jueves, 13 de mayo de 2010

LA HISTORIA COMO GENERO LITERARIO EN EL A.T.

LOS EVANGELIOS ANTE LA HISTORIA P. Juan Manuel Igartua S.J.

Capítulo III.- LA HISTORIA COMO GENERO LITERARIO EN EL A.T. Resumen

En este capítulo el autor se plantea explicar la doctrina de la Iglesia en relación con la interpretación de la Sagrada Escritura en particular lo relativo a lo histórico del Antiguo Testamento.

Lo hace siguiendo la teoría general de los géneros litera¬rios. Cada escrito y cada autor debía ser entendido conforme a su propia mente al escribir, principio básico de toda correcta interpretación.

Para abordar este problema, se ocupa de las siguientes cuestiones:

1.- Perspectiva de la historia en el Antiguo Testamento

El autor considera dos planos: uno, el de la tierra misma donde viven los personajes y se producen los acontecimientos, y otro, un plano de cristal superior que recibe la luz del sol y proyecta sus figuras sobre el plan de abajo. El superior representa el plan del escrito sagrado que recibe la luz de la divina inspiración.

2. Elementos de la interpretación

Advierte el autor que hay que evitar los prejuicios religiosos racionalis¬tas. Por ello no se puede basar el rechazo de algunas interpreta¬ciones, en la necesidad de evitar los milagros o las profecías auténticas, ya que la fe en la intervención de Dios en la marcha singular de su pueblo hace admitir esto

3. Género literario histórico

Se recuerda un método propio del pensamien¬to hebreo y en general oriental, las formas de midrash. Es el que da una interpretación de un pasaje de la misma escritura con un relato o con una paráfrasis de algún modo.

4. Valor histórico

Los hechos llegan al autor en forma de relatos de tradición oral de los pueblos, unas veces lejanos y otras más cercanos. Hay a lo largo la sucesión de las épocas historiadas por los libros, diferencia de distancias al redactor final entre ellas.
Para el el creyen¬te existe una fe dogmática que tiene puntos ciertamente establecidos, que no puede admitir sean contradichos en la realidad histórica sin que decaiga la fe misma. Debe presuponerse como cierto que nunca la verdadera historia real podrá contradecir de hecho a la reve¬lada en los escritos, como los interpreta la Iglesia.

5. Personajes del AT

El caso más célebre es el de Adán protoparente del género humano según la Escritura, y autor del primer pecado, que la fe cree transmitido en sus efectos personales de manera per¬sonal, llamado por la doctrina católica pecado original.
El dogma del pecado original condiciona la existen¬cia real e histórica de este primer hombre

6. Los hechos del relato bíblico

Para todo creyente, sigue siendo el relato bíblico, divinamente inspi¬rado e inerrante, el verdadero «relato de los hechos de la sal¬vación» como Dios ha querido que sea propuesto y conservado, sin que por eso se niegue los derechos de una justa crítica a señalar los hallazgos nuevos reales, que pueden siempre ilumi¬nar, sin peligro alguno, cuál sea el verismo histórico de exac¬titud pormenorizada que haya sido intentado, según su época y su medida, por el autor sagrado bajo la inspiración divina total. Pero el relato inspirado «está en posesión», como se dice jurídicamente, acerca del relato de la historia, y sólo se estimará como forma literaria en caso de prueba contra el suceso

7. El problema moral de los relatos

Se recuerda que la exégesis moderna razonablemente re¬cupera un principio ya establecido por los santos Padres, y que es llamado la «synkatábasis», o sea la condescendencia divina hacia los hombres, amoldándose a sus palabras y costumbres para conducirles de manera acomodada a su modo de ser ha¬cia su fin. Esta condescendencia produce una revelación pro¬gresiva, tanto en el orden de verdades como en el de costum¬bres y moralidad

Dios en sí mismo considerado, entonces, ahora y siempre, es el mismo y no se muda. Perfecto, justo, misericordioso, om¬nipotente, creador, padre, todo ello es una sola y misma cosa, un solo y mismo ser personal, que llamamos Dios. Ni cuando amenaza, ni cuando castiga, ni cuando premia, cambia en sí mismo

Sucede que los hombres con¬tingentes y mudables cambian, son justos o pecadores, son dig¬nos de premio o de castigo. Hacen guerras, tienen costumbres determinadas. Las guerras y los dolores, en este mundo, caen sobre malos y sobre buenos, pero de distinto modo: para unos son castigo, para otros prueba que tendrá premio.



Capítulo III.- LA HISTORIA COMO GENERO LITERARIO EN EL A.T.

Diversos y repetidos intentos trataron de dar solución al problema bíblico de la interpretación de los textos. Las dificul¬tades de orden ya moral, ya científico, ya histórico se presen¬taron a lo largo de los tiempos, y más particularmente desde la mitad del siglo xix por descubrimientos de varias clases, y es¬pecialmente ante el vigor cobrado por las ciencias arqueológi¬cas. (…)

Pío XII, en la Encíclica Divino Afflante Spiritu del año 1943, daba el impulso decisivo a la teoría de los géneros literarios, con estas palabras que hacen época en la historia de la inter¬pretación de la Escritura, por parte del Magisterio:

«Esfuércese el intérprete por averiguar cuál fue el ca¬rácter y condición de vida del escritor sagrado, en qué edad floreció, qué fuentes utilizó ya escritas ya orales, y qué for¬mas de decir empleó. Porque así podrá conocer más clara¬mente quién haya sido el hagiógrafo y qué haya querido significar al escribir. Porque a nadie se le oculta que la nor¬ma suprema de la interpretación es aquella por la que se averigua y define qué es lo que el escritor intentó decir.» (AAS, 35, 1943, 314).

Pero para alcanzar a comprender bien lo que el escritor quiso decir son necesarias la inteligencia del texto y del am¬biente en que se escribió. Sigue el Pontífice:

«Qué quisieron ellos dar a entender con sus palabras, no se determina solamente por las leyes de la gramática y de la filología, ni sólo por el contexto del discurso; sino que es de todo punto necesario que el intérprete se traslade, como si dijéramos, mentalmente a aquellos remotos siglos de Oriente a fin de que debidamente ayudado por los recur¬sos de la historia, de la arqueología, de la etnología y de otras disciplinas, discierna y claramente vea qué géneros literarios, como dicen, quisieron usar y de hecho usaron los escritores de aquella vetusta edad.» (ib.).

Esta norma de interpretación, tan conforme por otra parte con la recta inteligencia de cualquier escrito, y que el Pontífice califica de «norma suprema», es de carácter universal y general. Se ha de aplicar a la interpretación de todo escrito, tanto pro¬fano como inspirado, en cuanto éste último tipo de escritura participe, en la recta doctrina de la inspiración, de la labor humana del autor inspirado y de modo especial en su voluntad e intención de autor al servicio del Autor divino.

Problemas bíblicos que crearon en su tiempo dificultades en la Iglesia (ejemplificación de ellos podría ser el célebre caso de la condenación de Galileo) por descubrimientos de tipo cien¬tífico, que ponían en causa alguna frase o pasaje de la Escri¬tura, quedan fácilmente resueltos con aplicar esta norma de sabiduría. «El Espíritu de Dios no quiso enseñar a los hom¬bres —por medio de los autores sagrados— esas cosas (de tipo científico), como quiera que para nada habían de aprovechar a su salvación.» (León XIII citando a S. Agustín.) (…)

La Palabra de Dios no nos vino a enseñar ciencia razonada al plasmarse en la Escritura inspirada, sino el camino, las obras y también la historia de la Salvación.

Pero hemos pronunciado la palabra capital: historia. Por¬que la obra de Dios con los hombres es en verdad una acción sobre la historia de éstos, en orden a su salvación, y en esa acción sobre le historia resplandece la gloria de Dios. Por lo mismo, la historia tiene una relación particular con la Palabra de Dios, y en relación a los hechos históricos, que forman la trama de una parte importantísima de la Biblia (Antiguo y Nuevo Testamento); y la cuestión de los géneros literarios ad¬quiere todo su dramático valor (sea permitido emplear esta palabra), y también bordea el abismo de sus propios peligros, si no es bien entendida y utilizada.

Trataremos primero del género histórico del Antiguo Testa¬mento, que comprende la narración de los tiempos primitivos difuminados en la prehistoria, y también los orígenes de Israel como pueblo de Dios y el total desarrollo de su historia hasta las proximidades de los tiempos de Cristo, en los Macabeos. Luego, más de cerca todavía, tocará a nuestro asunto el géne¬ro histórico del Nuevo Testamento.

1. Perspectiva de la historia en el Antiguo Testamento

Profundamente ha cambiado la concepción crítica entre los católicos acerca del género histórico en el Antiguo Testamento (…)
Expone Pío XII en la citada encíclica, cómo en los cincuenta años transcurridos desde la «Providentissimus Deus» de León XIII (1893-1943), se han modificado las condiciones de los es¬tudios bíblicos. Y cita, entre las profundas mutaciones realizadas, las excavaciones arqueológicas en Palestina(…) ; los hallazgos de documentos escritos, ya inscripciones ya papiros u óstrakas (…); el conocimiento perfeccionado, de trabajo increíble, de las lenguas antiguas, (…); nuevos ejem¬plares de los mismos libros sagrados o de fragmentos suyos importantes, como los de Qumrán (…); así como nuevas y más perfectas ediciones críticas tras comparar numerosos códices bíblicos, especialmente en el Nuevo Testamento.

De todas estas y otras razones de la mutación, seguramente se lleva la palma la arqueología en su doble versión, de excava¬ción de monumentos y ciudades enterradas por el peso del tiempo, y de recuperación de inscripciones que pueden orientar por los caminos de la cronología y el realismo de los hechos bíblicos de algún modo. (…)

Recordemos, como hallazgos de sumo interés para la histo¬ria bíblica del AT, el problema de la comparación entre el rela¬to del Génesis sobre el Paraíso y la Creación en sus analogías con los poemas sumero-acadios del Enuma-Elis o del Gilgamós que dan pistas a los expertos para mejor comprender, sepa¬rando todo mito real, el relato del primitivo autor de los tres primeros capítulos del Génesis. Recordemos, los hallazgos de las excavaciones de la antigua Jericó, (…) Re¬cordemos la nueva inteligencia en muchos aspectos de la salida o Éxodo de los israelitas de Egipto, y la luz que para ello puede dar la gran iluminación sobrevenida sobre la cultura egipcia de milenios. 0 el hallazgo de las caballerizas de Salomón en Meggidó. O los problemas acerca de los profetas. Finalmente, y a modo de dato concreto, los problemas de las fechas de Esdras y Nehemías en el reinado de Artajerjes, (…)

queremos dar una breve visión de la nueva concepción introducida en la panorámica de la inter¬pretación bíblica, que corresponde a los géneros literarios. Lo haremos, diciendo que se puede ilustrar esta nueva perspecti¬va con una comparación de dos planos horizontales, paralelos. Uno de ellos podría ser la misma tierra en el ejemplo, y el otro un plano de cristal a media altura, que recibiese la luz supe¬rior del sol, y proyectarse la sombra de sus figuras o dibujos sobre el de abajo, la tierra misma.

El superior servirá para representar el plano del escrito sagrado, que recibe la luz solar de la divina inspiración, que proviene de Dios. El Espíritu, del modo que lo entiende la teo¬logía católica fundada en la Biblia, ilumina al autor humano y le mueve a escribir su libro. El resultado es el escrito con sus relatos, obra divina y humana juntamente, que ocupa el pla¬no superior, y en el cual, por razón de la misma inspiración, tenemos que admitir como ineludible consecuencia la inerran¬cia, por ser Dios la Verdad suprema que ni puede engañarse ni engañar, y ser el verdadero autor del libro.

