“La tesis, relativa a la de la relación entre la Iglesia y el Estado, tal y como la ha enseñado constantemente el Magisterio de la Iglesia expresa el ideal de una sociedad cristiana a la que si hoy no se llega, en casi ninguna parte, no es porque haya caducado esta doctrina sino por obstinación del poder político que quiere ser un poder absoluto sin la limitación que le impone los «derechos superiores de Dios», como dice el Concilio Vaticano II”[1]. Sin embargo, alguien podría pensar que la Iglesia postconciliar tiene por norma evidente la separación entre el orden civil que ejerce el Estado y el orden religioso que enseña la Iglesia, siendo la religión una cuestión exclusivamente privada sin presencia social.
Pero la constancia de la doctrina tradicional que expresó magistralmente León XIII está presente, nada menos, que en el documento fundamental del Concilio Vaticano II, la Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium donde, fundándose en esta encíclica leonina, se enseña: «Porque así como ha de reconocerse que la ciudad terrena, justamente entregada a las preocupaciones del siglo, se rige por principios propios, con la misma razón se debe rechazar la funesta doctrina que pretende construir la sociedad prescindiendo en absoluto de la religión» (L.G., n. 36). La doctrina que pretende organizar la sociedad sin la religión es calificada de «funesta». A este respecto cita precisamente la encíclica Inmortale Dei, así como la encíclica también leonina Sapientiae christianae. En un sentido muy semejante la doctrina de la relación entre la Iglesia y el Estado la hallamos, precisamente, en la Declaración sobre libertad religiosa Dignitatis humanae, donde leemos: «Además los actos religiosos con los que el hombre, en virtud de su íntima convicción, se ordena privada y públicamente a Dios, trascienden por su naturaleza el orden terrestre y temporal. Por consiguiente, el poder civil, cuyo fin propio es cuidar el bien común temporal, debe reconocer ciertamente la vida religiosa de los ciudadanos y favorecerla, pero hay que afirmar que excedería sus límites si pretendiera dirigir o impedir los actos religiosos» (n. 3). Pocos católicos saben que el Concilio ha dicho, en la Declaración sobre libertad religiosa, que el Estado debe «favorecer la religión» y es bueno recordar ahora en el centenario de León XIII que este texto está literalmente tomado del párrafo 3 de la encíclica Inmortale Dei.
Antes de repasar los textos de la Encíclica Inmortale Dei, veamos alguno de la Encíclica “Quanta Cura” y del Syllabus de Pío IX.
"Quanta Cura"[2]
Los que propugnan la doctrina de la separación entre la Iglesia y el Estado no lo hacen para recalcar la justa independencia que le corresponde al Estado de regir los asuntos propios, sino para hacer que el Estado se rija por leyes que son contrarias al orden establecido por Dios para lo cual somete a la Iglesia y le impide ejercer su ministerio de Madre y Maestra de la verdad.
La Iglesia sometida al poder civil
“nº6.- Otros, en cambio, renovando los errores (...) de los protestantes, se atreven a decir (...) que la suprema autoridad de la Iglesia y de esta Apostólica Sede, que el otorgó Nuestro Señor Jesucristo, depende en absoluto de la autoridad civil; niegan a la misma Sede Apostólica y a la Iglesia todos los derechos que tienen en las cosas que se refieren al orden exterior (...)
No se avergüenzan de confesar abierta y públicamente el herético principio, del que nacen tan perversos errores y opiniones, esto es, «que la potestad de la Iglesia no es por derecho divino distinta e independiente del poder civil, y que tal distinción e independencia no se puede guardar sin que sean invadidos y usurpados por la Iglesia los derechos esenciales del poder civil» (...).”
« Syllabus » [3]
Pero la constancia de la doctrina tradicional que expresó magistralmente León XIII está presente, nada menos, que en el documento fundamental del Concilio Vaticano II, la Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium donde, fundándose en esta encíclica leonina, se enseña: «Porque así como ha de reconocerse que la ciudad terrena, justamente entregada a las preocupaciones del siglo, se rige por principios propios, con la misma razón se debe rechazar la funesta doctrina que pretende construir la sociedad prescindiendo en absoluto de la religión» (L.G., n. 36). La doctrina que pretende organizar la sociedad sin la religión es calificada de «funesta». A este respecto cita precisamente la encíclica Inmortale Dei, así como la encíclica también leonina Sapientiae christianae. En un sentido muy semejante la doctrina de la relación entre la Iglesia y el Estado la hallamos, precisamente, en la Declaración sobre libertad religiosa Dignitatis humanae, donde leemos: «Además los actos religiosos con los que el hombre, en virtud de su íntima convicción, se ordena privada y públicamente a Dios, trascienden por su naturaleza el orden terrestre y temporal. Por consiguiente, el poder civil, cuyo fin propio es cuidar el bien común temporal, debe reconocer ciertamente la vida religiosa de los ciudadanos y favorecerla, pero hay que afirmar que excedería sus límites si pretendiera dirigir o impedir los actos religiosos» (n. 3). Pocos católicos saben que el Concilio ha dicho, en la Declaración sobre libertad religiosa, que el Estado debe «favorecer la religión» y es bueno recordar ahora en el centenario de León XIII que este texto está literalmente tomado del párrafo 3 de la encíclica Inmortale Dei.
Antes de repasar los textos de la Encíclica Inmortale Dei, veamos alguno de la Encíclica “Quanta Cura” y del Syllabus de Pío IX.
"Quanta Cura"[2]
Los que propugnan la doctrina de la separación entre la Iglesia y el Estado no lo hacen para recalcar la justa independencia que le corresponde al Estado de regir los asuntos propios, sino para hacer que el Estado se rija por leyes que son contrarias al orden establecido por Dios para lo cual somete a la Iglesia y le impide ejercer su ministerio de Madre y Maestra de la verdad.
La Iglesia sometida al poder civil
“nº6.- Otros, en cambio, renovando los errores (...) de los protestantes, se atreven a decir (...) que la suprema autoridad de la Iglesia y de esta Apostólica Sede, que el otorgó Nuestro Señor Jesucristo, depende en absoluto de la autoridad civil; niegan a la misma Sede Apostólica y a la Iglesia todos los derechos que tienen en las cosas que se refieren al orden exterior (...)
