LOS EVANGELIOS ANTE LA HISTORIA P. Juan Manuel Igartua S.J.
CAPÍTULO II: LA GARANTÍA HISTÓRICA DE LOS TESTIMONIOS - Resumen
Establecido ya el hecho de la existencia plural de testimonios acerca de Jesús de Nazaret y los singulares sucesos de su vida procuramos ahora equilibra¬damente justipreciar o valorar, en el orden histórico, los testi¬monios aportados
Podemos, en conjunto, señalar estas razones del valor his¬tórico de los documentos:
1.- La naturaleza de los escritos como se presentan a un lector sin prejuicios.
a) Coordenadas históricas del relato
b) Declaración expresa de los documentos: Lucas y Juan
2.- La fuerza testifi¬cante de los autores de los escritos.
a) Presencia de los testigos en los hechos
b) La sinceridad heroica de los narradores
c) El carácter sagrado de su testimonio
3.- La garantía de la comunidad cristiana en la que se originan.
a) La comunidad que recibe el testimonio
b) La proximidad de la comunidad a los hechos
4.- Las comprobaciones actuales arqueológicas que puedan haberse encontrado y se ofrezcan a nuestros ojos del siglo xx.
a) Los lugares bíblicos
b) La Cruz y el Título
c) La Sábana Santa
CAPÍTULO II: LA GARANTÍA HISTÓRICA DE LOS TESTIMONIOS
1. La naturaleza de los escritos documentales
Los escritos históricos que nos ocupan, Evangelios y Hechos apostólicos, ofrecen al lector que los toma en la mano una neta impresión de libros de carácter histórico. Pues los múlti¬ples detalles de los libros, y aun el mismo testimonio de sus autores, o al menos incluido en tales libros, revelan un propó¬sito cierto de narrar acontecimientos sucedidos y recordados al lector para su enseñanza.
a) Coordenadas históricas del relato
Las coordenadas espaciales.Los relatos evangélicos están continuamente incrustados en una determinada geografía. Los hechos acontecieron en un determinado país, Palestina, que los autores conocían perfectamente, como se aprecia por la se¬guridad y naturalidad de las referencias. Nos hablan los evan¬gelios de la ciudad de Jerusalén y de su Templo, de las provin¬cias de Judea, Samaría y Galilea y la Transjordania, dando muestras de conocer perfectamente los caminos que llevan de las unas a las otras, las distancias entre pueblos concretos o ciudades, el exacto reparto en la geografía palestina de dichos pueblos o regiones: Decápolis, Belén, Nazaret, Cana, el Jordán, Betania, Cafarnaúm (…)
Las coordenadas del tiempo se hallan patentes en las páginas evangélicas, sin que sea necesario para ello que la acción sea descrita en riguroso orden cronológico. Pero la situación de la misma en el tiempo consta por la mención concreta de las personalidades político-religiosas en el drama, sin el menor error de desfasamiento: Herodes el grande, su hijo Antipas, Pilato, los sacerdotes Caifas y Anas. En todos los evangelios aparecen, pero particularmente Lucas tiene el especial cuidado de situar la coordenada cronológica al comenzar la vida públi¬ca de Jesús. (…)
Respecto de la cronología de la historia pública de Jesús (… es desarrollada suficien¬temente. Y el evangelista Juan particularmente lleva al extremo el cuidado, con detalles propios de un testigo personal de los hechos, señalando a veces el día exacto y aun la hora. (…) Nicodemo vino a Jesús en la noche, la samaritana halló a Jesús junto al pozo de Jacob en el mediodía caluroso (…).
Particularmente del tiempo supremo de la pasión se estable¬ce una cronología rigurosa que alcanza al horario, desde la cena, cuando era ya de noche (Jn. 12,30), pasando por el arres¬to en la noche de Getsemaní, hasta la mañana y los tiempos del proceso religioso y político, la hora de la crucifixión y la de la muerte y sepultura; el día de la resurrección, y la fecha de algunas apariciones. (…)
Las coordenadas sociales. (…) En derredor de la figura de Jesús aparecen los diversos estratos sociales de aquel tiempo y lugar, como las sec¬tas farisaica y saducea, junto con los escribas de la ley. Todos ellos aparecen con una perfecta concordancia con lo que de ellos sabemos por otros escritos contemporáneos, como los de Flavio Josefo . (…) Los autores evangélicos se mueven en un ambiente para ellos normal de vida, cuyos detalles conocen, sin esfuer¬zo. Lo mismo diremos de lo relativo a los oficios: pescadores y modos de pescar, sembradores y aradores, comerciantes, pas¬tores, mujeres de casa. (...)
Por todo ello, no le cabe duda a un lector de los evangelios (…) de que tiene delante un relato de carácter histórico o de suce¬sos reales, según la voluntad del autor. (…) El sentido directo del lector, aunque no tome el libro con ánimo cristiano, le enfren¬ta con hechos y palabras contados como sucedidos. Esto es evidente. Y si el lector cree además en la inspiración divina de los autores, entonces sí que encuentra un problema de excesiva gravedad en admitir que aquellos relatos son especies de midrásh de nuevo género, o edificantes invenciones compuestas para propagar la fe.
Es éste un buen comienzo para confirmar el valor histórico de los documentos de la resurrección y vida de Jesús. Impacto que no puede sino ser confirmado por el relato de los Hechos apostólicos, que por las mismas razones se presenta como ple¬namente histórico, cuanto a los espacios, los tiempos, las cos¬tumbres sociales, aquí no solo palestinas sino también del im¬perio romano entero (…) Respecto de las epístolas, por ser escritos personales y directos, aunque no contienen re¬latos históricos como base, pueden contenerlos (…) y desde luego contienen múltiples rasgos de carácter histórico, que en¬cuentran lugar en una carta mezclados a las advertencias o a los saludos.
No por esto, naturalmente, juzgamos que el género de los relatos haya de ser interpretado al pie de la letra como si fue¬ran de historia actual. (…) No pueden tales auto¬res y documentos contarnos falsa o míticamente lo que tenían que contarnos. (…)
Porque además un falsario, que nadie por otra parte se atreve a suponer aquí, hubiese caído inevitablemente en la trampa de los falsarios, o sea en numerosos anacronismos, relativos a la geografía, a la cronología o a las costumbres descritas. Y el hecho irrefutable es que no hay ni un solo anacronismo en toda la narración.
CAPÍTULO II: LA GARANTÍA HISTÓRICA DE LOS TESTIMONIOS - Resumen
Establecido ya el hecho de la existencia plural de testimonios acerca de Jesús de Nazaret y los singulares sucesos de su vida procuramos ahora equilibra¬damente justipreciar o valorar, en el orden histórico, los testi¬monios aportados
Podemos, en conjunto, señalar estas razones del valor his¬tórico de los documentos:
1.- La naturaleza de los escritos como se presentan a un lector sin prejuicios.
a) Coordenadas históricas del relato
b) Declaración expresa de los documentos: Lucas y Juan
2.- La fuerza testifi¬cante de los autores de los escritos.
a) Presencia de los testigos en los hechos
b) La sinceridad heroica de los narradores
c) El carácter sagrado de su testimonio
3.- La garantía de la comunidad cristiana en la que se originan.
a) La comunidad que recibe el testimonio
b) La proximidad de la comunidad a los hechos
4.- Las comprobaciones actuales arqueológicas que puedan haberse encontrado y se ofrezcan a nuestros ojos del siglo xx.
a) Los lugares bíblicos
b) La Cruz y el Título
c) La Sábana Santa
CAPÍTULO II: LA GARANTÍA HISTÓRICA DE LOS TESTIMONIOS
1. La naturaleza de los escritos documentales
Los escritos históricos que nos ocupan, Evangelios y Hechos apostólicos, ofrecen al lector que los toma en la mano una neta impresión de libros de carácter histórico. Pues los múlti¬ples detalles de los libros, y aun el mismo testimonio de sus autores, o al menos incluido en tales libros, revelan un propó¬sito cierto de narrar acontecimientos sucedidos y recordados al lector para su enseñanza.
a) Coordenadas históricas del relato
Las coordenadas espaciales.Los relatos evangélicos están continuamente incrustados en una determinada geografía. Los hechos acontecieron en un determinado país, Palestina, que los autores conocían perfectamente, como se aprecia por la se¬guridad y naturalidad de las referencias. Nos hablan los evan¬gelios de la ciudad de Jerusalén y de su Templo, de las provin¬cias de Judea, Samaría y Galilea y la Transjordania, dando muestras de conocer perfectamente los caminos que llevan de las unas a las otras, las distancias entre pueblos concretos o ciudades, el exacto reparto en la geografía palestina de dichos pueblos o regiones: Decápolis, Belén, Nazaret, Cana, el Jordán, Betania, Cafarnaúm (…)
Las coordenadas del tiempo se hallan patentes en las páginas evangélicas, sin que sea necesario para ello que la acción sea descrita en riguroso orden cronológico. Pero la situación de la misma en el tiempo consta por la mención concreta de las personalidades político-religiosas en el drama, sin el menor error de desfasamiento: Herodes el grande, su hijo Antipas, Pilato, los sacerdotes Caifas y Anas. En todos los evangelios aparecen, pero particularmente Lucas tiene el especial cuidado de situar la coordenada cronológica al comenzar la vida públi¬ca de Jesús. (…)
Respecto de la cronología de la historia pública de Jesús (… es desarrollada suficien¬temente. Y el evangelista Juan particularmente lleva al extremo el cuidado, con detalles propios de un testigo personal de los hechos, señalando a veces el día exacto y aun la hora. (…) Nicodemo vino a Jesús en la noche, la samaritana halló a Jesús junto al pozo de Jacob en el mediodía caluroso (…).
Particularmente del tiempo supremo de la pasión se estable¬ce una cronología rigurosa que alcanza al horario, desde la cena, cuando era ya de noche (Jn. 12,30), pasando por el arres¬to en la noche de Getsemaní, hasta la mañana y los tiempos del proceso religioso y político, la hora de la crucifixión y la de la muerte y sepultura; el día de la resurrección, y la fecha de algunas apariciones. (…)
Las coordenadas sociales. (…) En derredor de la figura de Jesús aparecen los diversos estratos sociales de aquel tiempo y lugar, como las sec¬tas farisaica y saducea, junto con los escribas de la ley. Todos ellos aparecen con una perfecta concordancia con lo que de ellos sabemos por otros escritos contemporáneos, como los de Flavio Josefo . (…) Los autores evangélicos se mueven en un ambiente para ellos normal de vida, cuyos detalles conocen, sin esfuer¬zo. Lo mismo diremos de lo relativo a los oficios: pescadores y modos de pescar, sembradores y aradores, comerciantes, pas¬tores, mujeres de casa. (...)
Por todo ello, no le cabe duda a un lector de los evangelios (…) de que tiene delante un relato de carácter histórico o de suce¬sos reales, según la voluntad del autor. (…) El sentido directo del lector, aunque no tome el libro con ánimo cristiano, le enfren¬ta con hechos y palabras contados como sucedidos. Esto es evidente. Y si el lector cree además en la inspiración divina de los autores, entonces sí que encuentra un problema de excesiva gravedad en admitir que aquellos relatos son especies de midrásh de nuevo género, o edificantes invenciones compuestas para propagar la fe.
Es éste un buen comienzo para confirmar el valor histórico de los documentos de la resurrección y vida de Jesús. Impacto que no puede sino ser confirmado por el relato de los Hechos apostólicos, que por las mismas razones se presenta como ple¬namente histórico, cuanto a los espacios, los tiempos, las cos¬tumbres sociales, aquí no solo palestinas sino también del im¬perio romano entero (…) Respecto de las epístolas, por ser escritos personales y directos, aunque no contienen re¬latos históricos como base, pueden contenerlos (…) y desde luego contienen múltiples rasgos de carácter histórico, que en¬cuentran lugar en una carta mezclados a las advertencias o a los saludos.
No por esto, naturalmente, juzgamos que el género de los relatos haya de ser interpretado al pie de la letra como si fue¬ran de historia actual. (…) No pueden tales auto¬res y documentos contarnos falsa o míticamente lo que tenían que contarnos. (…)
Porque además un falsario, que nadie por otra parte se atreve a suponer aquí, hubiese caído inevitablemente en la trampa de los falsarios, o sea en numerosos anacronismos, relativos a la geografía, a la cronología o a las costumbres descritas. Y el hecho irrefutable es que no hay ni un solo anacronismo en toda la narración.
b) Declaración expresa de los documentos: Lucas y Juan
El punto de partida respecto al valor histórico de los relatos debemos tomarlo de los mismos documentos que lo contienen. (…) Este argumento vale directamente para el Evangelio de Lucas y para el de Juan, cada uno de los cuales nos cerciora de su veracidad histórica y voluntad en el mismo relato. Y vale como argumento extensivo para los otros dos evangelios, de Ma¬teo y de Marcos (…).
Los prólogos del Evangelio de Lucas y de los Hechos de los Apóstoles del mismo autor nos ofrecen su testimonio.
Hechos de los Apóstoles: «El primer libro (Evangelio) lo escribí, oh Teófilo sobre todo lo que Jesús hizo y enseñó hasta el día en que, después de haber dado instrucciones a los apóstoles que había elegido, fue llevado al cielo» (1,1-2).
Evangelio: «Puesto que muchos han intentado narrar or¬denadamente las cosas que se han verificado entre nosotros (ton pepleroforeménon en emín pragmáton) tal como nos las han transmitido los que desde el principio fueron testi¬gos oculares (kazos parédosin emín oi ap'arjés autóptai) y servidores de la Palabra,
«he decidido yo también, después de haber investigado diligentemente todo desde los orígenes, escribírtelo por su orden (akribós kazéxes soi grafái), óptimo Teófilo, para que conozcas la solidez (ten asfáleian) de las enseñanzas (peri on katejézes lógon) que has recibido» (Lc. 1,14).
Tales testimonios, que son del mismo autor del doble docu¬mento, muestran claramente, en testimonio directo, lo siguien¬te: el autor del Evangelio, que es Lucas, ha escrito su evangelio sobre todo lo que Jesús «hizo y enseñó», como afirma el pró¬logo de los Hechos, desde su comienzo en la vida pública (y aun en cosas de la infancia) hasta «el día en que fue llevado al cielo», o sea la Ascensión, que es donde tomará el comienzo de su relato, como una serie continua, el libro de los Hechos. Se ve pues, por este solo documento y argumento, que el autor de los Hechos tiene conciencia de continuar en el segundo li¬bro una historia comenzada en primera parte en su Evangelio. Por lo mismo, puesto que nadie puede dudar de que la inten¬ción del segundo libro, los Hechos, es contar la historia de he¬chos realmente sucedidos, y este segundo libro es continuación del primero, su Evangelio, donde dice él mismo que narró «todo lo que Jesús hizo y enseñó», se habrá de concluir sin la menor vacilación que si los Hechos son historia, también en la volun¬tad del autor es historia, y del mismo género que los Hechos, su Evangelio sobre Jesús. No hay, ni puede haber, en cuanto a la historicidad, una afirmación válida para la segunda parte del escrito (los Hechos) y no válida para la primera (el Evange¬lio). Las dos son historia igualmente, y siendo cierta historia la segunda también lo es la primera. Esta conclusión es evi¬dente.
(…) No resulta posible dar un testimonio so¬bre la voluntad del autor más expreso y más concisamente cla¬ro, que el que da san Lucas sobre su voluntad de escritor al escribir el Evangelio. Examinemos sus palabras.
Trata de hacer lo mismo que han hecho otros, que es «na¬rrar ordenadamente las cosas que se han verificado entre noso¬tros». Son pues cosas, las de Jesús, que se han verificado o sucedido realmente, son cosas históricas (pragmáton = hechos). Son cosas que han tenido «testigos oculares» (autóptai), y aquí la palabra «oculares» vale también en equivalencia por «auditi¬vos» en cuanto a las palabras de Jesús, pues se trata de «testi¬gos presenciales o directos». Estos testigos oculares o presencIales son además «servidores de la Palabra», o sea designados expresamente para dar testimonio de «la Palabra» por medio de su propia palabra, y han ejercido su doble oficio por me¬dio de la célebre «transmisión» (parádosin) o tradición de la palabra recibida como testigos.
Lucas, por otra parte, atestigua que ha escrito su evangelio después de tomar «una decisión», la cual ha sido seguida de una amplia «investigación», que es calificada de «diligente» (akribós) por el propio investigador. Después de la investiga¬ción que alcanza hasta «los orígenes» de la historia de Jesús, o quizás hasta los orígenes del testimonio directo, el evangelis¬ta llegó al tiempo de «escribirlo por su orden», narrando ya la historia en forma histórica. Pero todavía es necesario añadir algo final.
Porque atestigua el evangelista que todo esto lo ha hecho con la intención (para que = ina) conozca el lector «la solidez de las enseñanzas recibidas», por la catequesis oral, o sea su ver¬dad histórica, de hechos reales. Esta solidez (ten asfáleian), ma¬tizada con palabra tan exacta, es admirablemente precisada: «asfáleia» significa = firmeza, seguridad, estabilidad, certidum¬bre porque es solidez. El sustantivo da lugar al adjetivo «asfalés» = firme, sólido, seguro, cierto. En el orden del conocimien¬to, del que aquí se trata, se habla de «solidez de enseñanzas», que equivale a «certeza, verdad».
Tenemos así un testimonio admirable, puesto como prefacio a la obra por el autor, testificando la verdad plena de lo que escribe. En cualquier otro autor profano, serio y conocedor del terreno como éste, tal testimonio es siempre suficiente para asegurar de la verdad de los hechos, aunque sean, o precisa¬mente por serlo, no fácilmente creíbles, como los prodigios de Jesús. La sobriedad del testimonio por otra parte indica la se¬ria concisión del autor. No ha jurado para atestiguarlo, ha dicho sencillamente su propósito y sus fuentes escritas y orales. Es¬critas, porque ha hablado de que «muchos han intentado narrar ordenadamente»; orales, porque ha citado los «testigos ocula¬res». De los escritos ha deducido lo que ha comprobado como cierto, de los testimonios ha acudido a las fuentes mismas di¬rectas, antes de escribir su obra, para asegurarse.