Cuando el libro es histórico por su género o materia (…) contiene numerosos hechos relatados, que diríamos que proyectan su sombra sobre el plano inferior de la tierra, que es para nosotros el de las realidades históricas acaecidas entre los hombres en el desarrollo de su acción humana. Estos hechos pueden designar bien figuras o personas (Adán, Caín, Lamech, Noé, Sem, Abraham, Jacob...) que intervienen en la ac¬ción, bien sucesos o acaecimientos humanos concretos de tales personas (el pecado de Adán, la construcción del Arca de Noé, el sacrificio de Isaac, los engaños de Jacob, la historia de José, la conquista de la tierra de Canaán...)- En el plano del escrito sagrado, donde todo es procedente del autor divino por el hu¬mano, tales relatos ofrecen una coherencia literaria indiscuti¬ble en conjunto, y pueden ser catalogados entre las obras ver¬daderamente «inspiradas» de los pueblos, inspiración que tiene además para el creyente un valor ya indicado, muy superior al de la inspiración meramente literaria. De este valor para el cre¬yente proceden en realidad los problemas de la exegesis creyen¬te del texto. (…)

El problema histórico consiste prácticamente en saber si podemos afirmar, creyendo en la inspiración divina y mantenién¬dola en nuestra fe, que las figuras y los hechos del relato mis¬mo inspirado concuerdan, y en qué medida exacta, con figuras y hechos reales de la historia humana en el plano de ésta. Se trata de saber, siguiendo nuestra comparación o alegoría, sí la proyección de las sombras del plano superior, que contiene el relato, coincide o modifica al llegar a tierra los contornos mis¬mos de los hechos y personas reales. Nos hallamos ante un pro¬blema semejante al de la famosa caverna del mito platónico. (…)

¿Coinciden las figuras de los relatos con figuras reales de la historia? Al ver las modernas interpretaciones bíblicas hallamos que muchos intérpretes niegan (prescindo ahora de si ello es legítimo) la existencia real de un Adán personal que correspon¬da al bíblico; convierten en los llamados «epónimos» (o figu¬ras típicas de determinadas situaciones) a personajes bíblicos como Abel y Caín, que pasarían a representar típicamente el cultivo de la agricultura y el de la ganadería, y el homicidio criminal; ven en Jacob otro epónimo de la alianza de las doce tribus de Israel, representadas en los doce hijos de Jacob, y así sucesivamente.

¿Coinciden los hechos en que intervienen tales figuras en los relatos con hechos reales? Se trata de saber primero si hay un hecho que corresponde al relatado, y en segundo lugar, si lo hay, si queda desfigurado, engrandecido por ejemplo, en el relato. En una palabra ¿cubre la sombra de los hechos y figu¬ras del relato inspirado con exactitud hechos y personas reales, o los desborda en su contorno magnificándolos o deformándolos como sombras que dependen de la luz utilizada y sus condicio¬nes de distancia y posición? ¿O tal vez todavía —suposición extrema— la sombra del relato cubre un lugar enteramente va¬cío, y solamente contiene una leyenda en realidad inexistente? ¿Cuál de estas hipótesis salva la inerrancia del relato inspira¬do en el género histórico?

Antes de responder a estas preguntas (…) proponemos algunos puntos o elementos de los re¬latos, que se han de tener en cuenta para plantear con acierto la inteligencia de los relatos históricos del Antiguo Testamento, en el tiempo de las grandes culturas antiguas.

2. Elementos de la interpretación

Hay un problema muy importante de autor. Acostumbrados, desde la antigüedad griega y romana, a estudiar obras que lle¬van el nombre de un determinado autor, y que en efecto a él corresponden (…) . La Summa es de santo Tomás, excepto la re¬dacción de su final. Las Confesiones las escribió san Agustín. El «Discurso del método» es obra de Descartes, y el estudio sobre el «Origen de las especies-» es de Darwin. (…) también en las bibliotecas y librerías de antigüedades son frecuentes las obras clasificadas como «anónimas»(…) . Y también que existen obras atri¬buidas falsamente o dudosamente a algunos autores célebres, como sucede con el propio santo Tomás, o con Séneca y Platón entre los antiguos. (…)

Grandes obras antiguas (los Vedas o el Gilgamés) no tienen autor conocido. Hay quienes dudan de la existencia del poeta más grande, Homero, (…) algunos de los grandes conjuntos escritos antiguos, son desde luego no de un solo autor, sino de una colectividad de autores, que ha ido poniendo su mano en correcciones o adi¬ciones de la obra. Con todo, si la obra conserva una verdadera unidad, una mano final ha tenido que refundir o acomodar el total escrito que conservamos. Este es uno de los problemas del Antiguo Testamento; pues, aunque sus autores lleven nom¬bres atribuidos, como el de Moisés para el Pentateuco, ha de admitirse hoy que tales nombres cubren la obra por su im¬portancia en la producción inicial o en la base de las tradicio¬nes; pero es necesario suponer más de un autor en el conjunto (…) El último toque del Pentateuco tal vez se podría colocar en el siglo VIII o ix a. C, establecido ya plenamente el pueblo en Palestina. En esto, además del problema histórico, hay un proble¬ma sobre el autor inspirado, pues la inspiración parece ha de extenderse de algún modo a los autores todos de las modifica¬ciones y adiciones de la obra, y al menos con certeza al último. (…)

Hemos tocado así otro punto fundamental de la inteligencia de los textos: el de la tradición oral previa a la escritura. Es de tal importancia, que es imposible ni siquiera concebir la exis¬tencia de los libros que poseemos sin esta tradición. (…)

Todo escrito transmitido primero oralmente ha surgido en un determinado entorno religioso y cultural. En primer lugar del propio pueblo en el que surge; pero tampoco se pueden ex¬cluir los influjos del más amplio entorno cultural de los pue¬blos y civilizaciones convecinas (…). Así la conocida comparación con¬frontada entre elementos comunes al relato del Paraíso y al Gilgamés, que puede iluminar la inteligencia de algún elemento del texto. A la consideración de este entorno pertenece el to¬mar en cuenta lo que los alemanes han llamado Sitz im Leben, o con terminología castellana entorno vital, que comprende tan¬to la consideración de las costumbres y ambiente social, como la fecha de composición que hace que los elementos sean diver¬sos para el autor. (…)

El creyente debe evitar los prejuicios religiosos racionalis¬tas. Por ello no puede basar el rechazo de algunas interpreta¬ciones meramente en la necesidad de evitar los milagros o las profecías auténticas, ya que su fe en la intervención de Dios en la marcha singular de su pueblo le hace admitir esto, no sólo como posible sino como altamente verosímil, desde el punto de vista de los relatos. No puede situarse en la misma línea del crítico no creyente, que debe recurrir por necesidad, con mayor o menor acierto interpretativo del texto, a sucesos naturales que puedan dar alguna explicación del relato. La di¬rección de la historia de su pueblo atribuida por los libros sa¬grados a Yavé lleva consigo el punto de vista de extraordinarias intervenciones milagrosas de Dios. No debemos temer llamar a estos términos, desde el punto de vista religioso verdadero, milagro y profecía. Si el creyente admite la obra creadora de Dios, muy superior a todo milagro de cualquier clase, ¿qué dificultad podrá tener en admitir, con el texto, las intervencio¬nes de Yahveh para salvar a su pueblo con milagros? ¿Acaso no tenemos modernamente, en nuestro tiempo mismo, no sólo los milagros de curaciones de enfermos en Lourdes, (…) ¿no existe en Guadalupe un manto de indio con una imagen impresa de la Virgen, que consta histórica¬mente que lo fue por contacto de unas rosas brotadas en tiem¬po invernal por milagro de la aparición celeste también, y transportadas cuidadosamente por el indio en su capa? (…) (hemos ha¬blado antes del asombro de la Sábana Santa de Turín con la imagen del crucificado), ¿no debieran hacer más cauta a la crí¬tica a la hora de proclamar que tal hecho, aunque sea del An¬tiguo Testamento (también entonces existía el poder de Dios creador), no existió sino en forma de género literario? ¿Por qué no pudo haberse producido el hecho milagroso? Su nega¬ción proviene claramente de un principio inaceptable para el creyente, el de que no puede haber milagros. (…)

Puede, en efecto, el autor haber que¬rido presentar como milagro de Yahveh una intervención en favor de su pueblo que, en sí misma, puede ser considerada sólo como estrictamente providencial. Pero quien reduce a cero todo milagro de Dios no podrá ser un buen intérprete de autores que tenían fe en el milagro y lo querían decir, y cuyos mismos libros son ya un milagro asombroso. Otra cosa será que el milagro mismo haya podido ser engrandecido por el autor en el tono de epopeya que corresponde a la descripción que quie¬re hacer. Cada caso debe ser examinado con cuidado. Y asi¬mismo ha de admitir el buen intérprete la existencia de profe¬cías de futuro, como carisma divino en los profetas sagrados, los cuales pueden profetizar en nombre de Dios, y profetizan, de antemano y no ex-eventu, posteriormente. (…)

También los personajes «epónimos» (epi to ónoma), en los que se atribuye existencia a un personaje determinado dándole como nombre el que derive de una ciudad existente, que ha cu¬bierto con su fama, o el de un determinado orden de culturas o de sucesos, como se considera a Caín, a Túbal y quieren al¬gunos considerar a Jacob y sus doce hijos, según dijimos.

Respecto de las cifras y su certeza hay que considerarlo des¬pacio. Hay cifras numéricas que pueden llevar a interesantes confrontaciones, por ejemplo la de la fundación de Hebrón antes de la egipcia Tanis (Núm. 13,2), o la de Nehemías en su llegada a restaurar las murallas de Jerusalén (Ne. 2,1). Otras hay que son fácilmente susceptibles de una reducción simbólica entre los antiguos, como la de la duración de las generaciones. Típica de este género es la del número cuarenta, que se halla tantas veces en el AT: los días de Moisés en el Sinaí, los de Elias en el Horeb, los años de peregrinación de Israel, fueron cuarenta. (…)

No sería pues fuera de lugar la consideración de que no se debe precipitar el juicio en rechazar las cifras de las fechas por parecer que los números son simbólicos, ya que la misma Providencia de Dios juega con los números de los sucesos reales para hacerlos ajustarse a veces a determinados módulos. Pues, en efecto, si seguimos al pie de la letra las fechas conte¬nidas en el libro de Esdras, hallamos que el primer decreto del rey Artajerjes, según el texto conservado, se sitúa en «el séptimo año del reinado de Artajerjes», decreto con que fue enviado el gran escriba de la Ley a restaurar el Templo precisamente. Como sabemos, por la cronología de los persas reducida a la nuestra, que el reinado de Artajerjes comenzó en el año 465 a. C. su séptimo año es el del 459 a. C. Si sumamos a esta cifra la de los veintiséis que transcurren después de Cristo hasta la fecha de su bautismo, comienzo de su vida pública hallamos un total de 485 años. La célebre profecía de Daniel señala (Dan. 9,25) para la aparición del Cristo, jefe de su pueblo, un total de sesenta y nueve semanas de años a partir del decreto para ree¬dificar Jerusalén y sus murallas», que suman un total de 483 años. Y en la semana setenta, es decir tres años y medio des¬pués, o sea en el año 30 p. C. «será muerto el Cristo y no será pueblo suyo el que le ha de negar» (Dan. 9,26). Es precisamen¬te el año 30 el año de la muerte de Cristo con certeza cronoló¬gica, y han transcurrido desde el decreto 488 años, o sea seten¬ta semanas = 490.

Todavía otros casos relativos al número cuarenta: los cálcu¬los probables de los reinados de los dos grandes reyes de Is¬rael, David y Salomón, dan este resultado. David del 1010 al 970, cuarenta años (1 Re. 2,11). Y en ese intervalo la conquista señaladísima de la ciudad de Jerusalén pasa a realizarse preci¬samente en el año 1000 a. C. Salomón reina en total paz, reina¬do de la edad de oro de Israel, del año 970 al 931 a. C. es decir otra vez los cuarenta años (2 Re. 11,42). Más todavía: el profeta Jeremías es llamado por Dios a su vocación en el año 627 a. C. (Jer. 25,3) y anuncia como punto culminante de sus profecías la toma y destrucción de Jerusalén. ¿Cuándo se verifica ésta por Nebuzardán, con la prisión del Cristo de Yavé, el rey Sedecías? El año 587 a. C. es decir a los cuarenta años de la lla¬mada del profeta a su profecía de destrucción. Todavía más: desde que Cristo muere el año 30, tras haber anunciado la des¬trucción de Jerusalén como castigo, hasta que Jerusalén es destruida efectivamente por los romanos en el año 70 pasan exactamente de nuevo cuarenta años. Tenemos así varios perío¬dos, algunos ciertos, otros probables, de cuarenta años, que podrían parecer simbólicos, si no constasen algunas de sus fechas.