No se avergüenzan de confesar abierta y públicamente el herético principio, del que nacen tan perversos errores y opiniones, esto es, «que la potestad de la Iglesia no es por derecho divino distinta e independiente del poder civil, y que tal distinción e independencia no se puede guardar sin que sean invadidos y usurpados por la Iglesia los derechos esenciales del poder civil» (...).”
« Syllabus » [3]
Errores sobre la Iglesia y sus derechos
“19.- La Iglesia no es una sociedad verdadera y perfecta, completamente libre, ni goza de sus propios y constantes derechos a ella conferidos por su divino Fundador, sino que toca a la potestad civil definir cuáles sean los derechos de la Iglesia y los límites dentro de los cuales pueda ejercer esos mismos.”
“20.- La potestad eclesiástica no debe ejercer su autoridad sin el permiso y consentimiento de la autoridad civil.”
Errores sobre la sociedad civil
“39.- El Estado, como quiera que es la fuente y origen de todos los derechos, goza de un derecho no circunscrito por límite alguno.”
“40.- La doctrina de la Iglesia Católica se opone al bien e intereses de la sociedad humana.”
“41.- A la potestad civil, aun ejercida por un infiel, le compete poder indirecto negativo sobre las cosas sagradas; a la misma, por ende, compete no sólo el derecho que llaman exequatur, sino también el derecho llamado de apelación ab abusu.”
“42.- En caso de conflicto de las leyes de una y otra potestad, prevalece el derecho civil. (...)”
“44.- La autoridad civil puede inmiscuirse en los asuntos que se refieren a la religión, a las costumbres y al régimen espiritual. De ahí que pueda juzgar sobre las instrucciones que los pastores de la Iglesia, en virtud de su cargo, publican para norma de las conciencias, y hasta puede decretar sobre la administración de los divinos sacramentos y de las disposiciones necesarias para recibirlos.”
“45.- El régimen total de las escuelas públicas en que se educa a la juventud de una nación cristiana, si se exceptúan solamente y bajo algún aspecto los seminarios episcopales, puede y debe ser atribuido a la autoridad civil y de tal modo debe atribuirles que no se reconozca derecho alguna a ninguna otra autoridad, cualquiera que ella sea, de inmiscuirse en la disciplina de las escuelas, en el régimen de los estudios, en la colación de grados ni en la selección o aprobación de los maestros. (...)”
“47.- La perfecta constitución de la sociedad civil exige que las escuelas populares que están abiertas a los niños de cualquier clase del pueblo y en general los establecimientos públicos destinados a la enseñanza de las letras y de las ciencias y a la educación de la juventud, queden exentos de toda autoridad de la Iglesia, de toda influencia e intervención reguladora suya, y se sometan al pleno arbitrio de la autoridad civil y política, en perfecto acuerdo con las ideas de los que mandan y la norma de las opiniones comunes de nuestro tiempo.”
“48.- Los católicos pueden aprobar aquella forma de educar a la juventud que prescinde de la fe católica y de la autoridad de la Iglesia y que mira sólo o por lo menos primariamente al conocimiento de las cosas naturales y a los fines de al vida social terrena.”
“49.- La autoridad civil puede impedir que los obispos y el pueblo fiel se comuniquen libre y mutuamente con el Romano Pontífice.”
“50.- La autoridad laica tiene por sí misma el derecho de presentar a los obispos y puede exigir de ellos que tomen la administración de sus diócesis antes de que reciban la institución canónica de la Santa Sede y las Letras apostólicas.”
“51.- Más aún, el gobierno laico tiene el derecho de destituir a los obispos del ejercicio del ministerio pastoral y no está obligado a obedecer al Romano Pontífice en lo que se refiere a la institución de obispados y obispos. (...)”
“54.- Los reyes y príncipes no sólo están exentos de la jurisdicción de la Iglesia, sino que son superiores a la Iglesia cuando se trata de dirimir cuestiones de jurisdicción.”
“55.- La Iglesia ha de separarse del Estado y el Estado de la Iglesia.”
“Inmortalae Dei” [4]
La universalidad de la acción salvífica de la Iglesia, afirma Petit[5] en el artículo conmemorativo del centenario del fallecimiento de León XIII, alcanza incluso al orden meramente natural. Ello es así porque Dios ha creado la humanidad y ha fundado su Iglesia en un orden superior pero no extraño a la misma sociedad civil. Este reconocimiento procura grandes bienes a la misma sociedad civil, la cual amistosa relación aunque antiguamente no del todo desconocida, ha sido falsamente negada en diversos tiempos, particularmente en los tiempos modernos. Tal escribía al comienzo mismo de esta encíclica.
“1 Obra inmortal de Dios misericordioso, la Iglesia, aunque por sí misma y en virtud de su propia naturaleza tiene como fin la salvación y la felicidad eterna de las almas, procura, sin embargo, tantos y tan señalados bienes aun en la misma esfera de las cosas temporales, que ni en número ni en calidad podría procurarlos mayores si el primero y principal objeto de su institución fuera asegurar la felicidad de la vida presente. (...)
Son muchos los que se han empeñado en buscar la norma constitucional de la vida política al margen de las doctrinas aprobadas por la Iglesia católica. Últimamente, el llamado derecho nuevo, presentado como adquisición de los tiempos modernos y producto de una libertad progresiva, ha comenzado a prevalecer por todas partes. Pero, a pesar de los muchos intentos realizados, la realidad es que no se ha encontrado para constituir y gobernar el Estado un sistema superior al que brota espontáneamente de la doctrina del Evangelio. Nos juzgamos, pues, de suma importancia y muy conforme a nuestro oficio apostólico comparar con la doctrina cristiana las modernas teorías sociales acerca del Estado.”
Una explicación sintética de la doctrina cristiana acerca de la relación entre la Iglesia y el Estado pasa por dos verdades fundamentales:
a) El Estado tiene la misma obligación que los particulares de dar culto al verdadero Dios. Por su misma naturaleza de poder civil le compete favorecer la religión, defenderla con eficacia, ponerla bajo el amparo de las leyes y, muy particularmente, no legislar nada que sea contrario a la incolumidad de la religión.
b) Por otra parte, nadie puede decir esto de cualquier religión sino sólo de la verdadera, pues es patente cuál sea la verdadera religión.
