Petit, con ocasión del centenario del fallecimiento de León XIII, en un artículo publicado en Cristiandad, hace un repaso sintético del pontificado del gran Papa, en concreto, en relación con la cuestión del liberalismo que nos ocupa ahora, comenta tres encíclicas, Diuturnum illud, Inmortale Dei y Libertas, las que afirma contener de forma sintética toda la enseñanza del Magisterio de la Iglesia sobre el pensamiento político cristiano.
Antes de comenzar exponiendo la doctrina del liberalismo en la Encíclica “Libertas” de León XIII, a modo de introducción, conviene tener presente el siguiente artículo de Petit.
La constitución cristiana del Estado en la enseñanza de León XIII
JOSÉ Mª PETIT SULLÁ
LEÓN XIII ha sido calificado como el papa de la «cuestión social», pero hay que entender por tal, sobre todo, el pensamiento político cristiano que desarrolló más que ningún otro. Es muy oportuno, en el año de su centenario, exponer el magisterio que nos legó acerca de la constitución cristiana del Estado y los más señalados errores del liberalismo acerca de la misma cuestión.
En la enseñanza del Pontífice la globalidad de la cuestión fue desarrollada en tres etapas con sendas encíclicas que constituyen, sin embargo, un todo unitario:
1) En 1881 enseñó que el origen del poder civil no es otro que Dios, único Señor de todos y cada uno de los hombres, creador así de cada hombre individual como de cada comunidad humana;
2) En 1885, que la constitución cristiana de los estados, esto es, la relación entre el poder religioso y el poder civil en la sociedad humana, implica la distinción pero no la separación de ambos, pues la Iglesia es como el alma del cuerpo social, sin la cual éste no tiene vida y ningún hombre puede con facilidad alcanzar su fin superior;
3) Finalmente, en 1888 que el verdadero uso de la libertad supone someterse racional y libremente a la verdad y al bien a los cuales el entendimiento y la libre voluntad siguen y, por tanto, no puede aceptar el dogma esencial del liberalismo -del que toma nombre dicho sistema- de que la libertad no tiene por encima ninguna ley ni ninguna sujeción a la verdad, de donde el error liberal de sostener la libertad de cultos, de pensamiento y expresión, de enseñanza y de conciencia. Acerca de estas cuestiones puede tener que haber tolerancia, como mal menor, pero no propiamente derecho.
Entre las tres encíclicas se expresa la totalidad del pensamiento cristiano acerca de la sociedad política y aunque hay mucha implicación entre ellas -y aún repetición de ideas centrales- es conveniente atender a ellas por separado. Estas enseñanzas leoninas mantienen su plena vigencia a pesar de que resulten ahora literalmente «inauditas», por su falta de conocimiento pero, quien se toma el trabajo de leerlas con detenimiento, advierte en seguida la profundidad de sus principios y el rigor de sus razonamientos.
La primera tesis, la del origen del poder, es simplemente dogmática y nadie la podrá nunca cambiar. En este sentido, por ejemplo, y aunque el tema no fue directamente abordado por el Concilio Vaticano II, en el «Mensaje del Concilio a la humanidad», redactado al fin del mismo, y en el apartado dedicado a los gobernantes, se les dice valientemente -y en contra del pretendido dogma de la soberanía popular- que «Sólo Dios es la fuente de vuestra autoridad y el fundamento de vuestras leyes». Ahora bien, esta es la esencia de la doctrina contenida en la encíclica Diuturnum illud, de León XIII.
La segunda tesis, la de la relación entre la Iglesia y el Estado, expresa el ideal de una sociedad cristiana a la que si hoy no se llega, en casi ninguna parte, no es porque haya caducado esta doctrina sino por obstinación del poder político que quiere ser un poder absoluto sin la limitación que le impone los «derechos superiores de Dios», como dice el Concilio Vaticano II. Sin embargo, alguien podría pensar que la Iglesia postconciliar tiene por norma evidente la separación entre el orden civil que ejerce el Estado y el orden religioso que enseña la Iglesia, siendo la religión una cuestión exclusivamente privada sin presencia social. Pero la constancia de la doctrina tradicional que expresó magistralmente León XIII está presente, nada menos, que en el documento fundamental del Concilio Vaticano II, la Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium donde, fundándose en esta encíclica leonina, se enseña: «Porque así como ha de reconocerse que la ciudad terrena, justamente entregada a las preocupaciones del siglo, se rige por principios propios, con la misma razón se debe rechazar la funesta doctrina que pretende construir la sociedad prescindiendo en absoluto de la religión» (L.G., n. 36). La doctrina que pretende organizar la sociedad sin la religión es calificada de «funesta». A este respecto cita precisamente la encíclica Inmortale Dei, así como la encíclica también leonina Sapientiae christianae. En un sentido muy semejante la doctrina de la relación entre la Iglesia y el Estado la hallamos, precisamente, en la Declaración sobre libertad religiosa Dignitatis humanae, donde leemos: «Además los actos religiosos con los que el hombre, en virtud de su íntima convicción, se ordena privada y públicamente a Dios, trascienden por su naturaleza el orden terrestre y temporal. Por consiguiente, el poder civil, cuyo fin propio es cuidar el bien común temporal, debe reconocer ciertamente la vida religiosa de los ciudadanos y favorecerla, pero hay que afirmar que excedería sus límites si pretendiera dirigir o impedir los actos religiosos» (n. 3). Pocos católicos saben que el Concilio ha dicho, en la Declaración sobre libertad religiosa, que el Estado debe «favorecer la religión» y es bueno recordar ahora en el centenario de León XIII que este texto está literalmente tomado del párrafo 3 de la encíclica Inmortale Dei.