Y asimismo, desde que el rey Josías es vencido y muerto por Nekó el egipcio (año 609 a. C.) comenzando así la sumisión, consumada luego por el babilonio Nabucodonosor con el cauti¬verio célebre, hasta la conquista de Babilonia por Ciro, que per¬mite a los desterrados volver por primera vez a Jerusalén, (año 539 a. C), y comenzar la reconstrucción del Templo con la im¬plantación del altar de los holocaustos (Esdr. 3,3) pasan seten¬ta años. Pero más conforme a la propia profecía de Jeremías (Jer. 25,1,3,11), él profetiza: «servirán estas gentes al rey de Babilonia setenta años». Esta profecía se coloca el año 605 a. C. (Jer. 25,3 y 1), fecha en que Nabucodonosor vence a Nekó y hace vasallo suyo al rey de Judá Yoyaquim. Desde esta fecha hasta el año 537 en que se pone la primera piedra del nuevo Templo de Jerusalén, en el reinado de Ciro persa dominador de Babilonia, pasan sesenta y nueve años, o sea setenta. Sola¬mente hemos querido hacer ver con estas referencias que se debe considerar, dentro del simbolismo de las fechas de tal carácter, la probabilidad cierta de que haya coincidido el sim¬bolismo con la realidad cronológica. Porque Dios autor del símbolo es también autor del tiempo.
3. Género literario histórico

Finalmente propondremos como digna de especial atención la forma del escrito literario del documento histórico. Pues todo documento histórico lleva consigo narración, aunque no toda narración lleva necesariamente historia. Así, en efecto, la forma dramática de la narración novelada, la de la leyenda y otras, pueden, siendo narrativas, no ser históricas. Aunque también pueden contener una base primera histórica de hechos reales. Por ello son descartados de la forma histórica los escritos na¬rrativos que puedan ser considerados como meramente didácti¬cos y sin base histórica real alguna, como lo son actualmente los cuentos y las novelas de creación o de ciencia ficción. Pero también hoy, sin embargo, conservamos entre los géneros lite¬rarios actuales la novela histórica (desde Walter Scott a los Episodios Nacionales de Pérez Galdós) en la que la forma no¬velesca no impide un detallado estudio histórico del ambiente y quizá de episodios, todo ello conjuntado con la forma crea¬tiva del autor. (…) ¿caben estas formas en los libros bí¬blicos? ¿Seguirán siendo considerados del género histórico? A formas de este tipo parecen responder libros como Ruth, Esther, Judith, Job, Tobías. ¿Qué hay en ellos de histórico? No los ca¬talogaremos en el género histórico propiamente tal, sin que por ello se haya de negar valor histórico al fondo de su relato o a sus personajes y detalles. De esta manera podemos creer que el episodio de Judith tenga base verdadera, o el de Ruth de quien desciende David, pero han sido seguramente supera¬dos en su historia básica por el genio creativo. (…)

Pero viniendo particularmente a los libros escritos en forma histórica, y que son catalogados por común consenso como ta¬les desde antiguo, no podemos ignorar que la historia tiene tam¬bién formas diversas, por antigüedad y por género elegido. De¬bemos aquí recordar también un método propio del pensamien¬to hebreo y en general oriental, más particularmente del am¬biente de los conservadores judíos de la Escritura. Nos referi¬mos a las formas de midrash.

Se llama midrash, y género midráshico en general, el que da una interpretación de un pasaje de la misma escritura con un relato o con una paráfrasis de algún modo. Es principal¬mente de tres clases: la halaká, comentario o paráfrasis de un texto legal, que trata, quizá por medio de un ejemplo, de dar la justa interpretación de un precepto o de una ley; haggadá es en cambio un comentario o breve narración que trata de interpretar un pasaje histórico bíblico con nueva manera; y fi¬nalmente, se da como tercer género midráshico el llamado pesher que es una interpretación de hecho pasado referido al fu¬turo. De este último es ejemplo, según se piensa, la profecía de Daniel de las setenta semanas, basada en la de los setenta años de la profecía de Jeremías sobre la cautividad (Dan. 9,2 y 22 ss.).

Ejemplo de hálaká es, como caso importante, la diversa in¬terpretación del precepto mosaico relativo a la causa de libelo de repudio y divorcio, según dos escuelas diversas, y que tiene su aplicación en la importante declaración de Jesús, en la redacción de Mateo, sobre la aparente «excepción» a la ley de la indisolubilidad. Ejemplo de hagadá en la misma Biblia del AT. pueden ser el largo comentario de Ben Sirac (Eclesiástico) sobre los varones ilustres de Israel, ce. 44-50; asimismo el co¬mentario sobre las tradiciones de los patriarcas y las mosaicas (Gen. y Exod.) que hallamos en Sab. 10-19; o los discursos de Moisés sobre los sucesos del Éxodo, como se hallan en el Deu-teronomio. En el NT hay breves ejemplos de comentario, por ejemplo en la referencia a la piedra-fuente del desierto, que «era Cristo» dirá Pablo (1 Cor. 10,1-11) comentando los hechos del Éxodo, o sobre el velo que cubría la faz irradiante de Moisés (2 Cor. 3,7-16). Y extensamente puede serlo la carta a los He¬breos, que es un comentario al sacerdocio de la antigua Ley en clave de Cristo (4,14-9,28), y a la fe de los patriarcas y Jueces (c. 11).

Debemos añadir la referencia al método midrásico de co¬mentario o exegesis de textos bíblicos propio del estilo rabínico, reunidos a veces desde el siglo II d. Cr., midrashim, o con¬juntos de midrásh. El fondo profundo del método consiste en ilustrar un pasaje, principalmente histórico del Libro sagrado, a la luz de la historia de la salvación o revelación total. Cuan¬do tratemos del género histórico en el NT más tarde, diremos alguna cosa sobre la posibilidad midráshica en los evangelios. Expuesto el punto de los midrásh, que como se ha visto pue¬den hallarse también en la Biblia, en cierta medida, y ser en¬tonces desde luego ellos también textos inspirados divinamen¬te —ya que siendo un método propio de los comentadores ju¬díos, los escritores sagrados seguramente se formaron en su uso— pasemos al estilo propio de los libros históricos del Antiguo Testamento, que teniendo en cuenta los diversos ele¬mentos expuestos nos interesa comprender bien.

4. Valor histórico ".

Pienso que centramos bastante bien el problema si decimos que se debe admitir en los primeros libros históricos antiguos (del Génesis a Jueces), un valor realmente histórico, pero en¬riquecido a veces con un estilo propio de epopeya histórica, que magnifica los orígenes del pueblo de Israel. Decimos pues que —y muy particularmente a partir de Abraham—, los personajes de la historia son reales, cuyas historias han sido conservadas por la tradición de los orígenes. Sin embargo, esas historias, aunque también son reales en sus hechos, han sido presentadas de modo magnificado por los relatos que nos son transmitidos, primero por la tradición oral, y finalmente, enriquecidos por ella, consignados por escrito.

Importa así mucho la mayor o menor lejanía de los oríge¬nes narrados. Pues, el escritor sagrado que los redacta final¬mente a siglos de distancia (y aun milenios en los 11 primeros capítulos del Génesis) recibe los relatos de su pueblo, conser¬vados con fidelidad sustancial, y los enriquece por su parte con el relato coherente y unido que es su forma literaria. La real historicidad fáctica de los hechos relatados puede estar cubier¬ta algunas veces por interpretaciones midráshicas, como en el relato de la vara de Moisés frente a las de los magos egipcios, pero evidentemente debe haber existido una base para esta pre¬sentación inspirada. La Palabra de Dios inerrante es el relato que ahora poseemos, en su total integridad actual del texto. ¿Cuál es el sentido literal y real del texto inspirado en su co¬rrespondencia con el plano de los hechos? Lo inspirado, y su clave, es la voluntad del escritor sagrado de narrar este relato, iluminada previamente su mente por la luz divina de la inspira¬ción, y esta voluntad del escritor está también sometida a la inspiración, según la doctrina eclesial tomada de la Escritura. ¿Qué quería pues decir el escritor sagrado en relación con la realidad de los hechos? Esto es lo que hay que afirmar, con¬forme a la inerrancia bíblica, como sentido literal inspirado.

No podemos pensar que el escritor haya querido, en sucesos que se hallan a mucha distancia secular de él, confirmar cada detalle de lo que escribe. Pero debemos pensar, si no queremos hacer de él un relator de mitos inexistentes, lo cual es inacep¬table en un correcto género histórico bíblico, que habrá que¬rido presentar en forma de epopeya los hechos antiguos. La im¬portancia luego de cada detalle del suceso dependerá del apre¬cio de realidad que el mismo escritor haya querido darle en su relato. Y ¿acaso no es esto mismo lo que ha querido indicar el autor inspirado de 2 Macabeos? Porque dice de su propia obra, la cual reconoce ser un compendio de otra un tanto farragosa de un tal Jasón de Cirene (2 Mac. 2,23-25), que en ella «deja al autor o historiador la verdad de los sucesos (su precisión), y él procura, según su propósito, reducirlo a brevedad» (2 Mac. 2,28). Donde comenta A. Lefévre: «Caso único en la Biblia, un autor que define el género literario que tiene intención de adoptar.» (ROBERT-FEUILLET, Introd. a la Biblia, I, 690). Aun siendo único es preciosa su indicación; otro es el de Lucas en su Evangelio. Volvamos a la comparación de los dos planos instaurada al comienzo de esta sección.

Hagamos punto de partida de nues¬tra reflexión el plano terreno de los hechos reales históricos que acontecieron. ¿Cómo llegan a conocimiento de nuestro autor? Algunos, lejanos hasta en milenios del tiempo en que comenzó el arte de escribir (de Adán a Noé...), no han podido llegar en otra forma sino en la de relatos de tradición oral de los pueblos. Se conservan en varias literaturas tradiciones mitifica¬das de los orígenes de la humanidad y del diluvio, por ejemplo. Ello significa que han existido tales tradiciones orales, que han sido modificadas según el genio peculiar de cada raza y pue¬blo. El autor sagrado ha recibido tales tradiciones de su propio pueblo, y si pensamos que estas tradiciones por su antigüe¬dad pasaron a través del propio Moisés, proviniendo de Abraham, que las habría recibido en pueblo y cultura de origen, las daremos como de origen mosaico, pensando que el propio Moi¬sés pudo darles forma de relato fundamental, bajo la podero¬sa luz divina que le era comunicada. Dios hizo así que sola¬mente las tradiciones verdaderas llegaran al autor sagrado, el cual las redactó finalmente, fuera él quien fuera (téngase pre¬sente la teoría generalizada de los documentos escritos fuen¬tes del Pentateuco: E, J. P, D). Corresponde esta etapa a los ce. 1-11 del Génesis.

Los sucesos de las llamadas con razón «tradiciones patriar¬cales», desde Abraham hasta la ida a Egipto, tienen ya un am¬biente de tradición distinto y mucho más formado, el de la fa¬milia y clan del patriarca Abraham. Pueden conservarse con mucho mayor detalle, pero han de seguir enriqueciéndose a tra¬vés de los relatos orales. Aunque con Abraham comienza ya la consignación de los hechos (compra de la caverna de Macpelá, Gen. 23,1-20) fijados en lugares enteramente concretos y per¬manentes, y su historia está llena de nombres concretos (Harrán, Hai, Bethel...) desde el principio, es evidente con todo que las tradiciones son todavía orales durante los siglos que llevan hasta Moisés (seis siglos al menos), pues Moisés es el prime¬ro a quien se atribuyen los escritos o documentos primeros.

Conviene tener en cuenta esta fuerza y tenacidad de las tradi¬ciones orales, y a la vez la segura posibilidad de la modifica¬ción enriquecida de los relatos por la transmisión oral. Pero contamos en adelante con un ambiente de conservación hebrea, que forma los orígenes del pueblo. Así los reciben finalmente los consignadores por escrito bajo la luz divina (Moisés y los demás), y esta fidelidad ayuda a la seguridad histórica en su medida. Debe todavía tenerse en cuenta que los patriarcas no están establecidos en tierra fija hasta su final, o si lo están no es en forma de pueblo organizado como a partir de Moisés. En Egipto, desde su llegada (historia de José) hasta el Éxo¬do y la figura de Moisés, tenemos ya un pueblo asentado secu¬larmente (más de cuatro siglos) en la tierra egipcia de Gossen, donde se cultivan los relatos anteriores, ya con creciente con¬ciencia de pueblo unitario en cautividad. Moisés con el Éxodo da a su pueblo la plenitud de conciencia nacional que le ha de distinguir en adelante. En su tiempo además comienza la con¬signación escrita de los hechos, que se producen en un ambiente de fidelidad a la historia del pueblo. En esa fidelidad se conser¬van, y se transmiten, además de los primeros documentos es¬critos, las leyes mosaicas para su pueblo y los relatos de las tradiciones divinas de Moisés, el caudillo genial de la historia, uno de los más extraordinarios sin duda, aunque con un pueblo pequeño relativamente, pero sellado para siempre por su ge¬nial impronta personal.

