jueves, 22 de mayo de 2008

El indiferentismo religioso en el Magisterio de la Iglesia

El Indiferentismo religioso en el Magisterio del Siglo XIX

El indiferentismo religioso fue condenado en el siglo XIX con rotundidad y claridad por el Magisterio de la Iglesia en las Encíclicas: “Mirari Vos” de Gregorio XVI, “Quanta cura” y “Syllabus” de Pío IX, “Humanum Genus”, “Inmortalae Dei” y “Libertas” de León XIII

“Mirari Vos”[1]

Encíclica escrita por Gregorio XVI, trata “sobre los principales errores de la época” y en ella se condenan los errores del catolicismo liberal del l'Avenir.

El Papa exhorta a los Obispos a vigilar para guardar el depósito de la fe; recuerda que juzgar de la sana doctrina y el régimen de administración de la Iglesia corresponde al Papa; señala como reprobables los ataques a la disciplina sancionada por la Iglesia. Trata también de la defensa del celibato sacerdotal; de la indisolubilidad del matrimonio y de la santidad del matrimonio cristiano. Muestra su preocupación por el indiferentismo religioso del que mana la libertad de conciencia que equipara la verdad y el error; la libertad de imprenta que no impide que llegue a personas indefensas errores y pone en peligro a la juventud; y el desprecio de toda autoridad que se deriva de estas ideas.

Indiferentismo religioso

“nº9.- (...) el indiferentismo aquella perversa teoría extendida por doquier (...) que enseña que puede conseguirse la vida eterna en cualquier religión, con tal que haya rectitud y honradez en las costumbres (...)”

“Si dice el Apóstol que hay un sólo Dios, una sola fe, un solo bautismo, entiendan, por tanto, los que piensan que por todas partes se va al puerto de salvación, que, según la sentencia del Salvador, están ellos contra Cristo, pues no están con Cristo y que los que no recolectan con Cristo, esparcen miserablemente (...)”

Libertad de conciencia

“nº10.- De esa fangosa fuente del indiferentismo mana aquella absurda y errónea sentencia (…) que afirma y defiende a toda costa y para todos, la libertad de conciencia. Este pestilente error se abre paso, escudado en la inmoderada libertad de opiniones que, para ruina de la sociedad religiosa y de la civil, se extiende cada día más por todas partes, llegando la impudencia de algunos a asegurar que de ella se sigue gran provecho para la causa de la religión. ¡Y qué peor muerte para el alma que la libertad del error! decía San Agustín. Y ciertamente que, roto el freno que contiene a los hombres en los caminos de la verdad, e inclinándose precipitadamente al mal por su naturaleza corrompida, consideramos ya abierto aquel abismo del que, según vio San Juan, subía un humo que oscurecía el sol y arrojaba langostas que devastaban la tierra. De aquí la inconstancia en los ánimos, la corrupción de la juventud, el desprecio -por parte del pueblo- de las cosas santas y de las leyes e instituciones más respetables; en una palabra, la mayor y más mortífera peste para la sociedad (…)”

"Quanta cura"[2]

Encíclica escrita por Pío IX “sobre los principales errores de la época”, la complementa con el conocido SYLLABUS, conjunto de errores de la modernidad condenados en diversos documentos del Magisterio de la Iglesia.

En ese compendio de errores, se recogen y se condenan, al decir el Papa PÍO IX:

“los monstruosos delirios de las opiniones que principalmente en esta nuestra época con grandísimo daño de las almas y detrimento de la misma sociedad dominan, las cuales se oponen no sólo a la Iglesia católica y su saludable doctrina y venerandos derechos, sino también a la ley natural, grabada por Dios en todos los corazones, y son la fuente de donde se derivan casi todos los demás errores”.

Derivado del naturalismo surgen dos errores: la libertad de conciencia y de cultos. Por el contrario pide que no dejen de inculcar los obispos a los fieles que toda la verdadera felicidad humana proviene de nuestra augusta religión y de su doctrina y ejercicio; que los reinos subsisten apoyados en el fundamento de la fe católica; y que nada hay tan mortífero y tan cercano al precipicio, tan expuesto a todos los peligros, como pensar que, al bastarnos el libre albedrío recibido al nacer, por ello ya nada más hemos de pedir a Dios.

El naturalismo origen del indiferentismo religioso

"hay no pocos que, aplicando a la sociedad civil el impío y absurdo principio llamado del naturalismo, se atreven a enseñar “que la perfección de los gobiernos y el progreso civil exigen imperiosamente que la sociedad humana se constituya y se gobierne si preocuparse para nada de la religión, como si ésta no existiera, o, por lo menos, sin hacer distinción alguna entre la verdadera religión y las falsas”..."

"no dudan en consagrar aquella opinión errónea, en extremo perniciosa a la Iglesia católica y a la salud de las almas, llamada por Gregorio XVI (...) locura (...) que “la libertad de conciencia y de cultos es un derecho propio de cada hombre, que todo Estado bien constituido debe proclamar y garantizar como ley fundamental, y que los ciudadanos tienen derecho a la plena libertad de manifestar sus ideas (...) sin que la autoridad civil ni eclesiástica alguna puedan reprimirla en ninguna forma”...."

“nº10.- (...) no dejéis de inculcar siempre a los mismos fieles que toda la verdadera felicidad humana proviene de nuestra augusta religión y de su doctrina y ejercicio; que es feliz aquel pueblo, cuyo Señor es su Dios.”

“Enseñad que los reinos subsisten apoyados en el fundamento de la fe católica, y que nada hay tan mortífero y tan cercano al precipicio, tan expuesto a todos los peligros, como pensar que, al bastarnos el libre albedrío recibido al nacer, por ello ya nada más hemos de pedir a Dios. Esto es olvidarnos de nuestro Creador y abjurar su poderío, para así mostrarnos plenamente libres.”

“Syllabus”, conjunto de errores[3]
En este apartado relativo al indiferentismo recogemos, entre otros, el error del indiferentismo religioso del que también transcribimos las correspondientes condenas.

Indiferentismo, latitudinarismo

“15.- Todo hombre es libre para abrazar y profesar aquella religión que, guiado por la luz de la razón, juzgue ser verdadera.”

“16.- Pueden los hombres encontrar el camino de la eterna salvación y conseguir esta salvación eterna en el ejercicio de cualquier religión (...)”

“17.- Por lo menos deben tenerse fundadas esperanzas acerca de la eterna salvación de todos aquellos que no se hallan de modo alguno en la verdadera Iglesia de Cristo.”

“18.- El protestantismo no es otra cosa que una forma diversa de la misma verdadera religión cristiana y en él, lo mismo que en la Iglesia Católica, se puede agradar a Dios.”

“Inmortalae Dei” [4]

Encíclica escrita por León XIII “sobre la constitución católica de los Estados”. En primer lugar conviene recordar que los hombres no están menos sujetos a Dios en sociedad que aisladamente, luego el Estado está obligado a dar culto público a Dios. Esta obligación del Estado proviene o dimana de la razón natural ya que de El dependemos por haber salido de El y a El hemos de volver. Al igual que los individuos el culto divino debe ser al Dios verdadero. La única religión verdadera es la que Jesucristo en persona instituyó y confió a la Iglesia. Hay signos suficientes para conocer que la religión católica es la verdadera. En efecto, el cumplimiento real de las profecías, el gran número de milagros, la rápida propagación de la fe aun en medio de poderes enemigos y de dificultades insuperables, el testimonio de los mártires son algunos de ellos por medio de los cuales se puede conocer que la religión católica es la única verdadera.

La Iglesia fue instituida por Jesucristo para la salvación de las almas. Por ello, le proporcionó los medios de salvación que son los sacramentos. Además, aunque está compuesta por hombres, como la sociedad civil, sin embargo, por el fin al que tiende y por los medios de que se vale para alcanzar este fin, es sobrenatural y espiritual.

El Papa condena la libertad de cultos por el presupuesto que subyacía en la formulación de este principio, a saber, que pensar que las formas de culto, distintas y aun contrarias, son todas iguales, equivale a confesar que no se quiere aprobar ni practicar ninguna de ellas.

El culto público

nº3.- “(...) el Estado tiene el deber de cumplir por medio del culto público las numerosas e importantes obligaciones que lo unen con Dios. La razón natural, que manda a cada hombre dar culto a Dios piadosa y santamente, porque de El dependemos, y porque, habiendo salido de El, a El hemos de volver, impone la misma obligación a la sociedad civil.”

“Los hombres no están menos sujetos al poder de Dios cuando viven unidos en sociedad que cuando viven aislados.”

“La sociedad, por su parte, no está menos obligada que los particulares a dar gracias a Dios, a quien debe su existencia, su conservación y la innumerable abundancia de sus bienes (...)”

“(…) abrazar con el corazón y con las obras la religión, no la que cada uno prefiera, sino la que Dios manda y consta por argumentos ciertos e irrevocables como única y verdadera, de la misma manera los Estados no pueden obrar, sin incurrir en pecado, como si Dios no existiese, ni rechazar la religión como cosa extraña o inútil, ni pueden, por último, elegir indiferentemente una religión entre tantas (...) El Estado tiene la estricta obligación de admitir el culto divino en la forma conque el mismo Dios ha querido que se le venere. Es, por tanto, obligación grave de las autoridades honrar el santo nombre de Dios (...)”

“nº4.- Todo hombre de juicio sincero y prudente ve con facilidad cuál es la religión verdadera. Multitud de argumentos eficaces como son el cumplimiento real de las profecías, el gran número de milagros, la rápida propagación de la fe aun en medio de poderes enemigos y de dificultades insuperables, el testimonio de los mártires y otros muchos parecidos, demuestran que la única religión verdadera es aquella que Jesucristo en persona instituyó y confió a su Iglesia para conservarla y propagarla por todo el mundo.”

“nº5.- El Hijo Unigénito de Dios ha establecido en la tierra una sociedad que se llama la Iglesia. A ésta transmitió (...) la excelsa misión divina (...) Y así como Jesucristo vino a la tierra para que los hombres tengan vida, y la tengan abundantemente, de la misma manera el fin que se propone la Iglesia es la salvación eterna de las almas. Y así, por su propia naturaleza, la Iglesia es la salvación eterna de las almas. Y así, por su propia naturaleza, la Iglesia se extiende a toda la universalidad del género humano, si quedar circunstancia por límite alguno de tiempo o de lugar. Predicad el Evangelio a toda criatura (...)”

“Esta sociedad, aunque está compuesta por hombres, como la sociedad civil, sin embargo, por el fin al que tiende y por los medios de que se vale para alcanzar este fin, es sobrenatural y espiritual. (...) no es el Estado, sino la Iglesia, la que debe guiar a los hombres hacia la patria celestial.” (...)


Principios modernos de libertad desenfrenada

“nº14.- En materia religiosa, pensar que las formas de culto, distintas y aun contrarias, son todas iguales, equivale a confesar que no se quiere aprobar ni practicar ninguna de ellas. Esta actitud, si no es nominalmente de ateísmo, en realidad se identifica con él. (...)”

“nº15.- De modo parecido, la libertad de pensamiento y de expresión, carente de todo límite, no es por sí misma un bien, del que justamente pueda felicitarse la sociedad humana; es, por el contrario, fuente y origen de muchos males (...)”

“Ahora bien, la esencia de la verdad y del bien no puede cambiar a capricho del hombre, sino que es siempre la misma y no es menos inmutable que la misma naturaleza de las cosas. (...)”

“Por el contrario, no es lícito publicar y exponer a la vista de los hombres lo que es contrario a la virtud y a la verdad, y es mucho menos lícito favorecer y amparar esas publicaciones y exposiciones con la tutela de las leyes (...)”

“Querer someter la Iglesia, en el cumplimiento de sus deberes, al poder civil constituye una gran injuria y un gran peligro. De este modo se perturba el orden de las cosas, anteponiendo lo natural a lo sobrenatural (...)”

“Libertas praestantissimum [5]

Esta encíclica trata expresamente de la doctrina católica sobre la libertad. En ella, se expone no sólo la doctrina sobre la libertad en cuanto tal, sino también los errores que en la época moderna se han derivado de una noción errónea de libertad.

