«En el principio ya existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios...
y la Palabra se hizo carne» (Jn 1,1.14)
El estudio de las sagradas Escrituras ha de ser como el alma de la teología. Para la visión católica de la Sagrada Escritura, la atención a los métodos de exegesis histórico-crítica es imprescindible y va unida al realismo de la encarnación. Es la consecuencia del principio cristiano formulado en el Evangelio de san Juan: “Verbum caro factum est” (Jn 1,14). El hecho histórico es una dimensión constitutiva de la fe cristiana. La historia de la salvación no es una mitología, sino una verdadera historia y, por tanto, hay que estudiarla con los métodos de la investigación histórica seria».
El desarrollo de la investigación bíblica ha sido seguida por El Magisterio de la Iglesia, sobre todo a partir del siglo XIX. Las Encíclicas Providentissimus Deus de León XIII (1893) y Divino afflante Spiritu de Pío XII, marcan dos momentos cruciales en defensa de una verdadera hermenéutica de la Biblia.
León XIII tuvo como objetivo proteger la interpretación católica de la Biblia de los ataques del racionalismo, pero sin refugiarse por ello en un sentido espiritual desconectado de la historia.
Pío XII tuvo que defenderla de una exegesis llamada mística, que rechazaba cualquier aproximación científica.
Ambos documentos rechazaron «la ruptura entre lo humano y lo divino, entre la investigación científica y la mirada de la fe, y entre el sentido literal y el sentido espiritual»
2.-. La falta de una hermenéutica de la fe con relación a la Escritura conduce a una hermenéutica secularizada, positivista, cuya clave fundamental es la convicción de que Dios no aparece en la historia humana.
3.- Esta postura produce daños a la vida de la Iglesia extendiendo la duda sobre los misterios fundamentales del cristianismo y su valor histórico como, por ejemplo, la institución de la Eucaristía y la resurrección de Cristo.
4.- La consecuencia pastoral de la ausencia del segundo nivel metodológico es la creación de una profunda brecha entre exegesis científica y lectio divina. En definitiva, «cuando la exegesis no es teología, la Escritura no puede ser el alma de la teología y, viceversa, cuando la teología no es esencialmente interpretación de la Escritura en la Iglesia, esta teología ya no tiene fundamento».
EXHORTACIÓN APOSTÓLICA VERBUM DOMINI
PRIMERA PARTE: VERBUM DEI
La hermenéutica de la sagrada Escritura en la Iglesia
Texto íntegro
La Iglesia lugar originario de la hermenéutica de la Biblia
29. Otro gran tema que surgió durante el Sínodo, y sobre el que ahora deseo llamar la atención, es la interpretación de la Sagrada Escritura en la Iglesia. Precisamente el vínculo intrínseco entre Palabra y fe muestra que la auténtica hermenéutica de la Biblia sólo es posible en la fe eclesial, que tiene su paradigma en el sí de María. San Buenaventura afirma en este sentido que, sin la fe, falta la clave de acceso al texto sagrado: «Éste es el conocimiento de Jesucristo del que se derivan, como de una fuente, la seguridad y la inteligencia de toda la sagrada Escritura. Por eso, es imposible adentrarse en su conocimiento sin tener antes la fe infusa de Cristo, que es faro, puerta y fundamento de toda la Escritura».[84] E insiste con fuerza santo Tomás de Aquino, mencionando a san Agustín: «También la letra del evangelio mata si falta la gracia interior de la fe que sana».[85]
Esto nos permite llamar la atención sobre un criterio fundamental de la hermenéutica bíblica: el lugar originario de la interpretación escriturística es la vida de la Iglesia. Esta afirmación no pone la referencia eclesial como un criterio extrínseco al que los exegetas deben plegarse, sino que es requerida por la realidad misma de las Escrituras y por cómo se han ido formando con el tiempo. En efecto, «las tradiciones de fe formaban el ambiente vital en el que se insertó la actividad literaria de los autores de la sagrada Escritura. Esta inserción comprendía también la participación en la vida litúrgica y la actividad externa de las comunidades, su mundo espiritual, su cultura y las peripecias de su destino histórico. La interpretación de la sagrada Escritura exige por eso, de modo semejante, la participación de los exegetas en toda la vida y la fe de la comunidad creyente de su tiempo».[86] Por consiguiente, ya que «la Escritura se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita»,[87] es necesario que los exegetas, teólogos y todo el Pueblo de Dios se acerquen a ella según lo que ella realmente es, Palabra de Dios que se nos comunica a través de palabras humanas (cf. 1 Ts 2,13). Éste es un dato constante e implícito en la Biblia misma: «Ninguna predicción de la Escritura está a merced de interpretaciones personales; porque ninguna predicción antigua aconteció por designio humano; hombres como eran, hablaron de parte de Dios» (2 P 1,20-21). Por otra parte, es precisamente la fe de la Iglesia quien reconoce en la Biblia la Palabra de Dios; como dice admirablemente san Agustín: «No creería en el Evangelio si no me moviera la autoridad de la Iglesia católica».[88] Es el Espíritu Santo, que anima la vida de la Iglesia, quien hace posible la interpretación auténtica de las Escrituras. La Biblia es el libro de la Iglesia, y su verdadera hermenéutica brota de su inmanencia en la vida eclesial.
