lunes, 5 de diciembre de 2011

El Hijo de Dios: la divinidad en los Sinóticos - El Yo divino de Jesús

TERCERA PARTE - EL HIJO DE DIOS - CAPÍTULO I.- LOS TÍTULOS DE DIVINIDAD EN LOS EVANGELIOS

TERCERA PARTE - EL HIJO DE DIOS - CAPÍTULO I.- LOS TÍTULOS DE DIVINIDAD EN LOS EVANGELIOS
La Tercera Parte trata sobre la proclamación que Jesús de Nazaret hizo de su divinidad.

Consta de seis capítulos:
Capítulo I: Los títulos de divinidad en los Evangelios
Capítulo II: Jesús afirma su divinidad en los Sinópticos: Dos declaraciones solemnes
Capítulo III: Jesús afirma su divinidad en los Sinópticos: El Yo de Jesús
Capítulo IV: Jesús declara su divinidad en Juan: Tres Confesiones
Capítulo V: Jesús declara su divinidad en Juan: El Yo divino de Jesús
Capítulo VI: Jesús y los grandes misterios


CATECISMO IGLESIA CATÓLICA - Capítulo segundo: creo en Jesucristo, Hijo único de Dios
Resumen
452 El nombre de Jesús significa "Dios salva". El niño nacido de la Virgen María se llama "Jesús" "porque él salvará a su pueblo de sus pecados" (Mt 1, 21); "No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos" (Hch 4, 12).
453 El nombre de Cristo significa "Ungido", "Mesías". Jesús es el Cristo porque "Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder" (Hch 10, 38). Era "el que ha de venir" (Lc 7, 19), el objeto de "la esperanza de Israel"(Hch 28, 20).
454 El nombre de Hijo de Dios significa la relación única y eterna de Jesucristo con Dios su Padre: el es el Hijo único del Padre (cf. Jn 1, 14. 18; 3, 16. 18) y Él mismo es Dios (cf. Jn 1, 1). Para ser cristiano es necesario creer que Jesucristo es el Hijo de Dios (cf. Hch 8, 37; 1 Jn 2, 23).
455 El nombre de Señor significa la soberanía divina. Confesar o invocar a Jesús como Señor es creer en su divinidad "Nadie puede decir: "¡Jesús es Señor!" sino por influjo del Espíritu Santo"(1 Co 12, 3).

CAPÍTULO I.- LOS TÍTULOS DE DIVINIDAD EN LOS EVANGELIOS

El P: Igartua en este capítulo repasa los títulos de divinidad que aparecen aplicados a Jesús de Nazaret en los Evangelios. De forma paralela Ratzinger en su obra Jesús de Nazaret I también reflexiona sobre estos títulos. Hay diferencias pero coinciden en que realmente hay títulos divinos que indiscutiblemente se atribuyen a Jesús de Nazaret el ser Dios y Hombre verdadero.

Así, el P. Igartua comienza por el título Señor que si no en todos los casos hay algunos de ellos, sobre todos en los que se lo atribuye el mismo Jesús de Nazaret que expresan la divinidad.
También examina el título de Hijo del Hombre que si bien no en todos los casos expresa directamente la divinidad, hay casos en que lo es de forma patente como cuando muestra el poder por medio de milagros, cuando anuncia su segunda venida en majestad a juzgar a todos los hombres.
Finalmente, el título de Padre e Hijo que aparecen aplicados a Dios y a Jesús de Nazaret en relación estrecha y de la misma naturaleza.
Ratzinger examina en el capítulo 10 de su obra Jesús de Nazaret I, los títulos de Hijo de Hombre, Hijo e Hijo de Dios. Sobre este segundo título deja claro que el término homousios que figura en el Símbolo Niceno- Constantinopolitano, único término filosófico es para expresar la fe de la Iglesia primitiva en la igualdad de naturaleza de Jesús de Nazaret al Padre celestial de quien es Hijo engendrado, no creado desde toda la eternidad.


Capítulo I.- LOS TÍTULOS DE DIVINIDAD EN LOS EVANGELIOS
Las afirmaciones de Jesús sobre su mesianidad tienen carácter trascendente. No se proclama Mesías en sentido político y nacional. Toda su actitud rehúye el aspecto político.
En los siguientes capítulos aparecerá que la trascendencia mesiánica de Jesús entra en la región de la divinidad. Nos basta, por ahora, comprobar que tales afirmaciones le son atribuidas por los evangelis¬tas.
Se recogen en este capítulo los títulos que pueden expresar la divinidad. Al igual que sobre la mesianidad: Cristo, Hijo de David, Hijo del hombre, ahora los títulos que expresan la divinidad: Señor, Hijo de Dios y también Hijo del Hombre.
1. El título de Señor