¿Cómo puede pues ante este doble argumento, ya del testi¬monio de Lucas en su Evangelio, ya de la referencia del libro histórico de Hechos al evangelio como a primera parte de su obra, ponerse en duda la realidad de los sucesos narrados? ¿Cómo pueden atribuirse a legendaria desfiguración, con tal tes¬timonio? Habría que negar la honestidad de Lucas mismo. (…)
Ahora bien, si Lucas nos testimonia personalmente su fide¬lidad a la verdad histórica de Jesús, y su relato coincide sustancialmente con los de Marcos y Mateo, (…) ¿no justifica esta coincidencia la verdad de los otros dos? Y en lo que difieren, si se trata de relatos íntegros o de parábolas nue¬vas (como la del hijo pródigo en Lucas) ¿no muestra la nove¬dad de Lucas, nunca exhaustiva, que también los otros dos han podido tener fuentes, o diversas o de diverso modo utili¬zadas, que justifican la verdad de lo que ellos por su parte asu¬men? (…)
Veamos ahora lo que toca al cuarto evangelio de Juan. Este es muy distinto, como es conocido, de los otros tres. Sin em¬bargo no es tan diverso que el relato en su línea esquemática fundamental no siga el mismo recorrido: bautismo, vida públi¬ca con doctrinas y milagros (entre ellos también, como los si¬nópticos, uno de la multiplicación de los panes, valorado de modo nuevo), traición de Judas, Cena con despedida, prendi¬miento en Getsemaní, pasión y muerte con detalles análogos, re¬surrección y apariciones del resucitado. Tenemos pues un relato de coordenadas históricas semejantes, pero de nueva riqueza de datos múltiples introducidos respecto a los sinópticos. Esto podría bastar, si miramos a los argumentos que seguirán de la fidelidad religiosa de los autores y de la garantía de la comunidad receptora, para fundamentar su valor histórico. Pero aquí éste, como en el caso de Lucas, se halla por su parte tam¬bién expresamente atestiguado.
Porque cuando nos cuenta un episodio particular, para él de alta significación religiosa, la lanzada en el Calvario, es el propio autor el que testimonia su fidelidad de narración:
«Al instante salió sangre y agua. Lo atestigua el que lo vio, y su testimonio es válido, y él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis.» (Jn. 19,35).
Aunque el testimonio parece referirse solamente a este pasaje de la transfixión, sin embargo todo lector comprenderá obviamente, y es justa conclusión en crítica, que el autor que testifica en este pasaje su propia verdad la extiende a todo lo que ha escrito. (…) Lo que él quiere que crean es lo que realmente sucedió, aunque a través del suceso enseñe a pe¬netrar en la valoración profunda de los signos reales.
Y además, tenemos otro testimonio al fin de su evangelio acerca de esta extensión de su testimonio a todo el resto, como hemos argüido. Porque el epílogo primero, que es del propio autor, como cierre a su narración advierte que el fin de todo lo narrado es para que los lectores crean:
«Jesús realizó (epóiesen), en presencia de sus discípulos, también otras señales que no están escritas en este libro. Estas han sido escritas para que creáis que Jesús es el Cris¬to, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre» (Jn. 20,30).
Este testimonio de su voluntad de escribir cosas reales que Jesús hizo, de las que deja algunas sin contar en su libro, al¬canza y se extiende a todo lo que ha narrado. (…)
(…) tenemos, fuera del evangelio mismo, otro último testimonio del propio Juan sobre su valor histórico de testigo. Pues en la primera Epístola de Juan, (…) da expreso testimonio del valor de testimonio ocular de sus afirmaciones y relatos:
«Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras ma¬nos, acerca de la Palabra de la Vida... lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos» (1 Jn. 1,1-3).
El testimonio expresa la profunda convicción de la verdad de lo vivido en compañía del Verbo de Dios Jesucristo, a quien refiere desde el principio su propio Evangelio, diciendo: «En el principio existía el Verbo o Palabra... y el Verbo se hizo carne» (Jn. 1,1-14). La convicción se expresa multiplicando el testimonio de los propios sentidos: visto, oído, tocado. Y esto visto, oído, tocado, es decir cosas enteramente humanas y rea¬les, es lo que anuncia, en su epístola y en su evangelio.
Así pues, los cuatro evangelios son narraciones de hechos reales y narrados como reales, según declaración expresa de dos de sus principales autores (y por analogía en los otros dos, que cuentan cosas semejantes o iguales). No puede dudar el lector de la verdad histórica de lo narrado. Por ello, según tales testimonios expresos, no es legítimo comenzar a poner en duda la verdad de los hechos, suponer mitos o leyendas contados en forma histórica. Solamente cuando se hiciese evidente, frente a esta declaración expresa, que el pasaje sólo adquiere forma ejemplar histórica, sería lícito interpretarlo así. (…) Y si algún relato, por ejem¬plo el de Mateo sobre los magos y su llegada a Jerusalén, no nos consta de qué fuentes ha sido tomado, pero los múltiples detalles de la narración, su entretejido con datos cronológicos y sociales-personales verdaderos, denotan un relato histórico formal, si no quiere suponerse en el autor deliberada intención de engañar al lector. Y de hecho como historia verdadera fueron recibidos, y la tradición por tales los ha tenido.
No hace falta aquí extenderse respecto al testimonio de los Hechos de los Apóstoles, obra de Lucas, cuyo carácter histórico es claro. Ni respecto del valor de los testimonios históricos o afirmativos de las epístolas paulinas o de la primera Epístola de Pedro, obra del principal apóstol de Jesús. De Pedro, por lo demás, sabemos que fue testigo di¬recto de todos los hechos de Jesús, y su segunda epístola lo atestigua así, aunque no conste con tanta claridad si proviene directamente de su pluma. En cuanto al Apocalipsis y su valor de historia, no es historia, pero contiene claras referencias a la existencia de Jesús en gloria de resucitado. Servirá su testimo¬nio en ello con la misma fuerza que el evangelio de Juan. (…)
2. El carácter sagrado del testimonio
Pasamos ahora al valor del testimonio por parte del autor mismo, del que ya consta su voluntad de narrar hechos histó¬ricos y reales. Este otro valor proviene de su presencia en los hechos (…) (, de su probada sin¬ceridad y sobre todo del carácter sagrado de tal testimonio en hombres profundamente religiosos. (…). Solemos aceptar la histo¬ria cuando el testigo de los hechos, y el historiador que recoge su testimonio, ofrecen la garantía de una probada honestidad, y falta de prejuicios obnubilantes del criterio histórico. Pocas veces obtenemos un testimonio en la historia profana tan digno de crédito como el que aquí se produce.
Y aunque hoy algunos críticos pongan de lado el argumento de la sinceridad del testigo, no pierde nada de su valor intrín¬seco, aunque deba ser matizado con la aceptación del género literario que utiliza.
a) Presencia de los testigos en los hechos
(…) El após¬tol Juan, el discípulo a quien Jesús amaba de manera espe¬cial, es el autor del cuarto evangelio, y fue con certeza testigo directo de los hechos y palabras de Jesús, ya que pertenece al grupo de los Doce, que le acompañaban continuamente (Mc 3,17).
En cuanto a los otros tres evangelios, Lucas se ha informa¬do de «testigos oculares y servidores de la Palabra», como he¬mos visto, es decir de apóstoles. Sin duda entre ellos ocupó un lugar destacado el propio Juan, de quien podrían proceder fá¬cilmente los relatos de la infancia lucanos, que tienen su origen en el testimonio de la Virgen María, que vivió con Juan familiar¬mente tras la Ascensión, cumpliendo el encargo del Señor en la Cruz. También podemos pensar que Lucas, en el tiempo de la prisión de Pablo en Jerusalén y Cesárea, pudo tener contac¬tos obvios y fáciles con actores directos del Colegio apostólico; quizás antes, en el tiempo ignorado de su acceso al discipulado de Cristo, pudo hablar con ellos, y con Pedro mismo. Al menos, con certeza, habló con Pablo desde el año 51, y con Marcos, los cuales habían oído directamente a Pedro. «Testigos oculares», por lo demás, fueron también otros que no eran apóstoles.
Marcos, por su parte, escribió el evangelio de Pedro, según el testimonio de Papías, quien oyó a uno de los ancianos que convivió con los apóstoles, el cual le dijo:
«Marcos, intérprete de Pedro, puso por escrito, según se acordaba, aunque no en el mismo orden, los dichos y hechos del Señor, pues él no le había oído ni seguido personalmen¬te... siguió a Pedro, quien daba sus instrucciones según las necesidades (de los oyentes), pero no como quien compone una ordenación de las sentencias del Señor. Marcos... po¬niendo por escrito aquellas cosas como las recordaba, puso su cuidado en una cosa: no omitir nada de lo que había oído, no poner nada falso en ello» (EUSEB., Hist. Eccl, 3,39). (...)
En cuanto al evangelio de Mateo, aunque no sea probable que su evangelio sea el aramaico del apóstol Mateo traducido simplemente, sí que debe pensarse que aquel es su base, con ampliaciones y refundición. (…)
Sin alargarnos más en esto, diremos que la unánime tradición eclesial refiere los cuatro evangelios a Mateo, Marcos, Lucas y Juan como a sus autores, según lo manifiesta ya la inscripción que encabeza todas las copias de los cuatro evangelios, como títulos de autor: «Evangelio según Mateo, Marcos, Lucas o Juan». Como resumen de la tradición general podemos citar el antiguo texto de san Ireneo en el siglo II:
«Mateo entre los hebreos, escribió el evangelio en la len¬gua de ellos, mientras Pedro y Pablo en Roma evangelizaban y fundaban la Iglesia. Después de la salida de éstos, Marcos, discípulo e intérprete de Pedro, nos comunicó por escrito las cosas que habían sido anunciadas por Pedro. Y Lucas, compañero de Pablo, puso por escrito el evangelio que éste predicaba. Después Juan, discípulo del Señor, el cual se ha¬bía recostado sobre su pecho, escribió el evangelio, residien¬do en Efeso de Asía.»
Así pues tomemos como dato cierto que los hechos evangé¬licos, y muy particularmente el de la resurrección de Jesús y sus apariciones, provienen en última instancia de testimonios directos de aquellos que vivieron los sucesos mismos. Esta se¬guridad básica, aunque no sea el principal fundamento de la credibilidad evangélica, que aun sin ello permanecería, ofrece una gran seguridad acerca de la verdad del testimonio dado(…)
b) La sinceridad heroica de los narradores
La sinceridad del relator histórico puede ser un banco de prueba de la propia verdad de su relato, cuando no puede su¬ponerse en él la voluntad de mentir deliberadamente, si lejos de sacar provecho terreno de sus afirmaciones consigue por el contrario profunda y grave contrariedad. Arrostrar las dificul¬tades de muy graves persecuciones, y la misma muerte, es marca cierta de sinceridad desde el punto de vista del sujeto. Puede oponerse a esto que hay idealistas equivocados que lo arros¬tran todo por su ideal creído, y ello es cierto algunas veces. (…)
Pero hay que distinguir entre la sinceridad de quienes afir¬man un ideal doctrinal o teórico, y la de aquellos que afirman simplemente hechos. Los primeros pueden morir por un ideal, y morir en su error, que afirman con convicción de verdad. Pero los que afirman simplemente hechos presenciados, y arrostran sin vacilar por afirmarlos la persecución y aun la muerte, no son idealistas, sino en tanto en cuanto consideran la verdad de las cosas como un valor supremo.
A un hombre que afirma que Jesús de Nazaret hizo tales y tales cosas, y especialmente que resucitó y fue visto resucitado, con conocimiento directo de los hechos, sabiendo que por afir¬marlo sólo va a encontrar graves dificultades y la muerte, a veces de manera horrible, hay que concederle necesariamente el beneficio a priori de la sinceridad de su testimonio sobre los hechos. (…)
De este modo afirmaban los apóstoles ante el Sanedrín que «se ha de obedecer a Dios antes que a los hombres», y la razón que daban, para no obedecer la orden de callar que les intima¬ban, era en suma la necesidad de testificar la verdad de los hechos: «No podemos nosotros —dijeron a los sacerdotes y jefes— dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hech. 4,19). No se trataba simplemente de doctrinas o enseñanzas teóricas, aunque también enseñaban esto. Pero lo que les for¬zaba a dar testimonio eran los hechos presenciados, «vistos», y las palabras «oídas».
Este fue el motor de la actividad apostólica, lo que les llevó a recorrer el mundo exponiendo su vida cada día al peligro más real e inminente. Puede haber otras gentes —aunque no en tanto número ni de tal heroísmo en todas las edades y se¬xos— que mueran por no negar un ideal suyo, quizás equivo¬cado. Pero ellos mueren por no negar la verdad de los que sus ojos han visto y sus oídos han oído. Sucede que esto «visto y oído» implica, en su certeza, por ejemplo la realidad de la Re¬surrección de Jesús, pero no considerada como una doctrina simplemente, sino como un hecho, el del Resucitado, del que deben dar testimonio. Es la ingenua simplicidad del testimonio: he visto, he oído, he tocado. (…)
¿Y no hace aún más patente su sinceridad el hecho relevante de no haber ocultado en su relato aquello que puede parecer contrario a lo que quieren enseñar? Pues, en efecto, narran con toda claridad hechos contrarios, en apariencia, a la procla¬mación de la divinidad de Jesús, el hombre cuyos hechos y dichos refieren. En el Huerto de Getsemaní lo presentan aterrado ante el próximo futuro, hasta el punto de orar a su Padre para que pase de él este cáliz. Pero ellos mismos han narrado repe¬tidas veces que Jesús predijo claramente el hecho futuro de su pasión, muerte y resurrección, como una verdad cierta. (…)
Recordemos finalmente, sólo como quien menciona, que los apóstoles, según la tradición, fueron mártires todos ellos en diversos puntos de la tierra. Y si Juan al fin murió de muerte natural en edad avanzada, a fines del siglo i, no fue sino des¬pués de haber sufrido persecución y destierro en Patmos, y ha¬ber estado al borde del martirio. Su hermano Santiago fue el primero en sufrir la muerte de mano de Herodes.(…).
El punto de partida respecto al valor histórico de los relatos debemos tomarlo de los mismos documentos que lo contienen. (…) Este argumento vale directamente para el Evangelio de Lucas y para el de Juan, cada uno de los cuales nos cerciora de su veracidad histórica y voluntad en el mismo relato. Y vale como argumento extensivo para los otros dos evangelios, de Ma¬teo y de Marcos (…).
Los prólogos del Evangelio de Lucas y de los Hechos de los Apóstoles del mismo autor nos ofrecen su testimonio.
Hechos de los Apóstoles: «El primer libro (Evangelio) lo escribí, oh Teófilo sobre todo lo que Jesús hizo y enseñó hasta el día en que, después de haber dado instrucciones a los apóstoles que había elegido, fue llevado al cielo» (1,1-2).
Evangelio: «Puesto que muchos han intentado narrar or¬denadamente las cosas que se han verificado entre nosotros (ton pepleroforeménon en emín pragmáton) tal como nos las han transmitido los que desde el principio fueron testi¬gos oculares (kazos parédosin emín oi ap'arjés autóptai) y servidores de la Palabra,
«he decidido yo también, después de haber investigado diligentemente todo desde los orígenes, escribírtelo por su orden (akribós kazéxes soi grafái), óptimo Teófilo, para que conozcas la solidez (ten asfáleian) de las enseñanzas (peri on katejézes lógon) que has recibido» (Lc. 1,14).
Tales testimonios, que son del mismo autor del doble docu¬mento, muestran claramente, en testimonio directo, lo siguien¬te: el autor del Evangelio, que es Lucas, ha escrito su evangelio sobre todo lo que Jesús «hizo y enseñó», como afirma el pró¬logo de los Hechos, desde su comienzo en la vida pública (y aun en cosas de la infancia) hasta «el día en que fue llevado al cielo», o sea la Ascensión, que es donde tomará el comienzo de su relato, como una serie continua, el libro de los Hechos. Se ve pues, por este solo documento y argumento, que el autor de los Hechos tiene conciencia de continuar en el segundo li¬bro una historia comenzada en primera parte en su Evangelio. Por lo mismo, puesto que nadie puede dudar de que la inten¬ción del segundo libro, los Hechos, es contar la historia de he¬chos realmente sucedidos, y este segundo libro es continuación del primero, su Evangelio, donde dice él mismo que narró «todo lo que Jesús hizo y enseñó», se habrá de concluir sin la menor vacilación que si los Hechos son historia, también en la volun¬tad del autor es historia, y del mismo género que los Hechos, su Evangelio sobre Jesús. No hay, ni puede haber, en cuanto a la historicidad, una afirmación válida para la segunda parte del escrito (los Hechos) y no válida para la primera (el Evange¬lio). Las dos son historia igualmente, y siendo cierta historia la segunda también lo es la primera. Esta conclusión es evi¬dente.
(…) No resulta posible dar un testimonio so¬bre la voluntad del autor más expreso y más concisamente cla¬ro, que el que da san Lucas sobre su voluntad de escritor al escribir el Evangelio. Examinemos sus palabras.
Trata de hacer lo mismo que han hecho otros, que es «na¬rrar ordenadamente las cosas que se han verificado entre noso¬tros». Son pues cosas, las de Jesús, que se han verificado o sucedido realmente, son cosas históricas (pragmáton = hechos). Son cosas que han tenido «testigos oculares» (autóptai), y aquí la palabra «oculares» vale también en equivalencia por «auditi¬vos» en cuanto a las palabras de Jesús, pues se trata de «testi¬gos presenciales o directos». Estos testigos oculares o presencIales son además «servidores de la Palabra», o sea designados expresamente para dar testimonio de «la Palabra» por medio de su propia palabra, y han ejercido su doble oficio por me¬dio de la célebre «transmisión» (parádosin) o tradición de la palabra recibida como testigos.