30. San Jerónimo recuerda que nunca podemos leer solos la Escritura. Encontramos demasiadas puertas cerradas y caemos fácilmente en el error. La Biblia ha sido escrita por el Pueblo de Dios y para el Pueblo de Dios, bajo la inspiración del Espíritu Santo. Sólo en esta comunión con el Pueblo de Dios podemos entrar realmente, con el «nosotros», en el núcleo de la verdad que Dios mismo quiere comunicarnos.[89] El gran estudioso, para el cual «quien no conoce las Escrituras no conoce a Cristo»,[90] sostiene que la eclesialidad de la interpretación bíblica no es una exigencia impuesta desde el exterior; el Libro es precisamente la voz del Pueblo de Dios peregrino, y sólo en la fe de este Pueblo estamos, por decirlo así, en la tonalidad adecuada para entender la Escritura. Una auténtica interpretación de la Biblia ha de concordar siempre armónicamente con la fe de la Iglesia católica. San Jerónimo se dirigía a un sacerdote de la siguiente manera: «Permanece firmemente unido a la doctrina tradicional que se te ha enseñado, para que puedas exhortar de acuerdo con la sana doctrina y rebatir a aquellos que la contradicen».[91]
Aproximaciones al texto sagrado que prescindan de la fe pueden sugerir elementos interesantes, deteniéndose en la estructura del texto y sus formas; sin embargo, dichos intentos serían inevitablemente sólo preliminares y estructuralmente incompletos. En efecto, como ha afirmado la Pontificia Comisión Bíblica, haciéndose eco de un principio compartido en la hermenéutica moderna, el «adecuado conocimiento del texto bíblico es accesible sólo a quien tiene una afinidad viva con lo que dice el texto».[92] Todo esto pone de relieve la relación entre vida espiritual y hermenéutica de la Escritura. Efectivamente, «con el crecimiento de la vida en el Espíritu crece también, en el lector, la comprensión de las realidades de las que habla el texto bíblico».[93] La intensidad de una auténtica experiencia eclesial acrecienta sin duda la inteligencia de la fe verdadera respecto a la Palabra de Dios; recíprocamente, se debe decir que leer en la fe las Escrituras aumenta la vida eclesial misma. De aquí se percibe de modo nuevo la conocida frase de san Gregorio Magno: «Las palabras divinas crecen con quien las lee».[94] De este modo, la escucha de la Palabra de Dios introduce y aumenta la comunión eclesial de los que caminan en la fe.
«Alma de la Teología»
31. «Por eso, el estudio de las sagradas Escrituras ha de ser como el alma de la teología».[95] Esta expresión de la Constitución dogmática Dei Verbum se ha hecho cada vez más familiar en los últimos años. Podemos decir que en la época posterior al Concilio Vaticano II, por lo que respecta a los estudios teológicos y exegéticos, se han referido con frecuencia a dicha expresión como símbolo de un interés renovado por la Sagrada Escritura. También la XII Asamblea del Sínodo de los Obispos ha acudido con frecuencia a esta conocida afirmación para indicar la relación entre investigación histórica y hermenéutica de la fe, en referencia al texto sagrado. En esta perspectiva, los Padres han reconocido con alegría el crecimiento del estudio de la Palabra de Dios en la Iglesia a lo largo de los últimos decenios, y han expresado un vivo agradecimiento a los numerosos exegetas y teólogos que con su dedicación, empeño y competencia han contribuido esencialmente, y continúan haciéndolo, a la profundización del sentido de las Escrituras, afrontando los problemas complejos que en nuestros días se presentan a la investigación bíblica.[96] Y también han manifestado sincera gratitud a los miembros de la Pontificia Comisión Bíblica que, en estrecha relación con la Congregación para la Doctrina de la Fe, han ido dando en estos años y siguen dando su cualificada aportación para afrontar cuestiones inherentes al estudio de la Sagrada Escritura. El Sínodo, además, ha sentido la necesidad de preguntarse por el estado actual de los estudios bíblicos y su importancia en el ámbito teológico. En efecto, la eficacia pastoral de la acción de la Iglesia y de la vida espiritual de los fieles depende en gran parte de la fecunda relación entre exegesis y teología. Por eso, considero importante retomar algunas reflexiones surgidas durante la discusión sobre este tema en los trabajos del Sínodo.
Desarrollo de la investigación bíblica y Magisterio eclesial
32. En primer lugar, es necesario reconocer el beneficio aportado por la exegesis histórico-crítica a la vida de la Iglesia, así como otros métodos de análisis del texto desarrollados recientemente.[97] Para la visión católica de la Sagrada Escritura, la atención a estos métodos es imprescindible y va unida al realismo de la encarnación: «Esta necesidad es la consecuencia del principio cristiano formulado en el Evangelio de san Juan: “Verbum caro factum est” (Jn 1,14). El hecho histórico es una dimensión constitutiva de la fe cristiana. La historia de la salvación no es una mitología, sino una verdadera historia y, por tanto, hay que estudiarla con los métodos de la investigación histórica seria».[98] Así pues, el estudio de la Biblia exige el conocimiento y el uso apropiado de estos métodos de investigación. Si bien es cierto que esta sensibilidad en el ámbito de los estudios se ha desarrollado más intensamente en la época moderna, aunque no de igual modo en todas partes, sin embargo, la sana tradición eclesial ha tenido siempre amor por el estudio de la «letra». Baste recordar aquí que, en la raíz de la cultura monástica, a la que debemos en último término el fundamento de la cultura europea, se encuentra el interés por la palabra. El deseo de Dios incluye el amor por la palabra en todas sus dimensiones: «Porque, en la Palabra bíblica, Dios está en camino hacia nosotros y nosotros hacia él, hace falta aprender a penetrar en el secreto de la lengua, comprenderla en su estructura y en el modo de expresarse. Así, precisamente por la búsqueda de Dios, resultan importantes las ciencias profanas que nos señalan el camino hacia la lengua».[99]