Una de las consecuencias del liberalismo es la llamada libertad de cultos, según la cual, cada uno es libre de profesar la religión que estime más adecuada o ninguna. Es, sin duda, el mismo indiferentismo religioso que hemos venido viendo que los Papas anteriores a León XIII como Gregorio XVI y Pío IX habían condenado.

Del indiferentismo religioso que supone la negación de la virtud de la religión se sigue la eliminación de cualquier otra virtud. Esta actitud supone abandonar el bien para entregarse al mal.

Además, la libertad de cultos es muy perjudicial para la libertad verdadera, tanto de los gobernantes como de los gobernados. La religión, en cambio, es sumamente provechosa para esa libertad, porque impone con la máxima autoridad a los gobernantes la obligación de no olvidar sus deberes, de no mandar con injusticia o dureza y de gobernar a los pueblos con benignidad y con amor casi paterno y manda a los ciudadanos la sumisión a los poderes legítimos como a representantes de Dios.

Finalmente, el Papa expone la teoría de la tolerancia en cuanto a la libertad de cultos ser refiere, no por ser el mejor camino para conseguir el bien individual y social, sino porque Dios ha permitido que el bien y el mal crezcan juntos hasta la hora de la siega. Esta enseñanza también se recoge posteriormente en la Declaración sobre la libertad religiosa “Dignitatis humanae” del Vaticano II.

Libertad de cultos individual

“nº15.- (...) esa libertad tan contraria a la virtud de la religión, la llamada libertad de cultos, libertad fundada en la tesis de que cada uno puede, a su arbitrio, profesar la religión que prefiera o no profesar ninguna. Esa tesis es contraria a la verdad. Porque, de todas las obligaciones del hombre, la mayor y más sagrada es, sin duda alguna, la que nos manda dar a Dios culto de la religión y de la piedad. (...)”

“Hay que añadir, además, que sin virtud de la religión no es posible virtud auténtica alguna, porque la virtud moral es aquella virtud cuyos actos tienen por objeto todo lo que tiene por fin directo e inmediato el honor de Dios, es la reina y la regla a la vez de todas las virtudes.”

“Y si se pregunta cuál es la religión que hay que seguir entre tantas religiones opuestas entre sí, la respuesta la dan al unísono la razón y la naturaleza: la religión que Dios ha mandado, y que es fácilmente reconocible por medio de ciertas notas exteriores con las que la divina Providencia ha querido distinguirla (...)”

“Por eso, conceder al hombre esta libertad de cultos de que estamos hablando equivale a concederle el derecho de desnaturalizar impunemente una obligación santísima y de ser infiel a ella, abandonando el bien para entregarse al mal”.

Libertad de cultos social

nº16.- Considerada desde el punto de vista social y político, esta libertad de cultos pretende que el Estado no rinda a Dios culto alguno o no autorice culto público alguno, que ningún culto sea preferido a otro, que todos gocen de los mismos derechos y que el pueblo no signifique nada cuando profesa la religión católica”.

“Para que estas pretensiones fuesen acertadas haría falta que los deberes del Estado para con Dios fuesen nulos o pudieran al menos ser quebrantados impunemente por el Estado. Ambos supuestos son falsos. Porque nadie pude dudar que la existencia de la sociedad civil es obra de la voluntad de Dios, ya se considere esta sociedad en sus miembros, ya en su forma, que es la autoridad; ya en su causa, ya en los copiosos beneficios que proporciona el hombre. Es Dios quien ha hecho al hombre sociable y quien le ha colocado en medio de sus semejantes (...) Por esto es necesario que el Estado, por mero hecho de ser sociedad, reconozca a Dios como Padre y autor y reverencie y adore su poder y su dominio”.

“La justicia y la razón prohíben, por tanto, el ateísmo del Estado, o, lo que equivale al ateísmo, el indiferentismo del Estado en materia religiosa, y la igualdad jurídica indiscriminada de todas las religiones. Siendo, pues, necesaria en el Estado la profesión pública de una religión, el Estado debe profesar la única religión verdadera, la cual es reconocible con facilidad, singularmente en los pueblos católicos, puesto que en ella aparecen grabados los caracteres distintivos de la verdad. (...)

“nº17. (...) la libertad de cultos es muy perjudicial para la libertad verdadera, tanto de los gobernantes como de los gobernados. La religión, en cambio, es sumamente provechosa para esa libertad, porque coloca en Dios el origen primero del poder e impone con la máxima autoridad a los gobernantes la obligación de no olvidar sus deberes, de no mandar con injusticia o dureza y de gobernar a los pueblos con benignidad y con amor casi paterno (...) la religión manda a los ciudadanos la sumisión a los poderes legítimos como a representantes de Dios (...)”


La tolerancia de cultos[6]

“nº23.- (...) Si se busca el remedio, búsquese en el restablecimiento de los sanos principios, de los que sola y exclusivamente puede esperarse con confianza la conservación del orden y la garantía, por tanto, de la verdadera libertad”.

“Esto, no obstante, la Iglesia se hace cargo maternalmente del grave peso de las debilidades humanas. No ignora la Iglesia la trayectoria que describe la historia espiritual y política de nuestros tiempos.

“Por esta causa, aun concediendo derechos sola y exclusivamente a la verdad y a la virtud, no se opone la Iglesia, sin embargo, a la tolerancia por parte de los poderes públicos de algunas situaciones contrarias a la verdad y a la justicia para evitar un mal mayor o para adquirir o conservar un mayor bien”.

“Dios mismo, en su providencia, aun siendo infinitamente bueno y todopoderoso, permite, sin embargo, la existencia de algunos males en el mundo, en parte para que no se impidan mayores bienes y en parte para que no sigan mayores males”.

“Más aún, no pudiendo la autoridad humana impedir todos los males, debe "permitir y dejar impunes muchas cosas que son, sin embargo, castigadas justamente por la divina Providencia. (...)”

“(…) si por causa del bien común, y únicamente por ella, puede y aun debe la ley humana tolerar el mal, no puede, sin embargo, ni debe jamás aprobarlo ni quererlo en sí mismo. Porque siendo el mal por su misma esencia privación de un bien, es contrario al bien común, el cual el legislador debe buscar y debe defender en la medida de todas sus posibilidades (...)”

“(…) cuanto mayor es el mal que a la fuerza debe ser tolerado en un Estado, tanto mayor es la distancia que separa a este Estado del mejor régimen político (...)”

“En lo tocante a la tolerancia es sorprendente cuán lejos están de la prudencia y de la justicia de la Iglesia los seguidores del liberalismo. Porque, al conceder al ciudadano en todas las materias que hemos señalado una libertad ilimitada pierden por completo toda norma y llegan a colocar en un mismo plano de igualdad jurídica la verdad y la virtud con el error y el vicio”.



El “Indeferentismo religioso” en el Vaticano II y Magisterio posterior

En los textos del Magisterio de la Iglesia del siglo XIX se condenaba el indiferentismo religioso, según el cuál, cada uno es libre de profesar una religión o ninguna y que el Estado, no teniendo obligación alguno para con Dios, debe dejar libertad de cultos.

Lo enseñado en esto textos del Magisterio que trataban de prevenir a los fieles contra el liberalismo no se debe confundir con la enseñanza del Concilio Vaticano II y el Magisterio de la Iglesia posterior al mismo, acerca de la posibilidad de salvación para los que sin culpa no conozcan la verdadera Iglesia fundada por Jesucristo, ni tampoco con el derecho de la persona humana a la libertad religiosa, requerida por la naturaleza misma del acto de fe que debe estar libre de coacción.

El Concilio, en continuidad con la doctrina de la siempre, enseña que la Iglesia es necesaria para la salvación y la obligación de los individuos y de las sociedades para con la verdadera religión. Esto no es diferente de lo enseñado por el Magisterio de los Papas del siglo XIX.

El Vaticano II no ha modificado la doctrina sobre la Iglesia, pero la ha desarrollado, profundizado y expuesto más ampliamente. Esto se debe tener en cuenta para no caer en contradicciones simplistas erróneas que conducen a dudar de la asistencia del Espíritu Santo a la Iglesia y a afirmar que se ha producido un cambio en relación con la doctrina tradicional.

No se hablaba de lo mismo, ni en la misma perspectiva. Una cosa es el indiferentismo religioso condenado en el Magisterio de la Iglesia del siglo XIX que va en contra de la obligación de todo hombre de buscar la verdad y una vez conocida abrazarla, y otra el derecho a la inmunidad de coacción externa e interna requerida para la libre aceptación de la fe verdadera. Una cosa es que quien no haya conocido a Jesucristo, ni a su Iglesia por una acción misteriosa de Dios pueda ser salvado, y otra muy distinta es afirmar que la Iglesia no sea necesaria para la salvación por institución del mismo Cristo y por la obligación evangelizadora de bautizar por El impuesta a la Iglesia.

La Iglesia es necesaria para la salvación

El Concilio Vaticano II, en la “Lumen Gentium”, nº 14, enseña, fundado en la Escritura y en la tradición, que:

“esta Iglesia peregrina es necesaria para la salvación. Pues solamente Cristo es el mediador y el camino de salvación, presente a nosotros en su Cuerpo que es la Iglesia; y Él, inculcando con palabras expresas la necesidad de la fe y del bautismo de la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como puerta obligada. Por lo cual, no podrían salvarse quienes, sabiendo que la Iglesia católica fue instituida por Dios por medio de Jesucristo como necesaria, desdeñaran entrar o no quieren permanecer en ella”.

En el nº 15, el Concilio trata de la relación entre los cristianos, no católicos y el Pueblo de Dios y dice que:

"La Iglesia se siente unida por varios vínculos con aquellos que se honran con el nombre de cristianos, por estar bautizados, aunque no profesan íntegramente la fe, o no conservan la unidad de comunión bajo el sucesor de Pedro" (...)

En el nº 16, el Concilio establece la relación entre los que no han recibido el Evangelio y el Pueblo de Dios.

"Finalmente los que todavía no han recibido el Evangelio, están relacionados con el pueblo de Dios por varios motivos. En primer lugar, aquel pueblo a quien se confiaron las alianzas y las promesas y del que nació Cristo según la carne; pueblo, según la elección, amadísimo a causa de los padres, porque los dones y la vocación de Dios son irrevocables. Pero el designio de salvación abarca también a aquellos que reconocen la Creador, entre los cuales están en primer lugar los musulmanes que, confesando profesar la fe de Abraham, adoran con nosotros a un solo Dios, misericordioso, que ha de juzgar a los hombres en el último día. Este mismo Dios tampoco está lejos de otros que entre sombras e imágenes buscan al Dios desconocido, puesto que les da a todos la vida, la inspiración y todas las cosas, y el Salvador quiere que todos los hombres se salven. Pues los que inculpablemente desconocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, y buscan con sinceridad a Dios, y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con las obras su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna. La divina providencia no niega los auxilios necesarios para la salvación a los que sin culpa por su parte no llegaron todavía a un claro conocimiento de Dios y, sin embargo, se esfuerzan, ayudados por la gracia divina, en conseguir la vida eterna.” (...)

En la Encíclica “Redemptoris missio”, nº 9, dice el Papa Juan Pablo II:

"Es necesario, pues, mantener unidas estas dos verdades, o sea, la posibilidad real de la salvación en Cristo para todos los hombres y la necesidad de la Iglesia en orden a esta misma salvación. Ambas favorecen la comprensión del único misterio salvífico, de manera que se pueda experimentar la misericordia de Dios y nuestra responsabilidad”.

El Concilio Vaticano I expresa con claridad la diferente situación en la que se encuentran los que han conocido la Iglesia verdadera y los que no han tenido ese conocimiento. En efecto, en cap. 3 de la Constitución Dogmática “de fide”: Dz.1794, enseña: (...)

“Por eso, no es en manera alguna igual la situación de aquellos que por el don celeste de la fe se han adherido a la verdad católica y la de aquellos que, llevados de opiniones humanas, siguen una religión falsa; porque los que han recibido la fe bajo el magisterio de la Iglesia no pueden tener jamás causa justa de cambiar o poner en duda esa misma fe”.