Lucas, por otra parte, atestigua que ha escrito su evangelio después de tomar «una decisión», la cual ha sido seguida de una amplia «investigación», que es calificada de «diligente» (akribós) por el propio investigador. Después de la investiga¬ción que alcanza hasta «los orígenes» de la historia de Jesús, o quizás hasta los orígenes del testimonio directo, el evangelis¬ta llegó al tiempo de «escribirlo por su orden», narrando ya la historia en forma histórica. Pero todavía es necesario añadir algo final.
Porque atestigua el evangelista que todo esto lo ha hecho con la intención (para que = ina) conozca el lector «la solidez de las enseñanzas recibidas», por la catequesis oral, o sea su ver¬dad histórica, de hechos reales. Esta solidez (ten asfáleian), ma¬tizada con palabra tan exacta, es admirablemente precisada: «asfáleia» significa = firmeza, seguridad, estabilidad, certidum¬bre porque es solidez. El sustantivo da lugar al adjetivo «asfalés» = firme, sólido, seguro, cierto. En el orden del conocimien¬to, del que aquí se trata, se habla de «solidez de enseñanzas», que equivale a «certeza, verdad».
Tenemos así un testimonio admirable, puesto como prefacio a la obra por el autor, testificando la verdad plena de lo que escribe. En cualquier otro autor profano, serio y conocedor del terreno como éste, tal testimonio es siempre suficiente para asegurar de la verdad de los hechos, aunque sean, o precisa¬mente por serlo, no fácilmente creíbles, como los prodigios de Jesús. La sobriedad del testimonio por otra parte indica la se¬ria concisión del autor. No ha jurado para atestiguarlo, ha dicho sencillamente su propósito y sus fuentes escritas y orales. Es¬critas, porque ha hablado de que «muchos han intentado narrar ordenadamente»; orales, porque ha citado los «testigos ocula¬res». De los escritos ha deducido lo que ha comprobado como cierto, de los testimonios ha acudido a las fuentes mismas di¬rectas, antes de escribir su obra, para asegurarse.
¿Cómo puede pues ante este doble argumento, ya del testi¬monio de Lucas en su Evangelio, ya de la referencia del libro histórico de Hechos al evangelio como a primera parte de su obra, ponerse en duda la realidad de los sucesos narrados? ¿Cómo pueden atribuirse a legendaria desfiguración, con tal tes¬timonio? Habría que negar la honestidad de Lucas mismo. (…)
Ahora bien, si Lucas nos testimonia personalmente su fide¬lidad a la verdad histórica de Jesús, y su relato coincide sustancialmente con los de Marcos y Mateo, (…) ¿no justifica esta coincidencia la verdad de los otros dos? Y en lo que difieren, si se trata de relatos íntegros o de parábolas nue¬vas (como la del hijo pródigo en Lucas) ¿no muestra la nove¬dad de Lucas, nunca exhaustiva, que también los otros dos han podido tener fuentes, o diversas o de diverso modo utili¬zadas, que justifican la verdad de lo que ellos por su parte asu¬men? (…)
Veamos ahora lo que toca al cuarto evangelio de Juan. Este es muy distinto, como es conocido, de los otros tres. Sin em¬bargo no es tan diverso que el relato en su línea esquemática fundamental no siga el mismo recorrido: bautismo, vida públi¬ca con doctrinas y milagros (entre ellos también, como los si¬nópticos, uno de la multiplicación de los panes, valorado de modo nuevo), traición de Judas, Cena con despedida, prendi¬miento en Getsemaní, pasión y muerte con detalles análogos, re¬surrección y apariciones del resucitado. Tenemos pues un relato de coordenadas históricas semejantes, pero de nueva riqueza de datos múltiples introducidos respecto a los sinópticos. Esto podría bastar, si miramos a los argumentos que seguirán de la fidelidad religiosa de los autores y de la garantía de la comunidad receptora, para fundamentar su valor histórico. Pero aquí éste, como en el caso de Lucas, se halla por su parte tam¬bién expresamente atestiguado.
Porque cuando nos cuenta un episodio particular, para él de alta significación religiosa, la lanzada en el Calvario, es el propio autor el que testimonia su fidelidad de narración:
«Al instante salió sangre y agua. Lo atestigua el que lo vio, y su testimonio es válido, y él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis.» (Jn. 19,35).
Aunque el testimonio parece referirse solamente a este pasaje de la transfixión, sin embargo todo lector comprenderá obviamente, y es justa conclusión en crítica, que el autor que testifica en este pasaje su propia verdad la extiende a todo lo que ha escrito. (…) Lo que él quiere que crean es lo que realmente sucedió, aunque a través del suceso enseñe a pe¬netrar en la valoración profunda de los signos reales.
Y además, tenemos otro testimonio al fin de su evangelio acerca de esta extensión de su testimonio a todo el resto, como hemos argüido. Porque el epílogo primero, que es del propio autor, como cierre a su narración advierte que el fin de todo lo narrado es para que los lectores crean:
«Jesús realizó (epóiesen), en presencia de sus discípulos, también otras señales que no están escritas en este libro. Estas han sido escritas para que creáis que Jesús es el Cris¬to, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre» (Jn. 20,30).
Este testimonio de su voluntad de escribir cosas reales que Jesús hizo, de las que deja algunas sin contar en su libro, al¬canza y se extiende a todo lo que ha narrado. (…)
(…) tenemos, fuera del evangelio mismo, otro último testimonio del propio Juan sobre su valor histórico de testigo. Pues en la primera Epístola de Juan, (…) da expreso testimonio del valor de testimonio ocular de sus afirmaciones y relatos:
«Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras ma¬nos, acerca de la Palabra de la Vida... lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos» (1 Jn. 1,1-3).
El testimonio expresa la profunda convicción de la verdad de lo vivido en compañía del Verbo de Dios Jesucristo, a quien refiere desde el principio su propio Evangelio, diciendo: «En el principio existía el Verbo o Palabra... y el Verbo se hizo carne» (Jn. 1,1-14). La convicción se expresa multiplicando el testimonio de los propios sentidos: visto, oído, tocado. Y esto visto, oído, tocado, es decir cosas enteramente humanas y rea¬les, es lo que anuncia, en su epístola y en su evangelio.
Así pues, los cuatro evangelios son narraciones de hechos reales y narrados como reales, según declaración expresa de dos de sus principales autores (y por analogía en los otros dos, que cuentan cosas semejantes o iguales). No puede dudar el lector de la verdad histórica de lo narrado. Por ello, según tales testimonios expresos, no es legítimo comenzar a poner en duda la verdad de los hechos, suponer mitos o leyendas contados en forma histórica. Solamente cuando se hiciese evidente, frente a esta declaración expresa, que el pasaje sólo adquiere forma ejemplar histórica, sería lícito interpretarlo así. (…) Y si algún relato, por ejem¬plo el de Mateo sobre los magos y su llegada a Jerusalén, no nos consta de qué fuentes ha sido tomado, pero los múltiples detalles de la narración, su entretejido con datos cronológicos y sociales-personales verdaderos, denotan un relato histórico formal, si no quiere suponerse en el autor deliberada intención de engañar al lector. Y de hecho como historia verdadera fueron recibidos, y la tradición por tales los ha tenido.
No hace falta aquí extenderse respecto al testimonio de los Hechos de los Apóstoles, obra de Lucas, cuyo carácter histórico es claro. Ni respecto del valor de los testimonios históricos o afirmativos de las epístolas paulinas o de la primera Epístola de Pedro, obra del principal apóstol de Jesús. De Pedro, por lo demás, sabemos que fue testigo di¬recto de todos los hechos de Jesús, y su segunda epístola lo atestigua así, aunque no conste con tanta claridad si proviene directamente de su pluma. En cuanto al Apocalipsis y su valor de historia, no es historia, pero contiene claras referencias a la existencia de Jesús en gloria de resucitado. Servirá su testimo¬nio en ello con la misma fuerza que el evangelio de Juan. (…)
2. El carácter sagrado del testimonio
Pasamos ahora al valor del testimonio por parte del autor mismo, del que ya consta su voluntad de narrar hechos histó¬ricos y reales. Este otro valor proviene de su presencia en los hechos (…) (, de su probada sin¬ceridad y sobre todo del carácter sagrado de tal testimonio en hombres profundamente religiosos. (…). Solemos aceptar la histo¬ria cuando el testigo de los hechos, y el historiador que recoge su testimonio, ofrecen la garantía de una probada honestidad, y falta de prejuicios obnubilantes del criterio histórico. Pocas veces obtenemos un testimonio en la historia profana tan digno de crédito como el que aquí se produce.
Y aunque hoy algunos críticos pongan de lado el argumento de la sinceridad del testigo, no pierde nada de su valor intrín¬seco, aunque deba ser matizado con la aceptación del género literario que utiliza.
a) Presencia de los testigos en los hechos
(…) El após¬tol Juan, el discípulo a quien Jesús amaba de manera espe¬cial, es el autor del cuarto evangelio, y fue con certeza testigo directo de los hechos y palabras de Jesús, ya que pertenece al grupo de los Doce, que le acompañaban continuamente (Mc 3,17).
En cuanto a los otros tres evangelios, Lucas se ha informa¬do de «testigos oculares y servidores de la Palabra», como he¬mos visto, es decir de apóstoles. Sin duda entre ellos ocupó un lugar destacado el propio Juan, de quien podrían proceder fá¬cilmente los relatos de la infancia lucanos, que tienen su origen en el testimonio de la Virgen María, que vivió con Juan familiar¬mente tras la Ascensión, cumpliendo el encargo del Señor en la Cruz. También podemos pensar que Lucas, en el tiempo de la prisión de Pablo en Jerusalén y Cesárea, pudo tener contac¬tos obvios y fáciles con actores directos del Colegio apostólico; quizás antes, en el tiempo ignorado de su acceso al discipulado de Cristo, pudo hablar con ellos, y con Pedro mismo. Al menos, con certeza, habló con Pablo desde el año 51, y con Marcos, los cuales habían oído directamente a Pedro. «Testigos oculares», por lo demás, fueron también otros que no eran apóstoles.
Marcos, por su parte, escribió el evangelio de Pedro, según el testimonio de Papías, quien oyó a uno de los ancianos que convivió con los apóstoles, el cual le dijo:
«Marcos, intérprete de Pedro, puso por escrito, según se acordaba, aunque no en el mismo orden, los dichos y hechos del Señor, pues él no le había oído ni seguido personalmen¬te... siguió a Pedro, quien daba sus instrucciones según las necesidades (de los oyentes), pero no como quien compone una ordenación de las sentencias del Señor. Marcos... po¬niendo por escrito aquellas cosas como las recordaba, puso su cuidado en una cosa: no omitir nada de lo que había oído, no poner nada falso en ello» (EUSEB., Hist. Eccl, 3,39). (...)
En cuanto al evangelio de Mateo, aunque no sea probable que su evangelio sea el aramaico del apóstol Mateo traducido simplemente, sí que debe pensarse que aquel es su base, con ampliaciones y refundición. (…)
Sin alargarnos más en esto, diremos que la unánime tradición eclesial refiere los cuatro evangelios a Mateo, Marcos, Lucas y Juan como a sus autores, según lo manifiesta ya la inscripción que encabeza todas las copias de los cuatro evangelios, como títulos de autor: «Evangelio según Mateo, Marcos, Lucas o Juan». Como resumen de la tradición general podemos citar el antiguo texto de san Ireneo en el siglo II:
«Mateo entre los hebreos, escribió el evangelio en la len¬gua de ellos, mientras Pedro y Pablo en Roma evangelizaban y fundaban la Iglesia. Después de la salida de éstos, Marcos, discípulo e intérprete de Pedro, nos comunicó por escrito las cosas que habían sido anunciadas por Pedro. Y Lucas, compañero de Pablo, puso por escrito el evangelio que éste predicaba. Después Juan, discípulo del Señor, el cual se ha¬bía recostado sobre su pecho, escribió el evangelio, residien¬do en Efeso de Asía.»
Así pues tomemos como dato cierto que los hechos evangé¬licos, y muy particularmente el de la resurrección de Jesús y sus apariciones, provienen en última instancia de testimonios directos de aquellos que vivieron los sucesos mismos. Esta se¬guridad básica, aunque no sea el principal fundamento de la credibilidad evangélica, que aun sin ello permanecería, ofrece una gran seguridad acerca de la verdad del testimonio dado(…)
b) La sinceridad heroica de los narradores
La sinceridad del relator histórico puede ser un banco de prueba de la propia verdad de su relato, cuando no puede su¬ponerse en él la voluntad de mentir deliberadamente, si lejos de sacar provecho terreno de sus afirmaciones consigue por el contrario profunda y grave contrariedad. Arrostrar las dificul¬tades de muy graves persecuciones, y la misma muerte, es marca cierta de sinceridad desde el punto de vista del sujeto. Puede oponerse a esto que hay idealistas equivocados que lo arros¬tran todo por su ideal creído, y ello es cierto algunas veces. (…)
Pero hay que distinguir entre la sinceridad de quienes afir¬man un ideal doctrinal o teórico, y la de aquellos que afirman simplemente hechos. Los primeros pueden morir por un ideal, y morir en su error, que afirman con convicción de verdad. Pero los que afirman simplemente hechos presenciados, y arrostran sin vacilar por afirmarlos la persecución y aun la muerte, no son idealistas, sino en tanto en cuanto consideran la verdad de las cosas como un valor supremo.
A un hombre que afirma que Jesús de Nazaret hizo tales y tales cosas, y especialmente que resucitó y fue visto resucitado, con conocimiento directo de los hechos, sabiendo que por afir¬marlo sólo va a encontrar graves dificultades y la muerte, a veces de manera horrible, hay que concederle necesariamente el beneficio a priori de la sinceridad de su testimonio sobre los hechos. (…)
De este modo afirmaban los apóstoles ante el Sanedrín que «se ha de obedecer a Dios antes que a los hombres», y la razón que daban, para no obedecer la orden de callar que les intima¬ban, era en suma la necesidad de testificar la verdad de los hechos: «No podemos nosotros —dijeron a los sacerdotes y jefes— dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hech. 4,19). No se trataba simplemente de doctrinas o enseñanzas teóricas, aunque también enseñaban esto. Pero lo que les for¬zaba a dar testimonio eran los hechos presenciados, «vistos», y las palabras «oídas».
Este fue el motor de la actividad apostólica, lo que les llevó a recorrer el mundo exponiendo su vida cada día al peligro más real e inminente. Puede haber otras gentes —aunque no en tanto número ni de tal heroísmo en todas las edades y se¬xos— que mueran por no negar un ideal suyo, quizás equivo¬cado. Pero ellos mueren por no negar la verdad de los que sus ojos han visto y sus oídos han oído. Sucede que esto «visto y oído» implica, en su certeza, por ejemplo la realidad de la Re¬surrección de Jesús, pero no considerada como una doctrina simplemente, sino como un hecho, el del Resucitado, del que deben dar testimonio. Es la ingenua simplicidad del testimonio: he visto, he oído, he tocado. (…)
¿Y no hace aún más patente su sinceridad el hecho relevante de no haber ocultado en su relato aquello que puede parecer contrario a lo que quieren enseñar? Pues, en efecto, narran con toda claridad hechos contrarios, en apariencia, a la procla¬mación de la divinidad de Jesús, el hombre cuyos hechos y dichos refieren. En el Huerto de Getsemaní lo presentan aterrado ante el próximo futuro, hasta el punto de orar a su Padre para que pase de él este cáliz. Pero ellos mismos han narrado repe¬tidas veces que Jesús predijo claramente el hecho futuro de su pasión, muerte y resurrección, como una verdad cierta. (…)
Recordemos finalmente, sólo como quien menciona, que los apóstoles, según la tradición, fueron mártires todos ellos en diversos puntos de la tierra. Y si Juan al fin murió de muerte natural en edad avanzada, a fines del siglo i, no fue sino des¬pués de haber sufrido persecución y destierro en Patmos, y ha¬ber estado al borde del martirio. Su hermano Santiago fue el primero en sufrir la muerte de mano de Herodes.(…).
c) El carácter sagrado de su testimonio
Si no se ve que tengan alicientes temporales para mentir testificando hechos falsos, opuestos a los intereses de los pode¬rosos de entonces, de Herodes y de Pilato, de Anas y de Caifas, y de toda la teoría del gran Imperio, mucho menos todavía se puede pensar de hombres tan profundamente religiosos, como sus escritos los revelan —y de esto no creemos que nadie pueda dudar—, que habían de mentir testificando hechos contrarios a sus más profundas convicciones religiosas.
Todos reconocen que la predicación cristiana, ya desde los evangelios, está fundada en la convicción de que Jesús es Dios verdadero. (…)
Pero es preciso tener en cuenta que todos estos primeros predicadores y proclamadores de la divinidad de Jesús eran de religión judía en origen. Ahora bien, el judaismo, como es sabido, es, si cabe decirlo sin desdoro, «rabiosamente» mono¬teísta, es decir, que un judío lo que menos puede admitir es la divinidad multiplicada o compartida. Es el dogma central de su fe. Esto precisamente fue lo que provocó el choque frontal de los fariseos y saduceos con Jesús —aparte de su hipocresía y adueñamiento de los resortes religiosos, que Jesús sacudía contra ellos—, ésta fue la causa prima: «Habéis oído su blasfe¬mia, ¿qué necesidad tenemos de testigos?» clamó Caifas airado rasgando sus vestidos. Jesús acababa de proclamar la verdad de su divinidad ante ellos: «Como tú dices, lo soy» (Me. 14,63-64 y Mt. 26,65). Juan testifica que esta fue la causa que llevaba a los judíos a pedir la muerte de Jesús a Pilato: «Nosotros tene¬mos Ley, y según nuestra ley debe morir, porque se tiene a sí mismo por Hijo de Dios» (Jn. 19,7).
Queda bien claro que para un judío, siendo Dios único y absoluto, nadie puede pretender compartir con El la gloria de la divinidad sin blasfemar. ¿Cómo podían inventar unos judíos la doctrina de la divinidad de un hombre con el cual habían vivido ellos mismos durante tanto tiempo, comiendo, durmien¬do, llorando, y al fin muriendo? (…) ¿Por qué lo proclamaban, y cómo se atrevían a esto?
