Resumen
Habiendo presentado en el apartado anterior el estudio so¬bre cómo deben ser entendidos los libros pertene¬cientes al género histórico del Antiguo Testamento, teniendo en cuenta para ello, aparte de su inspiración y autenticidad, la voluntad e intención del respectivo autor al escribir tal histo¬ria, según el modo y costumbres literarias de su ambiente y época circundante, ahora con el mismo cri¬terio examinamos el mismo problema en el Nuevo Testamento. En realidad es este el objetivo directo del libro del P. Igartua ya que trata en el libro de la verdad histórica de los evangelios.
Teniendo en cuenta lo escrito sobre el Antiguo Tes¬tamento, afronta el problema del género histórico de los evangelios y Hechos apostólicos, y en él su género literario, donde brillará más claramente la calidad de su valor testimo¬nial. En las epístolas o cartas apostólicas, cuando en su género literario epistolar aportan algún testimonio de hechos históri¬cos, no parece necesario detenerse, por ser escritos entera¬mente personales y realizados en la misma vida de los autores, con firma propia, con alguna excepción menor, y su testimonio histórico es claramente válido. El Apocalipsis, por su parte, en su carácter profético y poétíco-épico, aparece claramente con muy diverso género. Pero, en cuanto testimonie p. e. la resu¬rrección y por ello la creencia de su autor en la misma, sirve de complemento a las epístolas.
Así, de modo especial, el problema de ahora se centra en el valor histórico, como género literario particular de su tiempo, de los cuatro evangelios y, en un plano semejante, de los Hechos apostólicos. El P. Igartua muestra la diferencia, de or¬den fundamental, que presentan los Evangelios, y en general el Nuevo Testamento respecto al valor de historicidad crítica en los relatos en relación al AT, así como los criterios que sobre su valor de exactitud histórica podemos señalar. Después expon¬e brevemente los llamados «criterios de historicidad», y termina notando el especial relieve que a esta luz proyectada sobre el valor histórico de los evangelios, adquiere precisamente el hecho-clave de la resurrección.
1. Diferencias con el Antiguo Testamento
Es claro que el principio de interpretación que da origen a la consideración de los géneros literarios en el Antiguo Tes¬tamento es asimismo válido, como tal principio fundamental, respecto del Nuevo Testamento, y se enuncia de este modo: se ha de buscar el sentido del texto escrito correspondiente a la voluntad del autor del mismo.
Ocurre que las condiciones de los escritos del Nuevo Testa¬mento, por sus autores, por su cercanía a los hechos relatados, por el ambiente de inteligencia del público a quien dirigen sus escritos, por la voluntad declarada expresamente por el mismo escritor en algunos casos, hacen variar fundamentalmente res¬pecto del Antiguo Testamento la inteligencia que debemos dar a esa citada voluntad clave del escritor, por la que logramos entender literalmente su texto.
a) En primer lugar, en el Antiguo Testamento en la mayoría de los escritos no tenemos certeza sobre su autor, y podemos propiamente considerarlos como anónimos, aunque con certeza inspirados desde el punto de vista eclesial y según su dogma. No sabemos generalmente quién escribió cada uno de los diversos libros del Antiguo Testamento. Si una venerable tradición atribuye a Moisés la paternidad del Pentateuco, hemos explicado cómo ello ha de significar forzosamente que Moisés dio el primer impulso a la obra de conservación de las tradiciones, y seguramente escribió o mandó escribir, al principio en piedra, algunos pasajes, necesariamente breves en relación al conjunto. Se admite hoy que esos libros, en su estado actual, fueron compuestos constituido ya el reino de Israel, y lo más pronto en el siglo x a. C, conquistada ya Jerusalén y establecidos por David los escribas, con el orden cultual perfeccionado. (…)
Pero, ¿qué hallamos en cambio al examinar los libros del Nuevo Testamento? La situación varía radicalmente. A excepción de muy contados libros, que, aunque aparecen con nombre de¬terminado de autor en la aceptación eclesial, podrían ser discu¬tidos quizás en su atribución personal, prácticamente todos los escritos del Nuevo Testamento tienen nombre de autor conocido y cierto. Sabemos los nombres de los autores de los evan¬gelios. En cuanto a las epís¬tolas, tampoco hay duda sobre su autor prudentemente estable¬cida, si se exceptúa la de los Hebreos en el Corpus paulinum, al cual sin embargo con certeza pertenece, y quizá la segunda de Pedro y la de Judas. El Apocalipsis lleva en el propio escrito el nombre de Juan, y tam¬poco parece haber motivos suficientes para atribuirlo a otro Juan diverso del evangelista, a quien la tradición lo ha atribui¬do en general.
Esta seguridad de los autores personales respectivos tiene su importancia. Cuando se trata de epístolas, saber que están escritas por un apóstol de Jesús (13 de Pablo, una de Pedro, tres de Juan) comunica ya un alto valor realista a los rasgos concretos ambientales y de recurso personal que con¬tengan. Y en los libros propiamente históricos, Evangelios y He¬chos, confiere una seguridad de inmediatez del autor a los hechos narrados, de alto valor histórico en sí misma. Ninguno de los libros es anónimo (fuera de los escasos dichos, pero va¬lorizados por otras razones de paralelismo), todos llevan como sello el nombre del autor.
b) En segundo lugar, al ser tales los autores y al estar fija¬das las fechas de composición de los libros, sabemos que los autores son contemporáneos de los hechos históricos narrados en sus libros. Esto comunica a su testimonio escrito un valor de historicidad muy diverso de los del Antiguo Testa¬mento,
Servirá, por su alta auto¬ridad de especialista, el testimonio de W. F. Albright, en este caso:
«Basándonos tan sólo en la evidencia que poseemos, se¬ría un esfuerzo desesperado el tratar de rehacer el desarro¬llo exacto de los Evangelios sinópticos a partir de la forma aramea, en la que debieron circular todas las perícopas y categorías aisladas por críticos de formas, hasta llegar a la forma final y definitiva no más tarde del año 80 d. C. (en la hipótesis extrema, añadimos nosotros).
«Podemos tan sólo hacer notar que un período de 20 a 50 años, (o sea, el que puede correr entre el año 50, primer co¬mienzo aceptado del NT en Tesalonicenses, a 20 años del 30 de la muerte de Cristo, y el 80, admitido como extremo para la composición de Mateo griego, a 50 años del 30 de la muerte de Cristo), es demasiado breve para que se produzca una corrupción del sentido esencial, y aun de la literalidad de los dichos de Jesús.
«Cuando comparamos este intervalo con los siglos de transmisión oral que transcurrieron entre Moisés y la re¬dacción de J-E-P (escritos jahvista, elohista y presbiteral o sacerdotal de los documentos del Pentateuco), o entre Zo-roastro y la codificación final de los Avesta bajo los reyes sasánidas, o entre el rabino Aqiba, por ejemplo, y la consig¬nación por escrito de las tradiciones que cundían a propó¬sito de él, no nos parece ni siquiera posible que hubiera ha¬bido (en los evangelios) una modificación seria en la tradi¬ción histórica.»
Y respecto de los otros dos documentos de tipo histórico, los Hechos apostólicos tiene por autor a un testigo directo de una parte de los sucesos, como lo prueban los pasajes «nosotros» (Wir-stücke) del libro, y en la parte anterior fiel recopilador, según su propio testimonio. En cuanto al Evangelio de Juan, tanto su modo de narrar como la tradición y el testimonio ins¬crito al fin del propio libro, que ya hemos señalado, nos ponen ante el testimonio de un apóstol del propio Jesús y testigo di¬recto de los hechos narrados. Son pues los autores en el Nuevo Testamento contemporáneos, y a veces aun testigos directos, de los hechos relatados por ellos en sus libros. (…)
c) En tercer lugar, en el AT los sucesos objeto de la narra¬ción histórica se desarrollaron en un largo período de tiempo, que se cuenta en milenios hasta Abraham, en siglos de Abraham a Moisés, y en muchos años (cuarenta dice el texto para el de¬
sierto) los relativos a Moisés, y a las sucesivas figuras de Israel.
En cambio, los sucesos históricos del NT, aparte de la in¬fancia de Jesús, muy resumida en los dos relatos de Mateo y Lucas, los hechos públicos de Jesús se encierran en el breve período de tres años. La concentración favorece el conocimiento.
d) En cuarto lugar, es de suma importancia, para la valora¬ción histórica de los relatos evangélicos, el público de lectores a que mira el autor. Mientras en el Antiguo Testamento los auto¬res sólo y exclusivamente —con el exclusivismo más radical, al parecer— los libros se escribían con destino a los miembros del pueblo de Dios de Israel, en el Nuevo Testamento los autores escriben —todos, aun el Mateo griego— para un círculo de lec¬tores ampliamente pretendido en el exterior de Israel principal¬mente. Por
Tenemos así que prácticamente todo el Nuevo Testamento consta de escritos dirigidos a lectores principalmente no-israe¬litas. Digo «principalmente», porque es claro que no quedan excluidos los judíos cristianos que reciban el mensaje evangé¬lico. Pero el círculo más importante y principal de lectores ha de ser no israelitas ingresados por el bautismo en el cristianis¬mo. Recordemos que el problema de la admisión de los no is¬raelitas fue planteado al mismo comienzo de la misión apos¬tólica con el bautismo de Cornelio centurión por Pedro, y tuvo repercusión en el mismo Concilio apostólico de Jerusalén. No cabe duda de que a partir de entonces la principal atención de la Iglesia comienza a dirigirse hacia los convertidos no israeli¬tas, que forman prácticamente la mayoría de la base de la Iglesia en expansión.
d) Si añadimos a esto, en quinto lugar, la voluntad declara¬da de los escritores, que hemos expuesto respecto de Lucas con sus propias palabras en el capítulo segundo, de presentar por es¬crito los hechos de Jesús «para que conozcan los lectores la solidez de las cosas enseñadas» (Lc. 1,4), no puede cabernos duda razonable de la voluntad de los autores evangélicos (Lucas es sinóptico de Marcos y Mateo, no lo olvidemos) de enseñar cosas verdaderas, reales, históricas. Y esta voluntad, lo repetimos, es la norma suprema de toda interpretación literal del texto ins¬pirado.
Esta «solidez», se halla expresada por Lucas con la palabra griega «asfáleia». Este vocablo significa en su lengua «firmeza, seguridad, certeza», y existe el adjetivo «asíales» (firme, sólido, inconmovible; cierto, verdadero) y el verbo «asfalídso» (asegu¬rar, fortificar, poner en seguridad, aprisionar). Como puede ver¬se, del sentido primario, de la raíz de origen, «sfallo», (futuro «sfaló»), que significa «hacer caer, derribar; hacer vacilar; enga¬ñar, seducir, extraviar, inducir a error» —de donde también «sfalerós», adjetivo que significa a su vez «vacilante, débil; in¬cierto, engañoso»—, con la «a» negativa delante, se llega a un sentido que expresa principalmente dos cualidades de la verdad enseñada, según Lucas. Por una parte esta verdad objetiva es «firme, sólida, segura», y por otro su aceptación produce una verdad «cierta, sin error ni engaño, ni extravío».
Por eso, debemos preguntarnos: ¿cómo sería posible que un autor como Lucas, que pretende dar una enseñanza así de sóli¬da y cierta, y tiene conciencia de que sus lectores van a ser principalmente no israelitas —y no olvidemos que Lucas es el compañero de viaje y apostolado de Pablo, apóstol precisamen¬te «de los gentiles» o no-israelitas—, cómo podría presentarles hechos de Jesús insertos en medio de otros, de los cuales unos fuesen reales y acontecidos, y los otros literariamente inventados a manera judía o enriquecidos con fantásticos midráshim he¬breos, que no podían comprender las mentes no hebreas? ¿No era estrictamente necesario para la «solidez y certeza» de su en¬señanza que, de hacerlo así, distinguiese expresamente en su re¬lato unas cosas de otras? Pues lo que decimos de Lucas, ya he¬mos indicado por qué vale también paralelamente de Marcos y Mateo, y por supuesto de los Hechos apostólicos del propio Lu¬cas, donde todavía cobra mayor realce, si cabe, el realismo.
Pero asentado esto, queda asentada así la verdad histórica de los hechos evangélicos de los sinópticos; y por la misma razón, y aun superior al ser escritos treinta años más tarde cuando ni rastro queda de la antigua Jerusalén hebrea, de los escritos evangélicos de Juan, que narra sus propios recuerdos aunque pueda teologizarlos con alguna libertad, propia también del género, pero sin narrar cosas falsas de Jesús.
Examinemos ahora si en este caso no queda acaso todavía lugar para algunas formas de interpretación diversas en algo, y veamos si cabe todavía alguna forma de midrásh en los escritos del Nuevo Testamento.
2. Interpretaciones midráshicas en el Nuevo Testamento
Midrásh
(paráfrasis interpretativa)
— halaká = interpretación de un
texto legal.
— haggadá = interpretación de un
texto narrativo, por un comenta¬
rio, o también por otra narración
complementaria.
— pesher — interpretación proyecta¬
da al futuro a base de un texto
anterior.
Hemos dicho y explicado cómo, siendo este método judío propio de las escuelas rabínicas de Israel, también los mismos escritores inspirados, sin duda formados en dichas escuelas, lo conocen y quizá lo utilizan. Y así el midrásh, que en sí mismo es solamente un método de interpretación ampliada, puede pasar a ser en su contenido, si es utilizado por el escritor ins¬pirado del libro, un texto también inspirado que forma parte de la Escritura sagrada.
Hemos citado en aquel capítulo diversos ejemplos del Anti¬guo Testamento que podrían considerarse como utilización ins¬pirada del método midráshico, anotando a la vez algún pasaje del Nuevo Testamento que quizá podría verse a la luz del mi¬drásh. Pero ahora nos preguntamos: puesta la argumentación que acabamos de ofrecer sobre la improbabilidad de que auto¬res, aunque judíos y formados en estilo judío, utilizasen un mé¬todo judío incomprensible para lectores no judíos, principales destinatarios del escrito, los cuales eran incapaces de compren¬der sin más explicación tales métodos e interpretaciones, en li¬bros que contenían sucesos históricos aceptados por ellos como verídicos: ¿cabe sin embargo algún uso del midrásh en el Nue¬vo Testamento?
Creemos sinceramente que, sin considerar los argumentos aquí ofrecidos, y que confirman la línea tradicional de la inter¬pretación griega y latina de los Padres de la Iglesia, los cuales aceptan siempre la historicidad de los hechos narrados, no se puede utilizar, como algunos hacen, el recurso al midrásh para explicar las dificultades que hallan en el texto. No nos parece que es posible admitir como recurso literario de género judío, en libros destinados principalmente a no judíos, un método que presentase como hechos de Jesús sucesos jamás acaecidos sino en la pluma del escritor. Cosa distinta es que, admitiendo bá¬sicamente el hecho histórico como tal, el comentador eclesiás¬tico, griego y latino, vea en él un apoyo para añadir también una interpretación espiritual o alegórica a propósito del mismo y en alegoría de sus elementos. Ejemplos claros de esto son principalmente entre los latinos san Ambrosio y san Agustín o san Gregorio, y entre los griegos, como representante típico de la escuela alegórica, Orígenes.
3. Génesis de los evangelios y problema sinóptico
Para mejor comprender la valoración histórica que debemos atribuir a los evangelios, ayudará sin duda explicar brevemente el modo cómo fueron compuestos los escritos, lo cual queda reflejado en el llamado problema sinóptico.
Como solamente pretendemos indicar la opinión aceptada so¬bre la génesis y origen literario de los actuales escritos evan¬gélicos, podrá bastar que resumamos la explicación, clara y con¬cisa, que de tal origen propone, según el parecer hoy aceptado, la Instrucción dada por la Comisión Bíblica el 21 de abril de 1964 acerca de la verdad histórica de los evangelios y que despues, de modo más general y resumido, se hallará en la Consti¬tución dogmática sobre la Revelación «Dei Verbum» del 18 de noviembre de 1965, en su capítulo V.
Conforme a la Instrucción citada, los pasos sucesivos hasta la redacción evangélica, desde los mismos hechos y palabras del Señor, son los tres siguientes: primero Cristo eligió en vida discípulos (principalmente doce apóstoles) que le acompañaron de manera permanente (cf. Act. 1,8 y 21-22), y fueron más tarde sus testigos, Ellos oyeron las explicaciones doctrinales de Je¬sús, ya al pueblo ya a ellos mismos, y contemplaron los hechos y milagros verificados, todo lo cual se imprimió con fuerza, en su sencillo sentido (y a la vez profundo), en sus mentes y me¬morias. En segundo lugar, los apóstoles (y discípulos) dieron tes¬timonio de Jesús después de su muerte y resurrección. Exponían en su predicación hechos y palabras de Jesús, teniendo en cuen¬ta en cada caso la conveniencia de los oyentes, y siempre testi¬moniando realidades sucedidas ante ellos. La fe en la divinidad de Jesús, que tenían firme en su corazón, ayudaba a conservar fielmente sus hechos y palabras principales. De ningún modo mitificaron a Jesús, ni inventaron acerca de él; pero sí podemos comprender que la perspectiva de la fe ayudaba a penetrar más profundamente aquellos hechos y palabras, bajo la nueva luz del Espíritu recibido. (Esto se puede apreciar muy claramente en Juan, por ejemplo.) Los diversos modos de predicar, y las diversas comunidades en que lo fueron haciendo, nos permiten ya distinguir diversos pasajes o modos del mensaje: catequesis, narraciones, testimonios, himnos litúrgicos, doxologías, ora¬ciones y otras formas de acción en la comunidad cristiana pri¬mitiva ejercidas por ellos.
En tercer y último lugar llegamos a los autores sagrados, que consignan por escrito tales tradiciones predicadas. Son los angelistas. Existían ya sin duda (Lucas en el comienzo de su evangelio lo testifica abiertamente) algunos escritos sobre ta¬les recuerdos. Cada uno de ellos eligió los recuerdos que mejor cuadraban o convenían a su propio fin y a los lectores a quienes destinaba su escrito. Por lo mismo, esta elección comporta la marginación por ellos de otros recuerdos o elementos, que tam¬bién eran legítimos, (véase Jn. 20,30; 21,25). Su intención general era confirmar la verdad de la fe cristiana de los oyentes o lec¬tores, y ello sólidamente (Lc. 1,4). Para su fin agruparon o reu¬nieron en secciones conjuntos de algunas cosas diversas, según su utilidad personalmente apreciada bajo la luz del Espíritu. Por lo cual interesa para comprender sus relatos también el con¬texto de la propia narración de cada uno. Conforme a lo que ya indicaron los santos Padres (como san J. Crisóstomo o san Agustín) no daña en nada a la verdad de los evangelios que los evangelistas hayan narrado las cosas variando a veces su orden real, o que hayan referido las sentencias del Señor de modo algo distinto, no a la letra, pero conservando siempre su senti¬do verdadero. Así tenemos hoy los evangelios.