“19.- La Iglesia no es una sociedad verdadera y perfecta, completamente libre, ni goza de sus propios y constantes derechos a ella conferidos por su divino Fundador, sino que toca a la potestad civil definir cuáles sean los derechos de la Iglesia y los límites dentro de los cuales pueda ejercer esos mismos.”
“20.- La potestad eclesiástica no debe ejercer su autoridad sin el permiso y consentimiento de la autoridad civil.”
Errores sobre la sociedad civil
“39.- El Estado, como quiera que es la fuente y origen de todos los derechos, goza de un derecho no circunscrito por límite alguno.”
“40.- La doctrina de la Iglesia Católica se opone al bien e intereses de la sociedad humana.”
“41.- A la potestad civil, aun ejercida por un infiel, le compete poder indirecto negativo sobre las cosas sagradas; a la misma, por ende, compete no sólo el derecho que llaman exequatur, sino también el derecho llamado de apelación ab abusu.”
“42.- En caso de conflicto de las leyes de una y otra potestad, prevalece el derecho civil. (...)”
“44.- La autoridad civil puede inmiscuirse en los asuntos que se refieren a la religión, a las costumbres y al régimen espiritual. De ahí que pueda juzgar sobre las instrucciones que los pastores de la Iglesia, en virtud de su cargo, publican para norma de las conciencias, y hasta puede decretar sobre la administración de los divinos sacramentos y de las disposiciones necesarias para recibirlos.”
“45.- El régimen total de las escuelas públicas en que se educa a la juventud de una nación cristiana, si se exceptúan solamente y bajo algún aspecto los seminarios episcopales, puede y debe ser atribuido a la autoridad civil y de tal modo debe atribuirles que no se reconozca derecho alguna a ninguna otra autoridad, cualquiera que ella sea, de inmiscuirse en la disciplina de las escuelas, en el régimen de los estudios, en la colación de grados ni en la selección o aprobación de los maestros. (...)”
“47.- La perfecta constitución de la sociedad civil exige que las escuelas populares que están abiertas a los niños de cualquier clase del pueblo y en general los establecimientos públicos destinados a la enseñanza de las letras y de las ciencias y a la educación de la juventud, queden exentos de toda autoridad de la Iglesia, de toda influencia e intervención reguladora suya, y se sometan al pleno arbitrio de la autoridad civil y política, en perfecto acuerdo con las ideas de los que mandan y la norma de las opiniones comunes de nuestro tiempo.”
“48.- Los católicos pueden aprobar aquella forma de educar a la juventud que prescinde de la fe católica y de la autoridad de la Iglesia y que mira sólo o por lo menos primariamente al conocimiento de las cosas naturales y a los fines de al vida social terrena.”
“49.- La autoridad civil puede impedir que los obispos y el pueblo fiel se comuniquen libre y mutuamente con el Romano Pontífice.”
“50.- La autoridad laica tiene por sí misma el derecho de presentar a los obispos y puede exigir de ellos que tomen la administración de sus diócesis antes de que reciban la institución canónica de la Santa Sede y las Letras apostólicas.”
“51.- Más aún, el gobierno laico tiene el derecho de destituir a los obispos del ejercicio del ministerio pastoral y no está obligado a obedecer al Romano Pontífice en lo que se refiere a la institución de obispados y obispos. (...)”
“54.- Los reyes y príncipes no sólo están exentos de la jurisdicción de la Iglesia, sino que son superiores a la Iglesia cuando se trata de dirimir cuestiones de jurisdicción.”
“55.- La Iglesia ha de separarse del Estado y el Estado de la Iglesia.”
“Inmortalae Dei” [4]
La universalidad de la acción salvífica de la Iglesia, afirma Petit[5] en el artículo conmemorativo del centenario del fallecimiento de León XIII, alcanza incluso al orden meramente natural. Ello es así porque Dios ha creado la humanidad y ha fundado su Iglesia en un orden superior pero no extraño a la misma sociedad civil. Este reconocimiento procura grandes bienes a la misma sociedad civil, la cual amistosa relación aunque antiguamente no del todo desconocida, ha sido falsamente negada en diversos tiempos, particularmente en los tiempos modernos. Tal escribía al comienzo mismo de esta encíclica.
“1 Obra inmortal de Dios misericordioso, la Iglesia, aunque por sí misma y en virtud de su propia naturaleza tiene como fin la salvación y la felicidad eterna de las almas, procura, sin embargo, tantos y tan señalados bienes aun en la misma esfera de las cosas temporales, que ni en número ni en calidad podría procurarlos mayores si el primero y principal objeto de su institución fuera asegurar la felicidad de la vida presente. (...)
Son muchos los que se han empeñado en buscar la norma constitucional de la vida política al margen de las doctrinas aprobadas por la Iglesia católica. Últimamente, el llamado derecho nuevo, presentado como adquisición de los tiempos modernos y producto de una libertad progresiva, ha comenzado a prevalecer por todas partes. Pero, a pesar de los muchos intentos realizados, la realidad es que no se ha encontrado para constituir y gobernar el Estado un sistema superior al que brota espontáneamente de la doctrina del Evangelio. Nos juzgamos, pues, de suma importancia y muy conforme a nuestro oficio apostólico comparar con la doctrina cristiana las modernas teorías sociales acerca del Estado.”
Una explicación sintética de la doctrina cristiana acerca de la relación entre la Iglesia y el Estado pasa por dos verdades fundamentales:
a) El Estado tiene la misma obligación que los particulares de dar culto al verdadero Dios. Por su misma naturaleza de poder civil le compete favorecer la religión, defenderla con eficacia, ponerla bajo el amparo de las leyes y, muy particularmente, no legislar nada que sea contrario a la incolumidad de la religión.
b) Por otra parte, nadie puede decir esto de cualquier religión sino sólo de la verdadera, pues es patente cuál sea la verdadera religión.