Solamente una razón podrá jamás aducirse: el propio Jesús lo había afirmado, y ellos hubieron de convencerse por los he¬chos de la verdad de sus afirmaciones personales. Les convenció sobre todo su Resurrección. (…).
Pablo (…) dice con palabra digna de su gran espíritu, en esto¬cada directa al adversario de la resurrección como argumento personal:
«Si Cristo no resucitó vana es nuestra predicación, y vana es vuestra fe. Y somos convictos de -falsos testigos de Dios, porque hemos atestiguado contra Dios que resucitó a Cristo,a quien no resucitó si los muertos no resucitan» (1 Cor.15,14-15). (…)
Atestiguar la resurrección de Cristo, si ésta no fuera verdad, constituye un delito de lesa divinidad. Es mentir para deshacer el dogma fundamental del judaismo, un Dios solo, y hasta en¬tonces unipersonal al parecer. Es mentir en un punto religioso de tanta gravedad que lo hace inconcebible en hombres religio¬sos. Y los apóstoles lo eran, profunda y verdaderamente lo eran, y además judíos.
Este argumento, conociendo la santidad y religiosidad de aquellos hombres, invalida totalmente la hipótesis de que hu¬bieran inventado la resurrección de Cristo o sus hechos y pa¬labras para propagar una mentira religiosa de tan enorme gravedad. (…)
Y todavía es más sorprendente la segunda derivación del argumento, que puede y debe establecerse. Los apóstoles creían que el propio Jesús era Dios y se había proclamado tal, como lo predicaban, y especialmente puede verse en las cartas paulinas todas. Pues bien, los apóstoles resultarían «falsos testigos con¬tra Dios-Jesús» si pusieran en sus labios o en sus hechos lo no verdadero. Si le han atribuido palabras que nunca dijo, si le han hecho protagonista de hechos que nunca realizó, son fal¬sos testigos contra Dios-Jesús. Dicen cosas falsas de Dios. ¿Quién podrá pensar esto de ellos?
La consecuencia es, contra los mitificadores que son legión en nuestros días, y contra los constructores de teorías y andamiajes que destruyen la verdad histórica del evangelio, que los «hechos y palabras de Jesús», que son los evangelios (Hech. 1,1), son verdaderos y no inventados, ni tampoco atribuidos al más o menos. (…). Todos (…) admiten con certeza que en los evangelios aparece Jesús como Dios verdadero para los es¬critores y para los primeros cristianos, desde Pablo hasta Pe¬dro, desde Lucas hasta Marcos y hasta Juan. Pues bien, se sigue de aquí ineludiblemente que lo que ellos pongan en labios de Jesús son verdaderas palabras suyas, y que lo que pongan en su acción ha sido un hecho de su vida, aunque a nosotros nos resulte no fácil de comprender. El carácter sagrado que encierra el testimonio apostólico cubre la verdad entera de los evangelios por igual.
Recordamos aquí, por su fuerza también extraordinaria, que Pablo en su carta a los Gálatas, para atestiguar con mayor fuerza la verdad de lo que dice sobre el hecho de su ida a Jerusalén y su encuentro con Pedro y con Santiago, pone a Dios por testigo de su verdad: «Delante de Dios digo que no mien¬to en las cosas que escribo.» (Gal. 1,20). Tan solemne y sagrada afirmación puede y debe trasladarse a los evangelistas. (…)
3. La garantía de la comunidad cristiana
Estos documentos escritos se producen en un determinado ambiente, y son recibidos por un amplio grupo humano. Esto (…) conduce a una exigencia implacable de verdad de los hechos. No se habla aquí de cosas que son ignoradas por los que las reciben, sino de cosas que han sucedido en medio de ellos. Como el propio Jesús dice a Caifas que le in¬terroga en el Sanedrín: «¿Para qué me preguntas? Pregunta a los que oyeron lo que he hablado.» Y la razón es que: «Yo siempre he hablado en el templo y en la sinagoga, a donde acu¬den todos los judíos, y nada he hablado en oculto» (Jn. 18,19-21). Son cosas sucedidas a la luz del día, al menos muchas de ellas, y en conjunto la vida, los hechos, los milagros, las ense¬ñanzas, la muerte y los sucesos posteriores a ella. Todo ello ha sucedido en medio de un pueblo sacudido en sus raíces an¬cestrales por la novedad de los sucesos, por la ardiente pala¬bra de Jesús. La extraordinaria novedad de los hechos mila¬grosos, el éxito popular de la predicación de Jesús, las muche¬dumbres que le han oído: todo ello ha sucedido a la vista de los hombres, con enorme relieve. No puede ser ignorado si ha sucedido, ni puede ser afirmado si es falsa la afirmación.
Si no se ve que tengan alicientes temporales para mentir testificando hechos falsos, opuestos a los intereses de los pode¬rosos de entonces, de Herodes y de Pilato, de Anas y de Caifas, y de toda la teoría del gran Imperio, mucho menos todavía se puede pensar de hombres tan profundamente religiosos, como sus escritos los revelan —y de esto no creemos que nadie pueda dudar—, que habían de mentir testificando hechos contrarios a sus más profundas convicciones religiosas.
Todos reconocen que la predicación cristiana, ya desde los evangelios, está fundada en la convicción de que Jesús es Dios verdadero. (…)
Pero es preciso tener en cuenta que todos estos primeros predicadores y proclamadores de la divinidad de Jesús eran de religión judía en origen. Ahora bien, el judaismo, como es sabido, es, si cabe decirlo sin desdoro, «rabiosamente» mono¬teísta, es decir, que un judío lo que menos puede admitir es la divinidad multiplicada o compartida. Es el dogma central de su fe. Esto precisamente fue lo que provocó el choque frontal de los fariseos y saduceos con Jesús —aparte de su hipocresía y adueñamiento de los resortes religiosos, que Jesús sacudía contra ellos—, ésta fue la causa prima: «Habéis oído su blasfe¬mia, ¿qué necesidad tenemos de testigos?» clamó Caifas airado rasgando sus vestidos. Jesús acababa de proclamar la verdad de su divinidad ante ellos: «Como tú dices, lo soy» (Me. 14,63-64 y Mt. 26,65). Juan testifica que esta fue la causa que llevaba a los judíos a pedir la muerte de Jesús a Pilato: «Nosotros tene¬mos Ley, y según nuestra ley debe morir, porque se tiene a sí mismo por Hijo de Dios» (Jn. 19,7).
Queda bien claro que para un judío, siendo Dios único y absoluto, nadie puede pretender compartir con El la gloria de la divinidad sin blasfemar. ¿Cómo podían inventar unos judíos la doctrina de la divinidad de un hombre con el cual habían vivido ellos mismos durante tanto tiempo, comiendo, durmien¬do, llorando, y al fin muriendo? (…) ¿Por qué lo proclamaban, y cómo se atrevían a esto?
Solamente una razón podrá jamás aducirse: el propio Jesús lo había afirmado, y ellos hubieron de convencerse por los he¬chos de la verdad de sus afirmaciones personales. Les convenció sobre todo su Resurrección. (…).
Pablo (…) dice con palabra digna de su gran espíritu, en esto¬cada directa al adversario de la resurrección como argumento personal:
«Si Cristo no resucitó vana es nuestra predicación, y vana es vuestra fe. Y somos convictos de -falsos testigos de Dios, porque hemos atestiguado contra Dios que resucitó a Cristo,a quien no resucitó si los muertos no resucitan» (1 Cor.15,14-15). (…)
Atestiguar la resurrección de Cristo, si ésta no fuera verdad, constituye un delito de lesa divinidad. Es mentir para deshacer el dogma fundamental del judaismo, un Dios solo, y hasta en¬tonces unipersonal al parecer. Es mentir en un punto religioso de tanta gravedad que lo hace inconcebible en hombres religio¬sos. Y los apóstoles lo eran, profunda y verdaderamente lo eran, y además judíos.
Este argumento, conociendo la santidad y religiosidad de aquellos hombres, invalida totalmente la hipótesis de que hu¬bieran inventado la resurrección de Cristo o sus hechos y pa¬labras para propagar una mentira religiosa de tan enorme gravedad. (…)
Y todavía es más sorprendente la segunda derivación del argumento, que puede y debe establecerse. Los apóstoles creían que el propio Jesús era Dios y se había proclamado tal, como lo predicaban, y especialmente puede verse en las cartas paulinas todas. Pues bien, los apóstoles resultarían «falsos testigos con¬tra Dios-Jesús» si pusieran en sus labios o en sus hechos lo no verdadero. Si le han atribuido palabras que nunca dijo, si le han hecho protagonista de hechos que nunca realizó, son fal¬sos testigos contra Dios-Jesús. Dicen cosas falsas de Dios. ¿Quién podrá pensar esto de ellos?
La consecuencia es, contra los mitificadores que son legión en nuestros días, y contra los constructores de teorías y andamiajes que destruyen la verdad histórica del evangelio, que los «hechos y palabras de Jesús», que son los evangelios (Hech. 1,1), son verdaderos y no inventados, ni tampoco atribuidos al más o menos. (…). Todos (…) admiten con certeza que en los evangelios aparece Jesús como Dios verdadero para los es¬critores y para los primeros cristianos, desde Pablo hasta Pe¬dro, desde Lucas hasta Marcos y hasta Juan. Pues bien, se sigue de aquí ineludiblemente que lo que ellos pongan en labios de Jesús son verdaderas palabras suyas, y que lo que pongan en su acción ha sido un hecho de su vida, aunque a nosotros nos resulte no fácil de comprender. El carácter sagrado que encierra el testimonio apostólico cubre la verdad entera de los evangelios por igual.
Recordamos aquí, por su fuerza también extraordinaria, que Pablo en su carta a los Gálatas, para atestiguar con mayor fuerza la verdad de lo que dice sobre el hecho de su ida a Jerusalén y su encuentro con Pedro y con Santiago, pone a Dios por testigo de su verdad: «Delante de Dios digo que no mien¬to en las cosas que escribo.» (Gal. 1,20). Tan solemne y sagrada afirmación puede y debe trasladarse a los evangelistas. (…)
3. La garantía de la comunidad cristiana
Estos documentos escritos se producen en un determinado ambiente, y son recibidos por un amplio grupo humano. Esto (…) conduce a una exigencia implacable de verdad de los hechos. No se habla aquí de cosas que son ignoradas por los que las reciben, sino de cosas que han sucedido en medio de ellos. Como el propio Jesús dice a Caifas que le in¬terroga en el Sanedrín: «¿Para qué me preguntas? Pregunta a los que oyeron lo que he hablado.» Y la razón es que: «Yo siempre he hablado en el templo y en la sinagoga, a donde acu¬den todos los judíos, y nada he hablado en oculto» (Jn. 18,19-21). Son cosas sucedidas a la luz del día, al menos muchas de ellas, y en conjunto la vida, los hechos, los milagros, las ense¬ñanzas, la muerte y los sucesos posteriores a ella. Todo ello ha sucedido en medio de un pueblo sacudido en sus raíces an¬cestrales por la novedad de los sucesos, por la ardiente pala¬bra de Jesús. La extraordinaria novedad de los hechos mila¬grosos, el éxito popular de la predicación de Jesús, las muche¬dumbres que le han oído: todo ello ha sucedido a la vista de los hombres, con enorme relieve. No puede ser ignorado si ha sucedido, ni puede ser afirmado si es falsa la afirmación.
a) La comunidad que recibe el testimonio
Aunque los evangelios como documentos hayan sido redac¬tados más tarde y en diversas circunstancias, es claro que es¬tos documentos atañen de modo especial a la comunidad que en Jerusalén se ha formado desde el principio. Esta comuni¬dad se extiende paulatinamente al exterior, crece y se dilata hacia otras naciones, pero permanece en una unidad suficiente para que todo deba repercutir en el centro. Además, el testi¬monio oral comienza inmediatamente después de la resurrec¬ción, a los cincuenta días en Pentecostés, como lo muestra el libro de los Hechos de los Apóstoles, cuando la comunidad está concentrada todavía en Jerusalén.
Pedro habla bajo la acción prodigiosa del Espíritu, y su pa¬labra ardiente de testimonio convence a unos tres mil que se bautizan. (Hech. 2,41). Y esta comunidad en crecimiento sigue su rápida expansión por el primer prodigio de la curación del mendigo paralítico y cojo de nacimiento, de modo que la mul¬titud de creyentes aumentó en cinco mil más, o al menos llegó a este número aproximado. (Hech. 4,4). Y no mucho después se vuelve a confirmar que la multitud de los fieles crecía imparablemente en Jerusalén, y aun muchos sacerdotes se habían ya unido a ellos. (Hech. 6,7). Se puede afirmar, según estos tes¬timonios, que la comunidad cristiana de Jerusalén, dentro del primer año de la resurrección, sumaba ya bastantes millares de personas, y en ningún caso bajaría de diez mil, cifra impresio¬nante para un grupo recién formado en los primeros meses de su formación. (…)
Pero esta comunidad, así formada tan rápidamen¬te, ha sido toda ella más o menos testigo de los sucesos acae¬cidos, y todos saben lo fundamental: no en vano los discípulos de Emaús preguntaban con asombro al extranjero misterioso que es les unió en el camino el domingo de Pascua: «¿Tú sólo eres extranjero en Jerusalén, y no sabes lo sucedido entre no¬sotros con Jesús de Nazaret?» (Lc. 24,18). Resultaba absurdo para ellos, por la notoriedad del suceso, que un hombre aquel día pudiese estar en Jerusalén ignorante de los hechos de Jesús y de su muerte.
Además, esta comunidad multitudinaria sólo lo es en apa¬riencia. Está dirigida, gobernada, estructurada con los apósto¬les al frente. Existe una autoridad, que decide nombrar un nuevo apóstol como testigo (esta fue la condición para Matías) de los hechos de Jesús desde el principio al fin. (Hech. 1,22). De modo particular estos testigos supremos lo son «de la resu¬rrección» de Jesús (ib.). Así hay una conciencia desde el primer día, entre todos los hechos de Jesús, de la importancia capital de la resurrección como suceso que debe ser testificado.
Todo esto tiene una enorme importancia para el valor ga¬rantizado de los documentos escritos, que la comunidad acepta. (…) Cuando el evangelio aramaico de Mateo, antes del 50, comience a circular entre aquellos fieles en copias que van difundiéndose como un tesoro, aquellas frases de Jesús (quizá los famosos «Logia»), y aquellos hechos, en particular la resurrección tras la afrentosa muerte, tiene muchos testigos todavía, y es increí¬ble que hubiese podido ni escribirse ni ser aceptado si contu¬viese o mezclase falsedades. Del mismo modo los evangelios de Marcos y de Lucas hallarán todavía una enorme cantidad de gente que ha vivido los sucesos. En aquella comunidad orgáni¬camente establecida, que va ya desde Jerusalén a Roma por todo el Mediterráneo, no es posible difundir tal mentira sobre estos hechos tan graves e importantes, sin que hubiese la se¬guridad de un desmentido inmediato por parte de los cristia¬nos. Estos aceptaron con plena certeza los evangelios, y dos grandes verdades, las principales, que cubrían todas las demás como un manto de luz: que Jesús era Dios y que había resu¬citado.
La gran iglesia formada por las iglesias locales, la Iglesia apostólica creciente y una, es la mejor garantía de la verdad de los evangelios que acepta, y de la verdad de las palabras y los hechos de Jesús.
Conocemos en efecto, con mayor o menor exactitud, y a ve¬ces en relatos largos generalmente de tipo fabuloso o pretencio¬so, una gran cantidad de libros posteriores que intentaron cu¬brirse con nombres apostólicos para mayor seguridad: Evan¬gelio de Pedro, de Tomás, de Felipe...; Hechos de Pedro o de Pablo o de otros apóstoles; epístolas que llevan nombres fin¬gidos, como de Pablo a Séneca, a Laodicea (cf. Col. 4,16), de Bernabé, de Tito... Todos estos escritos han recibido un claro e inflexible «no» de la comunidad cristiana en cuanto a su au¬tenticidad y origen, a pesar de que alguno, como la epístola de Bernabé, ha merecido por su doctrina una acogida benevolen¬te. (…)
Así esta garantía prestada por la entera comunidad cristiana desde el principio, comunidad numerosa y organizada jerárqui¬camente con los testigos privilegiados de Jesús al frente de ellos, nos da una seguridad de la verdad de los hechos conteni¬dos en los relatos, una de las mejores garantías. Los escritos, podemos decir, han salido del seno de la comunidad—testigo y han sido recibidos como auténticos por ella, sin poner en duda el origen individual y apostólico de los mismos: estos son los relatos provenientes de Pedro-Marcos, de Mateo como fuente, de Lucas-Pablo con investigación histórica previa, de Juan el venerable apóstol entregado a sus recuerdos. Son las epístolas de Pablo, a propósito de las cuales nos consta expre¬samente el testimonio de la comunidad recipiendaria, pues la segunda epístola de Pedro dice: «Nuestro carísimo hermano Pa¬blo os escribió, según la sabiduría que le fue concedida, como en todas sus epístolas...» (2 Pe. 3,15). Son las epístolas apos¬tólicas, o los Hechos o Actas verdaderas de la primitiva Igle¬sia.» (…)
b) La proximidad de la comunidad a los hechos
Hemos establecido en el capítulo primero que los documen¬tos fueron escritos a poca distancia temporal de los hechos acontecidos. Según nuestra propia cronología, comenzado a es¬cribir el primer evangelio (Mateo-aramaico) en la década de los 40, a poco más de diez años de la muerte de Jesús, sigue el evangelio de Marcos en la década de los 50, y al fin de la misma el de Lucas, quedando en la de los 60 tanto los Hechos de los apóstoles como el evangelio actual griego de Mateo. Sólo el de Juan se halla más adelante en la década 90.