En cuanto a la tercera tesis, es indiscutible el planteamiento filosófico previo -totalmente tomista- que hace el Papa acerca de la verdadera naturaleza de la libertad y, a este respecto, no es ocioso recordar que la doctrina de santo Tomás sigue siendo la especulación que, al servicio de la fe, se enseña en la Iglesia, tal como lo prescribe el mismo Concilio en el Decreto Optatam totius (n. 16). Sigue siendo verdad que sólo una doctrina que afirme la espiritualidad del alma del hombre puede afirmar con fundamento que el hombre tiene libre arbitrio.
En cuanto al contenido mismo del delicado tema de las «libertades», en un mundo en donde se cree que la libertad absoluta es el dogma fundamental así de la política como de la religión, es hoy también muy necesario recordar que la libertad ha de estar al servicio de la verdad y del bien, como dice el Concilio Vaticano II, y no puede ser ella misma la única norma de conducta. Desde luego no puede argumentarse que la Iglesia haya desarrollado otra doctrina distinta de la de León XIII. En efecto, en la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, hablando de la conciencia culpable se hacen varias referencias explícitas a las fáciles deformaciones en el uso de la libertad. Así enseña que «nuestros contemporáneos, con frecuencia, la fomentan de forma depravada como si fuese pura licencia para hacer cualquier cosa, con tal que deleite, aunque sea mala»... La libertad, sigue diciendo el Concilio, don divino, ha sido dada «para que el hombre busque espontáneamente a su Creador»... Y añade que «La libertad humana, herida por el pecado, para dar la máxima eficacia a esta ordenación a Dios ha de apoyarse necesariamente en la gracia de Dios» (n. 17), que es precisamente la tesis que podemos leer en el primer párrafo de la encíclica Libertas de León XIII. Ahora bien, si la gracia «es necesaria» para apoyar la libertad es que es falso el principio liberal del naturalismo tan enérgicamente condenado en la encíclica leonina. La cuestión más delicada de todas es la de la libertad de conciencia. Ahora bien, esta libertad no puede ser absoluta porque la conciencia puede ser también culpable. Ello acontece «cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien y la conciencia se va progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado» (n. 16).
Podemos concluir este preámbulo comparativo, recordando lo que se dice en el mismo comienzo de la mencionada Declaración sobre libertad religiosa del Concilio Vaticano II, acerca de la relación entre la sociedad política y la Iglesia católica. Dicho texto sirve de pórtico inmediato a nuestra exposición de la doctrina de León XIII. «Como la libertad religiosa que los hombres exigen para el cumplimiento de su obligación de rendir culto a Dios se refiere a la inmunidad de coacción en la sociedad civil, deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo» (Dignitatis humanae, n. 1). Recuerda, pues, esta Declaración que hay una sola religión verdadera respecto a la cual la Iglesia mantiene la misma doctrina que llama «tradicional» porque fue sostenida por una serie de pontífices, en particular Gregorio XVI, el beato Pío IX y, por lo que ahora nos interesa, por el gran León XIII. La relación entre la enseñanza de León XIII y el Concilio es evidente pues, como ex¬presión de esta doctrina tradicional que el Concilio deja íntegra, se citan las encíclicas de León XIII, Libertas, Inmortale Dei y su carta Officio santissimo de 1887. Es también digno de mención que el Catecismo de la Iglesia Católica (1992) cita justamente estas tres encíclicas de León XIII, porque forman un cuerpo doctrinal homogéneo y de perenne actualidad. A este respecto se han de releer los números 2105-2109 donde se cita la encíclica Libertas praestantissimum de León XIII -así como a Pío XII-para recordar que «El derecho a la libertad religiosa no es ni la permisión moral de adherirse al error ni un supuesto derecho al error» (n. 2108).
Para ver de modo sintético la doctrina acerca de estas tres materias trata las correspondientes encíclicas en las que se trata sistemáticamente estas importantísimas cuestiones. Las encíclicas: Diuturnum illud, Inmortale Dei y Libertas praestantissimum. En realidad, las tres encíclicas están contenidas en la segunda de ellas, Inmortale Dei, pues al tratar de la constitución cristiana de los estados se recuerda que un Estado cristianamente constituido asume la verdad del origen del poder como su primer fundamento, se manifiesta en la ordenada relación entre la Iglesia y el Estado y se concluye en la negación de las falsas libertades que el liberalismo proclama.
Encíclica “Libertas”
El fundamento de la verdadera libertad y la ley
La verdadera noción de libertad implica la naturaleza racional y su mayor dignidad consiste en hacer un buen uso de la misma. Jesucristo, restaurador del género humano nos dio su doctrina para hacer posible este uso correcto de la libertad. Creer que la Iglesia es enemiga de la libertad es tener una idea errónea y adulterada de la misma.