He aquí como resume en unas líneas todo esto la Constitu¬ción Dei Verbum del Vaticano II:
«Los autores sagrados escribieron los cuatro evangelios escogiendo algunas cosas de las muchas que ya se transmitían de palabra o por escrito, sintetizando algunas o explanándolas atendiendo a la condición de las comunidades cristianas (ecclesias), reteniendo en fin la forma de proclamación (del mensaje), de manera que siempre nos comunicaban co¬sas verdaderas y auténticas (vera et sincera) de Jesús.
«Escribieron pues, ya sacándolo de su propia memoria y recuerdo (memoria el recordatione) ya del testimonio de aquellos que desde el principio vieron los sucesos y fueron ministros de la palabra (ipsi viderunt et ministri fuerunt sermonis: Lc. 1,2), con la intención de que conozcamos la verdad (veritatem: Lc. 1,4) de las palabras que nos enseñan.» (n. 19).
Este hermoso pasaje condensa en breves líneas lo que podemos decir de la formación y escritura de los evangelios. No dijeron todo, sino algunas cosas; estas cosas se transmitían ya de palabra o en escritos; su modo de escribir fue sintetizando los hechos o explanándolos de modo apto; era una proclamación del mensaje sobre Jesús y de Jesús; lo sacaban de su propia memo¬ria o recuerdo, si habían sido ellos mismos testigos (Pedro, Mateo, Juan); si no lo habían sido, lo sacaban del testimonio de los que lo fueron.
Y todo ello —y esto es fundamental para la verdad de los evangelios—, de modo que nos comunicasen la verdad, la só¬lida verdad (Lc. 1,4) de los hechos y palabras. Y de modo que todo lo que escribiesen fuesen cosas «verdaderas y auténti¬cas» (sincera). Difícil es resumir mejor lo que son los evangelios hoy.
Queda así el modo de escribirse los evangelios claramente dibujado. Esto supone que los autores tomaron escritos previos y testimonios verbales. Aquellos escritos previos, o pasajes y episodios, o palabras reunidas de Jesús, que ignoramos hoy cómo eran en concreto (aunque a veces, p. e. en las bienaventu¬ranzas, haya llegado a una mayor concreción quizá Dupont), podrían así ser llamados, como los llaman algunos «unidades pre-evangélicas», y en relación a los sinópticos «unidades pre-sinópticas». Estas «unidades» podían provenir o de copias hechas por particulares de palabras de Jesús (como, quizás, algún es¬criba presente en sus discursos, en algún caso), o en modo más inmediato del tesoro de las comunidades, de sus oraciones en¬señadas por Cristo (el Padrenuestro), de los recuerdos explana¬dos en catequesis en ellas (Pedro a los neófitos romanos, según la tradición), de la memoria en ellas de los hechos reales.
Los evangelistas debían después particularmente dar forma a todo este material, y ordenarlo en un esquema general de la vida de Jesús (no minuciosamente cronológico): su infancia, si la narran, su bautismo, su predicación y milagros, sus episodios, su enfrentamiento con los fariseos y sacerdotes, su pa¬sión y muerte, su resurrección. Cada uno de los evangelistas lo ordenó a su propia manera, sin faltar por ello a la verdad de las cosas. Hizo lo que en términos modernos de lenguaje fílmico se llama un «montaje», es decir una ordenación de se¬cuencias o episodios dentro del esquema general. Y aquí entra el problema sinóptico.
No vamos a detenernos en él, pues tanto se ha escrito y puede escribirse sin fin. Es el problema de la paridad de mu¬chos pasajes de los tres primeros evangelios, que en su iden¬tidad literal muchas veces demuestran que o los tres copiaron tales pasajes de un mismo escrito, o algunos de ellos de los otros. Se admite ya generalmente como un hecho que la base primera de los tres actuales es Marcos, más breve, que a su vez quizá pudo utilizar y utilizó, además de las catequesis de Pedro a los romanos, algún escrito previo a él mismo. Anterior, desde luego, existía ya el Mateo arameo.
Se admite también, en general, que debió haber además de esta primera fuente (Q — Quelle, fuente, en alemán), alguna otra que pueda explicar las diferencias peculiares de Lucas con Mateo. Sin embargo, no pasan de hipótesis, quizá necesitadas por las circunstancias, pero de las que solamente en hipótesis se puede hablar. Ni se puede pensar que este problema llegue ya mucho más adelante en su solución, para la que se han dis¬currido diversos esquemas de combinación, más o menos ade¬cuados y más o menos dificultosos.
Siempre se ha de tener en cuenta la importancia de la tra¬dición oral previa, que ha de haber influido en ciertas secuen¬cias algo variadas en los tres evangelios. Además, cada evangelista conserva su libertad literaria bajo la inspiración, para retocar o modificar expresiones que encajan mejor en el con¬texto y estilo propio; todo ello, siempre, como se ha notado, con un sumo respeto a las mismas sentencias del Señor, que suelen ser intocadas en general, principalmente de Marcos a Lucas.
De todos modos tenemos delante el hecho real e histórico de tres evangelios que emergen de una comunidad primitiva, en distintos años (con no mucha diferencia), y en diversos con¬textos ambientales (o Sitz im Leben, como dicen los alemanes), en contacto seguramente con fuentes también más o menos co¬piosas, como indica Lucas. Todo ello es una suficiente explica¬ción del hecho sinóptico, de sus semejanzas e identidades, y de sus diferencias también. No necesitamos seguramente, ni para nuestra certeza ni para nuestra vida, de un más absoluto dis¬cernimiento de los modos como tales evangelios han sido pro¬ducidos de esta forma, aunque sea tarea propia de los críticos y de interés científico siempre.
Bástenos a nosotros, que tomamos los evangelios en las ma¬nos como creyentes bien fundamentados, la seguridad de que ningún problema insoluble ha surgido ni podrá surgir de este hecho. Y tenemos además a Juan para sostener y precisar des¬de ángulos diversos episodios comunes, y para descubrirnos hechos que eran desconocidos por los otros evangelios.
Pero quisiera, refiriéndome al problema real del hecho si¬nóptico, de gran interés sin duda en sí mismo y del que tanto se ha escrito y analizado hasta los límites actuales del problema, que sucede con ello (y mucho más sucede con la Formgeschichte de que hablamos en este libro, y que también tiene un fondo realista, pero más desfigurado y arbitrario por los comentaris¬tas), manifestar la que creo una impresión de experiencia Cuando uno termina de estudiar y comprobar los datos, que le llevan tal vez a un mejor conocimiento del texto de los evange¬lios, vuelve necesariamente a tomar los mismos evangelios como fuente insustituible. Y al leerlos directamente, como se ofrecen al lector creyente y estudioso, de pronto una fresca corriente de vida nos invade. Olvidamos los análisis y los troceamientos y las sugerencias de los especialistas. Y como uno que, después de haber estado en un trabajo penoso y particular, asciende a una colina donde el aire vitaliza, o entra en el agua que baña su cuerpo de efluvios vitales, así pasa con los evangelios.
Nos hallamos de nuevo entonces, sin otro pensamiento, en la corriente de la vida. De nuevo nos sentimos subyugados y renovados por aquella admirable corriente, como de aire y agua en primavera, que son los hechos y palabras de Jesús. Eso son los evangelios, y a ellos volvemos en último término. Los evange¬listas nos han narrado, con arte diferente pero semejante, estos hechos y palabras. La figura de Jesús nos domina, y sentimos la insustituible fuerza de novedad y asombro de su propia vida. Jesús de Nazaret, sus hechos y sus dichos, tesoro de vida di¬vina, tal es el profundo secreto de los evangelios, más allá de los problemas sinópticos y literarios.
Habiendo presentado en el apartado anterior el estudio so¬bre cómo deben ser entendidos los libros pertene¬cientes al género histórico del Antiguo Testamento, teniendo en cuenta para ello, aparte de su inspiración y autenticidad, la voluntad e intención del respectivo autor al escribir tal histo¬ria, según el modo y costumbres literarias de su ambiente y época circundante, ahora con el mismo cri¬terio examinamos el mismo problema en el Nuevo Testamento. En realidad es este el objetivo directo del libro del P. Igartua ya que trata en el libro de la verdad histórica de los evangelios.
Teniendo en cuenta lo escrito sobre el Antiguo Tes¬tamento, afronta el problema del género histórico de los evangelios y Hechos apostólicos, y en él su género literario, donde brillará más claramente la calidad de su valor testimo¬nial. En las epístolas o cartas apostólicas, cuando en su género literario epistolar aportan algún testimonio de hechos históri¬cos, no parece necesario detenerse, por ser escritos entera¬mente personales y realizados en la misma vida de los autores, con firma propia, con alguna excepción menor, y su testimonio histórico es claramente válido. El Apocalipsis, por su parte, en su carácter profético y poétíco-épico, aparece claramente con muy diverso género. Pero, en cuanto testimonie p. e. la resu¬rrección y por ello la creencia de su autor en la misma, sirve de complemento a las epístolas.
Así, de modo especial, el problema de ahora se centra en el valor histórico, como género literario particular de su tiempo, de los cuatro evangelios y, en un plano semejante, de los Hechos apostólicos. El P. Igartua muestra la diferencia, de or¬den fundamental, que presentan los Evangelios, y en general el Nuevo Testamento respecto al valor de historicidad crítica en los relatos en relación al AT, así como los criterios que sobre su valor de exactitud histórica podemos señalar. Después expon¬e brevemente los llamados «criterios de historicidad», y termina notando el especial relieve que a esta luz proyectada sobre el valor histórico de los evangelios, adquiere precisamente el hecho-clave de la resurrección.
1. Diferencias con el Antiguo Testamento
Es claro que el principio de interpretación que da origen a la consideración de los géneros literarios en el Antiguo Tes¬tamento es asimismo válido, como tal principio fundamental, respecto del Nuevo Testamento, y se enuncia de este modo: se ha de buscar el sentido del texto escrito correspondiente a la voluntad del autor del mismo.
Ocurre que las condiciones de los escritos del Nuevo Testa¬mento, por sus autores, por su cercanía a los hechos relatados, por el ambiente de inteligencia del público a quien dirigen sus escritos, por la voluntad declarada expresamente por el mismo escritor en algunos casos, hacen variar fundamentalmente res¬pecto del Antiguo Testamento la inteligencia que debemos dar a esa citada voluntad clave del escritor, por la que logramos entender literalmente su texto.
a) En primer lugar, en el Antiguo Testamento en la mayoría de los escritos no tenemos certeza sobre su autor, y podemos propiamente considerarlos como anónimos, aunque con certeza inspirados desde el punto de vista eclesial y según su dogma. No sabemos generalmente quién escribió cada uno de los diversos libros del Antiguo Testamento. Si una venerable tradición atribuye a Moisés la paternidad del Pentateuco, hemos explicado cómo ello ha de significar forzosamente que Moisés dio el primer impulso a la obra de conservación de las tradiciones, y seguramente escribió o mandó escribir, al principio en piedra, algunos pasajes, necesariamente breves en relación al conjunto. Se admite hoy que esos libros, en su estado actual, fueron compuestos constituido ya el reino de Israel, y lo más pronto en el siglo x a. C, conquistada ya Jerusalén y establecidos por David los escribas, con el orden cultual perfeccionado. (…)
Pero, ¿qué hallamos en cambio al examinar los libros del Nuevo Testamento? La situación varía radicalmente. A excepción de muy contados libros, que, aunque aparecen con nombre de¬terminado de autor en la aceptación eclesial, podrían ser discu¬tidos quizás en su atribución personal, prácticamente todos los escritos del Nuevo Testamento tienen nombre de autor conocido y cierto. Sabemos los nombres de los autores de los evan¬gelios. En cuanto a las epís¬tolas, tampoco hay duda sobre su autor prudentemente estable¬cida, si se exceptúa la de los Hebreos en el Corpus paulinum, al cual sin embargo con certeza pertenece, y quizá la segunda de Pedro y la de Judas. El Apocalipsis lleva en el propio escrito el nombre de Juan, y tam¬poco parece haber motivos suficientes para atribuirlo a otro Juan diverso del evangelista, a quien la tradición lo ha atribui¬do en general.
Esta seguridad de los autores personales respectivos tiene su importancia. Cuando se trata de epístolas, saber que están escritas por un apóstol de Jesús (13 de Pablo, una de Pedro, tres de Juan) comunica ya un alto valor realista a los rasgos concretos ambientales y de recurso personal que con¬tengan. Y en los libros propiamente históricos, Evangelios y He¬chos, confiere una seguridad de inmediatez del autor a los hechos narrados, de alto valor histórico en sí misma. Ninguno de los libros es anónimo (fuera de los escasos dichos, pero va¬lorizados por otras razones de paralelismo), todos llevan como sello el nombre del autor.
b) En segundo lugar, al ser tales los autores y al estar fija¬das las fechas de composición de los libros, sabemos que los autores son contemporáneos de los hechos históricos narrados en sus libros. Esto comunica a su testimonio escrito un valor de historicidad muy diverso de los del Antiguo Testa¬mento,
Servirá, por su alta auto¬ridad de especialista, el testimonio de W. F. Albright, en este caso:
«Basándonos tan sólo en la evidencia que poseemos, se¬ría un esfuerzo desesperado el tratar de rehacer el desarro¬llo exacto de los Evangelios sinópticos a partir de la forma aramea, en la que debieron circular todas las perícopas y categorías aisladas por críticos de formas, hasta llegar a la forma final y definitiva no más tarde del año 80 d. C. (en la hipótesis extrema, añadimos nosotros).
«Podemos tan sólo hacer notar que un período de 20 a 50 años, (o sea, el que puede correr entre el año 50, primer co¬mienzo aceptado del NT en Tesalonicenses, a 20 años del 30 de la muerte de Cristo, y el 80, admitido como extremo para la composición de Mateo griego, a 50 años del 30 de la muerte de Cristo), es demasiado breve para que se produzca una corrupción del sentido esencial, y aun de la literalidad de los dichos de Jesús.
«Cuando comparamos este intervalo con los siglos de transmisión oral que transcurrieron entre Moisés y la re¬dacción de J-E-P (escritos jahvista, elohista y presbiteral o sacerdotal de los documentos del Pentateuco), o entre Zo-roastro y la codificación final de los Avesta bajo los reyes sasánidas, o entre el rabino Aqiba, por ejemplo, y la consig¬nación por escrito de las tradiciones que cundían a propó¬sito de él, no nos parece ni siquiera posible que hubiera ha¬bido (en los evangelios) una modificación seria en la tradi¬ción histórica.»
Y respecto de los otros dos documentos de tipo histórico, los Hechos apostólicos tiene por autor a un testigo directo de una parte de los sucesos, como lo prueban los pasajes «nosotros» (Wir-stücke) del libro, y en la parte anterior fiel recopilador, según su propio testimonio. En cuanto al Evangelio de Juan, tanto su modo de narrar como la tradición y el testimonio ins¬crito al fin del propio libro, que ya hemos señalado, nos ponen ante el testimonio de un apóstol del propio Jesús y testigo di¬recto de los hechos narrados. Son pues los autores en el Nuevo Testamento contemporáneos, y a veces aun testigos directos, de los hechos relatados por ellos en sus libros. (…)
c) En tercer lugar, en el AT los sucesos objeto de la narra¬ción histórica se desarrollaron en un largo período de tiempo, que se cuenta en milenios hasta Abraham, en siglos de Abraham a Moisés, y en muchos años (cuarenta dice el texto para el de¬
sierto) los relativos a Moisés, y a las sucesivas figuras de Israel.
En cambio, los sucesos históricos del NT, aparte de la in¬fancia de Jesús, muy resumida en los dos relatos de Mateo y Lucas, los hechos públicos de Jesús se encierran en el breve período de tres años. La concentración favorece el conocimiento.
d) En cuarto lugar, es de suma importancia, para la valora¬ción histórica de los relatos evangélicos, el público de lectores a que mira el autor. Mientras en el Antiguo Testamento los auto¬res sólo y exclusivamente —con el exclusivismo más radical, al parecer— los libros se escribían con destino a los miembros del pueblo de Dios de Israel, en el Nuevo Testamento los autores escriben —todos, aun el Mateo griego— para un círculo de lec¬tores ampliamente pretendido en el exterior de Israel principal¬mente. Por
Tenemos así que prácticamente todo el Nuevo Testamento consta de escritos dirigidos a lectores principalmente no-israe¬litas. Digo «principalmente», porque es claro que no quedan excluidos los judíos cristianos que reciban el mensaje evangé¬lico. Pero el círculo más importante y principal de lectores ha de ser no israelitas ingresados por el bautismo en el cristianis¬mo. Recordemos que el problema de la admisión de los no is¬raelitas fue planteado al mismo comienzo de la misión apos¬tólica con el bautismo de Cornelio centurión por Pedro, y tuvo repercusión en el mismo Concilio apostólico de Jerusalén. No cabe duda de que a partir de entonces la principal atención de la Iglesia comienza a dirigirse hacia los convertidos no israeli¬tas, que forman prácticamente la mayoría de la base de la Iglesia en expansión.
d) Si añadimos a esto, en quinto lugar, la voluntad declara¬da de los escritores, que hemos expuesto respecto de Lucas con sus propias palabras en el capítulo segundo, de presentar por es¬crito los hechos de Jesús «para que conozcan los lectores la solidez de las cosas enseñadas» (Lc. 1,4), no puede cabernos duda razonable de la voluntad de los autores evangélicos (Lucas es sinóptico de Marcos y Mateo, no lo olvidemos) de enseñar cosas verdaderas, reales, históricas. Y esta voluntad, lo repetimos, es la norma suprema de toda interpretación literal del texto ins¬pirado.
Esta «solidez», se halla expresada por Lucas con la palabra griega «asfáleia». Este vocablo significa en su lengua «firmeza, seguridad, certeza», y existe el adjetivo «asíales» (firme, sólido, inconmovible; cierto, verdadero) y el verbo «asfalídso» (asegu¬rar, fortificar, poner en seguridad, aprisionar). Como puede ver¬se, del sentido primario, de la raíz de origen, «sfallo», (futuro «sfaló»), que significa «hacer caer, derribar; hacer vacilar; enga¬ñar, seducir, extraviar, inducir a error» —de donde también «sfalerós», adjetivo que significa a su vez «vacilante, débil; in¬cierto, engañoso»—, con la «a» negativa delante, se llega a un sentido que expresa principalmente dos cualidades de la verdad enseñada, según Lucas. Por una parte esta verdad objetiva es «firme, sólida, segura», y por otro su aceptación produce una verdad «cierta, sin error ni engaño, ni extravío».
Por eso, debemos preguntarnos: ¿cómo sería posible que un autor como Lucas, que pretende dar una enseñanza así de sóli¬da y cierta, y tiene conciencia de que sus lectores van a ser principalmente no israelitas —y no olvidemos que Lucas es el compañero de viaje y apostolado de Pablo, apóstol precisamen¬te «de los gentiles» o no-israelitas—, cómo podría presentarles hechos de Jesús insertos en medio de otros, de los cuales unos fuesen reales y acontecidos, y los otros literariamente inventados a manera judía o enriquecidos con fantásticos midráshim he¬breos, que no podían comprender las mentes no hebreas? ¿No era estrictamente necesario para la «solidez y certeza» de su en¬señanza que, de hacerlo así, distinguiese expresamente en su re¬lato unas cosas de otras? Pues lo que decimos de Lucas, ya he¬mos indicado por qué vale también paralelamente de Marcos y Mateo, y por supuesto de los Hechos apostólicos del propio Lu¬cas, donde todavía cobra mayor realce, si cabe, el realismo.