Señor, en su uso social, es nombre de respeto y dignidad que se emplea para dirigirse a alguien de categoría superior digna de reverencia. Lo usan algunas personas que piden alguna curación y son gente no judía: el centurión (Mt 8, 6.8; Lc 7, 6; cf. Jn 4, 49), la samaritana (Jn 6, 23). Zaqueo, en el evangelio de Lucas (Lc 19, 8). La cananea lo utiliza de manera conmovedora (Mt 15, 22-27; Mc 7, 28). Un judío, el archisinagogo Jairo, da este título a Jesús, (Mt 9, 18; Mc 5, 22, no lo pone en labios de Jairo). También la mujer adúltera le da este título, sin duda abrumada por su situación (Jn 8, 11).
Para los apóstoles, Señor denota potestad religiosa, quizás equivalente al de Mesías o Cristo.
Los evangelistas lo ponen en boca de Pedro: cuando camina sobre las aguas (Mt 14, 28.30), cuando el milagro de la pesca prodigiosa (Lc 5, 8), con ocasión de la enseñanza de una parábola (Lc 12, 41), con ocasión de su confesión de fe (Jn 6, 69), en la sagrada cena (Jn 13, 6.9) y al declarar su voluntad de seguirle hasta la muerte (Jn 13, 36). En la transfiguración (Mt 17, 4), y en la pregunta sobre el perdón de las ofensas (Mt 18, 21). El apóstol Juan en la cena (Jn 13, 25), así como en momento intenso de sagrada cólera (Jn 9, 54), y Tomás en la cena, lo mismo que Felipe (Jn 14, 5.8). Parece que era costumbre en el grupo de los doce (Mt 26, 22; Lc 11, 1; 17, 36; Jn 11, 12).
Se puede pensar que es un título de cierta equivalencia al de Maestro, aunque acentuando más el mando y el poder. Es como un título mesiánico.
En los escritos apostólicos (cartas) se emplea el título de Señor para Jesús como título propio de divinidad, la que se reconoce en el Señorío y dominio sobre el mundo, propio de Dios, y que se atribuye así a Jesús glorificado. Este uso de la Comunidad cristiana, está relacionado, al ser el griego la lengua que manejan, con el uso adoptado por la célebre versión griega de los LXX. En ella se emplea el nombre de Señor (Kyrios) para designar a Yahvéh, cuantas veces aparece este nombre en el texto hebreo. Esta lectura pasa a la Vulgata latina, que escribirá siempre Dominus, Señor. Pero en los evangelios no es el mismo caso, pues refieren las palabras arameas de Jesús y los apóstoles, traducidas al griego.
Jesús se apropia el nombre de Señor

Encontramos el título de Señor, dicho por Jesús en los evangelios, en algunas de las parábolas con que describe el reino de los cielos. En la de las vírgenes de Mateo: «Señor, Señor, ábrenos» (Mt 25, 11), a quienes responde negativa¬mente el esposo, quien evidentemente es el Señor en el juicio, según el sentido de la parábola. También, en la parábola de los talentos, es designado el administrador con el nombre de Señor por ellos mismos, pero parece que en esta parábola pertenece más al contexto de la misma el nombre, aunque también se halla claramente referida al juicio último y última cuenta (Mt 25, 20.22.24).

El evangelista Lucas: «Señor, ábrenos» (Lc 13, 25), y responde de la misma manera que el esposo de Mateo: «No os conozco». Y en cuanto a la parábola de los talentos, en Lucas se halla sustituida por la de las Minas, que hacen la vez de los talentos, y también aquí todos sus servidores le dan el nombre de Señor al devolver las minas entregadas para su utilización a renta, y también en Lucas es claro que se alude al juicio final donde el Señor hará justicia. En ambos evangelios las dos parábolas connotan así el juicio último, donde el nombre de Señor es aplicado de forma divina en la alusión (Lc 19, 16.18.20).

Más claramente emplea Jesús el nombre de Señor para designar al que juzga a sus servidores en el juicio último.

A la designación de Señor en parábolas, hay que añadir dos pasajes que se hallan en los tres sinópticos. El primero, el del día de los ramos y del triunfo. Jesús envía a dos discípulos a que traigan el asno, mandándoles que digan al dueño del mismo al soltarlo: «El Señor lo necesita» (Mt 21, 3; Mc 11, 3; Lc 19, 31.34). En la palabra de Jesús se dibuja una profundidad mesiánica mayor que la de Maestro, pues se trata del triunfo mesiánico en Jerusalén, y se refiere a Zac 9, 9.

El segundo es del salmo 110 (109), salmo mesiánico y admitido por los judíos como tal.
«Dijo Yahvéh a mi Señor. Siéntate a mi derecha mientras pongo a tus enemigos por escabel de tus pies».

Y añade Jesús: «David, movido por el Espíritu, le llama su Señor. ¿Cómo entonces puede ser hijo y descendiente suyo?» (Mt 22, 43-44; Mc 12, 36-37; Lc 20, 42-44). «Si es hijo suyo ¿cómo puede ser su Señor?». Los tres notan que David lo dice de modo inspirado (Mt, en Espíritu; Mc, en Espíritu Santo; Lc, en el libro de los Salmos). Es bien claro que no quiere Jesús negar que el título de hijo de David sea realmente válido, lo que hace es notar que hay un profundo problema de realeza para que sea «Señor de David». Problema que sólo puede resolverse admitiendo que el Mesías prometido era un ser superior a lo humano, trascendente hacia lo divino. La actual «Institutio Generalis de Liturgia Horarum», que regula la oración eclesial del Oficio de las Horas (o Breviario), con la aprobación de Pablo VI en 1970, dice así (n. 109): «El más conocido ejemplo de sentido mesiánico en los Salmos es el diálogo sobre el Mesías, Hijo y Señor de David (Mt 22, 44)».

En el evangelio de Juan hallamos tres pasajes interesantes para comprender el uso de la palabra Señor, entre los apostóles. En primer lugar la confesión de Marta, Jesús promete resucitar a su hermano Lázaro. «¿Crees esto?», ella responde: «Sí, Señor. Yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, que has venido a este mundo» (Jn 11, 27). Difícilmente se pueden reunir todos los títulos de Jesús en una profesión de fe con mayor abundancia. Es el Cristo, es el Hijo de Dios vivo, y es Señor.
El segundo, en la Cena última, terminado el lavatorio de los pies, Jesús dice: «Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís verdad pues lo soy» (Jn 13, 14). Primero, reconoce el uso de estos dos nombres por parte de los apóstoles. Segundo, equipara en algún sentido ambos títulos. Tercero, explica el sentido de Señor, en un sentido plenario, pues añade: «No es el siervo mayor que su señor» (Jn 13, 16), rubricando con el solemne doble Amén (Amén, amén, os lo digo) la importancia de esta afirmación.

Tercero, el uso del término Señor en el sentido trascendente de la divinidad aparecerá patente tras la resurrección. Los apóstoles dicen a Tomás: «Hemos visto al Señor» (Jn 20, 25). Y ocho días después, Tomás cae a los pies de Jesús diciendo: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20, 28). Aparece con absoluta claridad que el nombre de Señor aceptado por Jesús contiene una confesión de divinidad, igualando los dos nombres que Tomás proclama, que han sido los de Señor y Dios.

