Segunda parte: El Mesías de Israel I. Los documentos evangélicos RESUMEN Los hechos y palabras de Jesús de Nazaret, en relación con sus propias afirmaciones de ser en primer lugar el Mesías esperado por Israel, y en segundo lugar verdadero Hijo de Dios y Dios él mismo, se hallan recogidos en los cuatro evangelios desde la antigüedad. El nombre de “evangelio” señala un género literario muy especial. Son hechos y palabras de Jesús de Nazaret recogidos con fidelidad de testigos, que primero los proclamaron en forma oral, y luego fueron escritos en la forma actual. Existen otros escritos apostólicos en forma de epístolas doctrina¬les, en los que hay algunas referencias a hechos fundamentales de Jesús, como su muerte y pasión, su resurrección y ascensión, y en general su persona. Pero en esta forma de relatos de carácter narrativo, o recopilador de sentencias y doctrina entreverada con hechos y milagros, gestos y actitudes, sólo tenemos estos cuatro documentos. Sigue a ellos el libro de los Hechos apostólicos, que continúa los relatos de los trabajos apostólicos, en forma semejante, a partir de la ascensión de Jesús. 1. Fechas y autores de los evangelios Nos interesan las fechas de los documentos, y después sus autores. La muerte de Jesús se puede fijar en el año 30 de la era cristiana. ¿Cuánto tiempo después de su muerte fueron escritos estos documentos? Consideremos, para fijar las fechas de los documentos evangéli¬cos, el orden de prelación de los mismos. Considerando el problema sinóptico, y al interdependencia de los tres evangelios tales, se viene a establecer primero un evangelio en lengua aramea, escrito por Mateo según la tradición; después el atribuido a Marcos, el más breve de todos y que lleva en sí el sello de máxima antigüedad de los existentes. De éste, con seguridad, depende el de Lucas, además de sus propios datos, y el griego llamado hoy de Mateo es más o menos posterior al de Lucas. Fijemos este orden de prelación o antigüedad numéricamente, para facilitar las dataciones: 1. catequesis orales apostólicas: Pedro; Mateo (…) 2. evangelio arameo de Mateo (perdido, al parecer traducido al griego entonces, ¿logia?) 3. evangelio de Marcos 4. evangelio de Lucas 5. hechos apostólicos, del mismo autor 6. evangelio griego llamado de Mateo (actual) a) 5 – Hechos apostólicos de Lucas, años 61-63 b) 4 – Evangelio de lucas, anterior, años 55-60 c) 3 – Evangelio de Marcos, anterior a Lucas, años 50-55 d) 2 – Evangelio aramaico Mateo, anterior, años 40-50 El Evangelio griego actual de Mateo, parece tener como fecha límite el año 70 de la destrucción de Jerusalén. La otra escala de datación de fechas parte de la prioridad del evangelio de Marcos, escrito en vida de Pedro, tiene el año 64 como límite por muerte de Pedro. De ahí corre la escala: Lucas, después, Hechos después, Mateo después. Resultado: Marcos, a.64; Lucas, a.70; Hechos, a. 70-80; Mateo griego, 70-80. Como se ve, con todo no hay más diferencia con la otra que una década. No es grande tal retraso aunque no parece legítimo. No hay lejanía de los sucesos. Tratemos ahora de la autoría de estos libros. Los tres sinópticos son atribuidos a Mateo, Marcos y Lucas, a quien también corresponde el libro de los Hechos. Los evangelios llevan, al menos ya desde el siglo II, el signo de la atribución de autor en la divisa superpuesta por otra mano según Mateo, Marcos o Lucas. El evangelio de Juan debe ser tratado aquí con un particular cuidado cuanto al autor. Si se consulta la tradición eclesial unánime de la antigüedad, el autor del cuarto evangelio es Juan el apóstol, uno de los Doce. Es cierto que hubo una distinción, que recogió Eusebio de Cesárea, a propósito de Juan, como si fuesen dos Juanes, uno