Pero asentado esto, queda asentada así la verdad histórica de los hechos evangélicos de los sinópticos; y por la misma razón, y aun superior al ser escritos treinta años más tarde cuando ni rastro queda de la antigua Jerusalén hebrea, de los escritos evangélicos de Juan, que narra sus propios recuerdos aunque pueda teologizarlos con alguna libertad, propia también del género, pero sin narrar cosas falsas de Jesús.
Examinemos ahora si en este caso no queda acaso todavía lugar para algunas formas de interpretación diversas en algo, y veamos si cabe todavía alguna forma de midrásh en los escritos del Nuevo Testamento.
2. Interpretaciones midráshicas en el Nuevo Testamento
Midrásh
(paráfrasis interpretativa)
— halaká = interpretación de un
texto legal.
— haggadá = interpretación de un
texto narrativo, por un comenta¬
rio, o también por otra narración
complementaria.
— pesher — interpretación proyecta¬
da al futuro a base de un texto
anterior.
Hemos dicho y explicado cómo, siendo este método judío propio de las escuelas rabínicas de Israel, también los mismos escritores inspirados, sin duda formados en dichas escuelas, lo conocen y quizá lo utilizan. Y así el midrásh, que en sí mismo es solamente un método de interpretación ampliada, puede pasar a ser en su contenido, si es utilizado por el escritor ins¬pirado del libro, un texto también inspirado que forma parte de la Escritura sagrada.
Hemos citado en aquel capítulo diversos ejemplos del Anti¬guo Testamento que podrían considerarse como utilización ins¬pirada del método midráshico, anotando a la vez algún pasaje del Nuevo Testamento que quizá podría verse a la luz del mi¬drásh. Pero ahora nos preguntamos: puesta la argumentación que acabamos de ofrecer sobre la improbabilidad de que auto¬res, aunque judíos y formados en estilo judío, utilizasen un mé¬todo judío incomprensible para lectores no judíos, principales destinatarios del escrito, los cuales eran incapaces de compren¬der sin más explicación tales métodos e interpretaciones, en li¬bros que contenían sucesos históricos aceptados por ellos como verídicos: ¿cabe sin embargo algún uso del midrásh en el Nue¬vo Testamento?
Creemos sinceramente que, sin considerar los argumentos aquí ofrecidos, y que confirman la línea tradicional de la inter¬pretación griega y latina de los Padres de la Iglesia, los cuales aceptan siempre la historicidad de los hechos narrados, no se puede utilizar, como algunos hacen, el recurso al midrásh para explicar las dificultades que hallan en el texto. No nos parece que es posible admitir como recurso literario de género judío, en libros destinados principalmente a no judíos, un método que presentase como hechos de Jesús sucesos jamás acaecidos sino en la pluma del escritor. Cosa distinta es que, admitiendo bá¬sicamente el hecho histórico como tal, el comentador eclesiás¬tico, griego y latino, vea en él un apoyo para añadir también una interpretación espiritual o alegórica a propósito del mismo y en alegoría de sus elementos. Ejemplos claros de esto son principalmente entre los latinos san Ambrosio y san Agustín o san Gregorio, y entre los griegos, como representante típico de la escuela alegórica, Orígenes.
3. Génesis de los evangelios y problema sinóptico
Para mejor comprender la valoración histórica que debemos atribuir a los evangelios, ayudará sin duda explicar brevemente el modo cómo fueron compuestos los escritos, lo cual queda reflejado en el llamado problema sinóptico.
Como solamente pretendemos indicar la opinión aceptada so¬bre la génesis y origen literario de los actuales escritos evan¬gélicos, podrá bastar que resumamos la explicación, clara y con¬cisa, que de tal origen propone, según el parecer hoy aceptado, la Instrucción dada por la Comisión Bíblica el 21 de abril de 1964 acerca de la verdad histórica de los evangelios y que despues, de modo más general y resumido, se hallará en la Consti¬tución dogmática sobre la Revelación «Dei Verbum» del 18 de noviembre de 1965, en su capítulo V.
Conforme a la Instrucción citada, los pasos sucesivos hasta la redacción evangélica, desde los mismos hechos y palabras del Señor, son los tres siguientes: primero Cristo eligió en vida discípulos (principalmente doce apóstoles) que le acompañaron de manera permanente (cf. Act. 1,8 y 21-22), y fueron más tarde sus testigos, Ellos oyeron las explicaciones doctrinales de Je¬sús, ya al pueblo ya a ellos mismos, y contemplaron los hechos y milagros verificados, todo lo cual se imprimió con fuerza, en su sencillo sentido (y a la vez profundo), en sus mentes y me¬morias. En segundo lugar, los apóstoles (y discípulos) dieron tes¬timonio de Jesús después de su muerte y resurrección. Exponían en su predicación hechos y palabras de Jesús, teniendo en cuen¬ta en cada caso la conveniencia de los oyentes, y siempre testi¬moniando realidades sucedidas ante ellos. La fe en la divinidad de Jesús, que tenían firme en su corazón, ayudaba a conservar fielmente sus hechos y palabras principales. De ningún modo mitificaron a Jesús, ni inventaron acerca de él; pero sí podemos comprender que la perspectiva de la fe ayudaba a penetrar más profundamente aquellos hechos y palabras, bajo la nueva luz del Espíritu recibido. (Esto se puede apreciar muy claramente en Juan, por ejemplo.) Los diversos modos de predicar, y las diversas comunidades en que lo fueron haciendo, nos permiten ya distinguir diversos pasajes o modos del mensaje: catequesis, narraciones, testimonios, himnos litúrgicos, doxologías, ora¬ciones y otras formas de acción en la comunidad cristiana pri¬mitiva ejercidas por ellos.
En tercer y último lugar llegamos a los autores sagrados, que consignan por escrito tales tradiciones predicadas. Son los angelistas. Existían ya sin duda (Lucas en el comienzo de su evangelio lo testifica abiertamente) algunos escritos sobre ta¬les recuerdos. Cada uno de ellos eligió los recuerdos que mejor cuadraban o convenían a su propio fin y a los lectores a quienes destinaba su escrito. Por lo mismo, esta elección comporta la marginación por ellos de otros recuerdos o elementos, que tam¬bién eran legítimos, (véase Jn. 20,30; 21,25). Su intención general era confirmar la verdad de la fe cristiana de los oyentes o lec¬tores, y ello sólidamente (Lc. 1,4). Para su fin agruparon o reu¬nieron en secciones conjuntos de algunas cosas diversas, según su utilidad personalmente apreciada bajo la luz del Espíritu. Por lo cual interesa para comprender sus relatos también el con¬texto de la propia narración de cada uno. Conforme a lo que ya indicaron los santos Padres (como san J. Crisóstomo o san Agustín) no daña en nada a la verdad de los evangelios que los evangelistas hayan narrado las cosas variando a veces su orden real, o que hayan referido las sentencias del Señor de modo algo distinto, no a la letra, pero conservando siempre su senti¬do verdadero. Así tenemos hoy los evangelios.
He aquí como resume en unas líneas todo esto la Constitu¬ción Dei Verbum del Vaticano II:
«Los autores sagrados escribieron los cuatro evangelios escogiendo algunas cosas de las muchas que ya se transmitían de palabra o por escrito, sintetizando algunas o explanándolas atendiendo a la condición de las comunidades cristianas (ecclesias), reteniendo en fin la forma de proclamación (del mensaje), de manera que siempre nos comunicaban co¬sas verdaderas y auténticas (vera et sincera) de Jesús.
«Escribieron pues, ya sacándolo de su propia memoria y recuerdo (memoria el recordatione) ya del testimonio de aquellos que desde el principio vieron los sucesos y fueron ministros de la palabra (ipsi viderunt et ministri fuerunt sermonis: Lc. 1,2), con la intención de que conozcamos la verdad (veritatem: Lc. 1,4) de las palabras que nos enseñan.» (n. 19).
Este hermoso pasaje condensa en breves líneas lo que podemos decir de la formación y escritura de los evangelios. No dijeron todo, sino algunas cosas; estas cosas se transmitían ya de palabra o en escritos; su modo de escribir fue sintetizando los hechos o explanándolos de modo apto; era una proclamación del mensaje sobre Jesús y de Jesús; lo sacaban de su propia memo¬ria o recuerdo, si habían sido ellos mismos testigos (Pedro, Mateo, Juan); si no lo habían sido, lo sacaban del testimonio de los que lo fueron.
Y todo ello —y esto es fundamental para la verdad de los evangelios—, de modo que nos comunicasen la verdad, la só¬lida verdad (Lc. 1,4) de los hechos y palabras. Y de modo que todo lo que escribiesen fuesen cosas «verdaderas y auténti¬cas» (sincera). Difícil es resumir mejor lo que son los evangelios hoy.
Queda así el modo de escribirse los evangelios claramente dibujado. Esto supone que los autores tomaron escritos previos y testimonios verbales. Aquellos escritos previos, o pasajes y episodios, o palabras reunidas de Jesús, que ignoramos hoy cómo eran en concreto (aunque a veces, p. e. en las bienaventu¬ranzas, haya llegado a una mayor concreción quizá Dupont), podrían así ser llamados, como los llaman algunos «unidades pre-evangélicas», y en relación a los sinópticos «unidades pre-sinópticas». Estas «unidades» podían provenir o de copias hechas por particulares de palabras de Jesús (como, quizás, algún es¬criba presente en sus discursos, en algún caso), o en modo más inmediato del tesoro de las comunidades, de sus oraciones en¬señadas por Cristo (el Padrenuestro), de los recuerdos explana¬dos en catequesis en ellas (Pedro a los neófitos romanos, según la tradición), de la memoria en ellas de los hechos reales.
Los evangelistas debían después particularmente dar forma a todo este material, y ordenarlo en un esquema general de la vida de Jesús (no minuciosamente cronológico): su infancia, si la narran, su bautismo, su predicación y milagros, sus episodios, su enfrentamiento con los fariseos y sacerdotes, su pa¬sión y muerte, su resurrección. Cada uno de los evangelistas lo ordenó a su propia manera, sin faltar por ello a la verdad de las cosas. Hizo lo que en términos modernos de lenguaje fílmico se llama un «montaje», es decir una ordenación de se¬cuencias o episodios dentro del esquema general. Y aquí entra el problema sinóptico.
No vamos a detenernos en él, pues tanto se ha escrito y puede escribirse sin fin. Es el problema de la paridad de mu¬chos pasajes de los tres primeros evangelios, que en su iden¬tidad literal muchas veces demuestran que o los tres copiaron tales pasajes de un mismo escrito, o algunos de ellos de los otros. Se admite ya generalmente como un hecho que la base primera de los tres actuales es Marcos, más breve, que a su vez quizá pudo utilizar y utilizó, además de las catequesis de Pedro a los romanos, algún escrito previo a él mismo. Anterior, desde luego, existía ya el Mateo arameo.
Se admite también, en general, que debió haber además de esta primera fuente (Q — Quelle, fuente, en alemán), alguna otra que pueda explicar las diferencias peculiares de Lucas con Mateo. Sin embargo, no pasan de hipótesis, quizá necesitadas por las circunstancias, pero de las que solamente en hipótesis se puede hablar. Ni se puede pensar que este problema llegue ya mucho más adelante en su solución, para la que se han dis¬currido diversos esquemas de combinación, más o menos ade¬cuados y más o menos dificultosos.
Siempre se ha de tener en cuenta la importancia de la tra¬dición oral previa, que ha de haber influido en ciertas secuen¬cias algo variadas en los tres evangelios. Además, cada evangelista conserva su libertad literaria bajo la inspiración, para retocar o modificar expresiones que encajan mejor en el con¬texto y estilo propio; todo ello, siempre, como se ha notado, con un sumo respeto a las mismas sentencias del Señor, que suelen ser intocadas en general, principalmente de Marcos a Lucas.
De todos modos tenemos delante el hecho real e histórico de tres evangelios que emergen de una comunidad primitiva, en distintos años (con no mucha diferencia), y en diversos con¬textos ambientales (o Sitz im Leben, como dicen los alemanes), en contacto seguramente con fuentes también más o menos co¬piosas, como indica Lucas. Todo ello es una suficiente explica¬ción del hecho sinóptico, de sus semejanzas e identidades, y de sus diferencias también. No necesitamos seguramente, ni para nuestra certeza ni para nuestra vida, de un más absoluto dis¬cernimiento de los modos como tales evangelios han sido pro¬ducidos de esta forma, aunque sea tarea propia de los críticos y de interés científico siempre.
Bástenos a nosotros, que tomamos los evangelios en las ma¬nos como creyentes bien fundamentados, la seguridad de que ningún problema insoluble ha surgido ni podrá surgir de este hecho. Y tenemos además a Juan para sostener y precisar des¬de ángulos diversos episodios comunes, y para descubrirnos hechos que eran desconocidos por los otros evangelios.
Pero quisiera, refiriéndome al problema real del hecho si¬nóptico, de gran interés sin duda en sí mismo y del que tanto se ha escrito y analizado hasta los límites actuales del problema, que sucede con ello (y mucho más sucede con la Formgeschichte de que hablamos en este libro, y que también tiene un fondo realista, pero más desfigurado y arbitrario por los comentaris¬tas), manifestar la que creo una impresión de experiencia Cuando uno termina de estudiar y comprobar los datos, que le llevan tal vez a un mejor conocimiento del texto de los evange¬lios, vuelve necesariamente a tomar los mismos evangelios como fuente insustituible. Y al leerlos directamente, como se ofrecen al lector creyente y estudioso, de pronto una fresca corriente de vida nos invade. Olvidamos los análisis y los troceamientos y las sugerencias de los especialistas. Y como uno que, después de haber estado en un trabajo penoso y particular, asciende a una colina donde el aire vitaliza, o entra en el agua que baña su cuerpo de efluvios vitales, así pasa con los evangelios.
Nos hallamos de nuevo entonces, sin otro pensamiento, en la corriente de la vida. De nuevo nos sentimos subyugados y renovados por aquella admirable corriente, como de aire y agua en primavera, que son los hechos y palabras de Jesús. Eso son los evangelios, y a ellos volvemos en último término. Los evange¬listas nos han narrado, con arte diferente pero semejante, estos hechos y palabras. La figura de Jesús nos domina, y sentimos la insustituible fuerza de novedad y asombro de su propia vida. Jesús de Nazaret, sus hechos y sus dichos, tesoro de vida di¬vina, tal es el profundo secreto de los evangelios, más allá de los problemas sinópticos y literarios.
4. El género evangélico y su historicidad
Los evangelios forman así un género histórico enteramente propio, que puede llamarse evangélico. Son una narración, se¬gún declaran sus propios autores, de hechos y dichos de Jesús de Nazaret (Act. 1,1; Lc. 1,1-2 y 24,19).
Esta narración de los hechos y dichos de Jesús se entreteje de manera paralela, aunque con variedades y diversidades, en los tres sinópticos. Pero se mantiene en todos ellos, y lo mismo en Juan, de modo que no es posible quitar a los evangelios, sin mutilarlos plenamente, ni los hechos y milagros ni los sermones y enseñanzas (parábolas, sentencias...) de Jesús.
La Constitución dogmática del Vaticano II «Dei Verbum», sobre la divina revelación, propone claramente la doctrina de la tradición católica sobre la historicidad de los Evangelios, es¬tando el documento conciliar fechado el 18 de noviembre de 1965:
«La santa Madre Iglesia firme y constantemente ha creído y cree que los cuatro referidos evangelios, cuya histori cidad afirma sin vacilar, transmiten fielmente (quorum historicitatem incunctanter affirmat, fideliter tradere) lo que Jesús, Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y en¬señó realmente (reapse fecit et docuit) para la salvación de ellos.» (n. 19).
Del mismo modo y con la misma claridad proclama que:
«La Iglesia siempre ha defendido y defiende que los cua¬tro Evangelios tienen origen apostólico. Pues lo que los após¬toles predicaron por mandato de Cristo, luego, bajo la ins¬piración del Espíritu Santo, ellos y los varones apostólicos nos lo transmitieron por escrito, fundamento de la fe, (fidei fundamentum), es decir, el Evangelio en cuatro redacciones (quadriforme evangelium), según Mateo, Marcos, Lucas y Juan» (n. 18).
Son estos, pues, dos postulados claros de la fe católica, re¬cibidos de la primitiva tradición:
Cuatro evangelios de origen apostólico, y de carácter histó¬rico cierto y claro, que son una relación de hechos y palabras reales de Jesús.
La «Instrucción sobre la verdad histórica de los Evangelios», un año antes, (21 abril de 1964), había dado ya normas autori¬zadas sobre la actual inteligencia de dicha historicidad. En esa Instrucción se recuerda la enseñanza vigente de Pío XII sobre los géneros literarios y el método histórico reconocido como válido:
«El método histórico actual indaga con diligencia las fuentes, define su naturaleza y fuerza, y aprovecha los auxi¬lios de la crítica de los textos, de la crítica literaria y del conocimiento de las lenguas.»
Asimismo declara que el autor católico puede aprovechar los «elementos sanos» del método de la Historia de las formas (Formgeschichte), cuando el caso lo requiere «para una inteli¬gencia más plena de los Evangelios». Nótese que, por lo mismo en modo alguno puede aprovecharse esto para dedicarse con diversos pretextos a destruir la verdad histórica de los evange¬lios, que siempre es afirmada por la Iglesia. Pero, además, pone en guardia (¡y ojalá siempre se hubiese cuidado esto!) ante los «principios filosóficos y teológicos, que no pueden aprobarse, y lleva mezclados tal método», los cuales vician las conclusiones al viciar el mismo método. Y enumera estos falsos principios:
—No admiten la existencia de lo sobrenatural, ni la inter¬vención personal de Dios;
—Niegan la posibilidad de profecías y milagros;
—Estiman que la fe puede disociarse de la verdad histórica, y aun la contradice;
—No valoran la autoridad apostólica en la comunidad pri¬mitiva;
—Dan a esta comunidad cristiana primitiva una inadmisible potencia creativa de los hechos de la fe.