El deber del Estado para con Dios y la verdadera religión
“3. Constituido sobre estos principios, es evidente que el Estado tiene el deber de cumplir por medio del culto público las numerosas e importantes obligaciones que lo unen con Dios. La razón natural, que manda a cada hombre dar culto a Dios piadosa y santamente, porque de El dependemos y porque, habiendo salido de Él, a Él hemos de volver, impone la misma obligación a la sociedad civil. (...) El Estado tiene la estricta obligación de admitir el culto divino en la forma con que el mismo Dios ha querido que se le venere. Es, por tanto, obligación grave de las autoridades honrar el santo nombre de Dios. Entre sus principales obligaciones deben colocar la obligación de favorecer la religión, defenderla con eficacia, ponerla bajo el amparo de las leyes, no legislar nada que sea contrario a la incolumidad de aquélla. (...)”
“4. (...) Todo hombre de juicio sincero y prudente ve con facilidad cuál es la religión verdadera. Multitud de argumentos eficaces, como son el cumplimiento real de las profecías, el gran número de los milagros, la rápida propagación de la fe aun en medio de poderes enemigos y de dificultades insuperables, el testimonio de los mártires y otros muchos parecidos, demuestran que la única religión verdadera es aquella que Jesucristo en persona instituyó y confió a su Iglesia para conservarla y propagarla por todo el mundo.”
La Iglesia y el Estado: Dos sociedades, dos poderes
En la sociedad humana existen, pues, dos poderes distintos, la Iglesia y el Estado que tienen cada uno su ámbito propio en sentido estricto, pero, como su relación es la de lo superior, la vida eterna como fin último, con lo inferior, la vida meramente terrena como medio, se han de ordenar como se ordenan el alma y el cuerpo. Por tanto se han de distinguir y respetar pero no separar y menos enfrentar.
“6. Dios ha repartido, por tanto, el gobierno del género humano entre dos poderes: el poder eclesiástico y el poder civil. El poder eclesiástico, puesto al frente de los intereses divinos. El poder civil, encargado de los intereses humanos. Ambas potestades son soberanas en su género. Cada una queda circunscrita dentro de ciertos límites, definidos por su propia naturaleza y por su fin próximo. De donde resulta una como esfera determinada, dentro de la cual cada poder ejercita iure proprio su actividad. Pero como el sujeto pasivo de ambos poderes soberanos es uno mismo, y como, por otra parte, puede suceder que un mismo asunto pertenezca, si bien bajo diferentes aspectos, a la competencia y jurisdicción de ambos poderes, es necesario que Dios, origen de uno y otro, haya establecido en su providencia un orden recto de composición entre las actividades respectivas de uno y otro poder. (...) Es necesario, por tanto, que entre ambas potestades exista una ordenada relación unitiva, comparable, no sin razón, a la que se da en el hombre entre el alma y el cuerpo. (...) De donde se desprende la evidencia de aquella sentencia: «El destino del Estado depende del culto que se da a Dios. Entre éste y aquél existe un estrecho e íntimo parentesco».”
Europa no puede olvidar que toda su grandeza le viene de los tiempos de la Cristiandad cuando se dejó impregnar por la religión cristiana. El texto tiene ahora palpitante actualidad.
“9. Si la Europa cristiana domó las naciones bárbaras y las hizo pasar de la fiereza a la mansedumbre y de la superstición a la verdad; si rechazó victoriosa las invasiones musulmanas; si ha conservado cl cetro de la civilización y se ha mantenido como maestra y guía del mundo en el descubrimiento y en la enseñanza de todo cuanto podía redundar en pro de la cultura humana; si ha procurado a los pueblos el bien de la verdadera libertad en sus más variadas formas; si con una sabia providencia ha creado tan numerosas y heroicas instituciones para aliviar las desgracias de los hombres, no hay que dudarlo: Europa tiene por todo ello una enorme deuda de gratitud con la religión, en la cual encontró siempre una inspiradora de sus grandes empresas y una eficaz auxiliadora en sus realizaciones. Habríamos conservado también hoy todos estos mismos bienes si la concordia entre ambos poderes se hubiera conservado. Podríamos incluso esperar fundadamente mayores bienes si el poder civil hubiese obedecido con mayor fidelidad y perseverancia a la autoridad, al magisterio y a los consejos de la Iglesia”.
El error del “nuevo derecho”
El error comenzó siendo religioso, en el siglo de la Reforma protestante, de donde pasó a ser un error filosófico en el siglo posterior, para formularse finalmente como error social en siglo siguiente. El «siglo pasado» mencionado en la encíclica es el siglo XVIII, el de Rousseau y los enciclopedistas. Este «nuevo derecho» no sólo va contra el derecho cristiano sino también contra el derecho natural.
“10. Sin embargo, el pernicioso y deplorable afán de novedades promovido en el siglo XVI, después de turbar primeramente la religión cristiana, vino a trastornar como consecuencia obligada la filosofía, y de ésta pasó a alterar todos los órdenes de la sociedad civil. A esta fuente hay que remontar el origen de los principios modernos de una libertad desenfrenada, inventados en la revolución del siglo pasado y propuestos como base y fundamento de un derecho nuevo, desconocido hasta entonces y contrario en muchas de sus tesis no solamente al derecho cristiano, sino también al derecho natural.
La Iglesia sometida al poder civil
En esta situación la Iglesia acaba por no tener ninguna libertad sometida a una arbitraria legislación civil que le impide ejercer el más sagrado de sus derechos y su mayor obligación, la de enseñar a todas las gentes. Es preciso que todo el mundo entienda lo que muestra León XIII de que el no reconocimiento de la verdadera religión acaba siendo, en realidad, sometimiento de la misma a la arbitrariedad del Estado quedando en definitiva sometida la Iglesia al Estado, y ella podrá hacer solamente lo que éste le conceda.
“11. Es fácil de ver la deplorable situación a que queda reducida la Iglesia si el Estado se apoya sobre estos fundamentos, hoy día tan alabados. (...) No se tienen en cuenta para nada las leyes eclesiásticas, y la Iglesia, que por mandato expreso de Jesucristo ha de enseñar a todas las gentes, se ve apartada de toda intervención en la educación pública de los ciudadanos. En las mismas materias que son de competencia mixta, las autoridades del Estado establecen por sí mismas una legislación arbitraria y desprecian con soberbia la sagrada legislación de la Iglesia en esta materia. Y así, colocan bajo su jurisdicción el matrimonio cristiano, legislando incluso acerca del vínculo conyugal, de su unidad y estabilidad; privan de sus propiedades al clero, negando a la Iglesia el derecho de propiedad (...).