el apóstol y otro el anciano presbítero. Pero el propio Eusebio aprovechó esta distinción, sacada de Papías, para atribuir al anciano desconocido no el evangelio, que sigue siendo escrito por Juan el apóstol, sino el Apocalipsis, que tiene Eusebio empeño en no concederlo al apóstol, por las teorías milenarista que se apoyan en él en algunos pasajes. Resulta curioso en este punto que el Apocalipsis, en su propio texto, declara que su autor es Juan, y este hombre llamado Juan es conocido por la iglesia por haber estado en la isla de Patmos desterrado (Ap 1, 1.4.9). En cambio el evangelio no da directamente el nombre del autor, pero lo atribuye al que llama «el discípulo quien Jesús amaba». ¿Cuál es en realidad la razón que ha movido a los críticos liberales y racionalistas a rechazar, con Harnack, o a poner en duda la autoría de Juan en este evangelio? Se objeta, en efecto, que una reflexión teológica tan profunda como este evangelio revela no conviene a un pescador de Galilea, como fuera Juan. Pero este pensamiento no tiene en cuenta el valor carismático y sobrenatural de Pentecostés. Así pues no se ve qué dificultad exista en que uno de los doce, después de unos sesenta años de reflexión lúcida de fe y Espíritu Santo sobre los sucesos, haya escrito un evangelio tan profundo y admirable. Es San Justino en el s. II quien ha recordado con palabra precisa que los evangelios son “recuerdo o memorias” apostólicas (apomnemoneúmaía).. Y al ser recuerdos con las variantes de redacción que se quiera, resultan testimonios válidos históricamente, no recusables en cuanto a su sustancia, aunque sena modelados en el detalle. Queda así el conjunto de los escritos evangélicos, documentos básicos para el estudio de las palabras y hechos de Jesús que nos interesan, situado en cuanto a fechas y autores, del siguiente modo: 1.- Evangelio arameo de Mateo apóstol a. 40-50 (40-50) 2.- Evangelio de Marcos, intérprete de Pedro apóstol a. 50-55 (60-65) 3.- Evangelio de Lucas a. 55-60 (65-75) 4.- Hechos apostólicos de Lucas a. 61-63 (c. 75) 5.- Evangelio griego de Mateo, anónimo a. 65-70 (70-80) 6.- Evangelio de Juan apóstol a. 95-100 (cfr. Jn 21, 23) 2. El Discípulo Amado La tradición católica, desde la antigüedad de los primeros testimonios, ha señalado a Juan, hijo de Zebedeo y uno de los Doce apóstoles de Jesús, como autor del cuarto evangelio. Tal autoría ha sido rechazada por la teología protestante crítica a partir del s. XIX con Harnack. Resulta evidente, como decimos en el texto, que según el capítulo 21, 24 del evangelio, el autor (“el que escribió esto”) es el que es llamado repetidas veces en este evangelio con el nombre particular de “el Discípulo amado” (Jn 21, 24; Jn 13, 23-25; 19, 26-27; 20, 2-8; 21, 7.20.24). La tradición católica siempre ha estimado que tal condición convenía a Juan apóstol, a quien se atribuía desde el principio este evangelio. Parece que para apartarse de este común y antiguo sentir debe haber ahora una razón de fuerza especial. Pero esta razón, en realidad, no aparece. Es así Juan el Discípulo Amado que recostó la cabeza en el pecho de Jesús, signo de amor confiado, como él dice de Jesús que se halla “en el seno del Padre” (Jn 1, 18). Es uno de los Doce, porque tiene la condición de consagración sacerdotal de la Cena, y porque es un “testigo de los hechos de Jesús”, condición para ser de los Doce, como se ve en la elección de Matías (Act 1, 21-22; Jn 15, 27; 19, 35; 20, 30). Siendo uno de los Doce, y siendo los tres predilectos claramente Pedro, Santiago y Juan, sólo puede ser de ellos el tercero. 