Difícilmente se puede expresar con mayor claridad los peli¬gros del método de la «Historia de las formas», muy reales por desgracia, como lo hacen ver las conclusiones imaginadas por algunos y la experiencia de diversos teólogos actuales. Debemos tener todo esto en cuenta. Y si bien hemos desechado antes para el NT la invención histórico-literaria en los autores aun¬que se la pretendiese midráshica-literaria, la cual en justas pro¬porciones, y en formas determinadas justificadas por el mismo texto o por sus circunstancias claramente, nos ha parecido y se admite generalmente, que en el AT puede producirse mejor, tampoco podemos negar el hecho de que los evangelios no se atienen, en su modo de concebir el relato histórico, a módulos modernos de historicidad. De manera que podemos, sin difi¬cultad, admitir una composición de los evangelios que adapta la cronología y reagrupa, según método propio del autor, la yux¬taposición de diversas palabras de Jesús, y si aunque encuadran el relato en un marco de coordenadas espacio-temporales deter¬minadas (Palestina-Jerusalén... tiempo anterior a la destrucción romana del Templo, gobernando Judea Poncio Pilato en la vida pública de Jesús), no por eso se consideran constreñidos a seguir un esquema absolutamente igual. Si bien, en el caso de los si¬nópticos, la vida de Jesús desde su bautismo está trazada en un esquema de semejanza, debido sin duda a influjos de tradi¬ciones orales o escritas anteriores, y en la Pasión con mayor seguridad de línea maestra del relato, esta vez coincidiendo bá¬sicamente con Juan, pero hay diferencias de estructuración.
Tal libertad de concepción en la narración de los hechos y palabras del Señor plantea así un problema, si no acerca de la realidad de los hechos y palabras de Jesús —como ha nota¬do decididamente Albright en las palabras que antes transcri¬bimos— sí acerca de su exacta conformación en los detalles. ¿Podemos alcanzar una mayor seguridad acerca de los diversos elementos insertos en la narración evangélica?
Puede servir de ejemplo patente de lo que decimos el título de la Cruz. Si se lee en los cuatro evangelistas dicho título, pues los cuatro lo inscriben en su relato, sin duda por su impor¬tancia jurídica en la condena de Jesús y sobre todo por su al¬cance mesiánico y profético, tenemos estos cuatro textos di¬ferentes:
«Este es Jesús, el Rey de los Judíos.» (Mt. 27,37).
«El Rey de los judíos.» (Me. 15,26).
«Este es el Rey de los Judíos.» (Lc. 23,38).
«Jesús el Nazareno, el Rey de los Judíos.» (Jn. 19,19-20).
Siendo un escrito y tan breve, y además escrito en firme a pesar de la apelación (Jn. 19,21-22), ¿cómo no lo transcriben los cuatro idénticamente? Todos han conservado lo más esencial del título, la causa de la condena, «Rey de los Judíos»; discre¬pan en el resto. Ello nos muestra que el interés de los narrado¬res busca lo esencial del hecho, aunque varíen los detalles del mismo, que en distintos observadores varían fácilmente. No debemos extrañarnos, ni quita nada a la verdad histórica. Juan y Lucas nos advierten, detalle histórico, que el escrito se hallaba en hebreo, griego y latín (Jn. 19,20; Lc. 23,38, cod). ¿Quién man¬tuvo más estricta fidelidad al texto escrito? Juan, el estimado teologizante, es el más realista, lo que además podría ser obvio con pensar que fue el único que estuvo junto a la cruz misma (Jn. 19,26). Lo confirma arqueológicamente el título hallado por santa Helena en Jerusalén, en el que consta fragmentariamente todavía hoy la palabra diversificante de Juan: «Nazareno», en las tres lenguas, escritas, como en rúbrica histórico- arqueológi¬ca, de derecha a izquierda. Puede verse en G. RICCI, La Sindone Santa, Roma, 1976, 151; su dibujo en Espasa, v. Título.
Otro ejemplo, también de mucha importancia y característi¬co, de lo mismo es el de las palabras de la institución de la Eucaristía, de las que conservamos cuatro versiones distintas, en los tres evangelios sinópticos y en Pablo a los Corintios (Mt. 26,26-28; Me. 14,22-24; Lc. 22,19-20; 1 Cor. 11,24-26). En palabras tan importantes para la tradición eclesial todos ponen en su boca las expresiones «es mi cuerpo», «es mi sangre» (Lc. y Pablo: el cáliz de mi sangre), así como la mención de la alianza nue¬va, y de la comida a que invita. Otros elementos varían: que es entregado, que se derrama por vosotros, por los pecados... Y un elemento tan importante en la tradición como el mandato de hacerlo en memoria suya, sólo aparece en Lucas y Pablo. Es un ejemplo también de identidad sustancial, y variedad acci¬dental, u omisión de algo.
El cuidado que se debe tener en no argüir en los evangelios a partir del silencio meramente negativo lo muestra también Juan en este caso al no mencionar la doble consagración euca¬rística de Jesús en la Cena, en la cual además estuvo presenté. Atestiguada por Mateo, Marcos, Lucas y el propio Pablo, pero callada por Juan, testigo presencial sin embargo. Aunque ha introducido largamente el discurso eucarístico del anuncio en el capítulo 6, y también ha propuesto el relato de la Cena, con el lavatorio de los pies y los discursos de Jesús, no ha men¬cionado la doble consagración. Tenía una ocasión aptísima y casi forzada para mencionar la institución eucarística, pero su silencio de la doble fórmula se explica por la época posterior en que escribe, que no necesita ya ese testimonio, convertido en práctica habitual de las comunidades cristianas, con su tes¬timonio vivo y diario de la doble fórmula consecratoria. Por otra parte su personal conocimiento del tema queda claro en los discursos y diálogos del capítulo 6, al anunciar Jesús la ins¬titución eucarística con ocasión de la multiplicación de los panes. Lo mismo hay que decir de otros dos hechos, culminantes de la vida de Jesús que Juan omite absolutamente, a pesar de su importancia, y de que los Sinópticos le hacen testigo especial con Pedro y con su hermano Santiago de ambos casos: la Trans¬figuración en el Tabor y la agonía de Getsemaní. A pesar de que en Getsemaní él relata como testigo ocular el prendimiento con detalles omitidos por los otros Jn. 1,14; 18,1-12), pero calla la oración de Jesús en agonía.
Los críticos de los evangelios tratan de aproximarse a la rea¬lidad histórica de los hechos por dos caminos:
• El primero es el de la llamada «historia de las formas» (Formgeschichte) y su complemento de la «historia de la redacción»
• El segundo camino de aproximación a la realidad histórica más exacta de los hechos evangélicos es el marcado por los llamados actualmente, en este respecto, criterios de historici¬dad
a) La «Historia de las formas»
El primero es el de la llamada «historia de las formas» (Formgeschichte) y su complemento de la «historia de la redacción» (Redaktiongeschichte): este método, conclusión perfeccionada de los esfuerzos de la escuela de Tubinga, con Dibelius y más tarde Bultmann, por acercarse al problema evangélico desde sus posiciones críti¬cas, tiene desde luego valores aceptables y que llevan a con¬clusiones plausibles, que no se pueden ignorar en algunos pun¬tos. Sin embargo, ni es posible admitir como método históricamante válido el desesperado intento por reconstruir el supues¬to escrito original, quitando valor a aquello que auténticamente poseemos, como en toda literatura conocida, ni pasarán jamás las conclusiones de este método de tanteos de probabilidad estimativa más o menos acertados. Albríght ha expresado con firmeza el impasse de estos métodos ante la verdadera historia y el historiador:
«El efecto benéfico de la transmisión oral compensa sin duda alguna las pérdidas históricas debidas a refracción, combinación y origen de duplicados. Sólo especialistas mo¬dernos, que carecen de método histórico y de perspectiva, pueden tejer una tal urdimbre especulativa como la que han tejido los críticos de las formas en torno a la tradición evangélica.»
Estima el notable conocedor de la historia antigua del Orien¬te, que los mismos descubrimientos recientes de Qumrán han aportado una brillante confirmación a las afirmaciones de la tradición cristiana acerca de la época de los escritos del Nuevo Testamento y de los datos en ellos contenidos. Y piensa que en cuanto a la representación de la tradición cristiana, que presenta a Jesús de Nazaret como el Cristo de la fe.
«Una crítica histórica y literaria, apoyada por la eviden¬cia de la historia religiosa del Próximo Oriente, descubre que no hay nada en la tradición que se le oponga, fuera del prejuicio.»
Sobre el evidente peligro y daño que ha hecho en muchos, aun católicos, el método de la Formgeschichte, dice severamen¬te el gran exegeta neotestamentario Feuillet en su ya citado libro L'Agonie de Gethsémani (París, 1977):
«Asistimos hoy a una verdadera orgía (débauche, liberti¬naje) de análisis literarios de los textos evangélicos, que llevan a consecuencias lamentables. Este abuso obra a ma¬nera de un cáncer y destruye poco a poco la misma sustan¬cia de la Palabra de Dios. El método de la Historia de las formas (Formgeschichtliche Methode) parece ser el princi¬pal responsable de estos excesos, en los cuales a menudo los exegetas católicos ceden actualmente lo mismo que los otros.
«Y, sin embargo, algunas sencillas reflexiones deberían detenernos en una pendiente tan peligrosa. Porque, lo pri¬mero, ¿es verosímil que los evangelistas, o la tradición de la que ellos dependen, se hayan entregado a una «cocina lite¬raria» tan complicada como se les atribuye? Segundo, el hecho de que casi siempre estas hipótesis se contradicen y destruyen unas a otras, ¿no es una prueba manifiesta de su fragilidad? Y finalmente, ¿para qué tomarse tanto trabajo por escrutar el sentido de los textos evangélicos, si son lo que esta hipótesis supone, y nada sólido nos enseñan so¬bre la persona, las palabras y los hechos de Jesús? Esto es lo que dice el sentido común. Pero, al revés de la inten¬ción de Descartes, el sentido común parece no ser lo más común en el mundo, al menos en ciertos campos como éste.» (p. 53).
Y un poco antes había advertido también, después de aludir a la afirmación de Lucas en su evangelio, en el prólogo, de que va a narrar hechos reales y testimoniados por testigos directos:
«Si admitimos en los evangelios rasgos fingidos, y esto sin que se aporte ninguna prueba decisiva de la existencia de tales ficciones, el exegeta se encuentra automáticamente como cogido en un infernal engranaje: ¿por qué rechazar esto y aceptar esto otro? Los mismos motivos de cuestionar la historicidad de esto otro podían repetirse sin cesar. Así la escalada de la duda y la negación se hacen casi inevita¬bles, como la misma experiencia lo demuestra. Resulta en¬tonces el reinado del escepticismo, un escepticismo ruinoso para la fe, que se instala poco a poco, y acaba por tocar a los mismos sucesos fundamentales de la historia de la salvación.» (p. 49-50).
Creemos que no se puede expresar mejor ni con más autori¬dad el evidente daño producido, como lo muestran las mismas intervenciones hechas necesarias de la Santa Sede frente a teó¬logos cuasi-exegetas, de los que el caso más resonante ha sido el de Hans Küng: está ya en juego la divinidad de Jesús, su resurrección, la virginidad de María, la Iglesia y su infalibilidad y ministerio, la Eucaristía.
b) Los criterios de historicidad
El segundo camino de aproximación a la realidad histórica más exacta de los hechos evangélicos es el marcado por los llamados actualmente, en este respecto, criterios de historici¬dad. No pretendemos naturalmente aquí explicarlos ampliamen¬te, y pueden encontrarse en los mismos manuales recientes so¬bre los evangelios.
Vamos a resumir los criterios de historicidad y sus resulta¬dos siguiendo la exposición hecha recientemente por un téc¬nico en la materia, R. Latourelle, de la Universidad Gregoriana de Roma, que nos parece un excelente esquema panorámico del conjunto. Si alguna vez exponemos un criterio propio en este desarrollo lo haremos notar, para que conste la diferencia de autor de tal sugerencia.
Comienza el crítico por distinguir entre el método anterior, hasta ahora utilizado y el método actual. Antes se tendía a probar la historicidad principalmente por criterios externos, como la identidad de sus autores y su sinceridad (como hemos hecho antes en alguna parte de la exposición nosotros), relegando los criterios internos, deducidos de la misma crítica de los textos, a un segundo plano. Hoy se valoran más los internos, sin poder despreciar los externos. Creemos que esta distinción no invali¬da en nada los argumentos que hemos presentado sobre el valor de estos documentos evangélicos en el capítulo 2, ni la exposición hecha acerca del género literario en el Nuevo Tes¬tamento, cuyos argumentos y valor se mantienen en pie por sí mismos.
La razón de valorar hoy más los criterios internos proviene de que la noción de autor para los críticos del Nuevo Testamento ha variado, al aceptar que los autores de la forma actual del evangelio (Marcos, Lucas, el autor del Mateo griego) han utili¬zado documentos y tradiciones orales recibidas, cuyo estudio y desciframiento ha dado origen a la «Historia de las formas» y la «Historia de la redacción», antes mencionadas, de la escuela alemana. En la Formgeschichte se busca el ambiente que rodea el texto y que él revela (Sitz im Leben), así como la tradición oral de la predicación apostólica. En la Redaktionsgeschichte, más pormenorizada gramaticalmente, se busca el lenguaje y pro¬ceso redaccional. Queremos sin embargo advertir, por cuenta nuestra, que en el evangelio de Juan, si bien el Sitz im Leben es muy importante, no parece que dada la certeza de su autor, y su situación de intimidad con Jesús, conserven su valor los dos métodos citados, que son más propios en el examen de los si¬nópticos. Juan escribe sus «memorias teológicas» sobre Jesús, y en ellas tienen poco valor las «formas» recibidas o la «re¬dacción» enteramente personal, como lo muestra el propio es¬tilo.
Se busca, advierte Latourelle corrigiendo la famosa palabra del crítico Jeremías, no ya solamente (aunque también) las «ipsissima verba Jesu», sino aun el «ipsissimus Jesús», y su mensaje. Interesan ciertamente las propias palabras de Jesús, pero más todavía la persona misma de Jesús.
Distingue el autor entre indicios y criterios, y aun actitudes, respecto a la historicidad de los hechos y palabras contenidos en los evangelios sinópticos. Los indicios señalan un camino, los criterios dan un método de juicio. Muchos de los elementos uti¬lizados en la historia de las Formas o de la Redacción son más bien simplemente indicios de antigüedad y por ende de auten¬ticidad. En rigor ni siquiera se puede equiparar el arcaísmo de las formas con la autenticidad misma. Formula las «leyes de la tradición de textos», como es concebida por Bultmann, y advierte con razón que la Formgeschichte descansa en una hipótesis no segura: que la ley del paso de los textos de Me y de la fuente Q (primitiva, ignorada, supuesta) a los textos pos¬teriores, dependientes de ellos, de Lc. y Mt. habría de poder identificarse con la misma ley de origen de Me. y de Q, que la recibirían de la tradición oral. También debe advertirse que la historia de la Redacción es más bien crítica literaria que his¬tórica. No alcanza sino a la redacción y composición de los textos, pero nada dice del valor de su recepción.
Como criterio básico podría establecerse con Mc. Eleney (1972) la presunción histórica de los textos evangélicos. «Se acepta un enunciado, bajo la palabra de quien lo refiere, si no se prueba lo contrario», suponiendo que en principio el autor históricamente no se ha mostrado indigno de crédito personal. Razonablemente, Latourelle estima que este criterio más que tal nombre merece el de actitud previa, enteramente justa por lo demás, y que en rigor viene a coincidir con las estimaciones que resultan de los criterios externos tradicionales, que fundan la autoridad de los autores de los evangelios. Si esta «justa acti¬tud» no se adopta, no sólo en este caso sino en todo problema de historicidad, resultaría imposible un criterio histórico, pues siempre los datos los recogemos de determinados autores, cuyo crédito entra en juego. Si merecen crédito deben aceptarse sus afirmaciones en tanto no se pruebe algo en contra de ellas, so¬bre todo si consta que han tenido acceso a las fuentes o contac¬to directo con los protagonistas de los hechos como es el caso en los evangelios, según nos parece claramente establecido.
Supuesta, pues, dicha actitud previa de justicia de «presun¬ción favorable» al relato evangélico, Latourelle pasa a ofrecer los criterios de historicidad, o sea las razones y motivos que aplicados al caso permitirán discernir en casos concretos la mayor seguridad de garantía histórica que el relato ofrece en ese punto particular, desde el punto de vista meramente crítico (no lo olvidemos nunca). He aquí la síntesis de sus criterios de historicidad, en parte generales en los autores actuales, en parte más cuidadosamente elaborados y propios, en los cuales sólo nos permitimos ofrecer alguna mutación del orden de presen¬tación.
Hay dos criterios fundamentales entre los cuatro primarios presentados, a los que sigue un criterio secundario o derivado, y dos mixtos o conjuntos. Los dos criterios primarios fundamen¬tales, que afectan a todo el relato evangélico, tanto de hechos como de palabras, son estos dos. Primero, el criterio de testi¬monio múltiple, y después, y el más importante según su jui¬cio, el criterio de explicación necesaria (o «razón suficiente histórica» del relato).
El criterio de testimonio múltiple se da cuando no sólo trans¬miten los evangelios sinópticos, los tres, el hecho o relato en cuestión, sino también está avalado por otros escritos del Nuevo Testamento. Como ejemplo de datos que adquieren así en Jesús historicidad auténtica e irrefutable por vía interna, ade¬más por supuesto de su propia existencia histórica humana, propone Latourelle éstos: la misericordia de Jesús con los pe¬cadores, la postura de Jesús ante la Ley, su resistencia al mesianismo político, su actividad taumatúrgica variada, sus parábo¬las como medio de predicación. Al final subrayaremos, tanto de éste como de los demás criterios, la importancia en la seguri¬dad histórica de los hechos fundamentales de la pasión, muer¬te y resurrección y glorificación de Jesús. Este criterio se fun¬da en la convergencia e independencia de diversas fuentes. Y si bien puede parecer que los evangelios proceden de una fuente oral primaria única, pero en realidad tal fuente no era única sino en sí misma múltiple también. Es una fuerte razón de confirmación de este criterio el que las Iglesias del siglo II creen en la realidad de todos estos hechos de Jesús, y ello hasta el martirio por sostenerlos. (Este, advertimos, es el crite¬rio pascaliano del «creo a testigos que se dejan degollar», por hechos atestiguados. Y, si somos consecuentes con el mismo, ya desde aquí advertiríamos que las Iglesias primitivas reci¬bieron todo el evangelio como válido, y ello también hasta el martirio, lo cual es un resultado de la observación fundamental que hemos hecho sobre los lectores no-israelitas).
El criterio de explicación necesaria, considerado por Latou¬relle como el principal de todos, es éste: «si existe una explica¬ción suficiente (y razonable) para un conjunto de datos que los armonice, podremos concluir que estamos en presencia de un dato auténtico», el cual será desde luego esa misma explicación suficiente (y necesaria, podríamos añadir). Tiene peligro el exegeta —y esto lo ha advertido, como ya hemos visto, también Albright— de limitar a veces demasiado su visión de los textos, y no considerarlos con criterio histórico. Este criterio es la aplicación al campo del derecho y de la historia del famoso «principio de razón suficiente». Así proceden, por ejemplo, los detectives, por hipótesis explicativas.