Repetimos la advertencia de que para el argumento de la credibilidad no es imprescindible esta cronología, teniendo un valor semejante la más ordinaria, que retrasa en casi una dé¬cada (según el parecer expuesto, infundadamente) las fechas de la composición para varios de ellos. Porque ya hemos he¬cho notar antes que todavía en el año 70 quedaban muchos tes¬tigos directos de los sucesos en la comunidad de Jerusalén, no¬tablemente acrecida en número a través de los cuarenta años transcurridos desde la muerte de Jesús y su resurrección. Y mu¬chos testigos directos se habían también esparcido por el mun¬do, en calidad de apóstoles itinerantes. (…)
La proximidad a los sucesos relatados, tanto por parte de la comunidad creyente cuanto por parte de los documentos, es desde luego superada por la inmediatez de la percepción de los sucesos por los testigos directos. En este sentido, cuando Pablo en la Carta a los Corintios recuerda en el año 57 que también a él se apareció, último de todos, el Resucitado, no debe computarse su testimonio como del año 57, pues nos re¬fiere un suceso personal acontecido a él en el año 36, seis años después de la resurrección de Cristo. Y cuando Juan, aunque sea a fines del siglo i, en la década 90, nos relata a sesenta años de distancia los recuerdos de la mañana de resurrección y las apariciones por él vistas, no es un testimonio a sesenta años de distancia, sino el recuerdo dado a tal distancia de un hecho vivido en la inmediatez misma del suceso, en la primavera del año 30. El mismo peso argumental puede valer para los testi¬monios de Pedro aducidos por Lucas en los Hechos apostóli¬cos, cuyo sermón de Pentecostés refiere el relato de un testigo presencial sólo cincuenta días después del gran acontecimiento.
(…) será útil recordar, al menos de pasada, tales fundamentos de fidelidad en el relato de la tradición de aquellos pueblos, especialmente en el hebreo por el ritmo de las sentencias orales de Jesús.
Tal es el prodigioso e increíble caso de los Vedas, larguísi¬mos escritos consignados por primera vez solamente unos vein¬te siglos después de su existencia oral, o de las epopeyas míti¬cas de Ugarit con cerca de cinco siglos de incolumidad oral permanentemente conservada hasta su incierta primera escri¬tura. No es necesario, pero es útil recordarlo.
Aunque los evangelios como documentos hayan sido redac¬tados más tarde y en diversas circunstancias, es claro que es¬tos documentos atañen de modo especial a la comunidad que en Jerusalén se ha formado desde el principio. Esta comuni¬dad se extiende paulatinamente al exterior, crece y se dilata hacia otras naciones, pero permanece en una unidad suficiente para que todo deba repercutir en el centro. Además, el testi¬monio oral comienza inmediatamente después de la resurrec¬ción, a los cincuenta días en Pentecostés, como lo muestra el libro de los Hechos de los Apóstoles, cuando la comunidad está concentrada todavía en Jerusalén.
Pedro habla bajo la acción prodigiosa del Espíritu, y su pa¬labra ardiente de testimonio convence a unos tres mil que se bautizan. (Hech. 2,41). Y esta comunidad en crecimiento sigue su rápida expansión por el primer prodigio de la curación del mendigo paralítico y cojo de nacimiento, de modo que la mul¬titud de creyentes aumentó en cinco mil más, o al menos llegó a este número aproximado. (Hech. 4,4). Y no mucho después se vuelve a confirmar que la multitud de los fieles crecía imparablemente en Jerusalén, y aun muchos sacerdotes se habían ya unido a ellos. (Hech. 6,7). Se puede afirmar, según estos tes¬timonios, que la comunidad cristiana de Jerusalén, dentro del primer año de la resurrección, sumaba ya bastantes millares de personas, y en ningún caso bajaría de diez mil, cifra impresio¬nante para un grupo recién formado en los primeros meses de su formación. (…)
Pero esta comunidad, así formada tan rápidamen¬te, ha sido toda ella más o menos testigo de los sucesos acae¬cidos, y todos saben lo fundamental: no en vano los discípulos de Emaús preguntaban con asombro al extranjero misterioso que es les unió en el camino el domingo de Pascua: «¿Tú sólo eres extranjero en Jerusalén, y no sabes lo sucedido entre no¬sotros con Jesús de Nazaret?» (Lc. 24,18). Resultaba absurdo para ellos, por la notoriedad del suceso, que un hombre aquel día pudiese estar en Jerusalén ignorante de los hechos de Jesús y de su muerte.
Además, esta comunidad multitudinaria sólo lo es en apa¬riencia. Está dirigida, gobernada, estructurada con los apósto¬les al frente. Existe una autoridad, que decide nombrar un nuevo apóstol como testigo (esta fue la condición para Matías) de los hechos de Jesús desde el principio al fin. (Hech. 1,22). De modo particular estos testigos supremos lo son «de la resu¬rrección» de Jesús (ib.). Así hay una conciencia desde el primer día, entre todos los hechos de Jesús, de la importancia capital de la resurrección como suceso que debe ser testificado.
Todo esto tiene una enorme importancia para el valor ga¬rantizado de los documentos escritos, que la comunidad acepta. (…) Cuando el evangelio aramaico de Mateo, antes del 50, comience a circular entre aquellos fieles en copias que van difundiéndose como un tesoro, aquellas frases de Jesús (quizá los famosos «Logia»), y aquellos hechos, en particular la resurrección tras la afrentosa muerte, tiene muchos testigos todavía, y es increí¬ble que hubiese podido ni escribirse ni ser aceptado si contu¬viese o mezclase falsedades. Del mismo modo los evangelios de Marcos y de Lucas hallarán todavía una enorme cantidad de gente que ha vivido los sucesos. En aquella comunidad orgáni¬camente establecida, que va ya desde Jerusalén a Roma por todo el Mediterráneo, no es posible difundir tal mentira sobre estos hechos tan graves e importantes, sin que hubiese la se¬guridad de un desmentido inmediato por parte de los cristia¬nos. Estos aceptaron con plena certeza los evangelios, y dos grandes verdades, las principales, que cubrían todas las demás como un manto de luz: que Jesús era Dios y que había resu¬citado.
La gran iglesia formada por las iglesias locales, la Iglesia apostólica creciente y una, es la mejor garantía de la verdad de los evangelios que acepta, y de la verdad de las palabras y los hechos de Jesús.
Conocemos en efecto, con mayor o menor exactitud, y a ve¬ces en relatos largos generalmente de tipo fabuloso o pretencio¬so, una gran cantidad de libros posteriores que intentaron cu¬brirse con nombres apostólicos para mayor seguridad: Evan¬gelio de Pedro, de Tomás, de Felipe...; Hechos de Pedro o de Pablo o de otros apóstoles; epístolas que llevan nombres fin¬gidos, como de Pablo a Séneca, a Laodicea (cf. Col. 4,16), de Bernabé, de Tito... Todos estos escritos han recibido un claro e inflexible «no» de la comunidad cristiana en cuanto a su au¬tenticidad y origen, a pesar de que alguno, como la epístola de Bernabé, ha merecido por su doctrina una acogida benevolen¬te. (…)
Así esta garantía prestada por la entera comunidad cristiana desde el principio, comunidad numerosa y organizada jerárqui¬camente con los testigos privilegiados de Jesús al frente de ellos, nos da una seguridad de la verdad de los hechos conteni¬dos en los relatos, una de las mejores garantías. Los escritos, podemos decir, han salido del seno de la comunidad—testigo y han sido recibidos como auténticos por ella, sin poner en duda el origen individual y apostólico de los mismos: estos son los relatos provenientes de Pedro-Marcos, de Mateo como fuente, de Lucas-Pablo con investigación histórica previa, de Juan el venerable apóstol entregado a sus recuerdos. Son las epístolas de Pablo, a propósito de las cuales nos consta expre¬samente el testimonio de la comunidad recipiendaria, pues la segunda epístola de Pedro dice: «Nuestro carísimo hermano Pa¬blo os escribió, según la sabiduría que le fue concedida, como en todas sus epístolas...» (2 Pe. 3,15). Son las epístolas apos¬tólicas, o los Hechos o Actas verdaderas de la primitiva Igle¬sia.» (…)
b) La proximidad de la comunidad a los hechos
Hemos establecido en el capítulo primero que los documen¬tos fueron escritos a poca distancia temporal de los hechos acontecidos. Según nuestra propia cronología, comenzado a es¬cribir el primer evangelio (Mateo-aramaico) en la década de los 40, a poco más de diez años de la muerte de Jesús, sigue el evangelio de Marcos en la década de los 50, y al fin de la misma el de Lucas, quedando en la de los 60 tanto los Hechos de los apóstoles como el evangelio actual griego de Mateo. Sólo el de Juan se halla más adelante en la década 90.
Repetimos la advertencia de que para el argumento de la credibilidad no es imprescindible esta cronología, teniendo un valor semejante la más ordinaria, que retrasa en casi una dé¬cada (según el parecer expuesto, infundadamente) las fechas de la composición para varios de ellos. Porque ya hemos he¬cho notar antes que todavía en el año 70 quedaban muchos tes¬tigos directos de los sucesos en la comunidad de Jerusalén, no¬tablemente acrecida en número a través de los cuarenta años transcurridos desde la muerte de Jesús y su resurrección. Y mu¬chos testigos directos se habían también esparcido por el mun¬do, en calidad de apóstoles itinerantes. (…)
La proximidad a los sucesos relatados, tanto por parte de la comunidad creyente cuanto por parte de los documentos, es desde luego superada por la inmediatez de la percepción de los sucesos por los testigos directos. En este sentido, cuando Pablo en la Carta a los Corintios recuerda en el año 57 que también a él se apareció, último de todos, el Resucitado, no debe computarse su testimonio como del año 57, pues nos re¬fiere un suceso personal acontecido a él en el año 36, seis años después de la resurrección de Cristo. Y cuando Juan, aunque sea a fines del siglo i, en la década 90, nos relata a sesenta años de distancia los recuerdos de la mañana de resurrección y las apariciones por él vistas, no es un testimonio a sesenta años de distancia, sino el recuerdo dado a tal distancia de un hecho vivido en la inmediatez misma del suceso, en la primavera del año 30. El mismo peso argumental puede valer para los testi¬monios de Pedro aducidos por Lucas en los Hechos apostóli¬cos, cuyo sermón de Pentecostés refiere el relato de un testigo presencial sólo cincuenta días después del gran acontecimiento.
(…) será útil recordar, al menos de pasada, tales fundamentos de fidelidad en el relato de la tradición de aquellos pueblos, especialmente en el hebreo por el ritmo de las sentencias orales de Jesús.
Tal es el prodigioso e increíble caso de los Vedas, larguísi¬mos escritos consignados por primera vez solamente unos vein¬te siglos después de su existencia oral, o de las epopeyas míti¬cas de Ugarit con cerca de cinco siglos de incolumidad oral permanentemente conservada hasta su incierta primera escri¬tura. No es necesario, pero es útil recordarlo.
c) El gran río de la tradición
Todo esto nos lleva, dejando correr los años, a establecer ese gran río de amplia corriente que es la tradición de la Iglesia (…)que se mantiene intacta, pero recorre las riberas florecidas de un creciente conocimiento que la fe de los si¬glos aporta con la luz del Espíritu.
Es un hecho que no se puede negar que la Iglesia de nues¬tros días, como un formidable coro humano de dimensiones planetarias, atribuye los documentos que nos ocupan a fuentes apostólicas contemporáneas de Jesús, las epístolas a Pablo y a Pedro (al menos la primera, y aun la segunda), a Juan y otros apóstoles. Y de modo concreto los evangelios a Mateo, Marcos Lucas y Juan. (…). El hecho es que basta abrir cualquier biblia no sólo católica, sino simplemente cristiana, para hallar al frente de los cuatro evangelios estos cuatro nombres como un sello de certificación: Mateo, Marcos, Lucas, Juan. ¿De dónde viene tal convicción?, esto es lo que necesariamente hay que preguntarse. Porque tales documentos tienen un autor por necesidad. Pero nadie pretende o ha pretendido jamás que tales documentos tuviesen otros autores que Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Este hecho, impuesto por sí mismo en la tradición, necesita razón de ser.
¿Cuál puede ser ésta? Sólo puede hallarse una: los documen¬tos casi desde sus primeras copias (no se olvide que durante al menos catorce siglos fueron copias manuscritas solamente) llevaban tales nombres al frente, como sello de autoría. Y en¬tonces debe afirmarse que es imposible que tal referencia desde el comienzo, y como única señalada, sea falsa. (…)
Es imposible que se atribuya en la Iglesia tan universalmen¬te y sin vacilación los cuatro documentos a origen apostólico, y que éste no exista, o que sea falso tal testimonio.
En el tesoro de la Iglesia católica brilla así con propia luz, adornada con luminosos destellos de tradición, esa joya que lla¬mamos evangelio. (…)
La tradición de los cuatro autores es universal y patente en la Iglesia. (…). Pero no estará de más recordar que, en esta tradi¬ción, siempre se atribuye al apóstol Mateo un evangelio arameo, luego perdido, y conservado solamente con el mismo nombre uno griego, del que ya hemos hablado. De los otros tres, uno es de Juan, también apóstol, y puede decir con la tradición Tertuliano que hay dos autores apóstoles y dos apos¬tólicos, Marcos y Lucas (Tertuliano, n. 339). Pero es impor¬tante señalar que la tradición advierte también claramen¬te que Marcos escribe un evangelio de Pedro, y Lucas el de Pablo, con lo que les dan también un valor apostólico, con la diferencia de que no habiendo visto Pablo al Señor, Lucas hubo de informarse personalmente en sus fuentes propias para hacer el evangelio, paulino en su inspiración y en su propaga¬ción. (…).
Frente a estos refieren que hubo muchísimos apócrifos, re¬chazados por la Iglesia y su tradición. «La Iglesia tiene sólo cuatro evangelios (…)
El argumento de la sinceridad de los evangelistas, que he¬mos utilizado, y que siempre ha sido utilizado y sigue siendo verdaderamente válido, da ocasión a algunas interesantes pre¬cisiones. Resulta elocuente el pasaje de Arnobio en el siglo IV, poco antes de terminar las persecuciones de la Iglesia (año 305). Expone así la credibilidad de los apóstoles y evangelistas: «No creéis los milagros vosotros. Pero los que los transmiten los vieron y son ciertísimos testigos. ¿Acaso vamos a pensar que los hombres de entonces eran vanos, mentirosos, estúpidos, de modo que afirmasen haber visto lo que nunca vieron y que lo que no había sucedido fueran capaces de afirmarlo con infantil desenvoltura, y esto para recibir odio y condenación pudiendo vivir tranquilos y en paz?» (n. 619). De los mismos milagros evangélicos —que son el moderno escollo de los desmitologizadores— dice Ensebio de Cesárea en su Demostración evangéli¬ca: «Si eran mentira los milagros de Cristo, y los discípulos mintiendo se hubiesen puesto de acuerdo para narrarlos, resul¬ta admirable ver cuan gran número de ellos guardaron su pacto hasta la muerte en cosas que suponen fingidas, y ni uno solo de ellos por el temor de lo sucedido a los demás se decidió a revelar su conspiración de falsedad.» (n. 666).
Orígenes acomete el punto de la sinceridad de los testigos por el lado evangélico de la narración de cosas contrarias a ellos mismos. Dice: «Si no hubiesen sido sinceros, sino que hubiesen escrito inventos, nunca hubiesen relatado las nega¬ciones de Pedro y la cobardía de los discípulos (ellos mismos). Pues nadie hubiese podido contarlo si ellos no lo hubiesen con¬tado» (Orígenes n. 519). Y san Juan Crisóstomo saca su argu¬mentación precisamente de las mismas diferencias o disensio¬nes de sus narraciones: «Repetidas veces los evangelistas se hallan divergentes entre sí. Esto mismo es un gran argumento de su verdad. Porque si en todo hubiesen sido absolutamente iguales, con respecto a lugares, tiempo y las mismas palabras del Señor, ningún enemigo les hubiese creído, sino que hubie¬sen tomado tal uniformidad por signo de previo acuerdo, y señal de falta de sinceridad» (n. 1.170). Son argumentos capaces de hacer pensar a los negadores de todo. (…)
Tenemos, pues, así ante nosotros el enorme peso de una tradición secular de la Iglesia, que desde nuestros días nos lleva hasta los de los apóstoles en la conservación y transmi¬sión de los evangelios sobre los hechos y dichos de Jesús. (…) La Iglesia actual me lleva hasta la Iglesia primitiva, la Iglesia primitiva me lleva a la Iglesia apostólica, la Iglesia apostólica me sitúa con los testigos directos de los sucesos. (…)
«Marción —dice san Ireneo como reproche— cortando cosas del evangelio de Lucas, per¬suadió a sus secuaces de que él era más verdadero que los apóstoles, y transmitió sólo una parte del evangelio» (n. 195). y Agustín reprende así a Fausto maniqueo: «Decid claramen¬te que vosotros no creéis el evangelio de Cristo pues vosotros, los que creéis lo que queréis en el evangelio, y no creéis lo que no queréis, más bien os creéis a vosotros mismos que al evangelista» (n. 1.598). ¿No podría ser este grave reproche di¬rigido hoy a los múltiples desmitologizadores que se dicen creyentes? No aceptan que creamos a los evangelistas, pero quieren que les creamos a ellos.
La Iglesia en su transmisión, en cambio, no ha aceptado nunca el cambio de nada de lo que fue escrito y confiado a su fidelidad, ni del sentido de los textos. Por eso tenemos en la tradición una seguridad firme de lo que la misma iglesia apos¬tólica creía y entendía. Y ellos eran los testigos. Tenemos mu¬chos testimonios de esta fidelidad insobornable. Es el propio libro del Apocalipsis el que amenaza al que se atreva a querer cambiar los escritos, y se puede entender que lo extiende a todos los libros sagrados. Dice:
«Advierto a todo el que escuche las palabras proféticas de este libro. Si alguno añade algo sobre esto, Dios echará sobre él las plagas que se describen en este libro. Y si algu¬no quita algo a las palabras de este libro profético, Dios le quitará su parte en el Árbol de la Vida y en la Ciudad san¬ta, que se describen en este libro» (Apoc. 22,18-19).