Después de la resurrección los apóstoles y fieles comprendieron esta equivalencia y significado profundo de Señor, y notamos en Lucas que Pedro llama al que se la ha aparecido «el Señor»: «Ha resucitado de verdad el Señor, y se ha aparecido a Simón» (Lc 24, 34). Juan le llama Señor en las apariciones en el Cenáculo (Jn 20,25.28). En la tercera aparición, en el lago Tiberíades, dijo Juan a Pedro: «Es el Señor» (Jn 21,7). Y dice que los otros discípulos presentes en la escena no se atrevían a preguntar ¿quién eres?, porque sabían y comprendían «que era el Señor» (Jn 21, 12). Pedro en el diálogo de la triple pregunta de Jesús a él: «Señor, sí, tú sabes que te amo» (Jn 21, 15-17), y en la pregunta sobre Juan (Jn 21, 21). Queda así consagrado ya en el uso de los apóstoles este uso de la palabra y título, que es comprendido ya en su alcance divino como en la confesión de Tomás, tansformando el sentido simplemente mesiánico anterior, que era ya de carácter religioso.

También la Magdalena dice: «He visto al Señor, y me ha encargado esto para vosotros» (Jn 20, 17-18).

Pienso que tenemos en estos hechos la definitiva transformación de valor en la comunidad cristiana del nombre de Señor, que alcanza así todo su valor pleno. Con él será designado en adelante como título propio de divinidad, según ya hemos visto.

2. La trascendencia del título de Hijo del hombre
Anteriormente, se ha tratado del título de «Hijo del hombre» como título mesiánico cierto. Está tomado del profeta Daniel.
«Y he aquí que en las nubes del cielo venía como un Hijo-de-hombre. Se dirigió hacia el Anciano (Juez) y fue llevado a su presencia. A él se le dio el imperio, honor y reino, y todos los pueblos y naciones le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que no pasará, y su reino no será destruido jamás» (Dan 7, 13-14).
Este ser misterioso llamado «Hijo del hombre» es un hombre singular y personal, que recibe de Dios el imperio del mundo eternamente. Es el Mesías. El llamarle con este título de «Hijo-del-hombre» (más bien es «uno como Hijo-de-hombre»), porque aparece en figura de hombre ante el profeta en el gran juicio ante Dios y sus ángeles, quiere indicar que es hombre, pues tiene su figura y forma, pero es más que hombre por su gloriosa condición especial: «Venía en las nubes del cielo», que Jesús recordará ante el Sanedrín al mencionarlo apropiándose el título (Mt 26, 64; Mc 14, 62; cf. Lc 22, 69: que está «sentado a la derecha del Poder de Dios»). Es un hombre verdadero, pero es un Hombre-elegido, singular y de condición gloriosa en el juicio ante el mismo Dios.
Jesús se apropia el título de «Hijo-del-hombre»
Jesús de Nazaret se designa con ese título, a veces en acciones meramente humanas. También en acciones de trascendencia, en relación a su segunda venida para juzgar, y otras formas de apropiación que señalan una potestad divina en él. Jesús se identifica con este «Hijo-del-hombre» de Daniel, cuanto a su propia humanidad como a la trascendencia mesiánica del mismo, que parece sobrepasar lo estrictamente huma¬no.
Los textos relativos a la segunda venida como juez de los hombres, que Jesús ha utilizado repetidas veces, contienen los elementos de la profecía de Daniel.

Profecía de Daniel (Dan 7, 13-14) Textos de Jesús de Nazaret sobre la Segunda Venida
El Anciano se sienta en su trono Jesús estará sentado a la derecha del Poder de Dios (en su declaración ante el Sanedrín)
El Anciano está rodeado de ángeles El Hijo-del-hombre vendrá acompañado de sus ángeles y a la vez de sus 12 apóstoles
El Anciano pronuncia sentencia El Hijo-del–hombre pronunciará sentencia definitiva
Jesús se apropia el título de Hijo-del-hombre en su pleno sentido trascendente de igualación con el poder divino. Dice Jesús que «el Hijo del Hombre vendrá con sus ángeles en la gloria de su Padre» (Mt 16, 27; Mc 8, 38; Lc 9, 26), donde presenta al Hijo del Hombre como Dios, que es su Padre.
Hay otros pasajes que muestran el carácter divino del título, por apropiación de poderes divinos en Jesús Hijo-del-hombre.
Primer caso, Jesús, como Hijo-del-hombre, declara que tiene el poder de perdonar los pecados (Mt 9, 2-6; Mc 2, 3-12; Lc 5, 18-24): «Para que sepáis que el Hijo-del-hombre tiene potestad en la tierra de perdonar los pecados», ya que vosotros decís que sólo Dios los puede perdonar. Da así una muestra de su divina potestad como Hijo-del-hombre. La triple transmisión sinóptica es idéntica.
Segundo caso, la declaración de que es «Señor del sábado»: «El Hijo-del-hombre es Señor del sábado» (Mt 12, 8; Mc 2, 28; Lc 6, 5). Ahora bien, el sábado es la fiesta sagrada suprema de la semana mandada por Dios en el AT, y el Señor del sábado sólo puede ser Dios. Jesús, Hijo-del-hombre, lo es también. (Ex 20, 10; Deut5, 14).
Un tercer caso es su misión de venir a salvar, pues la salvación es propia y exclusiva de Dios, que es el único Salvador (Is 45, 21). Pero Jesús afirma que él, como «Hijo-del-hombre», ha venido «a salvar lo que había perecido» (Mt 18, 11 de la oveja perdida; Lc 9, 56 al reprender el celo excesivo de Juan y Santiago en Samaría; Lc 19, 10 en casa de Zaqueo al conseguir su conversión. En el evangelio de Juan tenemos la mención del Hijo-del-hombre en el sermón sobre la eucaristía, donde llega a decir que es necesario «comer la carne del Hijo-del-hombre, y beber su sangre», para tener vida eterna (Jn 6, 53).
Creemos así que Jesús de tal manera se apropia el título de Hijo-del-hombre que con esta designación misteriosa, exclusivamente suya propia, no sólo declara su misterio mesiánico, como antes dijimos, sino también la plena trascendencia del Hijo-del-hombre mesiánico, que alcanza los mismos límites de la propia divinidad.
3. El título de Padre y el de Hijo

