EPILOGO: UNA APOLOGÉTICA POR LA HISTORIA
Jesús es Dios, por su propia palabra cierta indesmentible.
Jesús es Dios, por su propia palabra cierta indesmentible.
Existe Dios, pues Jesús se proclama Dios, y declara conocer directamente a su Padre, uno con él. Esta verdad de la existencia de Dios, es confirmada por la razón con diversos, numerosos y magníficos argumentos, que adquieren nueva luz con la premisa de Jesús. Son los argumentos físicos, metafísicos y morales, que nos parecen ciertos y seguros en sí mismos, y con máxima fuerza, reunidos, frente a todo agnosticismo.
Y este Dios, declarado en Jesús, es el Dios bíblico, con todos sus atributos y supremas cualidades: Creador, Eterno, Juez, Omnipotente, Omnisciente...No puede ser otro ni de otro modo, y es el Absoluto, pero Personal; el Desconocido, pero dado a conocer; el venerado por los hombres, aunque por muchos entre nieblas deformantes.
El Concilio Vaticano I, al proponer la fe de la Iglesia en Dios, le atribuye todos estos atributos como propios del verdadero Dios de nuestra fe:
El Concilio Vaticano I, al proponer la fe de la Iglesia en Dios, le atribuye todos estos atributos como propios del verdadero Dios de nuestra fe:
«La santa Iglesia católica, Apostólica y Romana cree y confiesa que hay un solo Dios, verdadero y vivo, creador y señor del cielo y de la tierra, omnipotente, eterno, inmenso, incomprensible, infinito en su entendimiento y voluntad, y en toda perfección; el cual, siendo una sola sustancia espiritual, singular, absolutamente simple e inmutable, distinto del mundo real y esencialmente, felicísimo en sí y de sí, e inefablemente excelso, por encima de todo lo que fuera de El mismo existe o puede ser concebido». (Constit. de Fide, c. 1, Denz. B., n. 1782).
Estos atributos del verdadero Dios de la fe pueden ser deducidos por análisis del concepto de Dios ya demostrado como existente por los otros argumentos, pero es siempre más difícil. En cambio, es claro que este mismo es el concepto del Dios bíblico del AT, el cual es el Dios del que habla Jesús de Nazaret, al identificarse con El. Este Dios existe y tiene tales atributos.
Y este Jesús, así mostrado como base de la nueva demostración, es precisamente el de los evangelios sobre los que proyecta su clara luz, de personalidad y de fe, de historia y de inspiración. Son verdaderos sus milagros, es verdadera su resurrección y ascensión. Es verdadera su Iglesia, son verdaderos válidos sus mandamientos.
Hay que reconocer que esta apologética, así construida a partir de la divinidad de Jesús según su personal afirmación, que históricamente se impone como válida, solamente lo es para aquellos que tienen noticia de Jesús de Nazaret por los evangelios y su predicación. Quienes no le conocen —y son muchos en la historia de la humanidad hasta hoy—- han de encontrar a Dios a través de sus obras creadas, y por medio de la razón. Pero, si miran al hito histórico de Jesús de Nazaret, también éstos encontrarán una fuente de luz nueva que ilumine, con esplendores renovados, sus certezas racionales. Y ninguna filosofía, idealista o no, puede impedir que la Historia, maestra de la vida, derrame su luz sobre los ojos que se abran para recibirla. Porque no hay filosofía que anule la historia de los hombres, que nos habla con humana voz.
Brilla así a nuestros ojos, magníficamente asombrados, la luz de Jesús de Nazaret, hijo de Adán y de Dios, hijo de la Virgen María y del Eterno Padre, hecho hombre por obra del Espíritu Santo, y lleno de su unción celeste en la humanidad desde el principio.
Al contemplarle nos sentimos atraídos por el recuerdo bíblico, lleno también de luz, de la Transfiguración de Jesús, para expresar nuestro pensamiento con una imagen de imborrable recuerdo. Jesús, en la luz radiante de su divinidad, se alza sobre el monte, como un sol su perfecto rostro, como una nieve los vestidos, transparentes y lúcidos como un recuerdo del altísimo paraíso que posee. A sus lados están Moisés y Elías, también iluminados por la propia luz de Jesús, como un testimonio de la Ley y los Profetas. A sus pies, los tres apóstoles que representan a la Iglesia de Jesús. Y, según la inolvidable pintura de Rafael, a los pies del monte hallamos la dramática escena humana del poseso, en contraste con la luz. Es el mundo, que necesita a Jesús.