León XIII recuerda que tales errores habían sido condenados por sus predecesores.
“16. Estas doctrinas, contrarias a la razón y de tanta trascendencia para el bien público del Estado, no dejaron de ser condenadas por los romanos pontífices, nuestros predecesores, que vivían convencidos de las obligaciones que les imponía el cargo apostólico. Así, Gregorio XVI en la encíclica Mirari vos, de 15 de agosto de 1832, condenó con gran autoridad doctrinal los principios que ya entonces se iban divulgando, esto es, el indiferentismo religioso, la libertad absoluta de cultos y de conciencia, la libertad de imprenta y la legitimidad del derecho de rebelión. Con relación a la separación entre la Iglesia y el Estada decía así el citado Pontífice: «No podríamos augurar resultados felices para la Iglesia y para el Estado de los deseos de quienes pretenden con empeño que la Iglesia se separe del Estado, rompiendo la concordia mutua del imperio y del sacerdocio. Todos saben muy bien que esta concordia, que siempre ha sido tan beneficiosa para los intereses religiosos y civiles, es muy temida por los fautores de una libertad desvergonzada»”.
Los principios del Estado liberal coinciden con los del tiránico
Señala el Pontífice la actitud que deben tener los católicos en estas circunstancias para que no tengan opiniones personales distintas de las expuestas. Acerca de las libertades modernas es menester que todos se atengan al juicio de la potestad suprema de la Iglesia y no se dejen engañar por las apariencias de bienestar. Cualquiera que sea su apariencia los frutos de estas falsas libertades son perniciosos.
“21. Si, pues, en estas difíciles circunstancias, los católico escuchan, como es su obligación, estas nuestras enseñanzas, entenderán con facilidad cuáles son los deberes de cada uno, tanto en el orden teórico como en el orden práctico. En el orden de las ideas, es necesaria una firme adhesión a todas las enseñanzas presentes y futuras de los Romanos Pontífices y la profesión pública de esas enseñanzas cuantas veces lo exijan las circunstancias. Y en particular acerca de las llamadas libertades modernas es menester que todos se atengan al juicio de la Sede Apostólica y se identifiquen con el sentir de ésta. Hay que prevenirse contra el peligro, de que la honesta apariencia de esas libertades engañe a algún incauto. Piénsese en el origen de esas libertades y en las intenciones de los que las defienden, La experiencia ha demostrado suficientemente los resultados que producen en la sociedad. En todas partes han dado frutos tan perniciosos que con razón han provocado el desengaño y el arrepentimiento en todos los hombres honrados y prudentes.”
Y hace una advertencia sorprendente: no hay diferencia entre los principios de un estado liberal y los principios de un Estado tiránico que persiga a la Iglesia.
“Si comparamos esta clase de Estado moderno, de que hablamos, con otro Estado, real o imaginario, que persiga tiránica y abiertamente a la religión cristiana, podrá parecer el primero más tolerable que el segundo. Sin embargo, los principios en que se basa son tales, como hemos dicho, que no pueden ser aceptados por nadie”.(...)
“Vehementer nos”[6]
Después de León XIII el liberalismo continuó progresando en las diversas naciones de origen cristiano y con ello la separación de la Iglesia y el Estado con leyes que pretendían sojuzgar a la Iglesia. En particular, la situación de Francia hizo que San Pío X escribiera la Encíclica Vehementer Nos” sobre la separación de la Iglesia del Estado.
La enseñanza contenida en esta Encíclica es una continuación de la dada por León XIII. San Pío X hace una doble condenación, la de la ley francesa de separación y la tesis general de la separación entre la Iglesia y el Estado.
La doctrina de esta Encíclica, al igual que de León XIII en la Inmortale Dei y en la Sapientiae Christianae, afirma la existencia de dos sociedades, Iglesia y Estado que son distintas. Esta distinción exige la necesidad de una relación unitiva entre ambas, basada sobre el reconocimiento mutuo de la existencia y los derechos específicos de cada una de ellas. El error fundamental de la tesis de la separación entre ambas sociedades no reside en la afirmación de la justa autonomía de ambos poderes dentro de su esfera jurisdiccional respectiva, sino de la pretensión del Estado por virtud de la cual se considera capacitado para negar el orden sobrenatural y para desconocer el carácter divino y los derechos imprescriptibles de la Iglesia, como sociedad fundada por Dios.
La separación entre la Iglesia y el Estado en Francia
“1.- (…) la honda preocupación y la dolorosa angustia que vuestra situación nos causa con la promulgación de una ley que, al mismo tiempo que rompe violentamente las seculares relaciones del Estado francés con la Sede Apostólica, coloca a la Iglesia de Francia en una situación indigna y lamentable. Hecho gravísimo y que todos los buenos deben lamentar, por los daños que ha de traer tanto a la vida civil como a la vida religiosa. Sin embargo, no puede parecer inesperado a todo observador que haya seguido atentamente en estos últimos tiempos la conducta tan contraria a la Iglesia de los gobernantes de la República francesa. (…) Habéis presenciado la violación legislativa de la santidad e indisolubilidad del matrimonio cristiano; la secularización de los hospitales y de las escuelas; la separación de los clérigos de sus estudios y de la disciplina eclesiástica para someterlos al servicio militar; la dispersión y el despojo de la Ordenes y Congregaciones religiosas y la reducción consiguiente de sus individuos a los extremos de total indigencia. Conocéis también otras disposiciones legales: la abolición de aquella antigua costumbre de orar públicamente en la apertura de los Tribunales y en el comienzo de las sesiones parlamentarias; las tradicionales señales de duelo en el día de Viernes Santo a bordo de los buques de guerra; la eliminación de todo cuanto prestaba juramento judicial un carácter religioso en los Tribunales, en las escuelas, en el ejército; en una palabra en todas las instituciones públicas dependientes de la autoridad política.
“3. Constituido sobre estos principios, es evidente que el Estado tiene el deber de cumplir por medio del culto público las numerosas e importantes obligaciones que lo unen con Dios. La razón natural, que manda a cada hombre dar culto a Dios piadosa y santamente, porque de El dependemos y porque, habiendo salido de Él, a Él hemos de volver, impone la misma obligación a la sociedad civil. (...) El Estado tiene la estricta obligación de admitir el culto divino en la forma con que el mismo Dios ha querido que se le venere. Es, por tanto, obligación grave de las autoridades honrar el santo nombre de Dios. Entre sus principales obligaciones deben colocar la obligación de favorecer la religión, defenderla con eficacia, ponerla bajo el amparo de las leyes, no legislar nada que sea contrario a la incolumidad de aquélla. (...)”