33. El Magisterio vivo de la Iglesia, al que le corresponde «interpretar auténticamente la Palabra de Dios, oral o escrita»,[100] ha intervenido con sabio equilibrio en relación a la postura adecuada que se ha de adoptar ante la introducción de nuevos métodos de análisis histórico. Me refiero en particular a las encíclicas Providentissimus Deus del Papa León XIII y Divino afflante Spiritu del Papa Pío XII. Con ocasión de la celebración del centenario y cincuenta aniversario, respectivamente, de su publicación, mi venerable predecesor, Juan Pablo II, recordó la importancia de estos documentos para la exegesis y la teología.[101] La intervención del Papa León XIII tuvo el mérito de proteger la interpretación católica de la Biblia de los ataques del racionalismo, pero sin refugiarse por ello en un sentido espiritual desconectado de la historia. Sin rechazar la crítica científica, desconfiaba solamente «de las opiniones preconcebidas que pretenden fundarse en la ciencia, pero que, en realidad, hacen salir subrepticiamente a la ciencia de su campo propio».[102] El Papa Pío XII, en cambio, se enfrentaba a los ataques de los defensores de una exegesis llamada mística, que rechazaba cualquier aproximación científica. La Encíclica Divino afflante Spiritu, ha evitado con gran sensibilidad alimentar la idea de una dicotomía entre «la exegesis científica», destinada a un uso apologético, y «la interpretación espiritual reservada a un uso interno», reivindicando en cambio tanto el «alcance teológico del sentido literal definido metódicamente», como la pertenencia de la «determinación del sentido espiritual… en el campo de la ciencia exegética».[103] De ese modo, ambos documentos rechazaron «la ruptura entre lo humano y lo divino, entre la investigación científica y la mirada de la fe, y entre el sentido literal y el sentido espiritual».[104] Este equilibrio se ha manifestado a continuación en el documento de la Pontificia Comisión Bíblica de 1993: «En el trabajo de interpretación, los exegetas católicos no deben olvidar nunca que lo que interpretan es la Palabra de Dios. Su tarea no termina con la distinción de las fuentes, la definición de formas o la explicación de los procedimientos literarios. La meta de su trabajo se alcanza cuando aclaran el significado del texto bíblico como Palabra actual de Dios».[105]
La hermenéutica bíblica conciliar: una indicación que se ha de seguir
34. Teniendo en cuenta este horizonte, se pueden apreciar mejor los grandes principios de la exegesis católica sobre la interpretación, expresados por el Concilio Vaticano II, de modo particular en la Constitución dogmática Dei Verbum: «Puesto que Dios habla en la Escritura por medio de hombres y en lenguaje humano, el intérprete de la Escritura, para conocer lo que Dios quiso comunicarnos, debe estudiar con atención lo que los autores querían decir y Dios quería dar a conocer con dichas palabras».[106] Por un lado, el Concilio subraya como elementos fundamentales para captar el sentido pretendido por el hagiógrafo el estudio de los géneros literarios y la contextualización. Y, por otro lado, debiéndose interpretar en el mismo Espíritu en que fue escrita, la Constitución dogmática señala tres criterios básicos para tener en cuenta la dimensión divina de la Biblia: 1) Interpretar el texto considerando la unidad de toda la Escritura; esto se llama hoy exegesis canónica; 2) tener presente la Tradición viva de toda la Iglesia; y, finalmente, 3) observar la analogía de la fe. «Sólo donde se aplican los dos niveles metodológicos, el histórico-crítico y el teológico, se puede hablar de una exegesis teológica, de una exegesis adecuada a este libro».[107]
Los Padres sinodales han afirmado con razón que el fruto positivo del uso de la investigación histórico-crítica moderna es innegable. Sin embargo, mientras la exegesis académica actual, también la católica, trabaja a un gran nivel en cuanto se refiere a la metodología histórico-crítica, también con sus más recientes integraciones, es preciso exigir un estudio análogo de la dimensión teológica de los textos bíblicos, con el fin de que progrese la profundización, de acuerdo a los tres elementos indicados por la Constitución dogmática Dei Verbum.[108]
El peligro del dualismo y la hermenéutica secularizada
35. A este propósito hay que señalar el grave riesgo de dualismo que hoy se produce al abordar las Sagradas Escrituras. En efecto, al distinguir los dos niveles mencionados del estudio de la Biblia, en modo alguno se pretende separarlos, ni contraponerlos, ni simplemente yuxtaponerlos. Éstos se dan sólo en reciprocidad. Lamentablemente, sucede más de una vez que una estéril separación entre ellos genera una separación entre exegesis y teología, que «se produce incluso en los niveles académicos más elevados».[109] Quisiera recordar aquí las consecuencias más preocupantes que se han de evitar.
a) Ante todo, si la actividad exegética se reduce únicamente al primer nivel, la Escritura misma se convierte sólo en un texto del pasado: «Se pueden extraer de él consecuencias morales, se puede aprender la historia, pero el libro como tal habla sólo del pasado y la exegesis ya no es realmente teológica, sino que se convierte en pura historiografía, en historia de la literatura».[110] Está claro que con semejante reducción no se puede de ningún modo comprender el evento de la revelación de Dios mediante su Palabra que se nos transmite en la Tradición viva y en la Escritura.
b) La falta de una hermenéutica de la fe con relación a la Escritura no se configura únicamente en los términos de una ausencia; es sustituida por otra hermenéutica, una hermenéutica secularizada, positivista, cuya clave fundamental es la convicción de que Dios no aparece en la historia humana. Según esta hermenéutica, cuando parece que hay un elemento divino, hay que explicarlo de otro modo y reducir todo al elemento humano. Por consiguiente, se proponen interpretaciones que niegan la historicidad de los elementos divinos.[111]
c) Una postura como ésta, no hace más que producir daño en la vida de la Iglesia, extendiendo la duda sobre los misterios fundamentales del cristianismo y su valor histórico como, por ejemplo, la institución de la Eucaristía y la resurrección de Cristo. Así se impone, de hecho, una hermenéutica filosófica que niega la posibilidad de la entrada y la presencia de Dios en la historia. La adopción de esta hermenéutica en los estudios teológicos introduce inevitablemente un grave dualismo entre la exegesis, que se apoya únicamente en el primer nivel, y la teología, que se deja a merced de una espiritualización del sentido de las Escrituras no respetuosa del carácter histórico de la revelación.
d) Todo esto resulta negativo también para la vida espiritual y la actividad pastoral: «La consecuencia de la ausencia del segundo nivel metodológico es la creación de una profunda brecha entre exegesis científica y lectio divina. Precisamente de aquí surge a veces cierta perplejidad también en la preparación de las homilías».[112] Hay que señalar, además, que este dualismo produce a veces incertidumbre y poca solidez en el camino de formación intelectual de algunos candidatos a los ministerios eclesiales.[113] En definitiva, «cuando la exegesis no es teología, la Escritura no puede ser el alma de la teología y, viceversa, cuando la teología no es esencialmente interpretación de la Escritura en la Iglesia, esta teología ya no tiene fundamento».[114] Por tanto, es necesario volver decididamente a considerar con más atención las indicaciones emanadas por la Constitución dogmática Dei Verbum a este propósito.