Palabras severas, ni añadir ni quitar nada. Tal es la consigna de toda la tradición, ya desde el AT (cfr. Deut. 4,2). (…)
Casi por el mismo tiempo dice el escrito antiquísimo (c. año 100) de la Doctrina de los apóstoles o Didajé (enseñanza): «No abandones los mandatos del Señor, y guardarás lo que has reci¬bido, sin añadir ni quitar nada» (n. 2). El patriarca de los mon¬jes san Basilio en Oriente, dirá en el siglo iv, con este mismo espíritu «Manifiesta caída de la fe es y acusación de soberbia, o el quitar algo a lo escrito o añadirle algo» (n. 972). (…)
Y así llega a la célebre fórmula definitiva acerca del sentido de la explicación de la fe en la Iglesia:
«Enseña lo mismo que aprendiste, de modo que cuando digas de manera nueva no digas cosas nuevas... Crezca la ciencia, pero siempre manteniendo la misma verdad, el mis¬mo sentido, el mismo parecer (in eodem dogmate, eodem sensu, eadem sententia» (n. 2.173-74).
¿Cómo no recibir con confianza total las aguas de este río de la tradición que conservan esa limpieza inicial? Tal es la verdad del evangelio en la Iglesia.
Todo esto nos lleva, dejando correr los años, a establecer ese gran río de amplia corriente que es la tradición de la Iglesia (…)que se mantiene intacta, pero recorre las riberas florecidas de un creciente conocimiento que la fe de los si¬glos aporta con la luz del Espíritu.
Es un hecho que no se puede negar que la Iglesia de nues¬tros días, como un formidable coro humano de dimensiones planetarias, atribuye los documentos que nos ocupan a fuentes apostólicas contemporáneas de Jesús, las epístolas a Pablo y a Pedro (al menos la primera, y aun la segunda), a Juan y otros apóstoles. Y de modo concreto los evangelios a Mateo, Marcos Lucas y Juan. (…). El hecho es que basta abrir cualquier biblia no sólo católica, sino simplemente cristiana, para hallar al frente de los cuatro evangelios estos cuatro nombres como un sello de certificación: Mateo, Marcos, Lucas, Juan. ¿De dónde viene tal convicción?, esto es lo que necesariamente hay que preguntarse. Porque tales documentos tienen un autor por necesidad. Pero nadie pretende o ha pretendido jamás que tales documentos tuviesen otros autores que Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Este hecho, impuesto por sí mismo en la tradición, necesita razón de ser.
¿Cuál puede ser ésta? Sólo puede hallarse una: los documen¬tos casi desde sus primeras copias (no se olvide que durante al menos catorce siglos fueron copias manuscritas solamente) llevaban tales nombres al frente, como sello de autoría. Y en¬tonces debe afirmarse que es imposible que tal referencia desde el comienzo, y como única señalada, sea falsa. (…)
Es imposible que se atribuya en la Iglesia tan universalmen¬te y sin vacilación los cuatro documentos a origen apostólico, y que éste no exista, o que sea falso tal testimonio.
En el tesoro de la Iglesia católica brilla así con propia luz, adornada con luminosos destellos de tradición, esa joya que lla¬mamos evangelio. (…)
La tradición de los cuatro autores es universal y patente en la Iglesia. (…). Pero no estará de más recordar que, en esta tradi¬ción, siempre se atribuye al apóstol Mateo un evangelio arameo, luego perdido, y conservado solamente con el mismo nombre uno griego, del que ya hemos hablado. De los otros tres, uno es de Juan, también apóstol, y puede decir con la tradición Tertuliano que hay dos autores apóstoles y dos apos¬tólicos, Marcos y Lucas (Tertuliano, n. 339). Pero es impor¬tante señalar que la tradición advierte también claramen¬te que Marcos escribe un evangelio de Pedro, y Lucas el de Pablo, con lo que les dan también un valor apostólico, con la diferencia de que no habiendo visto Pablo al Señor, Lucas hubo de informarse personalmente en sus fuentes propias para hacer el evangelio, paulino en su inspiración y en su propaga¬ción. (…).
Frente a estos refieren que hubo muchísimos apócrifos, re¬chazados por la Iglesia y su tradición. «La Iglesia tiene sólo cuatro evangelios (…)
El argumento de la sinceridad de los evangelistas, que he¬mos utilizado, y que siempre ha sido utilizado y sigue siendo verdaderamente válido, da ocasión a algunas interesantes pre¬cisiones. Resulta elocuente el pasaje de Arnobio en el siglo IV, poco antes de terminar las persecuciones de la Iglesia (año 305). Expone así la credibilidad de los apóstoles y evangelistas: «No creéis los milagros vosotros. Pero los que los transmiten los vieron y son ciertísimos testigos. ¿Acaso vamos a pensar que los hombres de entonces eran vanos, mentirosos, estúpidos, de modo que afirmasen haber visto lo que nunca vieron y que lo que no había sucedido fueran capaces de afirmarlo con infantil desenvoltura, y esto para recibir odio y condenación pudiendo vivir tranquilos y en paz?» (n. 619). De los mismos milagros evangélicos —que son el moderno escollo de los desmitologizadores— dice Ensebio de Cesárea en su Demostración evangéli¬ca: «Si eran mentira los milagros de Cristo, y los discípulos mintiendo se hubiesen puesto de acuerdo para narrarlos, resul¬ta admirable ver cuan gran número de ellos guardaron su pacto hasta la muerte en cosas que suponen fingidas, y ni uno solo de ellos por el temor de lo sucedido a los demás se decidió a revelar su conspiración de falsedad.» (n. 666).
Orígenes acomete el punto de la sinceridad de los testigos por el lado evangélico de la narración de cosas contrarias a ellos mismos. Dice: «Si no hubiesen sido sinceros, sino que hubiesen escrito inventos, nunca hubiesen relatado las nega¬ciones de Pedro y la cobardía de los discípulos (ellos mismos). Pues nadie hubiese podido contarlo si ellos no lo hubiesen con¬tado» (Orígenes n. 519). Y san Juan Crisóstomo saca su argu¬mentación precisamente de las mismas diferencias o disensio¬nes de sus narraciones: «Repetidas veces los evangelistas se hallan divergentes entre sí. Esto mismo es un gran argumento de su verdad. Porque si en todo hubiesen sido absolutamente iguales, con respecto a lugares, tiempo y las mismas palabras del Señor, ningún enemigo les hubiese creído, sino que hubie¬sen tomado tal uniformidad por signo de previo acuerdo, y señal de falta de sinceridad» (n. 1.170). Son argumentos capaces de hacer pensar a los negadores de todo. (…)
Tenemos, pues, así ante nosotros el enorme peso de una tradición secular de la Iglesia, que desde nuestros días nos lleva hasta los de los apóstoles en la conservación y transmi¬sión de los evangelios sobre los hechos y dichos de Jesús. (…) La Iglesia actual me lleva hasta la Iglesia primitiva, la Iglesia primitiva me lleva a la Iglesia apostólica, la Iglesia apostólica me sitúa con los testigos directos de los sucesos. (…)
«Marción —dice san Ireneo como reproche— cortando cosas del evangelio de Lucas, per¬suadió a sus secuaces de que él era más verdadero que los apóstoles, y transmitió sólo una parte del evangelio» (n. 195). y Agustín reprende así a Fausto maniqueo: «Decid claramen¬te que vosotros no creéis el evangelio de Cristo pues vosotros, los que creéis lo que queréis en el evangelio, y no creéis lo que no queréis, más bien os creéis a vosotros mismos que al evangelista» (n. 1.598). ¿No podría ser este grave reproche di¬rigido hoy a los múltiples desmitologizadores que se dicen creyentes? No aceptan que creamos a los evangelistas, pero quieren que les creamos a ellos.
La Iglesia en su transmisión, en cambio, no ha aceptado nunca el cambio de nada de lo que fue escrito y confiado a su fidelidad, ni del sentido de los textos. Por eso tenemos en la tradición una seguridad firme de lo que la misma iglesia apos¬tólica creía y entendía. Y ellos eran los testigos. Tenemos mu¬chos testimonios de esta fidelidad insobornable. Es el propio libro del Apocalipsis el que amenaza al que se atreva a querer cambiar los escritos, y se puede entender que lo extiende a todos los libros sagrados. Dice:
«Advierto a todo el que escuche las palabras proféticas de este libro. Si alguno añade algo sobre esto, Dios echará sobre él las plagas que se describen en este libro. Y si algu¬no quita algo a las palabras de este libro profético, Dios le quitará su parte en el Árbol de la Vida y en la Ciudad san¬ta, que se describen en este libro» (Apoc. 22,18-19).
Palabras severas, ni añadir ni quitar nada. Tal es la consigna de toda la tradición, ya desde el AT (cfr. Deut. 4,2). (…)
Casi por el mismo tiempo dice el escrito antiquísimo (c. año 100) de la Doctrina de los apóstoles o Didajé (enseñanza): «No abandones los mandatos del Señor, y guardarás lo que has reci¬bido, sin añadir ni quitar nada» (n. 2). El patriarca de los mon¬jes san Basilio en Oriente, dirá en el siglo iv, con este mismo espíritu «Manifiesta caída de la fe es y acusación de soberbia, o el quitar algo a lo escrito o añadirle algo» (n. 972). (…)
Y así llega a la célebre fórmula definitiva acerca del sentido de la explicación de la fe en la Iglesia:
«Enseña lo mismo que aprendiste, de modo que cuando digas de manera nueva no digas cosas nuevas... Crezca la ciencia, pero siempre manteniendo la misma verdad, el mis¬mo sentido, el mismo parecer (in eodem dogmate, eodem sensu, eadem sententia» (n. 2.173-74).
¿Cómo no recibir con confianza total las aguas de este río de la tradición que conservan esa limpieza inicial? Tal es la verdad del evangelio en la Iglesia.
4. La comprobación arqueológica actual
Tenemos finalmente un último capítulo de argumentación en favor de la fidelidad histórica de los relatos evangélicos. (…)
Tenemos finalmente un último capítulo de argumentación en favor de la fidelidad histórica de los relatos evangélicos. (…)
a) Los lugares bíblicos
En el terreno judío, el próximo a nuestros hechos, ¿no he¬mos hallado en este siglo los testimonios del «monasterio» ju¬dío de Qumrán? ¿No está perfectamente localizado el Templo de Jerusalén, cuyo muro de las Lamentaciones y el pináculo erguido sobre el Cedrón proclaman la gran verdad de su exis¬tencia? Las caballerizas de Salomón, la tumba de Absalón, las ruinas de Macheronte... o el antiguo ziggurat o torre religiosa de Babel, en Babilonia, así como las ruinas excavadas de Jericó. El conocido libro de Werner Keller, Y la Biblia tenía ra¬zón, Barcelona, 1977, 15 edic, pone al alcance del público nu¬merosos hallazgos arqueológicos del AT y del NT (…)
El dedo de la tradición ve¬nerable ha designado con seguridad total los lugares más im¬portantes para el cristianismo: el Calvario y el Sepulcro.
Sabemos además que la geografía preserva muchos sitios sin cambio alguno: el lago de Genesaret o las montañas de Galilea, el Tabor y Ain Karim. Pero la más cierta y segura tradición ha ido a reposar con su peso de segura e imborrable memoria sobre tres lugares: Belén, el Calvario, el Sepulcro. Y junto a ellos, el Templo, Getsemaní, la tumba de María, la gehena del valle, la torre de David.
En el terreno judío, el próximo a nuestros hechos, ¿no he¬mos hallado en este siglo los testimonios del «monasterio» ju¬dío de Qumrán? ¿No está perfectamente localizado el Templo de Jerusalén, cuyo muro de las Lamentaciones y el pináculo erguido sobre el Cedrón proclaman la gran verdad de su exis¬tencia? Las caballerizas de Salomón, la tumba de Absalón, las ruinas de Macheronte... o el antiguo ziggurat o torre religiosa de Babel, en Babilonia, así como las ruinas excavadas de Jericó. El conocido libro de Werner Keller, Y la Biblia tenía ra¬zón, Barcelona, 1977, 15 edic, pone al alcance del público nu¬merosos hallazgos arqueológicos del AT y del NT (…)
El dedo de la tradición ve¬nerable ha designado con seguridad total los lugares más im¬portantes para el cristianismo: el Calvario y el Sepulcro.
Sabemos además que la geografía preserva muchos sitios sin cambio alguno: el lago de Genesaret o las montañas de Galilea, el Tabor y Ain Karim. Pero la más cierta y segura tradición ha ido a reposar con su peso de segura e imborrable memoria sobre tres lugares: Belén, el Calvario, el Sepulcro. Y junto a ellos, el Templo, Getsemaní, la tumba de María, la gehena del valle, la torre de David.
b) La Cruz y el Título
Cuando santa Helena excavó en Jerusalén junto al Calvario, la providencia quiso que hallase las tres cruces. Sucedió un hecho extraordinario para designar con certeza la cruz del Se¬ñor, un milagro hecho en un enfermo por la cruz de Cristo y no por las de los ladrones. Pero este hallazgo de importancia in¬mensa para el sacudimiento de la veneración cristiana, cuya memoria conserva la fecha del 14 de setiembre en la liturgia romana (antes el 3 de mayo), fue acompañado por otro asom¬broso en sí mismo: el de un fragmento del título de la cruz de Cristo, el célebre INRI (Jesús Nazareno Rey de los judíos) que se puede admirar hoy en la Iglesia constantiniana de San¬ta Croce en Roma en la capilla de las reliquias de la Pasión. Este fragmento arqueológico es de particular importancia por¬que lleva en sí mismo y en su presencia propia, según lo mues¬tra su vista, la huella de su testimonio. El fragmento muestra el texto escrito en las tres lenguas evangélicas, hebreo, latín y griego (Jn. 19,20 y Le. 23,38 —prob— lo atestiguan); y, extraor¬dinaria confirmación, que, aunque el griego y el latín se escribían de izquerda a derecha, están las tres lenguas de derecha a iz¬quierda, porque así se escribía el hebreo a cuyo pueblo se pre¬sentaba la causa de la condenación. La secular vejez del trozo de madera, la tosca incisión de las letras en ella, la dirección de la escritura, todo hace ver la verdad del testimonio del his¬toriador Sócrates de Constantinopla, que atestigua en su «His¬toria eclesiástica» el hallazgo del título junto con las tres cru¬ces, por santa Helena; como testifica San Cirilo de Jerusalén, a sólo veinte años de distancia, el reparto de fragmentos de la verdadera cruz por el mundo, porque había sido hallada.
c) La Sábana Santa
Además de este testimonio venerable de la crucifixión del Señor, que Dios quiso conservar y mostrar a los hombres has¬ta nuestros días, existe otro singularmente misterioso y digno de la más alta estima, creciente cada día en los ambientes cien¬tíficos objetivamente observadores: el de la llamada Santa Síndone de Turín. El gran exegeta A. Feuillet, en La Sindone e la Scienza, 239-251 (cfr. nota 36) estima que filológicamente Jn. 20,6-7 concuerda con la Síndone. (…)
¿Cuáles son los testimonios internos que la reliquia lleva en sí misma? Estos son en alto grado sorprendentes. Bastará que los dejemos re¬ducidos a cuatro capítulos.
Primero, el del negativo fotográfico, el más decisivo de to¬dos. Solamente en nuestros días, muchos siglos por lo tanto después de existir históricamente la Síndone, ha podido des¬velarse este misterio. Resulta que las dos huellas del cuerpo impresas de rostro a pies, de nuca a talones, se hallan impre¬sas sobre el lienzo en forma negativa de fotografía, es decir el blanco en negro y el negro en blanco. Al pretender sacar una fotografía de la reliquia en 1898 por primera vez, sucedió lo asombroso: el negativo de aquella fotografía era un positivo. Apareció a los ojos del fotógrafo asombrado, y luego de ma¬nera pública, la verdad de la doble imagen: un cuerpo noble, de rostro cadavérico pero majestuoso, y en el cuerpo estaban impresas todas las señales de la pasión de Jesús según los evan¬gelios. Las heridas de los clavos crucificantes, la de la lanzada en el costado con abundancia de sangre, las de la corona de espinas en la cabeza, las huellas de los azotes en la espalda. Hasta el golpe dado a Cristo en casa de Anas por el criado adula¬dor sobre la mejilla.
Segundo, además, los admirables detalles anatómicos de la imagen: la precisión de los lugares de las heridas no en las pal¬mas sino en las muñecas, contrastando con la creencia general cuanto a las manos; la admirable precisión de las corrientes de sangre conforme a lo que pedía un cuerpo colgante de la cruz en sus movimientos, con sagacidad anatómica increíble; la perfecta nobleza del aspecto y del tipo humano palestino del siglo i. Todo ello y mil detalles más de absoluta identidad, y todo ello en la asombrosa forma de negativo, cuando todavía faltaban siglos para que fuese inventada y descubierta la técni¬ca fotográfica, y por lo mismo la noción misma del negativo, realizado aquí con perfección total, son un testimonio irrefuta¬ble de ser la huella de un cuerpo ajusticiado en cruz, envuelto en una sábana y sepultado.(…)
En tercer lugar, debemos confirmar las aserciones anterio¬res, negando que la impresión sobre la sábana sea debida a pincel humano, aunque esta prueba no era ya necesaria pro¬puesta la primera seguridad del negativo fotográfico, que nin¬gún pintor pudo producir antes del invento de la fotografía, pero lo confirma desde un nuevo ángulo. Ya que este lienzo existe con seguridad histórica documental desde el siglo xiv, y desde el siglo XII consta su existencia históricamente. (…)
Respecto de la credibilidad que el lienzo merece, creemos útil reproducir las palabras de Pío XI, Pontífice de formación científica y crítica exigente, como antiguo Prefecto de la céle¬bre Biblioteca Ambrosiana de Milán:
«Este objeto, la Sábana Santa, misterioso aún, pero cier¬tamente no de mano de hombre. Decimos misterioso, por¬que mucho misterio rodea todavía a este objeto sagrado. Pero, ciertamente, es un objeto sagrado como tal vez no hay otro. Y con seguridad, (se puede dar esto por verificado del modo más positivo, aun prescindiendo de la fe y piedad cristianas), no es ciertamente obra humana.»
