viernes, 16 de marzo de 2012

sábado, 10 de marzo de 2012

Epílogo: Una apologética para la historia

EPILOGO: UNA APOLOGÉTICA POR LA HISTORIA

Jesús es Dios, por su propia palabra cierta indesmentible.



Existe Dios, pues Jesús se proclama Dios, y declara conocer directamente a su Padre, uno con él. Esta verdad de la existencia de Dios, es confirmada por la razón con diversos, numero­sos y magníficos argumentos, que adquieren nueva luz con la premisa de Jesús. Son los argumentos físicos, metafísicos y morales, que nos parecen ciertos y seguros en sí mismos, y con máxima fuerza, reunidos, frente a todo agnosticismo.



Y este Dios, declarado en Jesús, es el Dios bíblico, con todos sus atributos y supremas cualidades: Creador, Eterno, Juez, Omnipotente, Omnisciente...No puede ser otro ni de otro modo, y es el Absoluto, pero Personal; el Desconocido, pero dado a conocer; el venerado por los hombres, aunque por muchos entre nieblas deformantes.

El Concilio Vaticano I, al proponer la fe de la Iglesia en Dios, le atribuye todos estos atributos como propios del verdadero Dios de nuestra fe:






«La santa Iglesia católica, Apostólica y Romana cree y confiesa que hay un solo Dios, verdadero y vivo, creador y señor del cielo y de la tierra, omnipotente, eterno, inmenso, incomprensible, infinito en su entendimiento y voluntad, y en toda perfección; el cual, siendo una sola sustancia espiritual, singular, absolutamente simple e inmutable, distinto del mundo real y esencialmente, felicísimo en sí y de sí, e inefablemente excelso, por encima de todo lo que fuera de El mismo existe o puede ser concebido». (Constit. de Fide, c. 1, Denz. B., n. 1782).

Estos atributos del verdadero Dios de la fe pueden ser deducidos por análisis del concepto de Dios ya demostrado como existente por los otros argumentos, pero es siempre más difícil. En cambio, es claro que este mismo es el concepto del Dios bíblico del AT, el cual es el Dios del que habla Jesús de Nazaret, al identificarse con El. Este Dios existe y tiene tales atributos.

Y este Jesús, así mostrado como base de la nueva demostración, es precisamente el de los evangelios sobre los que proyecta su clara luz, de personalidad y de fe, de historia y de inspiración. Son verdaderos sus milagros, es verdadera su resurrección y ascensión. Es verdadera su Iglesia, son verdaderos válidos sus mandamientos.

Hay que reconocer que esta apologética, así construida a partir de la divinidad de Jesús según su personal afirmación, que históricamente se impone como válida, solamente lo es para aquellos que tienen noticia de Jesús de Nazaret por los evangelios y su predicación. Quienes no le conocen —y son muchos en la historia de la humanidad hasta hoy—- han de encontrar a Dios a través de sus obras creadas, y por medio de la razón. Pero, si miran al hito histórico de Jesús de Nazaret, también éstos encontrarán una fuente de luz nueva que ilumine, con esplendores renovados, sus certezas racionales. Y ninguna filosofía, idealista o no, puede impedir que la Historia, maestra de la vida, derrame su luz sobre los ojos que se abran para recibirla. Porque no hay filosofía que anule la historia de los hombres, que nos habla con humana voz.

Brilla así a nuestros ojos, magníficamente asombrados, la luz de Jesús de Nazaret, hijo de Adán y de Dios, hijo de la Virgen María y del Eterno Padre, hecho hombre por obra del Espíritu Santo, y lleno de su unción celeste en la humanidad desde el principio.

Al contemplarle nos sentimos atraídos por el recuerdo bíblico, lleno también de luz, de la Transfiguración de Jesús, para expresar nuestro pensamiento con una imagen de imborrable recuerdo. Jesús, en la luz radiante de su divinidad, se alza sobre el monte, como un sol su perfecto rostro, como una nieve los vestidos, transparentes y lúcidos como un recuerdo del altísimo paraíso que posee. A sus lados están Moisés y Elías, también iluminados por la propia luz de Jesús, como un testimonio de la Ley y los Profetas. A sus pies, los tres apóstoles que representan a la Iglesia de Jesús. Y, según la inolvidable pintura de Rafael, a los pies del monte hallamos la dramática escena humana del poseso, en contraste con la luz. Es el mundo, que necesita a Jesús.

Jesús de Nazaret, hijo de Adán y de Dios, ha venido a salvar a la humanidad del poder del Mal y de las Tinieblas. Sea este recuerdo de su Luz el que lleven los ojos del lector al cerrar la última página de este libro, en el que hemos querido hacer pobremente el homenaje de nuestra facultad, como ella sea, al autor de todo bien.

«El Señor Jesús es el fin de la historia humana, el punto de convergencia de los deseos humanos de la historia y de la civilización, el centro del género humano, el gozo del corazón, la plenitud de sus aspiraciones» (Conc. Vatic. II, Gaudium et Spes, n. 45).


«Es el Alfa y la Omega,
el Primero y el Ultimo,
el Principio y el Fin».

(Ap 1, 8.17) YO-SOY - YAHVEH

martes, 6 de marzo de 2012

Epílogo: "Una apologética para la historia"



Identidad-Conciencia y Conocimiento de Jesús de Nazaret

Quinta Parte - Identidad – Conciencia y conocimiento de Jesús de Nazaret - Resumen

La identidad de Jesús de Nazaret

Jesús realmente, por palabras y hechos de su vida, se declaró y se mostró como Mesías de Israel y Dios. Queda por examinar si el hombre que tal dice es creíble en lo que afirma, si ofrece garantías de decir la verdad sobre su persona.
Jesús es un judío nacido en la religión hebrea de Moisés El Dios de Israel, era el Dios creador del mundo, y trascendente por la misma creación del Universo a todo lo existente fuera de El (Gen 1,1). Es aquel cuyo Nombre sagrado es Yahvéh. Al proclamarse Dios a sí mismo, además de Mesías, Jesús de Nazaret, el hombre nacido de la virgen María en Belén, se ha proclamado posesor de todos estos divinos atributos por identidad divina. Es el Hijo del Padre, igual a él.
Jesús de Nazaret es el único hombre de la historia que, siendo de admirable bondad, y manteniendo en su espíritu un admirable equilibrio de sabiduría y elevación, haya dicho nunca esta sorprenden­te afirmación: Yo soy Dios, comprendiendo en esta palabra todo lo que hemos indicado antes del Dios de Israel.
Conclusión: Jesús de Nazaret es, en verdad, el Mesías de Israel, el hijo de Dios. Jesús de Nazaret es Dios-Yahvéh

La conciencia de Jesús de Nazaret

Þ Los críticos racionalistas negaron la conciencia mesiánica (y mucho más la de divinidad), que afirma Jesús.
Þ Sostienen algunos que no fue Mesías ni tuvo conciencia de ello, sino que sólo fue «un reformador religioso» (Wernle), o que la conciencia mesiánica le fue simplemente atribuida por la comunidad cristiana, lo cual resulta altamente extraño si él no lo había dicho (Wellhausen, Vernes, Steck, Wrede...).
Þ Otros, admiten que, en la evolución de su pensamiento, llegó a considerar que su vocación era mesiánica con horizonte universal. Fue una conciencia adquirida personal, y desde luego nunca conciencia de su identidad divina.

Ahora bien, Jesús afirmó de múltiples maneras tanto su mesianidad como su divinidad, por tanto tenía concien­cia de ambas cosas.
Se trata de la conciencia humana que tiene Jesús de la identidad divina, de su Yo. Jesús de Nazaret tenía conciencia humana de su Yo divino, de su Yo mesiánico y de su Yo de Hijo de Dios. Ambos eran un mismo Yo, porque el Hijo de Dios era juntamente el Mesías anunciado a Israel en el AT.
A través de las palabras de Jesús en los evangelios podemos llegar a penetrar en la conciencia de Jesús de Nazaret. A Juan Bautista le fue propuesta la pregunta de su identidad personal: «¿Tú quién eres? (Jn 1, 19). Y al responder negativamente, volvieron a preguntar: «¿Quién eres? (Jn 1, 22). Juan respondió que era «la voz que clama en el desierto», una voz profética de anuncio (Mt 3, 11-12; Mc1, 7-8; Lc 3, 16-17; Jn 1, 26-27).
Sobre Jesús de Nazaret, declaró que «era anterior a él», porque «existía antes que él» (Jn 1, 15.30). Y después del bautismo de Jesús, dio su testimonio definitivo: «Este es el Hijo de Dios» (Jn 1, 34). Juan, pues, dio testimonio sobre sí mismo y sobre Jesús, según el testimonio que le daba su conciencia. El era un hombre enviado de Dios, una voz profética, pero Jesús era el Hijo de Dios.

El «cómo» de tal conciencia

Sólo la persona divina puede decir «Yo-soy» ante el Sanedrín respondiendo a la pregunta del si es el Hijo de Dios; lo dice con voz humana. Cuando dice: «El que me ve a mí, ve al Padre», es visible a los hombres sólo en su naturaleza humana, pero a quien ven, como a sujeto, es a alguien que dice «Veis al Padre en Mí». No hay más solución que la de Efeso, afirmando que cuando su madre concibió y dio a luz en su naturaleza humana a Jesús, fue Madre de Dios, porque la persona era divina. El ángel le dijo: «Lo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios». Ella decía a Dios-Jesús: «Tú eres mi hijo».
En cuanto al modo en que funciona la conciencia humana de Jesús de Nazaret de saberse Dios verdadero, podemos hacer dos sugerencias, tomadas ambas de la historia de la fe.
Þ La primera es el modo con que Dios inspira a los escritores sagrados, de tal modo que, según la fe de la iglesia lo estima, el verdadero autor del escrito sagrado es el Espíritu Santo divino a través de la naturaleza (en este caso personada humanamente) del escritor
Þ Otro caso de ilustración puede ser el de los místicos católicos

El «cuándo» de tal conciencia

Þ Parece que debe ser como en los demás hombres, pues era hombre plenamente, excepto en la persona. Pero el la presencia de la persona divina, como sujeto de los actos, hace variar la situación.
Þ Los racionalistas y los que niegan su divinidad, sostienen que la conciencia de su divinidad en Jesús nunca existió, y también niegan algunos de ellos la de su mesianidad, y todos la atribuyen a una profunda convicción religiosa o mística de un Jesús hombre, no Dios.
Þ Los teólogos católicos han aceptado siempre la conciencia humana que Jesús tenía de su divinidad, aun en vida mortal, aunque tal vez alguno hable o haya hablado con ambigüedad o duda de la misma.
Þ Algunos otros teólogos, sin negar a Jesús esta conciencia de su divinidad, han pensado que no siempre la tuvo, o al menos no con claridad. Y al querer asignar un instante de su vida en el que antes de la muerte se haya clarificado en él tal conciencia:
o A unos, les parece el del bautismo: «Este es mi Hijo, en quien me he complacido».
o A otros, por el texto de Isaías en que declara proféticamente la bajada del Espíritu del Señor sobre su Siervo el Mesías, como en una «consagración mesiánica», asignan el de la sinagoga de Nazaret: dice Él que se ha cumplido en él la profecía de Isaías

Sin embargo, Jesús, a los doce años, dijo a María y José en el encuentro en el templo, cuando le buscaban desolados: «¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo tengo que estar en la casa de mi Padre?» (Lc 2, 49). Jesús sabe ya a los doce años que Dios es su Padre
¿En qué momento onoció Jesús su propia divinidad, o tuvo conciencia de ella? No hay otro más apto que la misma encarnación en el seno de su madre María, como enseñan los santos Padres, los doctores de la Iglesia y el propio Magisterio de la Iglesia.

La ciencia del alma humana de Jesús

Jesús tuvo una naturaleza humana plena. Aprendió a andar y comer como todos, aprendió particularmente a hablar como aprenden todos los hombres. También por el propio discurso y raciocinio adquirió nuevos conocimientos.
A esta experiencia humana, la llaman los teólogos clásicos «ciencia experi­mental», o mejor «adquirida»: la reconocen en Jesús como humana, dirigida por el sujeto divino.

La teología reconoce además revelaciones y gracias de conocimientos nuevos, que reciben algunos hombres de manera infusa, por don sobrenatural de Dios cuanto al modo.
Un declaración de la Congregación del Santo Oficio, aprobada por el Papa Benedicto XV en 1918, la que «establece no haber ignorado nada el alma de Cristo, sino que desde el principio (de su vida) lo conoció todo en el Verbo, lo pasado, lo presente y lo futuro, es decir todo lo que Dios sabe por ciencia de visión» (Denz 2184-5).
La declaración de Benedicto XV con el Santo Oficio parece refierirse en todas sus proposicio­nes a la llamada en Cristo «ciencia de visión beatífica».
Pío XII ha confirmado esta teología sobre la ciencia de visión beatífica en el alma de Jesús durante su vida, en dos encíclicas. En la Mystici Corporis (1942) Denz. 2289) y La encíclica Haurietis Aquas (Pío XII, 1956), sobre la devoción al Corazón de Jesús.

La conducta humana de Jesús

En esta ciencia adquirida Jesús era como nosotros. Acumuló experiencia, noticias, pensamientos, recuerdos.
La ciencia infusa es verdaderamente humana, concedida a muchos hombres por Dios, como profetas y santos, siempre en medida limitada. La de Jesús, lo fue de todos los futuros reales, y por la misma razón de todo lo existente, pasado o presente, aunque sea enorme en extensión es limitada como todo lo creado. Es sobrenatural su modo de donación, pero no su misma sustancia compuesta de elementos reales. La posesión de la ciencia infusa no la diferencia de la adquirida en su contenido, sino en su origen.
Habiendo sido esta ciencia infundida en Jesús hombre por la misma encarnación, como don divino a la misma humanidad derivado de la unión personal o hipostática, era humana por estar en su naturaleza humana (espiritual y orgánica), teniendo como sujeto de su actuación la persona divina.

La ciencia beatífica consiste estrictamente en la visión directa de la esencia y existencia divinas, formalmente idénticas: Yo-soy.. Veía a Dios.

La progresiva manifestación de Jesús

La identidad divina de Jesús de Nazaret, Mesías de Israel, es una realidad desde el mismo instante de la encarnación y concepción del Verbo divino en el seno de María virgen, por la unión hipostática o personal del Verbo Dios con la naturaleza humana tomada de ella.
Jesús comenzó lenta y progresivamente a descubrir a sus conciudadanos y al mundo entero quién era. Una ley pedagógica de prudencia le obligó a hacer tal manifestación, primero mesiánica y luego divina, ambas en identidad

Quinta Parte - Identidad y Conciencia de Jesús de Nazaret - Resumen

Capítulo I.- Identidad personal de Jesús

Hemos comprobado el valor histórico de los testimonios de los evangelios, sobre esta proclamación hecha por Jesús acerca de su mesianidad y divinidad.

Hemos visto los criterios externos para confirmar los testimonios de Jesús: el valor objetivo de los documentos, y el carácter de sus autores.

Hemos abordado el estudio del valor histórico de los testimonios según los criterios internos de la misma redacción, teniendo en cuenta el género literario y la redacción del texto por el autor, según sus fuentes y estilo.

Los capítulos citados nos han llevado a la conclusión: Jesús realmente, por palabras y hechos de su vida, se declaró y se mostró como Mesías de Israel y Dios.

Queda por examinar si el hombre que tal dice es creíble en lo que afirma, si ofrece garantías de decir la verdad sobre su persona.


1. Mesianismo divino de Jesús de Nazaret

Jesús de Nazaret, a la vez que Mesías, se proclamó Hijo de Dios, en igualdad con el Padre, verdadero Dios él mismo.

En el decreto antimodernista Lamentabili se contiene esta proposición condenada: «En todos los textos del Evangelio, el nombre de Hijo de Dios equivale solamente al nombre de Mesías; pero en modo alguno significa que Cristo sea verdadero y natural Hijo de Dios» (Prop. 30. Denz. n. 2.030).

Jesús se proclama Hijo de Dios en sentido plenario de divinidad, Dios verdadero, el cual se distingue del Padre por la sola persona en la Trinidad.

Jesús es un judío nacido en la religión hebrea de Moisés. «Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, hecho de mujer, nacido bajo la Ley» (Gal 4, 4). Desde su nacimiento se sometió a los ritos iniciales de la Ley mosaica. Fue circuncidado (Lc 2, 21); fue presentado en el Templo, conforme a la Ley, por sus padres, como primogénito natural de María, a la vez que primogénito de los hombres, mejor que Adán (Lc 2, 22-23; Col 1, 15; Rom 5, 12-21); cumplió desde los doce años con fidelidad la obligación de subir a Jerusalén en las fiestas señaladas por la Ley (Lc 2, 41-43; Jn 2, 13; 5, 1; 7, 10; 12, 20-22).

El Dios de Israel, era el Dios creador del mundo, y trascendente por la misma creación del Universo a todo lo existente fuera de El (Gen 1,1). Es aquel cuyo Nombre sagrado es Yahvéh, el Nombre revelado a Moisés, el Dios único del Shemá y de los profetas (Deut6, 4). Es el Dios único verdadero entre todos los dioses falsos de los demás pueblos idólatras, como aparece con profusión en las páginas sagradas (Is 44, 6; Deut 4, 35; Ex 9, 14).