La encíclica que pasamos a exponer presenta cierta extensión en la medida en que hay en ella toda una explicación del verdadero concepto de libertad. Su lectura completa es muy recomendable por la articulación sistemática -fundada en santo Tomás- del tema a tratar. No es fácil entender lo que es la libertad, en tanto que libre arbitrio. Se ha de recordar que sólo la Iglesia católica defendió el libre arbitrio de los hombres frente a las herejías protestante y jansenista. A partir de esta correcta noción de libertad se ha de pensar hasta dónde ha de llegar la libertad de coacción, que ha de ser regulada, sea por la misma voluntad que se somete libremente a la verdad, sea por la coacción del poder legítimo que ha de evitar la transgresión de la justa ley. Ello obliga a tratar también el verdadero concepto de ley, cuyo fundamento inmediato es la ley natural, verdadera ley dada por Dios a cada hombre.
Las «novedades» respecto a la noción y uso de la libertad consisten en una corrupción de la misma. Pero no parecen entenderlo todos así, de modo que se hace necesario que la Iglesia ilumine las conciencias con la verdadera doctrina de Jesucristo.
“4. Ahora bien, así como ha sido la Iglesia católica la más alta propagadora y la defensora más cons¬tante de la simplicidad, espiritualidad e inmortalidad del alma humana, así también es la Iglesia la defensora más firme de la libertad. La Iglesia ha enseñado siempre estas dos realidades y las defiende como dogmas de fe. Y no sólo esto. Frente a los ataques de los herejes y de los fautores de novedades, ha sido la Iglesia la que tomó a su cargo la defensa de la libertad y la que libró de la ruina a esta tan excelsa cualidad del hombre. La historia de la teología demuestra la enérgica reacción de la Iglesia contra los intentos alocados de los maniqueos y otros herejes. Y, en tiempos más recientes, todos conocen el vigoroso esfuerzo que la Iglesia realizó, primero en el concilio de Trento y después contra los discípulos de Jansenio, para defender la libertad del hombre, sin permitir que el fatalismo arraigue en tiempo o en lugar alguno”.
La libertad pertenece a la voluntad pero esta facultad no puede actuar sin conocimiento racional.
“5. (...) Pero el movimiento de la voluntad es imposible si el conocimiento intelectual no la precede iluminándola como una antorcha, o sea que el bien deseado por la voluntad es necesariamente bien en cuanto conocido previamente por la razón. Tanto más cuanto que en todas las voliciones humanas la elección es posterior al juicio sobre la verdad de los bienes propuestos y sobre el orden de preferencia que debe observarse en éstos. Pero el juicio es, sin duda alguna, acto de la razón, no de la voluntad. Si la libertad, por tanto, reside en la voluntad, que es por su misma naturaleza un apetito obediente a la razón, síguese que la libertad, lo mismo que la voluntad, tiene por objeto un bien conforme a la razón.”
La ley está al servicio de la libertad al orientar al hombre hacia el bien.
“6. Siendo ésta la condición de la libertad huma¬na, le hacía falta a la libertad una protección y un auxi¬lio capaces de dirigir todos sus movimientos hacia el bien y de apartarlos del mal. De lo contrario, la libertad habría sido gravemente perjudicial para el hombre. En primer lugar, le era necesaria una ley, es decir, una norma de lo que hay que hacer y de lo que hay que evitar. (...) Es decir, la razón prescribe a la voluntad lo que debe buscar y lo que debe evitar para que el hombre pueda algún día alcanzar su último fin, al cual debe dirigir todas sus acciones. Y precisamente esta ordenación de la razón es lo que se llama ley. Por lo cual la justificación de la necesidad de la ley para el hombre ha de buscarse primera y radicalmente en la misma libertad, es decir, en la necesidad de que la voluntad humana no se aparte de la recta razón. No hay afirmación más absurda y peligrosa que ésta: que el hombre, por ser naturalmente libre, debe vivir desligado de toda ley.”
El Estado no es el origen de las leyes como no es el origen de la misma sociedad. Sin ley natural, anterior al Estado, no habría ley positiva alguna.
“7.- (...). El origen de estas leyes no es en modo alguno el Estado; porque así como la sociedad no es origen de la naturaleza humana, de la misma manera la sociedad no es fuente tampoco de la concordancia del bien y de la discordancia del mal con la naturaleza. Todo lo contrario. Estas leyes son anteriores a la misma sociedad, y su origen hay que buscarlo en la ley natural, y, por tanto, en la ley eterna. Por consiguiente, los preceptos de derecho natural incluidos en las leyes humanas no tienen simplemente el valor de una ley positiva, sino que además, y principalmente, incluyen un poder mucho más alto y augusto que proviene de la misma ley natural y de la ley eterna.”
Origen satánico del liberalismo
La errónea doctrina del liberalismo arranca de la misma actitud de Lucifer de no querer someterse a la ley de Dios. Este es el sistema tan extendido y tan poderoso.
“11. Si los que a cada paso hablan de la libertad entendieran por tal la libertad buena y legítima que acabamos de describir, nadie osaría acusar a la Iglesia, con el injusto reproche que le hacen, de ser enemiga de la libertad de los individuos y de la libertad del Estado. Pero son ya muchos los que, imitando a Lucifer, del cual es aquella criminal expresión: «No serviré», entienden por libertad lo que es una pura y absurda licencia. Tales son los partidarios de ese sistema tan extendido y poderoso, y que, tomando el nombre de la misma libertad, se llaman a sí mismos liberales.”