A este criterio atribuye el autor la seguridad que podemos adquirir históricamente acerca de la personalidad extraordina¬ria de Jesús (por su actitud ante las autoridades, ante la Ley como señor de ella, las prerrogativas que se atribuye, el lenguaje que usa, su prestigio y fascinación...), la cual resulta mucho más razonable como origen de todo esto que no «el mito crea¬do por la comunidad». También los evangelios ofrecen razón his¬tórica suficiente y necesaria de los milagros atribuidos a él: una docena de hechos muy importantes que la crítica más seve¬ra no puede históricamente rechazar exigen como explicación satisfactoria la propia realidad de tales hechos extraordinarios (así la rápida exaltación popular desde su comienzo de predi¬cación, la fe de los apóstoles en su mesianidad, la importancia que obtienen los milagros en la tradición recogida, el odio de los sacerdotes a causa de tales prodigios, su unión con el men¬saje del Reino p. e. a la pregunta de Juan Bautista por sus enviados, el signo de su potestad de perdonar pecados...) Aña¬diremos aquí que la causa dada de su muerte en el evangelio de Juan atribuye la decisión final de matarle a la resurrección de Lázaro (Jn. 11,53), con lo que quiere afirmar el evangelista su carácter de hecho real. Quedan también establecidas de este modo las líneas maestras de la actividad de Jesús como histó¬ricamente necesarias: éxito inicial, ruptura en Galilea, activi¬dad en Jerusalén, ruptura con los sacerdotes, la atención de sus discípulos...
Por este criterio llegamos en concreto a la necesidad de afir¬mar la propia conciencia mesiánica de Jesús, no forjada por la comunidad, sino suya, y no sólo la conciencia mesiánica —aña¬diremos nosotros— sino su propia excelencia divina con todas las consecuencias, de donde se puede concluir el decisivo trilema sobre su propia personalidad, que lleva a la convicción de su divinidad. Pero bastaría simplemente, sin deducción alguna comprobante, la conciencia de su mesianidad. Daremos aquí, por nuestra cuenta, dos testimonios de nuevo de Albright de notable calidad. El primero afirma la conciencia mesiánica de Jesús como un hecho real:
«La trama mesiánica de los Evangelios era considerada por los eruditos progresistas como algo muy secundario, que se había infiltrado en la Iglesia mucho después de la Crucifixión. Mas una comprobación creciente de la antigüe¬dad y de la connotación indeludiblemente mesiánica de la expresión «Hijo del hombre» —que Jesús utiliza ordinaria¬mente para designarse a sí mismo— ha suscitado última¬mente en los especialistas la persuasión de que la conciencia mesiánica de Jesús es el hecho central de su vida. Ningún estudio de este tema que pretenda eludir o negar este hecho puede llegar a ser completo. Jesús era el heredero espiri¬tual de una larga serie de escatologistas judíos, los cuales habían desarrollado una complicada doctrina, parte de la cual se halla claramente en los evangelios.
»No se puede en verdad probar que el mesianismo de los evangelios refleje en cada una de sus partes las creen¬cias de Jesús, pero sus rasgos centrales son patentemente anteriores a la crucifixión. Y estos rasgos constituyen cier¬tamente la persuasión de que el Mesías es a la vez Hijo del hombre e Hijo de Dios —creado, según Enoch, antes de la creación del mundo— y que ha de sufrir humillaciones y la muerte a manos de su propio pueblo, por el cual derramará su sangre en sacrificio vicario y expiatorio.»
Y poco después da esta poderosa razón convincente, que excluye en punto tan gravemente central, la invención apostólica posterior:
«La mayoría de los especialistas neotestamentarios han procurado situar la fecha de los comienzos de esta doctrina básica de la Cristología (o sea la doctrina mesiánica, ya que en griego Christos es traducción literal del Mesiah hebreo) en la Edad apostólica, entre los años 30-50 p. Cr. o quizá más tarde. Mas contra tal esfuerzo se halla todo el peso de la literatura cristiana primitiva, junto con la dificultad de determinar un período en que grupos dispersos, y muchas veces opuestos, de cristianos apostólicos pudieran aceptar tan sorprendentes innovaciones. Pedro y Pablo lucharon acer¬bamente sobre la conveniencia de extender a los convertidos gentiles los antiguos ritos judíos (Gal. 2,14); ciertamente hu¬bieran luchado con mayor encono si se hubiese pretendido introducir innovaciones con respecto a la persona del Se¬ñor.»
No sólo hubieran luchado Pedro y Pablo sobre este punto, sino aun toda la comunidad apostólica, que eran judíos —no lo olvidemos— y todos los discípulos, pues para todo judío era una auténtica blasfemia proclamarse Hijo de Dios, a no ser que las pruebas abrumadoras forzasen a ello realmente, como se puede ver en la razón misma de los enemigos de Cristo para llevarle a la muerte como blasfemo (Jn. 8,58; 10,31-33; 19,7; Me. 14,61-64; Lc. 22,66-71; Mt. 26,63-66). Por eso resulta absolutamen¬te increíble tal deificación de Jesús por comunidades judías apostólicas, si se quita el origen en el propio Jesús y en su propia afirmación, confirmada por los hechos.
Latourelle propone entre los cuatro criterios primarios in¬ternos dichos, además de estos dos, de los cuales el segundo es más explícitamente ampliado por él, los otros dos propuestos generalmente de la «discontinuidad» y de la «conformidad», ad¬virtiendo prudentemente al proponerlos que se refieren princi¬palmente a las palabras de Jesús y hechos concretos (logia), y su historicidad como tales. El criterio de discontinuidad señala y juzga que un episodio o palabras pueden ser estimados con certeza intrínseca como provenientes de Jesús (siempre en for¬ma al menos traducida las palabras, y tal vez algo modificada, ciertamente, pero real en su origen) cuando su contenido es irre¬ductible a los conceptos judíos o a los de la propia Iglesia primi¬tiva, a quien en último caso habría que proclamar autora en caso contrario. Acabamos de utilizar esta discontinuidad como criterio básico acerca de la mesianidad divina de Jesús. Refe¬rida a sus palabras, debe decirse que si las palabras contrasta¬das suponen una ruptura con la mente judía anterior, y son contrarias a la posibilidad de la mente apostólica comunitaria por sí sola —sin hechos precedente y palabras de Jesús— su¬ponen un buen apoyo para su autenticidad. ¿Cuál sería, de lo contrario, su origen?
Se pueden señalar como puestos en la línea de tal discon¬tinuidad, algunos hechos y sentencias concretas de Jesús: se¬ñalemos el bautismo entre pecadores, las tentaciones del Mesías por Satán, la agonía en Getsemaní, que por esta razón faltó en algún códice respecto al sudor de sangre; la orden primeriza de predicar solamente a los judíos —ovejas de Israel— que no tendría sentido en la época expansiva de la Iglesia; la elección de los discípulos por el Maestro, y no al revés, como acostum¬braban los judíos con sus rabís; los defectos de los propios apóstoles, como en la reprensión de Jesús a Pedro tras la ala¬banza... Este criterio proporciona ya, en crítica interna, una buena serie de hechos históricos.
El criterio de conformidad se produce cuando los hechos y palabras relatados, y aun la misma narración, concuerdan nota¬blemente con el ambiente de la época conocido por la historia, la arqueología y la literatura de oriente palestino (trabajo, vi¬vienda, oficios, pensamiento, sustrato aramaico, ambiente eco¬nómico, político, social y religioso de las sectas y sus doctri¬nas...) El relato evangélico, como ya hemos dicho en otro ca¬pítulo, el segundo, resulta notablemente fiel a la realidad y ex¬cluye verdaderamente todo anacronismo. Esto sólo se puede dar en autores que cuentan hechos reales de la época.
Como criterio secundario o derivado propone Latourelle el «estilo vital de Jesús» y su lenguaje, que resulta en verdad tan genial que no es posible inventarlo sin ser otro genio. Lo mismo de sus actitudes y conducta. También el estilo sobrio y sencillo de sus propios milagros.
Finalmente ofrece Latourelle los que llama criterios mixtos, que son los que combinan indicios literarios con criterios histó¬ricos. Presenta dos: el criterio de la coherencia de la narración, y el criterio de la diversidad de interpretaciones sobre un fondo común. El primero, coherencia narrativa, se puede aplicar cuan¬do la narración es plenamente coherente en su estructura y ele¬mentos, lo que autoriza a pensar en un dato objetivo. Debe unir¬se este criterio con los anteriormente presentados. A este tipo reduce el autor la objetividad histórica de la narración de los motivos de la muerte de Jesús, en los cuatro evangelios. Con¬cretan los evangelistas estos motivos tanto en la hostilidad de las autoridades religiosas a las pretensiones mesiánicas de Jesús, como en el motivo político aparente, que refleja la inscripción de la cruz. A este tipo se puede reducir también la realidad de la sepultura y la tumba de Jesús, algo que permanece y puede ser controlado.
En cuanto al criterio de diversas interpretaciones de un fon¬do común, consideraremos que la diversidad de interpretación o presentación pertenece al hecho redaccional, y testimonia la libertad del escritor diverso, así como su respeto a las fuentes que utiliza. Pero el fondo común sirve de segura garantía en la variedad para la autenticidad de un hecho preexistente a la re¬dacción varia. Precisamente, diremos, lo contrario de lo que los primeros racionalistas (Strauss, Baur...) supusieron en su crí¬tica a los evangelios, que la variedad redaccional era indicio de inseguridad del hecho; es al revés. Como ejemplos de este tipo de criterios se ofrecen algunos casos: las Bienaventuranzas, reconstruidas excelentemente por Dupont, partiendo precisa¬mente de la variedad entre Mateo y Lucas; la parábola del ban¬quete, con un mensaje común, conforme al mensaje nuclear del Reino; la curación del niño epiléptico después de la Trans¬figuración, explicada de modo diverso por los evangelistas, pero afirmada por todos (Lc. 9,42; Me. 9,14-27; Mt. 17,19).
Hemos pues recogido, siguiendo la exposición de Latourelle, hasta siete criterios de historicidad o autenticidad en los ele¬mentos de la narración evangélica. De ellos cuatro primarios (dos principales), uno secundario y dos mixtos. Naturalmente que si reunimos como en un haz sobre un punto concreto los siete criterios, o al menos varios de ellos, tenemos una seguri¬dad máxima críticamente.
c) Conclusiones críticas
Las conclusiones, sumamente importantes para la autentici¬dad de los datos del relato evangélico, que saca el mismo autor, son las siguientes:
1. Extensión de los hechos históricamente autenticados
Es muy grande la extensión y calidad de los hechos evangé¬licos históricamente autenticados de este modo, por la aplica¬ción de los criterios internos. Cita los siguientes:
a) El ambiente: lingüístico, humano social, político, religio¬so, económico, cultural, jurídico.
b) Las grandes líneas del ministerio de Jesús:de Galilea, a Jerusalén, la popularidad creciente, la hostilidad enfrentada, el proceso político y religioso.
c) Grandes hechos: bautismo, tentaciones, transfiguración, enseñanzas del Reino, llamada a conversión, parábolas de ense¬ñanza, Bienaventuranzas, Padrenuestro, milagros y exorcismos, y esto como señales, traición de Judas, agonía, proceso, cruci¬fixión y muerte, sepultura, resurrección.
d) Controversias con fariseos y escribas: sobre motivos le¬gales, purificaciones, divorcio, impuestos.
e) Actitudes de Jesús: compasión a pobres, enfermos y pe¬cadores, juntamente con autoridad y pureza absoluta. Actitud de misión cumplida.
f) Fórmulas de cristología misteriosa: Jonás, Templo, Hijo del Hombre.
g) Logia que bajan a Jesús: «no lo sabe ni el Hijo», etc.
h) Rechazo del mesianismo político-temporal: Reino, fe,
i) Afirmación divina: Yo os digo..., Abba, el «Hijo del Hom¬bre» de Daniel, declaración de su filiación divina ante la muer¬te (Sanedrín y Caifas).
j) Vocación de los Apóstoles: su entusiasmo por Jesús, in¬comprensión, abandono en la prueba.
2. Actitud del historiador ante los evangelios
No puede el historiador seguir manteniendo una actitud de desconfianza crítica ante los evangelios. En cambio debiera valer el axioma: in dubiis stat traditio (cuando hay duda debe prevalecer la tradición). Son los que niegan los hechos evangé¬licos los que deben probar su negativa.
Resumiremos las conclusiones citadas de Latourelle en dos frases textuales, que cierran con mucha fuerza crítica su tra¬bajo. Ante la primera conclusión sobre la extensión y calidad de los hechos históricamente autenticados por los criterios, se pronuncia así:
«A medida que la investigación prosigue sobre los evan¬gelios, el material reconocido como auténtico crece incesan¬temente, y tiende a cubrir todo el Evangelio.»
En cuanto a la segunda conclusión, sobre la actitud del his¬toriador, resume:
«No se puede decir, como hace Bultmann: De Jesús de Nazaret no se sabe nada o casi nada. Tal afirmación ya no puede sostenerse.-»
«Los Evangelios han vuelto a encontrar crédito a los ojos de la crítica histórica.»
Sólo queremos añadir ya a tan importantes afirmaciones sobre la credibilidad histórica de los Evangelios, hechas en 1975, que se refieren a la historicidad crítica de los evangelios, y son válidas por lo mismo para cualquiera que se acerque a ellos desprovisto de prejuicios, sea creyente o no lo sea, para un examen crítico como ante otros testimonios escritos de la his¬toria antigua. Pero, naturalmente, el creyente tiene además otro criterio que es el de la inspiración divina del texto, cri¬terio que debe excluir cualquier falsedad fundamental en la narración evangélica.
Ni es sólo esto. Creemos que las argumentaciones propues¬tas acerca de la voluntad de narrar hechos verdaderos en los evangelistas, y junto con ella la seguridad que hemos indicado de no encontrar en ellos midrash narrativos, inventores de la narración, bastan y sirven para asegurarnos de la fidelidad básica de los hechos, y también de las palabras de Jesús. Esto no obsta a que debamos estudiar críticamente la narración de cada hecho, milagro o no, y la proposición de cada sentencia. Pues también nos consta suficientemente que, sin perjuicio de la inspiración, cada evangelista ha modelado el material na¬rrativo retocándolo, y ha tomado de sus fuentes, a veces con variantes y siempre traducidas de lengua, las sentencias conser¬vadas de Jesús, lo mismo que los hechos, durante algunos pocos años (quizá sólo una o dos décadas) por tradición oral apostólica garantizada en una comunidad testigo de los hechos, antes de ser consignada por escrito, por vez primera, en do¬cumentos ciertamente anteriores a los mismos evangelios ac¬tuales: al menos esto consta, con certeza crítica, del evangelio hebreo del apóstol Mateo
5. La Resurrección como clave de los relatos evangélicos
Podemos decir que la Resurrección es la clave de los Evan¬gelios y su relato, y aun podríamos ampliar esta afirmación al Nuevo Testamento entero. Ciñéndonos a los relatos evangéli¬cos, creemos que es cosa clara y cierta que si a éstos se les privase de la parte referida a la Resurrección perderían prác¬ticamente casi todo su valor específico. Terminarían, en efecto, bruscamente con la muerte ignominiosa de su personaje cen¬tral, Jesús de Nazaret, aplastado por las autoridades de su pueblo en todos los órdenes. Condenado como «rey de los ju¬díos», que éstos a su vez renegaban, y condenado por los sacer¬dotes y fariseos por sus pretensiones divinas, que juzgan blas¬femas. Sería entonces hasta legítimo dudar de las afirmaciones anteriores de los evangelistas. ¿Cómo podría haber hecho tales maravillas un hombre engañador y blasfemo? Con razón, a su modo, lo afirman tanto Nicodemo en su conversación noctur¬na como el ciego en su polémica frente a los sacerdotes del Templo. (Jn. 3,2; 9,31-33). El libro de los Hechos apostólicos y las epístolas paulinas perderían toda credibilidad si la Resu¬rrección no se produjo.
Así, sin la Resurrección postrema, narrada por todos los evangelistas, los evangelios y el Nuevo Testamento se convier¬ten en una enigma ininteligible: las razones para creer en la ver¬dad histórica de los autores se enfrentarían gravemente al pro¬blema insoluble de su falsedad final objetivada por los hechos. Podemos pues decir con claridad: sin Resurrección narrada no hay evangelios, ni hay Nuevo Testamento aceptable; con ella todo el conjunto adquiere vitalidad y coherencia.
Hay que advertir que los cuatro evangelios proponen narra¬ciones finales relativas a la Resurrección de Jesús. Todos consi¬deran ineludible la afirmación del hecho. Debemos recordar, por otra parte, que el propósito enunciado por uno de los auto¬res, Lucas, y puesto en práctica por todos ellos, es el de refe¬rir «hechos y palabras» de Jesús. Este propósito se guarda tam¬bién en las narraciones de la Resurrección. ¿De dónde se podría sacar una razón especial para no aceptar estas narraciones? Hay «hechos», como la ida al sepulcro, las apariciones de ángeles o del propio Jesús vivo, narraciones descriptivas muy viva¬ces como la de Emaús o la de la pesca en el lago de Tiberíades. Hay «palabras» en todos los hechos, conservadas con cuidado, como la gran palabra central «Ha resucitado», o el «Soy Yo», o el mensaje universal del bautismo. Si en el resto del evange¬lio hay motivos para aceptar los «hechos y palabras» del Jesús mortal, críticamente y por razón del relato mismo, también deben ser aceptados los «hechos y palabras» del Jesús resucita¬do, contados por los mismos autores y de manera semejante.
Ni podemos, por consiguiente pensar en un repentino midrash evangélico al tocar el tema de la resurrección. Nada nos autoriza a ello, a no ser el prejuicio anticrítico de negar la po¬sibilidad de tal resurrección que ellos afirman; ni nos es lícito destruir los libros evangélicos y su testimonio arrebatándoles el punto central y más valioso, que es como el nudo de toda la narración.
Podemos finalmente aplicar a la Resurrección y a sus relatos en los diversos evangelios, los tres sinópticos y el de Juan, los criterios de historicidad que hemos presentado. Si lo hacemos veremos definirse los relatos de la Resurrección como relatos que ofrecen una serie de puntos indubitables: el sepulcro sin cadáver, las apariciones sobrenaturales que confirman la vida del Resucitado, la convicción absoluta de los apóstoles (también totalmente en las cartas apostólicas de Pedro, de Pablo, de Juan...) de que Jesús ha resucitado, «como lo predijo».
En particular adquiere relieve en este caso la confrontación con el criterio de discontinuidad. En ningún caso se puede ha¬llar, en el judaismo anterior a Cristo, un pensamiento que justifique la «invención» de la resurrección de Jesús de Nazaret. Aparte de los saduceos, que no creían en la resurrección (Mt. 12,18-27; Act. 23,8), los fariseos y demás judíos sí creían en ella, pero sólo al fin del mundo con glorificación de los cuer¬pos. Para todos ellos, la promesa que Jesús hace en vida de resucitar seguidamente de morir, ahora, sólo podía ser un en¬gaño (Mt. 27,63), y así llamaron a Jesús ante Pilato tanto fari¬seos como saduceos, «aquel engañador» (seductor). No resulta¬ba posible para judíos auténticos —y los apóstoles lo eran— creer en una resurrección anticipada. Por tanto, Jesús debió convencer con hechos a hombres contrarios a tal idea y recal¬citrantes.