Creador del mundo, es Eterno frente a toda mutación temporal de las criaturas, es Omnipotente para todo lo que pueda querer hacer, es de infinita Sabiduría a quien nada se puede ocultar ni en los cielos ni en la tierra, es Omnipresente, es Sustentador de todo lo existente, es Incomprensible, es Infinito. Es el Legislador de los hombres, tanto en su corazón como en el Decálogo escrito. Se anuncia como Juez universal de todos, y de sus acciones.

Al proclamarse Dios a sí mismo, además de Mesías, Jesús de Nazaret, el hombre nacido de la virgen María en Belén, se ha proclamado posesor de todos estos divinos atributos por identidad divina. Es el Hijo del Padre, igual a él, con quien tiene todas las cosas comunes, a quien conoce como de él es conocido, según hemos visto. Verle a él es ver al Padre, el Padre está en él y él en el Padre. Se ha proclamado superior a todos los hombres existentes y a los mismos ángeles. Se ha llamado a sí mismo, Verdad, Vida, Centro del mundo religioso, Modelo de todos.


2. El argumento sobre la identidad de Jesús

Es un hombre que dice: Yo-soy el que habló a Abraham, el que reveló su nombre a Moisés, y aun el que creó a Adán; y además: Yo soy el que ha dado las leyes del universo, físicas, éticas o morales, los mandamientos en el Sinaí; Yo les saqué de Egipto a través del mar Rojo, Yo conozco todos los corazones, y juzgaré todas las acciones...

Verdaderamente un hombre que dice todo esto, que lo cree y afirma, ¿qué clase de hombre es? Todo el que conoce algo de su figura descrita en los evangelios sabe que aparece como un hombre dotado de altísima sabiduría religiosa y conocedor perfecto del corazón humano.

El tiene un perfecto dominio de las situaciones, dialoga con admirable firmeza, muestra un total equilibrio de sus facultades. Se mide con los mejores conocedores de la Ley, escribas, fariseos o sacerdotes. Las multitudes le escuchan admiradas de su elocuencia, que detiene fascinados a sus mismos enemigos (Jn 7, 44-49). Enseñaba, hablando «como quien tiene potestad» (Mc 1, 22). La sublime elevación religiosa y moral de su enseñanza ha sido objeto de comentarios inagotables de los mayores ingenios a lo largo de los siglos. Verdaderamente no se puede pensar de un hombre así que era un alucinado o enajenado mental.

Una voluntad capaz de arrogarse una tal dignidad, si no fuese verdad sería una enorme blasfemia y audacia contra Dios, como estimaron sus adversarios al no creerle (Jn 5, 18; 8, 58; 10, 33; 19,7).

Jesús es una personalidad profundamente reli­giosa y humilde (Mt 11, 29). Es un incansable predicador de la verdad, es un hermano de todos los hombres, enseñando a llamar a Dios Padre de todos. Llama a Dios su Padre con palabra de profundo afecto filial: Abba. Atiende y cura a los enfermos, remedia las necesidades, aun las menores, como en Caná en las bodas, convirtiendo el agua en vino para aliviar a un apuro pasajero. Resiste las tentaciones del poder, y la gloria de los reinos, ofrecidas por Satán. Su santidad es perfecta y sublime. En la hora del juicio no encontraron sus adversarios testigos válidos de ninguna obra mala. El mismo desafiaba a que las presentasen, si las conocían (Jn 8, 46; 10, 32; 18, 23). No parece necesario insistir más en la santidad de Jesús de Nazaret.

Llegamos así al argumento final sobre su identidad divina. He ahí al hombre Jesús, cuya personalidad está ampliamente definida en cuatro libros distintos, como de hombre con sabiduría admirable y admirable santidad.

Jesús de Nazaret es el único hombre de la historia que, siendo de admirable bondad, y manteniendo en su espíritu un admirable equilibrio de sabiduría y elevación, haya dicho nunca esta sorprenden­te afirmación: Yo soy Dios, comprendiendo en esta palabra todo lo que hemos indicado antes del Dios de Israel.

Como resumen recordemos la palabra máxima de afirmación de Jesús en el momento cumbre de su vida: ante el Sanedrín que le juzga en Jerusalén.

Caifas: «¿Eres tú el Cristo, el Hijo de Dios, el Bendito?»
Jesús: «Yo soy-Yahvéh» (Mc 14, 61-62).

El hombre de carne y hueso que hace esta suprema afirmación ante Sanedrín, sabiendo que va a morir por ella, es Jesús de Nazaret.

Este hombre no está loco, para alucinarse hasta este punto.
Este hombre no es un malvado, sino profundamente religioso.
­
Siendo su afirmación tan deslumbradora como hemos expresado, se presenta el dilema:

La afirmación de ser él mismo Dios, que los evangelistas le atribuyen,
—o Jesús la hizo,
—o no la hizo.

Hemos mostrado que sí lo dijo y que tenía que saber lo que decía, hebreo entre los hebreos, monoteísta entre monoteístas. Por lo tanto.

Jesús afirmó que él es Dios. Si afirmó que es Dios verdadero, Yahvéh
—o su afirmación es falsa
—o su afirmación es verdadera.
Si su afirmación es falsa,
—o es un loco en máximo grado al creerlo,
—o es un seductor y malvado al quererlo hacer creer.

Pero no siendo ninguna de estas dos cosas, solo cabe afirmar la segunda parte del primer dilema: su afirmación es verdadera. Ello se resumirá pues así:

—Jesús dice que es Dios;
—Se hace necesario e ineludible creer que dice verdad, pues no
cabe otra explicación posible de sus múltiples afirmaciones y actitudes;
—luego Jesús es Dios verdadero, Hijo de Dios.

Es así como hemos culminado este trabajo con la más grande conclusión: la divinidad verdadera de Jesús de Nazaret, hombre verdadero, deducida de sus propias palabras en los evangelios.

Jesús de Nazaret es, en verdad, el Mesías de Israel, el hijo de Dios.

Jesús de Nazaret es Dios-Yahvéh


Capítulo II

LA CONCIENCIA DE SU IDENTIDAD EN JESÚS

1. La existencia de esta conciencia

El problema de la conciencia de su propia identidad mesiánica es central en el estudio de Jesús de Nazaret.

Los críticos racionalistas negaron la conciencia mesiánica (y mucho más la de divinidad), que hemos visto afirmada en Jesús.

Sostienen algunos que no fue Mesías ni tuvo por lo mismo conciencia de ello, sino que sólo fue «un reformador religioso, lo cual es mucho más que Mesías» (Wernle), o que tal conciencia mesiánica le fue simplemente atribuida por la comunidad cristiana, lo cual resulta altamente extraño si él no lo había dicho, según hemos comprobado (Wellhausen, Vernes, Steck, Wrede...).

Otros, admiten que, en la evolución de su pensamiento, llegó a considerar que su vocación era mesiánica con horizonte universal, pero ésta fue una conciencia adquirida personal, y desde luego nunca conciencia de su identidad divina.

Habiendo mostrado que Jesús afirmó en realidad de múltiples maneras tanto su mesianidad como su divinidad debemos admitir que tenía concien­cia de ambas cosas.

La forma de conocer la conciencia – conciencia humana de Jesús de Nazaret

La única manera que tenemos los hombres de alcanzar a conocer la conciencia de los demás es por sus propias palabras, en la comunicación. El lenguaje humano expresa en palabras humanas los pensamientos interiores de los hombres que las pronuncian. Dice con enérgica claridad san Agustín: «Nuestra propia conciencia la vemos en nosotros mismos. Podemos ver el rostro de las demás personas, pero no el nuestro directamente (sino en espejo). En cambio, vemos directamente nuestra conciencia pero no vemos la ajena» (Tr. in loan. 75).

Las palabras expresadas por Jesús son palabras huma­nas, y nos dicen lo que él es; nos muestran, en lenguaje humano, la conciencia humana de Jesús sobre su identidad. Según sus propias palabras, Jesús de Nazaret tenía conciencia de ser el Mesías, y el Hijo de Dios verdadero.

Hablamos de la conciencia humana que tiene Jesús de la identidad divina de su Yo. La conciencia de un hombre es su propia inteligencia en acto de autorreflexión sobre su persona misma, o también sobre su propia actividad personal considerada como tal. Si alguna cosa es objeto de la autorreflexión propia de la conciencia humana, es la persona que actúa en el hombre, el Yo de cada uno.

Jesús de Nazaret tenía conciencia humana de su Yo divino, de su Yo mesiánico y de su Yo de Hijo de Dios. Ambos eran un mismo Yo, porque el Hijo de Dios era juntamente el Mesías anunciado a Israel en el AT, que ahora se declaraba así. Pero conviene notar que este Yo divino era intuido por su propia conciencia, según sus propias palabras, como un Yo de Hijo del Padre. Era la Persona Segunda de la Trinidad la que estaba en la conciencia inmediata de Jesús hombre.

Negar esta conciencia humana que Jesús tenía del Yo divino, desde el punto de vista de la fe, es un contrasentido, pues equivale a hacer a Jesús inconsciente de su propio Yo, que en la dogmática cristiana es sólo el divino.

Negar a Jesús la conciencia de ser Dios en su Persona, puede convertir a Jesús mismo en nestoriano, dándole conciencia de un yo humano, que según el dogma no existe. Porque la conciencia humana de Jesús es, como en nosotros, humana; pero el objeto propio del acto reflexivo no son solamente los actos propios naturales y humanos; sino también, y sobre todo, el sujeto del que proceden tales actos, que es el yo, el cual en Jesús es, dogmáticamente, un Yo solo que es divino. No tener Jesús conciencia humana de lo más importante de ella, que es el propio sujeto que la posee, la convertiría en hombre imperfecto, no sabría quién era. Y si no tenía conciencia de persona-sujeto divina, tendría que tenerla de persona humana, con grave error.

Comparación entre la conciencia de Juan al Bautista y Jesús de Nazaret

A través de las palabras de Jesús en los evangelios podemos llegar a penetrar en la conciencia de Jesús de Nazaret. A Juan Bautista, según los evangelios, le fue propuesta la pregunta de su identidad personal, al formular los enviados de los fariseos y sacerdotes la pregunta: «¿Tú quién eres? (Jn 1, 19). Y al responder él negativamente a la triple pregunta de identidad mesiánica; si era el Mesías o Cristo, si Elías, si el Profeta anunciado (Jn 1, 20-21), volvieron a formular la pregunta de la identidad personal: «¿Quién eres? Para que demos la respuesta a los que nos han enviado. ¿Qué dices de ti mismo?» (Jn 1, 22). Declarando entonces Juan que él era «la voz que clama (o del que clama) en el desierto», es decir una voz profética de anuncio, señaló juntamente al que venía detrás de él, y a quien él preparaba los caminos, según los cuatro evangelistas (Mt 3, 11-12; Me 1, 7-8; Lc 3, 16-17; Jn 1, 26-27).

Sobre Jesús de Nazaret, que estaba ya en medio de ellos, declaró que «era anterior a él», porque «existía antes que él» (Jn 1, 15.30). Y después del bautismo de Jesús, dio su testimonio definitivo: «Este es el Hijo de Dios» (Jn 1, 34), y también: «Este es el Cordero de Dios» (Jn 1, 36). Juan, pues, dio testimonio sobre sí mismo y sobre Jesús, según el testimonio que le daba su conciencia. El era un hombre enviado de Dios, una voz profética, pero Jesús era el Hijo de Dios.

Jesús propuso a sus apóstoles escogidos, los Doce, la pregunta sobre la identidad de su Persona. Tras preguntarles sobre la opinión de los hombres: «¿Quién decís vosotros que soy Yo?» (Mt 16, 15; Mc 8, 29; Lc 9, 20). Y cuando Pedro, tomando decididamente la palabra, responde por todos con su célebre confesión: «Tú eres el Cristo o Mesías (Me), el de Dios (Lc), el Hijo del Dios del Viviente (Mt)», Jesús aprueba esta respuesta de identificación mesiánica, que en Mateo (y en Lucas) es de identificación divina. En el texto de Mateo, Jesús añade que ésta ha sido una revelación de su Padre a Simón, por lo que le declara dichoso (Mt 16, 17).

Jesús declara que Pedro ha tenido una «revelación de su Padre». Jesús mismo al confirmar la respuesta del apóstol, declara su propia identidad, y eso muestra que Jesús tiene esta conciencia de mesianidad divina y de filiación divina del Padre, Jesús tiene conciencia de su identidad mesiánica y de la divina.

En el evangelio de Juan hay otro testimonio. Narra el evangelista que los judíos, sus adversarios, plantearon a Jesús precisamente la misma pregunta que había sido hecha al Bautista sobre su propia identidad: «¿Tú quién eres?» (Jn 8, 25). Jesús se ha proclamado «Luz del mundo» (8, 12), y ellos inmediatamente le han objetado: «Tú das testimonio de ti mismo, tu testimonio no es verdadero (legalmente)» (8, 13). Sigue hablando en el diálogo Jesús de «su Padre», y al punto ellos responden: «¿Dónde está tu Padre?» (8, 19). Llegan así al punto en que Jesús reclama la fe en su propia persona, y la reclama, como notamos al tratar de ello (3.a p. c. 5. 2), con la forma absoluta del Yo-soy: «Si no creéis que Yo-soy, moriréis en vuestro pecado» (8, 24).

Entonces le plantean en toda su crudeza la pregunta decisiva e incisiva: «Tú ¿quién eres?». La respuesta de Jesús a esta pregunta es muy diversa de la del Bautista a la misma. El Bautista respondió «la voz del que clama en el desierto», como anuncio de otro que «viene detrás de él». Jesús, a la misma pregunta, responde, con palabras enigmáticas pero suficientes: «Lo que, os digo desde el principio, o absolutamente» (8, 25). Les acaba de decir: «si no creéis que Yo-soy», se ha apropiado el Ser pleno de Yahvéh, su mismo nombre sagrado. Esta afirmación es la que ha provocado la pregunta ¿quién eres?. El evangelista se encarga de explicar el sentido de la respuesta: «No entendieron que llamaba a su Padre a Dios» (Jn 8, 2). La respuesta de Jesús al: «¿quién eres tú?», es pues: «Yo soy». Así, a la pregunta directa por su identidad Jesús responde con la afirmación de su divinidad. ¿Cómo, pues, no va tener conciencia de ella, si es la respuesta de su propia identidad, la divinidad?

Tenemos todavía otro tercer texto del evangelio de Juan que nos franquea la conciencia de Jesús, esta vez indirectamente. Ya en la primera Pascua, a la que sube Jesús en su ministerio, cuando Jesús expulsa del templo a los mercaderes con el látigo en la mano (Jn 2, 15): «¿Qué señal nos das (de tu potestad) para hacer estas cosas?» (Jn 2, 18),. Jesús respondió: «Destruid este Templo, y Yo lo levantaré en tres días» (Jn 2, 19). Los "judíos" responden que lleva ya «cuarenta y seis años» en la reconstrucción herodiana. Pero el evangelista, subrayando así el testimonio directo de Jesús: «Hablaba del Templo de su cuerpo» (Jn 2, 21). Y luego añade Juan: «Estando en Jerusalén el día de la fiesta de la Pascua, muchos creyeron en él, al ver los prodigios o signos que hacía» (2, 23).

Los múltiples testimonios de las palabras de Jesús, los podemos compendiar en el supremo testimonio ante el Sanedrín, que se halla del mismo modo en los tres sinópticos, y en forma de referencia clara en Juan:

«¿Eres tú el Hijo de Dios?» (Mt 26, 63; Mc 14, 61; Lc 22, 70; Jn 19, 7).
«Yo-soy (Egó eimí)» (Mt 26, 64; Mc 14, 62; Lc 22, 70; Jn 19,7).

Ante esta respuesta, es imposible decir que Jesús no tuvo concien­cia de su filiación divina dentro del monoteísmo y en forma específica, pues por ella fue condenado como blasfemo por el tribunal religioso de Israel. En este interrogatorio también confiesa su conciencia mesiánica específica, en la pregunta anterior: «¿Eres tú el Cristo, el Mesías?», en todos los evangelistas. Debemos así dar por asentado con firmeza que Jesús tuvo conciencia cierta en vida tanto de su mesianidad como de su propia identidad divina con el Dios único de Israel, pero como Hijo ante el Padre, pues las palabras humanas de Jesús recogidas traducen externamente para nosotros su conciencia humana interna, que nos es en sí misma desconocida, por ser personal.

El habla, como persona, el lenguaje humano en que se expresa su naturaleza humana: «Las palabras que os hablo». Pero en El habla su Padre, porque El es palabra de Padre. Así, en sus palabras de lenguaje humano se expresa Dios, y alcanzamos a través de ellas la mente divina. El que dijo esto tenía, evidentemente, conciencia de su identidad divina.

El “cómo” y el “cuándo” de la conciencia de Jesús de Nazaret

Afirmada la conciencia divina, desde el punto de vista histórico, en las palabras reales de Jesús de Nazaret en su vida mortal, se ofrecen dos problemas a examen. Uno sobre el modo como pudo realizarse tal personificación divina en un hombre, y otro sobre el cuándo, el momento en que tal presencia apareció y en que tal conciencia se presentó en Jesús.