Los exegetas admiten que la palabra Padre en labios de Jesús adquiere un carácter de plena intimidad, expresada con la palabra Abba, que es palabra aramea que significa Padre. La cita de esta palabra en arameo, en los textos griegos del NT, prueba que fue pronunciada por el mismo Jesús. Marcos, en el momento de la oración de Getsemaní (Mc 14, 36), y la repite Pablo dos veces para expresar la oración cristiana en Espíritu de Jesús (Rom 8, 15; Gal 4, 6). Aparece con claridad que Abba = Padre es la palabra usada por Jesús, y que expresa su Espíritu, que es el de Dios. La oración del Padre nuestro ha sido puesto “que estás en los cielos” para expresar el modo como Jesús en otras ocasiones se expresaba: «vuestro Padre», al hablar a los discípulos (Mt 5, 16; 6,14.26; 7,11; 11, 25; Lc 10, 21) como «Padre celeste». También para distinguir la paternidad del Padre para con Jesús y para con los demás hombres, expresada por Jesús: «Mi Padre y vuestro Padre» (Jn 20, 17).

Jesús puede establecer su particular relación con Dios Padre bien llamándole «mi Padre» de manera especial y diversa de la general, bien llamándose a sí mismo «Hijo de Dios». Ambas fórmulas son dos expresiones de una misma verdad: la filiación divina de Jesús respecto a su Padre. Tanto en los sinópticos como en Juan, Jesús afirma que se ha llamado «Hijo de Dios». Pues dice él mismo, según Juan: «Decís que blasfemo, porque he dicho: Soy Hijo de Dios» (Jn 10, 36).

En el juicio ante Caifas, a la pregunta de si es verdaderamente «Hijo de Dios» Jesús responde afirmativamente. Sea por esto, sea por las otras afirmaciones anteriores suyas llamando a Dios su Padre, sea por aquellas en que se llama Hijo (que son varias), el hecho es que tanto Mateo como Juan convienen en que los sacerdotes le acusaban, en la cruz y ante Pilato, de haberse llamado y hecho «Hijo de Dios: «Ha dicho: Soy Hijo de Dios» (Mt 27, 43), «Se ha hecho Hijo de Dios» (Jn 19, 7). Se podrá decir que no ha presentado como título suyo popular el de «Hijo de Dios», pero no que no se ha llamado de este modo.

Hiio es aquel a quien da vida el padre, en el lenguaje humano, y le comunica una naturaleza igual a la suya. Conforme a esta definición general, en primer lugar puede llamarse Dios padre de todos los hombres, por haber dado la vida al hombre al crearlo, «a imagen y semejanza suya» (Gen 1, 26-27; 5, 1; Sab 2, 23: al describir la creación del primer hombre Adán). Esto sirve a Lucas en su evangelio para llegar en la genealogía de hijo a padre hasta Adán «el cual fue (hijo) de Dios» (Lc 3, 38), y de este modo habla Jesús al decir que Dios es «Padre celeste perfecto» de todos, porque hace salir su sol y derrama su lluvia sobre todos sus hijos, buenos y malos (Mt 5, 45.48). Así habló también Sab 14, 3 al hablar de la Providencia de Dios Padre para todos. Así Isaías 64, 8 del Creador.

De modo más pleno y especial es Dios padre por elección de alguno, a quien escoge como a hijo. Así ha escogido a Israel como a un hijo, y le llama su «hijo primogénito» (Is 63, 16; Deut 32, 6; ¿no es Yahvéh tu padre, el que te creó, te hizo y te fundó?; Sir 36, 11). De este modo especial ha sido escogido David rey como hijo de Dios, de quien ha de descender el Mesías (Sal 88, 27): «Yo seré para él Padre, y él será para mí hijo» (2 Sam 7, 14; 1 Cron 22, 10; 28, 6). De este modo especial son también escogidos los justos, los cuales «son contados entre los hijos de Dios», que pueden ser los ángeles (Sab 5, 5). Así también elige Dios y da su autoridad a los jueces, por lo que puede llamarles «hijos de Dios», como en el salmo invocado por Jesús ante los fariseos (Sal 81, 6).

De modo más directo entre todos los hombres, da el AT este nombre al Mesías, de quien dice: «Tú eres mi Hijo. Yo te he engendrado hoy» (Sal 2, 7), salmo que será invocado en la interpretación cristiana como anunciador de Jesús Mesías (Act 13, 33; Hebr 1, 5). También se debe citar el pasaje de la Sabiduría en el que se atribuye al justo, y viene a resultar proféticamente aplicable a la Pasión de Jesús, Justo por excelencia, el proclamarse a sí mismo con el nombre de «Hijo de Dios», y llamar a Dios «su Padre», por lo cual fue llevado a la muerte (Sab 2, 13.16.18).

Cuando Jesús llama a Dios «mi Padre», o cuando se da el título de «Hijo (de Dios)» en relación con el Padre, resulta indudable que el empleo especial del nombre de Padre por Jesús, o del de Hijo de Dios, no es simplemente por ser hombre, que debe a Dios en cuanto tal su creación. Ni siquiera por sólo la elección habida con Israel, de la que es muestra de elección especial el nombre de «Padre vuestro» que aplica a Dios repetidas veces en referencia a los apóstoles y discípulos. Únicamente podemos distinguir en la relación de Hijo a Padre en Jesús si lo hace en forma de título solamente mesiánico o también de divinidad. Ambas maneras nos ofrecen una especialísima relación de Jesús a su Padre Dios.

