración de Cristo, con su cuerpo, al Padre”».[222] A este propósito, el Concilio Vaticano II afirma: «Por eso, todos los que ejercen esta función, no sólo cumplen el oficio de la Iglesia, sino que también participan del sumo honor de la Esposa de Cristo, porque, al alabar a Dios, están ante su trono en nombre de la Madre Iglesia».[223] En la Liturgia de las Horas, como oración pública de la Iglesia, se manifiesta el ideal cristiano de santificar todo el día, al compás de la escucha de la Palabra de Dios y de la recitación de los salmos, de manera que toda actividad tenga su punto de referencia en la alabanza ofrecida a Dios.
Quienes por su estado de vida tienen el deber de recitar la Liturgia de las Horas, vivan con fidelidad este compromiso en favor de toda la Iglesia. Los obispos, los sacerdotes y los diáconos aspirantes al sacerdocio, que han recibido de la Iglesia el mandato de celebrarla, tienen la obligación de recitar cada día todas las Horas.[224] Por lo que se refiere a la obligatoriedad de esta liturgia en las Iglesias Orientales Católicas sui iuris se ha de seguir lo indicado en el derecho propio.[225] Además, aliento a las comunidades de vida consagrada a que sean ejemplares en la celebración de la Liturgia de las Horas, de manera que puedan ser un punto de referencia e inspiración para la vida espiritual y pastoral de toda la Iglesia.
El Sínodo ha manifestado el deseo de que se difunda más en el Pueblo de Dios este tipo de oración, especialmente la recitación de Laudes y Vísperas. Esto hará aumentar en los fieles la familiaridad con la Palabra de Dios. Se ha de destacar también el valor de la Liturgia de las Horas prevista en las primeras Vísperas del domingo y de las solemnidades, especialmente para las Iglesias Orientales católicas. Para ello, recomiendo que, donde sea posible, las parroquias y las comunidades de vida religiosa fomenten esta oración con la participación de los fieles.
Palabra de Dios y Bendicional
63. En el uso del Bendicional, se preste también atención al espacio previsto para la proclamación, la escucha y la explicación de la Palabra de Dios mediante breves moniciones. En efecto, el gesto de la bendición, en los casos previstos por la Iglesia y cuando los fieles lo solicitan, no ha de quedar aislado, sino relacionado en su justa medida con la vida litúrgica del Pueblo de Dios. En este sentido, la bendición, como auténtico signo sagrado, «toma su pleno sentido y eficacia de la proclamación de la Palabra de Dios».[226] Así pues, es importante aprovechar también estas circunstancias para reavivar en los fieles el hambre y la sed de toda palabra que sale de la boca de Dios (cf. Mt 4,4).
Sugerencias y propuestas concretas para la animación litúrgica
64. Después de haber recordado algunos elementos fundamentales de la relación entre liturgia y Palabra de Dios, deseo ahora resumir y valorar algunas propuestas y sugerencias recomendadas por los Padres sinodales, con el fin de favorecer cada vez más en el Pueblo de Dios una mayor familiaridad con la Palabra de Dios en el ámbito de los actos litúrgicos o, en todo caso, referidos a ellos.
a) Celebraciones de la Palabra de Dios
65. Los Padres sinodales han exhortado a todos los pastores a promover momentos de celebración de la Palabra en las comunidades a ellos confiadas:[227] son ocasiones privilegiadas de encuentro con el Señor. Por eso, dicha práctica comportará grandes beneficios para los fieles, y se ha de considerar un elemento relevante de la pastoral litúrgica. Estas celebraciones adquieren una relevancia especial en la preparación de la Eucaristía dominical, de modo que los creyentes tengan la posibilidad de adentrarse más en la riqueza del Leccionario para orar y meditar la Sagrada Escritura, sobre todo en los tiempos litúrgicos más destacados, Adviento y Navidad, Cuaresma y Pascua. Además, se recomienda encarecidamente la celebración de la Palabra de Dios en aquellas comunidades en las que, por la escasez de sacerdotes, no es posible celebrar el sacrificio eucarístico en los días festivos de precepto. Teniendo en cuenta las indicaciones ya expuestas en la Exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis sobre las asambleas dominicales en ausencia de sacerdote,[228] recomiendo que las autoridades competentes confeccionen directorios rituales, valorizando la experiencia de las Iglesias particulares. De este modo, se favorecerá en estos casos la celebración de la Palabra que alimente la fe de los creyentes, evitando, sin embargo, que ésta se confunda con las celebraciones eucarísticas; es más, «deberían ser ocasiones privilegiadas para pedir a Dios que mande sacerdotes santos según su corazón».[229]
Además, los Padres sinodales han invitado a celebrar también la Palabra de Dios con ocasión de peregrinaciones, fiestas particulares, misiones populares, retiros espirituales y días especiales de penitencia, reparación y perdón. Por lo que se refiere a las muchas formas de piedad popular, aunque no son actos litúrgicos y no deben confundirse con las celebraciones litúrgicas, conviene que se inspiren en ellas y, sobre todo, ofrezcan un adecuado espacio a la proclamación y a la escucha de la Palabra de Dios; en efecto, «en las palabras de la Biblia, la piedad popular encontrará una fuente inagotable de inspiración, modelos insuperables de oración y fecundas propuestas de diversos temas».[230]
b) La Palabra y el silencio
66. Bastantes intervenciones de los Padres sinodales han insistido en el valor del silencio en relación con la Palabra de Dios y con su recepción en la vida de los fieles.[231] En efecto, la palabra sólo puede ser pronunciada y oída en el silencio, exterior e interior. Nuestro tiempo no favorece el recogimiento, y se tiene a veces la impresión de que hay casi temor de alejarse de los instrumentos de comunicación de masa, aunque solo sea por un momento. Por eso se ha de educar al Pueblo de Dios en el valor del silencio. Redescubrir el puesto central de la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia quiere decir también redescubrir el sentido del recogimiento y del sosiego interior. La gran tradición patrística nos enseña que los misterios de Cristo están unidos al silencio,[232] y sólo en él la Palabra puede encontrar morada en nosotros, como ocurrió en María, mujer de la Palabra y del silencio inseparablemente. Nuestras liturgias han de facilitar esta escucha auténtica: Verbo crescente, verba deficiunt.[233]
Este valor ha de resplandecer particularmente en la Liturgia de la Palabra, que «se debe celebrar de tal manera que favorezca la meditación».[234] Cuando el silencio está previsto, debe considerarse «como parte de la celebración».[235] Por tanto, exhorto a los pastores a fomentar los momentos de recogimiento, por medio de los cuales, con la ayuda del Espíritu Santo, la Palabra de Dios se acoge en el corazón.