Clases de liberalismo
León XIII, en la encíclica Libertas, explica que hay diversos grados de liberalismo que, si bien todos tienen su mismo germen, no todos se muestran manifestando sus últimas consecuencias en el mal y la perversión. Hay un liberalismo de primer grado que, consecuente con los principios del naturalismo o racionalismo, lleva la doctrina, teórica y práctica hasta sus últimas consecuencias en la moral y en la política. El naturalismo o racionalismo establece como principio fundamental la soberanía de la razón humana, independiente de Dios. De este principio se deducen las siguientes conclusiones:
- El hombre tiene licencia para obrar sin observar los mandamientos de la ley de Dios
- La sociedad civil no tiene por causa eficiente a Dios, sino la libre voluntad de cada uno y el poder político deriva de la multitud como de fuente primera.
- A nivel del individuo, desaparece toda diferencia objetiva entre el bien y el mal, el vicio y la virtud. Queda abierta la puerta a toda clase de corrupciones.
- A nivel de la vida pública, el poder queda separado de su fuente natural del que recibe su eficacia realizadora del bien común y la ley reguladora del obrar humano queda abandonada al capricho de una mayoría numérica que conduce a una tiranía. La sociedad sin la referencia de Dio queda abandonada al arbitrio del individuo que conduce a la anarquía y el poder se ve abocado a ser ejercido de forma tiránica, lo que supone la destrucción de una vida social adecuada y armoniosa.
Liberalismo de primer grado
El liberalismo consiste en aplicar a la vida práctica de los hombres lo mismo que enuncia el racionalismo o el naturalismo. El naturalismo es un error teológico; el racionalismo, un error filosófico; y el liberalismo, un error político. Tal es la secuencia que guardan entre sí estos errores que inficionan la vida moderna de los pueblos. Pero hay tres grados de liberalismo que conviene conocer. El primer grado de liberalismo es el simple naturalismo o racionalismo que establece como principio fundamental la soberanía de la razón humana, independiente de Dios.
“12.- El naturalismo o racionalismo en la filosofía coincide con el liberalismo en la moral y en la política, pues, los seguidores del liberalismo aplican a la moral y a la práctica de la vida los mismos principios que establecen los defensores del naturalismo.
Ahora bien, el principio fundamental de todo racionalismo es la soberanía de la razón humana, que, negando la obediencia debida a la divina y eterna razón y declarándose a sí misma independiente, se convierte en sumo principio fuente exclusiva y juez único de la verdad. Esta es la pretensión de los referidos seguidores del liberalismo; según ellos no hay en la vida práctica autoridad divina alguna a la que haya que obedecer; cada ciudadano es ley de sí mismo.
De aquí nace esa denominada moral independiente, que, apartando a la voluntad, bajo pretexto de libertad, de la observancia de los mandamientos divinos, concede al hombre una licencia ilimitada (…) cuando el hombre se persuade que no tiene sobre sí superior alguno, la conclusión inmediata es colocar la causa eficiente de la comunidad civil y política no en un principio exterior o superior al hombre, sino en la libre voluntad de cada uno; derivar el poder político de la multitud como de fuente primera.
Y así como la razón individual es para el individuo en su vida privada la única norma reguladora de su conducta, de la misma manera la razón colectiva debe ser para todos la única regla normativa en la esfera de la vida pública. De aquí el número como fuerza decisiva y la mayoría como creadora exclusiva del derecho y del deber.
Todos estos principios y conclusiones están en contradicción con la razón. (...) es totalmente contraria a la naturaleza la pretensión de que no existe vínculo alguno entre el hombre o el Estado y Dios, creador y, por tanto, legislador supremo universal (...) (…) si el juicio sobre la verdad y el bien queda exclusivamente en manos de la razón humana abandonada a sí sola, desaparece toda diferencia objetiva entre el bien y el mal, el vicio y la virtud no se distinguen ya en el orden de la realidad, sino solamente en el juicio subjetivo de cada individuo; será lícito cuanto agrade, y establecida una moral impotente para refrenar y calmar las pasiones desordenadas del alma, quedará espontáneamente abierta la puerta a toda clase de corrupciones”.
“En cuanto a la vida pública, el poder de mandar queda separado de su verdadero origen natural, del cual recibe toda la eficacia realizadora del bien común; y la ley, reguladora de lo que hay que hacer y lo que hay que evitar, queda abandonada al capricho de una mayoría numérica, verdadero plano inclinado que lleva a la tiranía.
La negación del dominio de Dios sobre el hombre y sobre el Estado arrastra consigo como consecuencia inevitable la ausencia de toda religión en el Estado, y consiguientemente el abandono más absoluto en todo lo referente a la vida religiosa.
Armada la multitud con la idea de su propia soberanía, fácilmente degenera en la anarquía y en la revolución, y suprimidos los frenos del deber y de la conciencia, no queda más que la fuerza; la fuerza, que es radicalmente incapaz para dominar por sí sola las pasiones desatadas de las multitudes (...)”
Liberalismo de segundo grado
Hay un liberalismo de segundo grado que admite que hay una ley natural que está por encima de la voluntad humana. Sin embargo, estos no reconocen que esta ley natural tenga su origen en Dios y de su doctrina venga su perfección.
“13. (...) no todos los defensores del liberalismo están de acuerdo con estas opiniones. Obligados por la fuerza de la verdad, muchos liberales reconocen sin rubor e incluso afirman espontáneamente que la libertad, cuando es ejercida sin reparar en exceso alguno y con desprecio de la verdad y de la justicia, es una libertad pervertida que degenera en abierta licencia; y que, por tanto, la libertad debe ser dirigida y gobernada por la recta razón, y consiguientemente debe quedar sometida al derecho natural y a la ley eterna de Dios. Piensan que esto basta y niegan que el hombre libre deba someterse a las leyes que Dios quiera imponerle por un camino distinto al de la razón natural.