“4. (...) Todo hombre de juicio sincero y prudente ve con facilidad cuál es la religión verdadera. Multitud de argumentos eficaces, como son el cumplimiento real de las profecías, el gran número de los milagros, la rápida propagación de la fe aun en medio de poderes enemigos y de dificultades insuperables, el testimonio de los mártires y otros muchos parecidos, demuestran que la única religión verdadera es aquella que Jesucristo en persona instituyó y confió a su Iglesia para conservarla y propagarla por todo el mundo.”
La Iglesia y el Estado: Dos sociedades, dos poderes
En la sociedad humana existen, pues, dos poderes distintos, la Iglesia y el Estado que tienen cada uno su ámbito propio en sentido estricto, pero, como su relación es la de lo superior, la vida eterna como fin último, con lo inferior, la vida meramente terrena como medio, se han de ordenar como se ordenan el alma y el cuerpo. Por tanto se han de distinguir y respetar pero no separar y menos enfrentar.
“6. Dios ha repartido, por tanto, el gobierno del género humano entre dos poderes: el poder eclesiástico y el poder civil. El poder eclesiástico, puesto al frente de los intereses divinos. El poder civil, encargado de los intereses humanos. Ambas potestades son soberanas en su género. Cada una queda circunscrita dentro de ciertos límites, definidos por su propia naturaleza y por su fin próximo. De donde resulta una como esfera determinada, dentro de la cual cada poder ejercita iure proprio su actividad. Pero como el sujeto pasivo de ambos poderes soberanos es uno mismo, y como, por otra parte, puede suceder que un mismo asunto pertenezca, si bien bajo diferentes aspectos, a la competencia y jurisdicción de ambos poderes, es necesario que Dios, origen de uno y otro, haya establecido en su providencia un orden recto de composición entre las actividades respectivas de uno y otro poder. (...) Es necesario, por tanto, que entre ambas potestades exista una ordenada relación unitiva, comparable, no sin razón, a la que se da en el hombre entre el alma y el cuerpo. (...) De donde se desprende la evidencia de aquella sentencia: «El destino del Estado depende del culto que se da a Dios. Entre éste y aquél existe un estrecho e íntimo parentesco».”
Europa no puede olvidar que toda su grandeza le viene de los tiempos de la Cristiandad cuando se dejó impregnar por la religión cristiana. El texto tiene ahora palpitante actualidad.
“9. Si la Europa cristiana domó las naciones bárbaras y las hizo pasar de la fiereza a la mansedumbre y de la superstición a la verdad; si rechazó victoriosa las invasiones musulmanas; si ha conservado cl cetro de la civilización y se ha mantenido como maestra y guía del mundo en el descubrimiento y en la enseñanza de todo cuanto podía redundar en pro de la cultura humana; si ha procurado a los pueblos el bien de la verdadera libertad en sus más variadas formas; si con una sabia providencia ha creado tan numerosas y heroicas instituciones para aliviar las desgracias de los hombres, no hay que dudarlo: Europa tiene por todo ello una enorme deuda de gratitud con la religión, en la cual encontró siempre una inspiradora de sus grandes empresas y una eficaz auxiliadora en sus realizaciones. Habríamos conservado también hoy todos estos mismos bienes si la concordia entre ambos poderes se hubiera conservado. Podríamos incluso esperar fundadamente mayores bienes si el poder civil hubiese obedecido con mayor fidelidad y perseverancia a la autoridad, al magisterio y a los consejos de la Iglesia”.
El error del “nuevo derecho”
El error comenzó siendo religioso, en el siglo de la Reforma protestante, de donde pasó a ser un error filosófico en el siglo posterior, para formularse finalmente como error social en siglo siguiente. El «siglo pasado» mencionado en la encíclica es el siglo XVIII, el de Rousseau y los enciclopedistas. Este «nuevo derecho» no sólo va contra el derecho cristiano sino también contra el derecho natural.
“10. Sin embargo, el pernicioso y deplorable afán de novedades promovido en el siglo XVI, después de turbar primeramente la religión cristiana, vino a trastornar como consecuencia obligada la filosofía, y de ésta pasó a alterar todos los órdenes de la sociedad civil. A esta fuente hay que remontar el origen de los principios modernos de una libertad desenfrenada, inventados en la revolución del siglo pasado y propuestos como base y fundamento de un derecho nuevo, desconocido hasta entonces y contrario en muchas de sus tesis no solamente al derecho cristiano, sino también al derecho natural.
La Iglesia sometida al poder civil
En esta situación la Iglesia acaba por no tener ninguna libertad sometida a una arbitraria legislación civil que le impide ejercer el más sagrado de sus derechos y su mayor obligación, la de enseñar a todas las gentes. Es preciso que todo el mundo entienda lo que muestra León XIII de que el no reconocimiento de la verdadera religión acaba siendo, en realidad, sometimiento de la misma a la arbitrariedad del Estado quedando en definitiva sometida la Iglesia al Estado, y ella podrá hacer solamente lo que éste le conceda.
“11. Es fácil de ver la deplorable situación a que queda reducida la Iglesia si el Estado se apoya sobre estos fundamentos, hoy día tan alabados. (...) No se tienen en cuenta para nada las leyes eclesiásticas, y la Iglesia, que por mandato expreso de Jesucristo ha de enseñar a todas las gentes, se ve apartada de toda intervención en la educación pública de los ciudadanos. En las mismas materias que son de competencia mixta, las autoridades del Estado establecen por sí mismas una legislación arbitraria y desprecian con soberbia la sagrada legislación de la Iglesia en esta materia. Y así, colocan bajo su jurisdicción el matrimonio cristiano, legislando incluso acerca del vínculo conyugal, de su unidad y estabilidad; privan de sus propiedades al clero, negando a la Iglesia el derecho de propiedad (...).
León XIII recuerda que tales errores habían sido condenados por sus predecesores.