Examine¬mos pues los casos que se presentan en los sinópticos, (lo haremos luego en Juan), en que el nombre de Hijo adquiere claras referencias de divinidad, sobrepasando el solo mesianismo.

En los tres sinópticos tenemos relatadas las dos escenas, del bautismo y de la transfiguración, y en ambas refieren que fue oída la voz del cielo que declaraba: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco» (Me 1,11 par.; 9, 6 par.). Esta declaración divina sobre Jesús en ambas teofanías, que aparecen indudablemente como testimoniadas por la tradición evangélica, va acompañada por la manifestación del Espíritu Santo de Dios en forma de paloma en el bautismo (Lc 3, 22, par. y Jn 1, 32-33 Y en forma de nube misteriosa en la transfiguración Mc 9, 6; Mt 17, 5; Lc 9, 34), de la cual sale la voz..

También en los tres sinópticos tenemos el triple testimonio de la solemne pregunta hecha por Caifas a Jesús en el Sanedrín. La pregunta es en los tres evangelios: «¿Eres tú el Hijo de Dios? (Mt 26, 63; Lc 22, 70; Mc 14, 61 ». Los tres evangelistas están acordes en atestiguar que la respuesta de Jesús fue afirmativa: «Tú lo dices, lo soy». La referencia inmediata del anuncio que hace Jesús a continuación, de que «verán al Hijo del hombre sobre las nubes del cielo, sentado a la derecha del Poder de Dios» (Mt 26, 64; Mc 14, 62; Lc 22, 69) denota claramente el carácter divino de ese Hijo del hombre, que es el Mesías divino, o el Hijo de Dios enviado a la tierra como Mesías. Los tres evangelios plantean la pregunta de Caifas así: «El Hijo de Dios», con artículo, señalando un Hijo absolutamente especial y personal. Tam¬bién entra en la pregunta si es «el Cristo o Mesías», y a éste le califica la pregunta de tal modo que es «el Hijo de Dios». Claramente la pregunta mesiánica se transforma en pregunta de divinidad, pues es un Mesías o Cristo que se proclama «el Hijo de Dios», que «viene sobre las nubes del cielo», y que «está sentado a la derecha del poder o majestad de Dios». Resulta imposible eludir el carácter divino de este Mesías, y volveremos sobre esta escena en el capítulo siguiente.

El cuarto texto de los tres sinópticos es el de la oración de Jesús en Getsemaní. En los tres evangelios Jesús se dirige a Dios con el nombre de Padre. Marcos pone el nombre arameo utilizado por Jesús, Abba. «Abba, Padre, todo te es posible, traspasa de mí este cáliz. Pero no se haga lo que quiero yo, sino Tú» (Mc 14, 36; Mt 26, 39.42 «Padre mío»; Lc 22, 42 «Padre»). En la hora suprema del sacrificio y del dolor en agonía la palabra «Padre» adquiere en Jesús la intimidad de la súplica urgente de amor a «su Padre».

El quinto texto de los tres sinópticos es el de la confesión de los demonios. En el caso del endemoniado de Gerasa, los demonios clamaban a Jesús: «¿Qué tenemos que ver contigo, Jesús, Hijo del Dios altísimo!» (Mt 8, 29; Mc 5, 7; Lc 8, 28). Esta proclamación de los espíritus, que Jesús mandó acallar, había sido precedida en Mt y Lc de la triple tentación de Satán en el desierto, en la que trató de averiguar si era «Hijo de Dios», probándole para ello (Mt 4, 3.6; Lc 4, 3.9; Mc 1, 13 no expresa la forma de la tentación, aunque la menciona). Después de la curación de la suegra de Pedro en Cafarnaúm, dicen los tres evangelistas que curó a muchos enfermos, y que sanó endemoniados, de los cuales dice Lucas que «al salir gritaban: Tú eres el Hijo de Dios» (Lc 4, 41; Mt 8, 16; Mc 1, 34 aunque Marcos dice sólo implícitamente que gritaban en honor de Jesús).

Marcos, afirma que «sanaba a muchos enfermos, que le tocaban, y que los demonios (o endemoniados) al verle caían ante él gritando: Tú eres el Hijo de Dios» (Mc 3, 11). Y es notable que certifiquen, tanto Lucas como Marcos, que Jesús les hacía callar «porque sabían quién era», pues «sabían que era el Cristo» (Mc 1, 34; 3, 12; Lc 4, 41).

Para los demonios, según los evangelistas, Hijo de Dios y Cristo-Mesías se pueden tomar como equivalentes. De todos modos, tenemos en esta declaración, que es reprimida por Jesús por pruden¬cia, una confesión mesiánica de divina trascendencia.

Hay otra declaración de los demonios en que, al salir de los posesos, dicen que es «el Santo de Dios» (Mc 1, 24; Lc 4, 34). Este término «el Santo» acentúa la trascendencia divina del Hijo, pues la santidad en el AT se presenta siempre como exclusiva de Dios en su forma absoluta.

Es sabido que hoy son bastantes los intérpretes y exegetas que niegan los casos de posesos y demonios en los evangelios como reales, atribuyéndolos a mentalidad de la época. Tal parecer podrá ser de ellos, pero no es la intención de los evangelios ciertamente. Pues éstos presentan a Jesús increpando a los demonios para que salgan, y afirmando repetidas veces la existencia de Satán como un ser personal.

En los sinópticos los demonios, además de los textos citados arriba, aparecen con frecuencia: en Mc 13 veces, en Mt 11 veces, en Lc 14 veces. Jesús comunica a sus apóstoles el poder de expulsar demonios, que ellos ejercitan con éxito (Me 3, 15; 6, 7.13; Mt 10, 1; Le 6, 18; 9, 1). Y aun los setenta y dos discípulos lo reciben (Le 10, 17).