3. Los evangelios documentos pospacuales Los evangelios reflejan ciertamente la fe respirada en el ambiente de la comunidad primitiva de la Iglesia, cuyos jefes venerados eran los apóstoles, a los que luego se añadió con la misma categoría Pablo (Act 1, 13.26; Gal 2, 9; 1 Cor 9, 1). De esta unidad de fe exigida a la iglesia apostólica habla Pablo a los Corintios: “Tanto yo como los apóstoles este hemos predicado, esto habéis creído” (1 Cor 15, 11), que es lo que “vosotros recibisteis, por lo cual so salváis” (1. Cor 15, 1-2). Y a los Gálatas, exigiéndoles que no se aparten de la doctrina recibida de la tradición apostólica: “Aunque yo mismo, o un ángel del cielo, os predique distintas de las que yo os prediqué, sea anatema. Es lo recibido, la “tradición” de la enseñanza evangélica del mensaje, lo que es común a todos. Respecto al punto que es el centro de nuestro interés en este estudio, la divinidad mesiánica de Jesús, es cosa cierta que ésta era la fe común y el centro nuclear de la fe apostólica después de la pascua, siendo testigos de la resurrección de Jesús. Ha resucitado y es Señor o Dios. Pedro da testimonio directo de su fe en su primera carta apostólica. Prescindiendo ahora del valor histórico de realidad de tales hechos testificados en estos documentos, no cabe duda de que son enteramente válidos como testimonio de la fe de Pedro en medio de la comunidad cristiana, que los acepta. “Tú eres el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16), y “Este es mi Hijo amado en quien me complazco” (Mt 17, 5; 2 Pe 1, 17). Tal es la fe en Pedro en la comunidad cristiana pospascual. La fe de Juan, prescindiendo ahora de su evangelio, aparece en su primera epístola con claridad precisa. En ella nombra a Jesús el Cristo, Jesucristo, y declara que “Jesús es el Cristo” (1 Jn 2, 22; 5,1). Esta es su fe mesiánica. “¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?” (5, 5). Y llama a Jesús “Hijo Unigénito de Dios” (1, 2; 5, 11-12) La vida de Dios está en este Hijo: «Esta vida está en el Hijo de Dios» (1, 2; 5, 11-12). Y, en fin, proclama expresamente la identidad del Hijo con el mismo Dios: “Sabemos que el Hijo de Dios ha venido… y que estamos en su verdadero Hijo. Este es verdadero Dios y Vida eterna” (5, 20). De su evangelio hablaremos luego. La fe de Pablo, lo primero queremos señalar que la fe que resplandece en sus múltiples cartas y en sus palabras, narradas en los Hechos por Lucas, con abundancia, además de ser su fe propia, testifica él mismo que es la fe de todos los apóstoles y de la comunidad. Tras su conversión Pablo, que ha visto a Jesús resucitado (1 Cor 9, 1), después de bautizado por Ananías se dirigió a la Sinagoga y comenzó a predicar que “Jesús es el Hijo de Dios y el Cristo” (Act 9, 19-22). Mesiandad y divinidad de Jesús como fe básica. Especialmente significativos son sus célebres “himnos cristológicos”. Sin analizarlo más despacio aquí, bastará recordar que en la carta a los Filipenses afirma que Jesús “estando en la forma (morfé) de Dios no estimó rapiña ser igual a Dios” (Flp 2, 5). En el himno de la epístola a los Colosenses, escribe: “Es imagen de Dios invisible… en El han sido creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra (…) todas han sido creadas por El y para El, y El es anterior a todas las cosas, y todas se fundan en El” (Col 1, 15-17). Al proclamar así a Jesucristo creador de todo, y fundamento de todo, lo proclama Dios, siendo «imagen de Dios», como Hijo. Podemos con certeza asegurar, y no parece que nadie pueda discutirlo, que en la comunidad apostólica pospascual Jesús de Nazaret es proclamado y creído Hijo de Dio y verdadero Dios. Esta fe de la comunidad apostólica es la que a través de los siglos ha llegado intacta hasta hoy, cuando se sigue expresando la fe en Jesús Hijo de Dios y Dios verdadero, con la misma fuerza y claridad. Las desfiguraciones