Pero al poner esta limitación no son consecuentes consigo mismos. Porque si, como ellos admiten y nadie puede razonablemente negar, hay que obedecer a la voluntad de Dios legislador, por la total dependencia del hombre respecto de Dios y por la tendencia del hombre hacia Dios, la consecuencia es que nadie puede poner límites o condiciones a este poder legislativo de Dios sin quebrantar al mismo tiempo la obediencia debida a Dios. (...). Es necesario, por tanto, que la norma de nuestra vida se ajuste continua y religiosa¬mente no sólo a la ley eterna, sino también a todas y cada una de las demás leyes que Dios, en su infinita sabiduría, en su infinito poder y por los medios que le ha parecido, nos ha comunicado; leyes que podemos conocer con seguridad por medio de señales claras e indubitables. (...)”.
Liberalismo de tercer grado
Hay todavía un tercer grado de liberalismo que reconoce la necesidad de la ley de Dios no sólo la natural sino también la positiva. Sin embargo, creen que esta ley sólo ha de estar presente en la vida individual de cada uno y no en la vida colectiva o social. Aceptan, pues, como buena la separación de la Iglesia y el Estado olvidando que el poder civil ha de mirar no sólo a la prosperidad y los bienes exteriores, sino también y principalmente a los bienes del espíritu.
“14.- Hay otros liberales, algo más moderados, pero no por esto más consecuentes consigo mismos; estos liberales afirman que, efectivamente, las leyes divinas deben regular la vida y la conducta de los particulares, pero no la vida y la conducta del Estado; es lícito en la vida política apartarse de los preceptos de Dios y legislar sin tenerlos en cuenta para nada”. De esta doble afirmación brota la perniciosa consecuencia de que es necesaria la separación entre la Iglesia y el Estado.
“Es fácil de comprender el absurdo error de estas afirmaciones. Es la misma naturaleza la que exige a voces que la sociedad proporcione a los ciudadanos medios abundantes y facilidades para vivir virtuosamente, es decir, según las leyes de Dios, ya que Dios es el principio de toda virtud y de toda justicia. Por esto, es absolutamente contrario a la naturaleza que pueda lícitamente el Estado despreocuparse de esas leyes divinas o establecer una legislación positiva que las contradiga. Pero, además, los gobernantes tienen, respecto de la sociedad, la obligación estricta de pro¬curarle por medio de una prudente acción legislativa no sólo la prosperidad y los bienes exteriores, sino también y principalmente los bienes del espíritu.”
Hay que leer la doctrina explicada en la Inmortale Dei acerca de la constitución cristiana de los estados para rechazar este grado de liberalismo. De nuevo hay que recordar que la relación entre la Iglesia y el Estado es la que hay entre el alma y el cuerpo.
“Acertadamente ha sido comparado este acuerdo a la unión del alma con el cuerpo, unión igualmente pro¬vechosa para ambos, y cuya desunión, por el contrario, es perniciosa particularmente para el cuerpo, que con ella pierde la vida.”
Las conquistas del liberalismo
El Papa enseña en la Encíclica que el liberalismo considera como propias una serie de conquistas como: la libertad de cultos; la libertad de expresión y de imprenta; la libertad de enseñanza; y la libertad de conciencia.
Conviene saber qué entiende el Papa de cada uno de esos logros del liberalismo. Por la libertad de cultos, que desprecia la obligación de dar culto a Dios individual y socialmente, el hombre no está obligado a profesar una religión determinada, ni siquiera ninguna. La libertad de expresión y libertad de imprenta, sin límite alguno que separa la verdad y el error, que supone no poner freno a publicar lo que cada uno quiera, en definitiva termina en una tiranía sobre la mayor parte de la población por ciertos grupos de poder que siguen determinadas concepciones intelectuales que conducen a la gran mayoría a vivir de forma errónea alejándose del bien individual y colectivo. Por la libertad de enseñanza que desprecia la verdad que la equipara al error, los seguidores del liberalismo se conceden a sí mismos y conceden al Estado una libertad tan grande, que no dudan dar paso libre a los errores más peligrosos. Y, por otra parte, ponen mil estorbos a la Iglesia y restringen la libertad de ésta hasta lo mínimo.
Libertad de cultos
La libertad de cultos implica el indiferentismo y éste lleva al ateísmo.
“15. Para dar mayor claridad a los puntos tratados, es conveniente examinar por separado las diversas clases de libertad, que algunos proponen como conquistas de nuestro tiempo. En primer lugar examinemos, en relación con los particulares, esa libertad tan contraria a la virtud de la religión, la llamada libertad de cultos, libertad fundada en la tesis de que cada uno puede, a su arbitrio, profesar la religión que prefiera o no profesar ninguna. Esta tesis es contraria a la verdad. Porque de todas las obligaciones del hombre, la mayor y más sagrada es, sin duda alguna, la que nos manda dar a Dios el culto de la religión y de la piedad. Este deber es la consecuencia necesaria de nuestra perpetua dependencia de Dios, de nuestro gobierno por Dios y de nuestro origen primero y fin supremo, que es Dios. (...)
Hay que añadir, además, que sin virtud de la religión no es posible virtud auténtica alguna, porque la virtud moral es aquella virtud cuyos actos tienen por objeto todo lo que tiene por fin directo e inmediato el honor de Dios, es la reina y la regla a la vez de todas las virtudes. (...)