El sexto testimonio en los sinópticos es el de la parábola de los viñadores. En ella Jesús presenta a un señor que tiene una viña y la alquila para el trabajo a unos colonos, los cuales se niegan a pagar el censo convenido o los frutos debidos. El señor de la viña envía sucesivos mensajeros, que son maltratados, heridos y aun muertos. Son los profestas. Al fin el señor se dice: «Enviaré a mi hijo, le respetarán» (Mt 21, 37; Mc 12, 6; Lc 20, 12). Pero ellos lo apresan, y fuera de la viña lo matan. En esta parábola aparece con claridad la dignidad que Jesús se atribuye a sí mismo, de «Hijo de Dios», a diferencia de todos los profetas y enviados anteriores.

Y finalmente, el séptimo testimonio en los sinópticos, el más importante, es aquel en que de manera notable iguala al Padre con el Hijo, que es él ciertamente:
«Yo te alabo, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a los humildes. Así te ha agradado, Padre. Todas las cosas me han sido entregadas por mi Padre. Y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo, y a quien el Hijo se lo revele». (Mt 11, 25-27; Le 10, 21-22).

Jesús proclama al «Señor de cielo y tierra» «Padre suyo propio». Declara que tiene todas las cosas comunes con El, y especialmente proclama que él conoce al Padre en forma exclusiva, y que el mutuo conoci¬miento de ambos es paritario. Para llegar al Padre hay que ir por medio de él, pues él sólo puede revelar los misterios del Padre. Es lo que dirá en Juan, que él es «el camino», el único camino para llegar a Dios. Tenemos un texto de Marcos, con paralelo en Mateo, en que se dice que la hora y día de la segunda venida nadie los conoce, ni hombres ni ángeles, ni siquiera el Hijo, sino sólo el Padre.

Si examinamos ya los textos restantes de importancia en este aspecto de la relación de Hijo a Padre, tenemos dos palabras de Jesús en Lucas gran importancia. Pues si los tres sinópticos ponen a Jesús en Getsemaní orando angustiado con la palabra de intimidad Abba, Padre en los labios (Mc: Abba; Mt y Lc Padre), durante las horas dramáticas de la cruz Marcos y Mateo no ponen ya tal palabra en labios de Jesús, sino solamente la del abandono, en la que con palabras del Salmo 21 se dirige a Dios con este nombre: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46; Mc 15, 34). Ambos evangelistas han introducido las palabras de Jesús en su lengua, al recordar el Salmo en su oración de desamparo: «Eloí, Eloí (Eli) lama sabajzaní». Pero en Lucas tenemos dos palabras admirables de Jesús en la cruz, la petición de perdón para sus enemigos (Lc 23, 34) y la palabra de la entrega final: «Padre, en tus manos entrego mi espíritu» (Le 23, 46). En la hora suprema y decisiva ha vuelto a la palabra de máxima intimidad, pues es de creer que entonces dijo: Abba. Es la hora de la gran verdad del hombre, la muerte. En ella Jesús proclama de nuevo que es «Hijo de Dios» en plenitud de relación íntima. Por lo demás nos consta que para él Dios es tanto Dios como Padre, pues ha dicho en Juan: «Mi Dios y vuestro Dios, mi Padre y vuestro Padre» (Jn 20, 17).

Sólo quedan en los sinópticos los textos en que llama a su Padre, «Padre mío», y «celeste», que son repetidos en Mateo (Mt 7, 21; 15, 13; 18, 10; 19, 35; 20, 23; Lc 22, 29). Dejamos para el capítulo siguiente, en que incluiremos algunos textos de particular relieve expreso de los sinópticos, la confesión de Pedro en Mateo, así como la fórmula del bautismo en la aparición de Galilea, al fin de su evangelio. Aunque la hemos mencionado, volveremos a tratar de las palabras que pone en boca de los sacerdotes sobre el «Hijo de Dios».
En cuanto a Lucas también omitimos ahora la palabra de Jesús resucitado en relación a su Padre sobre el Espíritu Santo.
Respecto al evangelio de Juan, si quisiéramos proponer la abundancia de las expresiones que pone en boca de Jesús, manifestan¬do la relación Hijo a Padre y viceversa, necesitaríamos prácticamente incluir el evangelio casi entero. No lo haremos, dejando para su propio capítulo los textos que por su importancia capital deben ser señalados allí.


Jesús de Nazaret – Joseph Ratzinger

10.- Nombres con los que Jesús se nombra a sí mismo (p. 371)

2.- EL HIJO

Los dos títulos “Hijo de Dios” e “Hijo” son distintos entre sí; se diferencian en su origen y en su significado, si bien luego en la configuración de la fe cristiana ambos significados se sobreponen y se entremezclan. Dado que ya he tratado toda la cuestión con cierto detalle en mi obra Introducción al cristianismo, me ocuparé aquí sólo brevemente del análisis del título “Hijo de Dios”.

La expresión “Hijo de Dios” se deriva de la teología política del antiguo Oriente. Tanto en Egipto como en Babilonia, el rey recibía el título de “hijo de Dios”; el ritual de entronización era considerado como “ser engendrado” como hijo de Dios, que en Egipto se entendía tal vez en sentido real, como un origen divino misterioso, mientras que en Babilonia, de un modo más modesto, parecer ser, como una especie de acto jurídico, un adopción divina. Estos conceptos se adoptaron en Israel en un doble sentido, al mismo tiempo que fueron transformados por la fe de Israel. Dios mismo encarga a Moisés decirle al faraón: “Así dice el Señor: Israel es mi primogénito, y te ordeno que dejes salir a mi hijo, y yo te ordeno que dejes salir a mi hijo para que me sirva” (Ex 4, 22s). Los pueblos son la gran familia de Dios, Israel es el “hijo primogénito” y, como tal, pertenece de modo especial a Dios con todo lo que la “primogenitura” significaba en el antiguo Oriente. Durante la consolidación del reino davídico la ideología monárquica del antiguo Oriente se traslada al rey en el monte de Sión.