Y el Canon 6, relativo a esa misma Constitución Dogmática, condena la doctrina según la cual se hallan en la misma situación los católicos y los que no han recibido esta doctrina.

“Si alguno dijere que es igual la condición de los fieles y la de aquellos que todavía no han llegado a la única fe verdadera, de suerte que los católicos pueden tener causa justa de poner en duda, suspendido el asentimiento, la fe que ya han recibido bajo el magisterio de la Iglesia, hasta que terminen la demostración científica de la credibilidad y verdad de su fe, sea anatema”.

Unicidad y universalidad de la Iglesia Católica

La Congregación para la doctrina de la fe, en el año 2000, ante la existencia de graves errores y confusiones en relación con la necesidad de la Iglesia para la salvación, redactó la Declaración Dominus Iesus sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucrito y de la Iglesia.

En ella, como se dice en la Conclusión (nº23), Los Padres del Concilio Vaticano II, al tratar el tema de la verdadera religión, han afirmado:

«Creemos que esta única religión verdadera subsiste en la Iglesia católica y apostólica, a la cual el Señor Jesús confió la obligación de difundirla a todos los hombres, diciendo a los Apóstoles: “Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado” (Mt 28,19-20). Por su parte todos los hombres están obligados a buscar la verdad, sobre todo en lo referente a Dios y a su Iglesia, y, una vez conocida, a abrazarla y practicarla» (…).

El texto de Marcos paralelo al de Mateo que se cita en la Introducción de la citada Declaración, lo dice de forma muy clara y concisa:

«Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado» (Mc 16,15-16)

En el nº4, se expone el peligro a que está expuesto el anuncio misionero de la Iglesia y las causas de dicho peligro.

“El perenne anuncio misionero de la Iglesia es puesto hoy en peligro por teorías de tipo relativista, que tratan de justificar el pluralismo religioso, no sólo de facto sino también de iure (o de principio). En consecuencia, se retienen superadas, por ejemplo, verdades tales como el carácter definitivo y completo de la revelación de Jesucristo, la naturaleza de la fe cristiana con respecto a la creencia en las otra religiones, el carácter inspirado de los libros de la Sagrada Escritura, la unidad personal entre el Verbo eterno y Jesús de Nazaret, la unidad entre la economía del Verbo encarnado y del Espíritu Santo, la unicidad y la universalidad salvífica del misterio de Jesucristo, la mediación salvífica universal de la Iglesia, la inseparabilidad —aun en la distinción— entre el Reino de Dios, el Reino de Cristo y la Iglesia, la subsistencia en la Iglesia católica de la única Iglesia de Cristo”.

El indiferentismo religioso propugnado por el liberalismo desde fuera de la Iglesia para combatirla que condenaron los Papas en sus constantes Encíclicas durante el siglo XIX, ha encontrado su acomodo dentro de la Iglesia por medio de doctrinas gravemente erróneas, la mayoría de las cuales se encontraban, si no explícitamente al menos implícitamente, en el Modernismo que condenó San Pío X.

En la Declaración se explica en qué presupuestos hay que buscar las raíces de esas afirmaciones. Algunos de naturaleza filosófica o teológica que obstaculizan la inteligencia y la acogida de la verdad revelada.

“Se pueden señalar algunos: la convicción de la inaferrablilidad y la inefabilidad de la verdad divina, ni siquiera por parte de la revelación cristiana; la actitud relativista con relación a la verdad, en virtud de lo cual aquello que es verdad para algunos no lo es para otros; la contraposición radical entre la mentalidad lógica atribuida a Occidente y la mentalidad simbólica atribuida a Oriente; el subjetivismo de quien, considerando la razón como única fuente de conocimiento, se hace « incapaz de levantar la mirada hacia lo alto para atreverse a alcanzar la verdad del ser »; la dificultad de comprender y acoger en la historia la presencia de eventos definitivos y escatológicos; el vaciamiento metafísico del evento de la encarnación histórica del Logos eterno, reducido a un mero aparecer de Dios en la historia; el eclecticismo de quien, en la búsqueda teológica, asume ideas derivadas de diferentes contextos filosóficos y religiosos, sin preocuparse de su coherencia y conexión sistemática, ni de su compatibilidad con la verdad cristiana; la tendencia, en fin, a leer e interpretar la Sagrada Escritura fuera de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia.

Sobre la base de tales presupuestos, que se presentan con matices diversos, unas veces como afirmaciones y otras como hipótesis, se elaboran algunas propuestas teológicas en las cuales la revelación cristiana y el misterio de Jesucristo y de la Iglesia pierden su carácter de verdad absoluta y de universalidad salvífica, o al menos se arroja sobre ellos la sombra de la duda y de la inseguridad”
.

La Declaración dice que para poner remedio a la mentalidad relativista que arroja duda e inseguridad o incluso que llega a negar el carácter de verdad absoluta y de universalidad salvífica a la revelación cristiana:

“es necesario reiterar, ante todo, el carácter definitivo y completo de la revelación de Jesucristo. Debe ser, en efecto, firmemente creída la afirmación de que en el misterio de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, el cual es "el camino, la verdad y la vida " (cf. Jn 14,6), se da la revelación de la plenitud de la verdad divina”.

En el nº6 concluye la Declaración que

“es contraria a la fe de la Iglesia la tesis del carácter limitado, incompleto e imperfecto de la revelación de Jesucristo, que sería complementaria a la presente en las otras religiones”. (…)

En el nº7 complementa la idea explicando la verdadera naturaleza de la fe:

La respuesta adecuada a la revelación de Dios es «la obediencia de la fe (Rm 1,5: Cf. Rm 16,26; 2 Co 10,5-6), por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios, prestando “a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad”, y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por Él». La fe es un don de la gracia:» (…)

«La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado». La fe, por lo tanto, «don de Dios» y «virtud sobrenatural infundida por Él», implica una doble adhesión: a Dios que revela y a la verdad revelada por él, en virtud de la confianza que se le concede a la persona que la afirma. Por esto «no debemos creer en ningún otro que no sea Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo».

Debe ser, por lo tanto, firmemente retenida la distinción entre la fe teologal y la creencia en las otras religiones. Si la fe es la acogida en la gracia de la verdad revelada, que «permite penetrar en el misterio, favoreciendo su comprensión coherente», la creencia en las otras religiones es esa totalidad de experiencia y pensamiento que constituyen los tesoros humanos de sabiduría y religiosidad, que el hombre, en su búsqueda de la verdad, ha ideado y creado en su referencia a lo Divino y al Absoluto”
.

La Declaración también expone con claridad la unicidad y universalidad del misterio salvífico de Jesucristo:

13. Es también frecuente la tesis que niega la unicidad y la universalidad salvífica del misterio de Jesucristo. Esta posición no tiene ningún fundamento bíblico. En efecto, debe ser firmemente creída, como dato perenne de la fe de la Iglesia, la proclamación de Jesucristo, Hijo de Dios, Señor y único salvador, que en su evento de encarnación, muerte y resurrección ha llevado a cumplimiento la historia de la salvación, que tiene en él su plenitud y su centro. (…)

14. Debe ser, por lo tanto, firmemente creída como verdad de fe católica que la voluntad salvífica universal de Dios Uno y Trino es ofrecida y cumplida una vez para siempre en el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios”.

Una vez afirmado el carácter de unicidad y universalidad del misterio salvífico de Jesucristo, la Declaración reflexiona acerca de los elementos positivos de salvación presentes en otras religiones.

“Teniendo en cuenta este dato de fe, y meditando sobre la presencia de otras experiencias religiosas no cristianas y sobre su significado en el plan salvífico de Dios, la teología está hoy invitada a explorar si es posible, y en qué medida, que también figuras y elementos positivos de otras religiones puedan entrar en el plan divino de la salvación. En esta tarea de reflexión la investigación teológica tiene ante sí un extenso campo de trabajo bajo la guía del Magisterio de la Iglesia. El Concilio Vaticano II, en efecto, afirmó que «la única mediación del Redentor no excluye, sino suscita en sus criaturas una múltiple cooperación que participa de la fuente única».43 Se debe profundizar el contenido de esta mediación participada, siempre bajo la norma del principio de la única mediación de Cristo: «Aun cuando no se excluyan mediaciones parciales, de cualquier tipo y orden, éstas sin embargo cobran significado y valor únicamente por la mediación de Cristo y no pueden ser entendidas como paralelas y complementarias». No obstante, serían contrarias a la fe cristiana y católica aquellas propuestas de solución que contemplen una acción salvífica de Dios fuera de la única mediación de Cristo.

15. No pocas veces, algunos proponen que en teología se eviten términos como «unicidad», «universalidad», «absolutez», cuyo uso daría la impresión de un énfasis excesivo acerca del valor del evento salvífico de Jesucristo con relación a las otras religiones. En realidad, con este lenguaje se expresa simplemente la fidelidad al dato revelado, pues constituye un desarrollo de las fuentes mismas de la fe. Desde el inicio, en efecto, la comunidad de los creyentes ha reconocido que Jesucristo posee una tal valencia salvífica, que Él sólo, como Hijo de Dios hecho hombre, crucificado y resucitado, en virtud de la misión recibida del Padre y en la potencia del Espíritu Santo, tiene el objetivo de donar la revelación (cf. Mt 11,27) y la vida divina (cf. Jn 1,12; 5,25-26; 17,2) a toda la humanidad y a cada hombre.
En este sentido se puede y se debe decir que Jesucristo tiene, para el género humano y su historia, un significado y un valor singular y único, sólo de él propio, exclusivo, universal y absoluto. Jesús es, en efecto, el Verbo de Dios hecho hombre para la salvación de todos. Recogiendo esta conciencia de fe, el Concilio Vaticano II enseña: «El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor es el fin de la historia humana, “punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización”, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones. Él es aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y de muertos». «Es precisamente esta singularidad única de Cristo la que le confiere un significado absoluto y universal, por lo cual, mientras está en la historia, es el centro y el fin de la misma: “Yo soy el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Fin” (Ap 22,13)»”.

"Fuera de la Iglesia no hay salvación"

El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que la afirmación: "Fuera de la Iglesia no hay salvación" debe entenderse de forma que no pueden salvarse quienes sabiendo que Dios fundó la Iglesia católica como necesaria para la salvación, la rechazan.

“nº846.- ¿Cómo entender esta afirmación tantas veces repetida por los Padres de la Iglesia? (...) "El santo sínodo (...) basado en la Sagrada Escritura y en la Tradición, enseña que esta Iglesia peregrina es necesaria para la salvación. Cristo, en efecto, es el único Mediador y camino de salvación que se nos hace presente en su Cuerpo, en la Iglesia. El, al inculcar con palabras, bien explícitas, la necesidad de la Iglesia, en la que entran los hombres por el bautismo como por una puerta. Por eso, no podrían salvarse los que, sabiendo que Dios fundó, por medio de Jesucristo, la Iglesia católica como necesaria para la salvación, sin embargo, no hubiesen querido entrar o perseverar en ella (LG 14)”.

Por otra parte, el mismo Catecismo en el número siguiente aclara que esa afirmación no se aplica a quienes sin culpa no conocen a Cristo y a su Iglesia.

“nº847.- Esta afirmación no se refiere a los que, sin culpa suya, no conocen a Cristo y a su Iglesia: Los que sin culpa suya no conocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida, con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna (LG 16)”.

A pesar de que Dios puede llevar a la fe por caminos no conocidos por nosotros, la Iglesia tiene el deber y el derecho sagrado a evangelizar. Lo que el Catecismo recuerda en el número siguiente.

“nº848.- Aunque Dios, por caminos conocidos sólo por El, puede llevar a la fe, 'sin la que es imposible agradarle' (Hb 11,6), a los hombres que ignoran el Evangelio sin culpa propia, corresponde, sin embargo a la Iglesia la necesidad y, al mismo tiempo, el derecho sagrado a evangelizar” (AG 7).