El “cómo” lo ha fijado el dogma en la formulación conciliar desde Efeso a Calcedonia principalmente, y el segundo está sujeto, dentro de la doctrina del magisterio eclesial, a deducción teológica histórica.


2. El «cómo» de tal conciencia

Empecemos por examinar el modo de tal personalidad, ¿había también en Jesús persona humana o solamente divina? Este ha sido históricamente el problema eclesial de Jesús Dios y hombre. Pero todo ello desde la base documental de los evangelios.

Jesús aparece diciendo palabras y ejecutando acciones. Algunas acciones son iguales a las nuestras como por ejemplo el comer, el dormir, el airarse, el andar, el hablar, el sufrir, el morir ¿Es otro Jesús el que hace esas acciones y el cura al enfermo o resucita al muerto, el que apacigua la tempestad, o el que camina sobre el agua? El Hijo de Dios dice al leproso: «Quiero» con palabra humana, y su mano de hombre pone barro en los ojos del ciego. Ante la tumba de Lázaro, y ante la cama de la niña de Jairo, el Hijo de Dios le devuelve la vida mandando con voz humana: Lázaro, sal afuera –Niña levántate. Frente al viento y el mar su voz humana da una orden y el viento se calma y las olas se desploman. El Hijo de Dios camina con sus pies humanos sobre el agua embravecida, y su mano de hombre sostiene a Pedro cuando se está hundiendo. No son dos, sino uno el que hace la doble faceta divina y humana de una misma y única acción.

Sólo la persona divina puede decir «Yo-soy» ante el Sanedrín respondiendo a la pregunta del si es el Hijo de Dios; lo dice con voz humana, la garganta y cuerdas vocales de Jesús, y sus labios, paladar y dientes emiten con el aliento la articulación de la palabra. Cuando dice: «El que me ve a mí, ve al Padre», como objeto deja atención de los discípulos presentes o de los demás, es visible a los hombres sólo en su naturaleza humana, pero a quien ven, como a sujeto, es a alguien que dice «Veis al Padre en Mí». No hay más solución que la de Efeso, afirmando que cuando su madre concibió y dio a luz en su naturaleza humana a Jesús, fue Madre de Dios, porque la persona era divina. El ángel le dijo: «Lo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios». Ella decía a Dios-Jesús: «Tú eres mi hijo».

Y cuanto al otro aspecto del misterio, de dos naturalezas distintas, es evidente que en todas estas acciones y palabras reseñadas por los evangelistas las acciones humanas eran las de una naturaleza humana respecto al cuerpo, y en cuanto al alma las ideas de su inteligencia eran de alma humana como la nuestra, pues sus palabras eran también humanas. Cuanto a la naturaleza divina nadie la ha visto directamente ni la ve en esta vida, pero es imposible que la Persona del Hijo no tenga naturaleza, pues no podría existir sin ella, y es la misma del Padre, por lo cual ha podido decir, «el que me ve a mí ve al Padre», y «el Padre y Yo somos uno» (Jn 14, 9; 10, 30).



Las operaciones “teándricas”

Hay un problema que surge de la unidad hipostática, el de las operaciones llamadas teándricas, es decir que son «divino-humanas»: divinas por la persona sujeto de ambas naturalezas, humanas por la naturaleza humana como fuerza energética física que las actúa, con el alma humana, como el comer o el dormir, el andar etc. Se pueden llamar teándricas, en cuanto su sujeto es la persona divina; pero más propiamente son llamadas teándricas aquellas en que la persona divina actúa además con la naturaleza divina, como por ejemplo en los milagros, en los que la naturaleza divina hace lo que no puede hacer la humana (resucitar el muerto...).

Al realizar así estos milagros Jesús tenía conciencia de lo que quería hacer con su voluntad humana, sujeta plenamente siempre a la divina, como era resucitar a Lázaro su amigo; pero necesariamente tenía conciencia humana de que esto superaba sus fuerzas humanas solas, y así tenía que tener conciencia humana de su persona divina y del poder, divino en naturaleza, que poseía ésta persona. Especial­mente difíciles en la explicación para nosotros son los momentos de tristeza de Jesús particularmente la agonía de Getsemaní, donde se hallan los problemas de la unión hipostática más al descubierto.

(Santo Tomás da una explicación teológica al considerar la voluntad como naturaleza, inclinada con necesidad de naturaleza a la felicidad y la voluntad como voluntad que elige el bien. Ver hojas aparte STh I q.82 a.2: III q.18, a.3)

En cuanto al modo en que funciona la conciencia humana de Jesús de Nazaret de saberse Dios verdadero, podemos hacer dos sugerencias, tomadas ambas de la historia de la fe.

La primera es el modo con que Dios inspira a los escritores sagrados, de tal modo que, según la fe de la iglesia lo estima, el verdadero autor del escrito sagrado es el Espíritu Santo divino a través de la naturaleza (en este caso personada humanamente) del escritor. Isaías, Lucas o Pablo escriben no al dictado del Espíritu, pero sí de modo que dicen aquello que El quiere y sólo aquello mismo, pero con palabras humanas propias del estilo y lenguaje humano de tal escritor. Si cambiamos la naturaleza personada del escritor por la naturaleza no personada humanamente de Jesús de Nazaret tenemos alguna idea, aunque remota, del modo como actuaba la Persona divina con la naturaleza humana. Aunque en los escritores sagrados quizás no había necesariamente conciencia de la inspiración.

(Ver Verbum Domini Benedicto XVI)

Otro caso de ilustración puede ser el de los místicos católicos. La historia de la más alta mística puede iluminarnos algo el caso de Jesús de Nazaret. Santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz pueden ofrecernos en sus escritos, como doctrina, el rasgo característico de la unión mística que es la «presencia de Dios» sentida en la conciencia. En la conciencia ordinaria del cristiano, aunque esté en gracia, no se da el sentimiento o conciencia de tal presencia divina en unión de gracia, y expresamente lo dice el concilio de Trento: «Nadie puede saber con certeza de fe, en la que no puede caber error, que ha conseguido la gracia de Dios» (Decr. de iustif. c. 9; Denz. n. 802), lo cual se afirma frente a la pretensión luterana de que sólo obtiene la justificación el que cree firmemente haberla obtenido por la divina misericordia, que se ha de esperar. Pero, además, la conciencia nada nos dice ni puede decir naturalmente sobre la posesión de la gracia y presencia de Dios en el alma por unión, al no ser este estado naturalmente perceptible, por ser sobrenatural.

Los místicos alcanzan la percepción de la presencia divina en sí por gracia especial. San Juan de la Cruz llega a declarar ésta como una de las tres señales, y la más importante, de la elevación del alma a la vida mística y los dones extraordinarios.



3. El «cuándo» de tal conciencia

El segundo problema es cuándo comenzó la conciencia humana de Jesús. En los hombres normalmente se va desarrollando la facultad de la inteligencia, fuente también de la autoconciencia, según la edad va perfeccio­nando en la infancia el desarrollo del órgano del pensamiento, que es el cerebro. En Jesús de Nazaret, ¿cuándo comenzó a existir en funcionamiento la concien­cia humana de su divinidad y mesianidad?

La respuesta podría parecer quizás sencilla: debe ser como en los demás hombres, pues era hombre plenamente, excepto en la persona. Pero el la presencia de la persona divina, como sujeto de los actos, hace variar la situación.

Los racionalistas y los que niegan su divinidad, sostienen que la conciencia de su divinidad en Jesús nunca existió, y también niegan algunos de ellos la de su mesianidad, y todos la atribuyen a una profunda convicción religiosa o mística de Jesús.

Los teólogos católicos han aceptado siempre la conciencia humana que Jesús tenía de su divinidad, aun en vida mortal, aunque tal vez alguno hable o haya hablado con ambigüedad o duda de la misma.


Algunos otros teólogos, aunque contrariamente al sentir prácticamente unánime de los Padres de la Iglesia y del magisterio, sin negar a Jesús esta conciencia de su divinidad, han pensado que no siempre la tuvo, o al menos no con claridad. Y al querer asignar un instante de su vida en el que antes de la muerte se haya clarificado en él tal conciencia podría parecerles tal el del bautismo principalmente, donde por vez primera se produce sobre Jesús, según los evangelios, la revelación de Dios sobre su filiación divina: «Este es mi Hijo, en quien me he complacido». En ese instante tal revelación pudo ser hecha al propio Jesús, al modo como en Mateo Jesús dice a Pedro que ha recibido una revelación del Padre sobre su filiación divina, por lo cual es dichoso.

Recuerdan el texto de Isaías en que declara proféticamente la bajada del Espíritu del Señor sobre su Siervo el Mesías, como en una «consagración mesiánica», con la efusión sobre él de los dones del Espíritu. El propio Jesús en la sinagoga de Nazaret, según este pensamiento, dice que se ha cumplido en él la profecía de Isaías (Is 61, 1-2; cf. 11, 1-3; 41, 1 ss; Lc 4, 17-21). Con razón dice Galot que no parece admisible tal interpretación del instante de tomar conciencia Jesús de su personalidad divina.

Jesús, a los doce años, dijo a María y José en el encuentro en el templo, cuando le buscaban desolados: «¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo tengo que estar en la casa de mi Padre?» (Lc 2, 49). Jesús sabe ya a los doce años que Dios es su Padre. Tiene ya conciencia, como más tarde, de que es Hijo de Dios. María ha dicho a Jesús niño: «Tu padre (José) y yo te buscábamos doloridos» (Lc 2, 48). Jesús entonces le responde «mi Padre» por Dios. No puede estar más clara la conciencia que tiene de quién es su verdadero Padre de que él es Hijo de Dios.

Dice Lucas en su evangelio: «El Niño crecía y se fortalecía (o robustecía) lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba en él» (Lc 2, 40). Cuando volvieron a Nazaret antes del suceso del encuentro en el templo. Y después del encuentro vuelve a repetir: «Aumentaba en sabiduría y edad y agrado (o complacencia) ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52). Esta última afirmación cierra las narraciones de la infancia y de Nazaret, siguiendo ya desde el c. 3 la vida pública, a partir del anuncio del Bautista.

José y María conocían desde la concepción virginal de Jesús el secreto mesiánico y aun el divino de Jesús, revelado por el ángel a María al pedirle de parte de Dios su consenti­miento a tal suerte de concepción, como un esposo a su esposa.

Lo que el ángel revela a María es ciertamente que la concepción será obra virginal de Dios mismo con su poder y Espíritu. En sus palabras se contiene la condición divina del Hijo. Tiene por Padre a Dios, y por eso termina su revelación diciendo: «Por eso, además, (dio, kaí) lo concebido (o nacido; gennomenon) (será) Santo, será llamado Hijo de Dios» (Le 1, 35).Esta resulta ya ahora una afirmación de la divinidad.

Lo supo también José, tanto por el ángel en sueños como sin duda al hablar con ella misma (Mt 1, 20). El ángel reveló a José tanto la condición mesiánica del Niño: «José, hijo de Dayid», como la condición de Hijo de Dios: «Es del Espíritu Santo». Como en María, en José están las dos condiciones. Y es indudable que los dos esposos, revelado ya el misterio, hablaron entre sí del prodigioso hecho que iluminaba sus vidas en adelante. No pudieron ignorar la altísima condición divina del que ambos llamaba familiarmente «hijo», sabiendo que lo era sólo de María físicamente, aunque por el matrimonio también pasaba a serlo de José.

Tenemos dos datos sobre la conciencia humana de Jesús, antes de los doce años. Por un lado él «crecía lleno de sabiduría», que era ciertamente de origen sobrenatural e infuso en su alma: era la sabiduría de que hablan los libros sagrados tan ampliamente (Prov 8, 22.30.34; Sab 7, 7). ¿Cómo pensar que Jesús, poseyendo esta sabiduría celeste en su alma, no tuviese conciencia de que él mismo era el origen de tal sabiduría en cuanto Dios?

El segundo dato es el del conocimiento de los que le rodeaban, y de los hechos acontecidos. Ciertamente sabían quién era, como hemos dicho, su madre María y José. Hablaron con él y le contaron, sin duda, en sus íntimas conversaciones de Nazaret, lo que sabían de él, y le preguntaron algo sobre ello. Es imposible que vivieran en silencio entre sí tantos años conocedores ellos del misterio. El o ellos debieron introducir algún día el tema.

Aquí quiero hacer una breve pero muy importante digresión, acerca de la fuente de las narraciones evangélicas de la infancia de Jesús. Nunca he leído que entre las fuentes posibles se mencione al propio Jesús. Ahora bien, si José y María, como es enteramente lógico, hablaron con él íntimamente, debieron contarle lo sucedido en la visitación a Isabel y el júbilo de Juan en el seno de su madre, que llena de Espíritu Santo profetizó. Lo mismo de la venida de los pastores a adorarle, con los cantos angélicos mesiánicos. Lo mismo de la venida de los magos desde el oriente. Y también de la admirable profecía de Simeón y del encuentro con Ana en el templo. Dice Lucas que su madre María «conservaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2, 19.51). ¿No es enteramente legítimo pensar que Jesús supo por María y José todo lo sucedido en su infancia? ¿No es, entonces, legítimo e inevitable pensar que seguramente él mismo puede haber una fuente de la narración de tales hechos más tarde en la intimidad de sus apóstoles?

El primer encuentro de los discípulos con Jesús narrado por Juan

Quizás encontremos un rayo de luz sobre este importantísimo punto en Juan. Pues dice que, cuando Andrés visitó por vez primera a Jesús, siguiendo la indicación del Bautista, salió convencido de que era el Mesías, lo mismo Felipe (Jn 1,41.45). ¿No es muy posible que tengamos aquí una indicación de que Jesús les contó algo, que les movió a la seguridad con que salieron de que era el Mesías de Israel? ¿Qué fue esto narrado por Jesús a Andrés y quizás a Juan, y luego a Felipe? ¿No es muy probable que fuesen acontecimientos de su propia infancia y nacimiento, que él conocía por la narración de sus padres? Al menos merece la pena de considerar esta importante hipótesis de fuente, la más segura y cercana, la más fácil y la más evangélica. Ello resolvería un importante problema. Sin quitar la fuente de la Madre.

En el primer instante de la Encarnación del Verbo

¿En qué momento, entonces, conoció Jesús su propia divinidad, o tuvo conciencia de ella? No parece que haya otro más apto que la misma encarnación en el seno de su madre María. Ella lo sabía en aquel instante, y él era superior a ella. Lo sabía ciertamente el ángel Gabriel, y él era superior a todos los ángeles, que le adoraron en su concepción y entrada en el mundo y el tiempo: «Cuando introduce a su primogénito en el orbe de la Tierra dice: Adórenle todos los ángeles de Dios» (Hebr 1,6). Lo sabían los ángeles, María, José, y poco después lo supieron por revelación Isabel, Zacarías, Simeón (Lc 1, 43; 1, 69; 2, 26-30). ¿Podía ignorarlo Jesús, rey de ángeles y hombres, aunque fuese niño infante?

La exegesis clásica ha visto siempre, con la misma Iglesia, en el júbilo de Juan al ser santificado en el seno de Isabel (Lc 1, 41) una señal de su repentina y carismática iluminación santificadora. Jesús pudo mejor que Juan tener conocimiento desde el primer instante en su alma humana de que era el Hijo de Dios, y, como tal recibir la adoración de los ángeles de Dios. El alma es capaz de este conocimiento en su naturaleza espiritual, en esta vida por milagro. La poderosa unión de la Persona del Hijo, en el primer instante de su concepción debió producir estos dones en su alma, aunque su cuerpo fuese todavía unicelular pero programado genéticamente. Ya era Jesús de Nazaret para el futuro. Y lo era, pues este hecho aconteció en Nazaret, aunque luego nació en Belén.

Tal es por los demás la opinión clásica de los Padres de la Iglesia, de la que no vemos motivo para apartarnos.

Queremos señalar que de ninguna manera se ha de pensar que en tales condiciones Jesús no tuviese una verdadera y plena humanidad, semejante a la nuestra en todo excepto en el pecado y la persona. Su cuerpo y alma eran humanos verdaderamente, y estaban sujetos a las leyes humanas del desarrollo. Pero es cierto que Dios puede iluminar un alma en el orden espiritual propio de ella, que es en sí misma superior a la unión corporal, pues puede vivir fuera de carne (aunque no sea en esta vida).

Si El poseyó la visión beatífica desde el principio, como afirman diversos documentos del magisterio eclesial que luego citaremos, sin duda que con ella hubo de tener desde el primer instante la conciencia de su persona divina en el alma humana, iluminada por la visión beatífica de Dios y sus tres Personas.

Suma teológica - Parte Ia - Cuestión 82 - Sobre la voluntad

Artículo 2: Lo que la voluntad quiere, sea lo que sea, ¿lo quiere o no lo quiere por necesidad?

Objeciones por las que parece que la voluntad lo que quiere, sea lo que sea, lo quiere por necesidad: (…)

Contra esto: está lo que dice Agustín: Por la voluntad se peca y se vive rectamente. Así, puede optar entre cosas opuestas. Por lo tanto, no todo lo que quiere lo quiere necesariamente.