En las palabras de Dios con las que Natán anuncia a David la promesa de la permanencia eterna de su casa, se dice: “Estableceré después de ti a un descendiente tuyo, un hijo de tus entrañas y consolidaré su reino (…) Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo; si se tuerce, lo corregiré… Pero no le retiraré mi lealtad…” (2 S 7, 12 ss; cf Sal 89, 27 s y 37 s). Sobre esto se basa después el ritual de entronización de los reyes de Israel que encontramos en el Salmo 2, 7s: «Voy a proclamar el decreto del Señor; él me ha dicho: "tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. Pídemelo: te daré en herencia las naciones, en posesión los confines de la tierra...». Aquí hay tres cosas claras. El privilegio de Israel de ser el primogénito de Dios se concreta en el rey; él personifica la dignidad de Israel. Esto significa, en se¬gundo lugar, que la antigua ideología monárquica, el engendramiento mítico por obra de Dios, se deja de la¬do y se sustituye por la teología de la elección. El «ser engendrado» consiste en la elección; en el hoy del ac¬to de entronización toma cuerpo la acción electiva de Dios, que convierte a Israel y al rey que lo representa en su «hijo». En tercer lugar, también se ve claramen¬te que la promesa del dominio sobre los pueblos —to¬mada de los grandes reyes de Oriente— resulta muy desproporcionada comparada con la concreta realidad del rey del monte de Sión. Este es sólo un pequeño so¬berano con un poder frágil, que al final termina en el exilio y cuyo reino sólo se pudo restaurar por un bre¬ve periodo de tiempo y siempre en dependencia de las grandes potencias. Así, el oráculo sobre el rey de Sión fue desde el principio una palabra de esperanza en el rey que habría de venir, una expresión que apunta más allá del instante presente, del «hoy» del entronizado.

El cristianismo de los orígenes adoptó enseguida este término, reconociendo que se hizo realidad en la resu¬rrección de Jesús. Según Hechos 13, 32s, en su gran¬diosa exposición de la historia de la salvación que desemboca en Cristo, Pablo dice a los judíos reunidos en la sinagoga de Antioquía de Pisidia: «La promesa que Dios hizo a nuestros padres, nos la ha cumplido a los hijos resucitando a Jesús. Así está escrito en el salmo segundo: "Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy"». Podemos considerar seguramente estas palabras co¬mo una muestra de la incipiente predicación misione¬ra a los judíos, en la que encontramos la lectura cristológica del Antiguo Testamento por parte de la Iglesia primitiva. Por tanto, encontramos aquí una tercera fa¬se de la transformación de la teología política del anti¬guo Oriente: si en Israel y en el reinado de David ésta se había mezclado con la teología de la elección de la Antigua Alianza, y a medida que se desarrollaba el rei¬nado davídico se había convertido cada vez más en expresión de la esperanza en el rey futuro, ahora se cree que la resurrección de Jesús es ese mismo «hoy» que esperaba el Salmo. Ahora Dios ha constituido a su rey, al que de hecho le da en herencia los pueblos.

Pero esta «soberanía» sobre los pueblos de la tierra ya no tiene un carácter político. Este rey no subyuga¬rá a sus pueblos con su cetro de hierro (cf. Sal2,9); rei¬na desde la cruz, de un modo totalmente nuevo. La uni¬versalidad se realiza en la forma humilde de la comunión en la fe; este rey reina a través de la fe y el amor, no de otro modo. Esto nos permite entender de una manera nueva y definitiva las palabras de Dios: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy». La expresión «Hijo de Dios» se distancia de la esfera del poder político y se convierte en expresión de una unión especial con Dios que se manifiesta en la cruz y en la resurrección. Sin embargo, a partir de este contexto del Antiguo Testamento no se puede comprender la profundidad a la que llega esta unión, este ser Hijo de Dios. Para des¬cubrir el significado completo de esta expresión se ne¬cesita la confluencia de otras corrientes de la fe bíbli¬ca, así como del testimonio personal de Jesús.

Antes de pasar al simple título de «el Hijo» que Jesús se da a sí mismo, confiriendo un significado definitivo y «cristiano» al título de «Hijo de Dios», que proviene originalmente del ámbito político, hemos de concluir el desarrollo histórico de la expresión misma. En efec¬to, de ella forma parte el hecho de que el emperador Augusto, bajo cuyo reinado nació Jesús, aplicó en Ro¬ma la teología monárquica del antiguo Oriente pro¬clamándose a sí mismo «hijo del divino» (César), hijo de Dios (cf. P. Wülfing v. Martitz, ThWNT VIII, pp. 334-340. espec. 336). Si bien en Augusto sucedió toda¬vía con gran cautela, el culto al emperador romano que comenzó poco después significará la plena pretensión de la condición de hijo de Dios y, con ello, se introdu¬jo la adoración divina del emperador en Roma, convir¬tiéndose entonces en vinculante para todo el Imperio. Así pues, en este momento de la historia se encuen¬tran por un lado la pretensión de la realeza divina por parte del emperador romano y, por otro, la convicción cristiana de que Cristo resucitado es el verdadero Hi¬jo de Dios, al que pertenecen los pueblos de la tierra y el único al que, en la unidad de Padre, Hijo y Espíritu Santo, le corresponde la adoración debida a Dios. La fe de por sí apolítica de los cristianos, que no preten¬de poder político alguno, sino que reconoce a la autoridad legítima (cf. Rm 13, 1-7), en el título de «Hijo de Dios» choca inevitablemente con la exigencia tota¬litaria del poder político imperial, y chocará siempre con los poderes políticos totalitarios, viéndose forza¬da a ir al encuentro del martirio, en comunión con el Crucificado, que sólo reina «desde el madero».