[1] Gregorio XVI, 15 de agosto 1832
[2] PÍO IX 8-XII-1864
[3] PÍO IX 8-XII-1864: Conjunto de errores condenados
[4] LEÓN XIII Encíclica sobre la Constitución católica de los Estados
[5] León XIII, 20 de junio de 1888, Encíclica sobre la libertad humana
[6] LEÓN XIII Encíclica Libertas IV TOLERANCIA

lunes, 12 de mayo de 2008

Las relaciones Iglesia–Estado en el Magisterio de la Iglesia

“La tesis, relativa a la de la relación entre la Iglesia y el Estado, tal y como la ha enseñado constantemente el Magisterio de la Iglesia expresa el ideal de una sociedad cristiana a la que si hoy no se llega, en casi ninguna par­te, no es porque haya caducado esta doctrina sino por obstinación del poder político que quiere ser un poder abso­luto sin la limitación que le impone los «derechos superiores de Dios», como dice el Concilio Vaticano II”[1]. Sin embargo, alguien podría pensar que la Iglesia postconciliar tiene por norma evidente la separación entre el orden civil que ejerce el Estado y el orden religioso que enseña la Iglesia, siendo la religión una cuestión exclusivamente privada sin presencia social.

Pero la constancia de la doctrina tradicional que expresó magistralmente León XIII está presente, nada menos, que en el documento fundamental del Concilio Vaticano II, la Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium donde, fun­dándose en esta encíclica leonina, se enseña: «Por­que así como ha de reconocerse que la ciudad terrena, justamente entregada a las preocupaciones del siglo, se rige por principios propios, con la misma razón se debe rechazar la funesta doctrina que pretende cons­truir la sociedad prescindiendo en absoluto de la reli­gión» (L.G., n. 36). La doctrina que pretende organi­zar la sociedad sin la religión es calificada de «fu­nesta». A este respecto cita precisamente la encícli­ca Inmortale Dei, así como la encíclica también leo­nina Sapientiae christianae. En un sentido muy se­mejante la doctrina de la relación entre la Iglesia y el Estado la hallamos, precisamente, en la Declaración sobre libertad religiosa Dignitatis humanae, donde leemos: «Además los actos religiosos con los que el hombre, en virtud de su íntima convicción, se ordena privada y públicamente a Dios, trascienden por su naturaleza el orden terrestre y temporal. Por consi­guiente, el poder civil, cuyo fin propio es cuidar el bien común temporal, debe reconocer ciertamente la vida religiosa de los ciudadanos y favorecerla, pero hay que afirmar que excedería sus límites si preten­diera dirigir o impedir los actos religiosos» (n. 3). Pocos católicos saben que el Concilio ha dicho, en la Declaración sobre libertad religiosa, que el Estado debe «favorecer la religión» y es bueno recordar ahora en el centenario de León XIII que este texto está lite­ralmente tomado del párrafo 3 de la encíclica Inmortale Dei.

Antes de repasar los textos de la Encíclica Inmortale Dei, veamos alguno de la Encíclica “Quanta Cura” y del Syllabus de Pío IX.

"Quanta Cura"[2]

Los que propugnan la doctrina de la separación entre la Iglesia y el Estado no lo hacen para recalcar la justa independencia que le corresponde al Estado de regir los asuntos propios, sino para hacer que el Estado se rija por leyes que son contrarias al orden establecido por Dios para lo cual somete a la Iglesia y le impide ejercer su ministerio de Madre y Maestra de la verdad.
La Iglesia sometida al poder civil

“nº6.- Otros, en cambio, renovando los errores (...) de los protestantes, se atreven a decir (...) que la suprema autoridad de la Iglesia y de esta Apostólica Sede, que el otorgó Nuestro Señor Jesucristo, depende en absoluto de la autoridad civil; niegan a la misma Sede Apostólica y a la Iglesia todos los derechos que tienen en las cosas que se refieren al orden exterior (...)
No se avergüenzan de confesar abierta y públicamente el herético principio, del que nacen tan perversos errores y opiniones, esto es, «que la potestad de la Iglesia no es por derecho divino distinta e independiente del poder civil, y que tal distinción e independencia no se puede guardar sin que sean invadidos y usurpados por la Iglesia los derechos esenciales del poder civil» (...).”


« Syllabus » [3]
Errores sobre la Iglesia y sus derechos

“19.- La Iglesia no es una sociedad verdadera y perfecta, completamente libre, ni goza de sus propios y constantes derechos a ella conferidos por su divino Fundador, sino que toca a la potestad civil definir cuáles sean los derechos de la Iglesia y los límites dentro de los cuales pueda ejercer esos mismos.”

“20.- La potestad eclesiástica no debe ejercer su autoridad sin el permiso y consentimiento de la autoridad civil.”
Errores sobre la sociedad civil

“39.- El Estado, como quiera que es la fuente y origen de todos los derechos, goza de un derecho no circunscrito por límite alguno.”

“40.- La doctrina de la Iglesia Católica se opone al bien e intereses de la sociedad humana.”

“41.- A la potestad civil, aun ejercida por un infiel, le compete poder indirecto negativo sobre las cosas sagradas; a la misma, por ende, compete no sólo el derecho que llaman exequatur, sino también el derecho llamado de apelación ab abusu.”

“42.- En caso de conflicto de las leyes de una y otra potestad, prevalece el derecho civil. (...)”

“44.- La autoridad civil puede inmiscuirse en los asuntos que se refieren a la religión, a las costumbres y al régimen espiritual. De ahí que pueda juzgar sobre las instrucciones que los pastores de la Iglesia, en virtud de su cargo, publican para norma de las conciencias, y hasta puede decretar sobre la administración de los divinos sacramentos y de las disposiciones necesarias para recibirlos.”

“45.- El régimen total de las escuelas públicas en que se educa a la juventud de una nación cristiana, si se exceptúan solamente y bajo algún aspecto los seminarios episcopales, puede y debe ser atribuido a la autoridad civil y de tal modo debe atribuirles que no se reconozca derecho alguna a ninguna otra autoridad, cualquiera que ella sea, de inmiscuirse en la disciplina de las escuelas, en el régimen de los estudios, en la colación de grados ni en la selección o aprobación de los maestros. (...)”

“47.- La perfecta constitución de la sociedad civil exige que las escuelas populares que están abiertas a los niños de cualquier clase del pueblo y en general los establecimientos públicos destinados a la enseñanza de las letras y de las ciencias y a la educación de la juventud, queden exentos de toda autoridad de la Iglesia, de toda influencia e intervención reguladora suya, y se sometan al pleno arbitrio de la autoridad civil y política, en perfecto acuerdo con las ideas de los que mandan y la norma de las opiniones comunes de nuestro tiempo.”

“48.- Los católicos pueden aprobar aquella forma de educar a la juventud que prescinde de la fe católica y de la autoridad de la Iglesia y que mira sólo o por lo menos primariamente al conocimiento de las cosas naturales y a los fines de al vida social terrena.”

“49.- La autoridad civil puede impedir que los obispos y el pueblo fiel se comuniquen libre y mutuamente con el Romano Pontífice.”

“50.- La autoridad laica tiene por sí misma el derecho de presentar a los obispos y puede exigir de ellos que tomen la administración de sus diócesis antes de que reciban la institución canónica de la Santa Sede y las Letras apostólicas.”

“51.- Más aún, el gobierno laico tiene el derecho de destituir a los obispos del ejercicio del ministerio pastoral y no está obligado a obedecer al Romano Pontífice en lo que se refiere a la institución de obispados y obispos. (...)”

“54.- Los reyes y príncipes no sólo están exentos de la jurisdicción de la Iglesia, sino que son superiores a la Iglesia cuando se trata de dirimir cuestiones de jurisdicción.”

“55.- La Iglesia ha de separarse del Estado y el Estado de la Iglesia.”

“Inmortalae Dei [4]

La universalidad de la acción salvífica de la Igle­sia, afirma Petit[5] en el artículo conmemorativo del centenario del fallecimiento de León XIII, alcanza incluso al orden meramente natu­ral. Ello es así porque Dios ha creado la hu­manidad y ha fundado su Iglesia en un orden supe­rior pero no extraño a la misma sociedad civil. Este reconocimiento procura grandes bienes a la misma sociedad civil, la cual amistosa relación aunque anti­guamente no del todo desconocida, ha sido falsamente negada en diversos tiempos, particularmente en los tiempos modernos. Tal escribía al comienzo mismo de esta encíclica.

“1 Obra inmortal de Dios misericordioso, la Igle­sia, aunque por sí misma y en virtud de su propia na­turaleza tiene como fin la salvación y la felicidad eterna de las almas, procura, sin embargo, tantos y tan señalados bienes aun en la misma esfera de las cosas temporales, que ni en número ni en calidad podría pro­curarlos mayores si el primero y principal objeto de su institución fuera asegurar la felicidad de la vida presente. (...)
Son muchos los que se han empeñado en buscar la norma constitucional de la vida política al margen de las doctrinas aprobadas por la Iglesia católica. Últi­mamente, el llamado derecho nuevo, presentado como adquisición de los tiempos modernos y producto de una libertad progresiva, ha comenzado a prevalecer por todas partes. Pero, a pesar de los muchos intentos realizados, la realidad es que no se ha encontrado para constituir y gobernar el Estado un sistema superior al que brota espontáneamente de la doctrina del Evangelio. Nos juzgamos, pues, de suma importancia y muy conforme a nuestro oficio apostólico comparar con la doctrina cristiana las modernas teorías sociales acer­ca del Estado.”

Una explicación sintética de la doctrina cristiana acerca de la relación entre la Iglesia y el Estado pasa por dos verdades fundamentales:

a) El Estado tiene la misma obligación que los particulares de dar culto al verdadero Dios. Por su misma naturaleza de po­der civil le compete favorecer la religión, defenderla con eficacia, ponerla bajo el amparo de las leyes y, muy particularmente, no legislar nada que sea con­trario a la incolumidad de la religión.

b) Por otra par­te, nadie puede decir esto de cualquier religión sino sólo de la verdadera, pues es patente cuál sea la ver­dadera religión.
El deber del Estado para con Dios y la verdadera religión

3. Constituido sobre estos principios, es eviden­te que el Estado tiene el deber de cumplir por medio del culto público las numerosas e importantes obliga­ciones que lo unen con Dios. La razón natural, que manda a cada hombre dar culto a Dios piadosa y san­tamente, porque de El dependemos y porque, habien­do salido de Él, a Él hemos de volver, impone la mis­ma obligación a la sociedad civil. (...) El Estado tiene la estricta obligación de admitir el culto divino en la forma con que el mismo Dios ha querido que se le venere. Es, por tanto, obligación grave de las autori­dades honrar el santo nombre de Dios. Entre sus prin­cipales obligaciones deben colocar la obligación de favorecer la religión, defenderla con eficacia, ponerla bajo el amparo de las leyes, no legislar nada que sea contrario a la incolumidad de aquélla. (...)”

“4. (...) Todo hombre de juicio sincero y prudente ve con facilidad cuál es la religión verdadera. Multi­tud de argumentos eficaces, como son el cumplimiento real de las profecías, el gran número de los milagros, la rápida propagación de la fe aun en medio de pode­res enemigos y de dificultades insuperables, el testi­monio de los mártires y otros muchos parecidos, de­muestran que la única religión verdadera es aquella que Jesucristo en persona instituyó y confió a su Igle­sia para conservarla y propagarla por todo el mundo.”


La Iglesia y el Estado: Dos sociedades, dos poderes

En la sociedad humana existen, pues, dos poderes distintos, la Iglesia y el Estado que tienen cada uno su ámbito propio en sentido estricto, pero, como su relación es la de lo superior, la vida eterna como fin último, con lo inferior, la vida meramente terrena como medio, se han de ordenar como se ordenan el alma y el cuerpo. Por tanto se han de distinguir y respetar pero no separar y menos enfrentar.