Respondo: La voluntad no quiere necesariamente todo lo que quiere. Para demostrarlo, hay que tener presente que, así como el entendimiento asiente de manera natural y necesaria a los primeros principios, así también la voluntad asiente al último fin, cómo ya dijimos (
a.1). Pero hay realidades inteligibles que no están conectadas necesariamente con los primeros principios, como lo pueden ser las proposiciones contingentes, de cuya negación no se deriva la negación de los primeros principios. A tales proposiciones el entendimiento no asiente necesariamente. Por su parte, hay otras conectadas necesariamente con los primeros principios. Son las conclusiones demostrables, de cuya negación se deriva la negación de los primeros principios. A éstas, el entendimiento asiente necesariamente cuando deductivamente se reconoce su inclusión en los principios. Pero no asiente a ellas necesariamente antes de conocer por demostración dicha inclusión.
Lo mismo ocurre por parte de la voluntad. Pues hay bienes particulares no relacionados necesariamente con la felicidad, puesto que, sin ellos, uno puede ser feliz. A dichos bienes, la voluntad no se adhiere necesariamente. En cambio, hay otros bienes relacionados necesariamente con la felicidad, por los que el hombre se une a Dios, el único en el que se encuentra la verdadera felicidad. Sin embargo, hasta que sea demostrada la necesidad de dicha conexión por la certeza de la visión divina, la voluntad no se adhiere necesariamente a Dios ni a lo que es de Dios. En cambio, la voluntad del que contempla a Dios esencialmente, por necesidad se une a Dios del mismo modo que ahora deseamos necesariamente la felicidad. Por lo tanto, resulta evidente que la voluntad no quiere necesariamente todo lo que quiere.
A las objeciones: (…)


Parte IIIa - Cuestión 18 - Sobre la unidad de Cristo en cuanto a la voluntad

Artículo 3: ¿Tuvo Cristo dos voluntades racionales?

Objeciones por las que parece que Cristo tuvo dos voluntades racionales. (…)

Contra esto: está que, en cualquier orden, hay un solo principio motor. Pero la voluntad es el primer motor en el campo de los actos humanos. Luego en un hombre sólo existe una voluntad propiamente dicha, que es la voluntad racional. Y Cristo es un hombre. Por consiguiente, en él solamente existe una voluntad humana.

Respondo: Como hemos expuesto (
a.1 ad 3), la voluntad se toma unas veces como potencia y otras como acto. Por consiguiente, si la voluntad se entiende en cuanto acto, es necesario poner en Cristo dos voluntades racionales, esto es, dos especies de actos voluntarios. La voluntad, como se dijo en la Segunda Parte (1-2 q.8 a.2 y 3), versa acerca del fin y acerca de los medios para alcanzarlo; y tiende a ambas cosas de modo diferente. Efectivamente, al fin se encamina de manera tersa y absoluta, como a algo bueno por naturaleza; en cambio, a los medios se dirige por una cierta relación, en cuanto que resultan buenos en orden al fin. Y por eso el acto de la voluntad orientado a un objeto querido por sí mismo, v.gr. la salud, llamado por el Damasceno thelesis, esto es, simple voluntad, y denominado por los Maestros voluntad como naturaleza, es de distinta naturaleza que el acto de la voluntad que se dirige a un objeto querido en orden a otro, como es tomar una medicina, denominado por el Damasceno bulesis, es decir, voluntad consultiva, y llamado por los Maestros voluntad como razón. Pero esta diversidad de actos no diversifica las potencias, porque ambos actos se fijan en una sola razón común del objeto, que es la bondad. Y, por eso, hay que decir: si se habla de la voluntad como potencia, en Cristo hay una voluntad esencialmente humana, y no llamada tal por participación. En cambio, si hablamos de la voluntad como acto, entonces hay que distinguir en Cristo la voluntad como naturaleza, llamada thelesis, y la voluntad como razón, denominada bulesis.

A las objeciones: (…)

Artículo 5: ¿La voluntad humana de Cristo quiso algo distinto de lo que quiere Dios? l

Objeciones por las que parece que la voluntad humana de Cristo quiso algo distinto de lo que quiere Dios. (…)

Contra esto: está lo que dice Agustín en su obra Contra Maximin. Haeret.: Cuando Cristo dice: «No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú» (Mt 26,39), da a entender que quiso algo distinto de lo que quería el Padre. Esto no pudo quererlo más que con su voluntad humana, puesto que mudó nuestra debilidad hacia su amor humano, no hacia su amor divino.

Respondo: Como ya se ha expuesto (
a.2 y 3), en Cristo, en cuanto hombre, existieron varias voluntades, a saber: la voluntad sensible, llamada voluntad por participación; y la voluntad racional, considerada bien como naturaleza, bien como razón. Y antes hemos dicho (q.13 a.3 ad 1; q.14 a.1 ad 2) que, por una dispensación divina, el Hijo de Dios, antes de su pasión, permitía a su carne obrar y padecer lo que es propio de ésta. Y lo mismo permitía a todas las facultades de su alma hacer lo que es propio de las mismas. Ahora bien, es evidente que la voluntad sensible rehuye, por naturaleza, los dolores sensibles y la lesión corporal. Igualmente, la voluntad como naturaleza rechaza también las cosas contrarias a la naturaleza y lo que es esencialmente malo, por ejemplo la muerte y otras cosas por el estilo. Pero la voluntad como razón puede, a veces, elegir tales cosas en orden a un fin; así, la voluntad sensible de un hombre normal, e incluso su voluntad absolutamente considerada, rehuyen el cauterio, que la voluntad como razón elige en orden a la salud. Pero era voluntad de Dios que Cristo padeciese los dolores, la pasión y la muerte; Dios quería tales cosas no por sí mismas, sino en orden al fin de la salvación de los hombres. Con esto resulta evidente que Cristo, con su voluntad sensible y con su voluntad racional considerada como naturaleza, podía querer algo distinto de lo que Dios quería. Sin embargo, con su voluntad como razón quería siempre lo mismo que quería Dios. Esto es manifiesto por sus propias palabras: No como yo quiero, sino como quieres tú (Mt 26,39). Con su voluntad como razón quería, efectivamente, que se cumpliese la voluntad divina, aunque diga querer otra cosa con su otra voluntad .
A las objeciones: (…)


Suma teológica - Parte IIIa - Cuestión 7 - Sobre la gracia de Cristo en cuanto hombre particular

Artículo 3: ¿Tuvo Cristo fe?

Objeciones por las que parece que en Cristo se dio la fe. (…)

Contra esto: está lo que se dice en Heb 11,1: La fe es prueba de lo que no se ve. Pero para Cristo no hubo nada oculto, de acuerdo con lo que le dijo Pedro, en Jn 21,17: Tú sabes todas las cosas. Luego en Cristo no existió la fe.

Respondo: Como se expuso en la Segunda Parte (
2-2 q.4 a.1), el objeto de la fe es la realidad divina no vista. Pero el hábito de la virtud, como cualquier otro, se especifica por el objeto. Y por lo mismo, si la realidad divina deja de ser algo no visto, desaparece el motivo de la fe. Ahora bien, Cristo, desde el primer instante de su concepción, vio plenamente la esencia divina, como luego se demostrará (q.34 a.4). Luego en él no pudo existir la fe.

A las objeciones: (…)

Suma teológica - Parte IIIa - Cuestión 34 - Sobre la perfección de la prole

Artículo 4: ¿Fue Cristo comprehensor perfecto en el primer instante de su concepción?

Objeciones por las que parece que Cristo no fue comprehensor perfecto en el primer instante de su concepción. (…)

Contra esto: está lo que se lee en el Sal 64,5: Bienaventurado aquel a quien elegiste y tomaste; lo que, según la Glosa, se refiere a la naturaleza humana de Cristo, que fue asumida por el Verbo de Dios en unidad de persona. Pero la naturaleza humana fue asumida por el Verbo de Dios en el primer instante de su concepción. Luego Cristo, en cuanto hombre, fue bienaventurado en el primer instante de su concepción, lo cual es ser comprehensor.

Respondo: Como es claro por lo expuesto (
a.3), no fue conveniente que Cristo, en su concepción, recibiese sólo la gracia habitual sin su acto, pues recibió la gracia sin medida, como antes se ha demostrado (q.7 a.11). Pero la gracia del viador, por estar desprovista de la gracia del comprehensor, es menor que la de este último. De donde resulta evidente que Cristo recibió, en el primer instante de su concepción, no sólo una gracia tan grande como la que tienen los comprehensores, sino también mayor que todos los comprehensores. Y como tal gracia no careció de su acto, síguese que fue comprehensor en acto, viendo a Dios por esencia con mayor claridad que todas las criaturas.
A las objeciones: (…)

Identidad y conciencia de Jesús de Nazaret



LA REALIDAD DE LAS AFIRMACIONES DE JESÚS

LA REALIDAD DE LAS AFIRMACIONES DE JESÚS Resumen

Los evangelios recogen testimonios acerca de que Jesús dijo que era el Mesías e Hijo de Dios, queda por ver si esas afirmaciones fueron realmente dichas por Jesús de Nazaret o las pusieron en su boca, sin haberlas dicho.

Un capítulo se dedica a establecer la garantía de las afirmaciones por cuestiones externas, el testimonio de los evangelistas es veraz; en otro capítulo se analiza la veracidad de dichas afirmaciones en base a criterios de historicidad o crítica interna, de manera que en los evangelios se puede oír la voz de Jesús; un tercer capítulo se dedica a los grandes misterios revelados en los evangelios y que sólo El pudo revelarlos; finalmente, en un cuarto capítulo se examina la cuestión de la fe pospascual en relación con lo acontecido antes de la pasión, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret.

La garantía de las afirmaciones de Jesús de Nazaret se funda en criterios de crítica externa que se apoya en la validez del testimonio de los autores de los evangelios.

A los evangelios se les debe conceder presunción de veracidad, ya que son documentos nacidos para dar a conocer una figura real, la de Jesús de Nazaret, a través de sus hechos y palabras. Son cuatro documentos que aunque no son del todo independientes, tienen cuatro autores distintos y confluyen en la figura de Jesús. Es muy difícil que se trate de una figura literaria y no de un personaje histórico del que se relatan hechos y dichos que son verdaderos. Además, se trata de múltiples testimonios, se puede decir que todo lo relatado en los evangelios tiene como trasfondo la mesianidad y la divinidad de Jesús de Nazaret.

Los testimonios de los evangelios son objetivos por la notoriedad de los hechos narrados, por el respaldo de la comunidad cristiana y por la declaración de los enemigos.

Los autores y el aval de los testimonios garantizan la historicidad de los hechos y dichos narrados en los evangelios. Los evangelistas son sinceros.
El evangelista Lucas afirma: a) que las cosas narradas que él recoge sucedieron realmente, y b) que han llegado hasta él, desde fuentes personales orales de hombres que las vieron, y fueron «testigos oculares» de ellas.
Marcos es estimado por la tradición como «intérprete de Pedro», según testimonio de Papías.
El evangelio de Juan va avalado por la autoridad de un apóstol de Jesús.
El evangelio de Mateo griego actual basta haber sido admitido con los otros tres como evangelio auténtico por la primera comunidad cristiana

La intención declarada de los evangelistas.
Lucas: «para que conozcas la solidez (ten asfáleian) de las enseñanzas recibidas.
Juan termina el evangelio en su capítulo veinte: «lo que ha escrito es para que sus lectores crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios»
Marcos escribe «el evangelio de Jesús, Cristo, Hijo de Dios»
Mateo presenta a Jesús, como «Emmanuel=Dios-con-nosotros»

Carácter sagrado del testimonio evangélico
Si Jesús no hizo y dijo todo esto, si no manifestó que es Dios, son falsos testigos ante Dios y los hombres. Además de caer en blasfemia contra el Dios único, caerían en falso testimonio en materia tan sagrada. Y además se convertirían también en falsos testigos contra el propio Jesús, a quien quieren ensalzar, al atribuirle tan graves afirmaciones mesiánicas y divinas si no las hubiera dicho él.

El monoteísmo hebreo de los autores. Los evangelistas admiten que Jesús es Dios. Resulta incomprensible cómo hubiesen podido admitir que un hombre es Dios, dentro de la religión monoteísta, si no fuese porque Jesús afirmó tan clara­mente que él era Dios, un Mesías Dios.

Palabras y hechos de Jesús

El género literario «evangelio» consiste en que es el mensaje sobre Jesús que recoge sus hechos y sus palabras. Lucas dice en el libro de los Hechos apostólicos: «Escribí primero sobre todo lo que Jesús hizo y enseñó».

Sobre la mesianidad: la confesión de Pedro, atestiguada por los cuatro evangelios, cuyo mínimo es la afirmación del Cristo o Mesías
Respecto la mesianidad y la divinidad: el testimonio del Bautista es de sumo valor especto a la mesianidad y a la divinidad, aparece en los cuatro evangelios, y recordado en otros textos también, como por Pedro, y por Pablo, y aun por el profano escritor Flavio Josefo respecto a la persona, de indudable carácter histórico.

En cuanto a la divinidad: En los sinópticos. Hay algunas parábolas en que Jesús se autocalifica indirectamente de «Señor», y de manera especial la descripción del juicio en Mateo. Sobre el título de Hijo de Dios. El uso de la palabra Padre en su forma Abba, que indica una filiación especial y muy directa. El modo de hablar de «su Padre» como propio, es propio de Jesús. La parábola de los viñadores es claramente de Jesús. Las escenas del Bautismo y de la Transfiguración, en las que consta el nombre de «mi Hijo amado» dado por Dios mismo a Jesús son ciertamente auténticas.

Testimonios del evangelio de Juan.

Respecto a la mesianidad, la respuesta a la Samaritana y al ciego de nacimiento deben ser de Jesús. También el testimonio de los primeros apóstoles Natanael o Bartolomé. En el proceso de Jesús ante Pilato, se declara oficialmente que Jesús fue muerto por proclamarse Mesías o Rey (Basileus ton Iudáion).
En relación al testimonio de divinidad, la declaración de Marta es un testimonio de la mesianidad y de la divinidad. La proclama­ción de Tomás lleva el sello de su autenticidad tanto en la negación primera del apóstol a creer, como en su rendida evidencia a lo cierto. La palabra Padre en Juan era un reconocimiento de su propia filiación. Los Yo-soy en boca de Jesús en forma absoluta alcanzan en Juan su plenitud de expresión.

Hay palabras y testimonios que son «ipsissima vox», por ejemplo: la respuesta ante Pilato sobre el título de Rey espiritualmente trascendente; la respuesta ante el Sanedrín sobre su divinidad mesiánica; una de las expresiones de la propia voz de Jesús: el Yo-soy equivalente al nombre de Yahvéh en los cuatro evangelios más de una vez; el misterio eucarístico en su fórmula institucional; el título de Padre-Abba dado a Dios, en forma estrechamente filial directa, como confirmaremos al ver el misterio trinitario en seguida; la confesión de Pedro, en la respuesta de Jesús: algunos egotismos de Juan, subrayados por las circunstancias como auténticos.

Otras expresiones deben ser afirmadas como «vox Iesu»: la respuesta sobre la preexistencia a Abraham, la afirmación del Bautista, las escenas de su bautismo y de su transfiguración, confirmadas por múltiple testimonio, diversos logia de Jesús que hemos citado, y otros casos semejantes. Todos estos casos son afirmaciones reales de Jesús, si no queremos suprimir toda fe histórica en los hechos evangélicos.


Un Mesías que es Dios

El juicio final. Uno de los misterios examinados es el del Juicio final, que Jesús reivindica como oficio propio personal. El capítulo 25 de Mateo es un argumento decisivo de la divinidad afirmada por Jesús. Es el Hijo del hombre, título propio de Jesús, quien juzga, y ese título se une allí al de rey ejerciendo su poder. Los que son juzgados le dan el título de Señor.
Esta verdad, que ha pasado a ser punto de la fe de la Iglesia, proclamada en el Credo, recogida en toda la tradición antigua y posterior, desde la apostólica, es un argumento de la real afirmación por Jesús de su divinidad
.

La revelación de la Trinidad

Juntamente con la unicidad de Dios, la fe cristiana admite como revelado por Jesús explícitamente el misterio de la Trinidad. Padre, Hijo y Espíritu Santo son tres personas distintas en un solo y mismo Dios. Este misterio trinitario existe propiamente sólo en el cristianismo y en los evangelios.
¿Quién pudo inventar y manifestar este misterio si no fue Jesús, el Hijo? Una breve mirada a este misterio nos confirma en la autenticidad histórica de esta vox Iesu, que es también ipsíssima. En rigor este misterio quedaba inicialmente revelado en la declaración de Jesús de ser Hijo de Dios.

La fórmula del bautismo cristiano

Una clarísima revelación de la Trinidad es la fórmula del bautismo cristiano, que Mateo propone como pronunciada por Jesús resucitado en el alto monte de la aparición de Galilea:

«Bautizad en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28, 19).

Esta fórmula ha llegado hasta nosotros intactal. Con ella son bautizados los cristianos de todas las confesiones. No se puede pensar sino que proviene del propio Jesús, la tradición así la ha recibido desde los apóstoles. En esta fórmula aparece la divinidad de Jesús de forma evidente. Pues son colocados en plena paridad el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de la revelación trinitaria.