Fe y razón en relación con la Escritura
36. Pienso que puede ayudar a comprender de manera más completa la exegesis y, por tanto, su relación con toda la teología, lo que escribió a este propósito el Papa Juan Pablo II en la Encíclica Fides et ratio. Efectivamente, él decía que no se ha de minimizar «el peligro de la aplicación de una sola metodología para llegar a la verdad de la sagrada Escritura, olvidando la necesidad de una exegesis más amplia que permita comprender, junto con toda la Iglesia, el sentido pleno de los textos. Cuantos se dedican al estudio de las sagradas Escrituras deben tener siempre presente que las diversas metodologías hermenéuticas se apoyan en una determinada concepción filosófica. Por ello, es preciso analizarla con discernimiento antes de aplicarla a los textos sagrados».[115]
Esta penetrante reflexión nos permite notar que lo que está en juego en la hermenéutica con que se aborda la Sagrada Escritura es inevitablemente la correcta relación entre fe y razón. En efecto, la hermenéutica secularizada de la Sagrada Escritura es fruto de una razón que estructuralmente se cierra a la posibilidad de que Dios entre en la vida de los hombres y les hable con palabras humanas. También en este caso, pues, es necesario invitar a ensanchar los espacios de nuestra racionalidad.[116] Por eso, en la utilización de los métodos de análisis histórico, hay que evitar asumir, allí donde se presente, criterios que por principio no admiten la revelación de Dios en la vida de los hombres. La unidad de los dos niveles del trabajo de interpretación de la Sagrada Escritura presupone, en definitiva, una armonía entre la fe y la razón. Por una parte, se necesita una fe que, manteniendo una relación adecuada con la recta razón, nunca degenere en fideísmo, el cual, por lo que se refiere a la Escritura, llevaría a lecturas fundamentalistas. Por otra parte, se necesita una razón que, investigando los elementos históricos presentes en la Biblia, se muestre abierta y no rechace a priori todo lo que exceda su propia medida. Por lo demás, la religión del Logos encarnado no dejará de mostrarse profundamente razonable al hombre que busca sinceramente la verdad y el sentido último de la propia vida y de la historia.
Sentido literal y sentido espiritual
37. Como se ha afirmado en la Asamblea sinodal, una aportación significativa para la recuperación de una adecuada hermenéutica de la Escritura proviene también de una escucha renovada de los Padres de la Iglesia y de su enfoque exegético.[117] En efecto, los Padres de la Iglesia nos muestran todavía hoy una teología de gran valor, porque en su centro está el estudio de la Sagrada Escritura en su integridad. Efectivamente, los Padres son en primer lugar y esencialmente unos «comentadores de la Sagrada Escritura».[118] Su ejemplo puede «enseñar a los exegetas modernos un acercamiento verdaderamente religioso a la Sagrada Escritura, así como una interpretación que se ajusta constantemente al criterio de comunión con la experiencia de la Iglesia, que camina a través de la historia bajo la guía del Espíritu Santo».[119]
Aunque obviamente no conocían los recursos de carácter filológico e histórico de que dispone la exegesis moderna, la tradición patrística y medieval sabía reconocer los diversos sentidos de la Escritura, comenzando por el literal, es decir, «el significado por la palabras de la Escritura y descubierto por la exegesis que sigue las reglas de la justa interpretación».[120] Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, afirma: «Todos los sentidos de la sagrada Escritura se basan en el sentido literal».[121] Pero se ha de recordar que en la época patrística y medieval cualquier forma de exegesis, también la literal, se hacía basándose en la fe y no había necesariamente distinción entre sentido literal y sentido espiritual. Se tenga en cuenta a este propósito el dístico clásico que representa la relación entre los diversos sentidos de la Escritura:
«Littera gesta docet, quid credas allegoria,
Moralis quid agas, quo tendas anagogia.
La letra enseña los hechos, la alegoría lo que se ha de creer,
el sentido moral lo que hay que hacer y la anagogía hacia dónde se tiende».[122]
Aquí observamos la unidad y la articulación entre sentido literal y sentido espiritual, el cual se subdivide a su vez en tres sentidos, que describen los contenidos de la fe, la moral y la tensión escatológica.
En definitiva, reconociendo el valor y la necesidad del método histórico-crítico aun con sus limitaciones, la exegesis patrística nos enseña que «no se es fiel a la intención de los textos bíblicos, sino cuando se procura encontrar, en el corazón de su formulación, la realidad de fe que expresan, y se enlaza ésta a la experiencia creyente de nuestro mundo».[123] Sólo en esta perspectiva se puede reconocer que la Palabra de Dios está viva y se dirige a cada uno en el momento presente de nuestra vida. En este sentido, sigue siendo plenamente válido lo que afirma la Pontificia Comisión Bíblica, cuando define el sentido espiritual según la fe cristiana, como «el sentido expresado por los textos bíblicos, cuando se los lee bajo la influencia del Espíritu Santo en el contexto del misterio pascual de Cristo y de la vida nueva que proviene de él. Este contexto existe efectivamente. El Nuevo Testamento reconoce en él el cumplimiento de las Escrituras. Es, pues, normal releer las Escrituras a la luz de este nuevo contexto, que es el de la vida en el Espíritu».[124]
Necesidad de trascender la «letra»