“6. Dios ha repartido, por tanto, el gobierno del género humano entre dos poderes: el poder eclesiásti­co y el poder civil. El poder eclesiástico, puesto al frente de los intereses divinos. El poder civil, encar­gado de los intereses humanos. Ambas potestades son soberanas en su género. Cada una queda circunscrita dentro de ciertos límites, definidos por su propia na­turaleza y por su fin próximo. De donde resulta una como esfera determinada, dentro de la cual cada po­der ejercita iure proprio su actividad. Pero como el sujeto pasivo de ambos poderes soberanos es uno mis­mo, y como, por otra parte, puede suceder que un mis­mo asunto pertenezca, si bien bajo diferentes aspec­tos, a la competencia y jurisdicción de ambos pode­res, es necesario que Dios, origen de uno y otro, haya establecido en su providencia un orden recto de com­posición entre las actividades respectivas de uno y otro poder. (...) Es necesario, por tanto, que entre ambas potestades exista una ordenada relación unitiva, com­parable, no sin razón, a la que se da en el hombre entre el alma y el cuerpo. (...) De donde se desprende la evidencia de aquella sentencia: «El destino del Es­tado depende del culto que se da a Dios. Entre éste y aquél existe un estrecho e íntimo parentesco».”

Europa no puede olvidar que toda su grandeza le viene de los tiempos de la Cristiandad cuando se dejó impregnar por la religión cristiana. El texto tiene ahora palpitante actualidad.

“9. Si la Europa cristiana domó las naciones bár­baras y las hizo pasar de la fiereza a la mansedumbre y de la superstición a la verdad; si rechazó victoriosa las invasiones musulmanas; si ha conservado cl cetro de la civilización y se ha mantenido como maestra y guía del mundo en el descubrimiento y en la enseñan­za de todo cuanto podía redundar en pro de la cultura humana; si ha procurado a los pueblos el bien de la verdadera libertad en sus más variadas formas; si con una sabia providencia ha creado tan numerosas y he­roicas instituciones para aliviar las desgracias de los hombres, no hay que dudarlo: Europa tiene por todo ello una enorme deuda de gratitud con la religión, en la cual encontró siempre una inspiradora de sus gran­des empresas y una eficaz auxiliadora en sus realiza­ciones. Habríamos conservado también hoy todos es­tos mismos bienes si la concordia entre ambos pode­res se hubiera conservado. Podríamos incluso esperar fundadamente mayores bienes si el poder civil hubiese obedecido con mayor fidelidad y perseverancia a la autoridad, al magisterio y a los consejos de la Iglesia”.

El error del “nuevo derecho”

El error comenzó siendo religioso, en el siglo de la Reforma protestante, de donde pasó a ser un error filosófico en el siglo posterior, para formularse final­mente como error social en siglo siguiente. El «siglo pasado» mencionado en la encíclica es el siglo XVIII, el de Rousseau y los enciclopedistas. Este «nuevo derecho» no sólo va contra el derecho cristiano sino también contra el derecho natural.

“10. Sin embargo, el pernicioso y deplorable afán de novedades promovido en el siglo XVI, después de turbar primeramente la religión cristiana, vino a tras­tornar como consecuencia obligada la filosofía, y de ésta pasó a alterar todos los órdenes de la sociedad civil. A esta fuente hay que remontar el origen de los principios modernos de una libertad desenfrenada, in­ventados en la revolución del siglo pasado y propues­tos como base y fundamento de un derecho nuevo, des­conocido hasta entonces y contrario en muchas de sus tesis no solamente al derecho cristiano, sino también al derecho natural.

La Iglesia sometida al poder civil

En esta situación la Iglesia acaba por no tener nin­guna libertad sometida a una arbitraria legislación civil que le impide ejercer el más sagrado de sus de­rechos y su mayor obligación, la de enseñar a todas las gentes. Es preciso que todo el mundo entienda lo que muestra León XIII de que el no reconocimiento de la verdadera religión acaba siendo, en realidad, sometimiento de la misma a la arbitrariedad del Es­tado quedando en definitiva sometida la Iglesia al Estado, y ella podrá hacer solamente lo que éste le conceda.

“11. Es fácil de ver la deplorable situación a que queda reducida la Iglesia si el Estado se apoya sobre estos fundamentos, hoy día tan alabados. (...) No se tienen en cuenta para nada las leyes eclesiásticas, y la Iglesia, que por mandato expreso de Jesucristo ha de enseñar a todas las gentes, se ve apartada de toda in­tervención en la educación pública de los ciudadanos. En las mismas materias que son de competencia mix­ta, las autoridades del Estado establecen por sí mis­mas una legislación arbitraria y desprecian con so­berbia la sagrada legislación de la Iglesia en esta ma­teria. Y así, colocan bajo su jurisdicción el matrimo­nio cristiano, legislando incluso acerca del vínculo conyugal, de su unidad y estabilidad; privan de sus propiedades al clero, negando a la Iglesia el derecho de propiedad (...).

León XIII recuerda que tales errores habían sido condenados por sus predecesores.

“16. Estas doctrinas, contrarias a la razón y de tanta trascendencia para el bien público del Estado, no dejaron de ser condenadas por los romanos pontífi­ces, nuestros predecesores, que vivían convencidos de las obligaciones que les imponía el cargo apostólico. Así, Gregorio XVI en la encíclica Mirari vos, de 15 de agosto de 1832, condenó con gran autoridad doc­trinal los principios que ya entonces se iban divulgan­do, esto es, el indiferentismo religioso, la libertad ab­soluta de cultos y de conciencia, la libertad de im­prenta y la legitimidad del derecho de rebelión. Con relación a la separación entre la Iglesia y el Estada decía así el citado Pontífice: «No podríamos augurar resultados felices para la Iglesia y para el Estado de los deseos de quienes pretenden con empeño que la Iglesia se separe del Estado, rompiendo la concordia mutua del imperio y del sacerdocio. Todos saben muy bien que esta concordia, que siempre ha sido tan be­neficiosa para los intereses religiosos y civiles, es muy temida por los fautores de una libertad desvergon­zada»”.

Los principios del Estado liberal coinciden con los del tiránico

Señala el Pontífice la actitud que deben tener los católicos en estas circunstancias para que no tengan opiniones personales distintas de las expuestas. Acer­ca de las libertades modernas es menester que todos se atengan al juicio de la potestad suprema de la Igle­sia y no se dejen engañar por las apariencias de bien­estar. Cualquiera que sea su apariencia los frutos de estas falsas libertades son perniciosos.

21. Si, pues, en estas difíciles circunstancias, los católico escuchan, como es su obligación, estas nues­tras enseñanzas, entenderán con facilidad cuáles son los deberes de cada uno, tanto en el orden teórico como en el orden práctico. En el orden de las ideas, es nece­saria una firme adhesión a todas las enseñanzas pre­sentes y futuras de los Romanos Pontífices y la profe­sión pública de esas enseñanzas cuantas veces lo exi­jan las circunstancias. Y en particular acerca de las llamadas libertades modernas es menester que todos se atengan al juicio de la Sede Apostólica y se identi­fiquen con el sentir de ésta. Hay que prevenirse con­tra el peligro, de que la honesta apariencia de esas libertades engañe a algún incauto. Piénsese en el ori­gen de esas libertades y en las intenciones de los que las defienden, La experiencia ha demostrado suficientemente los resultados que producen en la so­ciedad. En todas partes han dado frutos tan pernicio­sos que con razón han provocado el desengaño y el arrepentimiento en todos los hombres honrados y pru­dentes.”

Y hace una advertencia sorprendente: no hay di­ferencia entre los principios de un estado liberal y los principios de un Estado tiránico que persiga a la Iglesia.

“Si comparamos esta clase de Estado moderno, de que hablamos, con otro Estado, real o imaginario, que persiga tiránica y abiertamente a la religión cristiana, podrá parecer el primero más tolerable que el segun­do. Sin embargo, los principios en que se basa son tales, como hemos dicho, que no pueden ser acepta­dos por nadie”.(...)


“Vehementer nos”[6]

Después de León XIII el liberalismo continuó progresando en las diversas naciones de origen cristiano y con ello la separación de la Iglesia y el Estado con leyes que pretendían sojuzgar a la Iglesia. En particular, la situación de Francia hizo que San Pío X escribiera la Encíclica Vehementer Nos” sobre la separación de la Iglesia del Estado.

La enseñanza contenida en esta Encíclica es una continuación de la dada por León XIII. San Pío X hace una doble condenación, la de la ley francesa de separación y la tesis general de la separación entre la Iglesia y el Estado.

La doctrina de esta Encíclica, al igual que de León XIII en la Inmortale Dei y en la Sapientiae Christianae, afirma la existencia de dos sociedades, Iglesia y Estado que son distintas. Esta distinción exige la necesidad de una relación unitiva entre ambas, basada sobre el reconocimiento mutuo de la existencia y los derechos específicos de cada una de ellas. El error fundamental de la tesis de la separación entre ambas sociedades no reside en la afirmación de la justa autonomía de ambos poderes dentro de su esfera jurisdiccional respectiva, sino de la pretensión del Estado por virtud de la cual se considera capacitado para negar el orden sobrenatural y para desconocer el carácter divino y los derechos imprescriptibles de la Iglesia, como sociedad fundada por Dios.

La separación entre la Iglesia y el Estado en Francia

“1.- (…) la honda preocupación y la dolorosa angustia que vuestra situación nos causa con la promulgación de una ley que, al mismo tiempo que rompe violentamente las seculares relaciones del Estado francés con la Sede Apostólica, coloca a la Iglesia de Francia en una situación indigna y lamentable. Hecho gravísimo y que todos los buenos deben lamentar, por los daños que ha de traer tanto a la vida civil como a la vida religiosa. Sin embargo, no puede parecer inesperado a todo observador que haya seguido atentamente en estos últimos tiempos la conducta tan contraria a la Iglesia de los gobernantes de la República francesa. (…) Habéis presenciado la violación legislativa de la santidad e indisolubilidad del matrimonio cristiano; la secularización de los hospitales y de las escuelas; la separación de los clérigos de sus estudios y de la disciplina eclesiástica para someterlos al servicio militar; la dispersión y el despojo de la Ordenes y Congregaciones religiosas y la reducción consiguiente de sus individuos a los extremos de total indigencia. Conocéis también otras disposiciones legales: la abolición de aquella antigua costumbre de orar públicamente en la apertura de los Tribunales y en el comienzo de las sesiones parlamentarias; las tradicionales señales de duelo en el día de Viernes Santo a bordo de los buques de guerra; la eliminación de todo cuanto prestaba juramento judicial un carácter religioso en los Tribunales, en las escuelas, en el ejército; en una palabra en todas las instituciones públicas dependientes de la autoridad política.
De la separación de la Iglesia y el Estado sumamente nocivo

“2.- Que sea necesario separar al Estado de la Iglesia es una tesis absolutamente falsa y sumamente nociva. Porque, en primer lugar, al apoyarse en el principio fundamental de que el Estado no debe cuidar para nada la religión, infiere una gran injuria a Dios, que es el único fundador y conservador tanto del hombre como de las sociedades humanas, ya que en materia de culto a Dios es necesario no sólo el culto privado, sino también el culto público. En segundo lugar, la tesis de que hablamos constituye una verdadera negación del orden sobrenatural, porque limita la acción del Estado a la prosperidad pública de esta vida mortal, que es, en efecto, la causa próxima de toda sociedad política, y se despreocupa completamente de la razón última del ciudadano, que es la eterna bienaventuranza propuesta al hombre para cuando haya terminado la brevedad de esta vida, como si fuera cosa ajena por completo al Estado. Tesis completamente falsa, porque, así como en el orden de la vida presente está todo él ordenado a la consecución de aquel sumo y absoluto bien, así también es verdad evidente que el Estado no sólo no debe ser obstáculo para esta consecución, sino que, además, debe necesariamente favorecerla todo lo posible. En tercer lugar, esta tesis niega el orden de la vida humana sabiamente establecido por Dios, orden que exige una verdadera concordia entre las dos sociedades, la religiosa y la civil. Porque, ambas sociedades, aunque cada una dentro de su esfera , ejercen su autoridad sobre las mismas personas, y de aquí proviene necesariamente la frecuente existencia de cuestiones entre ellas, cuyo conocimiento y resolución pertenencia a la competencia de la Iglesia y del Estado. Ahora bien, si el Estado no vive de acuerdo con la Iglesia, fácilmente surgirán de las materias referidas motivos de discusiones muy dañosas para entrambas potestades, y que perturbarán el objetivo de la verdad, con grave daño ansiedad de las almas.