La fe pospascual de los apóstoles
La única explicación válida es que Jesús mismo fue quien dijo que era Mesías, Juez del Mundo, Hijo de Dios, Dios verdadero. El fue quien reveló el misterio de la Trinidad. El consagró el misterio de la Eucaristía. El ordenó bautizar en el nombre de la Trinidad. El proclamó ante el Sanedrín su suprema verdad, de cara a la muerte y delante de Dios mismo. Las palabras de Jesús son, en verdad, palabras de Jesús

La fe pospascual de los discípulos

La crítica, al distinguir la comunidad prepascual y la pospascual, con la muerte y resurrección como un hiato entre ambas, dice una verdad. Lo que no resulta aceptable es el planteamiento de ruptura de la crítica radical y racionalista, o de la desmitologización no cristiana. «Los apóstoles ciertamente después de la ascensión del Señor predicaron a sus oyentes lo que El había dicho y obrado, con aquella más plena inteligencia de que ellos gozaban, instruidos por los acontecimientos gloriosos de Cristo, y enseñados por la luz del Espíritu de la Verdad» (Dei Verbum, 19).

Este texto dice que la comunidad pospascual tenía un más pleno conocimiento, recibido por luz del Espíritu de que gozaban, y por los hechos de la resurrección. Eran iluminados por la luz del «Espiritu de la Verdad». El texto afirma que, con esa luz, predicaban «lo que Jesús había dicho y obrado», no cosas diferentes y añadidas.


LA REALIDAD DE LAS AFIRMACIONES DE JESÚS Resumen

Capítulo I.- LA GARANTÍA DE LAS AFIRMACIONES

1. Perfil de la figura mesiánico-divina de Jesús

En los evangelios Jesús afirma su carácter de Mesías de Israel, y de Hijo de Dios. Es el perfil de un hombre único en el mundo en sus declaraciones, palabras y acciones personales.

En este trabajo, se han ordenado los testimonios comenzando por el Bautista, después los testimonios sobre la mesianidad de Jesús de Nazaret y luego los testimonios sobre la divinidad de Jesús de Nazaret, tomado de los sinópticos, o de san Juan. Los testimonios desembocan en la persona de Jesús, como Hijo de Dios y Dios verdadero.

En el último capítulo se han presentado los testimonios de los grandes misterios evangélicos de la fe: la Eucaristía y la Trinidad. En ellos la luz plena cae sobre la persona divina de Jesús, el propio testimonio sobre el Hijo de Dios.

2. Tres indicaciones previas

El paso de lo humano a lo divino en una persona que ha actuado dentro de la historia de los hombres, se da en los evangelios mediante las afirmaciones de Jesús.

Falta dar el paso desde los evangelios a la realidad histórica, lo narrado en los evangelios concuerda con la historia real de Jesús de Nazaret. Lo que desautoriza la ruptura establecida por el racionalismo y alguna crítica exegética radical.

Ahora surge el problema de la interpretación crítica de los textos evangélicos, de la que trata el P. Igartua S.J. en su libro: «Los evangelios ante la historia», donde se examina el valor histórico admisible y admitido del AT en sus libros, y el muy superior del NT.

En este capítulo presentamos las razones de crítica externa, apoyada en la validez del testimonio de los autores. En el capítulo siguiente propondremos las razones de crítica interna de los documentos mismos.

Tres indicaciones previas.

La primera, se debe conceder a los evangelios presunción de verdad. Son documentos nacidos para dar a conocer una figura real, la de Jesús de Nazaret, a través de sus hechos y palabras. Este mensaje debe ser acogido como nacido de la sinceridad.

En principio, la postura crítica debe ser, no de oposición, sino de examen ponderado, con presunción de realidad afirmada, en tanto no se muestra lo contrario. Por tanto, no son admisibles postulados ideológicos en el examen, que declaren a priori imposible algo del mismo documento, como pasa en los milagros para los racionalistas.

El principio de «presunción de verdad», enunciado por Mc. Eleney: «Se acepta un enunciado bajo la palabra de quien los refiere, sin no se prueba lo contrario», es necesario en los textos históricos, cuando el autor merece crédito en general en lo que dice. La obligación de probar recae sobre quien lo niega.

La segunda, son cuatro los documentos a manejar. Aunque no son absolutamente independientes entre sí, esto no impide que el mensaje haya sido presentado por cuatro autores diferentes que han convenido en la figura de Jesús. Los sinópticos tienen pasajes indepen­dientes, Marcos (con 80 vers. Exclusivos suyos), en Mateo (con 330) y Lucas (con 600). Puede decirse, que la figura evangélica de Jesús es la de un hombre genial desde el punto de vista religioso y humano.

Es difícil que tal figura sea creación literaria de un autor, ya que éste debería ser un genio superior a los mayores de la humanidad para haberla fingido. Que muchos testigos coincidan en esa misma figura sería un prodigio inaudito, si tal figura no ha sido sacada de la realidad en que vivieron.

La tercera, se refiere a la multiplicidad de textos sometidos a examen, con resultado positivo. Tratándose de la declaración o proclamación de divinidad, y aun de mesianidad de un hombre, bastaría una sola afirmación semejante para crear el problema que examinamos.

3. La objetividad de los testimonios evangélicos

a) Notoriedad de los hechos relatados

Pablo prisionero del procurador romano Festo. Festo presenta la reclamación de ciudadano romano ante el rey Agripa para que le oiga, y juzgue si le ha de remitir al César como entendido en las cosas judías. Pablo hace un vibrante alegato defensivo ante Agripa, que lleva al rey a decir con frase entre irónica y conmovida: «Por poco me convences a hacerme cristiano» (Act 26, 28). Al llegar Pablo a hablar de la resurrección de Jesús, Festo interrumpe gritando <>, Pablo le contesta: No estoy loco, excelentísimo Festo, hablo de cosas verdaderas y en mi sentido. El rey está bien enterado de estas cosas, no creo que se le oculte nada de esto, pues no son cosas que han pasado en un rincón» (Act 26, 25-26).

Jesús señaló la notoriedad de sus Palabras y afirmaciones, al iniciarse su proceso ante Anas: «Yo siempre he enseñado en la sinagoga y en el Templo, a donde todos los judíos concurren, y no he hablado nada en oculto. ¿Por qué me preguntas sobre mi doctrina? Pregunta a los que me han oído qué les he hablado. Ellos saben las cosas que he dicho» (Jn 18, 20-21). Sus milagros y palabras han sido públicos.

Juan describe la indignación sacerdotal al oír sus palabras, cómo le quisieron apedrear más de una vez por blasfemar. Los sinópticos expresamente, y Juan en forma de referencia clara, proclaman que Jesús dijo esto ante el mismo Sanedrín.

También aparece tal notoriedad en el camino e Emaús, donde los caminantes dicen al ignorado compañero: «¿Tú solo no sabes estas cosas?» (Lc 24, 18).

El testimonio del Bautista, unánime en los cuatro evangelios, muestra que lo que se dice del propio Jesús era congruente con el testimonio dado antes por aquél (cf. Jn 10, 40). La figura del Bautista está atestiguada también por Flavio Josefo. Cabe preguntar: si el Bautista dio testimonio sobre Jesús, como bautizador en Espíritu. (Sinópticos, y Juan), y como Hijo de Dios (en Juan); si además los profetas habían anunciado la venida futura del Mesías, ¿debe extrañar que Jesús haya dicho palabras de testimonio sobre sí mismo?

b) El respaldo de la comunidad cristiana apostólica

Los documentos evangélicos se sitúan en los años 40-100. Al admitir los evangelios la comunidad cristiana, con un gran número de testigos garantiza y respalda el testimonio de los evangelistas. Podemos recordar el argumento de la alegación de Pablo sobre los testigos en la carta a los Corintios. Dice el apóstol, confirmando su mensaje kerigmático sobre los hechos fundamentales de Jesús, la muerte y resurrección con las apariciones en particular, que Jesús resucitado ha sido visto por «quinientos hermanos juntos, de los cuales la mayor parte viven todavía» (1 Cor 15, 6).

Las afirmaciones y hechos de Jesús en vida mortal habían sido hechas ante un pueblo que no pudo ignorarlas, como en la escena del Sanedrín, o ante muchedumbre de oyentes como en el sermón del monte, o cuando en el día de la entrada triunfal de los ramos fue aclamado como Hijo de David.

El libro de los Hechos nos hace saber que el día de Pentecostés se agregaron a los discípulos de Jesús, que eran ya algunos miles al parecer, otros tres mil, y poco más tarde cinco mil, entre ellos también muchos sacerdotes del templo (Act 2, 41; 4, 4; 6, 7).

«Un período de 20 a 50 años es demasiado breve para que se produzca una corrupción del sentido esencial, y aun de la literalidad de los dichos de Jesús«No nos parece ni siquiera posible que hubiera habido en los evangelios una modificación seria en la tradición histórica (sobre Jesús)».

c) La declaración de los enemigos

Los saduceos o fariseos y escribas se opusieron a Jesús, hasta intentar apedrearle, y llevarle ante Pilato para que fuese condenado a muerte de cruz porque Jesús se proclamaba Dios, lo cuál estimaban intolerable blasfemia (Mt 26, 65; 27, 40.43; Mc 14, 637 Lc 22, 71; Jn 5, 18; 8, 58; 10, 33; 19, 7).

Otros enemigos del cristianismo, como Celso en el siglo II, reconocen que Jesús se proclamó Dios a sí mismo. Entiende él que en los evangelios se dicen todas estas cosas como sucedidas, aunque él las rechaza en cuanto a la interpretación (i, 28; 1, 50.54.58; II, 55761.63.70).

4. Los autores, y el aval de sus testimonios

Pasamos ahora a los evangelistas, y buscamos su credibilidad como autores.

a) La sinceridad de los evangelistas.

El evangelista Lucas afirma: a) que las cosas narradas que él recoge sucedieron realmente, y b) que han llegado hasta él, desde fuentes personales orales de hombres que las vieron, y fueron «testigos oculares» de ellas.

El libro de los Hechos comienza: «El primer libro (el evangelio) lo escribí sobre todo lo que Jesús hizo y enseñó» (Act 1,1). Consta así que los testigos son de lo visto en obras y de lo oído en palabras de Jesús. De estos testigos dice que lo son «desde el principio», y que ellos «nos lo han transmitido».

Lucas escribe lo que ha sabido recogido de fuentes directas e indirectas: son los «testigos presentes» en los hechos de Jesús.

Las palabras de Jesús en Lucas, en el punto central de afirmaciones de divinidad o mesianidad, no han sido desfiguradas hasta el punto de hacerle decir lo que no dijo en lo esencial. Lucas tuvo de fuente a su compañero Pablo. Pablo atestigua que habló con Pedro y Santiago sobre Jesús para conocer bien lo sucedido (Gal 1, 18-19). En el año 49, se reunió de nuevo con Pedro, Juan y Santiago y pudo tener mayor plenitud de datos, sobre las enseñanzas de Jesús (Gal 2, 2.9).

Marcos es estimado por la tradición como «intérprete de Pedro», según testimonio de Papías recogido por Eusebio de Cesárea (Hist. Eccl. 3, 39). «Marcos poniendo por escrito aquellas cosas, como las recordaba, pero no como quien compone en orden las sentencias del Señor, puso cuidado en una cosa, no omitir nada de lo que había oído, no poner nada falso en ello». Marcos fue compañero de los apóstoles, Pablo le cita en su última carta 2 (Tim 4, 11) próximo a morir. Pedro le menciona como compañero en su primera epístola, de autenticidad segura, escrita desde Roma -Babilonia (1 Pe 5, 13). La sinceridad de Marcos parece quedar fuera de duda.

El evangelio de Juan va avalado por la autoridad de un apóstol de Jesús. Y respecto de su sinceridad, el propio autor asegura varias veces que relata cosas que ha visto (Jn 19, 35; 20, 3.0-31; 21, 24; 1 Jn 1, 1).

El evangelio de Mateo griego actual basta haber sido admitido con los otros tres como evangelio auténtico por la primera comunidad cristiana, la cuál eliminó los evangelios apócrifos, a pesar de llevar nombre de apóstoles: Evangelio de Pedro, de Felipe, de Santiago…

La frase de Pascal, «Yo creo las historias de testigos que se dejan degollar» (Pensées, sect. IX, 593; ms. 159; y cf. 844) retiene todo su valor en la palabra «testigos», que es la clave del texto. Decían Pedro y Juan ante el Sanedrín: «No podemos callar lo que hemos visto y oído» (Act 4, 19-20); «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Act 5, 29). Y todo ello porque «somos testigos de estas cosas». (Act 5, 32). Y eligen a Matías, en el lugar de Judas, la condición es «que haya sido testigo» (Act 1, 22).

No escriben solamente lo que pudiera ser más creíble, sino también relatos que parecían desdecir de la divinidad de Jesús que predicaban, como la oración de Getsemaní, (Mt 26, 37-39; Mc 14 33-36; Lc 22, 41-44; Jn 12, 27), o tentado por Satán de modo grosero. Pablo escribe a los Gálatas: «Delante de Dios digo que no miento» (Gal 1, 20).

b) La intención declarada de los evangelistas

La intención de Lucas: «para que conozcas la solidez (ten asfáleian) de las enseñanzas recibidas (peri ón katéjezes logon)» (1, 4). Lo que pretende con su escrito es confirmar la verdad real de los hechos y palabras de Jesús.

Juan declara que dice la verdad en su relato al narrar la lanzada en el costado del cadáver de Jesús en la cruz, y el hecho de haber manado de la herida sangre y agua: «El que lo vio lo atestiguó, y su testimonio es verdadero; él sabe que dice verdad (del hecho: lo verdadero), para que vosotros creáis» (Jn 19, 35).

Termina el evangelio en su capítulo veinte: «lo que ha escrito es para que sus lectores crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios» (Jn 20, 31).

De Marcos y Mateo no tenemos una declaración semejante personal, sino que escribe Marcos «el evangelio de Jesús, Cristo, Hijo de Dios» (Mc 1,1). Creemos que ya es bastante decir en realidad.

De Mateo podemos decir que la presentación de Jesús, desde el comienzo de su infancia, como «Emmanuel=Dios-con-nosotros» (Mt 1, 23) hasta su gloria final igualado «al Padre y al Espíritu Santo» (Mt 28, 19), garantiza que no es posible que narre de tal persona hechos y palabras imaginarios.

Hay un testimonio de la intención narrar hechos verdaderos en la segunda carta de Pedro: «No os hemos hecho conocer la fuerza y presencia de nuestro Señor siguiendo fábulas (o mitos) sofisticadas, sino habiendo visto su Grandeza» (2 Pe 1, 16).

c) Carácter sagrado del testimonio evangélico

Los evangelios son mensajes de carácter religioso, y por ende sagrado. Es sagrado el fin de los evangelistas, el de llevar a sus lectores a la fe en Jesús y en Dios. Es también sagrado por el contenido de su mensaje, cuyo centro nuclear es la divinidad de Jesús, como lo atestiguan Marcos y Juan (Mc 1, 1; Jn 20, 31), y consta en Mateo y Lucas.

Los evangelistas entran en el terreno de las afirmaciones divinas de Jesús, de su conducta extraordinaria, sus hechos y sus palabras. No pueden mentir, ni desfigurar sus palabras o hechos de modo que queden irreconocibles y convertidos en narraciones míticas, como han querido Strauss o Bultmann.

Pablo argumenta a los Corintios: «Si Cristo no resucitó vana es nuestra predicación y vana nuestra fe. Y somos convictos de ser falsos testigos de Dios, porque hemos atestiguado contra Dios que resucitó a Cristo, a quien no resucitó (no pudo resucitar) si los muertos no resucitan (porque decís que es imposible)» (1 Cor 15, 14-15).

Si Jesús no hizo y dijo todo esto, si no manifestó que es Dios, son falsos testigos ante Dios y los hombres. Además de caer en blasfemia contra el Dios único, caerían en falso testimonio en materia tan sagrada. Y además se convertirían también en falsos testigos contra el propio Jesús, a quien quieren ensalzar, al atribuirle tan graves afirmaciones mesiánicas y divinas si no las hubiera dicho él. El pecado sería contra Dios y contra el mismo Jesús, al cual convertirían falsamente en blasfemo.

Ellos eran testigos verdaderos. Pedro dice: «Somos testigos de la resurrección» (Act 2, 32; 5; 32; 10, 39-41); «somos testigos de su vida entera», (Act 1, 22). Dice Juan: «somos sus testigos, porque le hemos visto, oído y tocado» (1 Jn 1, 1-2). Proclama Pablo: «somos muchos sus testigos (1 Cor 15, 5-9). Este es para ellos el cumplimiento del «sed mis testigos» del mandato que les ha dado el propio Jesús (Act 1. 8). ¿Cómo se puede pensar que los escritores han desfigurado su testimonio, por no sé qué métodos literarios?.

d) El monoteísmo hebreo de los autores

Los autores de los evangelios son de religión judía. El núcleo central de la religión hebrea es indiscutiblemente el monoteísmo. El famoso Shemá del Deuteronomio: «Oye, Israel. Yahvéh es nuestro Dios, sólo Yahvéh. Amarás a Yahvéh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza» (Deut 6, 5). Y con plenitud de certeza, lo que más nos importa aquí ahora, es que en tiempo de Jesús el monoteísmo es un hecho absoluto en Israel, el centro de su religión.