38. Para restablecer la articulación entre los diferentes sentidos escriturísticos es decisivo comprender el paso de la letra al espíritu. No se trata de un paso automático y espontáneo; se necesita más bien trascender la letra: «De hecho, la Palabra de Dios nunca está presente en la simple literalidad del texto. Para alcanzarla hace falta trascender y un proceso de comprensión que se deja guiar por el movimiento interior del conjunto y por ello debe convertirse también en un proceso vital».[125] Descubrimos así la razón por la que un proceso de interpretación auténtico no es sólo intelectual sino también vital, que reclama una total implicación en la vida eclesial, en cuanto vida «según el Espíritu» (Ga 5,16). De ese modo resultan más claros los criterios expuestos en el número 12 de la Constitución dogmática Dei Verbum: este trascender no puede hacerse en un solo fragmento literario, sino en relación con la Escritura en su totalidad. En efecto, la Palabra hacia la que estamos llamados a trascender es única. Ese proceso tiene un aspecto íntimamente dramático, puesto que en el trascender, el paso que tiene lugar por la fuerza del Espíritu está inevitablemente relacionado con la libertad de cada uno. San Pablo vivió plenamente en su propia existencia este paso. Con la frase: «la pura letra mata y, en cambio, el Espíritu da vida» (2 Co 3,6), ha expresado de modo radical lo que significa trascender la letra y su comprensión a partir de la totalidad. San Pablo descubre que «el Espíritu liberador tiene un nombre y que la libertad tiene por tanto una medida interior: “El Señor es el Espíritu, y donde hay el Espíritu del Señor hay libertad” (2 Co 3,17). El Espíritu liberador no es simplemente la propia idea, la visión personal de quien interpreta. El Espíritu es Cristo, y Cristo es el Señor que nos indica el camino».[126] Sabemos también que este paso fue para san Agustín dramático y al mismo tiempo liberador; él, gracias a ese trascender propio de la interpretación tipológica que aprendió de san Ambrosio, según la cual todo el Antiguo Testamento es un camino hacia Jesucristo, creyó en las Escrituras, que se le presentaban en un primer momento tan diferentes entre sí y, a veces, llenas de vulgaridades. Para san Agustín, el trascender la letra le ha hecho creíble la letra misma y le ha permitido encontrar finalmente la respuesta a las profundas inquietudes de su espíritu, sediento de verdad.[127]
Unidad intrínseca de la Biblia
39. En la escuela de la gran tradición de la Iglesia aprendemos a captar también la unidad de toda la Escritura en el paso de la letra al espíritu, ya que la Palabra de Dios que interpela nuestra vida y la llama constantemente a la conversión es una sola.[128] Sigue siendo para nosotros una guía segura lo que decía Hugo de San Víctor: «Toda la divina Escritura es un solo libro y este libro es Cristo, porque toda la Escritura habla de Cristo y se cumple en Cristo».[129] Ciertamente, la Biblia, vista bajo el aspecto puramente histórico o literario, no es simplemente un libro, sino una colección de textos literarios, cuya composición se extiende a lo largo de más de un milenio, y en los que no es fácil reconocer una unidad interior; hay incluso tensiones visibles entre ellos. Esto vale para la Biblia de Israel, que los cristianos llamamos Antiguo Testamento. Pero todavía más cuando los cristianos relacionamos los escritos del Nuevo Testamento, casi como clave hermenéutica, con la Biblia de Israel, interpretándola así como camino hacia Cristo. Generalmente, en el Nuevo Testamento no se usa el término «la Escritura» (cf. Rm 4,3; 1 P 2,6), sino «las Escrituras» (cf. Mt 21,43; Jn 5,39; Rm 1,2; 2 P 3,16), que son consideradas, en su conjunto, como la única Palabra de Dios dirigida a nosotros.[130] Así, aparece claramente que quien da unidad a todas las «Escrituras» en relación a la única «Palabra» es la persona de Cristo. De ese modo, se comprende lo que afirmaba el número 12 de la Constitución dogmática Dei Verbum, indicando la unidad interna de toda la Biblia como criterio decisivo para una correcta hermenéutica de la fe.
Relación entre Antiguo y Nuevo Testamento
40. En la perspectiva de la unidad de las Escrituras en Cristo, tanto los teólogos como los pastores han de ser conscientes de las relaciones entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Ante todo, está muy claro que el mismo Nuevo Testamento reconoce el Antiguo Testamento como Palabra de Dios y acepta, por tanto, la autoridad de las Sagradas Escrituras del pueblo judío.[131] Las reconoce implícitamente al aceptar el mismo lenguaje y haciendo referencia con frecuencia a pasajes de estas Escrituras. Las reconoce explícitamente, pues cita muchas partes y se sirve de ellas en sus argumentaciones. Así, la argumentación basada en textos del Antiguo Testamento constituye para el Nuevo Testamento un valor decisivo, superior al de los simples razonamientos humanos. En el cuarto Evangelio, Jesús declara en este sentido que la Escritura «no puede fallar» (Jn10,35), y san Pablo precisa concretamente que la revelación del Antiguo Testamento es válida también para nosotros, los cristianos (cf. Rm 15,4; 1 Co 10,11).[132] Además, afirmamos que «Jesús de Nazaret fue un judío y la Tierra Santa es la tierra madre de la Iglesia»;[133] en el Antiguo y Nuevo Testamento se encuentra la raíz del cristianismo y el cristianismo se nutre siempre de ella. Por tanto, la sana doctrina cristiana ha rechazado siempre cualquier forma de marcionismo recurrente, que tiende de diversos modos a contraponer el Antiguo con el Nuevo Testamento.[134]
Además, el mismo Nuevo Testamento se declara conforme al Antiguo Testamento, y proclama que en el misterio de la vida, muerte y resurrección de Cristo las Sagradas Escrituras del pueblo judío han encontrado su perfecto cumplimiento. Por otra parte, es necesario observar que el concepto de cumplimiento de las Escrituras es complejo, porque comporta una triple dimensión: un aspecto fundamental de continuidad con la revelación del Antiguo Testamento, un aspecto de ruptura y otro de cumplimiento y superación. El misterio de Cristo está en continuidad de intención con el culto sacrificial del Antiguo Testamento; sin embargo, se ha realizado de un modo diferente, de acuerdo con muchos oráculos de los profetas, alcanzando así una perfección nunca lograda antes. El Antiguo Testamento, en efecto, está lleno de tensiones entre sus aspectos institucionales y proféticos. El misterio pascual de Cristo es plenamente conforme –de un modo que no era previsible– con las profecías y el carácter prefigurativo de las Escrituras; no obstante, presenta evidentes aspectos de discontinuidad respecto a las instituciones del Antiguo Testamento.