Está en marcha ya la formación de los libros de la Toráh, que no hemos de seguir paso a paso. De modo semejante, a tra¬vés de documentos y de tradiciones orales enriquecidas, donde van entrando como componentes los elementos que hemos an¬tes considerado (epónimos, midrash, etiologías...), y en un am¬biente ya formado de pueblo de Yavé, y de nación escogida, ma¬duran los relatos. Han de pasar todavía las épocas de incesante acción de la conquista por Josué de la tierra palestina habita¬da por los diversos pueblos cananeos establecidos. También la posterior época insegura de los Jueces o héroes populares sucitados por Dios como jefes de un pueblo en lucha permanen¬te, que logra, durante dos siglos de batalla, asentarse en tierra ya propia, la «Tierra prometida» de Abraham. Estos dos siglos relatados en Josué y Jueces serán escritos históricamente más tarde, conforme a los recuerdos de la tradición oral configura¬da en los relatos, cuya última redacción, después de reunirlos, se piensa se verifica en el siglo vii a. C. después de ya escrita definitivamente la Toráh, como consta por la reforma religio¬sa verificada por el rey Josías, al ser descubierta la Toráh (año 622 a. C), que parece se hallaba perdida en el Templo (2 Re. 22,8). Aparece además que los sacerdotes, como clase especial existente desde el tiempo de Moisés y su hermano Aarón (Ex. 28,1; 29,4-9), tenían el encargo obvio de la custodia de los rollos de la Ley escrita, y seguramente de irla completando y redac¬tando finalmente (Jer. 2,8; 8,8).

Cuando tras el último de los Jueces y uno de los grandes profetas de Israel, Samuel, se instaura la monarquía teocrática en Israel (1 Sam. 8-10), comienza un período mucho más deter¬minado históricamente en el pueblo de Israel según los libros bíblicos, pues se pueden fijar ya las cronologías de los sucesi¬vos reyes, y con David y Salomón el pueblo se organiza de modo definitivo, y llega el culto a su esplendor con la organiza¬ción davídica y el gran Templo de Salomón (año 967, 1 Re. 6,1). Entonces ya los documentos podrán ser escritos profesionalmente, con la institución real de los escribas o secretarios (2 Sam. 8,17), y se conservarán así numerosos datos y documentos, que harán posibles después los relatos de los reinados de Is¬rael, siempre con la libertad de composición indicada, pero mu¬cho más ceñida a la historia que en los libros primeros de la gran tradición. Estamos en una época histórica, pero dentro de la concepción hebrea de la historia en el AT, que incluye pasajes como el de la batalla de David contra Goliat, de género realmente épico aunque con base histórica.

Finalmente, tras la deportación a Babilonia —con la época de los grandes profetas Jeremías y Ezequiel, que han seguido a los grandes primeros Isaías y Oseas del siglo VIII—, Esdras y Nehemías formarán parte de la gran historia de Israel, con relatos, como el de las memorias de Nehemías, de género personal. Y restaurado el Templo por Zorobabel en el año 515 a. C. co¬mienza la nueva época del pueblo de Dios, que prosigue su tra¬bajo y elabora sus libros nuevamente, en la fidelidad al culto y la Alianza, hasta la gran guerra de los Macabeos en época helenística, bajo los sucesores de Alejandro Magno. Estamos en el siglo II a. C. cuando se redacta el libro de estas guerras que son ya contemporáneas al autor, como indica el 2 Mac. 2,19-23.

Hemos visto, en esta sucesión de las épocas historiadas por los libros, cuan gran diferencia de distancias al redactor final hay entre ellas, a la vez que hay épocas, como las de Moisés, que habrán conservado con mayor fidelidad, aun escrita, los gran¬des sucesos fundamentales que la época más incierta de los Jue¬ces. Diferencia de estilos, desde el épico del Éxodo y Josué hasta el concreto de los Macabeos, pasando por los libros llenos de detalles vivos de Samuel y de los Reyes. Y aun dentro de cada libro puede haber importantes diferencias de estilos, y es lo que supone el método de la Historia de las Formas (Formgeschichte), que tiene puntos aceptables.

Ha llegado finalmente la hora de proponer el planteamiento inverso al que hemos hecho al comenzar esta serie de referen¬cias de las tradiciones y relatos. Preguntábamos al comienzo por el modo como han llegado los hechos históricos a conoci¬miento del autor del libro, y hemos hecho ver la diferencia de estratos que podrán advertirse en estas transmisiones, según la proximidad cronológica y la abundancia posible de documen¬tación. Ahora la pregunta está invertida y es la última que nos proponíamos hacer. ¿Qué fidelidad histórica guarda el relato sagrado para con los personajes y hechos que lo componen? Esto es, ¿cuál es el valor histórico de los libros del AT?

Preguntamos pues ahora por la concordancia que tengan los hechos reales de la historia acontecida con los hechos relata¬dos en los libros sagrados, de modo que en todo caso quede salvada la inerrancia de la palabra inspirada, y podamos tener seguridad histórica de los acontecimientos de la historia de la salvación. Debemos recordar previamente que para el creyen¬te, en cuyo punto de vista nos situamos nosotros aquí, existe una fe dogmática que tiene puntos ciertamente establecidos, que no puede admitir sean contradichos en la realidad histórica sin que decaiga la fe misma, y por ello el plano de la revelación en el escrito inspirado debe en esos puntos cubrir exactamente una realidad histórica concreta. Debemos en consecuencia tam¬bién recordar que, siendo la Iglesia intérprete exclusivamente autorizado de la fe, la enseñanza de su magisterio debe en el creyente actuar como guía de sus posiciones, sin que ello impi¬da en nada la libertad científica histórica de lo que demuestren los hechos reales. Debe presuponerse como cierto que nunca la verdadera historia real podrá contradecir de hecho a la reve¬lada en los escritos, como los interpreta la Iglesia. Pero en los hechos de historia discutidos, y tal vez discutibles desde un pun¬to de vista meramente crítico, podrá el creyente tener posicio¬nes que para él nunca sean sometidas a discusión.

5. Personajes del AT

Preguntemos primero por la realidad histórica de las figu¬ras que aparecen en los libros históricos del Antiguo Testamen¬to. El caso más célebre es el de Adán protoparente del género humano según la Escritura, y autor del primer pecado, que la fe cree transmitido en sus efectos personales de manera per¬sonal, llamado por la doctrina católica pecado original. La exis¬tencia histórica de Adán, primer hombre y pecador primero, que¬da condicionada por esta fe, a pesar de las dificultades que la historia pueda presentar dada su inmensa lejanía en la tradi¬ción secular. El dogma del pecado original condiciona la existen¬cia real e histórica de este primer hombre, pero desarrollarlo aquí sería demasiado extenso para las posibilidades del trabajo actual. Que ha existido un primer hombre es cierto en todo caso, aunque es problema su concreción.

Figuras de importancia son las de los hijos de Adán, Caín y Abel, especialmente éste último para la historia de la salva¬ción. Se puede destacar, entre los patriarcas antediluvianos, a Set y a Henoch por sus especiales relaciones con Dios y la his¬toria de la salvación; y llegamos a la gran figura de Noé, el patriarca del célebre diluvio, y padre de pueblos innúmeros a través de sus hijos Sem, Cam y Jafet (Gen. c. 10). Ya desde Sem, a través de sus correspondientes generaciones (Gen. 11, 10-26), llegamos a Abraham, donde la historia adquiere una nue¬va perspectiva. ¿Qué decir de las figuras de tales personajes bíblicos enumerados? ¿Han existido realmente estos hombres, o solamente serían expresiones legendarias de extraordinarios sucesos de algún modo acontecidos en la noche de los tiempos históricos? No nos parece que, si se ha de guardar el debido res¬peto a la inerrancia de la palabra revelada, pueda destruirse la existencia de estas célebres figuras de los antepasados humanos: Abel, el primer justo asesinado después de Adán e hijo suyo; Enós y Henoch (Gen. 4,25 y 5,24) verdaderos adoradores de Dios célebres por su piedad; el patriarca del diluvio, hombre de divinas promesas recibidas y sus importantes hijos, que forman las ramas de una de las cuales se llega hasta Abraham. La his¬toria desde luego nada podrá atestiguar contra ellos, pues se hallan en tiempos de los que no quedan documentos escritos fuera de las tradiciones conservadas, de las que esta bíblica está garantizada por la inspiración. Creemos que ésta alcanza en pri¬mer lugar a la existencia de las personas que han tenido parte importante y decisiva en la historia de la salvación, sin que por ello nos creamos obligados a afirmar que las listas de las gene¬raciones todas conservadas en la Biblia (Gen. ce, 5,10 y 11) ha¬yan de sostenerse como históricamente válidas, pues su sumaria descripción no parece que toca necesariamente a los hechos de la historia de la salvación. Entra también aquí la posibilidad (sin que demos a ésta otro valor superior) del género literario con sus diversos elementos, de que hemos hablado, que podría afectar a la misma concreción de las personas de escaso relie¬ve en relación a la acción divina sobre la salvación. No así en cambio las principales figuras mencionadas. Ante tales listas nos hallamos con una tradición hebrea de formar en todo caso genealogías como recurso literario (1 Tim. 1,4), sin que se pue¬da pensar que el autor afirme conocer toda la seria hasta Adán.
Seguramente que en la tradición hebrea y en la cristiana Abel o Noé serán considerados como personas que realmente han vivido. El mismo texto sagrado repetidas veces hablará de ellos como de personas reales. La carta a los Hebreos, en efecto, menciona como ejemplos vivos de fe en su lista a Abel, Henoch y Noé, entre los antediluvianos (Hebr. 11,1-7). No pa¬rece que podría bastar el suponer que se reduce a decir que los ejemplares «literarios» con tales nombres son dignos de admiración por su fe, ya que establece una lista o catálogo de los ejemplos históricos de la fe. Y el evangelio de san Mateo menciona a Abel con palabras que exigen más que una mera figura literaria: «la sangre derramada de los justos sobre la tie¬rra, desde la de Abel hasta la de Zacarías» (Mt. 23,35). Son pa¬labras en boca de Cristo en la invectiva a los fariseos que exi¬gen un Abel viviente y mártir primero de los hombres de Dios. Lo mismo parece exigir de Henoch y Noé el elogio de Sirac en su libro (Sir. 44,16-19), y la mención expresa del apóstol Pedro de personas reales que son visitadas por Cristo en su descen¬so al seno de Abraham tras la muerte, los cuales vivían espe¬rando la paciencia de Dios «cuando Noé fabricaba el arca» (1 Pe. 3,20).

Con mayor certeza histórica, necesariamente, habremos de afirmar la realidad de la existencia de los grandes patriarcas Abraham, Isaac, Jacob, la gran tríada de los amados de Yavé. Aparte de pertenecer a un tiempo históricamente perceptible, y cuyas tradiciones llegan en el seno de un pueblo comenzado a formar en germen de fe, es cierto que el Nuevo Testamento, como el Antiguo, están llenos de sus nombres como los de hombres de los orígenes del pueblo de Dios, amigos de Yavé. Son tantos los ejemplos, dejando aparte la larga mención por igual de los dos catálogos mencionados de Sirac y de Hebreos, que bastará citar un ejemplo del concepto que en boca de Je¬sús adquiere su realidad personal: «Dijo Dios a Moisés, Soy el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. No es Dios de muer¬tos sino de vivientes» (Me. 12,26). Jesús habla de la vida de los resucitados, pero con evidente claridad hay que suponer por lo mismo que han vivido en el mundo antes. Y de Abraham dice expresamente: «Abraham deseó ver mi día, lo vio y se gozó... Antes que Abraham existiese, existo yo» (Jn. 8,56-58).

Nos parece que esto es tan claro, que debiera ser indiscuti¬ble. Pero algunos autores hablan de manera que parecen que¬rer suponer que, si bien se puede aceptar la existencia de Abra¬ham con un hijo Isaac, la figura de Jacob podría desaparecer como tal de la historia real, sin que la fe sufriese menoscabo, atribuyendo asimismo la figura de sus hijos al midrásh de la anfictionía. Pienso que en este punto se sobrepasa la justa me¬dida de la interpretación en relación a Jacob, y su existencia como hijo de Isaac, como lo muestra la palabra referida de Jesús.

Si Jacob, como algunos parecen suponer, no es sino una fi¬gura de epónimo de la alianza de doce tribus (o más o menos), ¿de dónde les ha venido a las doce tribus reales de Israel su creencia en la descendencia del hombre Jacob? ¿De dónde su mismo nombre de Israel (Gen. 32,28)? ¿De dónde, en fin, su absoluta convicción de ser «hijos de Abraham»?

Dejemos así ahora de lado por un momento (en seguida ven¬dremos a ello) los hechos de las historias de Abraham, Isaac y Jacob. Pero sus personas reales nos parece que pertenecen a la fe y su contenido. Y debemos decir lo mismo de la persona de José, que cierra el Génesis. Se toca ya además la historia, y aunque José no afecta tan directamente a la misma fe nuclear de la revelación, su persona pertenece a ella, y (dejando de lado el relato de sus hechos), pertenece a la historia, que se alcanza ya casi con la mano.