Los evangelistas admiten que Jesús es Dios. Resulta en verdad incomprensible totalmente cómo hubiesen ellos podido admitir que un hombre es Dios, dentro de la religión monoteísta, si no fuese porque Jesús afirmó tan clara­mente que él era Dios, un Mesías Dios, que la luz fue más fuerte que lo pudieran ser todos sus reparos monoteístas. Mantuvieron su monoteísmo, admitiendo que en un solo Dios hay tres personas pero esto precisamente es lo incomprensible.

Hombres hebreos, monoteístas cuya fe se afirmaba diciendo en las páginas sagradas: «Yahvéh, ¿quién es semejante a ti?» (Ex 9, 14; 15, 11; 1 Re 8, 23; 2 Cron 6, 14; Sal 70, 19; 85, 8; 88, 7; Is 44, 7; 46, 9; Jer 10, 6; 49, 19), se convierten de pronto en hombres que dicen: «Jesús de Nazaret es como tú». La única explicación de este cambio, inverosímil en sí mismo, es lo que los evangelistas nos transmiten: que Jesús de Nazaret mostró con sus palabras y sus obras que él era Hijo de Dios, igual al Padre.

5. Conclusiones del capítulo

Jesús realmente afirmó su mesianidad y su divinidad personalmente, ante diversos auditorios. No puede dudarse de que, tales afirmaciones provienen de labios del mismo Jesús a quien son atribuidas, ni de que los hechos que muestran sus poderes son hechos realmente acontecidos. Se debe advertir que para aceptar esta conclu­sión no es necesario que todos los hechos y palabras presentados sean considerados auténticamente tales. Basta en realidad que afirmemos que no sería aceptable decir críticamente que los evangelistas han multiplicado tales testimonios, como los sometidos a examen, y que resultase que no perteneciese a Jesús ni siquiera su núcleo central y fundamental: se presentó él mismo como Mesías y Dios.

Si esto no fuese cierto en el conjunto, tendríamos que decir necesariamente que los evangelistas no habían dado una imagen real de Jesús, sino solamente mítica o deformada, lo cual es inaceptable, por las razones señaladas, en un punto tan central como éste, aun desde un punto de vista meramente crítico.


Capítulo II.- LA VOZ DE JESÚS EN LOS EVANGELIOS

Para examinar el valor de los testimonios evangélicos de Jesús sobre su mesianismo y divinidad, utilizaremos los criterios de crítica interna de la redacción y origen de los textos, que se suman a los criterios externos.

Jeremías J. ha hecho ya clásico el término de «ipsissima vox» para designar los testimonios evangélicos de palabras de Jesús. Ha señalado las palabras pronunciadas por Jesús en arameo, que vienen a sumar en total 17. Las mas importantes son abba=padre dirigida a Dios, y cephas=roca, relativa a Pedro.

Aparte de tales vocablos sueltos conservados en los evangelios, se pueden llamar «vox Iesu», palabras de Jesús, aquellas que conservan una estructura del sabor aramaico, como son las integradas con la fórmula Amén, amén propia de Jesús, o las de «Hijo de hombre» título exclusivamente puesto en labios de Jesús.

1. Los géneros literarios y la redacción

En tiempos recientes goza de favor la teoría de los géneros literarios, en el sentido de «Historia de las formas», o Form-geschichte alemana de los críticos racionalistas o protestantes Bultmann y Dibelius, seguidos por la mayoría, con eco también católico. La Instrucción de la Comisión Bíblica en 1964 sobre la verdad histórica de los Evangelios (AAS, 1964), autoriza a utilizar moderadamente tal método, poniendo a la vez en guardia contra los varios y peligrosos presupuestos en que los racionalistas la apoyan.

Algunos seguidores del método son guiados por opiniones racionalistas que niegan la existencia de Dios y su intervención por tanto en el mundo, sea por revelación, por milagros o por profecías; otros creen que la fe puede modificar la historia porque no es compatible con ella; otros niegan a priori la verdad histórica de los documentos; otros ponderan la «capacidad creativa de la primitiva comunidad, sin tener en cuenta la autoridad de los apóstoles como testigos de Cristo. Todas esas cosas, además de oponerse a la doctrina católica, carecen de fundamento científico, y se oponen a los principios de la historia». Como puede verse, los peligros son muchos y muy graves, y no todos se han mantenido inmunes a ellos.

Los evangelistas han recogido textos anteriores o testimonios orales conservados con certeza, y los han puesto por escrito, no se ve fácilmente cómo podríamos tener seguridad de que la labor de reconstrucción de la crítica del siglo XX pueda encontrar nuevas señales de autenticad que hayan pasado inadvertidas a los evangelistas, que escribieron en el tiempo apostólico, cuando todavía vivían los mismos testigos de los hechos de Jesús. ¿Con qué razones podrán apoyar la pretensión de anular pasajes como inauténticos los críticos del siglo XX, que no se hallan en las ventajosas condiciones de los evangelistas?

Mejor es el método de la Historia de la Redacción (Redaktionsgeschichte). Se fija en la diversa redacción de los sinópticos en las variantes que ellos introducen en el mismo pasaje aceptado. Estas variantes dependen del fin o intención particular de cada evangelista en su composición o redacción de la obra y señalan matices muchas veces de gran interés para mejor entender el pasaje y que pueden ilustrarlo, también con aportaciones del AT, o de influjos posibles. Un ejemplo, es el caso del letrero de la cruz de Jesús. Otro, las palabras de la institución eucarística. Son estos problemas de la redacción escogida por cada evangelista.

Un ejemplo de este tipo de problemas nos lo ofrece Lucas en dos pasajes idénticos del mismo autor, y con diversa redacción, como es de la ascensión del Señor y los detalles recogidos, muy distintos aunque no contrarios, en Lc 24, 50-53 y Act 1, 4-11). También se puede citar la modificación que hace, al parecer, Lucas en el mensaje de los ángeles a las mujeres en el sepulcro sobre Galilea: mientras Mateo y Marcos anuncian la futura aparición en Galilea a los apóstoles (Mt 76 32- 28, 10; Mc 14, 28; 16, 7), Lucas solamente menciona Galilea para decir: «Recordad lo que os dijo cuando estaba todavía en Galilea» (Lc 24 6). Parece que Mateo y Marcos han sido en este caso más concretamente exactos.

2. Los criterios de historicidad

Por los criterios internos se busca más que las «ipsissima verba Iesu» de Jeremías, «ipsissimus Iesus», y su propio mensaje. Interesa la exactitud de las palabras, pero más aún la auténtica conservación de la persona que las dijo.

Después del criterio básico de presunción de la verdad, hay dos criterios internos que Latourelle califica de «fundamentales»: primero el del testimonio múltiple, cuando diversos textos confluyen en una misma afirmación, si tales textos no son interdependientes; tales son en la vida de Jesús la pasión, muerte y resurrección de Jesús, así como la Eucaristía y otros datos. Segundo el de explicación necesaria, o también de razón suficiente, cuando la única explicación razonable que puede darse de algunos textos existentes es la de que sean verdaderos. Lo formula el autor así: «Si existe una explicación suficiente (y razonable) para un conjunto de datos, que los armoniza, podremos concluir que estamos en presencia de un dato auténtico».

Propone el autor otros dos criterios, que llamaremos «primarios» con los dos citados: son el de discontinuidad y el de conformidad. El de discontinuidad se da cuando hay una clara ruptura del texto en cuestión con el ambiente judío anterior, el de conformidad, cuando hay tal ajuste con el ambiente, conocido por la arqueología, historia, literatura de la época, que la exacta situación del texto revela su procedencia de ese mismo ambiente. Como criterio secundario o derivado se propone el del estilo vital de Jesús, es decir que armoniza tan bien con su persona y doctrina extraordinaria, que no es fácil haya sido atribuido a él adventiciamente. Se pueden añadir la coherencia narrativa, que integra tal dato con naturalidad en toda la narración, y las diversas interpretaciones de un fondo común, que así resalta más como verdadero. También éste es de interés especial aquí. Queremos notar que, entre los puntos que se consideran así adquiridos como históricos en los evangelios por el solo examen interno del texto, expresa el autor los siguientes: Yo os digo (Amén)... Abba, «Hijo del hombre» y la declaración de su filiación divina ante el Sanedrín y Caifas. Creemos que hay más puntos que nos interesan de esta calidad, pero ya éstos serían suficientes para nosotros.

3. Palabras y hechos de Jesús

El género literario «evangelio» consiste en que es el mensaje sobre Jesús que recoge sus hechos y sus palabras. Evangelio significa el «buen anuncio», «buen mensaje» (eu-angelios). Lucas dice en el libro de los Hechos apostólicos: «Escribí primero sobre todo lo que Jesús hizo y enseñó» (Act 1,1). Esta esencia de los evangelios ha sido recordada en la Constitución Dei Verbum del Vaticano II sobre los escritos sagrados:

«La santa madre Iglesia firme y constantemente ha creído y cree que los cuatro evangelios, cuya historicidad afirma sin vacilar, transmiten fielmente lo que Jesús, Hijo de Dios, viviendo entre los hombres hizo y enseñó realmente para la salvación de ellos (Constit. Dei Verbum, n. 19).

«La iglesia siempre ha defendido y defiende que los cuatro evangelios tienen origen apostólico. Pues lo que los apóstoles predicaron por mandato de Cristo, luego, bajo la inspiración del Espíritu Santo, ellos y los varones apostólicos nos lo transmitieron por escrito, fundamento de la fe, es decir el Evangelio en cuatro redacciones, según Mateo, Marcos, Lucas y Juan (ib. n. 18).

«Los autores sagrados escribieron los cuatro evangelios esco­giendo algunas cosas de las muchas que ya se transmitían de palabra o por escrito,... reteniendo la forma de proclamación (o evangelio), de manera que siempre nos comunicaban la verdad sincera acerca de Jesús. Escribieron, pues, sacándolo ya de su memoria o recuerdos, ya del testimonio de quienes desde el principio fueron testigos oculares y ministros de la palabra, para que conozcamos la verdad de las palabras que nos enseñan (Lc 1, 2-4)» (ib. n. 19).

Estos textos del Vaticano II, que recogen prácticamente la enseñanza perenne de la Iglesia acerca de los evangelios, ya sobre su origen apostólico, ya sobre la inspiración de los escritos, ya de las fuentes del testimonio y de la intención de los autores, son de suma importancia aun críticamente, pues muestran la enseñanza de la tradición original sobre los evangelios, que tiene un alto valor histórico también.

Pío X en el decreto dado por la Sagrada Congregación del Santo Oficio «Lamentabili», rechaza como falsa la afirmación modernista de que «en muchas narraciones los evangelistas no refirieron lo que es verdad, sino lo que creyeron más provechoso para los lectores, aunque fuera falso» (Prop. 14, Denz. N. 2014), así como la de que «en los evangelios no ha quedado sino un tenue vestigio de la doctrina de Cristo» (Pr 15 Denz. N. 2.015). Y especialmente sobre Juan y su evangelio también condena estas afirmaciones: «Las narraciones de Juan no son propiamente historia, sino una contemplación mística del evangelio, y los discur­sos contenidos en su Evangelio son meditaciones teológicas, acerca del misterio de la salud, destituidas de verdad histórica» (Pr. 16, Denz. n. 2.016), lo mismo que las que hablan sobre los milagros como «exagerados por Juan» (Pr. 17), y de que Juan no es «testigo de Cristo», sino sólo de la vida de la Iglesia en el final del siglo I. (Pr. 17, 18).

La Declaración de la Congregación de la Fe en 1972 dice que «Cristo en su vida terrena declaró el misterio de su persona con obras y con palabras» (AAS, 1972, 237-39). Concuerda con el Concilio de Calcedonia, que dice que en Cristo hay una sola persona y dos naturalezas, y que es «uno sólo y el mismo Hijo Unigénito, Dios Verbo Señor Jesucristo, como de antiguo acerca de El nos lo enseñaron los profetas, y el mismo Jesucristo», (Denz. 148). En Calcedonia, como se ve, se vindican tanto las profecías mesiánicas del AT como en particular «la enseñanza del mismo Jesucristo» sobre su propia divinidad, que es lo que aquí concretamente nos interesa.

Con razón rechaza el Decreto Lamentabili esta proposición modernista: «La divinidad de Jesucristo no se prueba por los evangelios, sino que es un dogma que la conciencia cristiana dedujo de la noción de Mesías» (Pr. 27, Denz. n. 2.027)

Diremos más adelante, al tratar de la fe prepascual y pospascual de los apóstoles, la verdad de que fueron iluminados por el Espíritu en la fe para mejor comprender lo que Jesús hizo y dijo; pero nunca de manera que fueran cosas diversas de las que Jesús «en realidad hizo y dijo», como ha dicho el Vaticano II en su texto.

4. La voz propia de Jesús

Jesús no dejó nada escrito, a diferencia de los grandes fundadores de religiones. ¿Cuál es en realidad su «ipsissima vox?. ¿Podemos encontrar palabras escritas por los evangelistas que concuerden con lo que Jesús dijo con su voz natural? Las palabras aramaicas, y en griego cuando Pilato le pregunta si es rey: Tú dices, que Yo soy Rey» (Jn 18, 37). Esta palabra ratifica la causa mesiánica del proceso, cuyo testimonio directo ha sido además conservado en el griego original por el propio evangelista, al describir el título de la cruz: «Jesús el Nazareno, Rey de los Judíos» (Jn 19, 19-20) advirtiendo de que estaba escrito en hebreo, griego y latín.

Debemos distinguir en primer lugar el carácter de Mesías, y luego el de Hijo de Dios, Dios mismo.

En la mesianidad: la confesión de Pedro, atestiguada por los cuatro evangelios, cuyo mínimo es la afirmación del Cristo o Mesías; el escueto «Yo-soy, el que habla contigo» de Jesús a la Samaritana; lo mismo que al ciego de nacimiento, «Has visto al Hijo del hombre, el que habla contigo es» las aclamaciones públicas y multitudinarias al Hijo de David o Mesías el día de los ramos; diversas formas de hablar él mismo del «Hijo del hombre» con carácter mesiánico evidente, siendo además tal título forma típica del propio Jesús en su lenguaje; especialmente la afirmación pública ante el Sanedrín de ser el Cristo, con fórmula breve y valiosa: «Yo-soy» en los tres sinópticos (Mt Tú lo has dicho = Sí yo soy); todo el proceso religioso y en especial el político, traducido, como hemos dicho, en el propio título de justicia de la cruz, muestra indeclinablemente que Jesús reconocía que era el Cristo, Rey o Mesías, aunque no de carácter político sino religioso trascendente.

Respecto la mesianidad y la divinidad: el testimonio del Bautista es de sumo valor especto a la mesianidad y a la divinidad, aparece en los cuatro evangelios, y recordado en otros textos también, como en Act 10, 37-38 por Pedro, y en Act 13, 25 por Pablo, y aun por el profano escritor Flavio Josefo respecto a la persona, de indudable carácter histórico. «Viene él detrás de mí, mayor que yo, anterior a mí». Y testifica también sobre la divinidad de Jesús, por la relación con el Espíritu de Dios en el bautismo, y su bautizo en Espíritu y fuego, y en Juan además por este testimonio final resumen de todo: «Es el Hijo de Dios», que alcanza valor divino en la trascendencia del Mesías anunciado.

En cuanto a la divinidad: En los sinópticos. Hay algunas parábolas en que Jesús se autocalifica indirectamente de «Señor», y de manera especial la descripción del juicio en Mateo, así como en el Salmo 109, donde Jesús indica que el Mesías es Señor también, con este título divino aplicado a él. El título de Hijo del hombre, además de la escena solemne del Sanedrín, a todas luces verídica objetivamente, ofrece tal denominación, propia del modo de hablar específico de Jesús, al declarar que puede perdonar los pecados, rubricándolo con un milagro Patente, y que es Señor del sábado. Y especialmente que será el Juez del mundo, que es título y oficio necesariamente divino. Todos estos textos recogen con seguridad enseñanzas verbales del propio Jesús.

Cuanto al título de Hijo de Dios.
En los sinópticos una serie de testimonios, que llevan claramente el sello propio de Jesús. El uso de la palabra Padre en su forma Abba, que indica una filiación especial y muy directa. El modo de hablar de «su Padre» como propio, es típico y propio de Jesús. La parábola de los viñadores es claramente de Jesús. Las escenas del Bautismo y de la Transfiguración, en las que consta el nombre de «mi Hijo amado» dado por Dios mismo a Jesús son ciertamente auténticas. La escena del Sanedrín, donde al responder a la pregunta planteada se atestigua no sólo la mesianidad, antes citada, sino también la divinidad expresamente. Jesús responde, no sólo a la pregunta de si es el Cristo, sino también si es el Hijo de Dios. Este Yo-soy es momento cumbre de las declaraciones de Jesús recogidas a la letra.

También la confesión de Pedro en Mt, lleva el sello de la autenticidad de Jesús, que se declara Hijo de Dios y Señor del cielo y de sus llaves. Recogimos también otro Yo-soy notable en los sinópticos, el de Jesús caminando sobre el agua en la tempestad, que es testimoniado también por Juan. Hemos visto declaraciones de superioridad: a la Ley, en el sermón del monte; al Templo, confirmada por Juan en forma de comparación superior: «Hablaba del Templo de su cuerpo» (Jn 2, 20-21); al sábado, confirmada por Juan en milagros realizados precisamente en sábado, mostrándose «Señor del sábado». Todos estos logia o afirmaciones de Jesús llevan su propio y peculiar sello aramaico y de ambiente propio del tiempo judío, lo mismo que el señorío sobre los ángeles.