41. Estas consideraciones muestran así la importancia insustituible del Antiguo Testamento para los cristianos y, al mismo tiempo, destacan la originalidad de la lectura cristológica. Desde los tiempos apostólicos y, después, en la Tradición viva, la Iglesia ha mostrado la unidad del plan divino en los dos Testamentos gracias a la tipología, que no tiene un carácter arbitrario sino que pertenece intrínsecamente a los acontecimientos narrados por el texto sagrado y por tanto afecta a toda la Escritura. La tipología «reconoce en las obras de Dios en la Antigua Alianza, prefiguraciones de lo que Dios realizó en la plenitud de los tiempos en la persona de su Hijo encarnado».[135] Los cristianos, por tanto, leen el Antiguo Testamento a la luz de Cristo muerto y resucitado. Si bien la lectura tipológica revela el contenido inagotable del Antiguo Testamento en relación con el Nuevo, no se debe olvidar que él mismo conserva su propio valor de Revelación, que nuestro Señor mismo ha reafirmado (cf. Mc 12,29-31). Por tanto, «el Nuevo Testamento exige ser leído también a la luz del Antiguo. La catequesis cristiana primitiva recurría constantemente a él (cf. 1 Co 5,6-8; 1 Co 10,1-11)».[136] Por este motivo, los Padres sinodales han afirmado que «la comprensión judía de la Biblia puede ayudar al conocimiento y al estudio de las Escrituras por los cristianos».[137]
«El Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo y el Antiguo es manifiesto en el Nuevo».[138] Así, con aguda sabiduría, se expresaba san Agustín sobre este tema. Es importante, pues, que tanto en la pastoral como en el ámbito académico se ponga bien de manifiesto la relación íntima entre los dos Testamentos, recordando con san Gregorio Magno que todo lo que «el Antiguo Testamento ha prometido, el Nuevo Testamento lo ha cumplido; lo que aquél anunciaba de manera oculta, éste lo proclama abiertamente como presente. Por eso, el Antiguo Testamento es profecía del Nuevo Testamento; y el mejor comentario al Antiguo Testamento es el Nuevo Testamento».[139]
Las páginas «oscuras» de la Biblia
42. En el contexto de la relación entre Antiguo y Nuevo Testamento, el Sínodo ha afrontado también el tema de las páginas de la Biblia que resultan oscuras y difíciles, por la violencia y las inmoralidades que a veces contienen. A este respecto, se ha de tener presente ante todo que la revelación bíblica está arraigada profundamente en la historia. El plan de Dios se manifiesta progresivamente en ella y se realiza lentamente por etapas sucesivas, no obstante la resistencia de los hombres. Dios elige un pueblo y lo va educando pacientemente. La revelación se acomoda al nivel cultural y moral de épocas lejanas y, por tanto, narra hechos y costumbres como, por ejemplo, artimañas fraudulentas, actos de violencia, exterminio de poblaciones, sin denunciar explícitamente su inmoralidad; esto se explica por el contexto histórico, aunque pueda sorprender al lector moderno, sobre todo cuando se olvidan tantos comportamientos «oscuros» que los hombres han tenido siempre a lo largo de los siglos, y también en nuestros días. En el Antiguo Testamento, la predicación de los profetas se alza vigorosamente contra todo tipo de injusticia y violencia, colectiva o individual y, de este modo, es el instrumento de la educación que Dios da a su pueblo como preparación al Evangelio. Por tanto, sería equivocado no considerar aquellos pasajes de la Escritura que nos parecen problemáticos. Más bien, hay que ser conscientes de que la lectura de estas páginas exige tener una adecuada competencia, adquirida a través de una formación que enseñe a leer los textos en su contexto histórico-literario y en la perspectiva cristiana, que tiene como clave hermenéutica completa «el Evangelio y el mandamiento nuevo de Jesucristo, cumplido en el misterio pascual».[140] Por eso, exhorto a los estudiosos y a los pastores, a que ayuden a todos los fieles a acercarse también a estas páginas mediante una lectura que les haga descubrir su significado a la luz del misterio de Cristo.
Cristianos y judíos en relación con la Sagrada Escritura
43. Teniendo en cuenta los estrechos vínculos que unen el Nuevo y el Antiguo Testamento, resulta espontáneo dirigir ahora la atención a los lazos especiales que ello comporta para la relación entre cristianos y judíos, unos lazos que nunca deben olvidarse. El Papa Juan Pablo II dijo a los judíos: sois «“nuestros hermanos predilectos” en la fe de Abrahán, nuestro patriarca».[141] Ciertamente, estas declaraciones no ignoran las rupturas que aparecen en el Nuevo Testamento respecto a las instituciones del Antiguo Testamento y, menos aún, la afirmación de que en el misterio de Jesucristo, reconocido como Mesías e Hijo de Dios, se cumplen las Escrituras. Pero esta diferencia profunda y radical, en modo alguno implica hostilidad recíproca. Por el contrario, el ejemplo de san Pablo (cf. Rm 9-11) demuestra «que una actitud de respeto, de estima y de amor hacia el pueblo judío es la sola actitud verdaderamente cristiana en esta situación que forma misteriosamente parte del designio totalmente positivo de Dios».[142] En efecto, san Pablo dice que los judíos, «considerando la elección, Dios los ama en atención a los patriarcas, pues los dones y la llamada de Dios son irrevocables» (Rm 11,28-29).
Además, san Pablo usa también la bella imagen del árbol de olivo para describir las relaciones tan estrechas entre cristianos y judíos: la Iglesia de los gentiles es como un brote de olivo silvestre, injertado en el olivo bueno, que es el pueblo de la Alianza (cf. Rm 11,17-24). Así pues, tomamos nuestro alimento de las mismas raíces espirituales. Nos encontramos como hermanos, hermanos que en ciertos momentos de su historia han tenido una relación tensa, pero que ahora están firmemente comprometidos en construir puentes de amistad duradera.[143] El Papa Juan Pablo II dijo en una ocasión: «Es mucho lo que tenemos en común. Y es mucho lo que podemos hacer juntos por la paz, por la justicia y por un mundo más fraterno y humano».[144]
Deseo reiterar una vez más lo importante que es para la Iglesia el diálogo con los judíos. Conviene que, donde haya oportunidad, se creen posibilidades, incluso públicas, de encuentro y de debate que favorezcan el conocimiento mutuo, la estima recíproca y la colaboración, aun en el ámbito del estudio de las Sagradas Escrituras.