“16. Estas doctrinas, contrarias a la razón y de tanta trascendencia para el bien público del Estado, no dejaron de ser condenadas por los romanos pontífices, nuestros predecesores, que vivían convencidos de las obligaciones que les imponía el cargo apostólico. Así, Gregorio XVI en la encíclica Mirari vos, de 15 de agosto de 1832, condenó con gran autoridad doctrinal los principios que ya entonces se iban divulgando, esto es, el indiferentismo religioso, la libertad absoluta de cultos y de conciencia, la libertad de imprenta y la legitimidad del derecho de rebelión. Con relación a la separación entre la Iglesia y el Estada decía así el citado Pontífice: «No podríamos augurar resultados felices para la Iglesia y para el Estado de los deseos de quienes pretenden con empeño que la Iglesia se separe del Estado, rompiendo la concordia mutua del imperio y del sacerdocio. Todos saben muy bien que esta concordia, que siempre ha sido tan beneficiosa para los intereses religiosos y civiles, es muy temida por los fautores de una libertad desvergonzada»”.
Los principios del Estado liberal coinciden con los del tiránico
Señala el Pontífice la actitud que deben tener los católicos en estas circunstancias para que no tengan opiniones personales distintas de las expuestas. Acerca de las libertades modernas es menester que todos se atengan al juicio de la potestad suprema de la Iglesia y no se dejen engañar por las apariencias de bienestar. Cualquiera que sea su apariencia los frutos de estas falsas libertades son perniciosos.
“21. Si, pues, en estas difíciles circunstancias, los católico escuchan, como es su obligación, estas nuestras enseñanzas, entenderán con facilidad cuáles son los deberes de cada uno, tanto en el orden teórico como en el orden práctico. En el orden de las ideas, es necesaria una firme adhesión a todas las enseñanzas presentes y futuras de los Romanos Pontífices y la profesión pública de esas enseñanzas cuantas veces lo exijan las circunstancias. Y en particular acerca de las llamadas libertades modernas es menester que todos se atengan al juicio de la Sede Apostólica y se identifiquen con el sentir de ésta. Hay que prevenirse contra el peligro, de que la honesta apariencia de esas libertades engañe a algún incauto. Piénsese en el origen de esas libertades y en las intenciones de los que las defienden, La experiencia ha demostrado suficientemente los resultados que producen en la sociedad. En todas partes han dado frutos tan perniciosos que con razón han provocado el desengaño y el arrepentimiento en todos los hombres honrados y prudentes.”
Y hace una advertencia sorprendente: no hay diferencia entre los principios de un estado liberal y los principios de un Estado tiránico que persiga a la Iglesia.
“Si comparamos esta clase de Estado moderno, de que hablamos, con otro Estado, real o imaginario, que persiga tiránica y abiertamente a la religión cristiana, podrá parecer el primero más tolerable que el segundo. Sin embargo, los principios en que se basa son tales, como hemos dicho, que no pueden ser aceptados por nadie”.(...)
“Vehementer nos”[6]
Después de León XIII el liberalismo continuó progresando en las diversas naciones de origen cristiano y con ello la separación de la Iglesia y el Estado con leyes que pretendían sojuzgar a la Iglesia. En particular, la situación de Francia hizo que San Pío X escribiera la Encíclica Vehementer Nos” sobre la separación de la Iglesia del Estado.
La enseñanza contenida en esta Encíclica es una continuación de la dada por León XIII. San Pío X hace una doble condenación, la de la ley francesa de separación y la tesis general de la separación entre la Iglesia y el Estado.
La doctrina de esta Encíclica, al igual que de León XIII en la Inmortale Dei y en la Sapientiae Christianae, afirma la existencia de dos sociedades, Iglesia y Estado que son distintas. Esta distinción exige la necesidad de una relación unitiva entre ambas, basada sobre el reconocimiento mutuo de la existencia y los derechos específicos de cada una de ellas. El error fundamental de la tesis de la separación entre ambas sociedades no reside en la afirmación de la justa autonomía de ambos poderes dentro de su esfera jurisdiccional respectiva, sino de la pretensión del Estado por virtud de la cual se considera capacitado para negar el orden sobrenatural y para desconocer el carácter divino y los derechos imprescriptibles de la Iglesia, como sociedad fundada por Dios.
La separación entre la Iglesia y el Estado en Francia
“1.- (…) la honda preocupación y la dolorosa angustia que vuestra situación nos causa con la promulgación de una ley que, al mismo tiempo que rompe violentamente las seculares relaciones del Estado francés con la Sede Apostólica, coloca a la Iglesia de Francia en una situación indigna y lamentable. Hecho gravísimo y que todos los buenos deben lamentar, por los daños que ha de traer tanto a la vida civil como a la vida religiosa. Sin embargo, no puede parecer inesperado a todo observador que haya seguido atentamente en estos últimos tiempos la conducta tan contraria a la Iglesia de los gobernantes de la República francesa. (…) Habéis presenciado la violación legislativa de la santidad e indisolubilidad del matrimonio cristiano; la secularización de los hospitales y de las escuelas; la separación de los clérigos de sus estudios y de la disciplina eclesiástica para someterlos al servicio militar; la dispersión y el despojo de la Ordenes y Congregaciones religiosas y la reducción consiguiente de sus individuos a los extremos de total indigencia. Conocéis también otras disposiciones legales: la abolición de aquella antigua costumbre de orar públicamente en la apertura de los Tribunales y en el comienzo de las sesiones parlamentarias; las tradicionales señales de duelo en el día de Viernes Santo a bordo de los buques de guerra; la eliminación de todo cuanto prestaba juramento judicial un carácter religioso en los Tribunales, en las escuelas, en el ejército; en una palabra en todas las instituciones públicas dependientes de la autoridad política.