Llama la atención, en su testimonio, la firmeza con que ase¬gura por tres veces su certeza de la afirmación que hace, utili¬zando por tres veces el adverbio «ciertamente», en sólo cuatro frases del testimonio.
Finalmente, en cuarto y último lugar podemos proponer las recientísimas y sorprendentes comprobaciones realizadas por científicos norteamericanos sobre fotografías de la Sábana Santa, que han resultado tridimensionales, demostrando que la impresión de la doble imagen por una sola cara del largo lien¬zo de cuatro metros y medio no es debida al contacto (lo cual ya podía preverse dada la no-deformación de la imagen del rostro especialmente, que hubiera sido agrandada si fuese por contacto, deformando el rostro en sus proporciones reales), sino que ha sido producida por una misteriosa radiación semejante a la fotográfica, pero de carácter tridimensional, como las mo¬dernas fotografías captadas por instrumentos técnicos en Mar¬te por el Vikingo.
En tal fotografía tridimensional, que no es relieve propiamen¬te, pero que sí detecta y «muestra» el relieve de los objetos, a partir de la diversa luminosidad de los puntos impresos en la sábana por sus rayos, se ha hallado un dato tan sorprendente como dos objetos redondos sobre los párpados del cadáver, con¬forme a la costumbre judía del entierro. Tales objetos parecen ser por su forma y tamaño, iguales en ambos ojos, dos mone¬das leptones, que son las acuñadas por Poncio Pilato en los años 30-31, de las que existen muestras arqueológicas. (…)
Dejamos así, en este apartado, constancia de la comproba¬ción arqueológica que a la narración evangélica ofrecen la ac¬tual existencia de la roca del Calvario, donde estuvo clavada la cruz de Jesús de Nazaret, y la hendidura de la roca en la base de la misma, así como de la existencia actual de dos documentos impresionantes de la Pasión del Señor, que son, junto con el hallazgo, históricamente cierto, de la Cruz del Señor por santa Elena, el título de la misma Cruz con la inscripción de la causa de Jesús en tres lenguas, y muy particularmente la sor¬prendente existencia de la Sábana que envolvió el cuerpo del Crucificado en la sepultura. Las pruebas de la autenticidad de la Sábana Santa según la ciencia actual pueden considerarse definitivas.
Cuando santa Helena excavó en Jerusalén junto al Calvario, la providencia quiso que hallase las tres cruces. Sucedió un hecho extraordinario para designar con certeza la cruz del Se¬ñor, un milagro hecho en un enfermo por la cruz de Cristo y no por las de los ladrones. Pero este hallazgo de importancia in¬mensa para el sacudimiento de la veneración cristiana, cuya memoria conserva la fecha del 14 de setiembre en la liturgia romana (antes el 3 de mayo), fue acompañado por otro asom¬broso en sí mismo: el de un fragmento del título de la cruz de Cristo, el célebre INRI (Jesús Nazareno Rey de los judíos) que se puede admirar hoy en la Iglesia constantiniana de San¬ta Croce en Roma en la capilla de las reliquias de la Pasión. Este fragmento arqueológico es de particular importancia por¬que lleva en sí mismo y en su presencia propia, según lo mues¬tra su vista, la huella de su testimonio. El fragmento muestra el texto escrito en las tres lenguas evangélicas, hebreo, latín y griego (Jn. 19,20 y Le. 23,38 —prob— lo atestiguan); y, extraor¬dinaria confirmación, que, aunque el griego y el latín se escribían de izquerda a derecha, están las tres lenguas de derecha a iz¬quierda, porque así se escribía el hebreo a cuyo pueblo se pre¬sentaba la causa de la condenación. La secular vejez del trozo de madera, la tosca incisión de las letras en ella, la dirección de la escritura, todo hace ver la verdad del testimonio del his¬toriador Sócrates de Constantinopla, que atestigua en su «His¬toria eclesiástica» el hallazgo del título junto con las tres cru¬ces, por santa Helena; como testifica San Cirilo de Jerusalén, a sólo veinte años de distancia, el reparto de fragmentos de la verdadera cruz por el mundo, porque había sido hallada.
c) La Sábana Santa
Además de este testimonio venerable de la crucifixión del Señor, que Dios quiso conservar y mostrar a los hombres has¬ta nuestros días, existe otro singularmente misterioso y digno de la más alta estima, creciente cada día en los ambientes cien¬tíficos objetivamente observadores: el de la llamada Santa Síndone de Turín. El gran exegeta A. Feuillet, en La Sindone e la Scienza, 239-251 (cfr. nota 36) estima que filológicamente Jn. 20,6-7 concuerda con la Síndone. (…)
¿Cuáles son los testimonios internos que la reliquia lleva en sí misma? Estos son en alto grado sorprendentes. Bastará que los dejemos re¬ducidos a cuatro capítulos.
Primero, el del negativo fotográfico, el más decisivo de to¬dos. Solamente en nuestros días, muchos siglos por lo tanto después de existir históricamente la Síndone, ha podido des¬velarse este misterio. Resulta que las dos huellas del cuerpo impresas de rostro a pies, de nuca a talones, se hallan impre¬sas sobre el lienzo en forma negativa de fotografía, es decir el blanco en negro y el negro en blanco. Al pretender sacar una fotografía de la reliquia en 1898 por primera vez, sucedió lo asombroso: el negativo de aquella fotografía era un positivo. Apareció a los ojos del fotógrafo asombrado, y luego de ma¬nera pública, la verdad de la doble imagen: un cuerpo noble, de rostro cadavérico pero majestuoso, y en el cuerpo estaban impresas todas las señales de la pasión de Jesús según los evan¬gelios. Las heridas de los clavos crucificantes, la de la lanzada en el costado con abundancia de sangre, las de la corona de espinas en la cabeza, las huellas de los azotes en la espalda. Hasta el golpe dado a Cristo en casa de Anas por el criado adula¬dor sobre la mejilla.
Segundo, además, los admirables detalles anatómicos de la imagen: la precisión de los lugares de las heridas no en las pal¬mas sino en las muñecas, contrastando con la creencia general cuanto a las manos; la admirable precisión de las corrientes de sangre conforme a lo que pedía un cuerpo colgante de la cruz en sus movimientos, con sagacidad anatómica increíble; la perfecta nobleza del aspecto y del tipo humano palestino del siglo i. Todo ello y mil detalles más de absoluta identidad, y todo ello en la asombrosa forma de negativo, cuando todavía faltaban siglos para que fuese inventada y descubierta la técni¬ca fotográfica, y por lo mismo la noción misma del negativo, realizado aquí con perfección total, son un testimonio irrefuta¬ble de ser la huella de un cuerpo ajusticiado en cruz, envuelto en una sábana y sepultado.(…)
En tercer lugar, debemos confirmar las aserciones anterio¬res, negando que la impresión sobre la sábana sea debida a pincel humano, aunque esta prueba no era ya necesaria pro¬puesta la primera seguridad del negativo fotográfico, que nin¬gún pintor pudo producir antes del invento de la fotografía, pero lo confirma desde un nuevo ángulo. Ya que este lienzo existe con seguridad histórica documental desde el siglo xiv, y desde el siglo XII consta su existencia históricamente. (…)
Respecto de la credibilidad que el lienzo merece, creemos útil reproducir las palabras de Pío XI, Pontífice de formación científica y crítica exigente, como antiguo Prefecto de la céle¬bre Biblioteca Ambrosiana de Milán:
«Este objeto, la Sábana Santa, misterioso aún, pero cier¬tamente no de mano de hombre. Decimos misterioso, por¬que mucho misterio rodea todavía a este objeto sagrado. Pero, ciertamente, es un objeto sagrado como tal vez no hay otro. Y con seguridad, (se puede dar esto por verificado del modo más positivo, aun prescindiendo de la fe y piedad cristianas), no es ciertamente obra humana.»
Llama la atención, en su testimonio, la firmeza con que ase¬gura por tres veces su certeza de la afirmación que hace, utili¬zando por tres veces el adverbio «ciertamente», en sólo cuatro frases del testimonio.
Finalmente, en cuarto y último lugar podemos proponer las recientísimas y sorprendentes comprobaciones realizadas por científicos norteamericanos sobre fotografías de la Sábana Santa, que han resultado tridimensionales, demostrando que la impresión de la doble imagen por una sola cara del largo lien¬zo de cuatro metros y medio no es debida al contacto (lo cual ya podía preverse dada la no-deformación de la imagen del rostro especialmente, que hubiera sido agrandada si fuese por contacto, deformando el rostro en sus proporciones reales), sino que ha sido producida por una misteriosa radiación semejante a la fotográfica, pero de carácter tridimensional, como las mo¬dernas fotografías captadas por instrumentos técnicos en Mar¬te por el Vikingo.
En tal fotografía tridimensional, que no es relieve propiamen¬te, pero que sí detecta y «muestra» el relieve de los objetos, a partir de la diversa luminosidad de los puntos impresos en la sábana por sus rayos, se ha hallado un dato tan sorprendente como dos objetos redondos sobre los párpados del cadáver, con¬forme a la costumbre judía del entierro. Tales objetos parecen ser por su forma y tamaño, iguales en ambos ojos, dos mone¬das leptones, que son las acuñadas por Poncio Pilato en los años 30-31, de las que existen muestras arqueológicas. (…)
Dejamos así, en este apartado, constancia de la comproba¬ción arqueológica que a la narración evangélica ofrecen la ac¬tual existencia de la roca del Calvario, donde estuvo clavada la cruz de Jesús de Nazaret, y la hendidura de la roca en la base de la misma, así como de la existencia actual de dos documentos impresionantes de la Pasión del Señor, que son, junto con el hallazgo, históricamente cierto, de la Cruz del Señor por santa Elena, el título de la misma Cruz con la inscripción de la causa de Jesús en tres lenguas, y muy particularmente la sor¬prendente existencia de la Sábana que envolvió el cuerpo del Crucificado en la sepultura. Las pruebas de la autenticidad de la Sábana Santa según la ciencia actual pueden considerarse definitivas.
NOTA ESPECIAL
La Sábana Santa de Turín (cf. notas 28-35)
a — La historia de la Sábana Santa comenzaría con el evangelio de Juan, que cuenta cómo fueron al sepulcro los apóstoles Pedro y Juan, y entrando en el monumento vieron un "sudario" o pañuelo plegado y los otros lienzos sobre la piedra. Resulta verosímil pensar que recogieron tales reli¬quias, ya que dice el mismo evangelista que al verlas "creyó" en la resu¬rrección (Jn. 20,8). En los comienzos del siglo xiii, en 1204, existe el testi¬monio del caballero cruzado Roberto de Clari, quien vio en Constantinopla según testimonia en su crónica "La Conquista de Constantinopla" (Edic. París 1924), que en el monasterio de Blanquerna estaba el lienzo de sepul¬tura de Jesús, en el que se veía su figura. En 1208 se halla en Besancon de Francia, traído por uno de los jefes de la Cruzada. Desde aquí se puede seguir su historia hasta la presencia actual en Turín, como posesión de la Casa de Saboya. Debe advertirse que ya san Braulio de Zaragoza, en el año 631, habla "del sudario que envolvió el cuerpo del Señor", y declara que aunque la Escritura no atestigüe su conservación "no se puede llamar supersticiosos a los que creen en la autenticidad de este Sudario" (Carta 42 a Tajón; PL, 80, 689). También Arculfo, peregrino en Jerusalén en el año 640, besó en Jerusalén el "sudario del Señor que fue puesto sobre su ca¬beza" (Jn. 20,7), del que dice que tenía "unos ocho pies de longitud", es decir la de nuestro Lienzo. (El pie era igual a 29,7 cm. lo que da, multipli¬cado por ocho 2,37 m. o sea aproximadamente la mitad de nuestro lienzo en longitud, pues éste tiene 4,36 x 1,10, cuya mitad en longitud es 2,18 m. La diferencia exacta: 2,37 — 2,18 = 0,19 cm. proviene de que en 1247 (Arculfo del 640) el rey del Oriente Balduino II cortó un trozo final sin imagen de la sábana (o mejor, los dos extremos del total extendido) y los envió a su primo S. Luis IX de Francia. Uno de los dos trozos lo hizo guar¬dar el santo rey en la Sainte Chapelle de París. El otro lo distribuyó divi¬dido a iglesias y monasterios. Un fragmento lo envió a la iglesia de Toledo (España), donde se conserva. Lo enviaba diciendo: "De Syndone qua Cor¬pus Ipsius sepultum fuit in Sepulchro, e thesauro imperii Constantinopolita-ni acceppi" (Ryant, Exuviae, II, 138; cf. Ricci, La Sindone Santa, Roma, 1976, p. 7-9).
b — Hoy día, después de los notables estudios fotográficos realizados so¬bre la Sábana Santa, principalmente por el fotógrafo oficial Enrié, no puede haber la menor duda sobre la existencia de un "negativo", donde los blan¬cos y negros están invertidos como en los clisés negativos fotográficos. Se pueden apreciar todas las heridas mencionadas. Como datos de interés particular citemos estos: las heridas o golpes de los azotes, se hallan repar¬tidos por todo el cuerpo (unas 120 debidas a látigos con plomo o hueso, taxillatio), de lo alto de la espalda a las piernas, y en tal dirección que las de la espalda se dirigen hacia arriba en diagonal, y las de la cintura en horizontal, mientras las de las piernas están en sentido descendente dia¬gonal. O sea como corresponde a los golpes dados con látigo por un hom¬bro a otro algo inclinado. La del costado se halla a la derecha con gran mancha de sangre, como lo exige la posición del corazón, pues si la herida estuviese a la izquierda hubiese perforado el ventrículo izquierdo del corazón, y la sangre se conserva a la muerte en la aurícula derecha, que se alcanza por la derecha precisamente, dada la inclinación en posición del corazón humano. Las heridas de las manos no están en la palma misma, sino en la muñeca, en el llamado anatómicamente "espacio de Destot", que penetra entre los huesos, permitiendo sin desgarramiento sujetar el peso del cuerpo colgado. Véase sobre todo este tema de la Sábana Santa, en la abundante bibliografía hoy de carácter también científico con una Asocia¬ción internacional para su estudio, el libro del doctor cirujano citado, Pierre Barbet, La Passion de N. S. J. Christ sélon le chirurgien, Issoudun 1950, de donde sacamos muchas notas. Una obra de experto, reciente, G. Ricci, La Sindone Santa, Roma 1976 de espléndida presentación, coincide en lo esencial.
c — El Lienzo, dice Barbet, tiene 4 metros 36 cm. de largo, y 1,10 de anchura. Han sido hallados lienzos de estructura igual en Palmira y Doura Europos en las excavaciones. Es del siglo i. En Antinoé se han encontrado piezas de la misma anchura, y de longitud mucho mayor. Respecto de los arroyos de sangre brotados de las heridas, se aprecia una admirable coin¬cidencia con la realidad de un crucificado: toda la anatomía señalada lo revela, pero especialmente la sangre caída de la herida de la mano en dos direcciones diversas, que forman el ángulo exacto que deben formar, según el cuerpo del crucificado caía o se enderezaba en sus angustias sobre la cruz. La herida de la espina de la frente en sorprendente forma de epsilon, ha marcado su desviación debida a una arruga de la frente originada por el dolor. La del costado cae en dirección vertical, y otro gran torrente en dirección horizontal, al depositar el cuerpo sobre la piedra, para embalsa¬marlo sin duda. Barbet testimonia como cirujano anatomista: "Este falsario (si lo hubiera sido), tan buen anatomista como fisiologista y artista ex¬cepcional, sería un genio manifiesto de tal envergadura, que es necesario que haya sido fabricado a posteriori" (p. 200). Se justifica el que sea pre¬cisamente el cadáver de Cristo, y no el de otro cualquier crucificado, porque sólo El tuvo corona de espinas y lanzada.
d — Barbet estudia detalladamente el problema de las huellas de sangre directamente empapada (piensa él) al reblandecerse la sangre pegada al cuer¬po con los aromas y ungüentos aplicados. Lo cual se ve claramente, y él estima la cosa de claridad deslumbradora, porque las manchas de sangre son de verdadera sangre según el color en la sábana, y no fotografías, y tienen un borde enteramente neto sin desvanecido de color, sin serum fisiológico por lo tanto, el cual desaparece cuando la sangre se ha secado sobre el cuerpo. Sólo existe este borde desvanecido en la herida abundante del costado horizontalmente caída, (emisión distinta de la producida direc¬tamente por la lanzada —In. 19.34-— que se coaguló pecho abajo): cayó verticalmente en una posición horizontal del cuerpo. ¿Por qué puede estar esta sangre sin serum? Por ser una emisión última salida del costado al cambiar el cuerpo de postura y depositarlo sobre la sábana, para embalsa¬marlo y haber así empapado la sábana estando todavía líquida, con el serum incluido. Lo que a Barbet como especialista le sorprendió fue el compro¬bar que había sangre verdadera sobre la sábana, en directo y no en im¬presión cuasi-fotográfica. Cuando la sangre sale de una herida corre pri¬mero líquida sobre el cuerpo, pero pronto se seca lo que queda pegado sobre la piel, y la nueva sangre que corre va deteniéndose y formando más grumos o coágulos de sangre secada. Tales coágulos se forman necesaria¬mente después de salir de las venas. Esto ningún pintor o artista lo prevé, pero en la sábana ha quedado impreso así, y es lo extraordinario del su¬ceso. Y así han quedado imágenes exactas de los arroyos de sangre ya secados en coágulos diversos sin serum y reblandecidos simplemente por los aromas hasta impregnar la tela. (Barbet, p. 30-33, 37-44). Recuerda Bar¬bet que, como es sabido por todo médico, contra la creencia frecuente la sangre permanece líquida dentro de las venas del cadáver durante varias horas tras la muerte, y aun es posible transfundirla a un ser vivo (p. 38). Además de en el costado, también en el pie hay una emisión post mortem líquida, que empapó la tela, y tiene serum, aparte de la coagulada de los pies en las heridas y sobre el empeine.