La interpretación fundamentalista de las Escrituras
44. La atención que hemos querido prestar hasta ahora al tema de la hermenéutica bíblica en sus diferentes aspectos nos permite abordar la cuestión, surgida más de una vez en los debates del Sínodo, de la interpretación fundamentalista de la Sagrada Escritura.[145] Sobre este argumento, la Pontificia Comisión Bíblica, en el documento La interpretación de la Biblia en la Iglesia, ha formulado directrices importantes. En este contexto, quisiera llamar la atención particularmente sobre aquellas lecturas que no respetan el texto sagrado en su verdadera naturaleza, promoviendo interpretaciones subjetivas y arbitrarias. En efecto, el «literalismo» propugnado por la lectura fundamentalista, representa en realidad una traición, tanto del sentido literal como espiritual, abriendo el camino a instrumentalizaciones de diversa índole, como, por ejemplo, la difusión de interpretaciones antieclesiales de las mismas Escrituras. El aspecto problemático de esta lectura es que, «rechazando tener en cuenta el carácter histórico de la revelación bíblica, se vuelve incapaz de aceptar plenamente la verdad de la Encarnación misma. El fundamentalismo rehúye la estrecha relación de lo divino y de lo humano en las relaciones con Dios... Por esta razón, tiende a tratar el texto bíblico como si hubiera sido dictado palabra por palabra por el Espíritu, y no llega a reconocer que la Palabra de Dios ha sido formulada en un lenguaje y en una fraseología condicionadas por una u otra época determinada».[146] El cristianismo, por el contrario, percibe en las palabras, la Palabra, el Logos mismo, que extiende su misterio a través de dicha multiplicidad y de la realidad de una historia humana.[147] La verdadera respuesta a una lectura fundamentalista es la «lectura creyente de la Sagrada Escritura». Esta lectura, «practicada desde la antigüedad en la Tradición de la Iglesia, busca la verdad que salva para la vida de todo fiel y para la Iglesia. Esta lectura reconoce el valor histórico de la tradición bíblica. Y es justamente por este valor de testimonio histórico por lo que quiere redescubrir el significado vivo de las Sagradas Escrituras destinadas también a la vida del creyente de hoy»,[148] sin ignorar por tanto, la mediación humana del texto inspirado y sus géneros literarios.
Diálogo entre pastores, teólogos y exegetas
45. La auténtica hermenéutica de la fe comporta ciertas consecuencias importantes en la actividad pastoral de la Iglesia. Precisamente en este sentido, los Padres sinodales han recomendado, por ejemplo, un contacto más asiduo entre pastores, teólogos y exegetas. Conviene que las Conferencias Episcopales favorezcan estas reuniones para «promover un mayor servicio de comunión en la Palabra de Dios».[149] Esta cooperación ayudará a todos a hacer mejor su trabajo en beneficio de toda la Iglesia. En efecto, situarse en el horizonte de la acción pastoral, quiere decir, incluso para los eruditos, considerar el texto sagrado en su naturaleza propia de comunicación que el Señor ofrece a los hombres para la salvación. Por tanto, como dice la Constitución dogmática Dei Verbum, se recomienda que «los exegetas católicos y demás teólogos trabajen en común esfuerzo y bajo la vigilancia del Magisterio para investigar con medios oportunos la Escritura y para explicarla, de modo que se multipliquen los ministros de la palabra capaces de ofrecer al Pueblo de Dios el alimento de la Escritura, que alumbre el entendimiento, confirme la voluntad, encienda el corazón en amor de Dios».[150]
Biblia y ecumenismo
46. Consciente de que la Iglesia tiene su fundamento en Cristo, Verbo de Dios hecho carne, el Sínodo ha querido subrayar el puesto central de los estudios bíblicos en el diálogo ecuménico, con vistas a la plena expresión de la unidad de todos los creyentes en Cristo.[151] En efecto, en la misma Escritura encontramos la petición vibrante de Jesús al Padre de que sus discípulos sean una sola cosa, para que el mundo crea (cf. Jn 17,21). Todo esto nos refuerza en la convicción de que escuchar y meditar juntos las Escrituras nos hace vivir una comunión real, aunque todavía no plena;[152] «la escucha común de las Escrituras impulsa por tanto el diálogo de la caridad y hace crecer el de la verdad».[153] En efecto, escuchar juntos la Palabra de Dios, practicar la lectio divina de la Biblia; dejarse sorprender por la novedad de la Palabra de Dios, que nunca envejece ni se agota; superar nuestra sordera ante las palabras que no concuerdan con nuestras opiniones o prejuicios; escuchar y estudiar en la comunión de los creyentes de todos los tiempos; todo esto es un camino que se ha de recorrer para alcanzar la unidad de la fe, como respuesta a la escucha de la Palabra.[154] Las palabras del Concilio Vaticano II eran verdaderamente iluminadoras: «En el diálogo mismo [ecuménico], las Sagradas Escrituras son un instrumento precioso en la mano poderosa de Dios para lograr la unidad que el Salvador muestra a todos los hombres».[155] Por tanto, conviene incrementar el estudio, la confrontación y las celebraciones ecuménicas de la Palabra de Dios, respetando las normas vigentes y las diferentes tradiciones.[156] Éstas celebraciones favorecen la causa ecuménica y, cuando se viven en su verdadero sentido, constituyen momentos intensos de auténtica oración para pedir a Dios que venga pronto el día suspirado en el que todos podamos estar juntos en torno a una misma mesa y beber del mismo cáliz. No obstante, en la loable y justa promoción de dichos momentos, se ha de evitar que éstos sean propuestos a los fieles como una sustitución de la participación en la santa Misa los días de precepto.
En este trabajo de estudio y oración, también se han de reconocer con serenidad aquellos aspectos que requieren ser profundizados, y que nos mantienen todavía distantes, como por ejemplo la comprensión del sujeto autorizado de la interpretación en la Iglesia y el papel decisivo del Magisterio.[157]
Quisiera subrayar, además, lo dicho por los Padres sinodales sobre la importancia en este trabajo ecuménico de las traducciones de la Biblia en las diversas lenguas. En efecto, sabemos que traducir un texto no es mero trabajo mecánico, sino que, en cierto sentido, forma parte de la tarea interpretativa. A este propósito, el Venerable Juan Pablo II ha dicho: «Quien recuerda todo lo que influyeron las disputas en torno a la Escritura en las divisiones, especialmente en Occidente, puede comprender el notable paso que representan estas traducciones comunes».[158] Por eso, la promoción de las traducciones comunes de la Biblia es parte del trabajo ecuménico. Deseo agradecer aquí a todos los que están comprometidos en esta importante tarea y animarlos a continuar en su obra.
Consecuencias en el planteamiento de los estudios teológicos
47. Otra consecuencia que se desprende de una adecuada hermenéutica de la fe se refiere a la necesidad de tener en cuenta sus implicaciones en la formación exegética y teológica, particularmente de los candidatos al sacerdocio. Se ha de encontrar la manera de que el estudio de la Sagrada Escritura sea verdaderamente el alma de la teología, por cuanto en ella se reconoce la Palabra de Dios, que se dirige hoy al mundo, a la Iglesia y a cada uno personalmente. Es importante que los criterios indicados en el número 12 de la Constitución dogmática Dei Verbum se tomen efectivamente en consideración, y que se profundice en ellos. Evítese fomentar un concepto de investigación científica que se considere neutral respecto a la Escritura. Por eso, junto al estudio de las lenguas en que ha sido escrita la Biblia y de los métodos interpretativos adecuados, es necesario que los estudiantes tengan una profunda vida espiritual, de manera que comprendan que sólo se puede entender la Escritura viviéndola.