“16.- Considerada desde el punto de vista social y político, esta libertad de cultos pretende que el Estado no rinda a Dios culto alguno o no autorice culto público alguno, que ningún culto sea preferido a otro, que todos gocen de los mismos derechos y que el pueblo no signifique nada cuando profesa la religión católica.
Para que estas pretensiones fuesen acertadas haría falta que los deberes del Estado para con Dios fuesen nulos o pudieran al menos ser quebrantados impunemente por el Estado. Ambos supuestos son falsos. Porque nadie pude dudar que la existencia de la sociedad civil es obra de la voluntad de Dios, ya se considere esta sociedad en sus miembros, ya en su forma, que es la autoridad; ya en su causa, ya en los copiosos beneficios que proporciona el hombre. Es Dios quien ha hecho al hombre sociable y quien le ha colocado en medio de sus semejantes (...) Por esto es necesario que el Estado, por mero hecho de ser sociedad, reconozca a Dios como Padre y autor y reverencie y adore su poder y su dominio.
La justicia y la razón prohíben, por tanto, el ateísmo del Estado, o, lo que equivale al ateísmo, el indiferentismo del Estado en materia religiosa, y la igualdad jurídica indiscriminada de todas las religiones. Siendo, pues, necesaria en el Estado la profesión pública de una religión, el Estado debe profesar la única religión verdadera, la cual es reconocible con facilidad, singularmente en los pueblos católicos, puesto que en ella aparecen grabados los caracteres distintivos de la verdad. (...)”
Libertad de expresión y libertad de imprenta
En pocas palabras, señala el Papa lo que hay que pensar de la libertad de expresión y de la llamada libertad de imprenta. En efecto, no se debe perder de vista que los intelectuales depravados son más culpables que nadie del engaño de los ignorantes. Si la ley es tolerante con ellos es porque no se mira al bien de los más débiles a cuyo bienestar se ha de encaminar toda ley pública. Si el Estado no vela por el bien de los más débiles e indefensos hace dejación de la función fundamental que es la de velar por el bien común.
“18.- Digamos ahora algunas palabras sobre la libertad de expresión y la libertad de imprenta. Resulta casi innecesario afirmar que no existe el derecho a esta libertad cuando se ejerce sin moderación alguna, traspasando todo freno y todo límite. Porque el derecho es una facultad moral que, como hemos dicho (...), no podemos suponer concedida por la naturaleza de igual modo a la verdad y al error, a la virtud y al vicio (…).
Existe el derecho de propagar en la sociedad, con libertad y prudencia, todo lo verdadero y todo lo virtuoso (...) Pero las opiniones falsas, máxima dolencia mortal del entendimiento humano, y los vicios corruptores del espíritu y de la moral pública deben ser reprimidos por el poder público para impedir su paulatina propagación, dañosa en extremo para la misma sociedad.
Los errores de los intelectuales depravados ejercen sobre las masas una verdadera tiranía y deben ser reprimidas por la ley con la misma energía que otro cualquier delito inferido con violencia a los débiles (...) Pero en las materias opinables, dejadas por Dios a la libre discusión de los hombres, está permitido a cada uno tener la opinión que le agrade y exponer libremente la propia opinión. La naturaleza no se opone a ello, porque esta libertad nunca lleva al hombre a oprimir la verdad. Por el contrario, muchas veces conduce al hallazgo y manifestación de la verdad”.
Libertad de enseñanza
Juicio de la Iglesia acerca de la llamada libertad de enseñanza no es más que una conclusión de la libertad de expresión y de imprenta, aunque con agravante. En efecto, la verdad es el único objeto del entendimiento y no es lícito en la enseñanza proponer a los jóvenes o niños otra cosa más que la verdad. La libertad no puede pasar por encima de la verdad en la más importante de las tareas humanas que es la educa¬ción de la juventud.
“19. Respecto, a la llamada libertad de enseñanza, el juicio que hay que dar es muy parecido.
Solamente la verdad debe penetrar en el entendimiento, porque en la verdad encuentran las naturalezas racionales su bien, su fin y su perfección; por esta razón la doctrina dada tanto a los ignorantes como a los sabios debe tener por objeto exclusivo la verdad, para dirigir a los primeros hacia el conocimiento de la verdad y para conservar a los segundos en la posesión de la verdad. Este es el fundamento de la obligación principal de los que enseñan: extirpar el error de los entendimientos y bloquear con eficacia el camino a las teorías falsas. Es evidente, por tanto, que la libertad de que tratamos, al pretender arrogarse el derecho de enseñarle todo a su capricho, está en contradicción flagrante con la razón y tiende por su propia naturale¬za a la perversión más completa de los espíritus. El poder público no puede conceder a la sociedad esta libertad de enseñanza sin quebrantar sus propios deberes. Prohibición cuyo rigor aumenta por dos razones: porque la autoridad del maestro es muy grande ante los oyentes y porque son muy pocos los discípulos que pueden juzgar por sí mismos si es verdadero o falso lo que el maestro les explica.”
“20.- (...) la verdad, que debe ser objeto único de la enseñanza, es de dos clases: una, natural; otra, sobrenatural.
Las verdades naturales, a las cuales pertenecen los principios naturales y las conclusiones inmediatas derivadas de éstos por la razón, constituyen el patrimonio común del género humano y el firme fundamento en que se apoyan la moral, la justicia, la religión y la misma sociedad.