c) Proclamación solemne de la Palabra de Dios
67. Otra sugerencia manifestada en el Sínodo ha sido la de resaltar, sobre todo en las solemnidades litúrgicas relevantes, la proclamación de la Palabra, especialmente el Evangelio, utilizando el Evangeliario, llevado procesionalmente durante los ritos iniciales y después trasladado al ambón por el diácono o por un sacerdote para la proclamación. De este modo, se ayuda al Pueblo de Dios a reconocer que «la lectura del Evangelio constituye el punto culminante de esta liturgia de la palabra».[236] Siguiendo las indicaciones contenidas en la Ordenación de las lecturas de la Misa, conviene dar realce a la proclamación de la Palabra de Dios con el canto, especialmente el Evangelio, sobre todo en solemnidades determinadas. El saludo, el anuncio inicial: «Lectura del santo evangelio...», y el final, «Palabra del Señor», es bueno cantarlos para subrayar la importancia de lo que se ha leído.[237]
d) La Palabra de Dios en el templo cristiano
68. Para favorecer la escucha de la Palabra de Dios no se han de descuidar aquellos medios que pueden ayudar a los fieles a una mayor atención. En este sentido, es necesario que en los edificios sagrados se tenga siempre en cuenta la acústica, respetando las normas litúrgicas y arquitectónicas. «Los obispos, con la ayuda debida, han de procurar que, en la construcción de las iglesias, éstas sean lugares adecuados para la proclamación de la Palabra, la meditación y la celebración eucarística. Y que los espacios sagrados, también fuera de la acción litúrgica, sean elocuentes, presentando el misterio cristiano en relación con la Palabra de Dios».[238]
Se debe prestar una atención especial al ambón como lugar litúrgico desde el que se proclama la Palabra de Dios. Ha de colocarse en un sitio bien visible, y al que se dirija espontáneamente la atención de los fieles durante la liturgia de la Palabra. Conviene que sea fijo, como elemento escultórico en armonía estética con el altar, de manera que represente visualmente el sentido teológico de la doble mesa de la Palabra y de la Eucaristía. Desde el ambón se proclaman las lecturas, el salmo responsorial y el pregón pascual; pueden hacerse también desde él la homilía y las intenciones de la oración universal.[239]
Además, los Padres sinodales sugieren que en las iglesias se destine un lugar de relieve donde se coloque la Sagrada Escritura también fuera de la celebración.[240] En efecto, conviene que el libro que contiene la Palabra de Dios tenga un sitio visible y de honor en el templo cristiano, pero sin ocupar el centro, que corresponde al sagrario con el Santísimo Sacramento.[241]
e) Exclusividad de los textos bíblicos en la liturgia
69. El Sínodo ha reiterado además con vigor lo que, por otra parte, está establecido ya por las normas litúrgicas de la Iglesia,[242] a saber, que las lecturas tomadas de la Sagrada Escritura nunca sean sustituidas por otros textos, por más significativos que parezcan desde el punto de vista pastoral o espiritual: «Ningún texto de espiritualidad o de literatura puede alcanzar el valor y la riqueza contenida en la Sagrada Escritura, que es Palabra de Dios».[243] Se trata de una antigua disposición de la Iglesia que se ha de mantener.[244] Ya el Papa Juan Pablo II, ante algunos abusos, recordó la importancia de no sustituir nunca la Sagrada Escritura con otras lecturas.[245] Recordemos que también el Salmo responsorial es Palabra de Dios, con el cual respondemos a la voz del Señor y, por tanto, no debe ser sustituido por otros textos; es muy conveniente, incluso, que sea cantado.
f) El canto litúrgico bíblicamente inspirado
70. Para ensalzar la Palabra de Dios durante la celebración litúrgica, se tenga también en cuenta el canto en los momentos previstos por el rito mismo, favoreciendo aquel que tenga una clara inspiración bíblica y que sepa expresar, mediante una concordancia armónica entre las palabras y la música, la belleza de la palabra divina. En este sentido, conviene valorar los cantos que nos ha legado la tradición de la Iglesia y que respetan este criterio. Pienso, en particular, en la importancia del canto gregoriano.[246]
g) Especial atención a los discapacitados de la vista y el oído
71. En este contexto, quisiera también recordar que el Sínodo ha recomendado prestar una atención especial a los que, por su condición particular, tienen problemas para participar activamente en la liturgia, como, por ejemplo, los discapacitados en la vista y el oído. Animo a las comunidades cristianas a que, en la medida de lo posible, ayuden con instrumentos adecuados a los hermanos y hermanas que tienen esta dificultad, para que también ellos puedan tener un contacto vivo con la Palabra de Dios.[247
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