que intentaron, como el error en que cayeron durante varios siglos los que se desviaron, fueron corregidos por la Iglesia en sus Concilios, desde Nicea hasta Calcedonia y Constantinopla III pasando por Efeso y Constantinopla I y II. La afirmación de la única persona divina de Jesús con dos naturalezas, vértice de esa declaración del dogma de la Iglesia, es en realidad la misma que los apóstoles proclamaban en la comunidad cristiana primera y ésta creía. Era un hombre, con acciones humanas, Jesús de Nazaret, con quien ellos habían convivido humanamente, aquel a quien proclamaban Dios verdadero. No podía serlo sino de una sola manera, pues tenía naturaleza humana: siendo persona divina que era el sujeto de todas sus acciones. Tal es la fe de la Iglesia, que todavía hoy se sigue proclamando al proclamar el Credo Niceno- Constantinopolitano: “Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero; engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre, por quien todo fue hecho” Y en Calcedonia, con fórmula definitiva: “Conservando cada naturaleza (divina y humana) su propiedad, y concurriendo en una sola persona y en una sola hipóstasis” (unión hipostática o personal. Aquí ya: hipóstasis = persona) (Denz, 148). En aquel ambiente pospascual brotaron los escritos evangélicos. Y los mismos evangelistas, que recogen las palabras y los hechos de Jesús en su vida mortal, y su resurrección y vida inmortal manifestada en apariciones a sus discípulos proclaman también ellos su propia fe de cristianos. Marcos inicia su evangelio con este título: “Principio del Evangelio de Jesucristo Hijo de Dios” (Mc 1, 1). Juan comienza el suyo con la admirable declaración de esta fe: “En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios (…) Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros” (Jn 1, 1.14); y lo termina en el primer epílogo diciendo: “Estas cosas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo el Hijo de Dios” (Jn 20, 31). En cuanto a Mateo, al iniciar el evangelio, tras la genealogía humana de Jesús, con el relato de la concepción virginal, dice que se cumplió así el anuncio profético de Isaías Y, aun dejando al margen la exactitud de la interpretación literal, muestra su mente propia al decir: «Llamarán su nombre Emmanuel, que se traduce por Dios-con-nosotros» (Mt 1, 23), terminando su evangelio con la proclamación paritaria de las tres Personas de la Trinidad en la fórmula del bautismo (Mt 28, 19). Lucas, por su parte, que en la genealogía, como vimos, hace descender a Jesús de Adán y a éste de Dios presenta al ángel Gabriel anunciando a María: «El Santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35), y termina su evangelio de la vida con la palabra de Jesús que llama a Dios Padre al morir (Lc 23, 46), anunciando por Jesús la próxima venida del Espíritu (Lc 24, 49), cuando Jesús se dispone a subir al cielo en su ascensión; y en fin, continúa su obra con el libro de los Hechos, en el que hemos" vistopróclamada por los apóstoles la divinidad de Jesusee manera clara. Así, los cuatro evangelistas testimonian también personalmente la fe de la comunidad cristiana en que viven, y expresan la fe común con la propia. Esta proclamación, que se muestra tan claramente en la comunidad apostólica pospascual, de la fe en el divinidad de Jesús, ¿qué raíz tiene, de dónde proviene? Tal es el problema crítico. ¿Fue el propio Jesús, como parece obvio, el que la infundió en ellos con sus palabras propias en vida?; o acaso, ¿ha brotado en ellos tras la resurrección? La crítica ha fijado la atención en la diferencia de la comunidad pospascual y la prepascual. La crítica racionalista solamente acepta esta fe de la comunidad pospascual como fe