Con no menor reverencia debe ser conservado el precioso y sagrado tesoro de las verdades que Dios nos ha dado a conocer por la revelación. Los principales capítulos de esta revelación se demuestran con muchos argumentos de extraordinario valor, utilizados con frecuencia por los apologistas (...) en materia de fe y moral, Dios mismo ha hecho a la Iglesia partícipe del magisterio divino y le ha concedido el privilegio divino de no conocer el error. Por esto la Iglesia es la más alta y segura maestra de los mortales y tiene un derecho inviolable a la libertad de magisterio.
(...) entre las verdades reveladas y las verdades naturales no puede existir oposición verdadera y todo lo que se oponga a las primeras es necesariamente falso, por esto el divino magisterio de la Iglesia, lejos de obstaculizar el deseo de saber y del desarrollo en las ciencias o de retardar de alguna manera el progreso de la civilización, ofrece, por el contrario, en todos estos campos abundante luz y segura garantía (...)”
“(…) los seguidores del liberalismo (...) se conceden a sí mismos y conceden al Estado una libertad tan grande, que no dudan dar paso libre a los errores más peligrosos. Y, por otra parte, ponen mil estorbos a la Iglesia y restringen hasta el máximum la libertad de ésta, siendo así que de la doctrina de la Iglesia no hay que temer daño alguno, sino que, por el contrario, se pueden esperar de ella toda clase de bienes.”
Libertad de conciencia
Queda como última libertad la llamada libertad de conciencia, que parece la más indiscutible. Para hablar de ella hay que distinguir entre la recta conciencia objetiva que se regula por la verdad y la conciencia subjetiva viciosa. La doctrina contenida en este párrafo está plenamente recogida en distintos documentos del Concilio Vaticano II.
“21. Mucho se habla también de la llamada libertad de conciencia. Si esta libertad se entiende en el sentido de que es lícito a cada uno, según le plazca, dar o no dar culto a Dios, queda suficientemente refutada con los argumentos expuestos anteriormente.
Pero puede entenderse también en el sentido de que el hombre en el Estado tiene el derecho de seguir, según su conciencia, la voluntad de Dios y de cumplir sus mandamientos sin impedimento alguno. Esta libertad, la libertad verdadera, la libertad digna de los hijos de Dios, que protege tan gloriosamente la dignidad de la persona humana, está por encima de toda violencia y de toda opresión y ha sido siempre el objeto de los deseos y del amor de la Iglesia. Esta es la libertad que reivindicaron constantemente para sí los apóstoles, ésta es la libertad que confirmaron con sus escritos los apologistas, ésta es la libertad que consagraron con su sangre los innumerables mártires cristianos. Y con razón, porque la suprema autoridad de Dios sobre los hombres y el supremo deber del hombre para con Dios encuentran en esta libertad cristiana un testimonio definitivo. (...)
El derecho de la Iglesia
No puede olvidarse que el liberalismo coincide con el despotismo del Estado, que priva a la Iglesia de la libertad que necesita para ejercer su función. Si el Estado reconociese verdaderamente la existencia de la religión tendría que reconocer, por lo mismo, la superioridad de sus fines y de sus medios. De ahí que el reconocimiento de la libertad de la Iglesia -tan reiteradamente expresada en el Concilio Vaticano II-coincide de hecho con toda la doctrina expuesta en esta encíclica. Este punto de vista es muy importante para entender el sentido de lo expuesto en el Concilio Vaticano II.
“22. Por el contrario, los partidarios del liberalis¬mo, que atribuyen al Estado un poder despótico e ili¬mitado y afirman que hemos de vivir sin tener en cuenta para nada a Dios, rechazan totalmente esta libertad de que hablamos, y que está tan íntimamente unida a la virtud y a la religión. Y califican de delito contra el Estado todo cuanto se hace para conservar esta libertad cristiana. Si fuesen consecuentes con sus principios, el hombre estaría obligado, según ellos, a obedecer a cualquier gobierno por muy tiránico que fuese”.
Cuestiones prácticas: la tolerancia de males; relaciones Iglesia-Estado
La Iglesia reconoce la necesidad de la tolerancia de males menores.
(...) No se opone la Iglesia, sin embargo, a la tolerancia por parte de los poderes públicos de algunas situaciones contrarias a la verdad y a la justicia para evitar un mal mayor o para adquirir o conservar un mayor bien. (...)
Pero en tales circunstancias, si por causa del bien común, y únicamente por ella, puede y aun debe la ley humana tolerar el mal, no puede, sin embargo, ni debe jamás aprobarlo ni quererlo en sí mismo. Porque siendo el mal por su misma esencia privación de un bien, es contrario al bien común, el cual el legislador debe buscar y debe defender en la medida de todas sus posibilidades.
Sin embargo, hay una posición que puede ser lícita o ilícita, según sea lo que verdaderamente se piense.
“29. Por último, son muchos los que no aprueban la separación entre la Iglesia y el Estado, pero juzgan que la Iglesia debe amoldarse a los tiempos, cediendo y acomodándose a las exigencias de la moderna prudencia en la administración pública del Estado. Esta opinión es recta si se refiere a una condescendencia razonable que pueda conciliarse con la verdad y con la justicia; es decir, que la Iglesia, con la esperanza comprobada de un bien muy notable, se muestre indulgente y conceda a las circunstancias lo que puede concederles sin violar la santidad de su misión. Pero la cosa cambia por completo cuando se trata de prácticas y doctrinas introducidas contra todo derecho por la decadencia de la moral y por la aberración intelectual de los espíritus. Ningún período histórico puede vivir sin religión, sin verdad, sin justicia. Y como estas supremas realidades sagradas han sido encomendadas por el mismo Dios a la tutela de la Iglesia, nada hay tan contrario a la Iglesia como pretender de ella que tolere con disimulo el error y la injusticia o favorezca con su connivencia lo que perjudica a la religión”.