Y aun sicológicamente considerado, el relato de la venta de José por sus hermanos, ¿parece fácil que haya sido inventado de primera mano por judíos, que refieren los orígenes nacio¬nales de su pueblo? No parece muy apropiado que un judío in¬ventando (otra cosa es si los hechos son reales) atribuya a sus padres (los Once hijos de Jacob) el intento de asesinato de su hermano menor por envidia irracional, y luego su venta como esclavo, pues así más bien parece que degradan sus propios orígenes. Menos propio todavía nos parece atribuir tal crimen falsamente a tan grandes hombres de manera deliberada, y esto bajo la acción de la luz del Espíritu en la doctrina de la inspiración.

Nada es necesario decir sobre las figuras reales de Josué y de los Jueces, pues si sus historias pueden haber sido realza¬das con los relatos, su existencia conservada por la tradición no se puede poner en duda sin ignorar la conquista de Canaán. Y más directamente ya comienza la historia desde la instaura¬ción de la monarquía hebrea en Saúl y David, donde ya no sólo las personas y muchos hechos suyos, sino su misma cronología puede ser establecida con bastante exactitud, en un ambiente de organización que permite aceptar los datos de los reinados y sus tiempos.

6. Los hechos del relato bíblico

Pero, ¿qué decir ahora sobre los hechos de todas estas histo¬rias, como se hallan en los relatos inspirados de los autores sa¬grados? Diremos algunas pocas cosas, como en síntesis de va¬loración histórica sobre ellas. Y lo primero que hay que recor¬dar y repetir es la que hemos visto que Pío XII llamó «la nor¬ma suprema de la interpretación» de cualquier escritura y tam¬bién de la sagrada, en la cual el escritor es instrumento u «órga¬no» del Espíritu Santo por la inspiración, pero instrumento vivo y racional (Divino Afflante, n. 19). Es la siguiente: «Qué es lo que el escritor intentó decir». Pues sabemos que la inspiración divina «de tal manera movió al autor sagrado, de tal manera le asistió mientras escribía, que rectamente había de concebir en su mente, y fielmente había de querer consignar, y aptamen¬te con infalible verdad expresar, todo aquello y sólo aquello que El mismo les mandara», según la doctrina católica de la ins¬piración, expuesta por Léon XIII en la encíclica Providentissi-mus Deus. Donde aparece que la voluntad del escritor, movida por Dios, y siguiendo fielmente la moción, debe por lo mismo ser también, y de manera especial, la norma suprema de inter¬pretación de la Escritura divina. La voluntad humana de lo que quiere decir es el instrumento de la voluntad divina en el texto. ¿Qué quiere pues decir el escritor sagrado? Esta es la norma suprema de la interpretación.

Ahora bien, para entender correctamente, respecto de los he¬chos relatados, la voluntad del escritor sagrado, es para lo que tenemos que tener en cuenta todo lo que hemos dicho sobre los géneros literarios y sus elementos de interpretación de la intención del escritor. A esto debe añadirse, para el creyente que interpreta en católico la Escritura, el valor del Magisterio de la Iglesia, como único legítimo intérprete autorizado, en sus directrices generales y en los casos particulares en que haya podido intervenir. Y también debe añadirse la llamada «ana¬logía de la fe», de manera que se tenga en cuenta, al interpre¬tar un texto o un hecho, que no es un hecho suelto y separado de todo el resto de la doctrina, sino en totales implicaciones con la doctrina de la fe, y también especialmente con la misma Sagrada Escritura, en otros libros o autores igualmente inspira¬dos, relacionados con el pasaje interpretado. Voluntad del escri¬tor sagrado, Magisterio de la Iglesia para no errar al entender dicha voluntad, y analogía de la fe con la misma Escritura y el Magisterio; he aquí la tríada de principios que deben guiar al intérprete católico de la Escritura en su búsqueda o investiga¬ción del sentido y del valor de los hechos y relatos.

A esta triple luz, ¿qué decir de la historicidad de los hechos del Antiguo Testamento, de cuyas personas en los relatos ya hemos hablado? Primero, diremos como supuesto que debemos admitir exegética, e históricamente también, por un principio elemental sobre la voluntad del historiador, cualquiera que éste sea, que no quiere inventar sus personajes como existentes, a no ser que quiera hacer mera narración novelada, en cuyo caso no estamos en género histórico de ninguna clase; y que si las per¬sonas del relato son reales en la historia humana, tales per¬sonas son conocidas precisamente por haber participado en de¬terminados hechos de la historia de Israel, que ha conservado la tradición. Exige pues, por este concepto, una elemental crí¬tica histórica, que no sea lícito negar en principio tales he¬chos relatados por libros de género histórico, y conservados por la tradición. Esto valdrá históricamente tanto más cuanto más importante para la historia del relato sea el hecho relatado. Por esta razón, debemos admitir como hechos sustancialmente históricos los grandes hechos de la historia de Israel: las grandes promesas de Abraham, el sacrificio de Isaac pedido por Dios y frustrado en su realización por voluntad divina, el castigo de las ciudades pecadoras desde el cielo, los hechos fundamentales de la historia de Jacob. Y en la gran tradición mosaica, la celebérrima aparición de la zarza ardiente donde se revela el nombre de Yahveh, la salida de Egipto del pueblo guiado por Moisés que hace en nombre de Dios grandes mila¬gros para librar al pueblo, la Alianza del Decálogo en el Sinaí tras el paso del Mar Rojo. La conquista de Canaán bajo el mando militar de Josué, heredero del espíritu de Moisés, que no entró en la Tierra de promisión, por una culpa misteriosa no explicitada (Deut. 32,51; cf. Num. 20,12 y 27,14; Deut. 3,27 y 34,4) cometida en el lugar donde sacó agua de la piedra, Meribá. La lucha durante un largo tiempo contra pueblos vecinos enemigos de Yahveh, relatada en Jueces, bajo el mando de héroes suscitados por Dios. La instauración de la monarquía consagra¬da teocráticamente, la guerra civil entre Saúl y David, y las his¬torias del Reino de Israel y de Judá subsiguientes, hasta la cau¬tividad babilónica, con el gran asedio anterior de Senaquerib contra Ezequías. La deportación masiva del pueblo a Babilo¬nia, y la vuelta del pueblo con Zorobabel, Nehemías y el gran escriba de la Ley Esdras. Finalmente las épicas luchas de los Macabeos. Todos estos grandes sucesos, por este primer prin¬cipio, deben ser contados en el número de los hechos históri¬cos, aunque nada tengamos escrito sobre ello en las crónicas de otros imperios contemporáneos. No se ve por qué, aún des¬de el punto de vista histórico, habían de merecer más crédito documentos de estos imperios que la gran historia de Israel. Los hechos, en múltiple conjunto, forman la trama histórica de los relatos del AT. Si admitimos así que son relatos de gé¬nero histórico, es decir de hechos realizados en la historia, de¬bemos en principio aceptarlos como históricos, mientras de alguno de ellos no tengamos motivos claros para pensar que en la propia mente y voluntad del escritor (norma suprema de in¬terpretación fidedigna) se trata de relatos etiológicamente con¬cebidos (por ejemplo, interpretando algún nombre), o de refe¬rencias midráshicas y comentarios a otros libros o pasajes del AT. En cuyo caso estaríamos ante un género histórico propio de los hebreos o de la antigüedad oriental. No bastará, en cambio, para un exegeta creyente que el relato incluya prodigios divi¬nos, de cualquier escala que sean, para negar la historicidad del hecho relatado. No es justo principio de crítica, para quien ad¬mite la omnipotencia divina del Creador, dudar o negar en principio tales hechos prodigiosos. Si alguna vez hay otras razones diversas para hacerlo, deben ser críticamente justas, no solo prejuicios racionalísticamente concebidos.

¿Debemos, entonces, aceptar cada hecho con todos los de¬talles del relato? Dos razones pueden obstar a esta aceptación indiscriminada de los detalles o concreciones adherentes. Una, la bastante clara voluntad del escritor, que consta por otros caminos en el mismo relato, o por descubrimientos verificados arqueológica o literariamente, de magnificar a veces su historia a manera de epopeya. Depende este concepto de la diversa cla¬se de libros históricos que poseemos, y alcanza su mayor cla¬ridad en los libros de mayor antigüedad de relato (aunque pue¬da no ser tanta la antigüedad de su última redacción), que pro¬vienen de tradiciones seculares o más aún milenarias. En este grupo se incluyen el Pentateuco, Josué y Jueces. Pero, como hemos dicho, forman grupos de tradiciones de muy diversa antigüedad. Esta es la segunda razón. Cuanta mayor distancia hay entre hecho y relator, tanto mayor es la posibilidad de mo¬dificar, sobre la base del hecho cierto, los detalles del mismo en la relación transmitida. En este concepto hay que distinguir claramente las tradiciones antemosaicas y las mosaicas y post-mosaicas. Las antemosaicas tienen dos grupos: los 11 primeros capítulos del Génesis hasta Abraham, con tradiciones milena¬rias, y las tradiciones patriarcales hasta Moisés, con el amplio paréntesis de formación transmitida de los relatos, que corres¬ponde a la larga estancia del pueblo en Egipto, de la que nada sabemos hasta Moisés. Son desde Abraham unos 600 años, y de ellos varios siglos (más de cuatro...) en Egipto sin historia transcrita.

Un capítulo nuevo de la misma tradición, en cuanto a la distancia y recepción en un pueblo con concepto ya de nación distinta, son las tradiciones a partir de Moisés, y especialmente las de su gran época de legislador y caudillo hasta su muerte. Viva hubo de conservarse la memoria del pueblo sobre sus gran¬des hechos. Existe ya una clase sacerdotal para conservar esta memoria fielmente, y un culto para perpetuar sus hechos funda¬mentales, con grandes fiestas anuales de memoria perenne. En la época postmosaica, de Josué y los Jueces, la permanente lu¬cha del pueblo guerrero, durante unos dos siglos, hace compren¬der que no exista la concentración organizada que asegure la plena concreción de todos los hechos sucedidos. Pero los rela¬tos de la tradición merecen la fe histórica de los grandes he¬chos transmitidos: el paso del Jordán, las piedras erigidas, la asamblea del pacto cultual, (o anfictionía, si se la quiere conce¬bir así), de Sichem bajo Josué (c. 24), los hechos de Gedeón, Débora y Sansón. Sobre todo, la gran figura del profeta-juez Samuel.

Mucho más clara quedará la transmisión de la historia deta¬llada a partir de la monarquía de David y el reino organizado. Siempre todavía, podemos contar con la manera de narrar he¬brea, pero el estilo se hace más de crónica, con elementos (Da¬vid y Goliat y la armadura de David recibida de Saúl, o la esta¬tura del gigante...) magnificados todavía. No hemos de seguir detallando. Creemos bastante claro que no se puede humanamen¬te atribuir al escritor sagrado, en todos los casos de la misma manera, la voluntad de narrar los hechos con todos sus deta¬lles como así ciertamente acontecidos. Esta voluntad, recuérdese bien, es la norma suprema de la interpretación literal, y por lo tanto también del texto inspirado.

Quedaría así con un interrogante el célebre caso de la as¬censión de Elias en el carro de caballos de fuego (2 Re. 2,11-12), y su anterior paralelo primitivo de Henoch (Gen. 5,24). Pero debe también tenerse en cuenta la célebre tradición judía y cris¬tiana de «la vuelta de Elias» como precursor final, de la que ha¬bla Jesús (Mt. 17,11 Me. 9,14). ¿Cuál fue el final histórico de Elias cuyo sepulcro es desconocido? No es este momento para tratar de dicha tradición.

Terminaremos resumiendo la posición de una interpretación actual de la Biblia con crítica sensata, y admitida plenamente la divina inspiración así como el género realmente histórico de los relatos. Admitiremos la verdad histórica de los hechos en sí mismos. Admitiremos, dentro de una narración literariamente compuesta en géneros algo diversos, por necesidad, por escrito¬res a diversa distancia de los hechos, la realidad histórica de cada caso, mientras no se presente una seria necesidad, en sí posible, de interpretar de otro modo el hecho, necesidad que no provendrá nunca de tener que negar la existencia de milagros o intervenciones divinas superiores a la propia naturaleza de las cosas. Pues tales milagros no sólo son posibles, sino que sin ellos hasta es imposible entender la mente y voluntad del escri¬tor sagrado que cree en la omnipotencia divina. No nos parecerá necesario, desde luego, aceptar la estricta historicidad de todos los detalles del hecho relatado en cada caso (palabras atribui¬das, detalle concreto...). Por todo ello diremos que conociendo, según el relato divinamente inspirado y siempre verdadero, la historia de Israel, repetidas veces podremos quedar en duda acerca de la concreción exacta del hecho sucedido. Pues todo escritor, aun historiador, en su medida recrea literariamente los hechos que refiere, aunque sean reales. Los pone en diálogo, los detalla, tal es su tarea de escritor. Y más los antiguos.