Condena de la ley de separación de la Iglesia y el Estado en Francia

“(...) Nos, por la suprema autoridad que de Dios tenemos, reprobamos y condenamos la ley sancionada que separa de la Iglesia a la República francesa (…) porque con la mayor injuria ultraja a Dios de quien solemnemente reniega, al declarar por principio a la República exenta de todo culto religioso; porque viola el derecho natural y de gentes y la fe pública debida a los pactos; porque se opone a la Constitución divina, a la íntima esencia y a la libertad de la Iglesia; porque destruye la justicia, conculcando el derecho de propiedad legítimamente adquirido por muchos títulos y hasta por mutuo acuerdo; porque ofende gravemente a la dignidad de la Sede Apostólica, a nuestra persona, al orden de los obispos, al clero y a los católicos franceses.
Por lo tanto, protestamos con toda vehemencia contra la presentación, aprobación y promulgación de tal ley y atestiguamos que nada hay en ella que tenga valor para debilitar los derechos de la Iglesia”.

[1] CRISTIANDAD nº 860 Marzo 2003 “En el Centenario de León XIII”. José Mª Petit Sullá.
[2] Pío IX, 8-XII-1864
[3] Pío IX Syllabus 8-XII-1864
[4] León XIII Encíclica escrita el 1 de noviembre de 1885
[5] CRISTIANDAD nº 860 Marzo 2003 “En el Centenario de León XIII”. José Mª Petit Sullá.

[6] SAN PÍO X (al pueblo y clero francés) el 11 de febrero de 1906

VEHEMENTER NOS - SAN PIO X

Carta Encíclica de San Pío X Sobre la Separación de la Iglesia y el Estado. 11 de febrero de 1906

A los Arzobispos, obispos, clero y a todo el pueblo Galo

VENERABLES HERMANOS PATRIARCAS PRIMADOS, ARZOBISPOS, OBISPOS Y A TODOS LOS DEMÁS ORDINARIOS EN COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA

I. LA LEY FRANCESA DE SEPARACIÓN[1]
Apenas es necesarios[2] decir la honda preocupación y la dolorosa angustia que vuestra situación nos causa con la promulgación de una ley que, al mismo tiempo que rompe violentamente las seculares relaciones del Estado francés con la Sede Apostólica, coloca a la Iglesia de Francia en una situación indigna y lamentable. Hecho gravísimo y que todos los buenos deben lamentar, por los daños que ha de traer tanto a la vida civil como a la vida religiosa. Sin embargo, no puede parecer inesperado a todo observador que haya seguido atentamente en estos últimos tiempos la conducta tan contraria a la Iglesia de los gobernantes de la República francesa. Para vosotros venerables hermanos, no constituye ciertamente ni una novedad ni una sorpresa, pues habéis sido testigos de los numerosos ataques dirigidos a las instituciones cristianas por las autoridades públicas. Habéis presenciado la violación legislativa de la santidad y de la indisolubilidad del matrimonio cristiano; la secularización de los hospitales y de las escuelas; la separación de los clérigos de sus estudios y de la disciplina eclesiástica para someterlos al servicio militar; la dispersión y el despojo de las órdenes y Congregaciones religiosas y la reducción consiguiente de sus individuos a los extremos de una total indigencia. Conocéis también otras disposiciones legales: la abolición de aquella antigua costumbre de orar públicamente en la apertura de los Tribunales y en el comienzo de las sesiones parlamentarias; la supresión de las tradicionales señales de duelo en el día de Viernes Santo a bordo de los buques de guerra; la eliminación de todo cuanto prestaba al juramento judicial un carácter religioso, y la prohibición de todo lo que tuviese un significado religioso en los Tribunales, en las escuelas, en el ejército; en una palabra, en todas las instituciones públicas dependientes de la autoridad política. Estas medidas y otras parecidas, que poco a poco iban separando de hecho a la Iglesia del Estado, no eran sino jalones colocados intencionadamente en un camino que había de conducir a la más completa separación legal. Así lo han reconocido y confesado sus autores en diversas ocasiones. La Sede Apostólica ha hecho cuanto ha estado de su parte para evitar una calamidad tan grande. Porque, por una parte, no ha cesado de advertir y de exponer a los Gobiernos de Francia la seria y repetida consideración del cúmulo de males que habría de producir su política de separación; por otra parte, ha multiplicado las pruebas ilustres de su singular amor e indulgencia por la nación francesa. La Santa Sede confiaba justificadamente que, en virtud del vínculo jurídico contraído y de la gratitud debida, los gobernantes de Francia detuvieran la iniciada pendiente de su política y renunciaran, finalmente, a sus proyectos. Sin embargo, todas las atenciones, buenos oficios y esfuerzos realizados tanto por nuestro predecesor como por Nos han resultado completa­mente inútiles. Porque la violencia de los enemigos de la religión ha terminado por la fuerza la ejecución de los propósitos que de antiguo pretendían realizar contra los derechos de vuestra católica nación y contra los derechos de todos los hombres sensatos. En esta hora tan grave para la Iglesia, de acuerdo con la conciencia de nuestro deber, levantamos nuestra voz apostólica y abrimos nuestra alma a vosotros, venerables hermanos y queridos hijos; a todos os hemos amado siempre con particular afecto, pero ahora os amamos con mayor ternura que antes.

II. LA TEORÍA DE LA SEPARACIÓN ENTRE LA IGLESIA Y EL ESTADO

Es falsa y engañosa
Que sea necesario separar al Estado de la Iglesia es una tesis absolutamente falsa y sumamente nociva. Porque, en primer lugar, al apoyarse en el principio fundamental de que el Estado no debe cuidar para nada de la religión, infiere una gran injuria a Dios, que es el único fundador y conservador tanto del hombre como de las sociedades humanas, ya que en materia de culto a Dios es necesario no solamente el culto privado, sino también el culto público. En segundo lugar, la tesis de que hablamos constituye una verdadera negación del orden sobrenatural, porque limita la acción del Estado a la prosperidad pública de esta vida mortal, que es, en efecto, la causa próxima de toda sociedad política, y se despreocupa completamente de la razón última del ciudadano, que es la eterna bienaventuranza propuesta al hombre para cuando haya terminado la brevedad de esta vida, como si fuera cosa ajena por completo al Estado. Tesis completamente falsa, porque, así como el orden de la vida presente está todo él ordenado a la consecución de aquel sumo y absoluto bien, así también es verdad evidente que el Estado no sólo no debe ser obstáculo para esta consecución, sino que, además, debe necesariamente favorecerla todo lo posible. En tercer lugar, esta tesis niega el orden de la vida humana sabiamente establecido por Dios, orden que exige una verdadera concordia entre las dos sociedades, la religiosa y la civil. Porque ambas sociedades, aunque cada una dentro de su esfera, ejercen su autoridad sobre las mismas personas, y de aquí proviene necesariamente la frecuente existencia de cuestiones entre ellas, cuyo conocimiento y resolución pertenece a la competencia de la Iglesia y del Estado. Ahora bien, si el Estado no vive de acuerdo con la Iglesia, fácilmente surgirán de las materias referidas motivos de discusiones muy dañosas para entre ambas potestades, y que perturbarán el juicio objetivo de la verdad, con grave daño y ansiedad de las almas. Finalmente, esta tesis inflige un daño gravísimo al propio Estado, porque éste no puede prosperar ni lograr estabilidad prolongada si desprecia la religión, que es la regla y la maestra suprema del hombre para conservar sagradamente los derechos y las obligaciones.

Ha sido condenada por los Romanos Pontífices
Por esto los Romanos Pontífices no han dejado jamás, según lo exigían las circunstancias y los tiempos, de rechazar y condenar las doctrinas que defendían la separación de la Iglesia y el Estado. Particularmente nuestro ilustre predecesor León XIII expuso repetida y brillantemente cuan grande debe ser, según los principios de la doctrina católica, la armónica relación entre las dos sociedades; entre éstas, dice, «es necesario que exista una ordenada relación unitiva, comparable, no sin razón, a la que se da en el hombre entre el alma y el cuerpo»[3]. Y añade además después: «Los Estados no pueden obrar, sin incurrir en pecado, como si Dios no existiese, ni rechazar la religión como cosa extraña o inútil. Error grande y de muy graves consecuencias es excluir a la Iglesia, obra del mismo Dios, de la vida social, de la legislación, de la educación de la juventud y de la familia».[4]

III. EL CASO PARTICULAR DE FRANCIA

Ahora bien, si obra contra todo derecho divino y humano cualquier Estado cristiano que separa y aparta de sí a la Iglesia, ¡cuánto más lamentable es que haya procedido de esta manera Francia, que es la que menos debía obrar así! ¡Francia, que en el transcurso de muchos siglos ha sido siempre objeto de una grande y señalada predilección por parte de esta Sede Apostólica! ¡Francia, cuya prosperidad, cuya gloria y cuyo nombre han estado siempre unidos a la religión y a la civilización cristianas! Con harta razón pudo decir el mismo pontífice León XIII: «Recuerde Francia que su unión providencial con la Sede Apostólica es demasiado estrecha y demasiado antigua para que pueda en alguna ocasión romperla. De esta unión, en efecto, procede su verdadera grandeza y su gloria más pura... Destruir esta unión tradicional seria lo mismo que arrebatar a la nación francesa una parte de su fuerza moral y de la alta influencia que ejerce en el mundo».[5]

Resolución unilateral del Concordato
A lo cual se añade que estos vínculos de estrecha unión debían ser más sagrados aún por la fidelidad jurada en un solemne Concordato. El Concordato firmado por la Sede Apostólica y por la República francesa era, como todos los pactos del mismo género que los Estados suelen concertar entre sí, un contrato bilateral que obligaba a ambas partes. Por lo cual, tanto el Romano Pontífice como el jefe de Estado de la nación francesa se obligaron solemnemente, en su nombre y en el de sus propios sucesores, a observar inviolablemente las cláusulas del pacto que firmaron. La consecuencia, por tanto, era que este Concordato había de regirse por el mismo derecho que rige todos los tratados internacionales, es decir, por el derecho de gentes, y que no podía anularse de ninguna manera unilateralmente por la voluntad exclusiva de una de las partes contratantes. La Santa Sede ha cumplido siempre con fidelidad escrupulosa los compromisos que suscribió, y ha pedido siempre que el Estado mostrase en este punto la misma fidelidad. Es éste un hecho cierto que no puede negar ningún hombre prudente y de recto juicio. Pues bien, he aquí que la República francesa deroga por su sola voluntad el solemne y legitimo pacto que había suscrito; y no tiene en consideración alguna, con tal de separarse de la Iglesia y librarse de su amistad, ni la injuria lanzada contra la Sede Apostólica, ni la violación del derecho de gentes, ni la grave perturbación para el mismo orden social y político que implica la violación de la fe jurada; porque, para el desenvolvimiento pacífico y seguro de las mutuas relaciones entre los pueblos, nada es tan importante a la sociedad humana como la observancia fiel e inviolable de las obligaciones contraídas en los tratados internacionales.

Violación del derecho internacional
Crece de un modo muy particular la magnitud de la ofensa inferida a la Sede Apostólica si se considera la forma con que el Estado ha llevado a cabo la resolución unilateral del Concordato. Porque es un principio admitido sin discusión en el derecho de gentes y universalmente observado en la moral y en el derecho positivo internacional que no es lícita la resolución de un tratado sin la notificación previa, clara y regular por parte del Estado que quiere denunciarlo a la otra parte contratante. Pues bien: no sólo no se ha hecho a la Santa Sede en este asunto notificación alguna de este género, sino que ni siquiera le ha sido hecha la menor indicación. De esta manera, el Gobierno francés no ha vacilado en faltar contra la Sede Apostólica a las más elementales normas de cortesía que se suelen observar incluso con los Estados más pequeños y menos importantes ; ni ha tenido reparo, siendo como era representante de una nación católica, en menospreciar la dignidad y la autoridad del Romano Pontífice, jefe supremo de la Iglesia católica; autoridad que debían haber respetado los gobernantes de Francia con una reverencia superior a la que exige cualquier otra potencia política, por el simple hecho de estar aquella autoridad ordenada al bien eterno de las almas sin quedar circunscrita por límites geográficos algunos.