Última cuestión práctica: un gobierno liberal puede ser preferible a un gobierno tiránico, no porque el liberalismo sea un bien sino porque en un sistema liberal cabe la posibilidad de que haya libertad para algún bien.
“31. Donde exista ya o donde amenace la exis¬tencia de un gobierno que tenga a la nación oprimida injustamente por la violencia o prive por la fuerza a la Iglesia de la libertad debida, es lícito procurar al Estado otra organización política más moderada bajo la cual se pueda obrar libremente. No se pretende, en este caso, una libertad inmoderada y viciosa; se busca un alivio para el bien común de todos; con ello únicamente se pretende que donde se concede licencia para el mal no se impida el derecho de hice el bien. (...)
Juicio crítico sobre las distintas formas de liberalismo
El mal fundamental del liberalismo consiste en negar a Dios el dominio sobre el hombre. En esta disposición del espíritu liberal hay diversos grados, de forma que la peor especie consiste en rechazar por completo la suprema autoridad de Dios tanto en la vida pública como en la vida privada y doméstica.
El segundo grado es el de los liberales que admiten someterse a Dios, pero rechazan las normas de dogma y de moral y que no hay razón para tenerlas en cuenta sobre todo en la vida política del Estado. Dentro de este grupo hay dos posturas: una, la de los que abogan por la separación total entre la Iglesia y el Estado de forma que todo el ordenamiento jurídico, las instituciones, las costumbres, las leyes, los cargos del Estado, la educación de la juventud, queden al margen de la Iglesia. La otra, admite la existencia de la Iglesia, pero le niega naturaleza y los derechos propios de una sociedad perfecta y afirman que la Iglesia carece del poder legislativo, judicial y coactivo y que sólo le corresponde la función exhortativa, persuasiva y rectora respecto de los que espontánea y voluntariamente se le sujetan y la Iglesia de Dios queda sometida a la jurisdicción y al poder del Estado.
Finalmente, muchos no aprueban la separación entre la Iglesia y el Estado, pero juzgan que la Iglesia debe amoldarse a los tiempos, cediendo y acomodándose a las exigencias de la moderna prudencia en la administración pública del Estado.
El núcleo esencial del liberalismo
“24.- (...) El núcleo esencial es el siguiente: es absolutamente necesario que el hombre quede todo entero bajo la dependencia efectiva y constante de Dios. (...) Negar a Dios este dominio supremo o negarse a aceptarlo no es libertad, sino abuso de la libertad y rebelión contra Dios.”
“Es ésta precisamente la disposición de espíritu que origina y constituye el mal fundamental del liberalismo (...)”
Primera especie: rechazo completo de la autoridad de Dios
“25.- La perversión mayor de la libertad, que constituye al mismo tiempo la especie peor de liberalismo, consiste en rechazar por completo la suprema autoridad de Dios y rehusarle toda obediencia, tanto en la vida pública como en la vida privada y doméstica. Todo lo que Nos hemos expuesto hasta aquí se refiere a esta especie de liberalismo.”
Segunda clase de liberalismo
“26.- La segunda clase es el sistema de aquellos liberales que por una parte, reconocen la necesidad de someterse a Dios, creador, señor del mundo y gobernador providente de la naturaleza; pero por otra parte, rechazan audazmente las normas de dogma y de moral que, superando la naturaleza, son comunicadas por el mismo Dios, o pretenden por lo menos que no hay razón alguna para tenerlas en cuenta sobre todo en la vida política del Estado. (...) Esta doctrina es la fuente principal de la perniciosa teoría de la separación entre la Iglesia y el Estado; cuando, por el contrario, es evidente que ambas potestades, aunque deferentes en misión y desiguales por su dignidad, deben colaborar una con otra y completarse mutuamente.”
“27.- Dos opiniones específicamente distintas caben dentro de este error genérico. Muchos pretenden la separación total y absoluta entre la Iglesia y el Estado, de tal forma que todo el ordenamiento jurídico, las instituciones, las costumbres, las leyes, los cargos del Estado, la educación de la juventud, queden al margen de la Iglesia como si ésta no existiera (...)”
“28.- Otros admiten la existencia de la Iglesia - negarla sería imposible - pero le niegan naturaleza y los derechos propios de una sociedad perfecta y afirman que la Iglesia carece del poder legislativo, judicial y coactivo y que sólo le corresponde la función exhortativa, persuasiva y rectora respecto de los que espontánea y voluntariamente se le sujetan (...) la Iglesia de Dios queda sometida a la jurisdición y al poder del Estado como su fuera una mera asociación civil. (...)”
La Iglesia debe amoldarse a los tiempos
“29.- Por último, son muchos los que no aprueban la separación entre la Iglesia y el Estado pero juzgan que la Iglesia debe amoldarse a los tiempos, cediendo y acomodándose a las exigencias de la moderna prudencia en la administración pública del Estado. (...) Ningún período histórico puede vivir sin religión, sin verdad, sin justicia (...)”