¿Tiene esto gran importancia? Históricamente, importará en cuanto al natural deseo de todo investigador de conocer lo más exactamente posible la realidad histórica de cada hecho, a la cual, por otra parte, nada tenemos que objetar seriamente. Lo que tendrá siempre grandísima importancia para el creyente es la existencia de importantes hechos ligados históri¬camente con su fe. En el caso de Adán, sabemos por el dogma cuáles son esas realidades históricas inamovibles: un Adán, un pecado, tras una tentación, la creación del hombre y la mujer, la unidad del género humano, la pérdida de la inmortalidad y de otros dones, la expulsión de la felicidad del paraíso... Esto su¬cede también en otros casos: baste insinuar la importancia para la fe de las promesas de Abraham y las revelaciones de Dios a él, del sacrificio de Isaac, del Decálogo en el Sinaí con la Alian¬za. Otros hechos del mismo modo estarán ligados con nuestra fe. Entonces tiene una gran importancia la afirmación incon¬movible de tales hechos. Otros muchos hechos, en sí mismos, no tienen entidad dogmática si no es en cuanto pudieran com¬prometer la verdad de la divina inspiración. Asegurada ésta en todo caso, según toda esta manera de entender los géneros li¬terarios históricos del AT., ¿qué podría padecer la fe del cre¬yente por que se entienda de un modo concreto o de otro ésta o aquélla batalla, si se salva lo fundamental? Es ya un problema en estos casos, más de crítica histórica correcta que de fe teo¬lógica.

Pero nos queda finalmente una advertencia de suma impor¬tancia para la fe y la exegesis católica: el relato de los libros, en el plano del mismo relato, o sea como Sagrada Escritura en cuanto tal, tanto en los relatos o narraciones de género histó¬rico como en los didácticos o proféticos, está plena y totalmen¬te inspirada, y tiene a Dios como autor, que ha tomado como instrumento u «órgano» humano de realización del escrito (con mente propia iluminada y voluntad propia movida por el Espí¬ritu infaliblemente) al respectivo autor o autores del libro, y siempre, por necesidad resultante, al definitivo compilador o redactor final. Por ello, en el plano de la divina Escritura ins¬pirada no hay ni puede haber error alguno, ni partes inspiradas y partes no. Toda la obra pertenece a Dios, Verdad absolu¬ta, aunque no en forma de dictado verbal divino, a no ser qui¬zá cuando el profeta dice: «Me dijo Yavé...»

Pero luego, en cada género literario, y también en el histó¬rico, hay que comprender lo que el autor humano quiso y cómo, pues esto es lo que la inspiración le movió a decir. De esto se sigue necesariamente que los hechos reales de la historia coinci¬dirán o no exactamente con la narración según haya sido tal la voluntad, que se ha de regir necesariamente por la prevista posibilidad, del escritor. El cual, cuando los hechos están conec¬tados sustancialmente con dogmas o verdades de la fe siempre ha de ser consciente de la verdad sustancial del hecho narrado, por la iluminación divina. Cuando no se da tal necesaria co¬nexión tendrá «voluntad histórica», entendida en cada caso se¬gún la consciente certeza que pueda él tener del hecho por la tradición que recibe, la cual sometida también a la verdad de la inspiración como fuente recibida por el autor, no conlleva sin embargo necesariamente la exacta referencia histórica de cada detalle, y a veces, por excepción, ni del hecho, si puede ex¬plicarse la tradición de otro modo (posible etiología de Ay...).

De este modo afirmaremos siempre la verdad de la fe, la ver¬dad de la plena y total inspiración inerrante, y la verdad de la historia por una fidedigna tradición transmitida en el pueblo de Dios.

Pero queremos recordar que nunca podremos preferir, en un caso dudoso e ignorado en relación a su exacta dimensión his¬tórica en conformidad con el relato bíblico, lo que un crítico cualquiera «suponga» o «hipotetice» que ha sucedido frente a lo que relata el autor sagrado. Preferimos mantener, en un caso dudoso del sentido histórico de la afirmación del escritor, nuestra ignorancia que no inventar otra historia, como hacen algunos. Pues ningún crítico nos parece que merece credibili¬dad histórica en sus hipótesis a miles de años de distancia de los hechos, exceptuando el caso en que haya una prueba abso¬luta, por ejemplo, en una cronología determinada, confrontada con hallazgos arqueológicos actuales. Deberemos seguir, en todo caso y siempre, relatando los hechos bíblicos con las propias palabras del autor sagrado (sobre el paraíso, sobre el pecado adámico en los orígenes, sobre las peregrinaciones y revelacio¬nes de Abraham como sobre el diluvio universal noético y la pa¬loma y el cuervo, sobre el éxodo y el paso del Mar Rojo o las plagas de Egipto, sobre la vara milagrosa de Moisés...), pues aunque algunas veces tengamos la certeza moral de que el rela¬to encubre artísticamente con forma narrativa literaria, el he¬cho real (como en la tentación del paraíso) nunca hallaremos pa¬labras mejores y más bellas para relatarlo. Ni podemos pedir a nadie que ponga más fe en nuestras propias palabras que en las inspiradas del autor sagrado, ya que Dios quiso que los hechos fueran así relatados sin error alguno. Para nosotros, pues, y para todo creyente, sigue siendo el relato bíblico, divinamente inspi¬rado e inerrante, el verdadero «relato de los hechos de la sal¬vación» como Dios ha querido que sea propuesto y conservado, sin que por eso neguemos los derechos de una justa crítica a señalar los hallazgos nuevos reales, que pueden siempre ilumi¬nar, sin peligro alguno, cuál sea el verismo histórico de exac¬titud pormenorizada que haya sido intentado, según su época y su medida, por el autor sagrado bajo la inspiración divina total. Pero el relato inspirado «está en posesión», como se dice jurídicamente, acerca del relato de la historia, y sólo se estimará como forma literaria en caso de prueba contra el suceso.

Habríamos de decir algo parecido, aunque con fe y verdad muy superior a la suya, de lo que Flavio Josefo, el historiador de las «Antigüedades judías» ha expresado, queriéndose poner a salvo de la crítica de los increyentes ajenos al pueblo judío, al narrar los antiguos prodigios de la tradición bíblica de Israel: «A algunos les parecerá difícil de creer lo que aquí rela¬tamos, pero debemos seguir la narración de los autores an¬tiguos de los escritos sagrados» (Ant. jud. I, 5,71; XX, 261). A nosotros no nos parece increíble, sino siempre verdadero, entendido siempre conforme a lo que una justa inteligencia en¬tiende de la voluntad del narrador; pero sin apartarse en nada por lo demás de su propia narración y de las páginas inspi¬radas por Dios.

7. El problema moral de los relatos

Es preciso añadir una palabra sobre un problema de los li¬bros inspirados que resulta siempre difícil de aclarar. Quizá lo que aquí se indique pueda ofrecer alguna luz para aquellos que sienten seriamente este problema. Hablo de numerosos pasajes de la Escritura inspirada que tratan de severísimos castigos di¬vinos, de palabras de anatema divino, expresadas con tal fuerza humana que aterra. Véase como ejemplos de esto, y a modo de muestrario solamente, la muerte decretada por Moisés contra los prevaricadores del becerro de oro por mano de los hijos de Leví, que mataron por orden suya y en acto de venganza divi¬na, premiado luego con la dedicación a la función sacerdotal para la tribu de Levi, a veintitrés mil israelitas, aunque se diga quizá que el número puede estar exagerado voluntariamente (Ex. 32,25-29); las tremendas maldiciones contra los que sean infieles al pacto de la alianza en el futuro, pronunciadas por Moisés (Lev. 26,14-41); las dedicaciones al anatema en la guerra santa del pueblo de Dios, ordenadas contra ciudades ente¬ras, sin exceptuar a mujeres y niños, por Moisés o por Josué (Núm. 21,1-3; Jos. 8,25-29); especialmente grave y terrible es el veredicto dado por Moisés contra los Madianitas, ordenando matar a todos los supervivientes, niños varones y mujeres ca¬sadas, exceptuando sólo las vírgenes y niñas (Num. 31,13-19). Mucho menor problema presentan las leyes mosaicas tan severas en el castigo de muchos delitos, como puede verse en el Levítico. Al fin, son delitos y la costumbre del tiempo puede auto¬rizar la severidad del castigo. Pero en los otros casos citados, y semejantes, ¿qué pensar? ¿Cómo justificarlos como «palabra de Dios»?

Algunos recientemente lo han explicado por los géneros li¬terarios, indicando que es un género literario, acostumbrado entonces para los hebreos, el atribuir a Yavé, causa primera, todo lo que hacen los hombres, causas segundas eficientes de tales horrores: Moisés, Josué, los guerreros, todos los cuales quedarían justificados solamente por las terribles costumbres de la época. Hoy, ciertamente, condenaríamos a los que hicie¬ran algunas de estas cosas en la guerra, al actuar así contra ci¬viles que se defienden de un ataque enemigo; lo que podría aparecer a los israelitas de Moisés y Josué como justificado por su fe en los derechos que Dios les había dado sobre la tierra de la promesa, como «guerra santa», difícilmente podría justi¬ficarse ante tribunales de justicia en la concepción moderna.

Recordemos que la exégesis moderna razonablemente re¬cuerda un principio ya establecido por los santos Padres, y que es llamado la «synkatábasis», o sea la condescendencia divina hacia los hombres, amoldándose a sus palabras y costumbres para conducirles de manera acomodada a su modo de ser ha¬cia su fin. Esta condescendencia produce una revelación pro¬gresiva, tanto en el orden de verdades como en el de costum¬bres y moralidad. Así, como ejemplo clásico en el orden de ver¬dades, la revelación cuya luz va creciendo acerca del sheol y vida futura. Los autores bíblicos más antiguos tal vez piensan más en los premios y castigos de esta vida; poco a poco la luz crece y se va haciendo más claro que existe otra vida eterna después de la muerte, y que en ella están los definitivos premios y castigos, verdad que en los autores bíblicos más recientes (p. e. Daniel y los Macabeos) llega a conocer la luz de la futura resurrección corporal (Dan. 12,2; 2 Mac. 7,9 y 14). En el orden moral puede advertirse también un notable cambio en la anti¬gua dureza de las costumbres y usos respecto a los adversarios o acerca del castigo de muerte. Todo ello adquiere claridad úl¬tima y admirable en las palabras y modo de proceder de Jesús en el NT.

Explica la exégesis moderna las afirmaciones de los autores bíblicos, cuando crean un verdadero problema acerca de su pro¬pio conocimiento de los hechos afirmados, por la llamada «diso¬ciación sicológica», por la que, habiendo en la conciencia huma¬na diversos niveles o campos, puede el autor querer afirmar determinados aspectos en lo que dice, dejando otros en la sombra de la abstención afirmativa. Si afirma una cosa, un núcleo en lo que dice, puede suceder que se abstenga de formu¬lar juicio respecto del campo circundante. Puede afirmar la vida presente y no hablar de la futura, sin por eso negarla ex¬presamente, aunque quizá la ignore. Puede atribuir una orden a Dios, que accede a acomodarse a los hombres y sus costum¬bres, sin por eso afirmar que esto sea válido para todo tiempo ni que en sí sea perfecto.

Concediendo que hay que dar a cada tiempo lo suyo, y que costumbres hoy bárbaras, y como tales condenadas, eran habi¬tuales entonces, por lo que no se las puede enjuiciar con el actual rigor moral, que es por otra parte justo, ¿no diremos nada más? ¿Nos bastará esto? Según esta explicación. Dios no aprueba tales cosas. Son los escritores sagrados quienes, con¬forme al pensar de su tiempo, atribuyen lo que consideran ple¬namente justificado a Dios como acción en favor de su pueblo, y misericordia para Israel. Pero, en fin, parece que se ha de pensar siempre que Moisés, especialmente, actuaba en fre¬cuente contacto con Dios, y tampoco es fácil pensar que Dios no reprendiese lo que estaba mal en sí mismo.

Debemos, creo, distinguir dos casos: uno, el de ciertas ac¬tuaciones de los israelitas, aun de Moisés y Josué, que actuaban conforme a las necesidades de la guerra y las costumbres del tiempo. Tales cosas no son mandadas ni aprobadas por Dios mismo, aunque quizás el escritor las ponga en su boca como mandato, y ahí se puede explicar el caso por género literario. Pero hay otros casos, como las amenazas proféticas de Jere¬mías, en que Dios mismo amenaza por boca del profeta cla¬ramente, como castigo de pecados del pueblo, con horrores guerreros.