La ley es intrínsecamente injusta
Pero, si examinamos ahora en sí misma la ley que acaba de ser promulgada, encontramos un nuevo y mucho más grave motivo de queja. Porque, puesta la premisa de la separación entre la Iglesia y el Estado con la abrogación del Concordato, la consecuencia natural seria que el Estado la dejara en su entera independencia y le permitiera el disfrute pacífico de la, libertad concedida por el derecho común. Sin embargo, nada de esto se ha hecho, pues, encontramos en esta ley multitud de disposiciones excepcionales que, odiosamente restrictivas, obligan a la Iglesia a quedar bajo la dominación del poder civil. Amarguísimo dolor nos ha causado ver al Estado invadir de este modo un terreno que pertenece exclusivamente a la esfera del poder eclesiástico; pero nuestro dolor ha sido mayor todavía, porque, menospreciando la equidad y la justicia, el Estado coloca a la Iglesia de Francia en una situación dura, agobiante y totalmente contraria a los más sagrados derechos de la Iglesia.

Porque es contraria a la constitución de la Iglesia
Porque, en primer lugar, las disposiciones de la nueva ley son contrarias a la constitución que Jesucristo dio a su Iglesia. La Escritura enseña, y la tradición de los Padres lo confirma, que la Iglesia es el Cuerpo místico de Jesucristo, regido por pastores y doctores[6], es decir, una sociedad humana, en la cual existen autoridades con pleno y perfecto poder para gobernar, enseñar y juzgar[7]. Esta sociedad es, por tanto, en virtud de su misma naturaleza, una sociedad jerárquica; es decir, una sociedad compuesta de distintas categorías de personas: los pastores y el rebaño, esto es, los que ocupan un puesto en los diferentes grados de la jerarquía y la multitud de los fieles. Y estas categorías son de tal modo distintas unas detrás, que sólo en la categoría pastoral residen la autoridad y el derecho de mover y dirigir a los miembros hacia el fin propio de la sociedad; la obligación, en cambio, de la multitud no es otra que dejarse gobernar y obedecer dócilmente las directrices de sus pastores. San Cipriano, mártir, ha expuesto de modo admirable esta verdad: «Nuestro Señor, cuyos preceptos debemos reverenciar y cumplir, al establecer la dignidad episcopal y la manera de ser de su Iglesia, dijo a Pedro: "Ego dico tibi, quia tu es Petrus," etc. Por lo cual, a través de las vicisitudes del tiempo y de las sucesiones, la economía del episcopado y la constitución de la Iglesia se desarrollan de manera que la Iglesia descansa sobre los obispos, y toda la actividad de la Iglesia está por ellos gobernada». Y San Cipriano afirma que esto «se halla fundado en la ley divina».[8] En contradicción con estos principios, la ley de la separación atribuye la administración y la tutela del culto público no a la jerarquía divinamente establecida, sino a una determinada asociación civil, a la cual da forma y personalidad jurídica, y que es considerada en todo lo relacionado con el culto religioso como la única entidad dotada de los derechos civiles y de las correspondientes obligaciones. Por consiguiente, a esta asociación pertenecerá el uso de los templos y de los edificios sagrados y la propiedad de los bienes eclesiásticos, tanto muebles como inmuebles; esta asociación dispondrá, aunque temporalmente, de los palacios episcopales, de las casas rectorales y de los seminarios; finalmente, administrará los bienes, señalará las colectas y recibirá las limosnas y legados que se destinen al culto. De la jerarquía no se dice una sola palabra. Es cierto que la ley prescribe que estas asociaciones de culto han de constituirse conforme a las reglas propias de la organización general del culto, a cuyo ejercicio se ordenan; pero se advierte que todas las cuestiones que puedan plantearse acerca de estas asociaciones son de la competencia exclusiva del Consejo de Estado. Es evidente, por tanto, que dichas asociaciones de culto estarán sometidas a la autoridad civil, de tal manera que la autoridad eclesiástica no tendrá sobre ellas competencia alguna. Cuan contrarias sean todas estas disposiciones a la dignidad de la Iglesia y cuan opuestas a sus derechos y a su divina constitución, es cosa evidente para todos, sobre todo si se tiene en cuenta que, en esta materia, la ley promulgada no emplea fórmulas determinadas y concretas, sino cláusulas tan vagas y tan indeterminadas, que con razón se pueden temer peores males de la interpretación de esta ley.

Desconoce la libertad de la Iglesia
En segundo lugar, nada hay más contrario a la libertad de la Iglesia que esta ley. Porque, si se prohíbe a los pastores de almas el ejercicio del pleno poder de su cargo con la creación de las referidas asociaciones de culto; si se atribuye al Consejo de Estado la jurisdicción suprema sobre las asociaciones y quedan éstas sometidas a una serie de disposiciones ajenas al derecho común, con las que se hace difícil su fundación y más difícil aún su conservación; si, después de proclamar una amplia libertad de culto, se restringe el ejercicio del mismo con multitud de excepciones; si se despoja a la Iglesia de la inspección y de la vigilancia de los templos para encomendarlas al Estado; si se señalan penas severas y excepcionales para el clero; si se sancionan estas y otras muchas disposiciones parecidas, en las que fácilmente cabe una interpretación arbitraria, ¿qué es todo esto sino colocar a la Iglesia en una humillante sujeción y, so pretexto de proteger el orden público, despojar a los ciudadanos pacíficos, que forman todavía la inmensa mayoría de Francia, de su derecho sagrado a practicar libremente su propia religión? El Estado ofende a la Iglesia, no sólo restringiendo el ejercicio del culto, en el que falsamente pone la ley de separación toda la fuerza esencial de la religión, sino también poniendo obstáculos a su influencia siempre bienhechora sobre los pueblos y debilitando su acción de mil maneras. Por esto, entre otras medidas, no ha sido suficiente la supresión de las Ordenes religiosas, en las que la Iglesia encuentra un precioso auxiliar en el sagrado ministerio, en la enseñanza, en la educación, en las obras de caridad cristiana, sino que se ha llegado a privarlas hasta de los recursos humanos, es decir, de los medios necesarios para su existencia y para el cumplimiento de su misión.

Y niega el derecho de la propiedad de la Iglesia
A los perjuicios y ofensas que hemos lamentado hay que añadir un tercer capítulo: la ley de la separación viola y niega el derecho de propiedad de la Iglesia. Contra toda justicia, despoja a la Iglesia de gran parte del patrimonio que le pertenece por tantos títulos jurídicamente eficaces; suprime y anula todas las fundaciones piadosas, legalmente establecidas, para fomentar el culto divino o para rogar por los fieles difuntos; los recursos que la generosidad de los católicos ha ido acumulando para sostenimiento de las escuelas cristianas y de las diferentes obras de beneficencia religiosa, son transferidos a establecimientos laicos, en los que normalmente es inútil buscar el menor vestigio de religión; con lo cual no sólo se desconocen los derechos de la Iglesia, sino también la voluntad formal y expresa de los donantes y testadores. Pero lo que nos causa preocupación especial es una disposición que, piso­teando todo derecho declara propiedad del Estado, de las provincias o de los ayuntamientos todos los edificios que la Iglesia utilizaba con anterioridad al Concordato. Porque, si la ley concede el uso indefinido y gratuito de estos edificios a las asociaciones de culto, pone a esta concesión tantas y tales condiciones, que, en realidad, deja al poder público la libertad de disponer totalmente de dichos edificios. Tememos, además, muy seriamente por la santidad de los templos, pues existe el peligro de que estas augustas moradas de la divina majestad, centros tan queridos para la piedad del pueblo francés, en quienes tantos recuerdos suscitan, caigan en manos profanas y queden mancilladas con ceremonias también profanas. La ley, por otra parte, al liberar al Estado de su obligación de atender al culto con cargo al presupuesto, falta a los compromisos contraídos en un tratado solemne y, al mismo tiem­po, ofende gravemente a la justicia. En efecto, no es posible dudar en este punto, porque los mismos documentos históricos lo prueban del modo más terminante: cuando el Gobierno francés contrajo, en virtud del Concordato, el compromiso de asignar a los eclesiásticos una subvención que les permitiese atender decorosamente a su propia subsistencia y al sostenimiento del culto público, no lo hizo a título gratuito o por pura cortesía, sino que se obligó a título de indemnización, siquiera parcial, a la Iglesia por los bienes que el Estado arrebató a ésta durante la primera revolución. Por otra parte, cuando en este mismo Concordato, y por bien de la paz, el Romano Pontífice se comprometió, en su nombre y en el de sus sucesores, a no inquietar a los detentadores de los bienes que fueron arrebatados a la Iglesia, puso a esta promesa una condición: la de que el Gobierno francés se obligase a cubrir perpetuamente y de un modo decoroso los gastos del culto divino y del clero.

Es además dañosa para el propio Estado francés
Finalmente, no hemos de callar un cuarto punto: esta ley será gravemente dañosa no sólo para la Iglesia, sino también para vuestra nación. Porque es indudable que debilitará poderosamente la unión y la concordia de los espíritus, sin la cual es imposible que pueda prosperar o vivir una nación; unión cuya incólume conservación, sobre todo en la actual situación de Europa, deben buscar todos los buenos franceses que aman a su patria. Nos, siguiendo el ejemplo de nuestro predecesor, de cuyo particularísimo afecto a vuestra nación somos herederos, al esforzarnos por conservar en vuestra nación la integridad de los derechos de la religión recibida de vuestros mayores, hemos procurado siempre, y seguiremos procurando, la confirmación de la paz y de la concordia fraterna, cuyo lazo más fuerte es precisamente el vínculo religioso. Por esta razón, vemos con suma angustia la ejecución por parte del Gobierno francés de una determinación que, avivando las pasiones populares, harto excitadas en materia religiosa, parece muy propia para perturbar profundamente vuestra nación.

Condenación de la ley
Por todas estas razones, teniendo presente nuestro deber apostólico, que nos obliga a defender contra todo ataque y conservar en su integridad los sagrados derechos de la Iglesia, Nos, en virtud de la suprema autoridad que Dios nos ha conferido, condenamos y reprobamos la ley promulgada que separa al Estado francés de la Iglesia; y esto en virtud de las causas que hemos expuesto anteriormente, por ser altamente injuriosa para Dios, de quien reniega oficialmente, sentando el principio de que la República no reconoce culto alguno religioso; por violar el derecho natural, y el derecho de gentes, y la fidelidad debida a los tratados; por ser contraria a la constitución divina de la Iglesia, a sus derechos esenciales y a su libertad; por conculcar la justicia, violando el derecho de propiedad, que la Iglesia tiene adquirido por multitud de títulos y, además, en virtud del Concordato; por ser gravemente ofensiva para la dignidad de la Sede Apostólica, para nuestra persona, para el episcopado, para el clero y para todos los católicos franceses. En consecuencia, protestamos solemnemente y con toda energía contra la presentación, votación y promulgación de esta ley, y declaramos que jamás podrá ser alegada cláusula alguna de esta ley para invalidar los derechos imprescriptibles e inmutables de la Iglesia.