subjetiva, fundada en la convicción, sin realidad histórica correspondiente, de las apariciones de Jesús resucitado. Ante tales apariciones, explicadas de diversos modos, pero nunca por ellos de manera objetiva exterior, los apóstoles llegaron a la convicción de que Jesús era Dios, y así lo pregonaron. Tal es, en último término, aquello en que se han de resumir las teorías críticas que no aceptan la divinidad de Jesús. Y entonces, los evangelios, que recogen las palabras de Jesús en que se trasluce su divinidad proclamada, son redacciones hechas de las palabras de Jesús a la luz de los acontecimientos pospascuales. Diferencias entre la época prepascual y la pospascual Se ofrece así ante nosotros el importante problema crítico, que ha de examinar si se da tal ruptura entre las dos épocas, prepascual y pospascual, que se hace necesario abordar con claridad. Se puede y debe afirmar que no eran las mismas la claridad y firmeza de la fe apostólica, antes y después de la resurrección de Jesús. Esta se ha convertido en el fundamento de la misma fe total, como en su centro (1Cor 15, 14.17). Juan dice que al ver los lienzos del sepulcro “vio y creyó” (Jn 20, 8). Lucas dice que Jesús “abrió el sentido de inteligencia de las Escrituras” a los apóstoles después de su resurrección (Lc 24, 45-46). La luz de Pentecostés hizo aún más clara y firme la fe apostólica. Así el problema para los textos evangélicos se convierte en éste: los textos y palabras de Jesús en su vida mortal, la casi totalidad del evangelio, ¿han sido recogidos a la luz de la nueva fe que los transforma en su propia estructura, o son realmente, en la medida de los posible, del propio Jesús? Aquí nos hemos de referir de modo particular a sus afirmaciones, directas o indirectas, de divinidad. ¿Son de él o han sido puestas en su boca por una fe que las transforma? ¿Dijo que era Dios o se lo han hecho decir, con toda la buena voluntas que se quiera, pero no objetivamente? ¿O hay acaso que entender de otro modo tales palabras? Resolver este problema de tan grande importancia crítica es el intento de nuestro trabajo. Para hacerlo en justa medida, propondremos primero las afirmaciones de Jesús que los evangelios le atribuyen, y las examinaremos en sí mismas, y después habremos de examinar las razones que muevan a pensar que le deben ser reconocidas como propias. Logrado esto nos encontraremos en condiciones de basarnos en las propias palabras de Jesús, con modalidades indudables de redacción, pero sustancialmente reconocidas ciertas y verdaderas, para llegar a encontrar el fundamento de la fe en su divinidad. El mismo fundamento, y con la misma luz, de razón, de historia, y sobre todo de fe, con que los apóstoles y evangelistas las pensaron, meditaron y escribieron. Como nos interesa una doble calidad de las afirmaciones de Jesús, la de su mesiandad y la de su divinidad, dividimos ahora el estudio de las afirmaciones contenidas en los evangelios en dos partes. En la segunda parte que iniciamos aquí, estudiamos las afirmaciones mesiánicas, que responden a esta pregunta: ¿Se proclamó Jesús Mesías de Israel?. La tercera partes, más grave que la anterior todavía, pero íntimamente relacionada con ella, como veremos, responde a esta otra pregunta: ¿Se proclamó Jesús a sí mismo Dios, de un modo o de otro? En ambos problemas solamente nos interesa, en la segunda y tercera parte, sabe si los evangelios le atribuyen manifestaciones realmente mesiánicas y realmente divinas. En la cuarta parte propondremos las razones críticas, ya externas, ya internas, que sustentan la realidad objetiva de tales palabras afirmadas. Por fin, debemos concluir, a vista del resultado crítico, sobre la identidad mesiánica y divina de Jesús.