Dios en sí mismo considerado, entonces, ahora y siempre, es el mismo y no se muda. Perfecto, justo, misericordioso, om¬nipotente, creador, padre, todo ello es una sola y misma cosa, un solo y mismo ser personal, que llamamos Dios. Ni cuando amenaza, ni cuando castiga, ni cuando premia, cambia en sí mismo. Es El, y es omniperfecto. Sucede que los hombres con¬tingentes y mudables cambian, son justos o pecadores, son dig¬nos de premio o de castigo. Hacen guerras, tienen costumbres determinadas. Entonces, lo que sucede variamente entre los hombres, culpa de ellos solos en cuanto a la injusticia y el ho¬rror, es de ellos. Pero Dios dice que eso en ellos es castigo de pecados. Podemos suponer que no todos los que sufrían el ho¬rror de aquella guerra de la cautividad eran pecadores. Habría justos en Israel y sufrían lo mismo. Pero el ataque de Nabuco-donosor contra Jerusalén, la cautividad y sus horrores, para los malos era castigo, y el pueblo de Israel era pecador enton¬ces. Para los justos eran prueba, terrible sí por la maldad hu¬mana en su crueldad, pero purificadora y vestíbulo de un pre¬mio eterno, como en los mártires. Hay una concepción nacio¬nal en tales amenazas. ¿No dice Jesús que Dios hace llover y sa¬lir el sol sobre los justos y los injustos? (Mt. 5,45). Pues, de igual manera, las guerras y los dolores, en este mundo, caen sobre malos y sobre buenos, pero de distinto modo: para unos son castigo, para otros prueba que tendrá premio.

Más difícil todavía parece explicar cuando hay un castigo de Dios del que no se puede dar razón sin un milagro. Por ejem¬plo, la muerte de los primogénitos de Egipto a manos del ángel exterminador. Que sean los primogénitos, o es un mero hecho de género literario, difícil de compaginar con la exigencia pos¬terior de la ofrenda de los primogénitos israelitas a Yavé en su memoria, consagrados a su servicio (aunque rescatados, a cam¬bio de precio, en favor de los de Leví: cf. Ex. 13,2-12; Lev. 12, 1-8.24; Num. 6,10), o es un hecho claramente milagroso de Yavé en la última plaga en favor de Israel, determinante de la li¬bertad de Israel de Egipto, y conmemorado cada año en la Pascua ritual. En casos tales, cuando se presenta una acción de Dios especial, milagrosa y directa, (que tampoco, recordémoslo, cambia nunca nada en el Ser de Dios, que es Inmutable y Bue¬no siempre), debemos recurrir al Señorío de Dios, autor de la vida, sobre la vida y la muerte. Dios determina el fin de la vida de cada cual, y puede determinar el fin de la de todos los primogénitos de Egipto al mismo tiempo en favor de Is¬rael, sin culpa de aquellos jóvenes y niños. Para ellos no es castigo personal, sino hecho humano de morir. Para Egipto como pueblo opresor es un castigo y para Israel una liberación.

Dios es como una luz, en sí purísima, que se muestra más o menos clara en su resplandor según el vidrio que atraviesa. Tal vidrio son las costumbres de los hombres, en cada época las suyas. Pero cuando el cristal se hizo más claro, limpio y trans¬parente para ver al mismo Dios a su través fue en Jesús, Dios-Hombre. En El admiramos las virtudes divinas, la bondad de Dios y su justicia, como directamente, por decirlo así, o a tra¬vés de un cristal purísimo. Dios resplandece en Jesús hombre.
Recordemos, sin embargo, que también El amenazó a los hombres, aunque lo hacía llorando (Jerusalén, Jerusalén...) por el terrible pecado y ceguedad de la Ciudad en no quererle reci¬bir. Y efectivamente sobrevino la gran destrucción de la Ciudad bajo Tito. Esto nos hace comprender, mejor que muchos otros razonamientos, lo que es el pecado delante de los ojos de Dios, que son únicos en ver con verdad y con justicia. Como en las amenazas de Jesús a Betsaida, Corozaín y Cafarnaúm, para el día del juicio (Mt. 11,20-24).

Jesús, por otra parte, ha corregido la dureza de la ley mo¬saica del talión mandando hacer el bien al enemigo, y sufrirle con heroica paciencia (Mt. 5,38-42), lo que nos enseñó con su propio ejemplo admirable en la cruz (Le. 23,34). También se opuso implícitamente a la lapidación de la adúltera, contra la ley de Moisés, que mandaba apedrearla (Jn. 8,5-7). Y a sus apóstoles, que querían hacer bajar fuego del cielo sobre los samaritanos, quienes no recibían a Jesús porque iba a Jerusa-lén, les reprendió: «No sabéis de qué espíritu sois» (Le. 9,54-55; compárese con 1 Sam. 15,2-3.

Dios se nos muestra en carne humana en Jesús, en su mi¬sericordia y amor, con ese nuevo espíritu. Pero es uno solo y el mismo el Dios de los dos Testamentos, Yahveh, El-que-es, y El-que-es-Amor (Ex. 3,14 y 1 Jn. 4,16). Moisés y Elias, la Ley y los Profetas, al aparecer en la Transfiguración como las dos grandes figuras santas del AT, glorifican a Jesús, que es el Dios-Bueno que ellos proclamaron: «Nadie es Bueno, sino sólo Dios», dice Jesús (Le. 18,19).

Jesús no destruye la Ley, sino que la lleva a plenitud en Sí (Mt. 5,17-18). Jesús es la primera y la última palabra de Dios, Alfa y Omega, porque el es simplemente la Palabra de Dios (Apoc. 1,8; Jn. 1,14). Es la clave de la Escritura (Le. 24,27; Jn. 5,39). Es el manso y humilde de corazón (Mt. 11,29). Es el que nos comunica el «sentido de Cristo», que nos hace penetrar el divino sentido de las profundidades de Dios (1 Cor. 2,10 y 16). El es la última solución del problema.

Terminaremos diciendo que todos los pareceres propuestos en este libro, y en especial en este capítulo, quedan desde lue¬go sometidos a la norma del Magisterio de la Iglesia, que tiene la auténtica interpretación del depósito de la fe, sobre los fie¬les y aun sobre los teólogos. (Pío xn, Humani generis, Denz. 2.314). Deseamos y esperamos haber expresado el «sentido ver¬dadero» de la historia bíblica, escrita con tal verdad y sencillez histórica que «obliga a poner a los hagiógrafos abiertamente por encima de los antiguos escritores profanos» (Pío xu, ib. Denz. 2.329-30). Si no fuese así, desde ahora modificamos nues¬tro juicio.

NOTAS ESPECIALES
a) El desciframiento de lenguas antiguas (cf. nota 2)

El conocido libro vulgarizador de C. W. CERAM, Dioses, tumbas y sabios ha trazado un impresionante cuadro narrativo de los admirables es¬fuerzos con que hombres de genio, a veces no expertos sino intuitivos, han superado las dificultades de lenguas desconocidas antiguas para entender¬las. Tales son, el célebre caso de Champollion con la piedra de Rosetta, cuando comenzó, casi por duplicado con el inglés Young y paralelamente, el desciframiento de los jeroglíficos egipcios como letras de un alfabeto. Del mismo modo el desciframiento admirable de la escritura cuneiforme, por los trabajos del alemán Grotefend y del inglés Rawlinson, abrió el camino al conocimiento de las escrituras más primitivas, sumerias, acadias, hititas, asírias, babilonias, persas... Junto con las grandes excavaciones de Nínive y Korsabad, de Úr y Babilonia y de Persépolis y otros lugares célebres, abrió así las puertas del conocimiento de las grandes culturas antiguas, de que hablaba la Biblia, y que habían permanecido ocultas bajo las arenas durante milenios, para emerger a los ojos asombrados del mundo.

De modo semejante se ha producido "*a brillante hazaña del des¬ciframiento de la escritura linear minóica-micénica por Michael Ventris con ayuda de Chadwick en 1953... resultando así la gran sorpresa de ser una forma acaica del griego clásico, relacionada con el dialecto empleado por Hornero en el siglo x a. C", escribe ALBRIGHT, From the Slone Age to Christianity (edic. Anchor, n. 5; señalamos desde la n. 2 este libro en diversas citas así: ALBRIGHT, Stone Age Chr., el número citado es el mar¬ginal de la edición Anchor, que tomamos de la versión española Santander 1959). De este modo, y a través de diversas formas de escribir silábicas, alfabéticas o pictóricas, se ha abierto el camino hasta el año 3000 a. C. fecha aproximada de la invención de la escritura humana, cruce de la pro-to historia y la historia. Han sido descifradas las escrituras ugarítica (Bauer, 1930) e hitita (Bossert, 1947). Las mayas y aztecas, amerindias, de perfecto dibujo no son propiamente escrituras, sino calendarios matemáticos. Perma¬necen aun en el misterio el etrusco de Italia, y los extraños jeroglíficos de la isla célebre de Pascua, con sus fantásticas cabezas gigantes de piedra mirando al mar, aunque no parecen propiamente inscripciones (cf. IGNACE GELB, Historia de la escritura, Chicago 1952, Madrid 1976, p. 91 y 132). El célebre "disco de Phaistos" ha sido interpretado en 1977 por el Dr. Seulek, checo. Quedan aún por descifrar las escrituras de Biblos, proto-hindú de Mohenjodaro, proto-elamítica, (ib. p. 125-27), con la cretense jeroglífica, y la lineal-A.

b) Las cartas de Lakis y la conquista de Josué (cf. nota 10)

Puede verse la importancia de las llamadas "cartas de Lakis", unas veinte sobre cerámica incisa, en la fotografiada en Enciclopedia de la Biblia, v. Lakis, IV, 892 donde se puede ver la inscripción de la carta VI, que parece podría referirse al profeta Jeremías. Sobre Lakis y sus excava¬ciones puede darse este dato, que hace ver su gran importancia: ALBRIGHT, Stone Age Chr., n. 255, menciona la inscripción hierática hallada en 1937 en las excavaciones de Lakis, que permite fijar en 1221 la última fecha posible para su destrucción por los israelitas. BRIGHT, en su obra La historia de Israel, Bilbao, 1970, pp. 137 y 121, indica que esta inscripción habla del año cuarto de un faraón egipcio, que muy probablemente es Meneftá (1224-1216 a. C).
Como la inscripción ha sido hallada entre ruinas de la ciudad destruida, piensan razonablemente que la fecha de ese "cuarto año del faraón" que se halla en las anotaciones de la inscripción, y correspon¬de por lo mismo al año 1220 (cuarto de Meneftá), señala fecha a la des¬trucción de Lakis por Josué y los israelitas (Jos. 10,32). El rey de Lakis fue vencido y muerto por Josué en la célebre batalla de Gabaón, en la que "detuvo el sol" (Jos. 10,12), junto con otros cuatro reyes aliados suyos. Por otra parte, la famosa "estela de Meneftá", hallada en excavaciones de Tebas en 1937 (Ene. Biblia, III, 354, v. Meneftá) incluye a Israel como pueblo vencido por el faraón, como otros, lo que querría decir claramente que en el reinado de este faraón ya Israel contaba como "pueblo" libre y fuera de Egipto, aunque no parece ser todavía "país", es decir no asenta¬do todavía definitivamente, lo cual corresponde a la época de conquista por Josué. Así 1220 sirve de fecha última para datar la época de conquis¬ta y del éxodo anterior. El texto de la "estela de Meneftá" puede leerse en García Cordero, o. c. 253-54.
c) Abraham, Isaac y Jacob (cf. nota 11)