IV. LA IGLESIA ANTE LA NUEVA SITUACIÓN

Postura de la Santa Sede
Era obligación nuestra hacer oír estas graves palabras y dirigirlas, venerables hermanos, a vosotros, al pueblo francés y a todo el orbe cristiano, para condenar esta ley de separación. Profunda es, ciertamente, nuestra tristeza, como ya hemos dicho, porque preveemos los males que esta ley va a traer sobre una para Nos querida nación; y nos produce una tristeza más honda todavía la perspectiva de los trabajos, padecimientos y tribulaciones de toda suerte que van a caer sobre vosotros, venerables hermanos y sobre vuestro clero. Sin embargo, el pensamiento de la divina bondad y de la divina providencia y la certísima esperanza de que Jesucristo nunca abandonará a su Iglesia ni la privará de su indefectible apoyo nos impiden incurrir en una depresión o tristeza excesivas. Por esta razón, Nos estamos muy lejos de temer por la Iglesia. La estabilidad y la firmeza de la Iglesia son cosa de Dios, y la experiencia de tantos siglos lo ha demostrado suficientemente. Nadie ignora, en efecto, las innumerables y cada vez más terribles persecuciones que ha padecido en tan largo espacio de tiempo, y, sin embargo, de esas situaciones, en las que toda institución puramente humana habría perecido necesariamente, la Iglesia sacó una energía más vigorosa y una más opulenta fecundidad. Y las leyes persecutorias que contra la Iglesia promulga el odio -la historia es testigo de ello- acaban casi siempre derogándose prudentemente, cuando quedan evidenciados los daños que causan al propio Estado. La misma historia moderna de Francia prueba este hecho histórico. ¡Ojalá que los que en este momento ejercen el poder en Francia imiten en esta materia el ejemplo de sus antecesores! ¡Ojalá que, con el aplauso de todas las personas honradas, devuelvan pronto a la religión, creadora de la civilización y fuente de prosperidad pública para los pueblos, el honor y la libertad que le son debidos!

Acción del episcopado y del clero de Francia

Entretanto, y mientras dure la persecución opresora, los hijos de la Iglesia, revestidos de las armas de la luz[9], deben trabajar con todas sus fuerzas por la justicia y la verdad: si éste es siempre su deber, hoy día es más que nunca necesario[10]. En esta lucha santa, vosotros, venerables hermanos, que debéis ser maestros y guías de todos los demás, pondréis todo el ardor de aquel vigilante e infatigable celo que en todo tiempo ha sido gloria universal del episcopado francés. Sin embargo, Nos queremos que vuestra mayor preocupación consista -es cosa de capital importancia- en que en todos los pro­yectos que tracéis para la defensa de la Iglesia os esforcéis por realizar la unión más perfecta de corazones y voluntades. Nos tenemos el firme propósito de dirigiros, a su tiempo, la norma directiva de vuestra labor en medio de las dificultades de la hora actual; y tenemos la seguridad de que conformaréis con toda diligencia vuestra conducta a nuestras normas. Entretanto, proseguid la obra saludable a que estáis consagrados, de vigorizar todo lo posible la piedad de los fieles; promoved y vulgarizad más y más las enseñanzas de la doctrina cristiana; preservad a la grey que os está confiada de los errores engañosos y de las seducciones corruptoras tan extensamente difundidas hoy día; instruid, prevenid, estimulad y consolad a vuestro rebaño; cumplid, en suma, todas las obligaciones propias de vuestro oficio pastoral. En esta empresa tendréis siempre la colaboración infatigable de vuestro clero, rico en hombres de valer por su virtud, su ciencia y su adhesión a la Sede Apostólica, del cual sabemos que se halla siempre dispuesto, bajo vuestra dirección, a sacrificarse sin reservas por el triunfo de la Iglesia y la salvación, de las almas. Ciertamente, los miembros del clero comprenderán que en esta tormentosa situación es menester que se apropien los afectos que en otro tiempo tuvieron los apóstoles, y sentirse contentos porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús. Por consiguiente, reivindicarán enérgicamente los derechos y la libertad de la Iglesia, pero sin ofender a nadie en esta defensa; antes bien, guardando cuidadosamente la caridad, como conviene sobre todo a los ministros de Jesucristo, responderán a la injuria con la justicia, a la contumacia con la dulzura, a los malos tratos con positivos beneficios.

Conducta del laicado católico francés
A vosotros nos dirigimos ahora, católicos de Francia. Llegue a vosotros nuestra palabra como testimonio de la tierna benevolencia con que no cesa­mos de amar a vuestra patria y como consuelo en las terribles calamidades que vais a experimentar. Conocéis muy bien el fin que se han propuesto las sectas impías que os hacen doblar la cerviz bajo su yugo, porque ellas mis­mas lo han declarado con cínica audacia: borrar el catolicismo en Francia. Quieren arrancar radicalmente de vuestros corazones la fe que colmó de gloria a vuestros padres; la fe que ha hecho a vuestra patria próspera y grande entre las naciones; la fe que os sostiene en las pruebas, conserva la tranquilidad y la paz en vuestros hogares y os franquea el camino para la eterna felicidad. Bien comprenderéis que tenéis el deber de consagraros a la defensa de vuestra fe con todas las energías de vuestra alma; pero tened muy presente esta advertencia: todos los esfuerzos y todos los trabajos resultarán inútiles si pretendéis rechazar los asaltos del enemigo manteniendo desunidas vuestras filas. Rechazad, por tanto, todos los gérmenes de desunión, si existen entre vosotros, y procurad que la unidad de pensamiento y la unidad en la acción sean tan grandes como se requiere en hombres que pelean por una misma causa, máxime cuando esta causa es de aquellas cuyo triunfo exige de todos el generoso sacrificio, si es necesario, de cualquier parecer personal. Es totalmente necesario que deis grandes ejemplos de abnegada virtud, si queréis, en la medida de vuestras posibilidades, como es vuestra obligación, librar la religión de vuestros mayores de los peligros en que actualmente se encuentra. Mostrándoos de esta manera benévolos con los ministros de Dios, moveréis al Señor a mostrarse cada vez más benigno con vosotros.

Dos condiciones necesarias
Pero, para iniciar dignamente y mantener útil y acertadamente la defensa de la religión, os son necesarias principalmente dos condiciones: primera, que ajustéis vuestra vida a los preceptos de la ley cristiana con tanta fidelidad, que vuestra conducta y vuestra moralidad sean una patente manifestación de la fe católica; segunda, que permanezcáis estrechamente unidos con aquellos a quienes pertenece por derecho propio velar por los intereses religiosos, es decir, con vuestros sacerdotes, con vuestros obispos y, principalmente, con esta Sede Apostólica, que es el centro sobre el que se apoya la fe católica y la actividad adecuada a esta fe. Armados de este modo para la lucha, salid sin miedo a la defensa de la Iglesia; pero procurad que vuestra confianza descanse enteramente en Dios, cuya causa sostenéis, y, por tanto, no ceséis de implorar su eficaz auxilio. Nos, por nuestra parte, mientras dure este peligroso combate, estaremos con vosotros con el pensamiento y con el corazón; participaremos de vuestros trabajos, de vuestras tristezas, de vuestros padecimientos, y elevaremos nuestras humildes y fervorosas oraciones al Dios que fundó y que conserva a su Iglesia, para que se digne mirar a Francia con ojos de misericordia, disipar la tormenta que se cierne sobre ella y devolverle pronto, por la intercesión de María Inmaculada, el sosiego y la paz.
Como prenda de estos celestiales bienes y testimonio de nuestra especial predilección, Nos impartimos a vosotros, venerables hermanos, a vuestro clero y al pueblo francés la bendición apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de febrero de 1906, año tercero de nuestro pontificado. PÍO X.

[1] Los jalones principales de esta política sectaria anticatólica fueron los siguientes: ley declarando obligatoria la instrucción laica en la enseñanza primaria pública (28 marzo de 1882); ley restableciendo el divorcio (27 julio de 1884); ley suprimiendo las oraciones públicas al comenzar los periodos parlamentarios (14 agosto de 1884); ley contra el patrimonio de las Ordenes y Congregaciones religiosas (29 diciembre de 1884); ley excluyendo de la enseñanza pública a los institutos religiosos (30 octubre de 1886); ley declarando obligatorio el servicio militar de los clérigos (15 julio de 1889); ley excluyendo del derecho común a las Ordenes y Congregaciones religiosas (1 julio de 1901); ley de supresión de los Institutos religiosos dedicados a la enseñanza (17 julio de 1904).
En la alocución consistorial de 14 de noviembre de 1904, Pío X rechazó la acusación de que la Iglesia hubiese violado el concordato con el Estado francés (ASS 37 [1904­19051301-309). La Secretaría de Estado publicó con este motivo una exposición do­cumentada acerca de la ruptura unilateral de relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y el Gobierno francés (ASS 37 [11904-1905136-43).
En un importante discurso, de 19 de abril de 1909, a una peregrinación francesa. Pío X, después de subrayar la inalterable fidelidad de la Francia católica a la Cátedra de Pedro y señalar que la Iglesia domina al mundo por ser esposa de Jesucristo, se expresaba con los siguientes términos: «El que se revuelve contra la autoridad de la Iglesia con el injusto pretexto de que la Iglesia invade los dominios del Estado, pone limites a la verdad; el que la declara extranjera en una nación, declara al mismo tiempo que la verdad debe ser extranjera en esa nación; el que teme que la Iglesia debilite la libertad y la grandeza de un pueblo, está obligado a defender que un pueblo puede ser grande y libre sin la verdad. No, no puede pretender el amor un Estado, un Gobierno, sea el que sea el nombre que se le dé, que, haciendo la guerra a la verdad, ultraja lo que hay en el hombre de más sagrado. Podrá sostenerse por la fuerza material, se le temerá bajo la amenaza del látigo, se le aplaudirá por hipocresía, interés o servilismo, se le obedecerá, porque la religión predica y ennoblece la sumisión a los poderes humanos, supuesto que no exijan cosas contrarias a la santa a ley de Dios. Pero, sí el cumplimiento de este deber respecto de los poderes humanos, en lo que es compatible con el deber respecto de Dios, hace la obediencia más meritoria, ésta no será por ello ni más tierna, ni más alegre, ni más espontánea, y desde luego nunca podrá merecer el nombre de veneración y de amor» (AAS 1 [ 10091407-410).
Puede establecerse un cierto paralelismo, por las analogías intrínsecas de los supuestos nacionales respectivos, entre la carta Vehementer Nos, de San Pío X, al episcopado francés, y la carta Dilectissima Nobis, de Pío XI, al episcopado español con motivo de la legislación republicana persecutoria de la Iglesia.
[2] Pío X, Carta encíclica al episcopado, clero y pueblo de Francia: ASS 39 (1906) 3­ 16; APX 3,24-39.
[3] León XIII, Immortale Dei [6]: ASS 18 (1885) 166; AL 2,152ss.
[4] Ibid.
[5] Alocución de 13 de abril de 1888 a una peregrinación francesa, A lo largo del año 1904, Pío X reiteró sus avisos a los católicos de Francia; véanse particularmente las alocuciones a una peregrinación de obreros franceses católicos, 8 de septiembre de 1904 (ASS 37 [1904-1905] 150-154), y a una peregrinación de la archidiócesis de París, 23 del mismo mes (ASS 37 [1904-1005! 231-235) y el Discurso de 15 de octubre de 1904 a la Asociación de Juristas Católicos de Francia (ASS 37 [1904-19051359-361).
[6] Ef 4, 11 ss.
[7] Cf. Mt 28,18-20; 16,18-19; 18,17; Tt 2,15; 2 Cor 10,6; 13,10.
[8] San Cipriano, Epist. 33 (al. 18 ad lapsos) 1: PL 4,298.
[9] ROM 13,12.
[10] En la carta dirigida al director de la Revue Catholique des Institutions et du Droit por la Secretaría de Estado con fecha 17 de enero de 1910 se exhortaba a los juristas franceses a defender el derecho frente a la legislación sectaria: "En las graves circunstancias en que se encuentra la católica Francia, cuando el poder legislativo no es, por desgracia con demasiada frecuencia, en manos de los que dominan, más que un instrumento de persecución, es necesario que hombres que unan los principios religiosos inflexibles con un conocimiento profundo de las cuestiones jurídicas puedan defender el derecho con excesiva frecuencia desconocido, y por lo menos iluminar a los que hacen las leyes, a los que las aplican y a los que las padecen" (AAS [1910191).