Hallaremos en fin, en las diversas narraciones de las apari¬ciones y las idas al sepulcro, coincidencias con variedades, como en los relatos del tiempo mortal lo hemos notado. Hallaremos, principalmente en Juan, relatos de un solo testimonio, no con¬tenidos en los sinópticos de manera explícita. Y en Lucas rela¬tos como la caminata de Emaús, delicioso pero casi exclusivo (cf. Me. 16,12-13), o en Mateo la historia de los sellos en el se¬pulcro, los soldados guardianes y su mentira, y el mensaje so¬lemne en «el monte» de Galilea. Podemos estudiarlos detenida y críticamente desde el punto de vista histórico, y establecer nuestras conclusiones sobre algunos detalles. Pero ninguna po¬drá autorizarnos a negar críticamente como hecho fundamental de la vida de Jesús ese final solemne y magnífico, que armoniza todo el resto de sus propias declaraciones, y sin el cual todas serían puras logomaquias a pesar del intrínseco valor sublime: Jesús ha resucitado, es afirmación de los evangelios. Si somos creyentes, una inmensa gratitud se sumará a esta convicción nacida de la crítica histórica de los mismos documentos que manejamos. Sabremos que tal Resurrección es un misterio de nuestra fe, central en ella, sin el cual toda se desvanece, como los documentos que manejamos. Sabremos que nuestra propia vida es coherente y tiene un sentido: el sentido final que marca la Resurrección de Jesucristo del sepulcro con una nueva y eterna Vida.
6. La Resurrección afirmada históricamente por Pablo y Pedro
San Pablo es testigo oficial de la Resurrección de Jesús, como Apóstol verdadero de Jesús, una de cuyas condiciones es ésta precisamente, como se ve en la elección del sustituto de Judas Iscariote (Act. 1,21-22). Pero este testimonio paulino de la Resurrección proviene de dos orígenes, o si se quiere mejor, de uno en dos fases diversas.
Pablo, en efecto, ha sido constituido Apóstol de Jesús por su visión del Resucitado en el camino de Damasco. En esto no es inferior como testigo a los demás apóstoles, si bien ellos convivieron antes con Jesús en vida mortal y Pablo no. (Gal. 1,12; Act. 22,15; 26,16; 1 Cor. 9,1). Pero, quizá por eso mismo, después de sus primeras experiencias sobrenaturales durante el retiro de Arabia, viajó a Jerusalén para conocer a Pedro (Gal. 1,18). Y por segunda vez viajó a Jerusalén para participar en el concilio apostólico del año 49, instado por una revelación par¬ticular, y para confrontar con los otros apóstoles jerosolimitanos su predicación evangélica carismática, traduciéndola en la común experiencia histórica de los demás apóstoles, singu¬larmente de Pedro, para no hacer trabajo en vano. (Gal. 2,2). Así en la predicación que comenzará tras el concilio, durante sus tres viajes apostólicos, predicará la Resurrección como tes¬timonio propio directo de su contemplación del mismo Jesús Resucitado en Damasco, pero también como testimonio histó¬rico de los sucesos acontecidos en Jerusalén cuando él todavía era fariseo de pura estirpe y pensamiento (Flp. 3,5). Este testi¬monio histórico, que confirma el suyo propio primero de visión directa de testigo, nos interesa especialmente aquí.
Testimonia pues Pablo la Resurrección de Cristo, según la predicación de los Apóstoles y discípulos de Jesús, y en sus palabras personales en la Epístola primera a los Corintios pro¬pone el mensaje predicado por todos los Apóstoles como testi¬monio de los hechos acaecidos en Jerusalén en la muerte y re¬surrección de Jesús. Se suele considerar este pasaje, con razón, como un fragmento de gran importancia, porque muestra en estado esencial el kerigma de la predicación apostólica. Es un testimonio histórico, y en san Pablo si no lo es personal de su propia experiencia (la cual, en cambio, testimonia cuando habla de su visión de Damasco en otros pasajes), lo es de los sucesos sabidos por el testimonio apostólico, que confirman su propia experiencia del Resucitado. Dice así:
1 Cor, 15
3 — «Os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Es¬crituras;
4 — «que fue sepultado y resucitó al tercer día, según las Escrituras;
5 — «que se apareció a Cefas y luego a los Doce;
6 — «después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales la mayor parte viven todavía, y al¬gunos murieron.
7 — «Luego se apareció a Santiago, más tarde a todos los apóstoles.
8 — «Y en último término se me apareció también a mí, como a un abortivo.»
En su testimonio histórico de la fe predicada por los Após¬toles, y por él mismo con ellos, Pablo menciona una serie de sucesos: muerte, sepultura, resurrección de Cristo, apariciones sucesivas a los discípulos, hasta terminar en la suya propia. Como hemos dicho la fecha de este Kerigna es, en su transmi¬sión, el año 56 ó 58, y en su origen, el año 33, y a través de este origen en Pedro llega al año 30, año de la resurrección (p. 71).
Si la muerte y sepultura fueron históricas, y san Pablo men¬ciona en la misma línea de testimonio la serie de apariciones, debemos evidentemente dar a éstas apariciones un valor his¬tórico semejante. Quiere ello decir que, según este testimonio paulino tan claro y personal de los hechos en una epístola, las apariciones y sus relatos en manera alguna pueden ser del gé¬nero midráshico sino del puramente histórico. Así pues debe¬remos aceptarlas, aunque san Pablo no da detalles de las mis¬mas, contentándose con enumerarlas como sucesos reales.
Y el proponer la suya propia de la conversión como última aparición del Resucitado, a la cual sin duda él da un pleno valor de suceso real histórico acaecido en el curso de su vida, cuyo sentido cambió, por lo mismo da ese valor a las demás apariciones que menciona antes de ella. Si bien no menciona ninguna de las apariciones a las mujeres, entre las cuales dos veces al menos el propio Cristo se apareció a la Magdalena y a las otras mujeres (Jn. 20,11 ss.; Mt. 28,9-10), y se puede creer también que la Ascensión tuvo como testigos de la últi¬ma aparición con los Apóstoles a las mujeres (Act. 1,9-14), bien se puede dar como razón de este silencio paulino la clase de afirmación pública y oficial de la fe que recuerda a los Co¬rintios, en la que no entraban las mujeres. Su testimonio es el testimonio apostólico, de una fe fundamentada en la palabra de Dios (según las Escrituras) y en los hechos de Jesús.
«Tanto los apóstoles como yo, esto es lo que predicamos esto es lo que habéis creído.» (1 Cor. 15,11).
Este claro ejemplo de kerigma apostólico en la primera car¬ta a los Corintios, puede ser confrontado con el kerigma que se halla en Pedro en su primera carta, anterior al año 64, y que en confrontación de origen puede también ser retrotraído al año 38, primer encuentro en Jerusalén de Pedro y Pablo.
1 Pe. 3
18 - «Cristo murió una sola vez por los pecados...
19 - «En el espíritu fue también a predicar a los espíritus encarcelados...
21 - «El bautismo que salva consiste en pedir a Dios (fór¬mula sacramental) una buena conciencia por medio de la Resurrección de Jesucristo.
22 - «que, habiendo ido al cielo, está a la diestra de Dios.»
Aparecen así, básicamente. Muerte redentora de Jesús, des¬censo a los infiernos (o a los muertos) Resurrección y Ascen¬sión de Jesucristo, como elementos nucleares del kerigma tam¬bién en Pedro.
Los evangelios forman así un género histórico enteramente propio, que puede llamarse evangélico. Son una narración, se¬gún declaran sus propios autores, de hechos y dichos de Jesús de Nazaret (Act. 1,1; Lc. 1,1-2 y 24,19).
Esta narración de los hechos y dichos de Jesús se entreteje de manera paralela, aunque con variedades y diversidades, en los tres sinópticos. Pero se mantiene en todos ellos, y lo mismo en Juan, de modo que no es posible quitar a los evangelios, sin mutilarlos plenamente, ni los hechos y milagros ni los sermones y enseñanzas (parábolas, sentencias...) de Jesús.
La Constitución dogmática del Vaticano II «Dei Verbum», sobre la divina revelación, propone claramente la doctrina de la tradición católica sobre la historicidad de los Evangelios, es¬tando el documento conciliar fechado el 18 de noviembre de 1965:
«La santa Madre Iglesia firme y constantemente ha creído y cree que los cuatro referidos evangelios, cuya histori cidad afirma sin vacilar, transmiten fielmente (quorum historicitatem incunctanter affirmat, fideliter tradere) lo que Jesús, Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y en¬señó realmente (reapse fecit et docuit) para la salvación de ellos.» (n. 19).
Del mismo modo y con la misma claridad proclama que:
«La Iglesia siempre ha defendido y defiende que los cua¬tro Evangelios tienen origen apostólico. Pues lo que los após¬toles predicaron por mandato de Cristo, luego, bajo la ins¬piración del Espíritu Santo, ellos y los varones apostólicos nos lo transmitieron por escrito, fundamento de la fe, (fidei fundamentum), es decir, el Evangelio en cuatro redacciones (quadriforme evangelium), según Mateo, Marcos, Lucas y Juan» (n. 18).
Son estos, pues, dos postulados claros de la fe católica, re¬cibidos de la primitiva tradición:
Cuatro evangelios de origen apostólico, y de carácter histó¬rico cierto y claro, que son una relación de hechos y palabras reales de Jesús.
La «Instrucción sobre la verdad histórica de los Evangelios», un año antes, (21 abril de 1964), había dado ya normas autori¬zadas sobre la actual inteligencia de dicha historicidad. En esa Instrucción se recuerda la enseñanza vigente de Pío XII sobre los géneros literarios y el método histórico reconocido como válido:
«El método histórico actual indaga con diligencia las fuentes, define su naturaleza y fuerza, y aprovecha los auxi¬lios de la crítica de los textos, de la crítica literaria y del conocimiento de las lenguas.»
Asimismo declara que el autor católico puede aprovechar los «elementos sanos» del método de la Historia de las formas (Formgeschichte), cuando el caso lo requiere «para una inteli¬gencia más plena de los Evangelios». Nótese que, por lo mismo en modo alguno puede aprovecharse esto para dedicarse con diversos pretextos a destruir la verdad histórica de los evange¬lios, que siempre es afirmada por la Iglesia. Pero, además, pone en guardia (¡y ojalá siempre se hubiese cuidado esto!) ante los «principios filosóficos y teológicos, que no pueden aprobarse, y lleva mezclados tal método», los cuales vician las conclusiones al viciar el mismo método. Y enumera estos falsos principios:
—No admiten la existencia de lo sobrenatural, ni la inter¬vención personal de Dios;
—Niegan la posibilidad de profecías y milagros;
—Estiman que la fe puede disociarse de la verdad histórica, y aun la contradice;
—No valoran la autoridad apostólica en la comunidad pri¬mitiva;
—Dan a esta comunidad cristiana primitiva una inadmisible potencia creativa de los hechos de la fe.
Difícilmente se puede expresar con mayor claridad los peli¬gros del método de la «Historia de las formas», muy reales por desgracia, como lo hacen ver las conclusiones imaginadas por algunos y la experiencia de diversos teólogos actuales. Debemos tener todo esto en cuenta. Y si bien hemos desechado antes para el NT la invención histórico-literaria en los autores aun¬que se la pretendiese midráshica-literaria, la cual en justas pro¬porciones, y en formas determinadas justificadas por el mismo texto o por sus circunstancias claramente, nos ha parecido y se admite generalmente, que en el AT puede producirse mejor, tampoco podemos negar el hecho de que los evangelios no se atienen, en su modo de concebir el relato histórico, a módulos modernos de historicidad. De manera que podemos, sin difi¬cultad, admitir una composición de los evangelios que adapta la cronología y reagrupa, según método propio del autor, la yux¬taposición de diversas palabras de Jesús, y si aunque encuadran el relato en un marco de coordenadas espacio-temporales deter¬minadas (Palestina-Jerusalén... tiempo anterior a la destrucción romana del Templo, gobernando Judea Poncio Pilato en la vida pública de Jesús), no por eso se consideran constreñidos a seguir un esquema absolutamente igual. Si bien, en el caso de los si¬nópticos, la vida de Jesús desde su bautismo está trazada en un esquema de semejanza, debido sin duda a influjos de tradi¬ciones orales o escritas anteriores, y en la Pasión con mayor seguridad de línea maestra del relato, esta vez coincidiendo bá¬sicamente con Juan, pero hay diferencias de estructuración.
Tal libertad de concepción en la narración de los hechos y palabras del Señor plantea así un problema, si no acerca de la realidad de los hechos y palabras de Jesús —como ha nota¬do decididamente Albright en las palabras que antes transcri¬bimos— sí acerca de su exacta conformación en los detalles. ¿Podemos alcanzar una mayor seguridad acerca de los diversos elementos insertos en la narración evangélica?
Puede servir de ejemplo patente de lo que decimos el título de la Cruz. Si se lee en los cuatro evangelistas dicho título, pues los cuatro lo inscriben en su relato, sin duda por su impor¬tancia jurídica en la condena de Jesús y sobre todo por su al¬cance mesiánico y profético, tenemos estos cuatro textos di¬ferentes:
«Este es Jesús, el Rey de los Judíos.» (Mt. 27,37).
«El Rey de los judíos.» (Me. 15,26).
«Este es el Rey de los Judíos.» (Lc. 23,38).
«Jesús el Nazareno, el Rey de los Judíos.» (Jn. 19,19-20).
Siendo un escrito y tan breve, y además escrito en firme a pesar de la apelación (Jn. 19,21-22), ¿cómo no lo transcriben los cuatro idénticamente? Todos han conservado lo más esencial del título, la causa de la condena, «Rey de los Judíos»; discre¬pan en el resto. Ello nos muestra que el interés de los narrado¬res busca lo esencial del hecho, aunque varíen los detalles del mismo, que en distintos observadores varían fácilmente. No debemos extrañarnos, ni quita nada a la verdad histórica. Juan y Lucas nos advierten, detalle histórico, que el escrito se hallaba en hebreo, griego y latín (Jn. 19,20; Lc. 23,38, cod). ¿Quién man¬tuvo más estricta fidelidad al texto escrito? Juan, el estimado teologizante, es el más realista, lo que además podría ser obvio con pensar que fue el único que estuvo junto a la cruz misma (Jn. 19,26). Lo confirma arqueológicamente el título hallado por santa Helena en Jerusalén, en el que consta fragmentariamente todavía hoy la palabra diversificante de Juan: «Nazareno», en las tres lenguas, escritas, como en rúbrica histórico- arqueológi¬ca, de derecha a izquierda. Puede verse en G. RICCI, La Sindone Santa, Roma, 1976, 151; su dibujo en Espasa, v. Título.
Otro ejemplo, también de mucha importancia y característi¬co, de lo mismo es el de las palabras de la institución de la Eucaristía, de las que conservamos cuatro versiones distintas, en los tres evangelios sinópticos y en Pablo a los Corintios (Mt. 26,26-28; Me. 14,22-24; Lc. 22,19-20; 1 Cor. 11,24-26). En palabras tan importantes para la tradición eclesial todos ponen en su boca las expresiones «es mi cuerpo», «es mi sangre» (Lc. y Pablo: el cáliz de mi sangre), así como la mención de la alianza nue¬va, y de la comida a que invita. Otros elementos varían: que es entregado, que se derrama por vosotros, por los pecados... Y un elemento tan importante en la tradición como el mandato de hacerlo en memoria suya, sólo aparece en Lucas y Pablo. Es un ejemplo también de identidad sustancial, y variedad acci¬dental, u omisión de algo.
El cuidado que se debe tener en no argüir en los evangelios a partir del silencio meramente negativo lo muestra también Juan en este caso al no mencionar la doble consagración euca¬rística de Jesús en la Cena, en la cual además estuvo presenté. Atestiguada por Mateo, Marcos, Lucas y el propio Pablo, pero callada por Juan, testigo presencial sin embargo. Aunque ha introducido largamente el discurso eucarístico del anuncio en el capítulo 6, y también ha propuesto el relato de la Cena, con el lavatorio de los pies y los discursos de Jesús, no ha men¬cionado la doble consagración. Tenía una ocasión aptísima y casi forzada para mencionar la institución eucarística, pero su silencio de la doble fórmula se explica por la época posterior en que escribe, que no necesita ya ese testimonio, convertido en práctica habitual de las comunidades cristianas, con su tes¬timonio vivo y diario de la doble fórmula consecratoria. Por otra parte su personal conocimiento del tema queda claro en los discursos y diálogos del capítulo 6, al anunciar Jesús la ins¬titución eucarística con ocasión de la multiplicación de los panes. Lo mismo hay que decir de otros dos hechos, culminantes de la vida de Jesús que Juan omite absolutamente, a pesar de su importancia, y de que los Sinópticos le hacen testigo especial con Pedro y con su hermano Santiago de ambos casos: la Trans¬figuración en el Tabor y la agonía de Getsemaní. A pesar de que en Getsemaní él relata como testigo ocular el prendimiento con detalles omitidos por los otros Jn. 1,14; 18,1-12), pero calla la oración de Jesús en agonía.
Los críticos de los evangelios tratan de aproximarse a la rea¬lidad histórica de los hechos por dos caminos:
• El primero es el de la llamada «historia de las formas» (Formgeschichte) y su complemento de la «historia de la redacción»
• El segundo camino de aproximación a la realidad histórica más exacta de los hechos evangélicos es el marcado por los llamados actualmente, en este respecto, criterios de historici¬dad
a) La «Historia de las formas»
El primero es el de la llamada «historia de las formas» (Formgeschichte) y su complemento de la «historia de la redacción» (Redaktiongeschichte): este método, conclusión perfeccionada de los esfuerzos de la escuela de Tubinga, con Dibelius y más tarde Bultmann, por acercarse al problema evangélico desde sus posiciones críti¬cas, tiene desde luego valores aceptables y que llevan a con¬clusiones plausibles, que no se pueden ignorar en algunos pun¬tos. Sin embargo, ni es posible admitir como método históricamante válido el desesperado intento por reconstruir el supues¬to escrito original, quitando valor a aquello que auténticamente poseemos, como en toda literatura conocida, ni pasarán jamás las conclusiones de este método de tanteos de probabilidad estimativa más o menos acertados. Albríght ha expresado con firmeza el impasse de estos métodos ante la verdadera historia y el historiador:
«El efecto benéfico de la transmisión oral compensa sin duda alguna las pérdidas históricas debidas a refracción, combinación y origen de duplicados. Sólo especialistas mo¬dernos, que carecen de método histórico y de perspectiva, pueden tejer una tal urdimbre especulativa como la que han tejido los críticos de las formas en torno a la tradición evangélica.»
Estima el notable conocedor de la historia antigua del Orien¬te, que los mismos descubrimientos recientes de Qumrán han aportado una brillante confirmación a las afirmaciones de la tradición cristiana acerca de la época de los escritos del Nuevo Testamento y de los datos en ellos contenidos. Y piensa que en cuanto a la representación de la tradición cristiana, que presenta a Jesús de Nazaret como el Cristo de la fe.