De la separación de la Iglesia y el Estado sumamente nocivo
“2.- Que sea necesario separar al Estado de la Iglesia es una tesis absolutamente falsa y sumamente nociva. Porque, en primer lugar, al apoyarse en el principio fundamental de que el Estado no debe cuidar para nada la religión, infiere una gran injuria a Dios, que es el único fundador y conservador tanto del hombre como de las sociedades humanas, ya que en materia de culto a Dios es necesario no sólo el culto privado, sino también el culto público. En segundo lugar, la tesis de que hablamos constituye una verdadera negación del orden sobrenatural, porque limita la acción del Estado a la prosperidad pública de esta vida mortal, que es, en efecto, la causa próxima de toda sociedad política, y se despreocupa completamente de la razón última del ciudadano, que es la eterna bienaventuranza propuesta al hombre para cuando haya terminado la brevedad de esta vida, como si fuera cosa ajena por completo al Estado. Tesis completamente falsa, porque, así como en el orden de la vida presente está todo él ordenado a la consecución de aquel sumo y absoluto bien, así también es verdad evidente que el Estado no sólo no debe ser obstáculo para esta consecución, sino que, además, debe necesariamente favorecerla todo lo posible. En tercer lugar, esta tesis niega el orden de la vida humana sabiamente establecido por Dios, orden que exige una verdadera concordia entre las dos sociedades, la religiosa y la civil. Porque, ambas sociedades, aunque cada una dentro de su esfera , ejercen su autoridad sobre las mismas personas, y de aquí proviene necesariamente la frecuente existencia de cuestiones entre ellas, cuyo conocimiento y resolución pertenencia a la competencia de la Iglesia y del Estado. Ahora bien, si el Estado no vive de acuerdo con la Iglesia, fácilmente surgirán de las materias referidas motivos de discusiones muy dañosas para entrambas potestades, y que perturbarán el objetivo de la verdad, con grave daño ansiedad de las almas.
Condena de la ley de separación de la Iglesia y el Estado en Francia
“(...) Nos, por la suprema autoridad que de Dios tenemos, reprobamos y condenamos la ley sancionada que separa de la Iglesia a la República francesa (…) porque con la mayor injuria ultraja a Dios de quien solemnemente reniega, al declarar por principio a la República exenta de todo culto religioso; porque viola el derecho natural y de gentes y la fe pública debida a los pactos; porque se opone a la Constitución divina, a la íntima esencia y a la libertad de la Iglesia; porque destruye la justicia, conculcando el derecho de propiedad legítimamente adquirido por muchos títulos y hasta por mutuo acuerdo; porque ofende gravemente a la dignidad de la Sede Apostólica, a nuestra persona, al orden de los obispos, al clero y a los católicos franceses.
Por lo tanto, protestamos con toda vehemencia contra la presentación, aprobación y promulgación de tal ley y atestiguamos que nada hay en ella que tenga valor para debilitar los derechos de la Iglesia”.
[1] CRISTIANDAD nº 860 Marzo 2003 “En el Centenario de León XIII”. José Mª Petit Sullá.
[2] Pío IX, 8-XII-1864
[3] Pío IX Syllabus 8-XII-1864
[4] León XIII Encíclica escrita el 1 de noviembre de 1885
[5] CRISTIANDAD nº 860 Marzo 2003 “En el Centenario de León XIII”. José Mª Petit Sullá.
[6] SAN PÍO X (al pueblo y clero francés) el 11 de febrero de 1906
“2.- Que sea necesario separar al Estado de la Iglesia es una tesis absolutamente falsa y sumamente nociva. Porque, en primer lugar, al apoyarse en el principio fundamental de que el Estado no debe cuidar para nada la religión, infiere una gran injuria a Dios, que es el único fundador y conservador tanto del hombre como de las sociedades humanas, ya que en materia de culto a Dios es necesario no sólo el culto privado, sino también el culto público. En segundo lugar, la tesis de que hablamos constituye una verdadera negación del orden sobrenatural, porque limita la acción del Estado a la prosperidad pública de esta vida mortal, que es, en efecto, la causa próxima de toda sociedad política, y se despreocupa completamente de la razón última del ciudadano, que es la eterna bienaventuranza propuesta al hombre para cuando haya terminado la brevedad de esta vida, como si fuera cosa ajena por completo al Estado. Tesis completamente falsa, porque, así como en el orden de la vida presente está todo él ordenado a la consecución de aquel sumo y absoluto bien, así también es verdad evidente que el Estado no sólo no debe ser obstáculo para esta consecución, sino que, además, debe necesariamente favorecerla todo lo posible. En tercer lugar, esta tesis niega el orden de la vida humana sabiamente establecido por Dios, orden que exige una verdadera concordia entre las dos sociedades, la religiosa y la civil. Porque, ambas sociedades, aunque cada una dentro de su esfera , ejercen su autoridad sobre las mismas personas, y de aquí proviene necesariamente la frecuente existencia de cuestiones entre ellas, cuyo conocimiento y resolución pertenencia a la competencia de la Iglesia y del Estado. Ahora bien, si el Estado no vive de acuerdo con la Iglesia, fácilmente surgirán de las materias referidas motivos de discusiones muy dañosas para entrambas potestades, y que perturbarán el objetivo de la verdad, con grave daño ansiedad de las almas.
Condena de la ley de separación de la Iglesia y el Estado en Francia
“(...) Nos, por la suprema autoridad que de Dios tenemos, reprobamos y condenamos la ley sancionada que separa de la Iglesia a la República francesa (…) porque con la mayor injuria ultraja a Dios de quien solemnemente reniega, al declarar por principio a la República exenta de todo culto religioso; porque viola el derecho natural y de gentes y la fe pública debida a los pactos; porque se opone a la Constitución divina, a la íntima esencia y a la libertad de la Iglesia; porque destruye la justicia, conculcando el derecho de propiedad legítimamente adquirido por muchos títulos y hasta por mutuo acuerdo; porque ofende gravemente a la dignidad de la Sede Apostólica, a nuestra persona, al orden de los obispos, al clero y a los católicos franceses.
Por lo tanto, protestamos con toda vehemencia contra la presentación, aprobación y promulgación de tal ley y atestiguamos que nada hay en ella que tenga valor para debilitar los derechos de la Iglesia”.
[1] CRISTIANDAD nº 860 Marzo 2003 “En el Centenario de León XIII”. José Mª Petit Sullá.
[2] Pío IX, 8-XII-1864
[3] Pío IX Syllabus 8-XII-1864
[4] León XIII Encíclica escrita el 1 de noviembre de 1885
[5] CRISTIANDAD nº 860 Marzo 2003 “En el Centenario de León XIII”. José Mª Petit Sullá.
[6] SAN PÍO X (al pueblo y clero francés) el 11 de febrero de 1906