Hay que hacer una neta distinción entre la expresión «Hijo de Dios», con toda su compleja historia, y la sim¬ple palabra «Hijo», que encontramos fundamentalmen¬te sólo en boca de Jesús. Fuera de los Evangelios apa¬rece cinco veces en la Carta a los Hebreos (cf. 1, 2.8; 3, 6; 5, 8; 7, 28), un texto muy cercano al Evangelio de Juan, y una vez en Pablo (cf. 1 Col5,28); como deno¬minación que Jesús se da a sí mismo en Juan, aparece cinco veces en la Primera Carta de Juan y una en la Segunda Carta. Resulta decisivo el testimonio del Evan¬gelio de Juan (allí encontramos la palabra dieciocho ve¬ces) y la exclamación de júbilo mesiánico recogida por Mateo (cf. 11, 25ss) y Lucas (cf. 10, 21s), que se consi¬dera frecuentemente —y con razón— como un texto de Juan puesto en el marco de la tradición sinóptica. Analicemos en primer lugar esta exclamación de júbi¬lo mesiánico: «En aquel tiempo, Jesús exclamó: "Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has es¬condido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha pa¬recido mejor. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre; y nadie cono¬ce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar"» (Mt 11, 25s; cf. Lc 10, 21s).

Comencemos por esta última frase, a partir de la cual se esclarece el conjunto. Sólo el Hijo «conoce» real¬mente al Padre: el conocer comporta siempre de algún modo la igualdad. «Si el ojo no fuera como el sol, no podría reconocer el sol», ha escrito Goethe comentan¬do unas palabras de Plotino. Todo proceso cognosci¬tivo encierra de algún modo un proceso de equipara¬ción, una especie de unificación interna de quien conoce con lo conocido, que varía según el nivel ontológico del sujeto que conoce y del objeto conocido. Conocer re¬almente a Dios exige como condición previa la comu¬nión con Dios, más aún, la unidad ontológica con Dios. Así, en su oración de alabanza, el Señor dice lo mismo que leemos en las palabras finales del Prólogo de Juan, ya comentadas otras veces: «A Dios nadie lo ha visto jamás. El Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer» (1,18). Estas palabras fun¬damentales —como se muestra ahora— son la explica¬ción de lo que se desprende de la oración de Jesús, de su diálogo filial. Al mismo tiempo, queda claro qué es «el Hijo», lo que significa esta expresión: significa per¬fecta comunión en el conocer, que es a la vez perfecta comunión en el ser. La unidad del conocer sólo es po¬sible porque hay unidad en el ser.

Sólo el “Hijo” conoce la Padre, y todo verdadero conocimiento del Padre es participación en el conocimiento del Hijo, una revelación que es un don (Él “lo ha dado a conocer”, dice Juan). Sólo conoce al Padre aquel a quien el Hijo “se lo quiera revelar”. Pero, ¿a quién se lo quiere revelar el Hijo? La voluntad del Hijo no es arbitraria. Las palabras que se refieren a la volun¬tad de revelación del Hijo en Mateo 11, 27, remiten al versículo inicial 25, donde el Señor dice al Padre: «Se las has revelado a la gente sencilla». Si ya antes hemos visto la unidad del conocimiento entre el Padre y el Hi¬jo, en la conexión entre los versículos 25 y 27 pode¬mos apreciar la unidad de ambos en la voluntad.

La voluntad del Hijo es una sola cosa con la volun¬tad del Padre. Este es un motivo recurrente en los Evan¬gelios. El Evangelio de Juan pone de relieve con espe¬cial énfasis que Jesús concuerda totalmente con la voluntad del Padre. Este proceso para llegar al consentimiento se presenta de modo dramático en el monte de los Olivos, cuando Jesús toma la voluntad humana y la introduce en su voluntad filial y, de esta manera, la in¬cluye dentro de la unidad de voluntad con el Padre. Aquí es donde habría que situar la tercera petición del Padre¬nuestro: en ella pedimos que se cumpla en nosotros el drama del monte de los Olivos, la lucha interna de to¬da la vida y la obra de Jesús; pedimos que, unidos a Él, el Hijo, con-sintamos con la voluntad del Padre y sea¬mos, así, hijos también nosotros: en la unidad de vo¬luntad, que se hace unidad de conocimiento.

Con esto se puede entender el comienzo de la exclama¬ción de júbilo, que en un primer momento puede pa¬recer desconcertante. El Hijo quiere implicar en su conocimiento de Hijo a todos los que el Padre quiere que participen de él: «Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado», dice Jesús en este sentido durante el sermón sobre el pan en Cafarnaún ese estar abiertos a la participación en el conocimien¬to del Hijo: «Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios», leemos en Mateo 5, 8. La pureza de corazón es lo que nos permite ver. Consiste en esa sencillez última que abre nuestra vida a la voluntad reveladora de Jesús. Se podría decir también: nuestra voluntad tiene que ser la voluntad del Hijo. Entonces conseguiremos ver. Pero ser hijo significa existir en una relación; es un concepto de relación. Comporta aban¬donar la autonomía que se encierra en sí misma e in¬cluye lo que Jesús quería decir con sus palabras sobre el hacerse niño. De este modo podemos comprender también la paradoja que se desarrolla ulteriormente en el Evangelio de Juan: que Jesús, estando sometido totalmente al Padre como Hijo, está precisamente por ello en total igualdad con el Padre, es verdaderamen¬te igual a El, es uno con El.

Volvamos a la exclamación de júbilo. Este ser uno con el Padre que, como hemos visto en los versículos 25 y 27, se puede entender como ser uno en la voluntad y el conocimiento, enlaza en la primera mitad del versí¬culo 27 con la misión universal de Jesús y, por tanto, en relación con la historia universal: «Todo me lo ha en¬tregado mi Padre». Si analizamos en toda su profun¬didad la exclamación de júbilo de los sinópticos, pode¬mos apreciar cómo en ella está contenida toda la teología del Hijo que encontramos en Juan. También allí el ser Hijo consiste en un conocimiento mutuo y una uni¬dad en la voluntad; también allí el Padre es el dador, pero que ha confiado «todo» al Hijo, convirtiéndole precisamente por ello en Hijo, en igual a Él: “Todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo es mío” (Jn 17, 10)