La fórmula del Amén, en sus numerosas formas de empleo muestra frases de Jesús, varias de las cuales son afirmaciones de divinidad además de mesiánicas, y muy especialmente las que afirman que vendrá como Juez de los hombres, oficio necesariamente divino. Diversos milagros, que son con seguridad comprobada históricos, muestran en su modo de actuar los poderes divinos que posee, y que actúa a voluntad propia.

De modo muy particular debemos subrayar el misterio eucarístico en su fórmula de institución. El cambio de pan en carne y del vino en sangre, nos muestra con claridad que Jesús se sabe o cree Dios, y que tiene poder tan grande como éste, que solo Dios puede poseer y ejercitar, de forma tan absoluta y sagrada, como fórmula cultual.

Testimonios del evangelio de Juan, en quien es clara su segura voluntad de resaltar la divinidad de Jesús (Jn 20, 31). Respecto a la mesianidad, la respuesta a la Samaritana y al ciego de nacimiento, que deben ser de Jesús. También el testimonio de los primeros apóstoles Natanael o Bartolomé. Desde el principio los tres proclaman, como hemos visto (Jn 1, 41.45.49) que Jesús es el Mesías anunciado por el AT.

En el proceso de Jesús ante Pilato de manera clarísima se declara oficialmente que Jesús fue muerto por proclamarse Mesías o Rey (Basileus ton Iudáion), aunque él lo hiciera en sentido espiritual y trascendente. Hemos visto que el testimonio ante Pilato es una de las palabras de Jesús conservada con certeza más a la letra en lengua griega, en que seguramente fueron pronunciadas. Es ipsissima vox le su. Y atestiguada también por el historiador romano Tácito (cfr. 1.a parte, c. 2).

En relación al testimonio de divinidad, la declaración de Marta es un testimonio no solo de mesianidad, sino también de divinidad. Y si ella proclama que es «Hijo de Dios» además de Mesías, Jesús proclama que es la Vida. Parece ésta una palabra cierta de Jesús. La proclama­ción de Tomás, declaración rendida de divinidad, lleva el sello de su autenticidad tanto en la negación primera del apóstol a creer, como en su rendida evidencia a lo cierto. Por ser posterior a la resurrección hablaremos de ella, al tratar de la comunidad pospascual. Pero es necesario señalar que el propio Juan subraya varias declaraciones de Jesús como auténticas al describir su diálogo con los judíos.

¿Qué decir de la palabra Padre en Juan? se debe concluir que era un reconocimiento de su propia filiación. Aparte de que en varias ocasiones la relación con el Padre se concreta de tal modo que lleva el sello de la voz de Jesús. De esto tratamos en seguida más concretamente al tratar de la revelación de la Trinidad. Los Yo-soy en boca de Jesús en forma absoluta alcanzan en Juan su plenitud de expresión. No se puede pensar que haya puesto Juan en boca de Jesús expresiones tan plenas si no las ha pronunciado.

También los Yo-soy de los egotismos, como el que pronuncia a la pregunta de Tomás en la cena: «Yo-soy la Vida y la Verdad». El atributo de la preexistencia, en la famosa respuesta «Antes que Abraham existiese existo Yo», lleva su sello de historicidad en la advertencia de que«cogieron piedras para matarle». Del mismo modo llévala tal sello la suprema palabra: «El Padre y yo somos uno». También quisieron lapidarle.

Respecto al Yo-soy (Egó-eimí), debemos notar que la célebre versión del AT al griego, de los LXX, que utilizan los evangelistas, traduce por el Nombre Sagrado de Yahvéh en Ex 3, 14. Esto da un mayor relieve a las respuestas de Jesús con esta fórmula griega en los evangelios. Su correspondencia en el hebreo, en boca de Jesús, sería: Yahvéh = Yo-soy (Egó-eimí). Ya el uso de la palabra sagrada se estimaba blasfemo. Mucho más si Jesús la acompañó con un gesto de señalarse a sí mismo.

En resumen:

Hay palabras y testimonios que son «ipsissima vox», por ejemplo: la respuesta griega ante Pilato sobre el título de Rey espiritualmente trascendente; la respuesta ante el Sanedrín sobre su divinidad mesiánica, una de las cumbres más altas de la propia voz de Jesús: el Yo-soy equivalente al nombre de Yahvéh en los cuatro evangelios más de una vez; el misterio eucarístico en su fórmula institucional; el título de Padre-Abba dado a Dios, en forma estrechamente filial directa, como confirmaremos al ver el misterio trinitario en seguida; la confesión de Pedro, en la respuesta de Jesús: algunos egotismos de Juan, subrayados por las circunstancias como auténticos. La brevedad de estas expresiones en su entorno, la solemnidad de las circunstan­cias, avalan con seguridad la exactitud de la palabra recogida de Jesús como testimonio.

Otras expresiones deben ser afirmadas al menos como «vox Iesu» que no ha podido sufrir modificación en la sustancia de las afirmaciones: tal es por ejemplo la respuesta sobre la preexistencia a Abraham, la afirmación del Bautista, las escenas de su bautismo y de su transfiguración, confirmadas por múltiple testimonió, diversos logia de Jesús o sobre Jesús conservados fielmente, que hemos citado, y otros casos semejantes. Todos estos casos son afirmaciones reales de Jesús, si no queremos suprimir toda fe histórica en los hechos evangélicos.


Capítulo III.- UN MESÍAS QUE ES DIOS

1. Un nuevo mesianismo en Israel

Afirman los evangelistas que Jesús proclamó desde el principio de su predicación y vida pública, que El era el Mesías esperado en Israel. Ahora bien, el mesianismo religioso proclamado por Jesús, con carácter trascendente hasta alcanzar la divinidad, no tiene paralelo en la historia de Israel.

En la historia de Israel, a los grandes caudillos Moisés y Josué, siguen los Jueces o héroes nacionales (Gedeón, Sansón, Jefté, Débora, Samuel), y a éstos los grandes reyes (David, Salomón, Ezequías, Josías...), luego los profetas (Isaías, Jeremías, Ezequiel...), y en fin los ilustres Macabeos, como guerreros y héroes de la sagrada Ley y de la patria. Pero no se llega nunca a una proclamación de Mesías religioso, fuera del caso de Jesús de Nazaret. En la historia de Israel aparecieron mesías políticos y guerreros poseídos de la esperanza mesiánica nacional. Tales son Teodas y Judas Galileo Act 5, 36-37). Tal será el caso de Simón Bar-Kochebá, el «Hijo de la Estrella» (cf. Núm. 24, 17), que levantará la última rebelión contra los romanos, y será aplastado por el emperador Adriano en el año 135, completando la destrucción de Tito en el 70 (EUS. CES., Hist. ecl., I, 5, 3-6; II, 11; IV, 6 y 8, 4).

El mesianismo israelita se había transformado realmente en la esperanza de un rey político y guerrero victorioso en Israel y el mundo. Pero el Mesías que Jesús proclama en su persona no es guerrero, no quiere armas. No admite ser proclamado rey por la multitud (Jn 6. 15). Corrige esta mentalidad que se halla en sus mismos apóstoles, como en el resto del pueblo (Mt 20, 25-28; Mc 10, 42-45; Lc 22, 25-27). Prohíbe el uso de las armas para defenderle, porque si quisiera podría llamar ángeles, pero han de cumplirse las escrituras (Mt 26, 52-53; Jn 18, 11).

Esta concepción mesiánica lleva el sello de Jesús de Nazaret, cuya admirable pasión y muerte, dando ejemplo de todo lo que había predicado, narran acordes los cuatro evangelistas. La proclamación de Mesías en Jesús de Nazaret lleva el sello de su rica y admirable personalidad.


2. El Mesías, Juez del mundo

Uno de los misterios examinados es el del Juicio final, que Jesús reivindica como oficio propio personal. Tal oficio exige necesariamente condición divina.

Este oficio está conectado con la de que ha de venir por segunda vez, con este fin precisamente. Hemos visto que recuerda tal segunda venida ante el propio Sanedrín que le está juzgando, y que su respuesta ha sido conservada por los tres sinópticos. La Segunda Venida es una de las afirmaciones de Jesús que cuentan con mayor seguridad de ser suyas.

El capítulo 25 de Mateo es un argumento decisivo de la divinidad afirmada por Jesús. Es el Hijo del hombre, título propio de Jesús, quien juzga, y ese título se une allí al de rey ejerciendo su poder. Los que son juzgados le dan el título de Señor, que es título de divinidad. Pero sobre todo el oficio que ejerce es oficio de divinidad, y lo ejerce personalmente (Mt 19, 28).

Esta verdad, que ha pasado a ser punto de la fe de la Iglesia, proclamada en el Credo, recogida en toda la tradición antigua y posterior, desde la apostólica, es un argumento de la real afirmación por Jesús de su divinidad. La afirmación de esta segunda venida y juicio, que da origen a la frase litúrgica: «Ven, Señor Jesús-Marán Athá» (Ápoc 22, 17.20; 1 Cor 16, 22) con que los discípulos pedirán a Dios esta llegada, es confirmada expresamente como esperanza de la comunidad cristiana en la misma Ascensión. Los ángeles dicen así a los discípulos, como colofón de la vida en la tierra del Hijo de Dios:

«Este Jesús, que ha subido desde vosotros al cielo, vendrá como le habéis visto marchar al cielo» (Act 1, 11)

El Mesías-Juez de los hombres es argumento de divinidad. Pues el Mesías hombre, Rey de Israel sería premiado y glorificado en el juicio. Pero el oficio de Juez es propio sólo y siempre de Dios.


3.- La revelación de la Trinidad

Juntamente con la unicidad de Dios, la fe cristiana admite como revelado por Jesús explícitamente el misterio de la Trinidad. Padre, Hijo y Espíritu Santo son tres personas distintas en un solo y mismo Dios. Este misterio trinitario existe propiamente sólo en el cristianismo y en los evangelios.

¿Quién pudo inventar y manifestar este misterio si no fue Jesús, el Hijo? ¿Se puede pensar que el monoteísmo hebreo, los apóstoles, lo inventasen por su cuenta? La respuesta es negativa. Fue, sin duda, Jesús quien manifestó tal revelación.

Hay que hacer otra segunda pregunta: ¿podían atreverse los apóstoles de Jesús a poner en su boca tal revelación si él no la había hecho? ¿Podían ser ellos «inventores» de este misterio y luego atribuirlo a Jesús? Esto no era posible para aquellos hombres.

Una breve mirada a este misterio nos confirma en la autenticidad histórica de esta vox Iesu, que es también ipsíssima. En rigor este misterio quedaba inicialmente revelado en la declaración de Jesús de ser Hijo de Dios. Luego en Dios hay Padre e Hijo. Esta afirmación de Jesús se halla ya en el propio nombre de Padre suyo que él da a Dios.

Pero principalmente en los capítulos 14-16 de Juan sobre la cena, que contienen el discurso o conversación mantenido por Jesús con sus discípulos ante la mesa pascual, y seguidamente en la sublime oración dirigida al Padre por Jesús antes de salir para Getsemaní, hallamos las principales expresiones que nos revelan más claramente qué condición tiene su afirmación de ser Hijo de Dios.

¿Y cómo pueden el Padre y el Hijo ser uno solo, si a la vez son dos personas distintas, como Padre, como Hijo, que pueden hablar entre sí, como nos muestra Jesús en su propia actitud y actividad de la oración? Sólo de una manera: «el Padre está en mí y Yo en él». Esta fórmula, que los teólogos llamarán la «circuminsesión», que nosotros podemos decir la «mutua inhesión» para hacerla más inteligible, aunque menos perfecta, es una conse­cuencia de la unidad. Si pues Jesús ha afirmado la unidad, ¿qué tiene de extraño que afirme esta doble y mutua inhesión en consecuencia? ¿Por qué tiene que ser teología de Juan? ¿No puede ser «teología de Jesús»?.

Especialmente tres frases de Jesús nos muestran de forma clara que se trata de afirmaciones y recuerdos históricos de Juan sobre la cena. No son solamente afirmaciones engarzadas en el discurso general, sino respuesta a objeciones o cuasi-dudas de algunos discípulos, Felipe, Tomás y Judas Tadeo.

Felipe pide que les muestre al Padre. El responde: «El que me ve a mí ve al Padre» (14, 9). A Tomás que pide ver el camino le responde que «Yo soy el Camino», pero añade más: «Yo Soy la Verdad y la Vida» (14, 6). A Judas Tadeo, que pregunta por qué se manifiesta o manifestará sólo a sus discípulos y no a los demás hombres del mundo, Jesús le responde: «Al que me ama mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos nuestra morada en él» (I4, 22-23), mostrando su identificación con el Padre.

Estos detalles del relato, con nombres subrayados tan personal­mente por el evangelista, muestran claramente que no se trata de sentencias teológicas suyas, que pone en boca de Jesús, sino que su recuerdo de ellas es histórico y concreto.

En relación con la tercera persona de la Trinidad, el Espíritu Santo. No parece haber duda posible sobre la manifestación del Espíritu bajando sobre Jesús en el bautismo. Hemos señalado la mención del Espíritu Santo en los sinópticos en algunos logia de Jesús, que no ofrecen ninguna dificultad en la atribución: «el Espíritu Santo de vuestro Padre, hablará en vosotros en las horas difíciles de la persecución» (Mt 10, 19-20; Mc 13, 11; Lc 12, 12; 21, 15). En una escena, que es difícil poner en duda, afirmando que el texto de Isaías en que el Espíritu Santo desciende sobre el Mesías se ha cumplido ante ellos (Lc 4, 18). Lucas especialmente se refiere diversas veces al Espíritu Santo en boca de Jesús en su evangelio, y en los Hechos describe la venida del Espíritu Santo en circunstancias tan claramente históricas que no se puede dudar de su intención de relatar un hecho acontecido (Act 2, 1-41).

En el discurso de la cena Jesús promete que ha de enviar el Espíritu Santo como alguien que es Dios, y a la vez que es distinto a él, es decir que lo distingue como Persona de la misma Trinidad que el Padre y el Hijo, del cual además dice que es enviado por el Padre y por el Hijo mismo. Del Espíritu en especial vale el argumento propuesto: si Jesús no fue quien reveló un Espíritu personal, tercera persona en la Trinidad ¿quién lo pudo revelar a los apóstoles? El evangelista Juan, y Lucas, y los otros también, atribuyen esta revelación a manifestaciones del propio Jesús: ¿por qué son puestas en duda, pues sin esas manifestaciones el Espíritu sería desconocido en su ser personal para los hombres? La revelación de la Trinidad fue hecha por Jesús, el cual fue enviado por el Padre «para revelar a los hombres los secretos íntimos de Dios.»

4. La fórmula del bautismo cristiano

Una clarísima revelación de la Trinidad es la fórmula del bautismo cristiano, que Mateo propone como pronunciada por Jesús resucitado en el alto monte de la aparición de Galilea:

«Bautizad en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28, 19).

Esta fórmula ha llegado hasta nosotros intacta, sin duda por su importancia sacramental. Con ella son hasta hoy bautizados los cristianos de todas las confesiones, y está declarada en la Iglesia Católica, por definición del Concilio de Trento, como la fórmula válida en todas las iglesias (can. 4 sobre el bautismo; Denz.n. 860), y que el bautismo es un sacramento instituido, como los otros seis, por el propio Jesús (can. 1 sobre los sacramentos; Denz.n. 844). La tradición universal cristiana de esta fórmula avala su entera legitimi­dad en la paridad divina de las tres Personas mencionadas.

No se puede pensar sino que proviene del propio Jesús, por lo cual la tradición así la ha recibido desde los apóstoles. Ellos bautizaron el día de Pentecostés a varios miles, y seguramente antes o con ellos a los propios discípulos de Jesús. Es el bautismo que Pedro llamará dado «en nombre de Jesucristo» (Act 2, 38-41). Pero este bautismo apostólico exigía la fe en la divinidad de Jesús, como aparece en el bautismo del eunuco de Candaces por el diácono Felipe (Act 8, 35-38), y no se puede dudar de que los apóstoles utilizaban la fórmula enseñada por Jesús, y llamaban a este bautismo el que se daba «en nombre de Jesús» (Act 2, 38; 8, 35; 9, 17-18; 10, 48; 19, 5; 1 Cor 1, 13)

En esta fórmula aparece la divinidad de Jesús de forma evidente. Pues son colocados en plena paridad el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de la revelación trinitaria. Es una formulación sagrada de la revelación trinitaria, conservada por ello al pie de la letra. Podemos pues, y debemos, estar ciertos de que esta fórmula fue pronunciada por Jesús mismo, y que nos transmite, como enseña el evangelista, una palabra del propio Jesús. Es así «Ipsissima vox lesu», una palabra literal de Jesús, quien afirma su propia divinidad.


Capítulo IV.- LA FE POSPASCUAL DE LOS DISCÍPULOS

1. La única explicación válida

Jesús manifestó en diversas formas que él era el Mesías esperado en Israel, Mesías, no de carácter político y guerrero, sino religioso y trascendente; trascenden­cia que llevaba la manifestación de que es Hijo de Dios, y verdadero Dios igual al Padre. Podemos añadir a esta semblanza de Jesús su afirmación de que él ha de ser Juez del mundo, que es imagen mesiánica de divinidad.