e — Tomamos este dato extraordinario de las "Actas" de la Conferencia de investigación sobre la Sábana Santa celebrada en Estados Unidos (Alburquerque, New México) en 23-24 marzo 1977, publicadas en el volumen "Proceedings of the 1977 United States Conference of Research on the Shrcund of Turin. (March 23-24, 1977. Alburquerque, New México, USA)", en edición de 1.000 ejemplares. En dicha investigación y conferencia partici¬paron físicos y técnicos del Laboratorio de Propulsión de Pasadena, Los Alamos, Sandia y Fuerza Aérea de Estados Unidos, a título privado. Uti¬lizaron técnicas recientes que requieren nuevos medidores de luz de las fotografías, que han servido para las obtenidas de Marte por el Vikingo, y otras técnicas. El dato de los leptones, sorpresa para todos los conoce¬dores de la Sábana Santa, que hasta ahora no los habían podido detectar, por asemejar en la fotografía ordinaria a ojos como abiertos, cosa extraña que llama la atención en ella, se halla estudiado en el artículo: "The Three Dimensionel Image on Jesús Burial Cloth", by John P. Jackson, Eric J. Jumper, Bill Mottern, Kenneth E. Stevenson, en su apartado "C — Im-plications to Archeology", p. 89-91. Se hace en dicho pasaje un fino aná¬lisis de las posibilidades existentes para la causa de la imagen percibida de los dos objetos redondos en relieve sobre ambos ojos, y se viene a la con¬clusión de ser la única causa aceptable la de dos monedas sobre los ojos, conforme a la costumbre judía ya mencionada por los especialistas en cos¬tumbres judías. Coincide con el tamaño y forma de dichos objetos el lep-tón de Pilato, pequeña moneda de la que habla el evangelio en el óbolo de la viuda (Le. 23,50), y que al ser aceptable como moneda para el tesoro del Templo pudo ser utilizado sin reparo por José de Arimatea en el en¬tierro del cadáver. En cambio el denario de Tiberio sería desproporcionado a dichos objetos. Asombra el minucioso cuidado técnico mostrado por los operadores en la aplicación de técnicas fotográficas, de mediciones de luz, de reposición sobre cuerpo vivo semejante de las marcas sangrientas de la sábana (en copia, naturalmente). Una nueva era para el estudio de la Sá¬bana ha comenzado, sin duda, toda favorable y sorprendente. Como im¬portantes vulgarizaciones de los temas de la Sábana Santa, con notable competencia, pueden verse: Carreño J. L., El último reportero (es el "re¬portaje gráfico" de la Sábana), Pamplona 1977; y M. Corsini, El Sudario de Cristo, Madrid 1976. En esta última obra hallamos citado (p. 52) un testimonio de S. Juan Damasceno (siglo vm), quien recuerda estos tres ob¬jetos de veneración: La Cruz, el Sepulcro, y la Sábana Santa (al parecer, entonces en Constantinopla): De imaginibus oratio, III, en PG, 146, 1.354.
f — Los físicos y técnicos de la Conferencia dicha han estudiado primordialmente la fotografía del cadáver, que ofrece la Sábana, y sus marcas sangrientas. Pero, entre las conclusiones que sacan se adivina ya que puede haber ocasión a la sugerencia de un fenómeno de radiación extraordinario. y no conocido naturalmente, en el cadáver, que sería la Resurrección. Se puede afirmar que la impresión de la doble figura (facial, dorsal, inte¬gras) opuesta por las cabezas, y grabando sólo la "cara interna" de la Sá¬bana sobre el cadáver, no es debida al contacto directo, ni siquiera, al pa¬recer, en las mismas manchas de sangre grabadas, por decirlo así, a fuego y en vivo. La impresión sugiere una radiación, al modo de la fotográfica, pero de otra naturaleza. Sobre esta afirmación de la Resurrección, modesta y científicamente, los físicos solamente dicen en toda la obra esta frase, que puede por lo demás ser suficiente: "Perhaps one day this can be done (a non-destructive testing of the Shroud by a special photograph), and we will be one step closer in understanding the origin of the fascinating image on the Shroud, an image which might, even be a key in understan-ting the phenomenal aspects of Resurrection" (Cf. "Computer related in-vestigations of the Holy Shroud, by E. Jumper, J. Jackson and Don Devan", p. 214). Sólo esta referencia, pero es suficiente, pues es de esperar que tal investigación sobre especial fotografía se haga pronto, quizá con ocasión del Congreso de 1978, en Turín, y pueda obtenerse "una clave para en¬tender los aspectos fenoménicos de la Resurrección".
g — Diré una palabra de un libro que acaba de aparecer, no de carácter científico, sobre el tema. J. J. Benítez, periodista, ha escrito El En¬viado, dic. 1979, Esplugas de Llobregat, Barcelona. Tiene el libro, en forma todo él de reportajes, dos partes claramente diversas. Una primera sobre la Sábana Santa, que, aunque sin ninguna nota de referencia, se puede decir que está informado correctamente (excepto en un detalle bastante resaltado, que no creo sea correcto y ha debido ser originado quizá por confusión). En cambio, la segunda parte sobre actuación de "extraterres-tres y Ovnis" en el evangelio entra claramente en un terreno fantástico. El propio autor distingue en sus conclusiones entre lo primero "de mano de la ciencia", y lo segundo, que es lo que "la voz de mi corazón y mis in¬vestigaciones (de Ovnis)" le dicen (p. 239-240). En cuanto a la fingida en¬trevista final con Jesús de Nazaret discurre por unas ideas originales y propias, que se acercan más a las de las reencarnaciones orientales que a las de la Iglesia católica respecto al fin del hombre. He dicho esto, porque soy citado en el libro como informador del autor, en la lista de agrade¬cimiento, al parecer en materia teológica; ello ha sido p. e. en cuanto a la fecha del nacimiento de Jesús y algún otro punto, pero no naturalmente en cuanto a estas otras ideas, que no conocía. El libro está escrito con el ágil estilo del autor, que atrae el interés del lector. Y noblemente confiesa cómo ha vuelto a acercarse a Jesús de Nazaret, a quien había olvidado (p. 15). Ojalá su escrito acerque a otros también a Jesús, y en El a su Iglesia. Esto último es también necesario para la verdadera fe
b — Hoy día, después de los notables estudios fotográficos realizados so¬bre la Sábana Santa, principalmente por el fotógrafo oficial Enrié, no puede haber la menor duda sobre la existencia de un "negativo", donde los blan¬cos y negros están invertidos como en los clisés negativos fotográficos. Se pueden apreciar todas las heridas mencionadas. Como datos de interés particular citemos estos: las heridas o golpes de los azotes, se hallan repar¬tidos por todo el cuerpo (unas 120 debidas a látigos con plomo o hueso, taxillatio), de lo alto de la espalda a las piernas, y en tal dirección que las de la espalda se dirigen hacia arriba en diagonal, y las de la cintura en horizontal, mientras las de las piernas están en sentido descendente dia¬gonal. O sea como corresponde a los golpes dados con látigo por un hom¬bro a otro algo inclinado. La del costado se halla a la derecha con gran mancha de sangre, como lo exige la posición del corazón, pues si la herida estuviese a la izquierda hubiese perforado el ventrículo izquierdo del corazón, y la sangre se conserva a la muerte en la aurícula derecha, que se alcanza por la derecha precisamente, dada la inclinación en posición del corazón humano. Las heridas de las manos no están en la palma misma, sino en la muñeca, en el llamado anatómicamente "espacio de Destot", que penetra entre los huesos, permitiendo sin desgarramiento sujetar el peso del cuerpo colgado. Véase sobre todo este tema de la Sábana Santa, en la abundante bibliografía hoy de carácter también científico con una Asocia¬ción internacional para su estudio, el libro del doctor cirujano citado, Pierre Barbet, La Passion de N. S. J. Christ sélon le chirurgien, Issoudun 1950, de donde sacamos muchas notas. Una obra de experto, reciente, G. Ricci, La Sindone Santa, Roma 1976 de espléndida presentación, coincide en lo esencial.
c — El Lienzo, dice Barbet, tiene 4 metros 36 cm. de largo, y 1,10 de anchura. Han sido hallados lienzos de estructura igual en Palmira y Doura Europos en las excavaciones. Es del siglo i. En Antinoé se han encontrado piezas de la misma anchura, y de longitud mucho mayor. Respecto de los arroyos de sangre brotados de las heridas, se aprecia una admirable coin¬cidencia con la realidad de un crucificado: toda la anatomía señalada lo revela, pero especialmente la sangre caída de la herida de la mano en dos direcciones diversas, que forman el ángulo exacto que deben formar, según el cuerpo del crucificado caía o se enderezaba en sus angustias sobre la cruz. La herida de la espina de la frente en sorprendente forma de epsilon, ha marcado su desviación debida a una arruga de la frente originada por el dolor. La del costado cae en dirección vertical, y otro gran torrente en dirección horizontal, al depositar el cuerpo sobre la piedra, para embalsa¬marlo sin duda. Barbet testimonia como cirujano anatomista: "Este falsario (si lo hubiera sido), tan buen anatomista como fisiologista y artista ex¬cepcional, sería un genio manifiesto de tal envergadura, que es necesario que haya sido fabricado a posteriori" (p. 200). Se justifica el que sea pre¬cisamente el cadáver de Cristo, y no el de otro cualquier crucificado, porque sólo El tuvo corona de espinas y lanzada.
d — Barbet estudia detalladamente el problema de las huellas de sangre directamente empapada (piensa él) al reblandecerse la sangre pegada al cuer¬po con los aromas y ungüentos aplicados. Lo cual se ve claramente, y él estima la cosa de claridad deslumbradora, porque las manchas de sangre son de verdadera sangre según el color en la sábana, y no fotografías, y tienen un borde enteramente neto sin desvanecido de color, sin serum fisiológico por lo tanto, el cual desaparece cuando la sangre se ha secado sobre el cuerpo. Sólo existe este borde desvanecido en la herida abundante del costado horizontalmente caída, (emisión distinta de la producida direc¬tamente por la lanzada —In. 19.34-— que se coaguló pecho abajo): cayó verticalmente en una posición horizontal del cuerpo. ¿Por qué puede estar esta sangre sin serum? Por ser una emisión última salida del costado al cambiar el cuerpo de postura y depositarlo sobre la sábana, para embalsa¬marlo y haber así empapado la sábana estando todavía líquida, con el serum incluido. Lo que a Barbet como especialista le sorprendió fue el compro¬bar que había sangre verdadera sobre la sábana, en directo y no en im¬presión cuasi-fotográfica. Cuando la sangre sale de una herida corre pri¬mero líquida sobre el cuerpo, pero pronto se seca lo que queda pegado sobre la piel, y la nueva sangre que corre va deteniéndose y formando más grumos o coágulos de sangre secada. Tales coágulos se forman necesaria¬mente después de salir de las venas. Esto ningún pintor o artista lo prevé, pero en la sábana ha quedado impreso así, y es lo extraordinario del su¬ceso. Y así han quedado imágenes exactas de los arroyos de sangre ya secados en coágulos diversos sin serum y reblandecidos simplemente por los aromas hasta impregnar la tela. (Barbet, p. 30-33, 37-44). Recuerda Bar¬bet que, como es sabido por todo médico, contra la creencia frecuente la sangre permanece líquida dentro de las venas del cadáver durante varias horas tras la muerte, y aun es posible transfundirla a un ser vivo (p. 38). Además de en el costado, también en el pie hay una emisión post mortem líquida, que empapó la tela, y tiene serum, aparte de la coagulada de los pies en las heridas y sobre el empeine.
e — Tomamos este dato extraordinario de las "Actas" de la Conferencia de investigación sobre la Sábana Santa celebrada en Estados Unidos (Alburquerque, New México) en 23-24 marzo 1977, publicadas en el volumen "Proceedings of the 1977 United States Conference of Research on the Shrcund of Turin. (March 23-24, 1977. Alburquerque, New México, USA)", en edición de 1.000 ejemplares. En dicha investigación y conferencia partici¬paron físicos y técnicos del Laboratorio de Propulsión de Pasadena, Los Alamos, Sandia y Fuerza Aérea de Estados Unidos, a título privado. Uti¬lizaron técnicas recientes que requieren nuevos medidores de luz de las fotografías, que han servido para las obtenidas de Marte por el Vikingo, y otras técnicas. El dato de los leptones, sorpresa para todos los conoce¬dores de la Sábana Santa, que hasta ahora no los habían podido detectar, por asemejar en la fotografía ordinaria a ojos como abiertos, cosa extraña que llama la atención en ella, se halla estudiado en el artículo: "The Three Dimensionel Image on Jesús Burial Cloth", by John P. Jackson, Eric J. Jumper, Bill Mottern, Kenneth E. Stevenson, en su apartado "C — Im-plications to Archeology", p. 89-91. Se hace en dicho pasaje un fino aná¬lisis de las posibilidades existentes para la causa de la imagen percibida de los dos objetos redondos en relieve sobre ambos ojos, y se viene a la con¬clusión de ser la única causa aceptable la de dos monedas sobre los ojos, conforme a la costumbre judía ya mencionada por los especialistas en cos¬tumbres judías. Coincide con el tamaño y forma de dichos objetos el lep-tón de Pilato, pequeña moneda de la que habla el evangelio en el óbolo de la viuda (Le. 23,50), y que al ser aceptable como moneda para el tesoro del Templo pudo ser utilizado sin reparo por José de Arimatea en el en¬tierro del cadáver. En cambio el denario de Tiberio sería desproporcionado a dichos objetos. Asombra el minucioso cuidado técnico mostrado por los operadores en la aplicación de técnicas fotográficas, de mediciones de luz, de reposición sobre cuerpo vivo semejante de las marcas sangrientas de la sábana (en copia, naturalmente). Una nueva era para el estudio de la Sá¬bana ha comenzado, sin duda, toda favorable y sorprendente. Como im¬portantes vulgarizaciones de los temas de la Sábana Santa, con notable competencia, pueden verse: Carreño J. L., El último reportero (es el "re¬portaje gráfico" de la Sábana), Pamplona 1977; y M. Corsini, El Sudario de Cristo, Madrid 1976. En esta última obra hallamos citado (p. 52) un testimonio de S. Juan Damasceno (siglo vm), quien recuerda estos tres ob¬jetos de veneración: La Cruz, el Sepulcro, y la Sábana Santa (al parecer, entonces en Constantinopla): De imaginibus oratio, III, en PG, 146, 1.354.
f — Los físicos y técnicos de la Conferencia dicha han estudiado primordialmente la fotografía del cadáver, que ofrece la Sábana, y sus marcas sangrientas. Pero, entre las conclusiones que sacan se adivina ya que puede haber ocasión a la sugerencia de un fenómeno de radiación extraordinario. y no conocido naturalmente, en el cadáver, que sería la Resurrección. Se puede afirmar que la impresión de la doble figura (facial, dorsal, inte¬gras) opuesta por las cabezas, y grabando sólo la "cara interna" de la Sá¬bana sobre el cadáver, no es debida al contacto directo, ni siquiera, al pa¬recer, en las mismas manchas de sangre grabadas, por decirlo así, a fuego y en vivo. La impresión sugiere una radiación, al modo de la fotográfica, pero de otra naturaleza. Sobre esta afirmación de la Resurrección, modesta y científicamente, los físicos solamente dicen en toda la obra esta frase, que puede por lo demás ser suficiente: "Perhaps one day this can be done (a non-destructive testing of the Shroud by a special photograph), and we will be one step closer in understanding the origin of the fascinating image on the Shroud, an image which might, even be a key in understan-ting the phenomenal aspects of Resurrection" (Cf. "Computer related in-vestigations of the Holy Shroud, by E. Jumper, J. Jackson and Don Devan", p. 214). Sólo esta referencia, pero es suficiente, pues es de esperar que tal investigación sobre especial fotografía se haga pronto, quizá con ocasión del Congreso de 1978, en Turín, y pueda obtenerse "una clave para en¬tender los aspectos fenoménicos de la Resurrección".
g — Diré una palabra de un libro que acaba de aparecer, no de carácter científico, sobre el tema. J. J. Benítez, periodista, ha escrito El En¬viado, dic. 1979, Esplugas de Llobregat, Barcelona. Tiene el libro, en forma todo él de reportajes, dos partes claramente diversas. Una primera sobre la Sábana Santa, que, aunque sin ninguna nota de referencia, se puede decir que está informado correctamente (excepto en un detalle bastante resaltado, que no creo sea correcto y ha debido ser originado quizá por confusión). En cambio, la segunda parte sobre actuación de "extraterres-tres y Ovnis" en el evangelio entra claramente en un terreno fantástico. El propio autor distingue en sus conclusiones entre lo primero "de mano de la ciencia", y lo segundo, que es lo que "la voz de mi corazón y mis in¬vestigaciones (de Ovnis)" le dicen (p. 239-240). En cuanto a la fingida en¬trevista final con Jesús de Nazaret discurre por unas ideas originales y propias, que se acercan más a las de las reencarnaciones orientales que a las de la Iglesia católica respecto al fin del hombre. He dicho esto, porque soy citado en el libro como informador del autor, en la lista de agrade¬cimiento, al parecer en materia teológica; ello ha sido p. e. en cuanto a la fecha del nacimiento de Jesús y algún otro punto, pero no naturalmente en cuanto a estas otras ideas, que no conocía. El libro está escrito con el ágil estilo del autor, que atrae el interés del lector. Y noblemente confiesa cómo ha vuelto a acercarse a Jesús de Nazaret, a quien había olvidado (p. 15). Ojalá su escrito acerque a otros también a Jesús, y en El a su Iglesia. Esto último es también necesario para la verdadera fe