BRIGHT, Hist. de Israel, 161-165 expone los probables orígenes tri¬bales de Israel en el clan de Jacob y otros clanes, concretados en el número doce como sagrado, y que reunidos por la "anfictionía" o pacto religioso formaron una sola nación (cf. Josué, c. 24 y el famoso pacto religioso de Siquem). Pero, por lo demás Bright, de la figura del patriarca Jacob, como de Abraham e Isaac, dice expresamente: "Podemos afirmar con toda segu¬ridad que Abraham, Isaac y Jacob fueron verdaderos individuos históricos concretos... las narraciones patriarcales están fielmente basadas en la his¬toria... Abraham, Isaac y Jacob fueron jefes de clanes que vivieron por este tiempo" (pp. 97-98). Albright, Stone Age Chr., n. 241 dice por su parte: "Las figuras de Abraham, Isaac, Jacob y José se presentan a nuestros ojos como personas reales, cada una con rasgos que responden a su carácter, pero que no armonizarían con el de los otros. Especialmente Jacob y José... La his¬toria de José presenta elementos típicamente folklóricos... pero la figura re¬sultante de José no es mitológica ni por asomo". Sorprende, por contraste, la flotante posición del católico R. DE VAUX, Historia antigua de Israel, Madrid, 1975, quien trata de las tradiciones patriarcales ampliamente en los capítulos I-V, y cuyas conclusiones parecen limitarse al fin así: "el histo¬riador sólo puede decir que es posible que Israel haya conservado recuer¬dos auténticos de sus orígenes. Para ir más lejos hay que salir de la Bi¬blia" (p. 192), y respecto de la cronología que "sólo puede hablarse de una época patriarcal", sin que podamos señalar comienzo ni término (p. 265). Recordaremos que, en el aspecto eclesial (Pío XI por medio de la Comi¬sión Bíblica en 1934) fue rechazado, como opuesto al dogma de la inspira¬ción y la inerrancia implícitamente, y a la doctrina católica expuesta por los Pontífices León XIII y Benedicto XV, el libro de FR. SCHMIDTKE, Die Einwanderung Israels in Kanaan, 1933, porque "entre otras cosas, afirma que las narraciones de los Patriarcas, al menos en gran parte, no proponen la historia de hombres individuales sino de tribus; que Jacob no es hijode Isaac sino que representa una cierta tribu aramea; ni que toda la fa¬milia de Israel entrase en Egipto, sino sólo una parte, principalmente la tribu de José". (Ench. Bibl. n. 516; AAS, 26, 1934, 130-1).

d) El Génesis y el Gilgamés (cf. nota 17)

ERRANDONEA J., Edén y Paraíso, Madrid, 1966, ha desarrollado am¬plia y profundamente, con gran erudición, la comparación entre el Géne¬sis, en el relato de la creación y del primer hombre y su caída, y el poema acadio-semita, Gilgamés, que es considerado "la epopeya nacional de Meso-potamia" (ib. p. 12), y la obra literaria de mayor difusión del mundo an¬tiguo. No podemos aquí detenernos en sus múltiples comparaciones de se¬mejanzas y diferencias. Una de las más importantes es la siguiente, si re¬cordamos además que la tradición recogida en el Génesis proviene segu¬ramente de Abraham, quien hubo de recogerla en su tierra de origen, que es Mesopotamia (Gen. 11,31-32 y 12,4), o sea la tierra alcanzada por las tra¬diciones del Gilgamés, del cual nos interesa ahora especialmente el len¬guaje metafórico propio de aquel país. El capítulo VI de Errandonea desa¬rrolla amplia y fundadamente la expresión del pecado en el Génesis, "comer la fruta" (Gen. 3,1-7), como equivalente en el lenguaje mesopotámico del goce del placer sexual, presentando numerosos ejemplos, ya del Gilgamés ya de otros escritos. A mi parecer puede decirse que esta analogía se convierte en verosímil. Aun en la literatura bíblica se da esta metáfora, en el Cantar de Salomón (Cant. 2,3; 4,16). Desde Abraham la tradición llegó hasta Moi¬sés, naturalmente que sólo la que contenía la verdad, y así es creíble que Moisés consignó la tradición del Paraíso y del pecado con origen mesopo¬támico, aunque bajo luz de inspiración y purificada de todo error. Pero no es ciertamente la clase de pecado cometido el problema principal del relato, y la teoría del placer sexual ofrece dificultades, aunque se le dé el carácter de "sacrilegio sexual" mesopotámico (las hieródulas en los tem¬plos con los reyes), como propone, siempre con ejemplar modestia, Erran¬donea (oc. c. VII).

e) La ruina de 'AY (cf. nota 19)

Jos. 8; Véase R. DE VAUX, Historia antigua de Israel, II, 137 ss. y las diversas interpretaciones, especialmente la etiológica. Aquí hay una ra¬zón de peso para aceptarlo, y es la arqueológica, pues se halla una ciudad AY (Kherbit-el Tell), destruida en el 2400 antes de Cristo, y no vuelta a restaurar como pequeña aldea hasta después del 1200 a. C., es decir que no existía al paracer, en tiempo de Josué. AY = la ruina, sería pues los restos en ruina de una ciudad grande, que provocan una explicación del nombre. Como existe "la ruina" ('Ay) la tradición popular —habría que decir— inventa una leyenda explicativa. Habría que preguntar, con todo, si esto explica suficientemente todo el relato del autor del libro. Porque en el capítulo 7 el ejército de tres mil luchadores, enviado por Josué como suficiente para la conquista, es derrotado por los defensores de 'Ay. Al buscar la causa ante Dios, resulta culpable Akán, que es lapidado en el valle llamado Akór (quizá de su nombre otra leyenda). En el capítulo 8 prosigue la historia con el asedio de Hai, con la estratagema de Josué que huye aparentemente una parte del ejército, y cuando les persiguen le¬vanta Josué el escudo en señal convenida y otra parte escondida asalta la ciudad abierta. Son muertos sus habitantes, hasta doce mil según el es¬crito, y también el rey de la ciudad es colgado. Entonces viene lo que puede ser la explicación etiológica: "Josué incendió Ay y la convirtió para siempre en una ruina (= 'Ay), en desolación hasta el día de hoy." (Jos. 8,28). También sobre el cadáver del rey, arrojado ante la puerta de la ciu¬dad arruinada, es levantado un túmulo de piedras "que existe todavía hoy" (v. 29). Pero, ¿se explica así la batalla de Gabaón? (Jos. 10,1). Parece opor¬tuna una cita tomada de J. DELORME, en el comentario a Josué del libro de ROBERT-FEUILLET, Introd. a la Biblia, I, 372: "La leyenda no suele construir completamente de primera mano. W. F. Albrigth piensa que las dos ciudades muy próximas, Ay y Betel (Jos. 8,9-17), pudieron fácilmente ser confundidas por la tradición popular: la ruina de la primera causó la prosperidad de la segunda, que fue efectivamente destruida en el siglo xm (siglo de Josué), probablemente por los israelitas. El recuerdo histórico de esta victoria (Jue. 1,22-26) se habría así asociado a la ruina espectacular de 'Ay para dar origen al relato de Josué. Vincent opina que esta solución no hace bastante justicia a la historicidad de Jos. 7-8". Otro caso típico de etiología es seguramente el de la célebre torre de Babel en relación a la dispersión de los pueblos y variedad de sus lenguas (Gen. 11,1-9).


f) Las setenta semanas de años en Daniel (cf. nota 22)
Véase sobre este extraordinario cálculo de coincidencia, F. VIZMA-NOS, Teología fundamental, Madrid 1963, p. 440. Señala con razón el autor que en el mundo judío existía en tiempo del nacimiento de Cristo la tra¬dición de que era ya llegado el tiempo del Mesías. Lo escribe FLAVIO JOSEFO, el historiador judío de La guerra judía (De bello judaico), VI, 5, 4, aludien¬do a la profecía de Daniel: "Un oráculo ambiguo (sostuvo a los judíos en su defensa de la ciudad), que se halla igualmente en las sagradas Escrituras, según el cual por aquel tiempo (año 70, destrucción de Jerusa-lén) uno de su país dominaría sobre toda la tierra habitada (el Mesías)". A este mismo oráculo alude el romano TÁCITO, Histor. 5,13 y SALUSTIO, Vespasianus, 4. En los evangelios también se halla la mención de esta ex¬pectación judía del tiempo del Mesías, sin duda fundada en la profecía y oráculo de Daniel: los Magos preguntan por el Rey que va a nacer (Mt. 2,2), Simeón y Ana esperan la llegada del Cristo de Dios (Le. 2,25,38), los judíos esperan la llegada del gran profeta anunciado (Mt. 11,3; Le. 7,19; 19,11; Jn. 6,14), la Samaritana se remite al Mesías, que está ya para llegar (Jn. 4,25). Respecto del cálculo indicado de las setenta semanas, en la nota 9 de este mismo capítulo hemos dicho que el "séptimo año del rey Artajerjes", en que envía a Esdras a Jerusalén (Esd. 7,7) puede ser de Artajerjes I o del II. Pueden verse las razones para la disyuntiva, que modificará el orden de los dos libros (Esdras-Nehemías o Nehemías-Esdras), en ROBERT-FEUILLET, Introduc. a la Biblia, I, 649, nota 9. Ahora bien, to¬davía es más extraordinaria la doble coincidencia que resultaría si, acep¬tada la segunda hipótesis de Artajerjes II, contamos las setenta semanas en año de luna o lunares. Pues si, desde el "séptimo año de Artajerjes I", (465-423), que es el año 458, resultan, como hemos dicho en el texto, 488 años hasta el año 30 de la muerte de Cristo en años solares romanos y nues- tros, en el caso del "séptimo año de Artajerjes II" (404-358), que es el año 398 a. C, podemos contar los años desde el decreto de envío de Nehemías, en el año "veinte de Artajerjes" (el I), que sería por lo tanto en el año 445. Asi no sólo resultan 490 años lunares (de 354 días cada uno; que equivalen a 475 solares = los 445 a. C. más 30 d. C. hasta su muerte, sino que además se cumple literalmente la distinción que hace Daniel en su pro¬fecía entre "siete semanas y sesenta y dos semanas" (Dan. 9,25). Pues siete semanas de años lunares (49 años, que equivalen a 47 solares), nos llevan desde el 445 hasta el 398, del envío hipotético de Esdras en Arta¬jerjes II, y desde éste "sesenta y dos semanas" más de años lunares (434 años, que equivalen a 421 solares) nos llevan desde el 398 hasta el 23 d. C. fecha aproximada de la aparición pública de Jesús. Y una semana más de años nos lleva al año 30, de su muerte, llenando las setenta semanas de años lunares. Así resulta que si el texto de Esdras se entiende del "sép¬timo año de Artajerjes I", son setenta semanas de años solares (lo más probable), y si se entiende del "séptimo año de Artajerpes II" son setenta semanas de años lunares hasta el año 30 de la muerte de Cristo. Es una doble y enorme coincidencia posible. (Se puede objetar a la segunda hipóte¬sis que los años antiguos no eran lunares solamente sino solilunares, pues introducían la corrección de un mes trece intercalar cada dos o tres años para corregir la diferencia solar. Pero en número de meses lunares el cálcu¬lo es exacto: 490 años lunares de doce meses, equivalen a 475 años solares de doce meses. La diferencia entre ambos años es de 11 días, pues uno es de 354 días, el lunar, y el otro de 365 días, el nuestro solar. Puede recorJarse aquí que en Gen. 7,11 y 8,14 se deduce como duración del diluvio la de un año y 11 días (día 17 del mes 2, al día 27 del mismo mes en el año siguiente de la vUa de Noé, a 600-601 de su vida, Gen. 7,11 y 8,13). Tal duración de doce meses lunares y 11 días iguala exactamente al año solar de 365 días.

g) La Historia de las Formas o Formgeschichte (cf. nota 30)

El método de "Historia de las Formas" (Formgeschichte) entiende que los libros que actualmente poseemos han incorporado diversas tradi¬ciones y formas de composición, que históricamente son de épocas ante¬riores, y han sido integradas en una nueva composición. Su intención es llegar a distinguir y catalogar tales formas, situándolas en su contexto am¬biental propio anterior, del que dependen. Su principal promotor M. Dibe-lius, protestante, ha sostenido que los actuales escritos evangélicos (en el NT) provienen de la predicación ("Im Anfang war die Predigt") lo cual es aceptable, con tal de que no por eso se elimine la verdad histórica. Ve en las formas evangélicas en concreto cuatro aspectos principales: Paradig¬mas, Novelle, Legende y Mitos. Clasifica como "mito" en los evangelios tres hechos de la vida de Jesús: Bautismo, Tentaciones y Transfiguración, lo que rechazaremos al tratar del NT en el capítulo siguiente. Pero el mé¬todo de las formas se aplica lo mismo, y en rigor con mayor amplitud, al AT y nació con los trabajos de Gunkel sobre Gen. Tras Dibelius ha sido Bultmann con su desmitologización (Entmithologisierung) el principal defen¬sor de esta teoría. Un católico no puede aceptar, como ellos, el rechazo del milagro y lo sobrenatural, en un a priori crítico, ni exagerar la importancia de las formas de composición frente a la inspiración del escritor del libro; pero en el método hay un principio aceptable, cual es el de la composición previa de fragmentos parciales. Sin embargo, es muy expuesto el método al subjetivismo, ya que señalar tales fragmentos y distinguirlos con segu¬ridad lleva a afirmar como seguras simples hipótesis de crítica, útiles en cierta medida como instrumento de trabajo, mientras no estén en desacuer¬do con los principios de la fe católica, y con la inspiración y las enseñan¬zas del magisterio de la Iglesia. Sobre la "Formgeschichte" puede verse un resumen en J. CABA, De los Evangelios al Jesús histórico, (BAC, n. 316) Madrid 1971, pp. 18-34.