¿Cuál pudo ser la explicación válida de que pongan en labios de Jesús tales afirmaciones extremas para un hombre?, que Jesús las dijo, y afirmó que era Mesías de Israel, Juez del mundo y Dios verdadero, como Hijo de Dios

A las afirmaciones aportadas de Jesús, la de que es el Mesías, Juez del mundo y de los hombres todos, Hijo de Dios y Dios verdadero igual al Padre, podemos aplicar los diversos criterios de historicidad.

Si atendemos al criterio del testimonio múltiple, tal afirmación en diversas formas se encuentra en los cuatro evangelios, y a veces una misma afirmación en la misma forma en dos, tres o cuatro de ellos; el criterio de discontinuidad ve en tales afirmaciones algo que no puede provenir del ambiente judío, sino que rompe absolutamente con su monoteísmo integral. Las expulsiones de demonios no tienen explicación en el AT del pueblo judío.

El criterio de conformidad, puede hallar la concordancia de muchas de las sentencias de Jesús con los datos del ambiente, como la Ley, el sábado, el Templo, el Sanedrín, las costumbres romanas de la crucifixión, el «Hijo del hombre» como título propio mesiánico, y otros datos; el estilo vital de Jesús se muestra en las parábolas aportadas, así como en los milagros y su forma de realizarlos, o su voluntad de perdonar los pecados; la coherencia narrativa, porque muchas de tales afirmaciones se hallan incorporadas a fragmentos de los evangelios en los que existe tal coherencia.

Pero principalmente al aplicar el criterio de razón suficiente, la única razón explicativa de este cúmulo de afirmaciones en boca de Jesús, es que él mismo dijo que era Mesías, que sería Juez de los hombres y que era Hijo de Dios y Dios. Si esta afirmación triple proviene de su propia boca en vida mortal, como aparece en los evangelios, éstos quedan explicados y no hace falta ninguna explicación adicional, sino que basta ésta. Si él no lo dijo nunca, entonces no se puede encontrar ninguna otra explicación convincente de tan numerosos testimonios.

La única alternativa aportada por la crítica modernista es que tales afirmaciones son testimonios de la comunidad cristiana recogida por los evangelistas. Pero como los evangelistas las presentan como de Jesús, no de la comunidad cristiana, tropieza tal solución con las sostenerse en pie. Los evangelistas perderían todo crédito, no serían honestos ni sinceros, no habría vestigio alguno de tal mitificación en los evangelios.

Y, ¿quién sería responsable de tal mitificación? Eran doce hombres, de campo casi todos, pescadores y más bien elementales, los que habían vivido con él. ¿Por qué creyeron todos? Había miles de testigos de las obras de Jesús y de sus palabras. ¿Cómo no se alzaron voces de protesta en la comunidad cristiana y se bautizaron tantos, si todo era una especie de mistificación o alucinación de galileos? Fueron hombres importantes, como Arimatea y Nicodemo, muchos sacerdotes, los que se bautizaron. La misma madre de Jesús ¿habría dejado fingir tal cosa de su hijo?

La razón suficiente es ésta: fue Jesús quien lo dijo, como los evangelistas lo afirman. Los géneros literarios no caben en un tema tan grave como éste. Puede caber el problema de la redacción, que es válido, pero no de manera que modifique la sustancia de lo afirmado, en cosa tan grave.

La verdad es sólo ésta: Jesús mismo fue quien dijo que era Mesías, Juez del Mundo, Hijo de Dios, Dios verdadero. El fue quien reveló el misterio, ignorado por los hombres, de la Trinidad. El fue quien consagró el misterio, humanamente increíble, de la Eucaristía. El fue quien ordenó bautizar en el nombre de la Trinidad. El fue quien ante el Sanedrín proclamó su suprema verdad, de cara a la muerte y delante de Dios mismo.

Las palabras de Jesús son, en verdad, palabras de Jesús


2. La fe pospascual de los discípulos

La crítica, al distinguir la comunidad prepascual y la pospascual, con la muerte y resurrección como un hiato de gran significación entre ambas, dice una verdad. Tal salto existió. La resurrección, anunciada por el mismo Jesús a ellos antes de su muerte, fue el sello de Dios sobre su vida. Pero el misterio ya existía, y en él habían vivido. Ahora podían comprenderlo mejor.

Lo que no resulta aceptable es el planteamiento de ruptura de la crítica radical y racionalista, o de la desmitologización no cristiana. Dice la constitución dogmática del Vaticano Dei Verbum:

«Los apóstoles ciertamente después de la ascensión del Señor predicaron a sus oyentes lo que El había dicho y obrado, con aquella más plena inteligencia de que ellos gozaban, instruidos por los acontecimientos gloriosos de Cristo, y enseñados por la luz del Espíritu de la Verdad» (Dei Verbum, n. 19).

Este texto nos dice que la comunidad pospascual tenía un más pleno conocimiento, recibido por luz del Espíritu de que gozaban, y por los hechos de la resurrección. Eran iluminados por la luz del «Espiritu de la Verdad». El texto afirma que, con esa luz, predicaban «lo que Jesús había dicho y obrado», no cosas diferentes y añadidas. Y el mismo texto, poco antes: «los Evangelios comunican fielmente lo que Jesús, Hijo de Dios, realmente (reapse) hizo y enseño viviendo entre los hombres» (ib). Los evangelios nos narran así palabras y milagros reales de Jesús; los apóstoles predica­ban estas mismas «obras y enseñanzas» con mayor luz que antes, pero luz de Verdad.

Tomás después de la resurrección cuando «mete su mano y sus dedos» en las heridas gloriosas, proclama su fe: «Señor mío y Dios mío» Jn 20, 28).¿Por qué al ver al resucitado proclama que es Dios? La única razón por la que Tomás pudo, en esa su primera visión del resucitado, proclamar la divinidad de Jesús ante sus propios compañeros es porque Jesús la había manifestado antes de morir.

Los apóstoles bautizan en Pentecostés a miles de nuevos fieles con el bautismo ordenado por Jesús. Con la fórmula: «En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» (Act 2, 38; Mt 28, 19). Entendían el título que Jesús daba a Dios en vida, como a Padre. Significaba que él era el mismo Dios que el Padre, por ser Hijo. No hay ruptura sino plenitud de inteligencia. A la nueva luz pospascual eran más iluminados sobre la realidad anterior. Entendían lo que Jesús había dicho, y querido decir, en vida.

Todo el evangelio, y en especial el de Juan, quiere decir lo que Jesús dijo y enseñó, y lo que hizo en vida mortal, y luego su muerte y resurrección con las apariciones. Marcos titula su evangelio: «Evangelio de Jesucristo Hijo de Dios» (Mc 1,1). Juan declara al fin de su evangelio que su intención: «Estas cosas han sido escritas para que creáis que Jesús es el Cristo (o Mesías), Hijo de Dios» (Jn 20, 31). Marcos el primero, Juan el último, coinciden con Lucas. Quieren anunciar lo que Jesús «hizo y dijo» Act 1, 1-2), antes precisamente de la Ascensión, «desde su principio» (Lc 1, 2). Nos ofrecen «palabras de Jesús, hechos de Jesús», no géneros literarios narrativos solamente.

3. El evangelio de Juan y la realidad histórica

El evangelio de Juan suele ser calificado como «evangelio teológico», o también como «teología de Juan». Esto es admisible si se entiende bien. En el decreto Lamentabili de san Pío X se rechaza, como contraria a la doctrina eclesial, la afirmación: «Las narraciones de Juan no son propiamente historia, sino una contemplación mística del evangelio. Los discursos contenidos en su evangelio son meditaciones teológicas acerca del misterio de la salvación, destituidas de verdad histórica» (Lamentabili, prop. 16; Denz. n. 2.016). La verdad, por el contrario, es que en el evangelio de Juan es en el que rasgos históricos comprobados por la arqueología, o señalados por el evangelista con indicaciones peculia­res de tiempo o de lugar, o de personas no citadas en otros evangelios. Da múltiples datos que quiere señalar como históricos.

Contra aquellos que dicen que su evangelio es sólo reflexión teológica y no contiene realidades históricas, se alza la declaración del propio evangelista: «Estas cosas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, Hijo de Dios» (Jn 20, 31). Si no narra realidades, sino que sólo propone reflexiones teológicas propias, habría que responderle: ¿Cómo nos invitas a creer en el Hijo de Dios, si lo que narras de él nunca aconteció? ¿Qué fe merece tu palabra, si la apoyas en hechos irreales, nunca sucedidos, que provienen sólo de tu piedad? Ni podemos creer por lo narrado, que no es real, ni por tu palabra pues inventas hechos no reales.

Sin embargo, se puede decir en sentido verdadero que hay reflexión teológica en Juan.

Juan, en primer lugar, señala el fin teológico de su narración evangélica en su primer epílogo, que es el de «dar fe» (para que creáis) acerca de la divinidad de Jesús, Hijo de Dios. Si quiere hacer creer no puede narrar cosas inauténticas. Debe narrar cosas verdaderas. Pero se puede decir que tal intención, de finalidad teológica, da necesariamente un sesgo a la narración. Después de haber escogido los hechos y palabras más oportunos para su fin, los ha de redactar. Esta redacción no tiene el problema de los sinópticos, los cuales utilizan fuentes, orales o escritas, que tal vez modifican con retoques. La de Juan es sobre la base de sus recuerdos personales.

Su evangelio está compuesto de secciones en las que a un hecho notable -un milagro en general: las bodas de Caná, el paralítico en la piscina, la multiplicación de panes, el ciego de nacimiento, Lázaro resucitado; o el encuentro con la Samaritana, o con Nicodemo- sigue un diálogo, discusión o discurso de Jesús sobre un tema especial. Tales temas seleccionados son elección teológica. Son pues recuerdos de Juan, que vienen a su memoria, conservados con amor, en los que habla Jesús, según recuerda, o según compone por aproximación. Pero tiene que haber cosas que son de Jesús por su plasticidad, por su fuerza, por su carácter de admirable elevación, propia de Jesús en su estilo de imágenes.

Podemos recordar que el propio Juan distingue algunas veces su reflexión de lo que atribuye concretamente a Jesús. Así en el anuncio de la resurrección advierte que Jesús «hablaba de su cuerpo» (Jn 2, 21), y cuando Jesús invita a apagar la sed advierte que «lo dijo hablando del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en El» (Jn 7, 39). El diálogo con Nicodemo fue cuando él vino de noche, por temor a los judíos. El diálogo con la Samaritana tuvo lugar al mediodía junto al pozo de Jacob, y después habló con todo el pueblo de Sicar. El diálogo que sigue al milagro del paralítico, curado en la célebre y hallada «piscina de los cinco pórticos», que se han mostrado verdaderos, tuvo lugar con los judíos por ser el milagro «hecho en sábado». El discurso sobre la eucaristía tuvo lugar, tras la multiplica­ción de los panes, en la sinagoga de Cafarnaum (6, 59). Otras palabras de Jesús son en el Templo, a donde ha subido para la fiesta obligada (7, 14). Otro diálogo tuvo lugar en el gazofilazio del Templo (8, 20). Después que una vez habló, «muchos creyeron en él» (8, 30).

En el Templo tuvo lugar la proclamación de su eternidad, anterior a Abraham cuando los judíos ya cogieron piedras contra él (8, 30). En el caso del ciego de nacimiento le manda en concreto ir a la piscina de Siloé, tan conocida, y después se produce una inquisición oficial sobre el hecho, a la cual sigue otro diálogo en Juan, sobre el pastor (ce. 9-10). La máxima declaración de su unidad con el Padre tiene lugar en el Templo, en concreto en el pórtico de Salomón, y en la fiesta de las Encenias, o nuevas cosechas (10, 22-23). De nuevo se termina el diálogo con piedras en las manos judías. El relato de Lázaro está lleno de viveza histórica y detalles reales, que no es necesario enumerar. Su verdad queda afirmada al decir que fue causa de la decisión final de darle muerte, vista su inmensa popularidad. Todos estos datos muestran el interés de Juan en subrayar la realidad histórica de los hechos y palabras de Jesús, narrados del modo dicho.

La cena narra el lavatorio de los pies, que ciertamente ha de ser real, con su diálogo vivísimo con Pedro, el anuncio de la traición, y el comienzo de la expansión con los restantes discípulos, cara ya a la muerte. Juan, que comprendió que era una hora grave para Jesús (Jn 13, 1.30), tuvo el privilegio, que para siempre recordó, de reclinar la cabeza allí sobre su pecho. ¿Qué tiene de extraordinario entonces que el apóstol, que se siente con un lugar de predilección en el amor de Jesús, recuerde con viveza las palabras de Jesús? Menciona interven­ciones de sus compañeros Tomás, Felipe, Judas Tadeo y las respuestas de Jesús. Recuerda una admirable oración al Padre. Cuando escribe y «redacta» estos memorables recuerdos, ¿quién podría pensar que por sola reflexión teológica atribuye a Jesús cosas que nunca dijo?

Y debemos no olvidar que Juan hace decir a Jesús que su doctrina y enseñanza proviene toda del Padre (Jn 7, 16; 8, 26, 38). De modo particular es válida para el valor histórico de Juan la palabra de Jesús en la Cena, que recuerda su evangelio: «El Espíritu Santo, que enviará en mi nombre, os enseñará todas las cosas, y os hará recordar (úpomnései) todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 26). ¿Cómo con esta promesa de Jesús, pueden dudar algunos teólogos de la verdad de los recuerdos de Juan? Sin que ello impida un examen crítico de la aproximación que pueda contener su texto, y la matización de su testimonio. Pero el Espíritu que recibió en Pentecos­tés, y que inspira su trabajo de redactor del evangelio, garantiza su verdad, según la promesa de Jesús.

Se comprende que el decreto Lamentabili haya rechazado, como doctrina que debe ser reprobada, la de los modernistas que dicen: «La doctrina sobre Cristo, que enseñan Pablo, Juan y los Concilios de Nicea, Efeso y Calcedonia, no es la que Jesús enseñó, sino la que sobre Jesús concibió la conciencia cristiana» (Prop. 31; Denz. n. 2.031). Juan testifica sobre Jesús, del mismo modo que Pablo enseña doctrina verdadera del misterio de Jesús, todo lo cual ha sido recogido y proclamado en el desarrollo de los siglos por la Iglesia, frente a las herejías cristológicas.

4. La alternativa crítica

Los críticos que no quieren aceptar los evangelios, y en particular el de Juan, como relato de palabras y hechos reales de Jesús se enfrentan a una alternativa insoluble. Pues las palabras atribuidas por los evangelistas a Jesús —y en especial por Juan, que trabaja con recuerdos personales— o son realmente de él, o son obra de los autores evangélicos, que se las atribuyen a Jesús al proclamar su propia fe y la de la comunidad cristiana. En este segundo caso, o las inventan ellos y las ofrecen así a su propia comunidad, lo que es increíble, pues la comunidad no las recibiría, o las reciben de la propia comunidad apostólica y cristiana primitiva, llamada pospascual.

Pero esta segunda hipótesis se enfrenta a inverosimilitudes que la llevan al absurdo. Pues en tal comunidad, ¿fue uno solo el que dio comienzo a la nueva fe, o fue la masa comunitaria de hombres y mujeres, que debía ser bastante extensa por necesidad? Pues Pablo habla de quinientos que vieron al Señor resucitado (1 Cor 15,6). Uno solo (o dos, de común acuerdo) ¿cómo podrían haber sido creídos por todos, en virtud de su sola palabra, al proclamar que Jesús era Dios? Todos, ¿cómo pudieron repentinamente convenir en una fe tan contraria a su fe anterior sin discusiones sobre ella? ¿Cómo pudieron rápidamente convencer a otros muchos miles más, que antes de dos meses se les agregaron bautizándose en la nueva fe? (Act 2, 41; 2, 47; 4, 4; 5, 14; 6, 7). Con razón la primitiva comunidad es calificada en los Hechos de «multitud» (Act 4, 32; 5, 14).

Si ellos creían que Jesús de Nazaret era Hijo de Dios, y verdadero Dios, ¿cómo se atreverían los evangelistas, que tenían esta misma fe, a atribuir al Hijo de Dios cosas que El nunca hubiese dicho? Su misma fe se lo impedía, por respeto a la verdad de Dios, que era para ellos el mismo Jesús. ¿O cómo se atrevería la comunidad cristiana a permitir y aceptar que se atribuyan a Jesús cosas que nunca hubiese él dicho, conforme a su propia fe? La única alternativa que les quedaría a tales críticos es afirmar que se inventaba porque convenía, o que se recibía por alucinación colectiva. Pero esto es tan grave e irracional para afirmarlo de una multitud, en materia tan grave como esta afirmación de divinidad para un hombre, que no es de recibo en crítica alguna.

Por lo cual, la alternativa planteada no tiene más salida que la de reconocer que las afirmaciones a él atribuidas son del propio Jesús, aun cuando pueda aceptarse que algunas de ellas se hallan un tanto modificadas, no en lo esencial. Pero también hay que aceptar que otras, por su forma breve y gráfica, por su fuerza concisa y concentrada, por su imposibilidad de ser olvidadas en su misma literalidad si fueron dichas nos transmiten la misma voz de Jesús Ipsissima, o al menos ipsa en otros casos, vox lesu.