En esta perspectiva, recomiendo que el estudio de la Palabra de Dios, escrita y transmitida, se haga siempre con un profundo espíritu eclesial, teniendo debidamente en cuenta en la formación académica las intervenciones del Magisterio sobre estos temas, «que no está por encima de la Palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo transmitido, pues por mandato divino, y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente».[159] Por tanto, se ponga cuidado en que los estudios se desarrollen reconociendo que «la Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el plan prudente de Dios, están unidos y ligados, de modo que ninguno puede subsistir sin los otros».[160] Deseo, pues, que, según la enseñanza del Concilio Vaticano II, el estudio de la Sagrada Escritura, leída en la comunión de la Iglesia universal, sea realmente el alma del estudio teológico.[161]
Los santos y la interpretación de la Escritura
48. La interpretación de la Sagrada Escritura quedaría incompleta si no se estuviera también a la escucha de quienes han vivido realmente la Palabra de Dios, es decir, los santos.[162] En efecto, «viva lectio est vita bonorum».[163] Así, la interpretación más profunda de la Escritura proviene precisamente de los que se han dejado plasmar por la Palabra de Dios a través de la escucha, la lectura y la meditación asidua.
Ciertamente, no es una casualidad que las grandes espiritualidades que han marcado la historia de la Iglesia hayan surgido de una explícita referencia a la Escritura. Pienso, por ejemplo, en san Antonio, Abad, movido por la escucha de aquellas palabras de Cristo: «Si quieres llegar hasta el final, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres –así tendrás un tesoro en el cielo– y luego vente conmigo» (Mt 19,21).[164] No es menos sugestivo san Basilio Magno, que se pregunta en su obra Moralia: «¿Qué es propiamente la fe? Plena e indudable certeza de la verdad de las palabras inspiradas por Dios... ¿Qué es lo propio del fiel? Conformarse con esa plena certeza al significado de las palabras de la Escritura, sin osar quitar o añadir lo más mínimo».[165] San Benito se remite en su Regla a la Escritura, como «norma rectísima para la vida del hombre».[166] San Francisco de Asís –escribe Tomás de Celano–, «al oír que los discípulos de Cristo no han de poseer ni oro, ni plata, ni dinero; ni llevar alforja, ni pan, ni bastón en el camino; ni tener calzado ni dos túnicas, exclamó inmediatamente, lleno de Espíritu Santo: ¡Esto quiero, esto pido, esto ansío hacer de todo corazón!».[167] Santa Clara de Asís reproduce plenamente la experiencia de san Francisco: «La forma de vida de la Orden de las Hermanas pobres... es ésta: observar el santo Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo».[168] Además, santo Domingo de Guzmán «se manifestaba por doquier como un hombre evangélico, tanto en las palabras como en las obras»,[169] y así quiso que fueran también sus frailes predicadores, «hombres evangélicos».[170] Santa Teresa de Jesús, carmelita, que recurre continuamente en sus escritos a imágenes bíblicas para explicar su experiencia mística, recuerda que Jesús mismo le revela que «todo el daño que viene al mundo es de no conocer las verdades de la Escritura».[171] Santa Teresa del Niño Jesús encuentra el Amor como su vocación personal al escudriñar las Escrituras, en particular en los capítulos 12 y 13 de la Primera carta a los Corintios;[172] esta misma santa describe el atractivo de las Escrituras: «En cuanto pongo la mirada en el Evangelio, respiro de inmediato los perfumes de la vida de Jesús y sé de qué parte correr».[173] Cada santo es como un rayo de luz que sale de la Palabra de Dios. Así, pensemos también en san Ignacio de Loyola y su búsqueda de la verdad y en el discernimiento espiritual; en san Juan Bosco y su pasión por la educación de los jóvenes; en san Juan María Vianney y su conciencia de la grandeza del sacerdocio como don y tarea; en san Pío de Pietrelcina y su ser instrumento de la misericordia divina; en san Josemaría Escrivá y su predicación sobre la llamada universal a la santidad; en la beata Teresa de Calcuta, misionera de la caridad de Dios para con los últimos; y también en los mártires del nazismo y el comunismo, representados, por una parte por santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), monja carmelita, y, por otra, por el beato Luís Stepinac, cardenal arzobispo de Zagreb.
49. En relación con la Palabra de Dios, la santidad se inscribe así, en cierto modo, en la tradición profética, en la que la Palabra de Dios toma a su servicio la vida misma del profeta. En este sentido, la santidad en la Iglesia representa una hermenéutica de la Escritura de la que nadie puede prescindir. El Espíritu Santo, que ha inspirado a los autores sagrados, es el mismo que anima a los santos a dar la vida por el Evangelio. Acudir a su escuela es una vía segura para emprender una hermenéutica viva y eficaz de la Palabra de Dios.
De esta unión entre Palabra de Dios y santidad tuvimos un testimonio directo durante la XII Asamblea del Sínodo cuando, el 12 de octubre, tuvo lugar en la Plaza de San Pedro la canonización de cuatro nuevos santos: el sacerdote Gaetano Errico, fundador de la Congregación de los Misioneros de los Sagrados Corazones de Jesús y María; Madre María Bernarda Bütler, nacida en Suiza y misionera en Ecuador y en Colombia; sor Alfonsa de la Inmaculada Concepción, primera santa canonizada nacida en la India; la joven seglar ecuatoriana Narcisa de Jesús Martillo Morán. Con sus vidas, han dado testimonio al mundo y a la Iglesia de la perenne fecundidad del Evangelio de Cristo. Pidamos al Señor que, por intercesión de estos santos, canonizados precisamente en los días de la Asamblea sinodal sobre la Palabra de Dios, nuestra vida sea esa «buena tierra» en la que el divino sembrador siembre la Palabra, para que produzca en nosotros frutos de santidad, «del treinta o del sesenta o del ciento por uno» (Mc 4,20).