Jesús de Nazaret, hijo de Adán y de Dios, ha venido a salvar a la humanidad del poder del Mal y de las Tinieblas. Sea este recuerdo de su Luz el que lleven los ojos del lector al cerrar la última página de este libro, en el que hemos querido hacer pobremente el homenaje de nuestra facultad, como ella sea, al autor de todo bien.
«El Señor Jesús es el fin de la historia humana, el punto de convergencia de los deseos humanos de la historia y de la civilización, el centro del género humano, el gozo del corazón, la plenitud de sus aspiraciones» (Conc. Vatic. II, Gaudium et Spes, n. 45).
«Es el Alfa y la Omega,
el Primero y el Ultimo,
el Principio y el Fin».
(Ap 1, 8.17) YO-SOY - YAHVEH
Estos atributos del verdadero Dios de la fe pueden ser deducidos por análisis del concepto de Dios ya demostrado como existente por los otros argumentos, pero es siempre más difícil. En cambio, es claro que este mismo es el concepto del Dios bíblico del AT, el cual es el Dios del que habla Jesús de Nazaret, al identificarse con El. Este Dios existe y tiene tales atributos.
Y este Jesús, así mostrado como base de la nueva demostración, es precisamente el de los evangelios sobre los que proyecta su clara luz, de personalidad y de fe, de historia y de inspiración. Son verdaderos sus milagros, es verdadera su resurrección y ascensión. Es verdadera su Iglesia, son verdaderos válidos sus mandamientos.
Hay que reconocer que esta apologética, así construida a partir de la divinidad de Jesús según su personal afirmación, que históricamente se impone como válida, solamente lo es para aquellos que tienen noticia de Jesús de Nazaret por los evangelios y su predicación. Quienes no le conocen —y son muchos en la historia de la humanidad hasta hoy—- han de encontrar a Dios a través de sus obras creadas, y por medio de la razón. Pero, si miran al hito histórico de Jesús de Nazaret, también éstos encontrarán una fuente de luz nueva que ilumine, con esplendores renovados, sus certezas racionales. Y ninguna filosofía, idealista o no, puede impedir que la Historia, maestra de la vida, derrame su luz sobre los ojos que se abran para recibirla. Porque no hay filosofía que anule la historia de los hombres, que nos habla con humana voz.
Brilla así a nuestros ojos, magníficamente asombrados, la luz de Jesús de Nazaret, hijo de Adán y de Dios, hijo de la Virgen María y del Eterno Padre, hecho hombre por obra del Espíritu Santo, y lleno de su unción celeste en la humanidad desde el principio.
Al contemplarle nos sentimos atraídos por el recuerdo bíblico, lleno también de luz, de la Transfiguración de Jesús, para expresar nuestro pensamiento con una imagen de imborrable recuerdo. Jesús, en la luz radiante de su divinidad, se alza sobre el monte, como un sol su perfecto rostro, como una nieve los vestidos, transparentes y lúcidos como un recuerdo del altísimo paraíso que posee. A sus lados están Moisés y Elías, también iluminados por la propia luz de Jesús, como un testimonio de la Ley y los Profetas. A sus pies, los tres apóstoles que representan a la Iglesia de Jesús. Y, según la inolvidable pintura de Rafael, a los pies del monte hallamos la dramática escena humana del poseso, en contraste con la luz. Es el mundo, que necesita a Jesús.
Jesús de Nazaret, hijo de Adán y de Dios, ha venido a salvar a la humanidad del poder del Mal y de las Tinieblas. Sea este recuerdo de su Luz el que lleven los ojos del lector al cerrar la última página de este libro, en el que hemos querido hacer pobremente el homenaje de nuestra facultad, como ella sea, al autor de todo bien.
«El Señor Jesús es el fin de la historia humana, el punto de convergencia de los deseos humanos de la historia y de la civilización, el centro del género humano, el gozo del corazón, la plenitud de sus aspiraciones» (Conc. Vatic. II, Gaudium et Spes, n. 45).
«Es el Alfa y la Omega,
el Primero y el Ultimo,
el Principio y el Fin».
(Ap 1, 8.17) YO-SOY - YAHVEH