«Una crítica histórica y literaria, apoyada por la eviden¬cia de la historia religiosa del Próximo Oriente, descubre que no hay nada en la tradición que se le oponga, fuera del prejuicio.»
Sobre el evidente peligro y daño que ha hecho en muchos, aun católicos, el método de la Formgeschichte, dice severamen¬te el gran exegeta neotestamentario Feuillet en su ya citado libro L'Agonie de Gethsémani (París, 1977):
«Asistimos hoy a una verdadera orgía (débauche, liberti¬naje) de análisis literarios de los textos evangélicos, que llevan a consecuencias lamentables. Este abuso obra a ma¬nera de un cáncer y destruye poco a poco la misma sustan¬cia de la Palabra de Dios. El método de la Historia de las formas (Formgeschichtliche Methode) parece ser el princi¬pal responsable de estos excesos, en los cuales a menudo los exegetas católicos ceden actualmente lo mismo que los otros.
«Y, sin embargo, algunas sencillas reflexiones deberían detenernos en una pendiente tan peligrosa. Porque, lo pri¬mero, ¿es verosímil que los evangelistas, o la tradición de la que ellos dependen, se hayan entregado a una «cocina lite¬raria» tan complicada como se les atribuye? Segundo, el hecho de que casi siempre estas hipótesis se contradicen y destruyen unas a otras, ¿no es una prueba manifiesta de su fragilidad? Y finalmente, ¿para qué tomarse tanto trabajo por escrutar el sentido de los textos evangélicos, si son lo que esta hipótesis supone, y nada sólido nos enseñan so¬bre la persona, las palabras y los hechos de Jesús? Esto es lo que dice el sentido común. Pero, al revés de la inten¬ción de Descartes, el sentido común parece no ser lo más común en el mundo, al menos en ciertos campos como éste.» (p. 53).
Y un poco antes había advertido también, después de aludir a la afirmación de Lucas en su evangelio, en el prólogo, de que va a narrar hechos reales y testimoniados por testigos directos:
«Si admitimos en los evangelios rasgos fingidos, y esto sin que se aporte ninguna prueba decisiva de la existencia de tales ficciones, el exegeta se encuentra automáticamente como cogido en un infernal engranaje: ¿por qué rechazar esto y aceptar esto otro? Los mismos motivos de cuestionar la historicidad de esto otro podían repetirse sin cesar. Así la escalada de la duda y la negación se hacen casi inevita¬bles, como la misma experiencia lo demuestra. Resulta en¬tonces el reinado del escepticismo, un escepticismo ruinoso para la fe, que se instala poco a poco, y acaba por tocar a los mismos sucesos fundamentales de la historia de la salvación.» (p. 49-50).
Creemos que no se puede expresar mejor ni con más autori¬dad el evidente daño producido, como lo muestran las mismas intervenciones hechas necesarias de la Santa Sede frente a teó¬logos cuasi-exegetas, de los que el caso más resonante ha sido el de Hans Küng: está ya en juego la divinidad de Jesús, su resurrección, la virginidad de María, la Iglesia y su infalibilidad y ministerio, la Eucaristía.
b) Los criterios de historicidad
El segundo camino de aproximación a la realidad histórica más exacta de los hechos evangélicos es el marcado por los llamados actualmente, en este respecto, criterios de historici¬dad. No pretendemos naturalmente aquí explicarlos ampliamen¬te, y pueden encontrarse en los mismos manuales recientes so¬bre los evangelios.
Vamos a resumir los criterios de historicidad y sus resulta¬dos siguiendo la exposición hecha recientemente por un téc¬nico en la materia, R. Latourelle, de la Universidad Gregoriana de Roma, que nos parece un excelente esquema panorámico del conjunto. Si alguna vez exponemos un criterio propio en este desarrollo lo haremos notar, para que conste la diferencia de autor de tal sugerencia.
Comienza el crítico por distinguir entre el método anterior, hasta ahora utilizado y el método actual. Antes se tendía a probar la historicidad principalmente por criterios externos, como la identidad de sus autores y su sinceridad (como hemos hecho antes en alguna parte de la exposición nosotros), relegando los criterios internos, deducidos de la misma crítica de los textos, a un segundo plano. Hoy se valoran más los internos, sin poder despreciar los externos. Creemos que esta distinción no invali¬da en nada los argumentos que hemos presentado sobre el valor de estos documentos evangélicos en el capítulo 2, ni la exposición hecha acerca del género literario en el Nuevo Tes¬tamento, cuyos argumentos y valor se mantienen en pie por sí mismos.
La razón de valorar hoy más los criterios internos proviene de que la noción de autor para los críticos del Nuevo Testamento ha variado, al aceptar que los autores de la forma actual del evangelio (Marcos, Lucas, el autor del Mateo griego) han utili¬zado documentos y tradiciones orales recibidas, cuyo estudio y desciframiento ha dado origen a la «Historia de las formas» y la «Historia de la redacción», antes mencionadas, de la escuela alemana. En la Formgeschichte se busca el ambiente que rodea el texto y que él revela (Sitz im Leben), así como la tradición oral de la predicación apostólica. En la Redaktionsgeschichte, más pormenorizada gramaticalmente, se busca el lenguaje y pro¬ceso redaccional. Queremos sin embargo advertir, por cuenta nuestra, que en el evangelio de Juan, si bien el Sitz im Leben es muy importante, no parece que dada la certeza de su autor, y su situación de intimidad con Jesús, conserven su valor los dos métodos citados, que son más propios en el examen de los si¬nópticos. Juan escribe sus «memorias teológicas» sobre Jesús, y en ellas tienen poco valor las «formas» recibidas o la «re¬dacción» enteramente personal, como lo muestra el propio es¬tilo.
Se busca, advierte Latourelle corrigiendo la famosa palabra del crítico Jeremías, no ya solamente (aunque también) las «ipsissima verba Jesu», sino aun el «ipsissimus Jesús», y su mensaje. Interesan ciertamente las propias palabras de Jesús, pero más todavía la persona misma de Jesús.
Distingue el autor entre indicios y criterios, y aun actitudes, respecto a la historicidad de los hechos y palabras contenidos en los evangelios sinópticos. Los indicios señalan un camino, los criterios dan un método de juicio. Muchos de los elementos uti¬lizados en la historia de las Formas o de la Redacción son más bien simplemente indicios de antigüedad y por ende de auten¬ticidad. En rigor ni siquiera se puede equiparar el arcaísmo de las formas con la autenticidad misma. Formula las «leyes de la tradición de textos», como es concebida por Bultmann, y advierte con razón que la Formgeschichte descansa en una hipótesis no segura: que la ley del paso de los textos de Me y de la fuente Q (primitiva, ignorada, supuesta) a los textos pos¬teriores, dependientes de ellos, de Lc. y Mt. habría de poder identificarse con la misma ley de origen de Me. y de Q, que la recibirían de la tradición oral. También debe advertirse que la historia de la Redacción es más bien crítica literaria que his¬tórica. No alcanza sino a la redacción y composición de los textos, pero nada dice del valor de su recepción.
Como criterio básico podría establecerse con Mc. Eleney (1972) la presunción histórica de los textos evangélicos. «Se acepta un enunciado, bajo la palabra de quien lo refiere, si no se prueba lo contrario», suponiendo que en principio el autor históricamente no se ha mostrado indigno de crédito personal. Razonablemente, Latourelle estima que este criterio más que tal nombre merece el de actitud previa, enteramente justa por lo demás, y que en rigor viene a coincidir con las estimaciones que resultan de los criterios externos tradicionales, que fundan la autoridad de los autores de los evangelios. Si esta «justa acti¬tud» no se adopta, no sólo en este caso sino en todo problema de historicidad, resultaría imposible un criterio histórico, pues siempre los datos los recogemos de determinados autores, cuyo crédito entra en juego. Si merecen crédito deben aceptarse sus afirmaciones en tanto no se pruebe algo en contra de ellas, so¬bre todo si consta que han tenido acceso a las fuentes o contac¬to directo con los protagonistas de los hechos como es el caso en los evangelios, según nos parece claramente establecido.
Supuesta, pues, dicha actitud previa de justicia de «presun¬ción favorable» al relato evangélico, Latourelle pasa a ofrecer los criterios de historicidad, o sea las razones y motivos que aplicados al caso permitirán discernir en casos concretos la mayor seguridad de garantía histórica que el relato ofrece en ese punto particular, desde el punto de vista meramente crítico (no lo olvidemos nunca). He aquí la síntesis de sus criterios de historicidad, en parte generales en los autores actuales, en parte más cuidadosamente elaborados y propios, en los cuales sólo nos permitimos ofrecer alguna mutación del orden de presen¬tación.
Hay dos criterios fundamentales entre los cuatro primarios presentados, a los que sigue un criterio secundario o derivado, y dos mixtos o conjuntos. Los dos criterios primarios fundamen¬tales, que afectan a todo el relato evangélico, tanto de hechos como de palabras, son estos dos. Primero, el criterio de testi¬monio múltiple, y después, y el más importante según su jui¬cio, el criterio de explicación necesaria (o «razón suficiente histórica» del relato).
El criterio de testimonio múltiple se da cuando no sólo trans¬miten los evangelios sinópticos, los tres, el hecho o relato en cuestión, sino también está avalado por otros escritos del Nuevo Testamento. Como ejemplo de datos que adquieren así en Jesús historicidad auténtica e irrefutable por vía interna, ade¬más por supuesto de su propia existencia histórica humana, propone Latourelle éstos: la misericordia de Jesús con los pe¬cadores, la postura de Jesús ante la Ley, su resistencia al mesianismo político, su actividad taumatúrgica variada, sus parábo¬las como medio de predicación. Al final subrayaremos, tanto de éste como de los demás criterios, la importancia en la seguri¬dad histórica de los hechos fundamentales de la pasión, muer¬te y resurrección y glorificación de Jesús. Este criterio se fun¬da en la convergencia e independencia de diversas fuentes. Y si bien puede parecer que los evangelios proceden de una fuente oral primaria única, pero en realidad tal fuente no era única sino en sí misma múltiple también. Es una fuerte razón de confirmación de este criterio el que las Iglesias del siglo II creen en la realidad de todos estos hechos de Jesús, y ello hasta el martirio por sostenerlos. (Este, advertimos, es el crite¬rio pascaliano del «creo a testigos que se dejan degollar», por hechos atestiguados. Y, si somos consecuentes con el mismo, ya desde aquí advertiríamos que las Iglesias primitivas reci¬bieron todo el evangelio como válido, y ello también hasta el martirio, lo cual es un resultado de la observación fundamental que hemos hecho sobre los lectores no-israelitas).
El criterio de explicación necesaria, considerado por Latou¬relle como el principal de todos, es éste: «si existe una explica¬ción suficiente (y razonable) para un conjunto de datos que los armonice, podremos concluir que estamos en presencia de un dato auténtico», el cual será desde luego esa misma explicación suficiente (y necesaria, podríamos añadir). Tiene peligro el exegeta —y esto lo ha advertido, como ya hemos visto, también Albright— de limitar a veces demasiado su visión de los textos, y no considerarlos con criterio histórico. Este criterio es la aplicación al campo del derecho y de la historia del famoso «principio de razón suficiente». Así proceden, por ejemplo, los detectives, por hipótesis explicativas.
A este criterio atribuye el autor la seguridad que podemos adquirir históricamente acerca de la personalidad extraordina¬ria de Jesús (por su actitud ante las autoridades, ante la Ley como señor de ella, las prerrogativas que se atribuye, el lenguaje que usa, su prestigio y fascinación...), la cual resulta mucho más razonable como origen de todo esto que no «el mito crea¬do por la comunidad». También los evangelios ofrecen razón his¬tórica suficiente y necesaria de los milagros atribuidos a él: una docena de hechos muy importantes que la crítica más seve¬ra no puede históricamente rechazar exigen como explicación satisfactoria la propia realidad de tales hechos extraordinarios (así la rápida exaltación popular desde su comienzo de predi¬cación, la fe de los apóstoles en su mesianidad, la importancia que obtienen los milagros en la tradición recogida, el odio de los sacerdotes a causa de tales prodigios, su unión con el men¬saje del Reino p. e. a la pregunta de Juan Bautista por sus enviados, el signo de su potestad de perdonar pecados...) Aña¬diremos aquí que la causa dada de su muerte en el evangelio de Juan atribuye la decisión final de matarle a la resurrección de Lázaro (Jn. 11,53), con lo que quiere afirmar el evangelista su carácter de hecho real. Quedan también establecidas de este modo las líneas maestras de la actividad de Jesús como histó¬ricamente necesarias: éxito inicial, ruptura en Galilea, activi¬dad en Jerusalén, ruptura con los sacerdotes, la atención de sus discípulos...
Por este criterio llegamos en concreto a la necesidad de afir¬mar la propia conciencia mesiánica de Jesús, no forjada por la comunidad, sino suya, y no sólo la conciencia mesiánica —aña¬diremos nosotros— sino su propia excelencia divina con todas las consecuencias, de donde se puede concluir el decisivo trilema sobre su propia personalidad, que lleva a la convicción de su divinidad. Pero bastaría simplemente, sin deducción alguna comprobante, la conciencia de su mesianidad. Daremos aquí, por nuestra cuenta, dos testimonios de nuevo de Albright de notable calidad. El primero afirma la conciencia mesiánica de Jesús como un hecho real:
«La trama mesiánica de los Evangelios era considerada por los eruditos progresistas como algo muy secundario, que se había infiltrado en la Iglesia mucho después de la Crucifixión. Mas una comprobación creciente de la antigüe¬dad y de la connotación indeludiblemente mesiánica de la expresión «Hijo del hombre» —que Jesús utiliza ordinaria¬mente para designarse a sí mismo— ha suscitado última¬mente en los especialistas la persuasión de que la conciencia mesiánica de Jesús es el hecho central de su vida. Ningún estudio de este tema que pretenda eludir o negar este hecho puede llegar a ser completo. Jesús era el heredero espiri¬tual de una larga serie de escatologistas judíos, los cuales habían desarrollado una complicada doctrina, parte de la cual se halla claramente en los evangelios.
»No se puede en verdad probar que el mesianismo de los evangelios refleje en cada una de sus partes las creen¬cias de Jesús, pero sus rasgos centrales son patentemente anteriores a la crucifixión. Y estos rasgos constituyen cier¬tamente la persuasión de que el Mesías es a la vez Hijo del hombre e Hijo de Dios —creado, según Enoch, antes de la creación del mundo— y que ha de sufrir humillaciones y la muerte a manos de su propio pueblo, por el cual derramará su sangre en sacrificio vicario y expiatorio.»
Y poco después da esta poderosa razón convincente, que excluye en punto tan gravemente central, la invención apostólica posterior:
«La mayoría de los especialistas neotestamentarios han procurado situar la fecha de los comienzos de esta doctrina básica de la Cristología (o sea la doctrina mesiánica, ya que en griego Christos es traducción literal del Mesiah hebreo) en la Edad apostólica, entre los años 30-50 p. Cr. o quizá más tarde. Mas contra tal esfuerzo se halla todo el peso de la literatura cristiana primitiva, junto con la dificultad de determinar un período en que grupos dispersos, y muchas veces opuestos, de cristianos apostólicos pudieran aceptar tan sorprendentes innovaciones. Pedro y Pablo lucharon acer¬bamente sobre la conveniencia de extender a los convertidos gentiles los antiguos ritos judíos (Gal. 2,14); ciertamente hu¬bieran luchado con mayor encono si se hubiese pretendido introducir innovaciones con respecto a la persona del Se¬ñor.»
No sólo hubieran luchado Pedro y Pablo sobre este punto, sino aun toda la comunidad apostólica, que eran judíos —no lo olvidemos— y todos los discípulos, pues para todo judío era una auténtica blasfemia proclamarse Hijo de Dios, a no ser que las pruebas abrumadoras forzasen a ello realmente, como se puede ver en la razón misma de los enemigos de Cristo para llevarle a la muerte como blasfemo (Jn. 8,58; 10,31-33; 19,7; Me. 14,61-64; Lc. 22,66-71; Mt. 26,63-66). Por eso resulta absolutamen¬te increíble tal deificación de Jesús por comunidades judías apostólicas, si se quita el origen en el propio Jesús y en su propia afirmación, confirmada por los hechos.
Latourelle propone entre los cuatro criterios primarios in¬ternos dichos, además de estos dos, de los cuales el segundo es más explícitamente ampliado por él, los otros dos propuestos generalmente de la «discontinuidad» y de la «conformidad», ad¬virtiendo prudentemente al proponerlos que se refieren princi¬palmente a las palabras de Jesús y hechos concretos (logia), y su historicidad como tales. El criterio de discontinuidad señala y juzga que un episodio o palabras pueden ser estimados con certeza intrínseca como provenientes de Jesús (siempre en for¬ma al menos traducida las palabras, y tal vez algo modificada, ciertamente, pero real en su origen) cuando su contenido es irre¬ductible a los conceptos judíos o a los de la propia Iglesia primi¬tiva, a quien en último caso habría que proclamar autora en caso contrario. Acabamos de utilizar esta discontinuidad como criterio básico acerca de la mesianidad divina de Jesús. Refe¬rida a sus palabras, debe decirse que si las palabras contrasta¬das suponen una ruptura con la mente judía anterior, y son contrarias a la posibilidad de la mente apostólica comunitaria por sí sola —sin hechos precedente y palabras de Jesús— su¬ponen un buen apoyo para su autenticidad. ¿Cuál sería, de lo contrario, su origen?
Se pueden señalar como puestos en la línea de tal discon¬tinuidad, algunos hechos y sentencias concretas de Jesús: se¬ñalemos el bautismo entre pecadores, las tentaciones del Mesías por Satán, la agonía en Getsemaní, que por esta razón faltó en algún códice respecto al sudor de sangre; la orden primeriza de predicar solamente a los judíos —ovejas de Israel— que no tendría sentido en la época expansiva de la Iglesia; la elección de los discípulos por el Maestro, y no al revés, como acostum¬braban los judíos con sus rabís; los defectos de los propios apóstoles, como en la reprensión de Jesús a Pedro tras la ala¬banza... Este criterio proporciona ya, en crítica interna, una buena serie de hechos históricos.
El criterio de conformidad se produce cuando los hechos y palabras relatados, y aun la misma narración, concuerdan nota¬blemente con el ambiente de la época conocido por la historia, la arqueología y la literatura de oriente palestino (trabajo, vi¬vienda, oficios, pensamiento, sustrato aramaico, ambiente eco¬nómico, político, social y religioso de las sectas y sus doctri¬nas...) El relato evangélico, como ya hemos dicho en otro ca¬pítulo, el segundo, resulta notablemente fiel a la realidad y ex¬cluye verdaderamente todo anacronismo. Esto sólo se puede dar en autores que cuentan hechos reales de la época.
Como criterio secundario o derivado propone Latourelle el «estilo vital de Jesús» y su lenguaje, que resulta en verdad tan genial que no es posible inventarlo sin ser otro genio. Lo mismo de sus actitudes y conducta. También el estilo sobrio y sencillo de sus propios milagros.
Finalmente ofrece Latourelle los que llama criterios mixtos, que son los que combinan indicios literarios con criterios histó¬ricos. Presenta dos: el criterio de la coherencia de la narración, y el criterio de la diversidad de interpretaciones sobre un fondo común. El primero, coherencia narrativa, se puede aplicar cuan¬do la narración es plenamente coherente en su estructura y ele¬mentos, lo que autoriza a pensar en un dato objetivo. Debe unir¬se este criterio con los anteriormente presentados. A este tipo reduce el autor la objetividad histórica de la narración de los motivos de la muerte de Jesús, en los cuatro evangelios. Con¬cretan los evangelistas estos motivos tanto en la hostilidad de las autoridades religiosas a las pretensiones mesiánicas de Jesús, como en el motivo político aparente, que refleja la inscripción de la cruz. A este tipo se puede reducir también la realidad de la sepultura y la tumba de Jesús, algo que permanece y puede ser controlado.
En cuanto al criterio de diversas interpretaciones de un fon¬do común, consideraremos que la diversidad de interpretación o presentación pertenece al hecho redaccional, y testimonia la libertad del escritor diverso, así como su respeto a las fuentes que utiliza. Pero el fondo común sirve de segura garantía en la variedad para la autenticidad de un hecho preexistente a la re¬dacción varia. Precisamente, diremos, lo contrario de lo que los primeros racionalistas (Strauss, Baur...) supusieron en su crí¬tica a los evangelios, que la variedad redaccional era indicio de inseguridad del hecho; es al revés. Como ejemplos de este tipo de criterios se ofrecen algunos casos: las Bienaventuranzas, reconstruidas excelentemente por Dupont, partiendo precisa¬mente de la variedad entre Mateo y Lucas; la parábola del ban¬quete, con un mensaje común, conforme al mensaje nuclear del Reino; la curación del niño epiléptico después de la Trans¬figuración, explicada de modo diverso por los evangelistas, pero afirmada por todos (Lc. 9,42; Me. 9,14-27; Mt. 17,19).
Hemos pues recogido, siguiendo la exposición de Latourelle, hasta siete criterios de historicidad o autenticidad en los ele¬mentos de la narración evangélica. De ellos cuatro primarios (dos principales), uno secundario y dos mixtos. Naturalmente que si reunimos como en un haz sobre un punto concreto los siete criterios, o al menos varios de ellos, tenemos una seguri¬dad máxima críticamente.
c) Conclusiones críticas
Las conclusiones, sumamente importantes para la autentici¬dad de los datos del relato evangélico, que saca el mismo autor, son las siguientes:
1. Extensión de los hechos históricamente autenticados
Es muy grande la extensión y calidad de los hechos evangé¬licos históricamente autenticados de este modo, por la aplica¬ción de los criterios internos. Cita los siguientes:
a) El ambiente: lingüístico, humano social, político, religio¬so, económico, cultural, jurídico.
b) Las grandes líneas del ministerio de Jesús:de Galilea, a Jerusalén, la popularidad creciente, la hostilidad enfrentada, el proceso político y religioso.
c) Grandes hechos: bautismo, tentaciones, transfiguración, enseñanzas del Reino, llamada a conversión, parábolas de ense¬ñanza, Bienaventuranzas, Padrenuestro, milagros y exorcismos, y esto como señales, traición de Judas, agonía, proceso, cruci¬fixión y muerte, sepultura, resurrección.
d) Controversias con fariseos y escribas: sobre motivos le¬gales, purificaciones, divorcio, impuestos.
e) Actitudes de Jesús: compasión a pobres, enfermos y pe¬cadores, juntamente con autoridad y pureza absoluta. Actitud de misión cumplida.
f) Fórmulas de cristología misteriosa: Jonás, Templo, Hijo del Hombre.
g) Logia que bajan a Jesús: «no lo sabe ni el Hijo», etc.
h) Rechazo del mesianismo político-temporal: Reino, fe,
i) Afirmación divina: Yo os digo..., Abba, el «Hijo del Hom¬bre» de Daniel, declaración de su filiación divina ante la muer¬te (Sanedrín y Caifas).
j) Vocación de los Apóstoles: su entusiasmo por Jesús, in¬comprensión, abandono en la prueba.
2. Actitud del historiador ante los evangelios
No puede el historiador seguir manteniendo una actitud de desconfianza crítica ante los evangelios. En cambio debiera valer el axioma: in dubiis stat traditio (cuando hay duda debe prevalecer la tradición). Son los que niegan los hechos evangé¬licos los que deben probar su negativa.
Resumiremos las conclusiones citadas de Latourelle en dos frases textuales, que cierran con mucha fuerza crítica su tra¬bajo. Ante la primera conclusión sobre la extensión y calidad de los hechos históricamente autenticados por los criterios, se pronuncia así:
«A medida que la investigación prosigue sobre los evan¬gelios, el material reconocido como auténtico crece incesan¬temente, y tiende a cubrir todo el Evangelio.»
En cuanto a la segunda conclusión, sobre la actitud del his¬toriador, resume:
«No se puede decir, como hace Bultmann: De Jesús de Nazaret no se sabe nada o casi nada. Tal afirmación ya no puede sostenerse.-»
«Los Evangelios han vuelto a encontrar crédito a los ojos de la crítica histórica.»
Sólo queremos añadir ya a tan importantes afirmaciones sobre la credibilidad histórica de los Evangelios, hechas en 1975, que se refieren a la historicidad crítica de los evangelios, y son válidas por lo mismo para cualquiera que se acerque a ellos desprovisto de prejuicios, sea creyente o no lo sea, para un examen crítico como ante otros testimonios escritos de la his¬toria antigua. Pero, naturalmente, el creyente tiene además otro criterio que es el de la inspiración divina del texto, cri¬terio que debe excluir cualquier falsedad fundamental en la narración evangélica.
Ni es sólo esto. Creemos que las argumentaciones propues¬tas acerca de la voluntad de narrar hechos verdaderos en los evangelistas, y junto con ella la seguridad que hemos indicado de no encontrar en ellos midrash narrativos, inventores de la narración, bastan y sirven para asegurarnos de la fidelidad básica de los hechos, y también de las palabras de Jesús. Esto no obsta a que debamos estudiar críticamente la narración de cada hecho, milagro o no, y la proposición de cada sentencia. Pues también nos consta suficientemente que, sin perjuicio de la inspiración, cada evangelista ha modelado el material na¬rrativo retocándolo, y ha tomado de sus fuentes, a veces con variantes y siempre traducidas de lengua, las sentencias conser¬vadas de Jesús, lo mismo que los hechos, durante algunos pocos años (quizá sólo una o dos décadas) por tradición oral apostólica garantizada en una comunidad testigo de los hechos, antes de ser consignada por escrito, por vez primera, en do¬cumentos ciertamente anteriores a los mismos evangelios ac¬tuales: al menos esto consta, con certeza crítica, del evangelio hebreo del apóstol Mateo
5. La Resurrección como clave de los relatos evangélicos
Podemos decir que la Resurrección es la clave de los Evan¬gelios y su relato, y aun podríamos ampliar esta afirmación al Nuevo Testamento entero. Ciñéndonos a los relatos evangéli¬cos, creemos que es cosa clara y cierta que si a éstos se les privase de la parte referida a la Resurrección perderían prác¬ticamente casi todo su valor específico. Terminarían, en efecto, bruscamente con la muerte ignominiosa de su personaje cen¬tral, Jesús de Nazaret, aplastado por las autoridades de su pueblo en todos los órdenes. Condenado como «rey de los ju¬díos», que éstos a su vez renegaban, y condenado por los sacer¬dotes y fariseos por sus pretensiones divinas, que juzgan blas¬femas. Sería entonces hasta legítimo dudar de las afirmaciones anteriores de los evangelistas. ¿Cómo podría haber hecho tales maravillas un hombre engañador y blasfemo? Con razón, a su modo, lo afirman tanto Nicodemo en su conversación noctur¬na como el ciego en su polémica frente a los sacerdotes del Templo. (Jn. 3,2; 9,31-33). El libro de los Hechos apostólicos y las epístolas paulinas perderían toda credibilidad si la Resu¬rrección no se produjo.
Así, sin la Resurrección postrema, narrada por todos los evangelistas, los evangelios y el Nuevo Testamento se convier¬ten en una enigma ininteligible: las razones para creer en la ver¬dad histórica de los autores se enfrentarían gravemente al pro¬blema insoluble de su falsedad final objetivada por los hechos. Podemos pues decir con claridad: sin Resurrección narrada no hay evangelios, ni hay Nuevo Testamento aceptable; con ella todo el conjunto adquiere vitalidad y coherencia.
Hay que advertir que los cuatro evangelios proponen narra¬ciones finales relativas a la Resurrección de Jesús. Todos consi¬deran ineludible la afirmación del hecho. Debemos recordar, por otra parte, que el propósito enunciado por uno de los auto¬res, Lucas, y puesto en práctica por todos ellos, es el de refe¬rir «hechos y palabras» de Jesús. Este propósito se guarda tam¬bién en las narraciones de la Resurrección. ¿De dónde se podría sacar una razón especial para no aceptar estas narraciones? Hay «hechos», como la ida al sepulcro, las apariciones de ángeles o del propio Jesús vivo, narraciones descriptivas muy viva¬ces como la de Emaús o la de la pesca en el lago de Tiberíades. Hay «palabras» en todos los hechos, conservadas con cuidado, como la gran palabra central «Ha resucitado», o el «Soy Yo», o el mensaje universal del bautismo. Si en el resto del evange¬lio hay motivos para aceptar los «hechos y palabras» del Jesús mortal, críticamente y por razón del relato mismo, también deben ser aceptados los «hechos y palabras» del Jesús resucita¬do, contados por los mismos autores y de manera semejante.
Ni podemos, por consiguiente pensar en un repentino midrash evangélico al tocar el tema de la resurrección. Nada nos autoriza a ello, a no ser el prejuicio anticrítico de negar la po¬sibilidad de tal resurrección que ellos afirman; ni nos es lícito destruir los libros evangélicos y su testimonio arrebatándoles el punto central y más valioso, que es como el nudo de toda la narración.
Podemos finalmente aplicar a la Resurrección y a sus relatos en los diversos evangelios, los tres sinópticos y el de Juan, los criterios de historicidad que hemos presentado. Si lo hacemos veremos definirse los relatos de la Resurrección como relatos que ofrecen una serie de puntos indubitables: el sepulcro sin cadáver, las apariciones sobrenaturales que confirman la vida del Resucitado, la convicción absoluta de los apóstoles (también totalmente en las cartas apostólicas de Pedro, de Pablo, de Juan...) de que Jesús ha resucitado, «como lo predijo».
En particular adquiere relieve en este caso la confrontación con el criterio de discontinuidad. En ningún caso se puede ha¬llar, en el judaismo anterior a Cristo, un pensamiento que justifique la «invención» de la resurrección de Jesús de Nazaret. Aparte de los saduceos, que no creían en la resurrección (Mt. 12,18-27; Act. 23,8), los fariseos y demás judíos sí creían en ella, pero sólo al fin del mundo con glorificación de los cuer¬pos. Para todos ellos, la promesa que Jesús hace en vida de resucitar seguidamente de morir, ahora, sólo podía ser un en¬gaño (Mt. 27,63), y así llamaron a Jesús ante Pilato tanto fari¬seos como saduceos, «aquel engañador» (seductor). No resulta¬ba posible para judíos auténticos —y los apóstoles lo eran— creer en una resurrección anticipada. Por tanto, Jesús debió convencer con hechos a hombres contrarios a tal idea y recal¬citrantes.
Hallaremos en fin, en las diversas narraciones de las apari¬ciones y las idas al sepulcro, coincidencias con variedades, como en los relatos del tiempo mortal lo hemos notado. Hallaremos, principalmente en Juan, relatos de un solo testimonio, no con¬tenidos en los sinópticos de manera explícita. Y en Lucas rela¬tos como la caminata de Emaús, delicioso pero casi exclusivo (cf. Me. 16,12-13), o en Mateo la historia de los sellos en el se¬pulcro, los soldados guardianes y su mentira, y el mensaje so¬lemne en «el monte» de Galilea. Podemos estudiarlos detenida y críticamente desde el punto de vista histórico, y establecer nuestras conclusiones sobre algunos detalles. Pero ninguna po¬drá autorizarnos a negar críticamente como hecho fundamental de la vida de Jesús ese final solemne y magnífico, que armoniza todo el resto de sus propias declaraciones, y sin el cual todas serían puras logomaquias a pesar del intrínseco valor sublime: Jesús ha resucitado, es afirmación de los evangelios. Si somos creyentes, una inmensa gratitud se sumará a esta convicción nacida de la crítica histórica de los mismos documentos que manejamos. Sabremos que tal Resurrección es un misterio de nuestra fe, central en ella, sin el cual toda se desvanece, como los documentos que manejamos. Sabremos que nuestra propia vida es coherente y tiene un sentido: el sentido final que marca la Resurrección de Jesucristo del sepulcro con una nueva y eterna Vida.
6. La Resurrección afirmada históricamente por Pablo y Pedro
San Pablo es testigo oficial de la Resurrección de Jesús, como Apóstol verdadero de Jesús, una de cuyas condiciones es ésta precisamente, como se ve en la elección del sustituto de Judas Iscariote (Act. 1,21-22). Pero este testimonio paulino de la Resurrección proviene de dos orígenes, o si se quiere mejor, de uno en dos fases diversas.
Pablo, en efecto, ha sido constituido Apóstol de Jesús por su visión del Resucitado en el camino de Damasco. En esto no es inferior como testigo a los demás apóstoles, si bien ellos convivieron antes con Jesús en vida mortal y Pablo no. (Gal. 1,12; Act. 22,15; 26,16; 1 Cor. 9,1). Pero, quizá por eso mismo, después de sus primeras experiencias sobrenaturales durante el retiro de Arabia, viajó a Jerusalén para conocer a Pedro (Gal. 1,18). Y por segunda vez viajó a Jerusalén para participar en el concilio apostólico del año 49, instado por una revelación par¬ticular, y para confrontar con los otros apóstoles jerosolimitanos su predicación evangélica carismática, traduciéndola en la común experiencia histórica de los demás apóstoles, singu¬larmente de Pedro, para no hacer trabajo en vano. (Gal. 2,2). Así en la predicación que comenzará tras el concilio, durante sus tres viajes apostólicos, predicará la Resurrección como tes¬timonio propio directo de su contemplación del mismo Jesús Resucitado en Damasco, pero también como testimonio histó¬rico de los sucesos acontecidos en Jerusalén cuando él todavía era fariseo de pura estirpe y pensamiento (Flp. 3,5). Este testi¬monio histórico, que confirma el suyo propio primero de visión directa de testigo, nos interesa especialmente aquí.
Testimonia pues Pablo la Resurrección de Cristo, según la predicación de los Apóstoles y discípulos de Jesús, y en sus palabras personales en la Epístola primera a los Corintios pro¬pone el mensaje predicado por todos los Apóstoles como testi¬monio de los hechos acaecidos en Jerusalén en la muerte y re¬surrección de Jesús. Se suele considerar este pasaje, con razón, como un fragmento de gran importancia, porque muestra en estado esencial el kerigma de la predicación apostólica. Es un testimonio histórico, y en san Pablo si no lo es personal de su propia experiencia (la cual, en cambio, testimonia cuando habla de su visión de Damasco en otros pasajes), lo es de los sucesos sabidos por el testimonio apostólico, que confirman su propia experiencia del Resucitado. Dice así:
1 Cor, 15
3 — «Os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Es¬crituras;
4 — «que fue sepultado y resucitó al tercer día, según las Escrituras;
5 — «que se apareció a Cefas y luego a los Doce;
6 — «después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales la mayor parte viven todavía, y al¬gunos murieron.
7 — «Luego se apareció a Santiago, más tarde a todos los apóstoles.
8 — «Y en último término se me apareció también a mí, como a un abortivo.»
En su testimonio histórico de la fe predicada por los Após¬toles, y por él mismo con ellos, Pablo menciona una serie de sucesos: muerte, sepultura, resurrección de Cristo, apariciones sucesivas a los discípulos, hasta terminar en la suya propia. Como hemos dicho la fecha de este Kerigna es, en su transmi¬sión, el año 56 ó 58, y en su origen, el año 33, y a través de este origen en Pedro llega al año 30, año de la resurrección (p. 71).
Si la muerte y sepultura fueron históricas, y san Pablo men¬ciona en la misma línea de testimonio la serie de apariciones, debemos evidentemente dar a éstas apariciones un valor his¬tórico semejante. Quiere ello decir que, según este testimonio paulino tan claro y personal de los hechos en una epístola, las apariciones y sus relatos en manera alguna pueden ser del gé¬nero midráshico sino del puramente histórico. Así pues debe¬remos aceptarlas, aunque san Pablo no da detalles de las mis¬mas, contentándose con enumerarlas como sucesos reales.
Y el proponer la suya propia de la conversión como última aparición del Resucitado, a la cual sin duda él da un pleno valor de suceso real histórico acaecido en el curso de su vida, cuyo sentido cambió, por lo mismo da ese valor a las demás apariciones que menciona antes de ella. Si bien no menciona ninguna de las apariciones a las mujeres, entre las cuales dos veces al menos el propio Cristo se apareció a la Magdalena y a las otras mujeres (Jn. 20,11 ss.; Mt. 28,9-10), y se puede creer también que la Ascensión tuvo como testigos de la últi¬ma aparición con los Apóstoles a las mujeres (Act. 1,9-14), bien se puede dar como razón de este silencio paulino la clase de afirmación pública y oficial de la fe que recuerda a los Co¬rintios, en la que no entraban las mujeres. Su testimonio es el testimonio apostólico, de una fe fundamentada en la palabra de Dios (según las Escrituras) y en los hechos de Jesús.
«Tanto los apóstoles como yo, esto es lo que predicamos esto es lo que habéis creído.» (1 Cor. 15,11).
Este claro ejemplo de kerigma apostólico en la primera car¬ta a los Corintios, puede ser confrontado con el kerigma que se halla en Pedro en su primera carta, anterior al año 64, y que en confrontación de origen puede también ser retrotraído al año 38, primer encuentro en Jerusalén de Pedro y Pablo.
1 Pe. 3
18 - «Cristo murió una sola vez por los pecados...
19 - «En el espíritu fue también a predicar a los espíritus encarcelados...
21 - «El bautismo que salva consiste en pedir a Dios (fór¬mula sacramental) una buena conciencia por medio de la Resurrección de Jesucristo.
22 - «que, habiendo ido al cielo, está a la diestra de Dios.»
Aparecen así, básicamente. Muerte redentora de Jesús, des¬censo a los infiernos (o a los muertos) Resurrección y Ascen¬sión de Jesucristo, como elementos nucleares del kerigma tam¬bién en Pedro.